Índice general
4 - Capítulos 13 al 16: El nazareo
Estudios sobre el libro de los Jueces
Estos capítulos constituyen una nueva división del libro de los Jueces. Hemos visto, del capítulo 3 al 12, una serie de liberaciones efectuadas por instrumentos suscitados por Dios. Este es el período del renacimiento. La división que vamos a tratar tiene un carácter especial.
Israel volvió a caer: «Los hijos de Israel volvieron a hacer lo malo ante los ojos de Jehová; y Jehová los entregó en mano de los filisteos por cuarenta años» (13:1). Dios no nos da detalles sobre esta nueva decadencia, pero podemos saber lo que piensa por el peso de su vara sobre su pueblo. Este castigo son los filisteos; nada describe mejor el estado de Israel que este hecho. Hasta ahora el sometimiento había venido o de enemigos de fuera, o de Jabín, jefe de los antiguos poseedores de la tierra, o finalmente de las naciones que habían salido de Israel según la carne y lo atacaban en sus fronteras. Aquí encontramos al propio enemigo establecido dentro de los límites de Israel y asolándolo. El filisteo domina al pueblo y lo esclaviza. Nuestros días no son muy diferentes moralmente de aquellos días. La infidelidad de la Iglesia hace tiempo que produjo esta última manifestación del mal. Lo que antes estaba fuera de la Casa de Dios, ahora la domina; los hombres descritos en el capítulo 1 de Romanos se han convertido en sus habitantes y están imprimiendo su carácter en el pueblo de Dios (comp. Rom. 1; 2 Tim. 3:1-5). Esta mezcla es lo que llamamos cristiandad.
Ahora, en un momento como este, ¿cuál es el recurso del pueblo de Jehová? Una palabra responde a esta pregunta: nazareo. Lo que debe caracterizarnos hoy es una separación completa y total, una consagración real y general a Dios.
Antes de pasar a la historia de Sansón, consideremos este punto importante. Bajo la Ley, con todo exteriormente en orden, el estado nazareo era temporal (Núm. 6); en tiempos de ruina, se convierte en perpetuo, empezando por el ejemplo que tenemos ante nosotros. Sansón fue nazareo desde el vientre de su madre. Este carácter nazareo perpetuo se encuentra en Samuel, juez y profeta (1 Sam. 1:11), y luego cesa con David, tipo de la gracia real, y Salomón, tipo de la gloria real de Cristo. Luego viene la ruina del pueblo bajo la realeza responsable del hombre, como habíamos tenido en los Jueces bajo el gobierno más directo de Dios. Con la ruina del pueblo y la realeza completa, Israel está entregado en manos de los gentiles; un remanente de Judá es restaurado para esperar al Mesías.
La casa está limpia, sin duda, pero el pueblo está sin vida. Juan el Bautista se levanta con un estado nazareo permanente (Lucas 1:15), cuando la ruina se manifiesta plenamente, no consumada aún por el rechazo de Cristo, y el juicio, pero también el Salvador, está a la puerta. Anunciado por Juan el Bautista, Jesús aparece como el verdadero José, el Nazareo entre sus hermanos, pero sin los signos del nazareo terrenal, porque Él mismo es la realidad de este tipo. Solo esta cualidad proclama la ruina del pueblo. Al final de su carrera, el Señor entra en una segunda fase celestial de su nazareo. Se santifica para sus discípulos, en el cielo, verdadero Nazareo, separado de los pecadores y sentado a la derecha de Dios, dejando a los suyos en la tierra para representar su nazareo. Con el mundo, a través de la cruz, convencido de pecado, arruinado y juzgado, los discípulos, y luego la Iglesia, se convierten en nazareos celestiales a perpetuidad en medio del mundo. Al examinar la historia de Sansón, veremos cómo la propia Iglesia respondió a esta vocación.
Hay otra observación importante. Lo que era privilegio de unos pocos bajo la Ley es la porción de todos bajo la gracia. El sacerdocio, que solo incluía a una familia dentro de la tribu de los levitas, se convirtió en el privilegio universal de todos los hijos de Dios (1 Pe. 2:5, 9). Una clase aún menos numerosa en medio de Israel, la de los nazareos, compuesta por unos pocos hombres o mujeres aislados (por no hablar de los recabitas (Jer. 35) en tiempos de los profetas), caracteriza ahora a todos los fieles. La razón que hemos dado es que la separación por Dios es necesariamente la marca de los testigos en contacto con el hombre arruinado, con el mundo en vísperas del juicio. Esta verdad del nazareo universal y permanente llena el Nuevo Testamento, y resplandece en cada página del Libro sagrado para los que tienen ojos para ver. Tiene una inmensa importancia práctica.
Bajo la Ley, un nazareo, fuera hombre o mujer, se separaba durante un tiempo determinado para servir a Dios. Esta separación consistía en 3 cosas (Núm. 6:1-9) que afectaban a los elementos más necesarios e importantes de la vida humana. La sociabilidad forma parte de la propia naturaleza y existencia del hombre. El nazareo debía abstenerse del vino y de las bebidas fuertes. Del vino se dice (Jueces 9:13) que «alegra a Dios y a los hombres». Esta alegría de los hombres sociables podría haber sido compartida en común con Dios, pero el pecado había entrado a través del hombre, y Dios ya no podía alegrarse con él. El que se dedicaba al servicio de Dios ya no podía encontrar alegría en la compañía de sus semejantes, pues Dios no tiene nada en común con la alegría de los pecadores. El siervo del Señor no puede buscar a sus amigos en el mundo, sentarse en sus banquetes, compartir sus placeres, porque Dios no está allí. Cuanto más estalla la ruina, más se acentúa este hecho. Los cristianos son muy deficientes en este aspecto. Tienen «amigos mundanos» y cultivan su sociedad, no para llevarles el Evangelio, sino para disfrutar del placer que les proporciona. Ay, apenas nos parecemos a Pablo cuando decía: «No conozco a nadie según la carne».
Bajo este aspecto, como en todos los demás, el Señor era un perfecto nazareo, ajeno a todas las alegrías del hombre sociable. Incluso dijo a sus discípulos, en aquel encuentro que había deseado ardientemente, cuando, ante la muerte, hubiera podido saborear con ellos un momento de gozo terrenal: «En verdad os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo en el reino de Dios» (Marcos 14:25). Llegará el día en que el vino que alegra a Dios y a los hombres se beberá de nuevo en un escenario purificado de pecado, en el que el verdadero siervo podrá participar sin restricciones. La Palabra de Dios insiste en la importancia de esta separación: «Se abstendrá de vino y de sidra; no beberá vinagre de vino, ni vinagre de sidra, ni beberá ningún licor de uvas, ni tampoco comerá uvas frescas ni secas… de todo lo que se hace de la vid, desde los granillos hasta el hollejo, no comerá» (Núm. 6:3-4). ¿Observamos esto, hermanos míos? ¿Somos ajenos a todo lo que tiene que ver con la alegría del corazón humano natural? ¿Cómo nos damos cuenta de nuestra condición de nazareos? Pero, se preguntarán, ¿dónde está la posibilidad de realizarla de un modo tan absoluto? La encontramos en nuestro carácter celestial. Tenemos un nazareo celestial. La separación bajo el judaísmo era una separación corporal; bajo el cristianismo se convierte en espiritual y celestial. El Señor a quien pertenecemos está separado de los pecadores y elevado más alto que los cielos. Tiene 2 medios para separarnos con él y como él; el primero, la Palabra de Dios, que nos pone en relación con el Padre en el cielo; el segundo, su propia persona, un Cristo santificado para nosotros en el cielo, para marcar y establecer que nuestras relaciones, nuestros vínculos, nuestros afectos son ahora celestiales, en medio de un mundo juzgado que ha rechazado a Cristo.
Una segunda cosa caracterizaba al nazareo: «Todo el tiempo del voto de su nazareo no pasará navaja sobre su cabeza; hasta que sean cumplidos los días de su apartamiento a Jehová, será santo; dejará crecer su cabello» (Núm. 6:5). Junto a la sociabilidad, hay un segundo rasgo que afecta a la esencia misma del ser humano. El hombre es un ser personal, con una voluntad independiente, y para quien nada puede ser más importante que el yo, su dignidad y todo lo relacionado con ella. El pelo largo separa al nazareo de todo esto. Es a la vez símbolo de dependencia y de deshonra (1 Cor. 11). El pelo largo del nazareo anunciaba abiertamente que renunciaba a su dignidad y a sus derechos personales como hombre para dedicarse al servicio de Dios. Lo que para la mujer era gloria, para él era vergüenza. Abdicaba de su personalidad bajo ese velo. Él, nacido para esta dignidad, la descuidaba; él, establecido para dominar, se sometía a Jehová, como una esposa a su marido. Sin esta dependencia, no habría servicio a Dios, ni poder en el servicio. Lo que para el nazareo era un signo de debilidad se convertía en la fuente de su fuerza. Es más, su devoción a Jehová se reflejaba en el olvido de sí mismo, que le llevaba a descuidarse para cumplir plenamente su servicio.
Una tercera cosa lo caracterizaba: «Todo el tiempo que se aparte para Jehová, no se acercará a persona muerta. Ni aun por su padre ni por su madre, ni por su hermano ni por su hermana, podrá contaminarse cuando mueran; porque la consagración de su Dios tiene sobre su cabeza» (Núm. 6:6-7). El tercer carácter unido al hombre desde la caída, e inherente a su ser, es el pecado, probado por su consecuencia, la muerte. Esto es lo que el nazareo debía evitar a toda costa. Los lazos más fuertes, los de la familia, no debían tenerse en cuenta a la hora de santificarse para el servicio de Dios. ¡Qué poco entendemos esto! Muchos cristianos dicen: «Permíteme que vaya primero y entierre a mi padre» (Mat. 8:21). Otros dicen: No puedo, mis padres no me dejan. Estos no son nazareos. Pero no solo de lazos familiares tenía que prescindir el nazareo a la hora de servir, y que tenía que repudiar según el ejemplo del perfecto nazareo: «Mujer ¿qué tiene que ver eso contigo o conmigo? No ha llegado todavía mi hora». «¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?» (Juan 2:4; Mat. 12:48). El nazareo debía abstenerse de todo pecado y mancilla. Hemos señalado en otro lugar [6] que la Ley no tenía recursos para el pecado voluntario, mientras que es a este pecado en particular al que se dirige la gracia. Solo un pecado voluntario, el abandono del cristianismo, está más allá de los recursos de la gracia (Hebr. 10:26). Aparte del pecado voluntario, la Ley tenía recursos. 1) En la vida cotidiana del israelita, para el pecado por error y falta (Lev. 4:5). 2) En su caminar, para el pecado por falta de vigilancia o inadvertencia (Núm. 19). 3) En su servicio, por el pecado por negligencia y por el pecado imprevisto que al hombre le parecía imposible evitar. «Si alguno muriere súbitamente junto a él, su cabeza consagrada será contaminada…» (Núm. 6:9). Era involuntario e imposible de prever, y sin embargo era pecado, sobre todo porque se trataba de un servicio particularmente importante y honorado. Este hecho habla a nuestras conciencias. Nuestro nazareo implica la más absoluta separación de las contaminaciones de este mundo. En ninguna parte de este capítulo supone Dios que el nazareo bebería vino deliberadamente, se cortaría el pelo o tocaría a un muerto. Lo mismo ocurre con nosotros. Dios no supone que debamos pecar, y actúa con nosotros según ese principio.
[6] La vaquilla roja, de H.R.
Las 3 marcas del nazareo, que acabamos de mencionar, eran, a pesar de su importancia (podría olvidarse fácilmente), solo las características externas de esta vocación. Estas marcas eran la consecuencia de un voto, de una consagración al servicio de Jehová, de una separación interior del alma por su causa. «El hombre o la mujer que se apartare haciendo voto de nazareo, para dedicarse a Jehová…» (Núm. 6:2). Quiero subrayar este punto importante. Un voto era una decisión de servir a Dios de una determinada manera; no tenía restricciones. Era una dedicación al servicio de Jehová. Esta misma dedicación a Dios y a Cristo es la base del cristiano nazareo. Si no está ahí, nos exponemos a una grave caída. Se puede ser nazareo de un modo casi exterior, poseyendo incluso, como Sansón, el gran poder que acompaña al nazareo, y no estar separado en el corazón. Sin duda, este aspecto, que era puramente externo bajo la Ley, ya no lo es bajo el cristianismo. Hoy se puede ser miembro de una sociedad de sobriedad sin ser nazareo. Lo que corresponde a estos signos externos, para el cristiano, es un testimonio dado ante el mundo, que nos separa tanto de sus contaminaciones como de sus alegrías, y nos hace caminar abiertamente por una senda de dependencia que tiene como regla la Palabra de Dios.
Ahora bien, podríamos profesar estas cosas, caminar exteriormente en el camino del nazareo y, sin embargo, tener corazones divididos y no santificados. Este camino conduce a una derrota como la de Sansón, y, si no lo hace, perdemos en todo caso muchas de las bendiciones que fluyen de la consagración completa al servicio del Señor. En el capítulo 7 del Levítico, la fiesta del sacrificio de paz duraba 2 días para los que habían hecho voto, y solo un día cuando era una acción de gracias por las bendiciones recibidas. La influencia de la renuncia a todo lo que el mundo ofrecía también puede verse en el culto de Abraham, en los capítulos 12 y 13 del Génesis. Abraham erigió allí 3 altares: el de Siquem, altar de la obediencia a Jehová que se le había aparecido; el de Betel, altar del viajero, en nombre de Jehová; el de Hebrón, altar de la renuncia, al mismo Jehová, y fue allí donde el patriarca se dio cuenta de todo el alcance de las bendiciones divinas.
Volvamos al nazareo. Es interesante ver lo que tuvo que hacer cuando «su cabeza consagrada» será contaminada (Núm. 6:9-11). Uno de estos actos correspondía a la pérdida de su condición exterior de nazareo, el otro a la pérdida de su voto, su consagración interior. Tenía que afeitarse la cabeza. Este era el reconocimiento público que había perdido, pero también era la admisión de que el poder de su estado nazareo le había abandonado. El nazareo arrepentido no era como Sansón, que «no sabía que Jehová se había apartado de él». Lo reconoció, proclamando, por así decirlo, que ya no estaba capacitado para el servicio. Entonces debía ofrecer «dos tórtolas o dos palominos», el sacrificio de alguien «que no podía alcanzar un cordero». Era el reconocimiento de su incapacidad, de su nada como siervo, así como del valor de la sangre ofrecida para su purificación. Debemos tomar nota de estas cosas; no debemos asumir exteriormente una actitud de fortaleza espiritual cuando hemos perdido la comunión con el Señor, y confesar humildemente ante Dios nuestro pecado cuando hemos fallado en el deber de nuestro servicio.
Continuemos este servicio sin cansarnos de él y que nada lo interrumpa. Llegó un día en que el nazareo cesaba. Entonces el nazareo ofrecía todos los sacrificios. Ese día amanecerá también para nosotros, cuando venga el Señor y su sacrificio haya llevado sus consecuencias supremas, abolido el pecado, aniquilada la muerte y quebrantado a Satanás para siempre bajo nuestros pies. Entonces afeitaremos la cabeza de nuestra nazareo (Núm. 6:18); entonces el poder del Espíritu Santo ya no será empleado para impartirnos la fuerza que nos separa de todo mal en nuestro servicio; entonces pondremos «los cabellos de su cabeza consagrada y los pondrá sobre el fuego que está debajo de la ofrenda de paz», pues toda nuestra fuerza será empleada en el gozo de una comunión sin mezcla, y la escena del nuevo mundo será, como nosotros, perfectamente conforme a los pensamientos y al corazón de Dios.
4.1 - Un remanente (capítulo 13)
El pueblo volvió a caer en la infidelidad y fue esclavizado por el enemigo interior, los filisteos que se habían establecido en el territorio de Israel. Este es el último período de la historia de la decadencia. Los hijos de Israel ya no claman a Jehová; sufriendo esta dominación, ni siquiera desean ser liberados de ella (cap. 15:11) y, para vivir en paz bajo esta esclavitud, tratan de deshacerse de su liberador. Nos acercamos al tiempo de su completa apostasía.
En medio de esta irremediable situación, Dios separa un remanente piadoso y se comunica con ellos. Manoa y su mujer temían a Jehová, escuchaban su voz y hablaban entre sí (comp. Mal 3:16), tipo sorprendente del remanente de las María y de las Elizabet, de las Ana, de los Zacarías y de los Simeón, que esperan al verdadero Mesías, el Salvador de Israel; tipo también de este remanente futuro que, atravesando la tribulación, seguirá los caminos de la justicia, esperando la venida de su Rey.
Sansón, el liberador de Israel, no encontró en su nacimiento un pueblo que lo aclamara, sino esta pareja piadosa que creyó en su misión. El Señor, rechazado por el pueblo nada más llegar a la escena, solo encuentra unas pocas almas fieles con las que asociarse, esas excelentes gentes de la tierra, mencionadas en el Salmo 16, en las que encuentra su deleite. El tiempo de la ruina irremediable es, pues, el tiempo de los remanentes. Lo mismo se aplica al período actual de la Iglesia. El profeta soberano anuncia este período a sus discípulos, cuando les habla de una asamblea reducida a 2 o 3, reunida en torno al verdadero centro, en torno al nombre de Cristo, durante su ausencia. Este período se menciona en el Apocalipsis cuando, en presencia de la idolatría de Tiatira, de la muerte de Sardis y de la tibieza enfermiza de Laodicea, se pronuncia la aprobación del Santo y del Verdadero sobre el débil remanente santificado de Filadelfia.
Lo que caracteriza al remanente en todo momento es el nazareo, la completa «separación para ser de Jehová». El Ángel del Señor se apareció a la mujer de Manoa y le dijo: «He aquí que tú eres estéril, y nunca has tenido hijos; pero concebirás y darás a luz un hijo. Ahora, pues, no bebas vino ni sidra, ni comas cosa inmunda» (v. 3-4). Esta mujer debía revestirse del nazareo porque era el vaso elegido por Dios para presentar al pueblo al Salvador prometido. «Pues he aquí que concebirás y darás a luz un hijo; y navaja no pasará sobre su cabeza, porque el niño será nazareo a Dios desde su nacimiento, y él comenzará a salvar a Israel de mano de los filisteos» (v. 5). La condición de nazareo de Sansón implicaba la de su madre. Para honrar al salvador de Israel, sus testigos debían llevar, a los ojos de todos, las marcas de su propio carácter. Esta es una verdad milenaria. Si no llevamos en la tierra el carácter de Cristo, el carácter de completa separación para Dios, no somos testigos de nuestro Salvador. Desde la aparición de Cristo, el carácter nazareo permanente debe caracterizar a los fieles, como caracteriza al Señor. Cuanto más aumenta la ruina, más se pone de relieve. La Segunda Epístola a Timoteo, que presenta el final de los tiempos, está llena de las características del estado nazareo. En el capítulo 2:19, es el nazareo retirándose de todo contacto con el pecado; en el capítulo 2:21, su purificación para Dios; en el capítulo 3:10-11, y 4:5-7, el siervo de Dios caminando en olvido de sí mismo, en completa dependencia del Señor. ¿No es el nazareo quien habla en 2 Corintios 4:7-12? En los capítulos 6 al 7:1 de esta misma Epístola, encontramos de nuevo al nazareo en sus rasgos principales; en los versículos 4-10, desgracia y olvido de sí mismo; en los versículos 14-15, separación de toda asociación con el mundo; en el capítulo 7:1, limpieza de toda contaminación de carne y espíritu. Las citas podrían multiplicarse. Lo que es importante establecer es que no hay camino, ni testimonio, ni servicio para nosotros sin el estado nazareo, es decir, sin consagración y separación para Dios.
En el versículo 6, la mujer de Manoa cuenta a su marido la visita del ángel: «Un varón de Dios vino a mí, cuyo aspecto era como el aspecto de un ángel de Dios, temible en gran manera; y no le pregunté de dónde ni quién era, ni tampoco él me dijo su nombre». Esta pobre mujer era poco inteligente: no sabía de dónde había venido el ángel, ni quién era, y no se lo preguntó, prueba de su falta de intimidad con Dios. Lejos de tranquilizarla, la presencia del Dios de las promesas la atemorizaba, pues solo veía al ángel como «temible». El propio Manoa, hombre de piedad sincera, sabe poco, pero quiere saber más. Quiere saber lo que «hayamos de hacer con el niño» (v. 8), y luego lo «qué debemos hacer con él» (v. 12). En lugar de responder a sus preguntas, el ángel de Dios le dijo: «La mujer observará todo lo que le he dicho. No comerá nada que proceda de la vid, ni beberá vino ni sidra, ni comerá nada impuro. Cumplirá todo lo que le he mandado» (v. 13-14). ¿Por qué? Porque Dios no pide conocimiento en primer lugar. Ni el conocimiento ni la verdadera piedad, como la de Manoa y su esposa, son suficientes para mantenernos en medio de la ruina. Lo que necesitaban, antes que conocimiento, era verdadera separación personal para con Dios, una separación que tuviera como modelo y medida el nazareo del que estaba a punto de aparecer.
Otras verdades, compartidas por los testigos de Cristo en una época de decadencia, nos están reveladas aquí. «Entonces dijo Manoa al ángel de Jehová: ¿Cuál es tu nombre, para que cuando se cumpla tu palabra te honremos? Y el ángel de Jehová respondió: ¿Por qué preguntas por mi nombre, que es admirable? Y Manoa tomó un cabrito y una ofrenda, y los ofreció sobre una peña a Jehová; y el ángel hizo milagro ante los ojos de Manoa y de su mujer» (v. 17-19). Al repasar la historia de los diferentes períodos de este libro, encontramos que cada avivamiento se caracteriza por ciertos principios. Los tiempos de Otoniel, Aod, Barac, Gedeón, Jefté, cada uno presenta algún principio nuevo; pero Dios reserva para los últimos tiempos de la ruina algunas verdades preciosas entre todas, hasta entonces ocultas y maravillosas. ¡Esta manera de actuar es digna del Dios de amor! Conociendo las dificultades de su pueblo en medio de una infidelidad creciente, y deseando arrancar su corazón de este ambiente tenebroso, saca a la luz y confía a sus testigos verdades cada vez más gloriosas.
Estas verdades tienen como punto de partida el sacrificio. Manoa, más listo que Gedeón (comp. 6:19), toma el cabrito y la torta y los ofrece a Jehová sobre la roca. La cruz es el fundamento de todo nuestro conocimiento como hijos de Dios. Manoa quería saber muchas cosas que Jehová no podía revelarle antes del sacrificio. Pero una vez puesto este fundamento, el Ángel hizo algo maravilloso, revelado, sin duda, de una manera todavía oscura y simbólica a los ojos de este pobre remanente que esperaba un Salvador. «Aconteció que cuando la llama subía del altar hacia el cielo, el ángel de Jehová subió en la llama del altar ante los ojos de Manoa y de su mujer» (v. 20). En el fuego del sacrificio, encontraron un camino nuevo, no hollado hasta entonces, el camino del representante de Jehová para subir hasta él, y sus ojos, fijos en el Ángel, vieron a una persona gloriosa cuya morada conocían, ahora que había desaparecido de delante de sus ojos. Solo entonces conoció «Manoa que era el ángel de Jehová» (v. 21). El corazón, los intereses de este pobre remanente, han dejado ahora este mundo y han tomado el camino del Ángel para ascender con él al cielo. Estos sencillos creyentes podrán ahora hablar de un camino que conduce al cielo, y de una persona que está allí, que se ha convertido en su objeto, mientras ellos están todavía en la tierra.
En este acto maravilloso se reveló una cosa más, no a Manoa, sino a nosotros: el carácter futuro de esta nazareo del que les había hablado el Ángel. Ahora es celestial, como dijimos antes. Al separarse de ellos, el Ángel se separa en el cielo. El Señor Jesús, rechazado por el mundo, dijo: «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (Juan 17:19). Separado en el cielo, nos atrae para que le sigamos, y fija nuestros ojos en él, para que en la tierra reproduzcamos el carácter celestial de Aquel a quien el mundo rechazó. Ante esta revelación, apenas vislumbrada por ellos, pero que nos sirve de enseñanza, los esposos «se postraron en tierra» (v. 20). Y nosotros, en medio de las crecientes tinieblas, ¿no adoraremos mucho más al Dios que nos ha revelado, en un Cristo celestial y glorioso, nuestro lugar en él, y nos lo ha dado como objeto, para que podamos reproducirlo en este mundo? Tales bendiciones deben llenar nuestros corazones de gozo y gratitud. Que los cristianos, buscando su lugar con el mundo, caminen aquí abajo con las cabezas inclinadas, viendo la situación a su alrededor, que diariamente aflijan sus almas, como lo hizo el justo Lot de antaño –esta no es nuestra parte; no estamos llamados a jugar la parte de Lot aquí abajo. Nuestra tarea es la de Abraham, el amigo de Dios. La ruina no destruyó su alma. Como un nazareo, estaba de pie en su alta montaña, con los ojos fijos no en Sodoma, sino en la ciudad que tiene cimientos. Jesús dijo de él: «Abraham… se regocijó por ver mi día; y lo vio y se gozó» (Juan 8:56). Ah, en vez de desanimarnos, bendigamos a Dios; démosle gracias por el tesoro celestial que nos ha dado en Cristo.
Como tantos corazones cristianos de hoy, el de Manoa está lleno de temor cuando se presenta ante Dios. Le dijo a su esposa: «Ciertamente moriremos, porque a Dios hemos visto» (v. 22). Su compañera es verdaderamente una ayuda para él. ¿Hay motivo para temer, dice, cuando Dios ha aceptado nuestra ofrenda? El amor de Dios, manifestado por nosotros en la cruz, es la garantía segura de todo lo demás. «El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él, libremente, todas las cosas?» (Rom. 8:32).
4.2 - La serpiente y el león. El festín (capítulo 14)
Hemos visto lo que es el nazareo. La historia de Sansón nos muestra que es la fuente de nuestra fuerza espiritual.
Solo Cristo realizó plenamente su estado de nazareo, una absoluta separación moral, a lo largo de su vida en la tierra, y lo sigue haciendo en el cielo, donde sigue siendo el verdadero Nazareo «apartado de los pecadores» (Hebr. 7:26).
Sansón, el nazareo, apenas es un tipo de Cristo, excepto en su misión (13:5); en realidad, es más bien un tipo del testimonio dado por la Iglesia de Dios en separación del mundo, en el poder del Espíritu y en comunión con el Señor. La historia de este hombre de Dios, aunque llena de actos de poder, es, sin embargo, una de las más tristes de la Palabra. Sansón (la Iglesia también se formó en Cristo ascendido a lo alto) debería haber sido un verdadero representante de la separación para Dios. Desgraciadamente, no lo fue. La insuficiencia del nazareo de Sansón nos sorprende cuando lo comparamos con el de Cristo.
Cristo, el verdadero Nazareo, se encontró con Satanás bajo 2 formas: en el desierto, como serpiente astuta y seductora, y al final de su carrera, como león rugiente que desgarra y devora.
En el desierto, el Señor, cuyas armas contra las seducciones del enemigo eran la Palabra y la total dependencia de Dios, obtuvo la victoria. Al principio de su carrera, Sansón se encuentra con la serpiente que trata de seducirlo en la persona de una hija de los filisteos. Dice 2 veces que ella agradó «a Sansón» (v. 3, 7). A partir de entonces, tuvo la idea de casarse con esta mujer que pertenecía al pueblo opresor de Israel. Satanás, que no tenía nada en Cristo, encuentra fácilmente en nosotros corazones que le responden. A través de nuestros ojos, nuestros corazones son atraídos hacia el objeto que Satanás nos presenta y encuentran placer en adquirirlo. Esto no significa que debamos caer. Si tales objetos agradan a nuestros ojos, la gracia, y la Palabra que nos revela esa gracia, pueden guardarnos. A pesar de las tendencias de su corazón, Sansón, protegido por la gracia providencial de Dios, nunca se casó con la hija de los filisteos.
El deseo de Sansón demostraba que la Palabra de Dios no tenía ningún valor para él. Sus padres, que sabían menos de consejos que él, pero más de la Palabra de Dios, le dijeron: «¿No hay mujer entre las hijas de tus hermanos, ni en todo nuestro pueblo, para que vayas tú a tomar mujer de los filisteos incircuncisos?» (v. 3). De hecho, la Palabra de Dios al respecto era clara: «No emparentarás con ellas» con esas naciones, «no darás tu hija a su hijo, ni tomarás a su hija para tu hijo. Porque desviará a tu hijo de en pos de mí, y servirán a dioses ajenos» (Deut. 7:3-4). ¿Por qué no hizo caso Sansón? Cristo, el perfecto Nazareo, reconocía la autoridad absoluta de las Escrituras y se alimentaba de toda palabra que salía de la boca de Dios. Como la Palabra no tenía valor para Sansón, emprendió un camino que solo podía conducirle a la perdición. En la vida de Sansón, 3 mujeres marcaron las 3 etapas que lo llevaron a perder su condición de nazareo. La primera agradó a sus ojos; con la segunda tuvo un romance momentáneo (16:1), y amó a la tercera (16:4). Cuando su corazón está atado, ha llegado la última hora de su nazareo.
Sin embargo, Sansón sentía afecto por Jehová y por su pueblo. «Su padre y su madre», dice, «no sabían que esto venía de Jehová, porque él buscaba ocasión contra los filisteos» (v. 4). La dominación de estos le resultaba odiosa. Buscaba el momento oportuno para asestar el golpe que rompiera el yugo sobre los hijos de Israel. Pero Sansón no era un alma sencilla; en su obra llevaba un corazón dividido. Buscando conciliar el placer de sus ojos con su odio al enemigo de su pueblo, extendió su mano izquierda hacia el mundo, queriendo combatirlo con la derecha. Sin embargo, Dios tiene en cuenta lo que hay en este corazón dividido para él. «Esto venía de Jehová». Fue capaz de utilizar incluso las debilidades de Sansón para llevar a cabo sus planes de gracia para su pueblo.
Esta tendencia a buscar en el mundo lo que “agrada a nuestros ojos” conduce a Sansón a un sinfín de dificultades de las que solo el poder de Dios puede liberarle. Hay muchos casos en la Palabra en los que una primera mirada hacia el mundo empuja al creyente a un daño irreparable. Debemos vigilar esto con temor y temblor, porque no podemos saber de antemano qué abismo puede abrir ante nosotros una simple codicia. Este fue el caso de Adán, de Noé, de Lot y de David. La gracia puede guardarnos, pero no juguemos con ella y pensemos que puede servir de cobertura a nuestras concupiscencias o de excusa a nuestros pecados; apoyémonos en ella para que nos sostenga y nos guarde de caer, y si hemos tenido la desgracia de abandonar por un momento este apoyo, volvamos a ella muy pronto para ser restaurados y recuperar la comunión que hemos perdido.
Sansón se encuentra en una pendiente resbaladiza. Sus ojos están cautivados; quiere tomar a esta muchacha como esposa, porque la alianza con el mundo sigue la codicia de los ojos. Así que hace una fiesta (v. 10). Se sienta, sin duda guardando exteriormente las marcas de su condición de nazareo, pues no se nos dice que bebiera vino con los filisteos, pero esta comida tiene un triste desenlace para él.
Antes de seguir adelante, consideremos el relato que precede a la fiesta en la historia de Sansón. Dijimos antes que Satanás se nos presenta no solo como serpiente, sino también como león rugiente. Fue bajo esta apariencia que el Señor Jesús lo encontró en Getsemaní y en la cruz. No hay nada más aterrador que el rugido de un león. Satanás trató de asustar al alma santa de Cristo para que abandonara el camino divino que conducía al sacrificio. Con la fuerza del Espíritu Santo y la perfecta dependencia de su Padre, el Señor le plantó cara en el huerto de los Olivos. En la cruz, donde abrió su boca contra Cristo «como león rapaz y rugiente» (Sal. 22:13), el Señor, en «lo débil de Dios» (1 Cor. 1:25), derrotó al «hombre fuerte» (vean Mat. 12:29; Marcos 3:27; Hebr. 2:14) y lo dejó sin poder con la muerte. Satanás también se presenta bajo la misma forma a los hijos de Dios. «Vuestro adversario el diablo ronda como león rugiente, buscando a quien devorar» (1 Pe. 5:8). Si no consigue seducirnos, intenta atemorizarnos. Sansón tiene que vérselas ahora con este león joven, que viene a su encuentro desde la tierra de los filisteos. Aquí, el estado nazareo de Sansón se muestra en todo su poder, que es el del Espíritu de Dios. «Y el Espíritu de Jehová vino sobre Sansón, quien despedazó al león como quien despedaza un cabrito, sin tener nada en su mano» (v. 6). Esta es nuestra labor al tratar con Satanás. No debemos ser mansos con él, porque si lo perdonamos volverá otra vez. En nuestra lucha, debemos destrozarlo como haríamos con un cabrito. No puede hacernos nada mientras lo tratemos sin miedo, porque sin armas, Jesús ya lo ha derrotado por nosotros en la cruz.
Más tarde, Sansón, yendo por ese camino, se desvió para ver el cadáver del león, encontró «un enjambre de abejas, y un panal de miel» (v. 8), la probó por el camino y dio un poco a sus padres. El fruto de la victoria de Cristo en la cruz ha puesto en nuestras manos todas las bendiciones celestiales. Se encuentran para nosotros en los restos del enemigo derrotado. Y si nosotros mismos, después de haber obtenido una fácil victoria sobre él, lo tratamos como a un adversario vencido, nuestra alma se llenará de fuerza y mansedumbre. Podemos transmitirlas a los demás, pero como Sansón, que comió por el camino, nuestra propia alma se alimentará primero. Nunca tratemos a Satanás como a un amigo; saldremos de su contacto derrotados y débiles, llenos de amargura y muriéndonos de hambre.
La victoria de Sansón sobre el león de Timnat no es solo una prueba de su fuerza; es un secreto entre él y Dios. Cuando sus ojos se fijan en la hija de los filisteos, se lo cuenta a sus padres; si es su victoria, no se lo cuenta a nadie. La vida de Sansón está llena tanto de secretos como de actos de poder. Incluso su nazareo era un secreto, un vínculo, desconocido para todos, entre su alma y Jehová. Para nosotros, este vínculo es la comunión. Encontramos 4 secretos en este capítulo. Sansón no había revelado sus planes a sus padres, ni la parte que Jehová tenía en ellos (v. 4); no les había dado a conocer su victoria (v. 6), ni el lugar de donde había sacado miel (v. 9), ni su enigma (v. 16). Todo esto, mantenido indiviso entre su alma y Dios, era la única manera de que siguiera un camino de bendición en medio de este mundo.
Volvamos al festín de Sansón. Ofrece su acertijo a los filisteos, suponiendo, con razón, que no lo entenderían; de hecho, sin el banquete, no habría corrido peligro de traicionarse a sí mismo. Pero el enemigo consiguió robarle lo que tan bien había escondido. El mundo trabaja astutamente para privarnos de nuestra comunión con Dios. Si nuestros corazones, como el de Sansón, se aferran de alguna manera a lo que el mundo ofrece, pronto perdemos nuestra comunión. La ausencia de comunión no implica todavía la ausencia de fuerza; es solo el camino que conduce a ella; pues mientras exista el nazareo, incluso externamente, la fuerza no puede faltar. Esto es lo que demostró Sansón a los filisteos en el asunto de las 30 túnicas de repuesto; pero ¿tenía este hombre de Dios mucha paz y alegría durante los días de la fiesta? Al contrario, se vio acosado por el llanto, la preocupación y el tormento (v. 17). Fue traicionado por la misma mujer que había elegido. Cualquiera que se mezcle con el mundo difícilmente puede imaginar que sea tan malo como es. Sansón nunca habría pensado que sus 30 compañeros, con la ayuda de su mujer, le tenderían trampas para robarle, porque las túnicas de repuesto en realidad le pertenecían. Satanás puede separarnos de la comunión del Señor, hacernos infelices; aún puede impedirnos ser testigos en la tierra, pero gracias a Dios, no puede arrebatar de las manos de Cristo lo que ellas sostienen.
“En tu corazón me llevas,
Débil y a menudo cansado;
Tus manos fuertes y suaves
Me tienen enlazado.”
La gracia de Dios salvó a Sansón de las consecuencias finales de su pecado, y lo liberó de una alianza que Dios no podía aprobar. Cuando el Espíritu del Señor vino sobre él, hizo grandes hazañas. «Y se encendió su enojo» (v. 19). Sansón tenía un carácter muy personal. Se dejó guiar en sus acciones por un sentimiento de los agravios que le habían hecho. Sin embargo, triunfó sobre los enemigos de Jehová, y no se quedó con ninguno de sus despojos. Volvieron al mundo del que habían sido arrebatados. Por eso abandonó el escenario de tanta miseria y «subió a la casa de su padre», que no debería haber dejado para establecerse entre los filisteos. Actuemos como él. Si, en nuestras relaciones con el mundo, hemos tenido experiencias dolorosas, volvamos rápidamente a la Casa del Padre, que nunca debimos abandonar, ni siquiera en pensamiento, y donde habita Aquel cuya comunión es la fuente de nuestra paz y gozo a lo largo de nuestra peregrinación, hasta el momento en que entremos en esa Casa para siempre, nuestra morada eterna.
4.3 - Las victorias (capítulo 15)
Antes de seguir adelante, me gustaría volver sobre 2 o 3 puntos en común con los capítulos 14 y 15, que juntos forman una única narración.
El primero de estos puntos es que Dios siempre realiza sus caminos a través de un cúmulo de circunstancias que distan mucho de responder a sus pensamientos. Es más, se sirve de esas mismas circunstancias para lograr sus propósitos, que en este caso son la liberación de Israel por medio de un instrumento formado por Dios para este fin. Esto explica las palabras: «Esto venía de Jehová» (14:4). Dios no solo lleva a cabo sus caminos por medio de cosas que él aprueba; hace que nuestras mismas faltas, su disciplina, la oposición de Satanás y del mundo, en una palabra, todo trabaje junto para llevar a cabo el resultado final que él quiere producir. Nuestra infidelidad no perturba los caminos de Dios; lo vemos de manera notable en toda la vida de Sansón, y lo podemos ver en la historia de la Iglesia de Cristo. Todos estos caminos de Dios conducen a la victoria final y a las bendiciones que la siguen. ¡Qué consolador es esto! Muy a menudo, para nuestra confusión, nuestros propios caminos no tienen éxito, como en el caso de Sansón, que no se casó con la hija de los filisteos. Los hijos de Dios, al ver bloqueado su camino y al serles prohibido por Dios ir más allá, se ven obligados continuamente a volver sobre sus pasos humillados. Otras veces, nuestra carrera, que debería haberse prolongado en el poder del servicio (Sansón aún nos da pruebas de ello), se interrumpe bruscamente, sin retorno posible al punto del que se había desviado. Nada semejante ocurre en los caminos de Dios. Dominan todos nuestros caminos. Fue a través de la muerte de un ciego Sansón que Jehová obtuvo su mayor victoria. Un Moisés, cuyo camino fue interrumpido antes de entrar en la tierra de promisión, llegó al monte santo en la misma gloria de Cristo.
El segundo punto es que, por muy dispares que fueran los motivos de Sansón, «buscaba ocasión contra los filisteos» en un momento de ruina (14:4). ¿Y para qué? Para liberar a Israel derribando al enemigo que lo había esclavizado. Que ese sea también nuestro motivo. «Aprovechando el tiempo», dice el apóstol, «porque los días son malos» (Efe. 5:16). Que nosotros mismos, nazareos, nos llenemos de un corazón de tierna compasión por nuestros hermanos sometidos al yugo del mundo, y busquemos la oportunidad de desplegar, con amor, la energía del Espíritu para liberarlos de él. Estos 2 capítulos ilustran vívamente el hecho de que Sansón buscaba una oportunidad en los filisteos, y la intensidad de su deseo le hizo encontrarla, cuando los cobardes e indiferentes, al encontrar un obstáculo en su camino, habrían retrocedido.
Una tercera frase se repite con frecuencia en estos capítulos: «El Espíritu de Jehová vino sobre él» (13:25; 14:6, 19; 15:14). Cuando vemos estas palabras, podemos estar seguros de que la batalla es enteramente según Dios y sin mezcla. Nosotros también podemos obtener tales victorias, no porque dependamos de una acción temporal del Espíritu Santo que nos asalte desde fuera, sino porque hemos sido sellados con el Espíritu Santo y con poder en virtud de la redención. Sin embargo, es importante señalar que no podemos medir el valor moral de un hombre de Dios por la grandeza de su don. No hay en las Escrituras un hombre más fuerte que Sansón, ni más débil moralmente. El Nuevo Testamento nos da un ejemplo similar en la asamblea en Corinto, que no carecía de ningún don de poder y, sin embargo, soportó todo tipo de mal moral en su seno. Sansón era un nazareo del que el Espíritu de Dios se apoderaba a menudo, pero también era un hombre cuyo corazón, al no haber sido juzgado nunca, no estaba de acuerdo con el don que ejercía. Desde el principio hasta el final de su carrera, ni una sola vez dudó en seguir el camino de sus codicias. Fue, sin luchar, donde su corazón le llevó. A pesar del poder del Espíritu, es un hombre carnal. Su dulzura es carnal cuando va a visitar a su mujer con un cabrito; su ira es carnal cuando el mundo le ofrece otra mujer sin valor a cambio de la que él codicia ardientemente. Así, por cierto, es como el mundo nos trata siempre, para nuestra consternación y vergüenza, cuando hemos deseado algo de él. Lo que el mundo da al hijo de Dios, después de haberle hecho tantas bellas promesas, no tiene ningún valor para él y no puede satisfacerle. Dije: La ira de Sansón es carnal. El Espíritu de Jehová no se apodera de él en la empresa de los 300 chacales. Quiso «dañar» a los filisteos golpeándolos en sus circunstancias exteriores, y para ello se valió de artimañas que no parecían estar en lo más mínimo en la mente de Dios. Los furiosos filisteos suben y queman en el fuego a su mujer, a su cómplice y a su padre.
Sansón encuentra en esta venganza (v. 7) una nueva oportunidad para hacer la obra de Dios. Todavía hay aquí mucha confusión: «Juro que me vengaré de vosotros», y no se añade que el Espíritu de Jehová se apodera de él; pero si no se manifiesta abiertamente, Dios está detrás de la escena. Se trata, en cualquier caso, de una liberación para el pueblo. «Y descendió y habitó en una cueva de la peña de Etam». Era de esperar. Cuando los creyentes se ponen del lado de Dios contra el mundo, se encuentran aislados. Sansón entiende esto. Los testigos de Cristo en tiempos de ruina son apartados, por desgracia, por el propio pueblo de Dios.
Los 3.000 de Judá, perturbados por el testimonio de Sansón en la tranquilidad de su esclavitud, aceptaron ayudar al mundo que quería deshacerse de él. Prefirieron el yugo de los filisteos a las dificultades y riesgos de este testimonio. Ningún estado moral en todo el libro de los Jueces está más degradado que este. Israel ya ni siquiera clama a Jehová; no quiere ser liberado. El hombre de Dios, su propio liberador, lo avergüenza. Los filisteos dicen: «Para hacerle lo que él nos ha hecho» (v. 10). Judá responde: «¿Por qué nos ha hecho esto?» Identificándose con el enemigo que lo esclavizaba, Judá deja de ser Judá y cambia moralmente su nombre por el de los filisteos. Pero Judá es mucho peor, pues prefiere la esclavitud al poder libre del Espíritu divino, del que Sansón es el instrumento.
Sansón se dejó atar por ellos; esta es también la historia del cristianismo. El pueblo de Dios ha hecho con el Espíritu Santo lo que Judá hizo con Sansón. Su poder les estorba; no quieren la libertad que el Espíritu les trae. Impiden su acción y lo atan con sus nuevos métodos, como las nuevas cuerdas con las que Judá ató a su liberador, mientras le decía: «No te mataremos». Sansón podía haber hecho una cosa muy distinta de la que hizo; aquellos miserables grilletes, como demostró más tarde, no eran para él más que telarañas. El hombre fuerte se burló de sus nuevas cuerdas, pero consintió en ser atado. ¡Qué responsabilidad para aquellos 3.000 hombres de Judá que tan poco apreciaban el don que Dios les había dado! ¡Qué vergüenza para ellos! Por supuesto, Sansón no se avergonzó. Si algo produce un merecido reproche a los cristianos atados al mundo, es la obstaculización de la libre acción del Espíritu Santo entre ellos, porque les molesta y no saben qué hacer con ello.
Pero, en el momento dado, el poder del Espíritu rompe todas las cadenas. «El Espíritu de Jehová vino sobre él, y las cuerdas que estaban en sus brazos se volvieron como lino quemado con fuego, y las ataduras se cayeron de sus manos» (v. 14). Así, Dios se sirve de un hueso tirado en el campo, la miserable quijada de un asno, para obtener una victoria significativa, y este lugar se llama Ramat-lehi, por el nombre del despreciable instrumento utilizado en esta batalla. En manos del Espíritu de Dios, somos instrumentos semejantes, pero al Señor le agrada asociar nuestros nombres a su victoria, como si la quijada de un asno hubiera hecho «un montón, dos montones».
Después de su victoria, Sansón tuvo «sed» (v. 18). La actividad del creyente no lo es todo; luchar no quita la sed. Sansón necesitaba algo para satisfacer sus necesidades personales, de lo contrario, dijo: «Moriré yo ahora de sed, y caeré en mano de los incircuncisos». Si no queremos perder el fruto de la batalla, debemos usar la Palabra de Dios para refrescarnos y no solo para la lucha. En su extremo, Sansón clamó a Jehová, que le hizo encontrar un manantial refrescante que salía de una roca hendida por la mano de Dios. La roca, en todas partes y siempre, es Cristo. «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba» (Juan 7:37). Volvamos a Cristo después de la batalla; su Palabra nos refrescará. Sansón es consciente de los peligros que siguen inmediatamente a la victoria. El hecho de que Dios «haya dado esta gran salvación por mano de su siervo» se convierte en ocasión para que nosotros personalmente caigamos «en mano de los incircuncisos», si nuestra alma no busca inmediatamente refugio, refrigerio y fortaleza en las aguas de la gracia, de las que Cristo es el dispensador. En aquel bendito día, Sansón logró ambas cosas, una gran actividad en la lucha por los demás y una humilde dependencia de Dios por los recursos que hay en Cristo.
La primera parte de la historia de Sansón termina con estas palabras: «Y juzgó a Israel en los días de los filisteos veinte años» (v. 20). Contiene, a pesar de todos los defectos que hemos señalado, la aprobación de Dios a la carrera pública de su siervo. El capítulo siguiente nos muestra la pérdida de su condición de nazareo.
4.4 - La derrota y la restauración (capítulo 16)
Entramos en un nuevo período de la historia de Sansón, caracterizado por la pérdida de su estado nazareo y su restauración. El versículo 31 de nuestro capítulo, comparado con el versículo 20 del capítulo 15, marca exteriormente esta división. En el capítulo 15, Dios había salvado a su siervo, a pesar suyo, de un compromiso definitivo con una mujer que servía a otros dioses. Pero esto no enderezó la inclinación natural de su corazón, y el versículo 1 de este capítulo nos muestra adónde le llevaba esta inclinación. Había buscado el mundo idólatra, ahora busca el mundo contaminado, y no teme asociarse momentáneamente con él. Una disposición mundana desprejuiciada nos lleva necesariamente a caídas más graves. Así, en la historia de la Iglesia, Pérgamo conduce a Tiatira. Esta conexión fue solo temporal, y Sansón no perdió su fuerza en ella, pues el secreto aún permanecía entre él y Dios. Vigilado toda la noche por sus enemigos mortales en la puerta de la ciudad, se levantó de su sueño, «Se levantó, y tomando las puertas… con sus dos pilares y su cerrojo, se las echó al hombro, y se fue y las subió a la cumbre del monte que está delante de Hebrón» (v. 3). En más de una ocasión, la historia de Sansón nos recuerda la de Cristo; como su victoria sobre el león de Timna y la hazaña a las puertas de Gaza. Como Sansón, el Señor despertó del sueño de la muerte y destrozó los planes del enemigo derribando las puertas de su terrible fortaleza. Llevó cautivo lo que nos tenía cautivos y, subiendo a lo alto, levantó los trofeos de su victoria. La muerte, la ciudadela de Satanás, al no tener puertas para retenernos, se ha convertido en un pasadizo para nosotros; ninguna cerradura ha podido aprisionar a Cristo en ella, ningún poder puede retenernos allí. El «monte que está delante de Hebrón», el lugar del resucitado frente al lugar de la muerte [7], es una garantía segura de ello.
[7] Hemos señalado en otro lugar que Hebrón es sin excepción el lugar de la muerte (con mirada a la resurrección) en las Escrituras (Meditaciones sobre Josué, de H.R.).
Como hemos dicho en más de una ocasión, no hay hombre de Dios que no esté llamado a reproducir, y no reproduzca, algunos rasgos de la persona del Salvador. ¡Qué hermoso hubiera sido ver a Sansón ser una digna imagen de Cristo en su victoria sobre la muerte, como lo había sido en su victoria sobre el león desgarrador! ¿De dónde venía este hombre fuerte con las puertas de Gaza sobre sus hombros? ¿Por quién luchaba? ¿Quién le había puesto en esta situación extrema? En todos estos aspectos, su historia contrasta con la de nuestro adorable Salvador.
Escuchemos un relato aún más humillante (v. 4-21). Sansón, que solo había hecho una alianza temporal con el mal, va más lejos. La hija de los filisteos había agradado a sus ojos; la mujer de Gaza lo había atraído por un momento a sus redes; Dalila se apoderó de sus afectos. «Se enamoró de una mujer en el valle de Sorec» (v. 4). Es ahí donde conduce el camino del hijo de Dios, que cultiva en vez de juzgar los primeros movimientos de su corazón natural. A pesar de todo, Sansón había mantenido hasta entonces íntima y secreta su relación con Dios. Poseía algo que el mundo no podía comprender y cuya fuente era incapaz de rastrear. Su fuerza seguía siendo un enigma para sus enemigos; sin duda veían sus efectos, pero dirigidos contra ellos, y esto los hacía aún más ansiosos por arrancarle el secreto de esta fuerza para encontrar armas contra el siervo de Jehová. Sin duda, también, su larga cabellera, librea que no todos tenían, era una profesión pública de separación por Dios. Pero a menos que su secreto fuera traicionado, al mundo no se le podía ocurrir que esta figura de dependencia y olvido de sí mismo fuera una fuente de fortaleza para el nazareo.
Sansón amaba a Dalila. Aquí está en comunión con esta mujer, y Dios no puede vivir con la comunión compartida. Es imposible que persigamos juntos nuestros afectos por el mundo y por Dios. «Ningún siervo puede servir a dos señores; o aborrecerá a uno y amará al otro, o se apegará a uno y despreciará al otro» (Lucas 16:13). Al amar a Dalila, Sansón profesaba odio a Dios y lo despreciaba, aunque en realidad le pertenecía. Esta mujer se apodera de él cada vez más: «¿Cómo dices: Yo te amo, cuando tu corazón no está conmigo?» (v. 15). A partir de ese momento, su corazón fue arrebatado. No tardará en darle la última palabra de su secreto. 3 veces las 7 cuerdas frescas, y las cuerdas nuevas, y el hilo de tejer, no pudieron domar el poder del Espíritu. Dios seguía sosteniendo a su pobre siervo infiel, pero entregado su secreto, quitado el signo de su dependencia, abolido el vínculo de comunión que unía su alma a Dios, ¿qué le quedaba? Toda su fuerza ha desaparecido. Sus experiencias pasadas de liberaciones de Dios, a pesar de sus cadenas morales, solo sirvieron para engañarle y adormecerle. 3 veces se había liberado en momentos críticos. ¿Por qué no una cuarta? El corazón cegado se dice a sí mismo: «Saldré como las otras, y me escaparé». Pero perdida la comunión, falta por completo la comprensión de los pensamientos de Dios: «No sabía que Jehová ya se había apartado de él» (v. 20).
Sansón no se sentía a gusto bajo el yugo de Dalila. Ella «presionándole cada día con sus palabras e importunándole», y «su alma fue reducida a mortal angustia» (v. 16). Esto era todo lo que había encontrado en las cosas que más le atraían. Le hubiera gustado negarse, pero ya no era capaz de hacerlo. Un hombre de mundo puede encontrar alegría en el mundo, pero un creyente nunca la encuentra. En el fondo, el corazón de Sansón estaba en cierta medida con Dios y con el Israel de Dios. De ahí esta lucha, este combate, este aburrimiento, esta miseria. Nuestra conciencia habla y no nos deja verdadero descanso; nuestro gozo está envenenado. Finalmente, da el último paso y «le descubrió, pues, todo su corazón» (v. 17). Después viene el sueño: Lo durmió «sobre sus rodillas» (v. 19). El alma pierde todo sentimiento de su relación con Dios, y cae en un pesado sueño bajo la espesa atmósfera de la corrupción. Entonces el enemigo, al acecho, espía este momento, avanza, encadena, ciega al hombre poderoso y lo utiliza como si fuera el más miserable de los esclavos. ¡Un destino, por desgracia, peor que el sueño! Sansón no es más que un pobre esclavo ciego, juguete de los enemigos de Jehová. No nos equivoquemos; el enemigo está aún más enfadado con Dios que con Sansón, porque el nazareo derrotado se convierte en el testigo de la aparente victoria del falso dios Dagón sobre el Dios verdadero. La falta de realidad de los cristianos es el arma más poderosa del mundo contra Cristo. Al despreciar al creyente infiel, es a Él a quien el mundo encuentra la forma de despreciar.
Gracias a Dios, la historia del último de los jueces no termina con esta derrota. Dios quiere obtener la victoria final a pesar de la infidelidad de sus testigos. Sansón regresa a su estado de nazareo en una amarga humillación. «Y el cabello de su cabeza comenzó a crecer, después que fue rapado» (v. 22). Sansón no era un hombre de oración. En toda su historia, solo le oímos dirigirse a Dios 2 veces (15:18; 16:28). Aquí, mientras los enemigos celebran su triunfo, Sansón clama a Jehová. Me gusta que un hombre de Dios acabe su vida más brillante de lo que la empezó. No es, sin duda, lo más elevado. El camino de Cristo, el hombre perfecto, fue un camino unido, de absoluta igualdad, en las 1.000 circunstancias diferentes por las que tuvo que pasar. Así le vemos caminar en el Salmo 16 y en los Evangelios. Y, sin embargo, terminar como Sansón, cuya vida presentó tantos contrastes, terminar como Jacob, cuya carrera, llena de planes y artimañas humanas, terminó con la visión gloriosa del futuro de Israel y con la adoración que reconoció en José el tipo del Mesías prometido; terminar así es aún mejor que terminar su carrera como Salomón, en la idolatría, después de un magnífico reinado de sabiduría y poder. Sí, el final de Sansón fue una victoria deslumbrante. «Y los que mató al morir fueron muchos más que los que había matado durante su vida» (v. 30).
Dejemos que esta historia nos enseñe. Seamos de los que no tienen necesidad, para hacer la experiencia de sí mismos, ni de un mal principio ni de un mal final. Pablo, un hombre sujeto a las mismas debilidades que nosotros, evitó ambas, aunque su caminar revelara muchas debilidades. Aprendamos a seguir las huellas de nuestro modelo impecable; fue la fuerza del apóstol y será la nuestra. Entonces Dios dirá de nosotros: «Irán de poder en poder; verán a Dios en Sion» (Sal. 84:7).