Índice general
3 - Capítulos 3:5 al 12: Los despertares
Estudios sobre el libro de los Jueces
3.1 - Otoniel (3:5-11)
Como hemos visto, es muy importante comprender que, puesto que la Iglesia ha sido infiel al llamado de Dios, la posibilidad de una restauración global no existe para ella aquí abajo. Los propios avivamientos que Dios produce distorsionan a veces el pensamiento de los cristianos a este respecto, sobre todo cuando pertenecen a una de esas restauraciones parciales creadas por el Espíritu de Dios. La estrechez de miras, un corazón a menudo estrecho, acostumbrado a abrazar y amar en la Iglesia solo lo que nos concierne inmediatamente –un espíritu sectario que nos hace llamar Iglesia a los miserables sistemas que los hombres han sustituido al edificio de Dios– son, todas, razones que nos impiden darnos cuenta del estado real de la Asamblea en este mundo. Pero para todo cristiano acostumbrado a depender de la Palabra de Dios, es un hecho indiscutible que nuestros días son días malos, en los que el misterio de iniquidad ya está actuando, pues ya hay varios anticristos, y se está preparando la apostasía final. Pero otro hecho igual de absoluto es que Dios es fiel y nunca se quedará sin testigo. Incluso utiliza (permite) el mal, como vimos en el capítulo 2, para traer nuevas bendiciones a su pueblo. ¿No sigue siendo el Dios que utilizó a Satanás como instrumento para llevar a Job a la luz de su presencia?
Del mismo modo, en este libro de los Jueces, Dios utiliza la opresión merecida del enemigo para producir avivamientos en Israel. Una palabra los introduce a todos: «Clamaron los hijos de Israel a Jehová». El cristianismo actual discute sobre “cómo producir avivamientos”. Solo hay una: –el sentimiento de la miseria del mundo, del pecador o de la Iglesia, que lleva al alma atribulada a volverse hacia Dios. «Y clamaron a Jehová». Entonces Jehová les envió libertadores. Del capítulo 3 al capítulo 16, el libro de los Jueces presenta estos avivamientos y sus diversas características.
Comencemos con una observación general. En tiempos de decaimiento moral, Dios actúa por medio de instrumentos que tienen algo de incompleto y llevan el sello de la debilidad: Otoniel es sobrino de Caleb; es “hijo de Cenaz, hermano menor de Caleb»”. Aod es débil por su enfermedad, Samgar por el instrumento que utiliza, Débora por su género, Barac por su carácter natural, Gedeón por sus conexiones, Jefté por su nacimiento. Otros jueces, mencionados de pasada, son ricos, influyentes o prósperos (10:1-4; 12:8-15). Dios los utiliza, sin duda, pero menos para la liberación que para mantener los resultados obtenidos. –Ya no estamos en la época de Josué o de los apóstoles, en la época de una fuerza desarrollada en el hombre que impedía que se produjera la debilidad de la carne y, sin embargo, la misma debilidad de los testigos de hoy, marca del período que atravesamos, sigue glorificando el poder de Aquel que se sirve de ellos.
Ya hemos hablado de Otoniel; el capítulo 1 contenía la historia de su vida privada y doméstica. Así era como Dios lo había formado para convertirse en el primer juez de Israel. Habiendo luchado para adquirir una esposa, había entrado en posesión de una herencia individual y de los resortes que la hacen fructificar. Aquí, Dios se sirve de él para luchar por los demás. Siempre es así. El cristiano, para convertirse en instrumento público, debe haber progresado individualmente en el conocimiento del Señor y en el poder de sus privilegios. A la escasez y extensión de nuestro servicio no suele haber otra razón; nuestros corazones no están suficientemente ocupados con las cosas celestiales. Las riquezas morales que Otoniel había adquirido en su propia vida pronto se manifestaron en su andar. Este breve versículo (v. 10) menciona 6 cosas acerca de él: 1) El Espíritu de Jehová, el poder de Dios para librar a Israel estaba sobre él. 2) Juzgaba a Israel: el gobierno le había sido confiado. 3) Salió a la guerra: era la batalla. 4) Jehová entregó en su mano a Cusan-risataim, rey de Aram: esa fue la victoria. 5) Su mano fue fuerte contra Cusan-risataim: el enemigo fue sometido de una vez por todas. 6) La tierra descansó durante 40 años: Israel disfrutó en paz de los frutos de la victoria de Otoniel. El objetivo de Dios se cumplió; este hombre, que solo indirectamente estaba aliado con el noble Caleb, era un instrumento completo, preparado de antemano para este servicio y que, puesto a prueba, demostró ser de metal probado en la mano del obrero divino.
Pidamos a Dios que nos conceda un Otoniel para el tiempo en que vivimos; pero mejor, seamos nosotros mismos Otoniel, para una verdadera consagración al Señor en nuestra vida privada, por un deseo creciente de apropiarnos de las cosas celestiales, para la realización de estas cosas, y seremos instrumentos muy útiles al Maestro y preparados para toda buena obra.
3.2 - Aod (3:12-30)
Otoniel muere; Israel vuelve al mal y olvida a Jehová. El Dios que había fortalecido a Otoniel contra el enemigo fortalece ahora a Eglón, rey de Moab, en juicio contra Israel. Eglón y sus aliados toman la ciudad de las palmeras (comp. 1:16; Deut. 34:3), Jericó, no como ciudad maldita, sino como bendición para Israel. Por su parte, el Israel caído utiliza el instrumento de liberación que Dios iba a utilizar para enviar mediante este un regalo a Eglón, sellando así su servidumbre al mundo, buscando a hacerlos favorables. ¡Cuántos regalos son hoy dóciles instrumentos para mantener a los hijos de Dios bajo el dominio del mundo! Pero Aod fue fiel; hizo hacer una espada de 2 filos. Fue su primer acto y su único recurso. Lo mismo sucede con el cristiano en tiempos de ruina; su espada de 2 filos, su primera y única arma ofensiva, es la Palabra de Dios (Hebr. 4:12; Apoc. 1:16; 19:15; Efe. 6:17). Esta espada medía un codo; sí, el arma de Aod era corta, pero proporcionada a su cargo. Era una espada probada para penetrar en las entrañas del enemigo de Dios y darle muerte.
Antes de usar su arma, Aod se la ciñe «bajo la ropa, en la cadera derecha». La lleva consigo hasta que llega el momento de usarla, y aunque la siente consigo, no la deja ver. A menudo llevamos la Palabra fuera y la citamos mucho, sin usarla. Pero la Palabra tiene un propósito. El tullido Aod empieza por adaptar su espada a su desventaja: la lleva en el costado derecho. Si la llevara como todo el mundo, sería inútil. Su arma debe ante todo adaptarse a su condición personal. No puede usarla imitando a los demás, como tampoco David podía usar la espada de Saúl. Lo que David necesitaba era una honda y una piedra, instrumentos familiares para un pastor.
Después de ofrecer el presente a Eglón, Aod regresa de las imágenes talladas cerca de Gilgal. Tenía, como él dice, «palabra de Dios» para el rey. No obtuvo una victoria pública, como tantos otros; aquí se trató de una batalla secreta entre el libertador y el enemigo, una batalla solitaria, pero cuyos efectos públicos no se hicieron esperar. Este fue el caso de la batalla de Cristo contra Satanás en el desierto. Aquí, todo sucede en silencio, sin lucha ni gritos aparentes; el enemigo es hallado muerto por sus siervos que lo creían en reposo. El poder que esclavizaba a Israel es aniquilado por una victoria silenciosa, sin gloria, con la espada corta de un zurdo. Era una palabra secreta, pero era «palabra de Dios» para Eglón (v. 20). Nuestra arma es divina, y esa es su fuerza. Como en el caso de Gedeón, la espada de Aod era la espada del Señor. El rey murió, pero el arma permaneció en su vientre. Muerto Aod, los siervos tienen ante sus ojos el instrumento de la victoria; Dios les demuestra, para su confusión, que fue esta espada corta la que había derribado al suelo al orgulloso, cuyos ojos rebosaban de grasa.
El siguiente paso es que Aod recoja los frutos de la victoria. Tocó la trompeta en la región montañosa de Efraín y reunió al pueblo de Dios. Tomaron los vados del Jordán de Moab y no permitieron que nadie pasara. El pueblo recuperó su territorio usurpado. Gracias a la vigilancia de los hijos de Israel, se cortó resueltamente toda comunicación entre el enemigo y el pueblo. El usurpador fue expulsado y destruido, y Moab ya no pudo llegar a ninguno de los 2 lados del Jordán. Tal debe ser el resultado de la batalla para el tiempo presente. Si no tiene el efecto de hacernos romper abiertamente con el mundo, permanece estéril y no cumple la intención de Dios. Cuanto más completa sea la separación, más duradera será la paz. Se nos dice que el país descansó durante 80 años.
3.3 - Samgar (3:31)
Después de Aod vino Samgar, hijo de Anat, que obtuvo una notable victoria sobre los filisteos. Y él también salvó a Israel. La espada de Aod era poderosa, pero corta; Samgar cumple con un arma que no parece en absoluto adecuada para la tarea, ¡un instrumento despreciable que solo puede servir, al parecer, para espolear a seres sin inteligencia! Sin pretender descubrir aquí tipos o alegorías, tendencia peligrosa en la enseñanza, me gusta comparar el aguijón de Samgar con la espada de Aod. Tenemos un arma, la Palabra; es la única arma, en sus diversas formas, que el hombre de fe utiliza en la batalla. Para el mundo inteligente e incrédulo es como una picana de buey, buena a lo sumo para las mujeres y los niños y la gente inculta, porque está llena de cuentos y contradicciones. Pues bien, en esta forma despreciada, Dios la utiliza para ganar la batalla. Cuando la fe la utiliza, encuentra un arma donde el mundo solo ve necedad, pues la debilidad de Dios es más fuerte que la de los hombres. Sí, sin duda, está hecha para los no inteligentes y se aplica a sus necesidades y a su caminar, pero este mismo aguijón puede matar a 600 filisteos.
Usemos, pues, la Palabra como Dios nos la confía, pero recordemos que no tiene efecto sino en manos de la fe, y cuando el alma ha encontrado en ella para sí la comunión con Dios, el conocimiento de Cristo, y, con ello, la bendición, el gozo y la fuerza.
3.4 - Débora y Barac (capítulo 4)
Hasta ahora, el juicio de Dios había entregado a los israelitas infieles en manos de enemigos venidos de fuera [3]; una nueva infidelidad tiene consecuencias aún más graves para el pueblo. Un adversario terrible, Jabín, rey de Canaán, que reinaba en Hazor (v. 2), esclavizó a Israel y lo oprimió con 900 carros de hierro. En el capítulo 11 de Josué encontramos un antepasado de este Jabín con carros de guerra y la misma capital. En aquel momento, Israel, bajo la poderosa acción del Espíritu de Dios, comprendió que no podía haber relación alguna entre él y Jabín. Lo destruyeron, después de quemar sus carros en el fuego y destruir su capital. En efecto, ¿qué relación podía tener el pueblo de Dios con el mundo político y militar, cuyos dominios iban a ser borrados del mapa de Canaán? Ay, ahora todo ha cambiado; el Israel infiel ha caído bajo el gobierno del mundo. El enemigo de antaño ha resurgido de sus cenizas, Hazor se ha restablecido dentro de los límites de Canaán, ¡la herencia del pueblo se ha convertido en el reino de Jabín! La historia de la Iglesia nos ofrece una historia similar: primero, una posición de completa separación del mundo y, en consecuencia, ningún pensamiento de permitir que el mundo tome parte en el gobierno de la Asamblea. Un día, el estado carnal de la asamblea en Corinto la llevó por este camino. Uno de ellos, al tener un asunto con otro, había entrado en juicio ante los incrédulos y no ante los santos (1 Cor. 6). «¿No sabéis que los santos juzgarán al mundo?» (v. 2), dice el apóstol; y, reprendiéndolos, añade: «Para vergüenza vuestra lo digo» (v. 5). Pero ¿qué camino ha seguido la Iglesia desde entonces? En la actualidad, es el mundo quien la gobierna. «Sé», dijo el Señor a Pérgamo, «dónde habitáis, dónde está el trono de Satanás» (Apoc. 2:13). Incluso en los días del gran avivamiento de la Reforma, los santos recurrían y se apoyaban en los gobiernos del mundo. Hoy, los cristianos perseguidos, en lugar de regocijarse en el sufrimiento por Cristo, reclaman la protección de gobernantes del mundo y de hombres poderosos. El juicio sobre Hazor de Josué no es más que un recuerdo. Israel sirvió a los dioses de los cananeos después de tomar a sus hijas como esposas y dar sus hijas a los hijos de estos (3:5-6). Esta alianza dio sus frutos: Jabín oprimió al pueblo, que se vio obligado, a su antojo, a sufrir su gobierno.
[3] Excluyo a los filisteos bajo Samgar, el breve relato al final del capítulo 3 es solo un episodio, como lo prueba el versículo 1 de nuestro capítulo, donde la historia general se retoma, no en la muerte de Samgar, sino en la de Aod.
Pero esta no era la única característica del pobre estado de Israel en aquellos días aciagos. Si el gobierno externo del pueblo había caído en manos de su enemigo, ¿qué había sido del gobierno interno? ¡En manos de una mujer! La Palabra de Dios nos enseña que, en un principio, el gobierno de la Iglesia fue confiado a ancianos nombrados al efecto por los apóstoles o sus delegados, bajo la guía del Espíritu Santo. El orden de la Asamblea y todo lo relacionado con ella recaía en ellos y en los siervos. Hoy, sin mencionar la pobre imitación que los hombres han hecho de esta institución divina, cuando la infidelidad de la Iglesia la había privado de este poder, ¿sería exagerado decir que parece aumentar entre las sectas del cristianismo la tendencia a poner todo o parte del gobierno en manos de las mujeres? ¡Y se jactan de ello! Y los cristianos se atreven a escribir y tratar de demostrar que debe ser así, que es conforme a Dios y prueba un estado floreciente de la Iglesia. Citan a Débora en apoyo de su afirmación. Veamos qué era Débora.
Débora era una mujer extraordinaria, una mujer de fe, con un profundo sentimiento del humillante estado del pueblo de Dios. Consideró una vergüenza para los dirigentes de Israel que Dios confiara un cargo de actividad pública a una mujer en medio del pueblo. Dijo a Barac: «Iré contigo; mas no será tuya la gloria de la jornada que emprendes, porque en mano de mujer venderá Jehová a Sísara» (v. 9).
Pero mientras tiene y ejerce una autoridad en nombre de Dios, para confusión de este pueblo afeminado por el pecado, Débora conserva en estas circunstancias, que podrían convertirse para ella en una gran trampa, la posición divinamente asignada por la Palabra a la mujer. Sin ella no sería una mujer de fe. Este capítulo narra la historia de 2 mujeres de fe, Débora y Jael. Pero cada una de ellas mantiene el carácter dado a las mujeres por Dios. ¿Dónde desempeña Débora sus funciones? ¿Acaso, como otros jueces, recorrió la tierra de Israel o dirigió ejércitos? Nada de eso, y no es sin razón, me parece, que la Palabra nos dice: «Acostumbraba sentarse bajo la palmera de Débora», «y los hijos de Israel subían a ella a juicio» (v. 5). Aunque fue profetisa y juez en Israel, no abandonó el ámbito que Dios le había asignado. Fue donde ella vivía donde hizo llamar a Barac, en lugar de ir a él.
Barac es un hombre de Dios y contado por la Palabra entre los jueces de Israel. «Me faltará el tiempo para hablar de Gedeón, Barac, Sansón Jefté…» (Hebr. 11:32). Pero Barac es un hombre sin carácter, sin energía moral, sin confianza en Dios. No esperen ver, en tiempo de ruina, a los instrumentos de los que Dios se sirve poseyendo en sus manos todos los recursos divinos. No se trata solo de que el número de obreros sea reducido, sino de lo poco que se destacan hoy los dones del Espíritu, de lo cruelmente que se siente su misma ausencia entre los cristianos. Su falta de carácter hace que Barac quiera ser el ayudante de la mujer, cuando la mujer, según Génesis 2:18, era la ayudante del hombre. Menosprecia el ministerio que Dios le ha confiado, y lo que es peor, busca sacar a Débora de su posición de dependencia como mujer. «Si tú fueres conmigo, yo iré; pero si no fueres conmigo, no iré» (v. 8). «Iré contigo», responde ella. Puede hacerlo sin abandonar su posición bíblica. En otros tiempos, mujeres santas iban con el Señor Jesús, caminando con él, haciéndose sus siervas para proveer a sus necesidades. El acto de Débora fue bueno, pero el motivo de Barac era malo, y Débora lo reprende severamente (v. 9). ¿Cuál era el motivo de Barac? Quería depender de Dios, pero no sin apoyo humano y visible. El mundo cristiano está lleno de almas así. La realización de la presencia de Dios es tan miserable, el conocimiento de su voluntad tan débil, el caminar tan inseguro que, para andar por el camino de Dios, prefieren confiar en este intermediario antes que depender única y directamente de Dios. Tenemos “directores de conciencia” cuyos consejos seguimos, en lugar de tener como guía al Señor, a su Espíritu y a su Palabra. Pero Dios, el Señor, su Espíritu y su Palabra son infalibles. La fiel Débora no condujo a Barac por este falso camino; Barac cargó con las consecuencias de su falta de fe.
Subió con su ejército, y Débora con él. Heber, uno de los ceneos de los que hablamos en el capítulo 1, había considerado oportuno separarse de su tribu en aquellos tiempos turbulentos y se había ido a plantar su tienda en otro lugar (v. 11). «Porque había paz entre Jabín rey de Hazor y la casa de Heber ceneo» (v. 17).
¿Podría haber sido el acto de Heber un acto de fe? No lo creo. Se separó del pueblo humillado, actuando como si se sacudiera de encima la responsabilidad del triste estado de Israel [4]. Es más, estaba en paz con el enemigo declarado de su pueblo, y se había cuidado de no ser molestado por Jabín. Pero en la tienda de Heber vivía una mujer “débil”. Ella no quería seguridad comprada a tal precio y no reconocía la alianza con el enemigo de su nación. Su corazón estaba indiviso con Israel. Barac obtuvo la victoria, y Débora, la mujer de fe, la madre de Israel no participó en ella. El ejército de Sísara fue derrotado; el propio líder, obligado a huir a pie, llegó a la tienda de Jael, pensando que encontraría un hogar hospitalario. Jael lo escondió; él le pidió un poco de agua, pero ella le dio leche, una bebida mejor. Desde el principio, no lo trató como a un enemigo y fue amable con él, pero ante el enemigo de su pueblo, fue despiadada. Su instrumento para liberar a Israel ni siquiera es tan bueno como el de Samgar, pues no tiene más armas que las herramientas de una mujer que cuida tiendas. Con ellas asesta el golpe mortal a la cabeza del enemigo. Como Débora, como toda mujer de fe, Jael nunca se desvía de los límites de su dominio. Lleva a cabo su ministerio de venganza en el interior de su casa con las armas que la tienda puede proporcionarle, y obtiene la victoria en este estrecho recinto; porque también la mujer debe luchar contra el enemigo, pero en el lugar y con las armas especiales que Dios designa para ella. La fe brilla aquí en la mujer. Jael no busca ayuda como Barac; depende únicamente de Jehová. El secreto de su acción queda entre ella y Dios. Utiliza sus propias armas tan bien como podría hacerlo un hombre; un solo temblor de su mano podría haberlo comprometido todo. Sola, porque su marido, su protector natural, está ausente; sola, pero con Jehová, lucha en su tienda, unida de corazón a las filas de Israel. Por eso Débora, en su cántico, dijo de ella: «Bendita sea entre las mujeres Jael, mujer de Heber ceneo; sobre las mujeres bendita sea en la tienda» (v. 24). Barac llega, entra y ve la victoria de Jael. ¡Qué sentimiento de humillación debió de sentir este capitán, al ver que Dios honraba a una mujer de una manera que él, el líder y juez, no había querido!
[4] Esta es más o menos la historia de todas las sectas del cristianismo.
Sí, ¡honor a estas mujeres! Dios se sirvió de ellas para despertar en los hijos de su pueblo el sentimiento de la responsabilidad, pues, una vez despiertos, «la mano de los hijos de Israel fue endureciéndose más y más contra Jabín rey de Canaán, hasta que lo destruyeron» (v. 24).
3.5 - La canción de Débora (capítulo 5)
Jehová acaba de efectuar una liberación maravillosa por la mano de 2 mujeres “débiles” y de un hombre sin carácter, exaltando su gracia y su poder por la debilidad de sus instrumentos. Esta victoria, como hemos dicho, es la señal para el despertar del pueblo. El Espíritu de Dios da expresión a este despertar por boca de la profetisa. Débora y Barac describen y celebran las nuevas bendiciones de la liberación de Israel.
(V. 1). «Aquel día cantó Débora con Barac hijo de Abinoam, diciendo:»
Lo primero que sigue a la liberación es la alabanza, que es muy diferente, sin duda, en un tiempo de ruina, de lo que era al principio. Una vez, cuando salieron de Egipto, «Cantó Moisés y los hijos de Israel este cántico a Jehová» (Éx. 15:1); todo el pueblo entonó con su jefe el cántico de la liberación. No faltó ni una voz. Imaginemos la armonía de aquellas 600.000 voces, fundidas en una sola, para celebrar a orillas del mar la victoria obtenida por Jehová: «Cantaré yo a Jehová, porque se ha magnificado». Todas las mujeres, encabezadas por María, se unieron a la alabanza, repitiendo las mismas palabras. «Cantad a Jehová, porque en extremo se ha engrandecido» (vean Éx. 15). En el capítulo 5 de Jueces, ¡qué contraste! Débora canta con Barac. Una mujer y un hombre, 2 personas solitarias, 2 testigos de un tiempo de ruina; pero Jehová está presente, el Espíritu de Dios está allí, y si estos 2 son testigos de la ruina tienen, sin embargo, motivos para alegrarse y celebrar la grandeza de la obra de Jehová. La alabanza redescubierta es la marca de un verdadero despertar, la primera necesidad de los hijos de Dios que se reconocen a sí mismos. Débora y Barac no se mantienen al margen, aunque no todo el pueblo se haya unido a ellos; reconocen la unidad del pueblo y su alabanza es la expresión de lo que debería haber dicho todo Israel.
(V. 2). «Por haberse puesto al frente los caudillos en Israel, por haberse ofrecido voluntariamente el pueblo, Load a Jehová».
El motivo de alabanza es lo que la gracia de Dios ha producido en los dirigentes y en el pueblo. Dios lo reconoce y así anima a su propio pueblo, tan vacilante y débil.
(V. 3). «Oíd, reyes; escuchad, oh príncipes; yo cantaré a Jehová, cantaré salmos a Jehová, el Dios de Israel».
La alabanza pertenece exclusivamente a los fieles. «Yo, yo», dicen. Los reyes y príncipes de las naciones están invitados a escuchar; pero no tienen parte en este canto, pues la liberación de Israel es su ruina.
(V. 4-5). «Cuando saliste de Seir, oh Jehová, cuando te marchaste de los campos de Edom, la tierra tembló, y los cielos destilaron, y las nubes gotearon aguas. Los montes temblaron delante de Jehová, aquel Sinaí, delante de Jehová Dios de Israel».
Estas palabras recuerdan el comienzo del cántico de Moisés en Deuteronomio 33, al que también alude el Salmo 68:7-8. Aquí encontramos otro principio importante del avivamiento. Se insta a las almas a volver a las primeras bendiciones, buscando lo que Dios hizo en el principio, no dirigiéndose por lo que está ante sus ojos, sino preguntando: «¿Qué ha hecho Dios?». Esta es nuestra salvaguardia en tiempos de ruina. No digamos, como cristianos infieles: “Conformémonos con los tiempos en que vivimos”. En un tiempo del que el apóstol Juan dijo: «Es la última hora», los santos tenían como recurso «lo que era desde el principio» (1 Juan 1:1).
(V. 6-8). «En los días de Samgar, hijo de Anat, en los días de Jael, quedaron abandonados los caminos, etc.».
Aquí surge un nuevo principio. Los fieles reconocen la ruina de Israel. No tratan de paliar o excusar el mal, sino que lo juzgan según Dios. Caracterizan esta ruina 4 hechos: 1) «Los caminos estaban abandonados, y los que andaban por las sendas se apartaban por senderos torcidos». Esto es lo que había producido el yugo del enemigo. Ya no había seguridad para la gente en las carreteras, en los caminos por los que todos habían caminado juntos, porque era allí donde se encontraba el enemigo, y la multitud elegía caminos tortuosos, cada uno según lo que le decía su corazón. ¿No es eso lo que caracteriza hoy a la Iglesia de Dios? 2) «Las aldeas quedaron abandonadas en Israel». Los lugares donde el pueblo vivía en familia y en paz fueron abandonados. Esta unión visible del pueblo había desaparecido hasta el día en que Débora se levantó para la restauración parcial de Israel. ¿Vemos hoy más de la unidad de la familia de Dios? ¡Ay! Si un cierto número de fieles la muestra, ya no existe, en su conjunto, sino por la fe y en los consejos de Dios. 3) «Cuando escogían nuevos dioses, la guerra estaba a las puertas». Sí, la idolatría se había convertido en la religión del pueblo, que había abandonado a Dios, el Dios de eternidad. Israel, habiendo ofendido a Jehová, fue castigado por la guerra y por un enemigo que lo acosaba sin tregua. 4) «¿Se veía escudo o lanza entre cuarenta mil en Israel?». Ya no había armas contra el mal. ¿Dónde están ahora las armas? ¿Qué se ha hecho con la espada del Espíritu? ¿Dónde está el poder de la Palabra para resistir a las falsas doctrinas que pululan en medio de la cristiandad, royendo como una gangrena, echando por tierra el maravilloso nombre de Cristo? ¿Por qué, dice el salmista, arrojáis mi gloria en oprobio? Incluso el escudo de la fe ha sido derribado, el mal domina, y el pueblo de Dios no puede protegerse contra él.
En medio del desorden, la parte de los fieles consiste en apreciar la grandeza del mal inclinando la cabeza en señal de humillación. No basta conocer nuestras bendiciones celestiales; Dios quiere que reconozcamos plenamente, para separarnos de ellas, la situación con la que hemos deshonrado a Dios, nosotros su pueblo. Si pertenecemos al testimonio de Dios, apartémonos del mal. El carácter más espantoso del final de los tiempos no es la inmoralidad abierta, aunque la moral esté hoy profundamente corrompida, sino especialmente las falsas doctrinas. La Segunda Epístola a Timoteo nos exhorta, especialmente en relación con estas últimas, a apartarnos de la iniquidad, a separarnos de los vasos de deshonra. Pero esto no basta. La profetisa añade:
(V. 9). «Mi corazón es para vosotros, jefes de Israel, para los que voluntariamente os ofrecisteis entre el pueblo». Este es otro principio. El alma ve el bien allí donde el Espíritu de Dios lo produce, y se une a él. El corazón de Débora está con los fieles de Israel. Se posiciona abiertamente con los que nacieron de buena voluntad, y reconociendo lo que Dios ha hecho en medio de la ruina, dice: «¡Load a Jehová!». Contenta de ver este pequeño testimonio aquí entre los gobernantes. Que todos nuestros corazones lo aprecien, y repitamos con ella: «¡Load a Jehová!».
(V. 10-11). Luego la profetisa, dirigiéndose a los que disfrutan de las bendiciones recuperadas en la paz, les dice: «Vosotros los que cabalgáis en asnas blancas», signo de riqueza y prosperidad: los hijos de familias nobles y los jueces tenían este privilegio (comp. 10:4; 12:14). Es como un llamamiento a los que disfrutan del fruto de la victoria sin luchar. «Los que os sentáis en tapices» (LBLA); los que disfrutan de un descanso lleno de bienestar. «Los que viajáis por el camino» (LBLA); los que disfrutan de la seguridad que han adquirido. Débora, digo yo, se dirige a ellos y les insta a «declarar». No tuvieron nada que ver con esta victoria, salvo saborear sus frutos, porque solo unos pocos habían luchado, y pudieron oír sus voces cuando se repartió el botín, en medio de los lugares donde se saca agua. No debemos olvidar que este tiempo, por bendito que haya sido, no fue más la restauración de Israel de lo que los avivamientos de nuestros días son una restauración de la Iglesia. Si los vencedores podían contar los justos actos de Jehová para con sus ciudades abiertas de Israel, si el pueblo se había levantado para bajar a las puertas y enfrentarse al enemigo, no dejaba de ser un tiempo de ruina y de restauración parcial. ¡Qué oportuno es que el pueblo de Dios no olvide hoy estas cosas!
Pero aún hay mayores bendiciones para nosotros. El tono del himno es exaltado, las palabras vuelan de la boca de Débora.
(V. 12). «Despierta, despierta, Débora; despierta, despierta, entona cántico. Levántate, Barac, y lleva tus cautivos, hijo de Abinoam». El Salmo 68, ese magnífico himno, tantos pasajes del cual recuerdan el cántico de Débora (comp. v. 8-9, 13, 18), celebra la plena restauración milenaria de Israel, tras la exaltación del Señor. Dice que el Señor habitará en medio de su pueblo: «Ciertamente Jehová habitará en él para siempre» (Sal. 68:16). ¿De dónde puede venir esta bendición? El profeta responde: «Subiste a lo alto, cautivaste la cautividad, tomaste dones para los hombres, y también para los rebeldes, para que habite entre ellos JAH Dios». Ahora bien, las palabras de este himno, que celebra la plenitud de las bendiciones futuras, las oímos aquí salir de la boca de una mujer débil en una época de ruina, ¡cuando Jehová ha marcado la frente de Israel con la señal de las bendiciones perdidas! «¡Levántate, Barac, y lleva tus cautivos, hijo de Abinoam!» ¡Qué estímulo para nosotros! Hay verdades que se elevan por encima de todas las demás y que son la participación especial de la fe en los tiempos humildes de los Jueces, como en los tiempos turbulentos por los que estamos pasando. El himno de Moisés, rebosante de la alegría del pueblo redimido tras el paso del mar Rojo, celebraba la liberación a través de la muerte, para llevar al pueblo a la morada de Dios y más tarde al santuario que sus manos habían establecido. Un himno maravilloso, un himno del alma en su comienzo, contemplando la victoria cuyo antitipo es la cruz, un himno en el que el corazón exhala, como perfume derramado, las alabanzas de la liberación, un himno que, sin embargo, no la expresa en su totalidad.
Es una mujer que, en un tiempo de oscuridad y de ruina, canta un himno que se eleva por encima de la muerte, el himno de la liberación mediante la resurrección. En efecto, ¿de quién estamos hablando? Levántate, Barac. ¿Es solo el hijo de Abinoam? Por nuestra parte, no dudamos en ver en Barac un tipo aún misterioso de Cristo, ascendido a la diestra de Dios, llevando cautiva la cautividad (comp. Efe. 4:8).
Los tiempos se habían vuelto muy oscuros desde el cántico del Éxodo, y ahora la inteligencia profética de una mujer nos lleva hacia arriba con el tipo de un Cristo resucitado. Ella se despierta; sus ojos se abren para contemplar una escena gloriosa, Barac levantándose para llevarse la cautividad derrotada, una débil imagen de esa libertad en la que Cristo vencedor nos introduce para disfrutar eternamente con él. Si las cosas enumeradas al principio de este capítulo caracterizan el avivamiento de hoy, hay una que debe caracterizarlo por encima de todas las demás, el conocimiento de un hombre glorioso ascendido a la diestra de Dios, un hombre al que nuestros ojos y nuestros corazones buscarán en esa escena celestial en la que él, el vencedor, ha entrado, habiéndonos liberado por su muerte y resurrección. Una vez más, amados, lejos de desanimarnos, ¿no tenemos motivos para repetir con Débora: «¡Load a Jehová!».
(V. 13). «Entonces marchó el resto de los nobles; el pueblo de Jehová marchó por él en contra de los poderosos».
Ahora Israel está llamado a bajar de lo que se ha convertido en su lugar de origen, para luchar y dar testimonio en medio de la escena en la que Dios aún les deja. No podemos esperar, ni siquiera en un tiempo de avivamiento, ver bajar a todo el pueblo. Nunca serán más que «el remanente de los nobles», pero es un inmenso privilegio que Dios los cuente «como su pueblo», porque son a sus ojos su bendito representante. ¡Qué gozo no debe producir en el corazón de los fieles ver, aunque solo sea como testigo, a uno que se aparta para Dios del rebaño que, como Rubén, se ha quedado «entre los rediles»! Si fuera de otro modo, no estaríamos en tiempos de ruina. Y, sin embargo, ¡qué parte nos toca! «Jehová marchó por él en contra de los poderosos». Hermanos, ¿no nos basta con eso? El que subió a lo alto es el mismo que desciende con nosotros para darnos la victoria en nuevas batallas.
(V. 14-18). Dios registra a los que fueron por él y a los que, por una razón u otra, se quedaron atrás. Efraín, Benjamín, Zabulón, Isacar bajaron con corazón indiviso por el camino de Jehová. Pero, he aquí, Rubén se detiene en sus fronteras y delibera indecisamente. ¿Por qué, pues? «¿Por qué te quedaste entre los rediles, para oír los balidos de los rebaños?». La trompeta creciente no tenía voz para el corazón de Rubén. Rubén, demasiado próspero, quería disfrutar en paz de las riquezas que había adquirido; su descanso estaba entre los barrotes de los establos. Así que se detuvo en los arroyos que formaban sus fronteras. Cristianos de hoy, ¿es esta nuestra postura? ¿Hemos seguido a los nobles que nos mostraron el camino? ¿Nos hemos atenido a las “grandes deliberaciones del corazón”? ¿Nos falta decisión en nuestro testimonio por Cristo?
«Galaad se quedó al otro lado del Jordán». Atrás quedaron los días en que Galaad en armas acompañaba a sus hermanos en las victorias de Canaán. Ahora, satisfecho con su posición terrenal (¿debería decir, su religión terrenal?) fuera de los límites propios del país, más allá del Jordán, no siente otra necesidad y permanece donde está. «Se mantuvo Aser a la ribera del mar, y se quedó en sus puertos». A la hora de luchar, ¿dónde se encontraba Aser? En su negocio, en su oficio. No había sacrificado la más mínima parte de él para luchar en la batalla de Jehová. Pero Débora no se detuvo en el mal. Llena de gozo, disfruta relatando cada rasgo de devoción a Jehová (v. 18). «El pueblo de Zabulón expuso su vida a la muerte, y Neftalí en las alturas del campo».
Luego viene (v. 19-22) otro carácter de los fieles. No se jactan ni piensan en sí mismos y, atribuyendo la victoria solo a Dios, proclaman su carácter celestial.
«Desde los cielos pelearon las estrellas; desde sus órbitas pelearon contra Sísara». Esta parte del himno termina con una maldición sin reservas sobre Meroz: «Maldice a Meroz», dice el Ángel de Jehová, «maldecid severamente a sus moradores, porque no vinieron al socorro de Jehová, al socorro de Jehová contra los fuertes». Los que, en estos tiempos revueltos, no se ponen de parte de Cristo, los que, aunque reclaman su nombre y el del pueblo de Dios, solo tienen para él un corazón indiferente, ¡que sean malditos! «Si alguien no ama al Señor, sea anatema. ¡Maran-ata!» (1 Cor. 16:22).
Ahora (v. 24-27) Jael es honrada, la que tiene poca fuerza es bendecida. «Pidió agua, y ella le dio leche; en tazón de nobles le presentó crema». Cuando el enemigo del pueblo de Dios acude a ella, esta mujer muestra gracia. Sacando lo mejor de su tienda y honrando la dignidad de Sísara, le dio leche en la copa de los nobles. ¿No es eso lo contrario del desprecio? ¿No es así como debemos tratar a los enemigos de Dios, dándoles para saciar su sed y alimentarlos, incluso más de lo que desean? Los testigos de Dios salen con gracia al encuentro de los peores enemigos de Cristo. Jael es celebrada porque hizo esto; pero sigamos leyendo: «Tendió su mano a la estaca, y su diestra al mazo de trabajadores, y golpeó a Sísara; hirió su cabeza, y le horadó, y atravesó sus sienes». Sin embargo, el corazón de Jael estaba sin reservas con el Dios de Israel, con el Israel de Dios; cuando se trataba de la verdad, cuando había que tratar al enemigo como tal, ella empleaba la mayor energía. Esta mujer es en este momento, en los estrechos confines de la casa, la verdadera líder de los ejércitos de Jehová. Ella está en primera línea, honrada por Dios para ganar la victoria, porque tiene un corazón indiviso para su pueblo. Maldice a Meroz, pero bendice a Jael.
(V. 28-30). Otra escena tiene lugar en el palacio de la madre de Sísara, cuyo orgullo está por los suelos [5].
[5] Nótese de paso que, a pesar de la eminente posición que Dios le ha dado, Débora conserva su carácter de mujer en Israel, y muestra una especial comprensión de lo que afecta al dominio de su género, celebrando lo que honra a Jael, la mujer creyente, y proclamando lo que trae juicio sobre la mujer altiva. Más tarde, otra mujer, la reina de Sabá, acogida por Salomón, no pasó revista a los ejércitos de este rey, sino que consideró «la casa que había edificado, asimismo la comida de su mesa, las habitaciones de sus oficiales, el estado y los vestidos de los que le servían, sus maestresalas, y sus holocaustos que ofrecía en la casa de Jehová, se quedó asombrada» (1 Reyes 10:4-5), con una inteligencia capaz de apreciar lo que pertenecía a este dominio.
El cántico de Débora termina con estas palabras: «Perezcan todos tus enemigos, oh Jehová; Mas los que te aman, sean como el sol cuando sale en su fuerza» (v. 31). Otra bendición nueva que caracteriza el despertar. Débora proclama su esperanza. Espera el día glorioso en que, una vez que el Señor haya ejecutado el juicio, los santos de Israel brillarán como el sol mismo, como Aquel cuyo rostro era, a los ojos del profeta, «como el sol [cuando] brilla en su fuerza» (Apoc. 1:16; comp. Mat. 13:43).
En medio de la noche de este mundo, también nosotros, hermanos, pero mucho mejor que Débora, tenemos cerca esta esperanza. Ya ha surgido en nuestros corazones la Estrella de la mañana; ya los ojos de la fe, traspasando el velo, se alegran de la escena maravillosa que él esconde aún y que se resume en una palabra inefable: ¡Estar siempre con el Señor!
“Y la Esposa que vela en las horas oscuras
Y ya apresura tu despertar matinal,
Se estremece, y saludando tu gloriosa aurora,
Ponga ante ti su llamado virginal.
Y llega un viento fresco, precursor del amanecer,
Soplando palabras sagradas, anuncia Tu regreso.
¡Escuchad! De las cumbres viene un grito sonoro…
De repente estalla. – ¡Hosanna! ¡Es de día!
¡Hosanna! ¡Viene el Esposo! ¡La Iglesia transmutada está!
Para los santos dormidos, ¡este es el día del despertar!
Subimos, llevados hacia Ti en la nube,
¡Como una gota de agua que vuelve al sol!”
3.6 - Gedeón (capítulos 6 al 8)
3.6.1 - La Palabra de Dios golpeando la conciencia (6:1-10)
A pesar de todas las bendiciones enumeradas en el capítulo 5, Israel pronto volvió a caer en el mal y abandonó a Jehová. Como castigo por esta infidelidad, Dios los entregó en manos de los madianitas. El pueblo pasó por todas las fases de miseria material (miseria moral para la Iglesia) que siguen a la búsqueda del mundo y al abandono de Dios. Bajo el yugo de Jabín, Israel carecía de armas (5:8), bajo el yugo de Madián, pasaba hambre; 2 consecuencias de nuestra infidelidad que siempre sufrimos, cuando buscamos nuestra parte con el mundo. Se apodera de nosotros y nos quita las armas; nos fallan las fuerzas y perdemos todo medio de lucha; pero también nos falta el alimento, pues el mundo nunca ha alimentado a nadie, y lo sentimos por la sequía que invade nuestras almas cuando, en nuestra locura, hemos abandonado el tuétano y la grasa de la Casa de Dios por cosechas que son un puro espejismo del desierto. Esta fue la experiencia de Israel; Madián “no les dejó alimento”.
En su miseria, clamaron a Jehová. Él responde y produce un nuevo despertar, en el que trata de llegar más profundamente que antes a la conciencia de este pobre pueblo. Es interesante ver cómo Jehová produce este resultado. «Jehová envió a los hijos de Israel un varón profeta». No se menciona su nombre y no importa, porque este hombre es simplemente el portador de la Palabra de Dios para llevar al pueblo a su presencia. Dios tiene una manera de bendecirnos: su Palabra, que responde a todo y debería bastarnos perfectamente. El Salmo 119 nos muestra la maravillosa función que desempeña la Palabra en la vida de los fieles. Este salmo es más largo que todos los demás. La Palabra de Dios debería ocupar el mismo lugar en nuestra vida. ¿Sentimos su valor? ¿Llena nuestros días y nuestras noches, nuestros pensamientos al menos, cuando nos falta tiempo para sentarnos a meditarla?
Dios aplica esta Palabra a la conciencia de los israelitas de una manera llena de gracia (v. 8-10), contándoles todo lo que ha hecho por ellos, cómo les dio salida, liberación, victoria y entrada, y después de desplegar toda su bondad ante ellos, añade una sola palabra: «No habéis obedecido a mi voz». Ni una palabra sobre “cómo” pueden ser liberados; aún no les abre el camino para que vuelvan a él. El profeta desaparece, dejándoles bajo el peso de su responsabilidad en presencia de la gracia. Dios los había llevado en sus brazos y sobre su corazón; había sido su nube de fuego y de oscuridad; había luchado por ellos. ¿Te he fallado? ¿Qué has hecho? Mucho más que cualquier reproche, este silencio está calculado para golpear la conciencia. Es golpeada, si no alcanzada; pero la palabra de gracia no da todavía al pueblo infiel lo que necesita. Israel permanece impotente ante el enemigo.
3.6.2 - Gedeón formado para el servicio (6:11-40)
El resto de este capítulo nos muestra cómo Dios obra para suscitar un siervo en estos tiempos de ruina, y para formar un poderoso instrumento que lleve a cabo su obra de liberación.
Antes de pasar a este tema, insistamos en una verdad general. Cuando el pueblo de Dios, como tal, ha perdido toda fuerza, el alma puede encontrar individualmente una fuerza tan grande, tan maravillosa, como en los tiempos más prósperos de Israel. Si esto es verdad, ¡cómo deberían anhelar nuestros corazones poseer esa fuerza! ¿Estamos entre los que se acomodan en nuestra debilidad, nivelándonos con lo que nos rodea, aceptando la mundanidad de la familia de Dios como inevitable o necesaria? ¿O tenemos los oídos de Gedeón?, cuando Dios nos dice: Tengo una fuerza ilimitada a mi disposición.
Pasemos a la historia de este hombre de Dios. Personalmente era aún más débil que su pueblo: sin confianza ante el enemigo, porque se escondió para trillar su grano en el lagar (v. 11); sin recursos en sus relaciones, porque sus miles eran los más pobres de Manasés; sin fuerza en sí mismo, porque era el más pequeño de la casa paterna (v. 15); es a un hombre así a quien Dios visita y elige como siervo, un hombre que es consciente de su absoluta falta de fuerzas y que dice: ¡No tengo nada, Señor Jehová! «¿Con qué salvaré yo a Israel?» Cuando se trata de la obra de Dios en este mundo, pues, encontramos un primer gran principio, y es que Dios no pide lo que el hombre podría ofrecerle, ni hace caso de ello. Toma para glorificarse instrumentos débiles, conscientes de su debilidad.
Pero hay otro principio de suma importancia: esta obra requiere que todo sea de Dios. Antes de que el ángel de Jehová se sentara bajo la encina, Gedeón ya tenía fe. Independientemente de la verdad que aún tenía que aprender, creía en la Palabra de Dios que le habían transmitido sus padres (v. 13); además, se puso del lado del pueblo de Dios: «Si Jehová está con nosotros»; «Jehová nos ha desamparado», dijo. No siguió el camino de Heber, y soportó con los israelitas las consecuencias de su culpa. El respeto a su Palabra y el afecto a su pueblo son 2 marcas de la vida de Dios en todo momento y en todas las personas fieles. Sin embargo, Gedeón tiene mucho que aprender. Su fe es muy débil, porque desconoce la bondad de Dios. Humilde, sin duda, pero mirándose a sí mismo, concluye de lo que él es a lo que Dios debe ser para él. «Ahora», dice, «Jehová nos ha desamparado». La consecuencia de nuestra infidelidad es que no hay esperanza. Este es el razonamiento de Gedeón, pero ¿es el razonamiento de Dios? «¡Jehová está contigo, varón esforzado y valiente!» (v. 12). ¡Ah, qué poco sabe todavía lo que hay en el corazón de Dios, y cuántas almas razonan como él! Además, a pesar de su humildad, Gedeón aún no ha dictado sentencia contra sí mismo. Quiere ofrecer algo, llevar «su ofrenda» a Jehová (v. 18). Probablemente no sea con el pensamiento de hacer algo grande por Dios, pero todo irá bien, piensa, si Dios acepta mi don. Veremos la respuesta de Jehová, pero antes volvamos al principio enunciado más arriba, según el cual solo Dios entra en escena en la obra de liberación de su pueblo.
En primer lugar, «el ángel de Jehová se le apareció». Como a Saulo en el camino de Damasco, es Dios quien comienza por revelarse a las almas de todos sus siervos en la persona de Jesús. En segundo lugar, Jehová se revela a Gedeón, como si se asociara con él: «El Señor está contigo»; en tercer lugar, es él quien da a Gedeón un carácter –«varón esforzado y valiente»–, un carácter que el propio Gedeón, débil y escondido en su lagar, jamás habría soñado obtener. En cuarto lugar, Jehová lo mira “en gracia” para revelarse, no a él sino en él, como el Dios del poder. Si Gedeón no tiene fuerza, Jehová tiene fuerza para él; este es el secreto que le da a conocer, pues le dice: «Esta tu fuerza». En quinto lugar, es él quien le envía: «Ve con esta tu fuerza», igual que Pablo, el siervo de Dios, fue enviado «no de parte de los hombres, ni mediante hombres».
Finalmente, Dios le dio una prueba de su interés por él. Gedeón, como hemos visto, querría ofrecer algo a Jehová, pero Jehová no puede aceptar nada del hombre como tal. «Toma», le dice, «la carne y los panes sin levadura, y ponlos sobre esta peña, y vierte el caldo» (v. 20). La única ofrenda que Dios puede aceptar es la de Cristo. Si no acepta la ofrenda de Gedeón tal como es, acepta lo que representa a Cristo en esa ofrenda. Este hombre de Dios tenía una comprensión muy incompleta del valor de los sacrificios que Jehová había ordenado a los hijos de Israel; «la carne hervida» y «el caldo en la olla» eran testigos de su ignorancia, pero Dios vio la realidad que encubría esta fe débil y aceptó la ofrenda cuando Gedeón la colocó «sobre la Peña». El fuego del juicio surge de la roca, consumiendo la carne y los panes sin levadura. La prueba del interés de Dios por él es el juicio que cayó sobre Cristo.
El siervo todavía tiene que aprender por sí mismo el valor de esta obra. Al principio se llena de miedo: «Ah, Señor Jehová, que he visto al ángel de Jehová cara a cara», pero «Jehová le dijo: Paz a ti; no tengas temor, no morirás». La consecuencia del juicio del holocausto es la paz para Gedeón. Para ser siervo de Dios, uno debe haber recibido para sí el conocimiento de la obra de Cristo y la paz que de ella se deriva, la seguridad de una paz lograda en virtud de lo sucedido entre Dios y Cristo, la certeza de lo que Dios, y no Gedeón, piensa del sacrificio. Esta es la base de todo servicio cristiano (¡ay!, ¡cómo lo han olvidado los hombres!), pues si no tenemos paz para nosotros mismos, ¿cómo podemos ir a proclamarla a los demás?
El primer resultado de lo que Gedeón acaba de aprender no es empujarlo al servicio (otro hecho completamente olvidado por los cristianos de hoy), sino convertirlo en adorador. «Y edificó allí Gedeón altar a Jehová, y lo llamó Jehová-salom; (Jehová de paz)». Antes de servir, el creyente debe haber entrado en la presencia de Dios como adorador. La Palabra lo ilustra en multitud de casos, entre ellos el de Abraham y el del ciego. Gedeón alaba al Dios de paz y ahora puede ofrecer un sacrificio en el altar del adorador que Jehová acepta.
Es solo después del altar de adoración que Dios llama a Gedeón como siervo para dar testimonio público. Este comienza en la casa de su padre. Consiste en destruir «el altar de Baal» y el ídolo que estaba a su lado, y sustituirlos por el altar del testimonio, el altar del Dios conocido por Gedeón. El deber positivo del testigo de Dios es, ante todo, derribar sus ídolos. ¿Por qué encontramos tan pocos verdaderos siervos entre los cristianos, caminando en el poder del testimonio por Cristo? Es porque no tienen los 2 altares. ¿Y por qué no tienen el segundo? Es porque no se han provisto de madera para el sacrificio. Esta madera son los ídolos (v. 26). Derribémoslos, no dejemos nada de ellos en pie; empecemos por el estrecho círculo de la familia. Si no lo hacemos, ¿dónde quedará nuestro testimonio? El derrocamiento de los ídolos es el secreto del poder; el Espíritu de Jehová no vistió a Gedeón hasta que hubo realizado este acto. Como él, nosotros ya no tenemos baales de piedra ni Asera de madera, pero tenemos muchos otros ídolos y, a diferencia de él, a menudo los preferimos al poder de un caminar fiel con Dios. Gedeón obedeció sin vacilar, sin concesiones ni restricciones. Para él, los ídolos no son nada comparados con el Dios que conoce. Este «varón esforzado y valiente» no tenía valor natural. El miedo al enemigo (v. 11), el miedo a Dios (v. 23), el miedo a la casa de su padre (v. 27), todo ello le caracterizaba. Hace su trabajo de noche, temiendo hacerlo durante el día; sin embargo, lo hace porque Dios se lo ha ordenado.
Solo por la mañana se dan cuenta los habitantes de la ciudad. Pero quien conocía el carácter de Gedeón, no le había dicho: Haz este trabajo de día. Nosotros también, débiles como somos, ¡ah! destruyamos nuestros ídolos en silencio, cuando ningún ojo nos esté mirando. No proclamemos la cosa en voz muy alta; hagamos esta difícil obra con temor y temblor, mirando solo a Dios en el silencio de la noche. El mundo pronto se dará cuenta de que tenemos un nuevo altar que desconoce, y que la Asera solo nos vale como leña. Entonces el mundo que nos ha apoyado hasta ahora nos odiará. Es el altar del testimonio lo que atrae la animosidad de todos hacia Gedeón. Odiado, pero ¿qué importa? Porque recibe el nombre de Jerobaal (contienda Baal contra él), y se convierte, en presencia de todos, en el representante personal de la inanidad de las cosas que antes adoraba.
El testimonio de Gedeón convenció a su padre de que Baal no era nada. La fe del padre es menor que la del hijo. Gedeón destruyó a Baal porque conocía a Dios; Joás recibió a Dios porque ya no reconocía a Baal. No es mucho, pero es algo.
Hermanos míos, ¿somos, ante el mundo, testigos de la locura de todo lo que le interesa? Si no hemos vigilado el altar de Baal, tal vez hemos descuidado destruir «la Asera que está junto a él». El camino hacia el poder es la obediencia sin restricción a la Palabra de Dios. En algunos momentos de nuestra vida, el poder ha caracterizado nuestro servicio, en otros ha faltado. Preguntémonos entonces si no hemos reconstruido algún ídolo destruido. No hay acción pública que no comience, para el cristiano, por la fidelidad en el pequeño círculo en el que está llamado a vivir.
Al principio, Gedeón siente la enemistad de los que llevan el nombre del pueblo de Dios, aunque por el momento queda contenida por la sinceridad de su testimonio. Madián y Amalec (v. 33) no lo ven así. Si, en su locura, los habitantes de la ciudad intentan obstaculizar su propia liberación, el mundo intenta sofocar este renacimiento que sacaría a Israel de la esclavitud.
Hasta ahora, Gedeón solo había actuado obedientemente; ahora el Espíritu de Jehová estaba sobre él. Su primer acto de poder es tocar la trompeta para reunir a las tribus tras él. La fuerza de Israel reside en su unión; esto es lo que más temen Satanás y el mundo.
Sin embargo, a pesar de su fuerza, Gedeón no muestra mucha confianza en Dios. Pide señales para saber si Jehová quiere salvar al pueblo de su mano. Todas las órdenes de Dios a Gedeón son sencillas y claras, pero cuando Gedeón pide señales a Dios, todo se vuelve oscuro y complicado. Nos cuesta entender lo que está pensando. Supongo que el vellón representa a Israel, bendecido por Dios, cuando la sequía permanece sobre las naciones, y viceversa, porque, habiendo puesto a prueba a Dios, Gedeón lo somete a una contraprueba. ¡Pobre fe, débil confianza en Él! Pero el Dios misericordioso, sin apartarse, hace lo que le pide su siervo. Quiere liberar a su pueblo; quiere, por todos los medios, sostener el débil corazón de su testigo, comprometerlo a su servicio y hacer de él un instrumento de su gloria.
3.6.3 - Las características de los testigos de Dios en tiempos de ruina (7:1-14)
En el capítulo 6 vimos al siervo preparado para la obra a la que Dios le había destinado; los versículos que acabamos de leer nos muestran las características de los testigos de Dios en estos tiempos de ruina.
En los días de su prosperidad moral bajo Josué, cuando se trataba de combatir, todo Israel iba a la batalla y la unidad del pueblo se manifestaba así de manera sorprendente. La primera batalla en Hai (Jos. 7:1-5), la única excepción a esta regla resultó en la derrota de los que tomaron parte. En la época de la decadencia, las cosas son diferentes. Cuando todo el pueblo subió con Gedeón, el Señor le dijo: «El pueblo que está contigo es mucho para que yo entregue a los madianitas en su mano», pues existía el peligro de que Israel se jactara contra Jehová, diciendo: «Mi mano me ha salvado». En el período de decadencia, Dios reprimió especialmente el orgullo que pretendía que el hombre interviniera en la obra que solo a Él pertenece. La cristiandad de hoy se jacta de sus miembros, y cree ver un factor en la obra de Dios. Si Dios produce algún bien, se lo atribuye a sí misma y, como Laodicea, se jacta de sus medios: «Soy rico, me he enriquecido, y de nada tengo necesidad» (3:17).
He aquí, pues, el primer carácter del testimonio de Dios en medio de la ruina: es poco numeroso y sin apariencia.
Segundo carácter: «Quien tema y se estremezca, madrugue y devuélvase desde el monte de Galaad». Moisés ya había dado este mandamiento a los hijos de Israel: «¿Quién es hombre medroso y pusilánime? Vaya, y vuélvase a su casa, y no apoque el corazón de sus hermanos, como el corazón suyo» (Deut. 20:8). Como nos enseña el mismo pasaje (v. 5-7), los temerosos y los tímidos son los que tienen algo que perder. Un siervo de Dios que no tiene nada que perder en este mundo, porque la excelencia de Cristo le hace despreciar sus bienes, está lleno de valor para su obra. ¡Ay! El número de los temerosos es muy grande en nuestros días, como en el pasado, cuando «22.000 del pueblo volvieron, y quedaron 10.000». Para realizar su obra, Dios quiere corazones que no estén divididos, que no tengan nada que perder, que no tengan miedo de nada y que no puedan ejercer una influencia deletérea sobre los que se han puesto en camino sin preocuparse de los asuntos de esta vida. Los 22.000 se encuentran con el botín, pero son incapaces del esfuerzo. Los pusilánimes se beneficiarán del testimonio, pero no están capacitados para soportarlo.
Los testigos tienen un tercer carácter. Dios los pone a prueba para demostrar si comprenden que todo está perdido para los que tienen que ganar la batalla. «Llevó el pueblo a las aguas». ¿Se arrodillarán para beber, o la lamerán con la lengua, como lame un perro? Unos buscan su holganza para gozar abundantemente de las bendiciones que la Providencia ha puesto en su camino; otros, no teniendo otro objetivo que ganar la victoria, no se dejan desviar de ella, sino que, saboreando el agua a su paso, solo encuentran en ella un estímulo para su servicio. Se dice del Señor: «Del arroyo beberá en el camino» (Sal. 110:7). Cuando bebía así, su rostro estaba resueltamente vuelto hacia Jerusalén, el lugar de su agonía y muerte (Lucas 9:51). Nada obstaculiza más la acción del cristiano en el testimonio que disfrutar, deteniéndose en las bendiciones terrenas que la providencia de Dios le concede, en lugar de saborearlas de pasada. Nuestro cristianismo actual se arrodilla para beber; puede dar gracias a Dios, pero considera las bendiciones terrenas como el objeto y la meta de su piedad, mientras que los testigos de Dios toman lo suficiente para seguir su camino. Aquellos 300, de los que algunos se arrodillaban y otros sorbían el agua como un perro y bebían de sus manos, llevándosela a la boca, no eran solo los devotos, sino los humildes. Tenían cierto parecido con la pobre mujer siro-fenicia que fue comparada con un perro y respondió «Sí, Señor», feliz de depender solo de la gracia (Marcos 7:28). Dios quiere testigos devotos, pero humildes.
Estos hombres toman en sus manos las trompetas del pueblo, símbolos del testimonio, pero también toman la comida (v. 8). No podemos vencer sin estar alimentados. El pueblo era prueba de ello, bajo el terrible yugo de Madián, que dejaba a Israel sin alimentos.
Antes de la batalla, Gedeón mismo fue llamado a tener 2 experiencias personales que lo fortalecen para la victoria (v. 9-14). La primera es que en sí mismo no es mejor que los 22.000 temerosos. «Si tienes temor de descender», le dice Jehová. ¿Va a responder?: “Soy valiente, ya he tocado la trompeta a los 4 vientos para convocar a Israel a la batalla”. No, acepta esta humillante verdad. Entonces Dios lo pone en presencia de sus enemigos, que son tan numerosos como langostas en el valle, y lo describe por boca de uno de ellos. Este hombre fuerte y valiente es comparado con un pan de cebada, un alimento pobre y basto, ¡y es «la espada de Gedeón»! ¡Bonita espada para abatir a esta multitud! Ciertamente, pero la espada de Gedeón es «la espada de Jehová» (v. 20), y ahí reside su poder.
Gedeón aprende sobre sí mismo, pero Dios también le revela el estado moral del enemigo contra el que está llamado a luchar. Es un enemigo derrotado. «Dios», dice el madianita a su compañero, «ha entregado en sus manos a los madianitas con todo el campamento» (v. 14). Ojalá comprendamos mejor esta verdad en relación con nuestros 3 enemigos: la carne, el mundo y Satanás. La carne está crucificada, el mundo está vencido, Satanás está juzgado. Esto nos llena de valor en su presencia. Gedeón se da cuenta de todas estas cosas y se inclina.
3.6.4 - En qué consiste el testimonio (7:15-25)
El pasaje que acabamos de leer responde a esta pregunta: ¿En qué consiste el testimonio de Dios y qué hace en tiempos de ruina? Lleno de gozo y confianza, Gedeón regresó al campamento de Israel. «Levantaos», dijo, «porque Jehová ha entregado el campamento de Madián en vuestras manos». Luego, dividiendo a los 300 hombres en 3 grupos, puso «trompetas en sus manos, y cántaros vacíos con teas ardiendo dentro de los cántaros». Estos 3 objetos son los elementos del testimonio de Dios en la batalla contra Satanás y contra el mundo.
La función de las trompetas se describe detalladamente en el capítulo 10 de Números (v. 1-10). Eran la voz de Dios para comunicar sus pensamientos al pueblo en 4 ocasiones importantes: daban la señal para reunirse, la señal para salir de marcha, la señal para combatir y la señal para las fiestas solemnes o el culto. Lo que el sonido de las trompetas representaba para Israel en el pasado, lo encontramos hoy de una manera mucho más preciosa en la Palabra de Dios. Es a través de la Palabra que Dios nos habla; es la Palabra la que regula y dirige la reunión, la marcha, la lucha y el culto de los hijos de Dios. ¡Cuánto se olvidan hoy estas cosas! A la mayoría de los hijos de Dios les parece que todo el cristianismo consiste en llevar el Evangelio a los inconversos. Gedeón entendía el testimonio de la fe de otra manera. Comienza donde Dios comienza (Núm. 10). Tocó la trompeta, y los abiezeritas se reunieron tras él (6:34). Él es el portador de la voz de Dios para reunir a Israel, dispersado por su iniquidad. Hermanos y hermanas, ¿tenemos hoy en el corazón la reunión de los hijos de Dios? Tomemos la Palabra de Dios, hagamos oír su voz a los oídos de los santos que no están acostumbrados a oírla. Mostremos a los cristianos que su reunión es el objetivo de Dios, el objetivo de la cruz de Cristo, el objetivo de la actividad del Espíritu en este mundo. Enseñémosles que es el enemigo quien nos ha dispersado y que el gran obstáculo a su poder es la reunión de los hijos de Dios fuera del mundo, y tendremos el gozo de haber trabajado por lo que la Palabra llama «cuán bueno y cuán delicioso» (Sal. 133:1).
La trompeta también sonó para la marcha. Esto no puede tener otra regla que la Palabra de Dios. Las diferencias en el andar de los hijos de Dios tienen como única causa el abandono de esta regla. ¿Cómo no podríamos caminar “por el mismo camino” si todos nuestros corazones dependieran por igual de esta Palabra, regla infalible de cada uno de nuestros pasos?
La trompeta llamó a la batalla. Aquí llegamos a la escena de nuestro capítulo. El testimonio de Dios es inseparable de la batalla, pues consiste no solo en reunirse y marchar, sino en tomar abiertamente partido contra el mundo, enemigo de Dios. Tenemos que proclamar alto y claro que estamos en una lucha sin cuartel contra el mundo. La batalla tiene 2 objetivos: tomar posesión de nuestros privilegios –este es el tema del libro de Josué– y liberar al pueblo de Dios, esclavizado al enemigo por su infidelidad, como se prevé en el libro de los Jueces. En Josué, todo Israel debe subir a la conquista de Canaán; aquí, la lucha está reservada a un cierto número de testigos, campeones de Jehová para la liberación del pueblo cautivo.
La trompeta sonaba en las fiestas solemnes. Solo la Palabra de Dios define y regula el culto. Solo mencionamos este tema, que no procede tratar aquí.
Los cántaros vacíos son un segundo elemento del testimonio. Sin duda formaban parte de los recipientes que habían contenido la comida del pueblo (v. 8). Vacíos ahora, no tenían ningún valor, pero Gedeón, enseñado por Dios, supo utilizarlos para Su gloria. Un pasaje de la Palabra (2 Cor. 4:1-10) se refiere directamente a esta escena. El apóstol Pablo habla de la posición que adopta como testigo ante el mundo. Tiene que manifestar «la verdad», llevar «la iluminación del evangelio de la gloria de Cristo» ante los hombres, y luego añade (v. 7): «Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros». Un vaso de barro era la “carne mortal” del gran apóstol de los gentiles. Los cántaros vacíos representaban lo que Gedeón y sus guerreros eran en sí mismos. La lección que su líder acababa de aprender en el campamento de Madián, los 300 también tuvieron que aprenderla individualmente. Como la vasija de barro de Pablo, estos cántaros vacíos solo servían para ser rotos. Cuando Dios levanta un testimonio, solo se glorifica a sí mismo rompiendo instrumentos. Lleva su Evangelio a los gentiles a través de un Saulo que ya ha sido hecho polvo en el camino de Damasco, y glorifica la excelencia de su poder en un Pablo al que sigue disciplinando hasta el final: «Atribulados en todo, pero no angustiados; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos; llevando siempre en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús…».
Entonces, ¿cuál era el propósito de estos cántaros vacíos? Para contener las antorchas, el tercer y supremo elemento del testimonio de Dios; para llevar en ellas este tesoro, la luz divina, a fin de que, como dice el apóstol, «para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor. 4:10). Si las trompetas representan la Palabra de Dios como testimonio, y los cántaros nos representan a nosotros, ¿qué son las antorchas sino la vida de Jesús, la luz de Cristo? Los 2 primeros elementos solo sirven para producir el tercero en medio de las tinieblas. Los hombres de Gedeón tocaron las trompetas y rompieron los cántaros (7:19), y la luz brilló a su alrededor. Y lo mismo sucede con los testigos de hoy: «Porque nosotros, los que vivimos, siempre somos entregados a la muerte por causa de Jesús»; es Dios mismo quien se encarga de romper los cántaros, «para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2 Cor. 4:11). No dice: la vida de Cristo, sino la de Jesús, la vida de este hombre que pasó por el mundo en santidad. Estamos llamados a representar aquí en la tierra al hombre Jesús, tal como vivió en ella, y en esto consiste nuestro testimonio.
No hay un solo cristiano en este mundo que no pueda dar estos 3 elementos del testimonio de Dios. ¿Por qué entonces hay tan pocos de ellos? Es porque no hacen con estos elementos lo que Dios quiere que hagan. Hay que tocar la trompeta, romper los cántaros, no poner la lámpara debajo del celemín. ¿Estamos a gusto aquí abajo, tenemos lo que necesitamos en este mundo, somos amados y respetados por los hombres, nunca hemos tenido una de las experiencias del apóstol, tribulaciones, perplejidades, persecuciones, abatimiento? Si es así, somos miserables, porque no tenemos nada. Dios no nos ha considerado dignos de llevar unos rayos de la luz de Cristo ante el mundo. ¡Bienaventurados los quebrantados! «Bienaventurados… bienaventurados», dijo el Señor, y añadió: «Alegraos y llenaos de júbilo, porque grande es vuestra recompensa en los cielos» (Mat. 5:12).
Los 300, cada uno de pie en su lugar asignado alrededor del campamento, gritaron: «¡La espada de Jehová y de Gedeón!». ¡El mundo está derrotado por este simple grito! Que la espada de 2 filos del Señor sea su arma: todo el poder de Satanás y del mundo será impotente contra ustedes. Ocupados en su gloriosa tarea, ni Gedeón ni sus compañeros corrieron peligro alguno de ir a sentarse bajo las tiendas de Madián, que el juicio de Dios derribaría, pues encontraron su seguridad y su fuerza, a pesar de sus cántaros rotos, en las brillantes trompetas de Israel y en las resplandecientes antorchas de Dios.
Un hecho alentador es que el testimonio engendra testimonio. Los 300 sirven para reunir al pueblo. Los hombres de Israel se reunieron y persiguieron a Madián (v. 23), y todos los hombres de Efraín se reunieron (v. 24) y compartieron la persecución y el saqueo del enemigo. Veremos este resultado, si somos fieles. Seamos testigos de Cristo, y despertaremos el celo de los que le pertenecen. Que amanezca pronto la hora en que Jesús, cuando venga, encuentre no a unos centenares, sino a todo un pueblo de testigos que han luchado, se han mantenido firmes y han vencido por Él.
3.6.5 - Las dificultades y los escollos en el servicio (8:1-23)
Mientras caminemos con Dios y demos su testimonio, podemos estar seguros de encontrar todo tipo de dificultades en el camino. En el capítulo anterior, Gedeón y sus 300 compañeros se encontraron con algunas de ellas. Su lucha no estuvo exenta de sufrimiento. Tuvieron que renunciar a sus gozos y comodidades, y disfrutar de los refrigerios del camino solo lo necesario para alcanzar su meta. El capítulo 8 nos da otros ejemplos de su sufrimiento. Los hombres de Efraín disputaron con Gedeón. En tiempos de Débora, habían ocupado una posición de honor (v. 14), pero desde entonces habían decaído y Gedeón, el jefe de Dios, no los había llamado; habían caído a un segundo plano. Esta distinción les hizo sentir celos de lo que Jehová había confiado a sus compañeros, celosos de la energía de la fe y de sus resultados en los demás. «Qué es esto que has hecho con nosotros» (v. 1). Efraín, preocupado por su propia importancia, piensa en sí mismo en lugar de pensar en Dios. Esta es la fuente de muchas disputas entre hermanos, luchas 1.000 veces más dolorosas y delicadas que nuestras batallas contra el mundo. Es precioso ver al hombre de Dios atravesar esta dificultad en el poder del Espíritu. El libro de los Jueces nos da 3 ejemplos de disputas semejantes, el caso de Gedeón, el de Jefté y el de las 11 tribus contra Benjamín. En estos casos, se evitó el mal y se evitó la ruptura.
Más tarde, no fue así. Cuando surgen disputas entre cristianos, ¿qué podemos hacer? Permanecer perfectamente humildes. Gedeón había aprendido esto en la escuela de Dios, en los capítulos anteriores, por lo que no le resulta difícil darse cuenta aquí. Dios le había hecho comprender que su valor y su fuerza no le pertenecían solo a él, y que en sí misma la espada de Gedeón no era más valiosa que un pan de cebada. Así que, en presencia de Efraín, el siervo de Jehová empleado para esta gran liberación, tuvo cuidado de no hablar de sí mismo. Se centra en lo que Dios ha hecho de la mano de sus hermanos. «¿Qué he hecho yo ahora comparado con vosotros? ¿No es el rebusco de Efraín mejor que la vendimia de Abiezer?». Se atribuye a sí mismo el último lugar y reconoce la actividad para Dios con que se habían honrado a pesar de todo. Una gran dificultad se ve aliviada por la humildad del siervo de Dios. Hagamos nosotros lo mismo. Cuando hablemos de nuestros hermanos, enumeremos, no sus defectos, sino las cosas que Dios ha producido en ellos. ¿Acaso no puedo admirar a Cristo en mi hermano, cuando veo que Dios lucha con él para quebrantarlo y sacar a relucir el carácter del Señor a toda costa? Nada alivia más la contienda que ver a Cristo en los demás; es el producto del estado normal de los hijos de Dios.
Gedeón y sus compañeros encontraron una segunda dificultad, aún más amarga que estas disputas. Iban «cansados, pero siempre persiguiendo», experimentando en sus cuerpos esa destrucción diaria que corresponde a los creyentes en su testimonio, pero persiguiendo a toda costa alcanzar la meta (2 Cor. 4:16; Fil. 3:12). Llegaron a Sucot, ciudad de Israel que pertenecía a la tribu de Gad. Sucot los rechazó, negándose incluso a darles pan. Así que había toda una ciudad en medio del pueblo de Dios que, llevando el nombre de Israel, había roto toda solidaridad con los testigos del Señor. «¿Están ya Zeba y Zalmuna en tu mano», replicaron: «para que demos pan a tu ejército?». Confiaban en el enemigo y no querían comprometerse poniéndose del lado de Israel. Hoy, hay muchos que llevan el nombre de Cristo, pero buscan la alianza y la amistad del mundo, que, por miedo a comprometerse, hacen causa común con nuestros enemigos, y prefieren poner obstáculos en el camino de los creyentes para impedirles vencer. Que no nos sorprenda esto; que la justa indignación no nos detenga en nuestro camino para castigar a este espíritu. Nuestro corazón, como el de Gedeón, debe estar totalmente entregado a la batalla. El hombre de Dios prosigue su marcha; la infamia de Peniel no lo detiene más que la infamia de Sucot. Todo tiene su tiempo para el testigo de Dios. Satanás trata de mezclarlas para crearnos obstáculos. Zeba y Zalmuna no deben escapársenos; el juicio de las ciudades rebeldes se llevará a cabo más tarde. A su regreso, el hombre de Dios ejerce la disciplina en la asamblea de Israel y “extirpa a los malvados”, pues sería deshonroso para Dios tolerar el mal en la Asamblea.
¿He notado suficientemente, en toda esta historia, la alianza en Gedeón de estos 2 caracteres, la humildad y la energía de la fe? La energía para reunir y purificar al pueblo, para luchar y perseguir al enemigo, la humildad que nos quita toda confianza en nosotros mismos y nos hace buscar todas nuestras fuerzas en Jehová. Y, sin embargo, es en el lado donde parecía tener la menor necesidad de vigilancia que el enemigo le tenderá una trampa y finalmente provocará la ruina moral del hombre eminente que dirigió a Israel.
Los reyes derrotados no ahorran a Gedeón sus palabras de elogio (v. 18-21), que son tanto más peligrosas cuanto que no parecen tener ningún motivo interesado. Él les pregunta: «¿Qué aspecto tenían aquellos hombres que matasteis en Tabor? Y ellos respondieron: Como tú, así eran ellos; cada uno parecía hijo de rey».
Guardémonos de los halagos del mundo. El simple sentido común cristiano debería decirnos que el mundo nos adula para debilitarnos y quitarnos las armas con las que luchamos contra él. No vemos que esta palabra apartara a Gedeón del camino de Dios, pero me parece que perdió la noción real del poder de su adversario, y lo despreció en vez de temerlo. No así Josué, cuando tomó prisioneros a los 5 reyes (Jos. 10:22-27). Lejos de disminuir la fuerza del enemigo a los ojos de los hombres de Israel, les dijo: «Acercaos, y poned vuestros pies sobre los cuellos de estos reyes», y luego añadió: «No temáis, ni os atemoricéis; sed fuertes y valientes», tan consciente era tanto del poder del mundo como de la fuerza de Jehová. 2 cosas nos convienen cuando nos enfrentamos al enemigo: el temor y el temblor respecto a nosotros mismos; la perfecta seguridad respecto a Dios, excluyendo todo temor, porque sabemos que Satanás y el mundo son enemigos vencidos. Gedeón se da cuenta de estas cosas imperfectamente. Confió a su hijo Jeter la tarea de matar a estos 2 reyes. «Pero el joven no desenvainó su espada, porque tenía temor». En el capítulo 7, Jehová había eliminado a los que tenían miedo y los había apartado de la batalla; aquí, Gedeón, al confiar a un niño la destrucción de un enemigo al que despreciaba, no está en comunión con los caminos divinos. Dios no llama a los hijos de la fe a actos públicos de esplendor; un niño va a la escuela, no a la guerra.
Entonces estos reyes le dijeron: «Levántate tú, y mátanos; porque como es el varón, tal es su valentía». Esta era otra adulación contra la que Gedeón debería haber protestado, pues había aprendido una lección muy diferente en la escuela de Dios. Su fuerza era exactamente lo contrario de lo que era el hombre. ¿Acaso no lo sabía, cuando el ángel de Jehová le dijo?: «Ve con esta tu fuerza», a él, el más pequeño de la casa paterna. ¿No se dio cuenta en la noche solemne en que Dios le reveló que un pan de cebada derribaría todas las tiendas de Madián? En tiempos mejores, Gedeón no habría aceptado este halago, ni habría permitido que su adversario plantara en su corazón una semilla de confianza en sí mismo.
Pero aquí cae en una nueva trampa (v. 22-23). Ya no es la adulación del mundo, sino la adulación del pueblo de Dios. Los hombres de Israel dijeron a Gedeón: «Sé nuestro señor, tú, y tu hijo, y tu nieto; pues que nos has librado de mano de Madián». Pusieron a su conductor en el lugar de Jehová y le ofrecieron el cetro: «Sé nuestro señor». Nadie es más rápido en establecer el clero que el pueblo de Dios. Esto no es solo la plaga del cristianismo, es también la tendencia innata en el corazón natural de los creyentes. El efecto feliz de un ministerio nos lleva a convertir al “siervo” en “ministro” en el sentido humano, perdiendo así de vista a Dios. Gracias a Dios, la fe de Gedeón escapa a este peligro. Dice resueltamente: «No seré señor sobre vosotros, ni mi hijo os señoreará: Jehová señoreará sobre vosotros». El objetivo de su ministerio es que Dios tenga la preeminencia y no pierda nada de su autoridad sobre su pueblo.
3.6.6 - El efod de Gedeón (8:24-35)
Hasta ahora, Gedeón había sido guardado maravillosamente en medio de peligros y trampas. Su corazón sigue lleno de buenas intenciones, pero un veneno muy sutil ha hecho allí un daño secreto, y estamos presenciando la ruina de la carrera del juez, como antes presenciamos la ruina del pueblo.
Y Gedeón les dijo: «Quiero haceros una petición; que cada uno me dé los zarcillos de su botín», petición que el pueblo accedió gustoso. Gedeón no codicia estas cosas como Acán, cuando trajo el juicio sobre Israel. Su corazón es noble y desinteresado. Quiere dar un buen uso a este oro. Aarón había exigido una vez del pueblo sus ornamentos para hacer el becerro de oro. Jerobaal, que había derrocado a los ídolos, no tenía intención de restaurarlos, pero, movido por el sentimiento de su propia importancia, quiso erigir un monumento conmemorativo de su victoria en Ofra, su ciudad natal. Este monumento debía ser un efod, un objeto de orden divino. El efod era una de las vestiduras que llevaba el sacerdote cuando representaba al pueblo ante Dios. Un objeto ciertamente magnífico, pero de ningún valor a los ojos de Jehová sin el sumo sacerdote que lo llevaba. Desgraciadamente, todo Israel vio en el efod un medio de acercarse a Dios y acudió a adorarlo. El propio Gedeón y su familia cayeron en la trampa.
La cristiandad no es ajena al efod. Hay muchas cosas de orden divino que separan de Cristo, y por las cuales se cree que acercan a Dios. La Iglesia, el ministerio, el bautismo, la Cena e incluso la oración, separados de su fuente, se convierten en efod ante los que el pueblo se postra. La forma ocupa el lugar de Dios y las almas vuelven a caer por ello en la idolatría. ¿Acaso no se hace de Cristo en la cruz un ídolo? La serpiente de bronce se había conservado y el pueblo había hecho de ella un falso dios. Como el fiel Ezequías, el verdadero testigo de hoy no puede soportar esto. El rey rompió el ídolo y lo llamó Nehustán, que significa «pedazo de bronce» (2 Reyes 18:4).
¡Qué hecho humillante que los jefes del pueblo sean los instrumentos para reconducirlo a la idolatría! A menudo, después de un comienzo feliz, el corazón, dejándose ganar por los halagos del mundo, siente el deseo de desempeñar un papel en él y ser reconocido por este. Se construye un monumento que solo añade material a la ruina. Hacen de Ofra el centro del pueblo, porque allí se encuentra, y del efod el centro de Ofra, desplazando así al santuario divino de Silo, verdadero centro de reunión de Israel. Gedeón no era un hombre orgulloso, pero su corazón engañado ya no era honesto ante Dios. Vivía en su casa (v. 29), descansando de sus gloriosos trabajos. Lo rodea una gran familia, pero engendra una serpiente que provocará la ruina final de su raza. Apenas cerró los ojos, Israel volvió a la verdadera idolatría y estableció a Baal-berit como su dios (v. 33), convirtiendo al mismo diablo en cabeza y “señor de la alianza”.
Pero hay algo consolador en medio de la ruina, y el capítulo 9 lo demostrará: Dios nunca se queda sin testimonio aquí abajo. Seamos, pues, sus testigos, recordando las palabras de Gedeón al pueblo: «Jehová señoreará sobre vosotros».
3.7 - Abimelec, o la usurpación de la autoridad (capítulo 9)
Este capítulo nos adentra en una fase de decadencia tan triste que parece, a primera vista, no contener ni siquiera un lugar de refugio para la fe. En el capítulo 8, vimos la asamblea de Israel, deseosa de conferir autoridad a su líder; aquí, un lobo usurpa el lugar del Pastor y se apodera del rebaño para devorarlo.
Es la autoridad arbitraria del esclavo malvado que, en ausencia del amo, comienza a golpear a los que son esclavos con él, y que come y bebe con los borrachos (Mat. 24:48-49). Esto nos recuerda, en una palabra, el principio del clero en la Casa de Dios y sus desastrosas invasiones. El desdichado Abimelec no es juez; busca una posición aún más elevada: se proclama rey (v. 6) y toma, en medio del pueblo, el título de gobernador de las naciones. Al erigirse abiertamente en gobernante (v. 2), actúa en contraste con un juez elevado por Dios (comp. 8:3). Para usurpar esta posición, utiliza medios puramente humanos. A través de los hermanos de su madre, la concubina de Gedeón sedujo a los hombres de Siquem en nombre de la fraternidad. Depositan su confianza en este traidor; su estado moral es tan bajo que olvidan incluso el vínculo que les une a todo Israel y dicen de Abimelec: «Nuestro hermano es». Para ellos, la fraternidad ha perdido su verdadero significado y no es más que un nombre para caracterizar a un partido.
La influencia de este hombre se apoya en el tesoro extraído de la casa de los falsos dioses. El usurpador apela a la bolsa del pueblo y no desprecia el origen impuro de sus bienes. Este dinero se utiliza para realizar la obra del diablo. El tesoro de Baal ha sustituido a la fuerza de Jehová y proporciona al usurpador los medios para perseguir y cortar la posteridad de la fe, la familia de Dios (v. 5). Solo uno, Jotam, el más joven de todos los hijos de Gedeón, un pobre hombre, sin importancia, escapa y consigue esconderse.
Abimelec consigue su causa; el espíritu maligno triunfa, pero nunca será un espíritu de paz entre los hombres. Luchas internas, perfidia, luchas por la influencia, cosechas que producen la alegría de la embriaguez, embriaguez que profiere maldiciones, la ambición de Gaal, los consejos de Ebed, la astucia de Zebul, la violencia de Abimelec; esto es lo que se agita en el campamento de Israel, cuando el testimonio de Dios lo ha abandonado. Era una escena de duelo, derramamiento de sangre y odio. Pero Jehová, en su gracia, arroja un rayo de luz en medio de esta oscuridad. No se queda sin testimonio; podemos repetirlo con confianza cuando atravesamos tiempos difíciles. Y cuando, como aquí, solo quede un testigo de Dios en este mundo, seamos ese único testigo, este despreciado Jotam, el último de todos, pero que se mantiene firme por Dios. Preservado por la bondad providencial de Jehová, «se puso en la cumbre del monte de Gerizim» (v. 7). Moisés había ordenado una vez que 6 tribus se pusieran sobre el monte Ebal para maldecir, y 6 sobre Gerizim para bendecir. Josué, cuando el pueblo había entrado en Canaán, había recordado esta orden, pero desde entonces Israel había elegido moralmente Ebal, el lugar de la maldición. Jotam ha elegido Gerizim, el lugar de la bendición, y se encuentra allí solo. Como testigo de Dios ante todo un pueblo, alza la voz, pronuncia su alegoría a sus oídos y proclama la bendición de la fe y las consecuencias de la infidelidad del pueblo. Jotam es, en su persona, el representante de las bendiciones del verdadero Israel de Dios, él, débil y perseguido, pero que pudo gozar del favor de Dios y dar testimonio de él, fructificando para su gloria.
En su relato, 3 árboles se niegan a desvivirse por los demás. Representan, según la Palabra, los diversos caracteres de Israel bajo la bendición de Jehová. El olivo dice: «¿He de dejar mi aceite, con el cual en mí se honra a Dios y a los hombres, para ir a ser grande sobre los árboles?» (v. 9). El aceite corresponde a la unción y al poder del Espíritu Santo por el que Dios y los hombres son honrados. El Israel de Dios solo pudo alcanzar este poder espiritual separándose por completo de las naciones y de sus principios. Estas últimas erigieron reyes sobre ellos (1 Sam. 8:5), mientras que Jehová era el único gobernante sobre el pueblo fiel. La higuera dijo: «¿He de dejar mi dulzura y mi buen fruto, para ir a ser grande sobre los árboles?» (v. 11), pues Israel solo podía dar fruto en la separación de las naciones. La vid dice: «¿He de dejar mi mosto, que alegra a Dios y a los hombres, para ir a ser grande sobre los árboles?» (v. 13). El mosto es el gozo que se encuentra en la comunión mutua de los hombres con Dios.
Este goce, el más alto que se podía desear, se perdió para Israel cuando se adaptó al espíritu y a las costumbres de las naciones.
¡Qué lección para nosotros, cristianos! Para la Iglesia, el mundo es como las naciones de antaño. Si obedecemos a sus llamados, renunciamos a nuestro aceite, a nuestro fruto, a nuestro mosto, es decir, a nuestra fuerza espiritual, a las obras que Dios nos tiene preparadas y al gozo de la comunión. Oh, que respondamos a todas las invitaciones del mundo: ¿Dejaré lo que me hace feliz y fuerte por una agitación infructuosa, o por satisfacer las codicias y ambiciones del corazón de los hombres? Como su padre Gedeón (8:23), Jotam aprecia estos tesoros del Israel de Dios y se aparta en Gerizim. Mantiene su bendita posición; en presencia de todo ese pueblo apóstata, él es el verdadero, el último vástago de la fe, el único testigo de Dios. ¡Qué honor para el joven y débil hijo de Jerobaal! Rechazado por todos, su destino es el único digno de envidia, pues solo él glorifica a Dios en este triste mundo. Seamos como él, separados del mal. Saborearemos todos los productos de los árboles de Dios. El que ha disfrutado de estas cosas grita: ¿Debo dejarlas?
Llega el momento en que Jotam, habiendo mostrado al pueblo su locura y predicho su juicio, escapa y huye (v. 21). Abandona la asamblea de Israel y la abandona al castigo que ya está a las puertas. Jotam se fue a Beer y vivió allí. Este es el pozo sobre el que el Señor dijo a Moisés: «Reúne al pueblo, y les daré agua», y que fue celebrado en el canto de Israel (Núm. 21:16-18). Así, en medio de un cristianismo ya maduro para el juicio, los testigos fieles se retiran a Beer, lugar de verdadera reunión y manantial de agua viva, lugar de himnos y alabanzas.
3.8 - Tola y Jair (10:1-5)
El comienzo de este capítulo nos ofrece una breve historia de 2 jueces de Israel, Tola y Jair. Ambos eran hombres eminentes. El primero por su raza, pues el Génesis menciona a sus antepasados entre los hijos de Israel que descendieron a Egipto, y nombra a Tola y Fúa entre los hijos de Isacar (comp. 1 Crón. 7:1). Este último brilló por su riqueza, el número de sus hijos, su prosperidad (comp. 5:10) y sus ciudades. Pero, llamativamente, no se añade nada más. Su reinado es de una duración inusual; Dios se sirve de ellos, incluso llama a Tola salvador de Israel, pero no se glorifica a sí mismo a través de ellos de ninguna manera especial. Esto nos recuerda un pasaje de 1 Corintios 1: «Ni muchos poderosos, ni muchos nobles… Pero lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y Dios escogió lo vil del mundo, y lo despreciado, lo que no es, para anular lo que es; para que ninguna carne se gloríe ante Dios» (v. 26-29). Dios prefiere utilizar vasos débiles, y por eso tantos jueces llevan, de un modo u otro, el sello de la debilidad. Por otra parte, el objetivo de los instrumentos de Dios es presentar el carácter de Cristo. Un hombre poderoso, noble o rico, difícilmente puede reproducir los rasgos de Aquel que fue débil, humillado y pobre en la tierra, para traernos la gracia de Dios. No fueron ni los Tola ni los Jair, estos jueces que les precedieron, ejemplos de humildad y olvido de sí mismos, valorando a los demás por encima de sí mismos, ellos que, sin tener nada que perder, mostraron una energía espiritual que nada podía detener, y cuya debilidad obtuvo la victoria.
3.9 - El nuevo despertar de Israel (10:6-18)
Los tiempos pacíficos de Tola y Jair no impidieron que el pueblo se quedara cada vez más rezagado. La decadencia creció y el mal se acentuó. «Los hijos de Israel volvieron a hacer lo malo ante los ojos de Jehová, y sirvieron a los baales y a Astarot, a los dioses de Siria, a los dioses de Sidón, a los dioses de Moab, a los dioses de los hijos de Amón y a los dioses de los filisteos; y dejaron a Jehová, y no le sirvieron» (v. 6). Nunca se habían reunido en Israel tantos dioses falsos. La idolatría más completa caracterizaba al pueblo. Amón se levanta como vara de Jehová y aplasta Galaad durante 18 años. El enemigo cruzó el Jordán para hacer lo mismo con Judá y Benjamín. Entonces, bajo la presión de las circunstancias, la gracia obró en la conciencia del pueblo. Hecho notable, a medida que la apostasía llegaba a su etapa final, los despertares se profundizaron en las conciencias de la gente. No digo abriéndose. Recordemos el himno de Débora, que pone de manifiesto todos los privilegios del pueblo de Dios. Pero en aquella época Israel sentía poca responsabilidad, la conciencia del pueblo estaba menos afectada, el auto-juicio menos marcado. Aquí, por primera vez, encontramos la luz divina penetrando en la conciencia del pueblo, llevándolo a juzgarse profundamente (comp. 6:7-10). «Hemos pecado contra ti», dicen, «porque hemos dejado a nuestro Dios, y servido a los baales» (v. 10). Entonces Dios les recuerda sus gracias y sus liberaciones de antaño, y de la mano de cuántas naciones los había salvado, luego añade: «Mas vosotros me habéis dejado, y habéis servido a dioses ajenos». Les clava como una flecha en la conciencia la palabra que su angustia les había hecho pronunciar, y termina con estas palabras: «Por tanto, yo no os libraré más» (v. 13). Israel no puede ser restaurado en su totalidad. Esta es también la historia de la Iglesia.
Al oír estas palabras, los hijos de Israel dieron un paso más en el camino de salvación al que les conducía el Espíritu de Dios. «Hemos pecado; haz tú con nosotros como bien te parezca». Confesando su pecado, condenándose a sí mismos y reconociendo la justicia del juicio de Dios, añaden: «Te rogamos que nos libres en este día» (v. 15). Apelan a la gracia. ¿Hará oídos sordos a su clamor? Imposible. El arrepentimiento los lleva a conocer a Jehová mejor de lo que nunca le habían conocido.
Esta restauración no sería real si no diera fruto. «Y quitaron de entre sí los dioses ajenos, y sirvieron a Jehová» (v. 16); volviéndose de los ídolos a Dios, sirvieron al Dios vivo y verdadero. Entonces Jehová les abrió los tesoros de piedad de su corazón.
Quiera Dios que en estos tristes días este sea el carácter del avivamiento. Es bueno que las almas conozcan sus privilegios y su posición celestial, pero es necesario que un profundo trabajo de conciencia acompañe al despertar, para que los cristianos den frutos de verdadera santidad, de humilde devoción, de consagración completa y tranquila, que no se proponga hablar de sí misma, sino que abandone sus ídolos para servir al Señor.
Por muy bendito que sea este día de despertar, hay algo que falta profundamente: el conocimiento de las verdades fundamentales que Dios había confiado a su pueblo. «Y los príncipes y el pueblo de Galaad dijeron el uno al otro: ¿Quién comenzará la batalla contra los hijos de Amón? Será caudillo sobre todos los que habitan en Galaad» (v. 18). No hay sentido de la unidad del pueblo; Galaad se mantiene aparte. La autoridad y la guía del Espíritu de Dios son poco conocidas, pues dicen: «¿Quién comenzará…?». Solo tienen que dar un paso para elegirlo ellos mismos; este paso lo dan en los versículos 4 al 11 del capítulo siguiente. No es que Jefté no haya sido suscitado por Dios, sino que Galaad interviene en esta elección. ¡Cuán lejos está de allí el llamado de Gedeón, y cuán tristemente esta interferencia del hombre es característica de los últimos días de decadencia!
3.10 - Jefté y su hija (capítulo 11)
Los versículos 1 al 11 presentan al liberador. Lleva la marca de esa enfermedad tan a menudo vista en el curso de este libro. Jefté el Galaadita era «esforzado y valeroso», pero de origen impuro, hijo de una prostituta, que tenía motivos para sonrojarse cuando pensaba en su madre. Sin embargo, Dios se sirvió de él, y a través de él nos mostró algunas de las características de Cristo. Recordemos que la historia de los creyentes solo tiene valor si reproduce algún que otro rasgo de la imagen del Salvador. La historia de Jefté nos avergüenza y nos ofrece poca edificación si no buscamos en ella lo que manifiesta el carácter de Dios. La Palabra que nos muestra, por un lado, al hombre natural, totalmente alejado de Dios, nos describe también todas las debilidades y miserias de hombres de fe como Jefté; pero Dios nos da más que eso en su historia, nos presenta a Cristo. Eso es lo que los hace tan interesantes para nosotros. Es fácil para nosotros ver los defectos de nuestros hermanos y hermanas, pero debería interesarnos más el modo en que Dios los moldea y les da forma para que, a pesar de todo, se conviertan en testigos de Cristo.
Jefté, cuyo origen es en cierto modo análogo al de Abimelec, contrasta fuertemente con este hombre impío. Desde el principio, Abimelec trató de encumbrarse y usurpó el lugar de la familia legítima de Gedeón. Jefté, el mayor de la familia, sin tener en cuenta su origen, es rechazado por sus hermanos: «No heredarás en la casa de nuestro padre, porque eres hijo de otra mujer» (v. 2). ¿No nos recuerda esto las palabras: «No queremos que este reine sobre nosotros»? (Lucas 19:14). «Huyó, pues, Jefté de sus hermanos, y habitó en tierra de Tob» (v. 3). Jefté se dejó despojar, se rebajó en vez de plantar cara a los malvados, renunció a todos sus derechos y se marchó a un país extranjero. Pero Dios sabe encontrarlo y traerlo de nuevo a la escena. Llega el momento en que los que habían expulsado a su liberador se ven obligados a arrojarse a sus pies en señal de súplica. «¿No me aborrecisteis vosotros, –dice Jefté a los ancianos de Galaad– y me echasteis de la casa de mi padre?» (v. 7). Este mismo salvador a quien han despreciado, se ven obligados, como los antiguos hermanos de José, a reconocerlo en la tierra lejana y, apelando a él en su angustia, le piden que se convierta en su líder. Jefté no aceptó este título hasta después de la victoria (v. 9). Lo mismo sucederá con Cristo, reconocido públicamente como jefe de Israel por su triunfo sobre los enemigos. Es hermoso ver en este hombre, despreciado por el mundo pero que soporta su desprecio, esta débil imagen del Mesías, pues podemos decir que fue representando a Cristo como se le consideró digno de dirigir al pueblo de Dios.
Los hijos de Amón eran los enemigos acérrimos de Israel en aquella época. Los peores adversarios del pueblo de Dios descienden siempre de creyentes según la carne. Madián, contra quien luchó Gedeón, procedía de Ismael, la simiente de Abraham según la carne; Moab y los hijos de Amón procedían de Lot; Edom era el hijo carnal de Isaac. Hay otros, sin duda, como Jabín bajo Barac, y los filisteos bajo Sansón, pero decimos que nuestros enemigos más encarnizados proceden de nuestros defectos o de nuestra carne. Lo que más se opone al testimonio y a la vida espiritual de la Iglesia es el amargo producto de su infidelidad, que reivindica el nombre de Cristo, pero cuya existencia idólatra, ajena a la vida divina, cuya enemistad y artimañas, seguirán siendo hasta el fin la humillación, el castigo y la trampa del pueblo de Dios.
Los hijos de Amón, aprovechando el estado de humillación de Israel para sublevarse contra él, trataron de privarlo del territorio que le pertenecía, de sus privilegios, y apropiárselos. ¿En qué se había beneficiado el pueblo al arrodillarse ante los ídolos de Amón? Habían caído bajo el juicio de Dios y en manos de los enemigos de Jehová. Si ocupamos nuestro lugar con el mundo, este nos despoja, nos hace perder la realidad de nuestros privilegios y se apodera de ellos. El resultado es una terrible confusión. El mundo nos dice entonces: Tengo tantos derechos, soy tan buen cristiano como tú, porque muestras la misma actividad que yo en las cosas de esta tierra. «Israel tomó mi tierra… Ahora, pues, devuélvela en paz» (v. 13). Esta es la consecuencia de nuestra propia infidelidad.
En estas circunstancias, un despertar produce efectos notables. Jefté no niega el estado de degradación del pueblo, sino que, dirigiéndose a los hijos de Amón, se remonta al origen de las bendiciones de Israel (v. 15-27). Lejos de acomodarse a esta situación, aceptando el yugo de Amón que había lastrado al pueblo durante 18 años, se basa en las bendiciones originales de Israel, en el día en que salieron de Egipto para entrar en Canaán. Mantiene las bendiciones sobre las que se estableció el pueblo. Caminaremos, dice, según los principios que Dios nos dio al principio y que siguen siendo nuestros para siempre. Ve al pueblo, la familia de Dios, tal como Dios lo reconoció al principio, y dice: Nuestra batalla no es contra los hijos de Amón, sino contra los amorreos. Lo mismo sucede con la Iglesia. Su lucha es contra los poderes espirituales en los lugares celestiales (Efe. 6), como la lucha de Israel contra los cananeos. No luchamos con las mezclas religiosas que han salido de la carne, excepto para no reconocerlas ni como amigas ni como enemigas, y para luchar contra ellas solo si nos obligan a hacerlo. Nuestras palabras deben ser las de Jefté: Guardaremos la tierra que Jehová nos ha dado (v. 24).
Cuando Jefté habló así, una nueva bendición le fue otorgada: «El Espíritu de Jehová vino sobre él» (v. 29). El poder de Dios estaba en el camino que siguió. No conformarse con la ruina, como si Dios pudiera aceptarla, y actuar según los principios que Dios nos confió al principio, ese es el camino del poder, aunque nos reduzcamos a 2 o 3 reunidos a su nombre.
«El Espíritu de Jehová vino sobre Jefté». Pero, como nos sucede a menudo, también la carne se manifestó en él. No se contentó con la gracia y el poder divinos. Ignorante del verdadero carácter de Dios, «hizo voto a Jehová» (v. 30), hace un arreglo con Dios sobre la base de un acuerdo mutuo, y se obliga ante él sobre un principio de Ley, cayendo de nuevo en el pecado de Israel en el desierto del Sinaí: «Si entregares a los amonitas en mis manos, cualquiera que saliere de las puertas de mi casa a recibirme, cuando regrese victorioso de los amonitas, será de Jehová, y lo ofreceré en holocausto» (v. 30-31).
Dios, dejando a Jefté con las responsabilidades y las consecuencias de su voto, no protesta ni entra en este acuerdo. El cielo parecía cerrado a la voz del líder de Israel. Sin embargo, el Espíritu de Jehová le da la victoria.
Cuando Jefté regresó a su casa de Mizpa, su hija salió a recibirlo con panderetas y danzas. «Ella era sola» (v. 34). Estas palabras nos recuerdan más de un pasaje de la Escritura. Dios dijo a Abraham: «Toma ahora tu hijo, tu único hijo, Isaac, a quien amas» (Gén. 22:2). Pero Abraham sacrificó a su hijo «por fe», por orden de Dios; Jefté ofreció a su hija por un acto voluntario, que no fue más que una falta de fe. La palabra «tu único» no recuerda a alguien más grande que Isaac. Como Jefté en sus primeros días, su hija reproduce aquí de manera conmovedora algunos de los rasgos del carácter de Cristo. Donde falta fe en el padre, brilla en su pobre hija. La vemos a ella, esta hija solitaria y única, condenada de antemano al sacrificio por un voto temerario (Cristo lo fue, por el contrario, por el consejo definitivo y la presciencia de Dios), la vemos someterse en lugar de rebelarse y culpar a su padre. «Padre mío», dice, «si le has dado palabra a Jehová, haz de mí conforme a lo que prometiste, ya que Jehová ha hecho venganza en tus enemigos los hijos de Amón» (v. 36). Se somete por amor a Jehová, pálido reflejo, sin duda, de Aquel que dice: «He aquí que vengo para hacer tu voluntad, oh Dios» (Hebr. 10:9). Considera su vida como nada, en vista de la victoria: «Ya que Jehová ha hecho venganza en tus enemigos», y consiente en ser sacrificada por ella.
Ningún pensamiento de sí misma la detiene. ¡Qué fe abnegada, mirando solo a Dios! Ella seguía sufriendo por algo que era muy cruel para todas las mujeres creyentes de Israel. Su deseo era ser madres de una posteridad que pudiera entrar en el linaje del Mesías. Pero esta hija única aceptó ser apartada de la escena, como una mujer estéril. «Déjame… descienda por los montes, y llore mi virginidad, yo y mis compañeras» (v. 37). Por hermosa que sea esta entrega, ¡cuánto mayor es la del Señor Jesús! Por la salvación, él, a quien todo pertenecía, consintió en ser quitado, «no teniendo nada» (2 Cor. 6:10). Renunciando a todas sus prerrogativas de Mesías, a todos sus derechos de Hijo de Dios e Hijo del hombre, renunció a su posteridad para obtener una victoria mayor que solo él podía ganar. Renunció a su vida, pero “se le verá descendencia”: «Pondré su descendencia para siempre» (Sal. 89:29).
En verdad, esta hija de Israel reproduce, aunque tenuemente, algo de la perfección de la persona de Cristo. Brilla su fe sencilla y se somete a la voluntad de Dios. Acepta ser ofrecida en holocausto, como Aquel que fue sacrificado más tarde, no como ella, para confirmar la victoria, sino para obtener una liberación mejor. Sigamos el ejemplo de la hija de Jefté; aprendamos a olvidarnos de nosotros mismos, ofreciéndonos a Aquel que fue sacrificado por nosotros, para morir «en la fe… no habiendo obtenido las promesas» (Hebr. 11:13), sin obtener ningún resultado aparente de nuestra obra, sino satisfechos de haber sido la carta de Cristo en medio de los hombres, y sus representantes, para gloria suya y honor de Dios.
3.11 - La lucha entre hermanos (12:1-6)
El capítulo 12 describe uno de los síntomas más graves de la ruina: la lucha y la guerra abierta entre hermanos. En el pasado, cuando el pueblo no había abandonado su primer amor, o cuando su líder mostraba más poder espiritual, esta calamidad podría haberse evitado. El objetivo constante de Satanás es desunir a los hijos de Dios. Sabe que nuestra fuerza reside en reunirnos en torno a un centro común, e incapaz de destruir esta unidad esencial que Dios ha establecido, trata de destruir su manifestación, confiada a nuestra responsabilidad. Como sabemos, ha logrado perfectamente su plan. El lobo roba y dispersa a las ovejas.
En el libro de Josué, caracterizado por el poder del Espíritu Santo con Israel, este esfuerzo se vio frustrado en el conflicto sobre el altar de Ed (cap. 22). Gracias a la energía de las tribus y al celo de Finees, se evitó la introducción de principios sectarios. Aun a riesgo de una guerra entre hermanos, no se puede permanecer lo bastante en la brecha cuando se trata de principios divinos. Mantener la unidad de Israel, tal como Dios la había establecido, era más importante para los santos de la época que las relaciones corteses entre hermanos.
Más adelante, en el libro de los Jueces (8:1), el conflicto se apaciguó cuando Efraín empezó a disputar con Gedeón, gracias a la humildad de este, que consideraba que las uvas de Efraín eran mejores que la cosecha de Abiezer. En el capítulo 8, pero más aún en el que nos ocupa, ya no se trata de defender principios. El descontento de Efraín se debe a un sentimiento de su propia importancia. Calmada por la humildad de Gedeón, su conciencia no ha sido tocada y juzgada, y Efraín renueva las mismas acusaciones contra Jefté. Una falta no juzgada en nuestra carrera cristiana se repite tarde o temprano en las mismas circunstancias. En este caso, la condición de Efraín ha empeorado, pues en el pasado había puesto de su parte, pero hoy no ha hecho nada, esperando un impulso exterior para actuar. Esto no le hace menos celoso de los resultados que la energía de la fe ha producido en sus hermanos. Lo mismo sucede hoy, y todos corremos el peligro de caer en esta trampa. La Iglesia, en lugar de ser testigo de Cristo, ha vuelto al mundo; es un tiempo en el que Dios toma como testigos a los más débiles, a los más pobres, a los menos cualificados del pueblo de Dios. Actuando a través de ellos, Dios quiere avergonzar a los “poderosos” o a los “nobles”. Pero a los ojos de estos últimos, solo es importante lo que procede de ellos mismos; no pueden humillarse ni alegrarse de lo que Dios hace por medio de los demás, y desprecian todo lo que no encaja en el círculo que su mundanidad ha trazado a su alrededor; si la obra continúa, expresan sus celos; si se amplía aún más, se convierten en enemigos y pasan al odio y a las amenazas: «Quemaremos tu casa contigo» (v. 1).
En tiempos de Débora, Efraín fue el primero; bajo Jefté, Dios lo había tenido por nada. De sus bendiciones anteriores solo le quedaba el recuerdo de su importancia y la necesidad de aprovecharla al máximo. Por otra parte, ya no encontramos en Jefté el desinterés y la humildad de un Gedeón. Responde con carne contra carne, con su «yo» herido al «yo» egoísta de Efraín. Se defiende presentándose él mismo. «Yo y mi pueblo teníamos una gran contienda con los hijos de Amón, y os llamé, y no me defendisteis de su mano. Viendo, pues, que no me defendíais, arriesgué mi vida, y pasé contra los hijos de Amón, y Jehová me los entregó; ¿por qué, pues, habéis subido hoy contra mí para pelear conmigo?» (v. 2-3). Jefté habla de sí mismo, piensa en su discutido valor, cae en la trampa que le tiende Satanás y toma una resolución, él que, el día anterior, identificándose con el pueblo, había proclamado su unidad frente a los hijos de Amón (11:12, 23, 27). ¡Hoy, «mi pueblo» es Galaad en oposición a Efraín!
La disputa se intensificó con las palabras. «Reunió Jefté a todos los varones de Galaad, y peleó contra Efraín; y los de Galaad derrotaron a Efraín, porque habían dicho: Vosotros sois fugitivos de Efraín, vosotros los galaaditas, en medio de Efraín y de Manasés» (v. 4). No hay un solo principio en juego en esta lucha; por todas partes no hay más que celos, importancia personal, palabras acaloradas intercambiadas por corazones irritados, y la guerra fratricida estalla en el seno de Israel, por mano de Israel. En los vados del Jordán, el pueblo es conocido por degollarse mutuamente con un Sibolet, una fórmula que sustituye al nombre del Señor y que nada tiene que ver con la verdad de Dios. «Y murieron entonces de los de Efraín cuarenta y dos mil» (v. 6).
Estemos en guardia contra tales insidias, porque si hay algo que pertenece especialmente al tiempo de la ruina, es la guerra en la familia de Dios. Tengamos un corazón amplio respecto a la obra de Dios en este mundo. Cuando se confía a manos distintas de las nuestras, debe tener para nosotros la misma importancia y el mismo valor que nuestra propia obra. Pablo, encadenado en Roma, escribiendo a los filipenses, se alegraba de ver proclamado el nombre de Cristo, incluso por aquellos que añadían aflicción a sus cadenas. No demos importancia a nuestro trabajo; seamos como Gedeón, y no midamos la cosecha de Abiezer. Ningún tiempo, además, está a salvo de estos peligros. Al principio de la Iglesia (Hec. 6:1-6), surgieron murmuraciones y celos entre los helenistas y los hebreos. Se necesitó algo más que la humildad de un Gedeón para apaciguarlos; se necesitó la gran sabiduría de los apóstoles. Renunciaron a una autoridad que los habría hecho prominentes en la administración de la Asamblea, para perseverar en la oración y dedicarse enteramente al servicio de la Palabra. Tales actos conmueven las conciencias y atajan las asechanzas de Satanás contra el testimonio.
3.12 - Ibzán, Elón y Abdón (12:7-15)
Después de Jefté, bajo el reinado de 3 jueces, Israel disfrutó de la paz que había adquirido. Uno de estos jueces procedía de Judá, otro de Zabulón y el tercero de Efraín. No estaban llamados a la batalla, sino a mantener al pueblo en el estado en que la victoria lo había colocado. Puede que no tuvieran la misma energía que Jair (10:1-5), que «se levantó», nos dice la Palabra, pero como él, 2 de estos jueces gozaron de gran bienestar. Los tiempos de prosperidad externa no son los más dichosos para el pueblo de Dios. Vemos la importancia personal de los jueces, pero no la del estado de Israel. Sabemos lo que son y hacen esos hombres prominentes, pero ignoramos lo que sucede en los corazones y las conciencias del pueblo. Así, tan pronto como murió el último de estos jueces, Israel volvió a caer en su estado anterior (13:1). En algunos momentos, se trata de “vencer”; en otros, de «estar firmes» (Efe. 6:13). ¿En qué empleamos los días de relativa paz que el Señor nos concede? ¿Fortaleciéndonos en las verdades que Dios nos ha dado, o durmiéndonos en el bienestar, solo para despertar inesperadamente, cuando Satanás vuelve a la carga, y encontrarnos impotentes ante la presencia del enemigo? Las personas que no están alimentadas no son capaces de luchar. Aprovechemos los tiempos de prosperidad para conocer personalmente al Señor y vivir en su intimidad; así encontraremos fuerzas para resistir nuevos ataques, y evitaremos caer bajo nuevos yugos más crueles que la esclavitud de antaño.