Inédito Nuevo

5 - Capítulos 17 al 21: La manifestación de la ruina y la restauración final

Estudios sobre el libro de los Jueces


5.1 - La corrupción religiosa y moral de Israel (cap. 17-19)

5.1.1 - El levita de Judá (capítulo 17)

Los capítulos 17 al 21 son como un apéndice del libro de los Jueces, un apéndice de gran importancia para completar el cuadro moral de la decadencia de Israel, pero que, por su fecha, tiene lugar antes del comienzo propiamente dicho de nuestro libro y se remonta a los últimos días de Josué y de los ancianos que le siguieron. Era importante mostrar que, si por una parte la decadencia era gradual, por otra la ruina era inmediata e irremediable, desde el momento en que Dios había confiado a las manos de su pueblo el deber de guardar las primeras bendiciones. Era entonces importante, como veremos más adelante, establecer que el fin de Dios no era la ruina, sino la restauración de un pueblo que pudiera permanecer unido ante Él, después de que los castigos hubieran seguido su curso. También era importante mostrar la relación del sacerdocio con la ruina, y cómo está asociado a ella y contribuye a ella. Todos estos temas principales, y muchos más, se condensan en los capítulos que vamos a tratar. Su cita se da en 3 pasajes. Los cito en beneficio de quienes se interesen por la estructura del libro, para no verme obligado a volver sobre ellos. El primero de estos pasajes se encuentra en el capítulo 18:1. Vemos en el capítulo 19:47, de Josué, que la tribu de Dan tomó Lais [8], en el momento en que las 12 tribus fueron llamadas a conquistar su heredad. En el segundo pasaje, en el capítulo 18:12, «el campamento de Dan» recibe su nombre de la expedición de Dan, mientras que al principio de la historia de Sansón (13:25), es un lugar ya conocido. Por último, en el capítulo 20:28: «Finees hijo de Eleazar, hijo de Aarón, ministraba delante de ella en aquellos días»; de lo que debemos concluir que aquellos días siguieron inmediatamente a lo que se nos relata en Josué 24:33.

[8] El Lesem de Josué no es otro que el Lais del capítulo 18 de Jueces.

Establecidos estos detalles, encontramos en los capítulos 17 y 18 el cuadro de la corrupción religiosa de Israel, todavía en posesión de las primeras bendiciones. Este cuadro no ofrece lugar para que el corazón descanse en medio de la ruina, y cuando, a la luz de la Palabra, lo hayamos revisado, comprenderemos que nuestro único refugio en este espantoso desbordamiento del mal es solo Dios.

Estos capítulos están unidos por una frase característica, repetida 4 veces. «En aquellos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía» (17:6; 21:25). «En aquellos días no había rey en Israel» (18:1; 19:1).

Así pues, el estado del pueblo en aquellos malos días queda descrito por 2 hechos. Primero: «No había rey en Israel». Todavía no había llegado el tiempo en que Israel pediría: «Constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como también todas las naciones» (1 Sam. 8:5). Hasta entonces el pueblo había tenido por rey a Jehová; ahora Dios había sido olvidado o dejado de lado, aunque todavía no se había establecido la realeza a la manera de las naciones. El pueblo había abandonado el sistema de gobierno divino, sin haber proclamado todavía sin reservas el del gobierno mundano. Este hecho caracteriza también a la cristiandad actual.

En segundo lugar: «Cada uno hacía lo que bien le parecía». Como hoy, reinaba la libertad de conciencia. Cada uno pretendía regirse por las “luces de su propia conciencia”, mientras que la verdadera luz de la Palabra de Dios se dejaba de lado y ya no se hablaba de ella. Qué distintos eran estos tiempos de los de Josué, cuando la Palabra era la única guía y autoridad de Israel en todo lo que hacía (Jos 1:7-9; vean también los cap. 3; 4:6; 8:30-35, etc.). Ahora bien, en realidad, la conciencia, a pesar de su inmenso valor para el hombre, no es una guía, sino un juez, que es algo muy distinto. El hombre pretende honrar a este juez, al que no escucha, eligiéndolo como guía. Pero ¿cómo le guiará, esta conciencia que puede estar dormida, endurecida, cauterizada? Estos capítulos nos muestran adónde llevó a los israelitas, cuando cada uno hacía lo que le parecía bien. La idolatría había arraigado junto a las pocas formas religiosas que quedaban. La gente cedía a los dictados de su corazón con tal de creer que hacían lo correcto, y caían en terribles iniquidades. Hoy, como en el pasado: “Creen hacer lo correcto” es la consigna que sanciona incluso la apostasía de la cristiandad.

Miqueas, el hombre de la región montañosa de Efraín, y su madre se caracterizan por un olvido completo de las ordenanzas de la Palabra de Dios. Uno roba, cuando la Ley había dicho: «No hurtarás» (Éx. 20:15), y su conciencia no habla cuando admite este hecho. La madre consagra plata con su mano a Jehová para su hijo, «para hacer una imagen de talla y una de fundición» (v. 3), cuando se había dicho: «No tendrás dioses ajenos delante de mí. No te harás imagen» (Éx. 20:3-4). Peor que la simple idolatría, ella unió a Jehová con sus ídolos, y su conciencia no le dijo nada. Ella había hecho un culto propio, con el que su hijo culpable estaba plenamente asociado. El culto del mundo religioso actual no es tan distinto de como pudiera parecer, pues el nombre de Jehová está mezclado con los objetos de los deseos del corazón del hombre, con todas aquellas cosas de las que se dice: «Hijitos, guardaos de los ídolos» (1 Juan 5:21). El arte, la música, el oro y la plata y las cosas preciosas adornan lo que se llama culto a Dios; mientras que los hombres dan lugar a lo que el mundo estima y codicia, a las riquezas, la influencia y la sabiduría humana.

«Micaía tuvo casa de dioses, e hizo efod y terafines», asociando los falsos dioses con el efod, una forma de culto judaico sin valor, separada del sacerdote que lo llevaba. Luego «y consagró a uno de sus hijos para que fuera su sacerdote» (v. 5). Más que nunca, la Palabra de Dios había sido olvidada. Su hijo no tenía derecho al sacerdocio, Miqueas no tenía derecho a consagrarlo.

Se produjo un nuevo acontecimiento. Un levita de Judá, que como tal tenía trato con la casa de Jehová, pero no derecho a los sacrificios, pasaba por allí buscando un lugar donde quedarse. Miqueas se prende de este hombre, que le da apariencia de sucesión religiosa. «Yo te daré diez siclos de plata por año, vestidos y comida» (v. 10). Miqueas hace progresos; establece en su casa a un auténtico levita, que vale para él más que su hijo; lo mantiene y le paga. Era un clero constituido según los mismos principios que todo el clero actual. Observemos de paso cómo Dios nos dice estas cosas. No culpa, ni se indigna; enumera los hechos y los pone ante nosotros. Los que son espirituales distinguen entre lo que Dios reprocha y lo que aprueba, y aprenden a ser tan ajenos como Dios mismo a todos los principios de los que este capítulo nos da un triste cuadro. El hombre carnal permanece en su ceguera. Miqueas, al hacer lo que era bueno a sus ojos, pensó que estaba ganando el favor de Jehová. Y dijo Miqueas: «Ahora sé que Jehová me prosperará, porque tengo un levita por sacerdote» (v. 13).

5.1.2 - Dan y el levita de Judá (capítulo 18)

Este capítulo presenta la relación de una de las tribus con el sistema religioso cuyo establecimiento vimos en el capítulo 17. Dan había demostrado ser la más débil de las tribus de Israel. Expulsado a las montañas por los amorreos (1:34), y falto de fe para apoderarse de su herencia, envió a 5 hombres en busca de la parte que aún le faltaba. Lais, ciudad tranquila y próspera, estaba situada en el extremo septentrional de Canaán, lejos de los sidonios, a quienes pertenecía, y sin comercio con nadie. Esta ciudad ofrecía a Dan una conquista poco glamorosa, pero también le presentaba todo lo que el corazón natural podía desear. Es un «lugar», dicen los enviados, «donde no hay falta de cosa alguna que haya en la tierra» (v. 10). Aparte de su perversidad, Lais, como Sodoma antes de su destrucción, parecía un jardín de Jehová; una conquista digna de un Lot y no de un Abraham, que tentó a la debilitada y floja tribu de Dan. Dan tenía una batalla que librar, una victoria que ganar dentro de sus propias fronteras, sobre los amorreos del valle; esta batalla le costó demasiado; prefirió una conquista sin peligro, ganada en el confín de la tierra, lejos de los ojos de los testigos de Jehová, y del lugar donde estaba el verdadero enemigo, dejado, sin una palabra, en posesión de la verdadera herencia de Dan.

En su camino, estos 5 hombres se encuentran con el levita en la casa de Miqueas y le preguntan: «¿Quién te ha traído acá? ¿y qué haces aquí? ¿y qué tienes tú por aquí?» (v. 3). Estas preguntas deberían haber abierto los ojos del levita, si es que las preguntas podían hacerlo. ¿Qué podía responder? Estaba haciendo lo que Miqueas le había dicho que hiciera; tenía dinero y un salario. Todas estas son características del clero, que puede subsistir enteramente sin Dios, depender de los hombres y trabajar por un salario.

Y le dijeron: «Pregunta, pues, ahora a Dios, para que sepamos si ha de prosperar este viaje que hacemos» (v. 5). Es a un hombre así a quien los hombres piden orientación para su viaje, y así reciben la respuesta que desean: «Id en paz; delante de Jehová está vuestro camino en que andáis» (v. 6). A esta falsa pretensión de ser el oráculo del pueblo, hay que añadir el nombre de Jehová, so pena de no ser el clero.

Más tarde, cuando la tribu de Dan volvió en armas, su primera preocupación fue apoderarse sigilosamente de los dioses de Miqueas y monopolizar su sacerdocio. Ponen ante sus ojos el ascenso que obtendrá: «¿Es mejor que seas tú sacerdote en casa de un solo hombre, que de una tribu y familia de Israel?» (v. 19). Está llamado a una posición más influyente y lucrativa. La voluntad de Dios no entra en los pensamientos del sacerdote. Su corazón se regocijó al ser llamado a una nueva posición; «tomó el efod y los terafines y la imagen, y se fue en medio del pueblo» (v. 20). Llevó consigo sus ídolos, y fue con aquel a quien los hombres llamaban su «sacerdote» que la idolatría adquirió carácter oficial en medio de Dan.

Miqueas corre tras los secuestradores: «Tomasteis mis dioses que yo hice y al sacerdote, y os vais; ¿qué más me queda?» (v. 24). ¡Qué palabras! Le habían quitado su religión y su clero, ¡y no le quedaba nada! Un hombre de fe no habría sentido la pérdida de esas cosas; le habrían quedado Dios mismo, su Palabra, el sacerdocio de Dios y la Casa de Dios en Silo.

Los hijos de Dan siguieron su camino, atacaron Lais, tomaron la ciudad y «la llamaron… Dan, conforme al nombre de Dan su padre» (v. 29). El nombre de Dan era más importante para ellos que el nombre de Jehová. Tal es, en pocas palabras, el sombrío cuadro de la historia religiosa de Israel.

5.1.3 - El levita de Efraín (capítulo 19)

Los capítulos 17-18 nos presentan el estado religioso de Israel y la influencia ejercida sobre él por la clase pseudo-sacerdotal. Este supuesto sacerdocio, religiosamente corrupto, fomentaba la corrupción religiosa en el pueblo. Si las escenas que comienzan en el capítulo 17 pertenecen, como hemos visto, a la época anterior a los Jueces, su transposición era necesaria para establecer ante nuestros ojos, como en un cuadro, la solemne gradación del mal en Israel. Este es hasta cierto punto el camino seguido por el Espíritu de Dios en el Evangelio según Lucas, donde los hechos se agrupan fuera de su fecha, para dar una impresión de conjunto de ciertas verdades morales.

Sansón, el último de los jueces, seguía invocando a Jehová en ciertas circunstancias memorables de su vida; el levita de Judá ya solo lo invoca sobre las cabezas de sus imágenes y sus terafines; el levita de Efraín, cuya historia vamos a considerar, desgraciadamente ya no lo invoca en absoluto. Jehová ya no parece existir para él; sin embargo, este hombre es levita y pertenece a una raza apartada para el servicio de Jehová, del sacerdocio y de la Casa de Dios.

En el capítulo 19 encontramos la relación del levita de Efraín, ya no con el estado religioso, sino con el estado moral del pueblo. Este último es aún peor que el primero. La mujer que el levita había tomado lo abandona después de haberle sido infiel. Corre tras ella como le dicta su corazón y, haciendo lo que le parece bien, se une a esta prostituta. Esto satisface a su padre, que ve en la acción del levita la rehabilitación de su hija. Pero este acto es también, sin que él lo sospeche, la justificación del mal y la sanción de la deshonra, tanto más grave cuanto que está garantizada por la naturaleza sagrada de este hombre. El padre retiene a su yerno, porque cuanto más tiempo se queda, más pública y sonora se hace la rehabilitación. El mundo nos muestra su bondad en la medida en que servimos a sus intereses; la alianza con la familia de Dios no le es contraria. El levita se deja arrastrar por este camino. Al no tener a Dios y contar solo con su conciencia para guiarse, se deja influir por los demás, pierde la oportunidad y cae en la desgracia.

Un hombre que se alía con una prostituta no querría entrar con los jebuseos. Así ocurre a veces con los cristianos. Teme asociarse con el mundo por fuera, mientras sus resortes interiores son impuros. Puede ser muy estricto en su andar público, pero muy laxo en su santidad individual. «No iremos a ninguna ciudad de extranjeros, que no sea de los hijos de Israel» (v. 12). El levita está más apegado a su pueblo que a Jehová, o más bien este último ni siquiera es una consideración. Huyendo de los jebuseos por orgullo nacional más que por piedad, parece pensar que lo que viene de Israel solo puede ser bueno, mientras que Israel ya ha abandonado escandalosamente a Jehová. Estos principios no han cambiado y caracterizan nuestra ruina tanto como la del pueblo antiguo. Cada secta de la cristiandad está ensalzada en contraste con las naciones idólatras, cuando ya la misma cristiandad se ha convertido en un antro de toda corrupción moral y religiosa. El levita encontrará que no es recibido en medio de un pueblo al que Dios había advertido expresamente que no abandonara al levita (Deut. 12:19). La profesión corrupta no ofrece refugio al siervo de Jehová (no hablo aquí del carácter moral de este hombre). En el versículo 18 vemos los sentimientos que tales prácticas despiertan en el corazón del levita. «Ahora voy a la casa de Jehová, y no hay quien me reciba en casa» (v. 18). Un forastero solitario, que habita en medio de la corrupción de Gabaa y es consciente de ella, como Lot de la de Sodoma, pues dice: «Con tal que no pases la noche en la plaza» (v. 20), recibe al viajero en su casa. Entonces sucede algo terrible. Las pasiones impuras de los hombres que llevan el nombre de Jehová igualan en horror a las de la ciudad maldita.

Cosas así suceden en Israel, mucho peores que la historia de Lot, pues, así como las moscas muertas hacen que el perfume apeste, la corrupción del pueblo de Dios es la peor de las corrupciones. Por eso no vemos ángeles que intervengan para liberar a los justos. El huésped del levita habla como Lot en la puerta, aceptando un mal para evitar otro peor. Este es necesariamente el principio de acción de los creyentes que viven en medio del mundo. Dios prohíbe que este hombre vea su casa profanada por esta gente infame, pero no veía otro camino. El levita entrega a su mujer al oprobio. Este desenlace podría evitarse apelando a Dios, recordando su protección en días pasados. ¿No podría, como en el pasado, golpear a este pueblo con la ceguera? Pero ningún grito de angustia sube hasta él; no hay camino que salga del corazón del levita hacia Jehová.

La desdichada mujer, vuelta de su primera prostitución, sin arrepentimiento ni trabajo de conciencia, muere de las espantosas consecuencias de lo que antes había codiciado. Dios dejó que el mal sucediera, pero, como aprenderemos en los capítulos siguientes, sacó su gloria de este mal atroz.

La Palabra de Dios nos presenta 2 grandes temas. Por un lado, lo que es Dios; por otro, lo que es el hombre. Dios nunca pretende ocultar la condición del hombre, pues si lo hiciera, no sería el Dios que es luz, y su Palabra quedaría distorsionada en ambos aspectos. En cuanto al hombre, Dios lo describe como indiferente, amable o religioso según su naturaleza, violento o corrupto, siempre egoísta, hipócrita, impío, apóstata; sin ley, bajo la Ley, bajo la gracia, y esto en todas las circunstancias y en todos los grados –del mismo modo que Dios nos muestra también la obra de la gracia, en todas sus formas y en todos sus grados, en el corazón del hombre. Obtenemos así un cuadro divino de nuestro estado, y nos vemos obligados a concluir que estamos desamparados en nosotros mismos, y que no hay otro recurso que el corazón de Dios.

5.2 - La brecha y el levantamiento (capítulo 20)

Tras el crimen de Gabaa, todas las tribus, desde el extremo norte hasta el extremo sur, se reunieron «como un solo hombre… a Jehová en Mizpa» (v. 1). Poco parece faltar en esta protesta unánime contra el mal. Encontramos el celo por investigar y purificarse de él, y el sentido de la solidaridad de Israel que, más tarde, bajo Débora, Gedeón y Jefté, faltaría. La reunión, la acción y los sentimientos de las 11 tribus ofrecen sobre todo una bella apariencia de unidad (v. 1, 8, 11), porque la tribu más pequeña, y mucho más una tribu culpable, era la única que faltaba. El centro de la unidad del pueblo fue reconocido, pues fue hacia «Jehová» que se reunieron en Mizpa, subieron a «la casa de Dios». Entonces, ¿qué le faltaba a Israel? Una cosa: «primero amor». El primer amor es hacia Dios y hacia los hermanos. Hacia Dios, este amor se había enfriado. Israel escucha, delibera, decide y luego consulta a Dios (v. 18). En lugar de comenzar con la Palabra de Dios, terminan con ella. No está ausente, pero ya no ocupa un lugar privilegiado. Es el signo del abandono del primer amor. «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama». «Si alguno me ama, guardará mi palabra» (Juan 14:21, 23). «Este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos» (1 Juan 5:3). Otra marca es que la vergüenza infligida a Israel (v. 6, 10, 13) toca los corazones más que la deshonra hecha a Dios. ¡Cuántas veces, en cualquier disciplina de asamblea, surge una tendencia semejante! Dios ya no ocupa en nuestros corazones el lugar que debería ocupar.

El abandono de nuestro primer amor también puede verse en la forma en que actuamos con nuestros hermanos y hermanas. Las relaciones con Dios y con nuestros hermanos y hermanas están íntimamente ligadas. «El que ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Juan 4:21). Israel veía a Benjamín como un enemigo y, a pesar de la hermosa apariencia de unidad, no consideraba el pecado de una tribu como el de todo el pueblo. Dicen: «¿Qué maldad es ésta que ha sido hecha entre vosotros?» (v. 12), no de nosotros. ¡Qué diferencia entre este amor y el que se nos describe en 1 Corintios 13:4-7! El celo no faltaba, pero nunca remediaba el abandono del primer amor. El «No puedes soportar a los malos» de Apocalipsis 2:2 se encuentra aquí, pero como más tarde en Éfeso, el Señor podía decir a su pueblo: «Tengo contra ti». Añaden: «Quitemos el mal de Israel» (v. 13), pero ¿dónde estaban los afectos fraternales? Este es siempre el peligro de la disciplina, por lo que se exhorta a los corintios a ratificar su amor por el que había caído, después de que la disciplina hubiera seguido su curso. Si el pueblo, dirigiéndose a Benjamín, dice “vosotros” en lugar de “nosotros”, el “nosotros”, por otra parte, usurpa el lugar: «Entregad, pues, ahora a aquellos hombres perversos que están en Gabaa, para que los matemos, y quitemos el mal de Israel» (v. 13). El abandono del primer amor abre la puerta a la prepotencia.

¿Qué diremos de Benjamín? Había pecado gravemente al albergar el mal en su seno. La reprimenda de Israel, en vez de humillarlo, lo llevó a hacer algo muy grave: salió «a pelear contra los hijos de Israel» (v. 14), y luego a hacer algo aún más grave: se alió con el mal. Benjamín se reúne en Gabaa, cuenta Gabaa, se alinea en batalla ante Gabaa, abandona Gabaa (v. 14-15, 20-21). Su falta de humillación tiene una consecuencia terrible; no solo no juzga el mal, sino que necesariamente, fatalmente, acaba excusándolo, al ponerse del lado de los malvados contra el pueblo de Dios. Es cierto que da la apariencia de estar «sin los hombres de Gabaa» (v. 15), pero cuenta con ellos y se aprovecha de sus 700 guerreros de élite. En este ejército, los «zurdos» son tan numerosos como la élite de Gabaa, una debilidad que se convierte en fortaleza al servicio de Jehová cuando es un Aod quien lucha. Aquí, los zurdos son hábiles contra Jehová; su mano, que debería ser adecuada para la defensa, es fuerte en el ataque y engaña a quienes se enfrentan a ellos.

Agotados los preliminares, Israel interpeló a Dios (v. 18). Que suba primero Judá, respondió Aquel que quería disciplinar a Israel. 22.000 hombres de Judá muerden el polvo. ¡Qué gracia de Dios en esta derrota! Israel debe aprender que no puede haber vencedores ni vencidos en las batallas entre hermanos, sino que todos deben ser derrotados para que Jehová triunfe al final. Dios también utiliza la derrota para restaurar a su amado pueblo. Israel sale fortalecido de una batalla que le ha costado la vida, porque sale de ella juzgado a fondo por Dios mismo. Cuando han caído sus 22.000, los hijos de Israel salen fortalecidos (v. 22). Vean qué frutos les produce el castigo: 1) Les hace buscar la presencia de Jehová en Betel. 2) En lugar de la indignación humana, ahora son afligidos según Dios, y su llanto es prueba de ello. 3) La aflicción no es pasajera, pues lloran hasta la noche. 4) Aprenden a depender más verdaderamente de la Palabra de Dios, y ya no dicen: “¿Quién de nosotros subirá primero?”, sino: «¿Volveremos a pelear?» 5) Finalmente, renace el afecto por el hermano caído, pues dicen: «Los hijos de Benjamín, nuestros hermanos» (v. 23). ¡Un resultado digno de Dios! No es la victoria, sino la derrota la que produce estas cosas, los frutos benditos de la disciplina, y aún otros frutos han de producirse. «Subid contra ellos», dice Jehová.

Una segunda derrota dejó 18.000 hombres de Israel muertos. Entonces 1) «Entonces subieron todos los hijos de Israel, y todo el pueblo, y vinieron a la casa de Dios». No faltaba nadie: buscaban unánimemente a Jehová. 2) En lugar de llorar hasta la noche, «lloraron, y se sentaron allí en presencia de Jehová». La aflicción se profundiza y se expresa de manera más duradera ante Dios. 3) Y «ayunaron aquel día hasta la noche». Esto es más que aflicción; es humillación, juicio de la carne y arrepentimiento. 4) «Y ofrecieron holocaustos y ofrendas de paz delante de Jehová». Encuentran estas 2 cosas de valor infinito, la apreciación del sacrificio y la comunión. La dependencia de la Palabra de Dios y la toma de conciencia de su presencia adquieren un valor totalmente nuevo bajo la disciplina de Dios. El pueblo es consciente de que está ante Dios mismo, sentado en el arca entre los querubines, y se acerca a él por medio de un sacerdote vivo que intercede por Israel. 5) Finalmente, la voluntad propia se rompe por completo: «¿Volveremos… o desistiremos?» (v. 26-28). ¡Qué restauración! Y lo que la ha provocado es un mal horrible; no es que Dios rebaje el nivel del mal, sino que su interés por su pueblo utiliza incluso el mal para bendecirlo. Ahora Dios puede bendecir y prometer la victoria.

Luego viene la batalla en la que un Israel restaurado, que aún experimenta su debilidad e incapacidad, vence, pero pierde casi una tribu entera. Benjamín es derrotado por el pueblo humillado que se muestra más débil de lo que es. Este es el principio de toda disciplina en la Asamblea. Sin amor, sin dependencia de Dios y de su Palabra, sin juicio propio, la disciplina siempre será defectuosa. Solo en tales condiciones podrá la Asamblea purificarse de la vieja levadura.

5.3 - Los frutos de la restauración (capítulo 21)

La consecuencia de la restauración de Israel es el rechazo absoluto de cualquier alianza con el mal. «Los varones de Israel habían jurado en Mizpa, diciendo: Ninguno de nosotros dará su hija a los de Benjamín por mujer» (v. 1). Cuando las almas, en tiempo de ruina, recuperan, bajo la acción de la gracia, sus afectos originales por Jehová, nunca se vuelven, recordémoslo, más tolerantes con el mal. Cuanto más íntima es nuestra comunión con Dios, tanto más nos separa del mal. Esta separación no embota los afectos del corazón de los fieles hacia sus hermanos, como vemos aquí. Por tercera vez, el pueblo sube a Bet-el. Este lugar, que habían redescubierto, se había vuelto indispensable para ellos. La derrota los había llevado allí; la victoria los hizo volver. «Y se estuvieron allí hasta la noche en presencia de Dios». En la visita anterior, «lloraron y se sentaron allí en presencia de Jehová»; aquí, lo primero es habitar. «Mi corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Jehová» (Sal. 27.8). ¿Es nuestra felicidad, en medio del mal y de las penas del día presente, buscar el rostro del Señor y permanecer ante él hasta la noche? Entonces vienen las lágrimas, ¡y qué lágrimas! «Alzando su voz hicieron gran llanto». Por primera vez, sintiendo toda la amargura de la plaga, dicen: «Oh Jehová Dios de Israel, ¿por qué ha sucedido esto en Israel, que falte hoy de Israel una tribu?» (v. 3). No dicen: “El mal ha desaparecido, por fin estamos tranquilos y en paz”. La amargura se debe al nuevo afecto por el Señor y por nuestros hermanos. La brecha está abierta, falta una tribu; el cuerpo siente el dolor de esta amputación. Se deshonra al Dios de Israel, que tenía ante sus ojos, en su tabernáculo, la mesa de oro con los 12 panes de la proposición. Israel ya no piensa en su deshonra como antes de su humillación. Las lágrimas de amargura se derraman ante Jehová, y es cuando la unidad parece perdida para siempre cuando se encuentra su realización moral en el corazón del pueblo. A los ojos de Jehová, se trata de una unidad más verdadera que la aparente unidad del pueblo caído al principio del capítulo 20.

Los primeros rayos de la mañana ven a Israel trabajando en la construcción de un altar. El pueblo puede decir con el salmista: «De madrugada te buscaré» (Sal. 63:1). La humillación y la ruina no impiden el culto. ¡Qué gracia que un altar a Jehová permanezca en medio de esta situación! 3 cosas preceden a este culto y conducen a él: la separación decidida de todo mal, la búsqueda de la presencia de Dios, la ruina profundamente sentida y reconocida. Es allí donde se ofrecen holocaustos y ofrendas de paz: allí donde el corazón comprende lo que es el sacrificio de Cristo a Dios, y la parte que Dios nos da en él y con él.

Todas estas bendiciones encontradas en el camino de la humillación fueron el punto de partida para el juicio de Jabes de Galaad. Este último no había subido a Jehová en la congregación de Mizpa. Era tanto indiferencia al juicio del mal que había deshonrado a Dios en medio de Israel, como desprecio a la unidad del pueblo establecida por Dios, y que la actitud de las 11 tribus humilladas había afirmado vivamente. El pueblo de Jabes dijo sin duda: No es asunto nuestro. ¡Cuántas veces hemos oído estas palabras en nuestros días! Estaban peor que el propio malvado. Para semejante negativa, no hay misericordia; pero antes de ejecutar el juicio, es la misericordia lo que a Israel le gusta meditar. «Y los hijos de Israel se arrepintieron a causa de Benjamín su hermano, y dijeron: Cortada es hoy de Israel una tribu» (v. 6).

«¿Qué haremos en cuanto a mujeres para los que han quedado? Nosotros hemos jurado por Jehová que no les daremos nuestras hijas por mujeres» (v. 7). Es más, el juicio solo sirve para ejercer esta misericordia, porque el propósito de cortar a Jabes es restaurar a Benjamín. Esto es lo que Israel había ganado de este largo y doloroso conflicto. Bienaventurado el que aprende estas cosas y sabe conciliar el “odio perfecto” al mal con un amor sin mezcla por sus hermanos. Las 400 vírgenes de Jabes son entregadas como esposas al pobre remanente de Benjamín.

Eso aún no basta; hay que vendar la herida por completo. El amor es ingenioso para curarla. Sugiere a Israel un modo de ayudar a sus hermanos sin negar sus obligaciones para con Dios y sin rebajar el nivel de separación del mal. Israel se deja saquear por Benjamín en Silo (v. 17-21), por así decirlo, bajo la mirada de Jehová. Abandonando el papel de vencedor y consintiendo en ser el vencido, deja la última palabra a su hermano tan cruelmente probado por la disciplina.

«Y si vinieren los padres de ellas o sus hermanos a demandárnoslas, nosotros les diremos: Hacednos la merced de concedérnoslas, pues que nosotros en la guerra no tomamos mujeres para todos» (v. 22). Israel no dice: “No han recibido”, sino «no tomamos mujeres». Esta palabra denota su delicadeza y ternura para con Benjamín, del mismo modo que difiere de la otra palabra: «¿Qué maldad es esta que ha sido hecha entre vosotros?» (20:12). Israel ya no separa su causa de la de sus hermanos. Esta unidad del pueblo, formada por Dios mismo, ha recobrado toda su importancia a los ojos de los fieles en estos desgraciados días de decadencia.

Que sea lo mismo para nosotros, hermanos míos. Si los hombres, incluso los cristianos, piensan poco en la unidad divina de la Iglesia, o, cuando tienen que admitir que se ha perdido exteriormente, tratan de reemplazarla con pobres emplastes, y se contentan con apariencias de unidad que no engañan ni siquiera a quienes las recomiendan ; si los hombres, en una palabra, hacen alianzas entre sus diversas sectas, alianzas por las que justifican la ruina reconociéndola; apartémonos de tales cosas; humillémonos ante la ruina de la Iglesia, sin conformarnos con ella; proclamemos en voz alta que «[hay] un [solo] cuerpo y un [solo] Espíritu»; apliquémonos «a guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Efe. 4:3-4); rechacemos toda comunión con el mal moral y religioso del día; y sobre todas estas cosas, revistámonos «del amor, que es el vínculo de la perfección» (Col. 3:14).

Esta es la enseñanza del libro de los Jueces. Termina con una solemne repetición de lo que caracteriza a los «días malos». «En estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía» (v. 25). Dios no cambia esta deplorable situación; lo observa; pero aparta a su pueblo de la luz confusa de una conciencia que, aunque lo juzga, nunca lo ha guiado, y lo devuelve a la luz resplandeciente de su Palabra infalible, capaz de guiarlo, edificarlo y darle herencia con todos los santificados (comp. Hec. 20:32). «¡A la ley y al testimonio!». Es nuestra salvaguardia en tiempo de ruina (Is. 8:20).