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3 - Capítulo 3 – La Asamblea: Su aspecto local

La Iglesia, la Asamblea del Dios vivo


3.1 - La base de la reunión según las Escrituras

Hasta ahora hemos considerado a la Asamblea de Dios de una manera general, en su carácter universal. La Escritura nos ha mostrado que es un solo Cuerpo en toda la tierra, compuesto de creyentes que son miembros unos de otros, unidos en la unidad del único Espíritu, y unidos a Cristo, su Cabeza glorificada. Ella es también en su totalidad la Esposa de Cristo y la Casa de Dios, su morada en la tierra por el Espíritu. Hemos visto después que los dones para el servicio, que Cristo exaltado ha dado, son para toda la Iglesia, «para la edificación del cuerpo de Cristo» (Efe. 4:12).

Habiendo sido presentados ante nosotros estos rasgos generales, comunes a lo que es el Cuerpo de Cristo, o la Asamblea de Dios en su conjunto, llegamos ahora a su aspecto local, es decir, a la asamblea en una localidad particular. Porque la unidad de la Iglesia no debía ser invisible, sino orgánica y manifiesta, «para que el mundo crea» (Juan 17:21). Para manifestarse en un lugar dado, es obvio que la Iglesia debe tomar una forma definida y visible, y esto es lo que vamos a considerar ahora.

La Escritura usa la palabra «asamblea» en 3 sentidos diferentes:

  • «la Asamblea», sin limitación, es decir, todo el Cuerpo, tal como lo hemos considerado;
  • «la asamblea», vista en un sentido limitado, en una localidad particular; así, «la iglesia de Jerusalén» (Hec. 8:1; 11:22), en Antioquía (Hec. 13:1), en Éfeso (Hec. 20:17), etc.
  • el plural, «asambleas [4]», presentando las asambleas colectivamente en un país determinado: por ejemplo, en Judea (1 Tes. 2:14; Hec. 9:31), Galacia (1 Cor. 16:1; Gál. 1:2), en Asia (1 Cor. 16:19), etc., o más generalmente, abarcando todas las asambleas de Dios, como en 2 Corintios 11:28, «la solicitud por todas las iglesias»; o en 2 Tesalonicenses 1:4, «las iglesias de Dios».

[4] De hecho, estos 2 significados difieren solo en el uso de la palabra en singular y plural. Un significado adicional es la reunión «congregacional» de los creyentes de la asamblea local en un momento y lugar dados, incluso si no todos ellos están presentes (1 Cor. 11:18; 14:19, 23, 34). Nota del traductor.

En el uso de la palabra «asamblea» en los 2 últimos párrafos, tenemos en mente las reuniones de creyentes en una localidad, distinta del Cuerpo de Cristo en su conjunto. Ahora veremos lo que constituye una reunión local de la Asamblea de Dios, y la relación entre estas reuniones locales y toda la Iglesia.

3.1.1 - La asamblea de Dios en una localidad

Un estudio del comienzo de la Primera Epístola a los Corintios nos iluminará sobre este tema: «A la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados santos, con todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, [Señor] de ellos y nuestro» (1:2). El apóstol usa aquí el término «Iglesia de Dios», que es el término que designa a todo el Cuerpo de Cristo, y lo aplica localmente la congregación «de Dios que está en Corinto». Luego especifica a aquellos a quienes el término abarca: «los santificados en Cristo Jesús». Esto significa que todos los que creyeron en el Señor Jesucristo en esa ciudad constituyeron la asamblea de Dios que estaba en Corinto.

Para evitar dudas, notemos que este pasaje de las Escrituras establece que la asamblea de Dios en cualquier localidad dada incluye a todos los creyentes nacidos de nuevo, todos los miembros del Cuerpo de Cristo. En los días del apóstol, todos los creyentes de una localidad estaban agrupados en un testimonio visible, y esta reunión era la expresión manifiesta de todo el Cuerpo de Cristo en esa localidad. Pablo también pudo escribir a la asamblea de Corinto: «Y vosotros sois cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno en particular» (1 Cor. 12:27).

Pero hoy, cuando el testimonio visible está en ruinas y sufre de múltiples divisiones, ya no se ve que todos los verdaderos creyentes de una localidad están juntos en un testimonio visible o en una asamblea unida como al principio. Se les ve dispersos en varios grupos. Ninguna reunión de creyentes puede pretender ser la «Asamblea de Dios» en un lugar determinado hoy en día, porque este término abarca a todos los verdaderos creyentes de ese lugar.

3.1.2 - La base de la reunión

Sin embargo, aunque hoy parezca imposible, debido al estado fragmentado de la Iglesia, reunir a todos los verdaderos creyentes de una localidad, la única base para la reunión según la Escritura permanece para nosotros aún hoy: el reconocimiento práctico de la unidad del Cuerpo de Cristo.

Todavía es cierto que «[hay] un [solo] cuerpo» (Efe. 4:4), y Dios siempre ve a su pueblo disperso como un solo Cuerpo. Aquellos que también lo reconocen, por fe, pueden reunirse como miembros del Cuerpo de Cristo, y no como adherentes a esta o aquella doctrina, o a esta o aquella forma de administración de la iglesia, o a esta o aquella denominación y secta. Reconocer solo a todos los miembros verdaderos del Cuerpo de Cristo, y recibirlos como tales, es la única base bíblica para reunirse en la Asamblea del Dios vivo. Este es el primer principio fundamental de la Asamblea en su aspecto local y visible.

3.1.3 - La asamblea local representa a toda la Asamblea

Cada asamblea local es solo una parte de todo el Cuerpo de Cristo y debe ser la imagen de la Iglesia. Los caracteres de toda la Asamblea deben ser vistos en cada reunión local. No debe haber nada en la asamblea que esté en desacuerdo con las verdades concernientes a toda la Iglesia que hemos considerado anteriormente. Cada encuentro forma parte de toda la Asamblea, a la que representa y para la que actúa en las distintas localidades. Por lo tanto, el único fundamento sobre el cual los creyentes pueden reunirse bíblicamente en cualquier lugar o tiempo es que son miembros del Cuerpo de Cristo y son una expresión local de toda la Iglesia.

Así se reunieron los creyentes en los primeros días de la Iglesia, y así deben reunirse hoy, si han de actuar como parte de la Asamblea del Dios vivo, para obedecer y agradar a su Señor y Cabeza.

3.1.4 - La unidad del Espíritu

Si solo hay un Cuerpo de creyentes que Dios reconoce, ¿no debemos simplemente reunirnos como miembros del Cuerpo de Cristo, y podríamos hacerlo sin retirarnos de otros cuerpos que los hombres hayan podido formar? Esta forma de obrar no es para formar otro cuerpo o unidad, es para reconocer la unidad que el Espíritu de Dios ha hecho, incluyendo a todos los verdaderos creyentes que han sido bautizados por un Espíritu para formar el Cuerpo de Cristo. Y se nos exhorta en Efesios 4:3 a esforzarnos por mantener esta unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.

El error de los hombres en la cristiandad ha sido unirse en grupos de acuerdo con sus propios pensamientos: grupos más “abiertos o más cerrados” que los formados por el Espíritu, ya sea recibiendo a inconversos, que no son miembros del Cuerpo de Cristo, y que no han sido introducidos en ese Cuerpo por el bautismo del Espíritu, o rechazando a los verdaderos miembros del Cuerpo de Cristo por medio de principios o doctrinas sectarias. Tal no es el principio y la práctica de la Asamblea de Dios.

3.2 - El centro divino de la reunión

Hemos considerado la base divina de la reunión; hablaremos ahora del centro divino alrededor del cual se reúne la Asamblea de Dios. ¿Cuál es el verdadero centro alrededor del cual los creyentes deben agruparse? ¿Cuál es el centro apropiado para la «Asamblea del Dios vivo»? Cuya Cabeza es Cristo en gloria. En días como los nuestros, cuando se proponen tantos nombres diferentes como centros de reunión, cuando cada nueva idea se convierte en el centro o principio de alguna nueva asociación religiosa, nos corresponde escudriñar diligentemente las Escrituras y estar divinamente convencidos en cuanto al verdadero centro que Dios ha escogido para reunir a su pueblo.

3.2.1 - «A mi nombre»

Volvamos a Mateo 18, el segundo pasaje en el que el Señor menciona a la Asamblea. Su formación aún estaba en el futuro, pero estableció grandes principios para su Iglesia en disciplina y recogimiento. Promete ratificar en el cielo las decisiones tomadas en su nombre y responder a cualquier oración que incluso 2 estén de acuerdo en ofrecer. Y luego da el gran motivo de esta magnífica promesa, en estas maravillosas palabras del versículo 20: «Porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

Aquí tenemos lo que se ha llamado la Carta Magna de la Iglesia, que garantiza sus derechos y privilegios; es allí donde se presenta el único centro divino de la reunión para la Asamblea de Dios. «Reunidos a mi nombre»: este es el lugar de encuentro que Dios ha dado a sus hijos. Quiere reunirlos en el precioso nombre de su Hijo amado, el nombre de su Salvador y Señor, el nombre sobre todos los nombres. Ningún otro nombre encajaría; no puede haber otro centro que Cristo para aquellos que verdaderamente lo aman y desean serle fieles.

A los que están así reunidos en este nombre solamente, precioso para sus corazones, ya sean solo 2 o 3, o 200 o 300, les concede su bendita presencia: «Allí estoy yo en medio de ellos». Él está personalmente presente; está de pie en medio de su asamblea reunida. Y este es también el lugar que debemos darle, el lugar de preeminencia, el lugar del que preside y del que tiene autoridad, el lugar central.

En Juan 20:19-26, cuando los discípulos estaban reunidos el primer día de la semana, vemos al Salvador resucitado venir a tomar su lugar en medio de ellos como su centro, y decirles: «¡Paz a vosotros!» Este es el primer cumplimiento de su promesa de ser reunidos a su nombre en medio de los suyos, y multitudes lo han experimentado desde ese día a través de los siglos.

3.2.2 - Una persona viva

Pedro, escribiendo más tarde a los creyentes, les dijo acerca del Señor Jesús: «… Acercándoos a él, piedra viva, rechazada ciertamente por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios» (1 Pe. 2:4). De manera similar, el apóstol escribió a los creyentes hebreos: «Salgamos a él, fuera del campamento, llevando su oprobio» (Hebr. 13:13).

Por lo tanto, es en torno a la persona de un Cristo vivo que el pueblo de Dios estaba reunido en el primer siglo, y en torno a él que deberían reunirse hoy. No es en torno a una doctrina, por verdadera que sea, o en torno a una ordenanza, por importante que sea, o en torno a un predicador notable, por piadoso que sea; pero es en torno a una persona divina y viva que la Iglesia debe reunirse. No dice: “De lo que te acercas”, sino «Acercándoos a él». No venimos a una cosa, ni a una organización, ni a un líder humano, sino a una persona divina, nuestro Salvador y Señor.

El Espíritu Santo conduce solo a Cristo y a su precioso nombre, no a los nombres de hombres u organizaciones. Y la Palabra declara: «El que conmigo no recoge, desparrama» (Lucas 11:23). Quien conduce a las almas a otro nombre que no sea el de Cristo, esparce en lugar de reunir; porque cuando se añaden otros nombres a este bendito nombre, las ovejas de Cristo se dispersan. Reunirse solo en el nombre de Jesús, en torno a su bendita persona, es, por lo tanto, otro punto esencial del aspecto local de la Asamblea de Dios, y donde no se encuentra, no se puede encontrar la Asamblea de Dios.

3.2.3 - No negar su nombre

De esto se deduce que, si estamos verdaderamente reunidos en el nombre de Cristo y en torno a su persona, no podemos tener otros nombres como centro de reunión; solo debemos identificarnos con Él como cristianos.

Aquellos que están verdaderamente reunidos en el precioso nombre de Cristo rehúsan cualquier otro nombre que pueda suplantar o deshonrar ese nombre supremo, y se llaman a sí mismos solo por su nombre: cristianos, u otros nombres dados en la Escritura que designan a los que pertenecen a Cristo.

Llevar los nombres de los hombres, o agruparse bajo un nombre particular, es negar su adorable nombre, y afligirle, a nuestro Salvador y Señor. A la asamblea de Filadelfia, Cristo pudo decir: «No has negado mi nombre» (Apoc. 3:8). Esto nos muestra a qué precio valora nuestra fidelidad a su nombre. Si reclamamos otro nombre, diferente del maravilloso nombre que es el suyo, u otros nombres que los que él nos ha dado en su Palabra, y si nos reunimos bajo tales nombres, no podemos pretender estar verdaderamente unidos en su bendito nombre. Santiago 2:7 habla del «buen nombre invocado sobre vosotros». ¿Lo dejamos a un lado por otro nombre? ¡Dios no lo quiera! [5]

[5] Además, ninguna congregación local puede apropiarse el nombre de «Asamblea de Dios» o «Iglesia de Cristo», por ejemplo, porque estos términos abarcan a todos los verdaderos creyentes en este lugar. Nota del traductor.

En la Palabra se encuentran 5 nombres para designar al pueblo de Dios; se aplican a todos los creyentes y son un vínculo que los une: cristianos, creyentes, hermanos, santos y discípulos. Estos nombres son comunes a todos y no son sectarios, como lo son los muchos nombres que han sido adoptados en nuestros días por aquellos que se llaman cristianos. Adoptar cualquier nombre que no incluya a todos los verdaderos creyentes es formar una secta y negar la verdad del único Cuerpo.

De hecho, el nombre de Jesús es totalmente suficiente para la Asamblea de Dios. Tenemos todo en este nombre, no solo para la salvación y para nuestras necesidades individuales en la vida cristiana, sino también para todas las necesidades apremiantes y necesidades de la asamblea: adoración, comunión, ministerio, disciplina, todo lo que se presente. Lectores, ¿es este precioso nombre suficiente para ustedes como centro de reunión? ¿Está con otros, reunidos en el bendito nombre de esta adorable Persona? Sin duda, dirán ustedes, pero ¿cuál es la realidad de esto? ¿Se reconoce su autoridad? ¿Tiene el primer lugar?

3.3 - El divino conductor

Ahora queremos detenernos en puntos importantes: la presencia personal del Señor en espíritu en medio de los suyos reunidos en su nombre, el lugar que se le debe dar como conductor de la Asamblea, y la presencia del Espíritu Santo en la Asamblea.

3.3.1 - «Allí estoy yo en medio de ellos»

Preciosas palabras del Señor, que aseguran sin lugar a dudas a los que están reunidos en su nombre por el Espíritu, su presencia personal. No es solo una promesa, es una realidad viva, como lo han experimentado miles de personas que han actuado con fe sencilla en esa promesa y se han unido solo en su nombre. Esta bendita promesa es suficiente para la fe. La asamblea reunida no necesita nada más que la presencia del Señor en medio de ellos. Es suficiente para todo.

De esto se deduce naturalmente que, si el Salvador y Cabeza de la Asamblea asegura su bendita presencia en medio de los suyo, es evidente que es a él más bien que a los hombres dirigir y conducir la Asamblea; esta última debe reconocerlo como conductor y depender de él para ser dirigido. Todos los ojos deben estar fijos en él, que ha venido a ocupar el lugar central, y todos los corazones deben mirar hacia él para ser guiados por el Espíritu Santo.

Tampoco debemos olvidar que el que está en medio de los suyos es Señor de todos; el único que tiene derecho a ejercer autoridad en la Asamblea. «¡Dios ha hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis!». «Ha sometido todas las cosas bajo sus pies, y lo ha dado por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia» (Hec. 2:36; Efe. 1:22). Cristo es el Señor; debe ser reconocido como tal, como el único a quien pertenece legítimamente la dirección y la autoridad en la Iglesia. Donde se le reconozca como señor y líder, habrá dependencia de él y comportamiento en relación con este señorío; habrá gobierno y orden de acuerdo con el pensamiento y la voluntad de Dios.

Citemos aquí las palabras de C.H. Mackintosh, tan verdaderas y acertadas para advertirnos: “Si Jesús está en medio de nosotros, ¿por qué habríamos de pensar en establecer un presidente humano? ¿Por qué, unánimes y de todo corazón, no le dejamos el lugar de presidente y nos sometemos a él en todas las cosas? ¿Por qué establecer la autoridad humana en la Casa de Dios, bajo cualquier forma? Pero esto es lo que se está haciendo, y hay que decirlo claramente. El hombre está establecido en lo que se dice que es una asamblea de Dios. La autoridad humana se ejerce en un campo donde solo la autoridad divina debe ser reconocida. Mientras esté en juego este principio fundamental, no cambia si se trata de un papa, un pastor, un sacerdote o un presidente. Este es el hombre puesto en el lugar de Cristo. Si Cristo está en medio de nosotros, podemos confiar en él para todo.

“Al decir esto, sin duda estamos anticipando una objeción que no dejará de sernos hecha. Los sostenedores de la autoridad humana nos dirán: ¿Cómo puede tener lugar una reunión sin alguna presidencia humana? ¿No conducirá esto a todo tipo de confusión? ¿No abrirá esto la puerta a la interferencia de todos los miembros de la asamblea, sin ninguna preocupación por la donación o la calificación?

“Nuestra respuesta es muy simple: Jesús es totalmente suficiente. Podemos confiar en él para mantener su Casa en orden. Estaremos mucho más seguros en sus manos, llenas de gracia y poder, que en las manos del presidente humano más calificado. Todos los dones espirituales se encuentran en Cristo. Él es la fuente de toda autoridad para el ministerio. Él tiene las 7 estrellas en su mano (Apoc. 1:16). Confiemos en él, y él estará tan perfectamente provisto para el orden en la Asamblea como para la salvación de nuestras almas. Creemos que el nombre de Jesús es, en toda verdad, totalmente suficiente, no solo para la salvación individual, sino para todas las necesidades de la Asamblea: adoración, comunión, ministerio, disciplina, administración, etc. Con él lo tenemos todo, y todo en abundancia.

“Esta es la esencia y la sustancia de nuestro tema. No tenemos otro fin y objeto que exaltar el nombre de Jesús; y creemos que ha sido deshonrado en lo que se llama su casa. Ha sido privado de su lugar de honor para establecer la autoridad del hombre.

Incluso en la Asamblea de Dios en Corinto, donde se encontraba la confusión y el desorden más angustiosos, el apóstol inspirado no hace la menor alusión a tal cosa como una presidencia humana, cualquiera que sea el nombre que tome. «Dios no es [Dios] de desorden, sino de paz. Como en todas las iglesias de los santos» (1 Cor. 14:33). Dios estaba allí para mantener el orden. Debían mirarlo a él, no a un hombre, cualquiera que fuera su nombre. Designar a un hombre para mantener el orden en la Asamblea de Dios es simplemente incredulidad y una ofensa a la presencia divina.

A menudo se nos ha pedido que proporcionemos un pasaje en apoyo de esta afirmación de la presidencia divina en una asamblea. Respondemos de inmediato: “Estoy aquí”; y «Dios no es [Dios] de desorden, sino de paz». En estas 2 columnas, incluso si no tuviéramos otras, podemos establecer con confianza la gloriosa verdad de la presidencia divina, una verdad que ha de liberar de todo sistema humano, cualquiera que sea el nombre que se le dé, a todos los que la reciben de Dios y la retienen. Es, en nuestra opinión, imposible reconocer a Cristo como el centro y cabeza soberana de la Asamblea, y continuar aprobando una presidencia humana” (C.H. Mackintosh; La Asamblea de Dios).

3.3.2 - La presencia del Espíritu Santo

No es solo el Señor Jesucristo quien está presente en medio de sus discípulos reunidos, sino que Dios el Espíritu Santo también está presente. Ya hemos hablado de su presencia y de su obra en la Iglesia; quisiéramos ahora llamar la atención sobre esta gran verdad en relación con el tema que nos ocupa.

La presencia personal del Espíritu Santo en la tierra, y su morada en el creyente y en la asamblea (según 1 Cor. 6:19 y Efe. 2:22, como consecuencia de la obra de la redención y exaltación de Cristo en el cielo) es una de las grandes verdades fundamentales de la presente dispensación, y un hecho nuevo y característico peculiar del cristianismo. Y, sin embargo, este es un hecho al que se presta poca atención y con el que se cuenta poco. La presencia del Espíritu de Dios en la tierra ha sido ignorada por la cristiandad, que no lo ha reconocido como el lugar que le corresponde como líder y director de la Iglesia. De hecho, esta presencia es negada en la práctica, ya que se le da a un hombre este lugar de autoridad para liderar y así deja de lado al Espíritu Santo.

Cuando el Señor prometió a los discípulos que el Espíritu Santo sería enviado a la tierra, añadió que el Espíritu Santo les enseñaría todas las cosas y los conduciría a toda la verdad. También habla del Espíritu como el Consolador (griego: Paráclito), es decir, alguien a quien llamamos para pedir ayuda y que toma nuestra causa (Juan 14:26; 16:13). En 1 Corintios 12 y 14, el Espíritu de Dios nos está presentado como el autor de las diversas operaciones, manifestaciones y actividades en la Asamblea. «Pero todas estas cosas las hace el único y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere» (1 Cor. 12:11). Estos pasajes dejan claro que el Espíritu Santo está en la asamblea para liderar, guiar y enseñar, y que él tiene el derecho soberano de emplear a quien le plazca como su portavoz para la oración, la alabanza o el ministerio.

3.3.3 - La libertad del Espíritu

Si miramos más de cerca 1 Corintios 14, un capítulo que trata específicamente del orden en la Asamblea, vemos que hay la más completa libertad para el uso por el Espíritu Santo de cualquier hermano en la asamblea: orar con el espíritu, cantar con el espíritu, bendecir con el espíritu (el espíritu del hombre guiado por el Espíritu Santo), dar gracias, hablar en lenguas, profetizar, enseñar, señalar un salmo o presentar una enseñanza.

Frases como «el que habla», «todos podéis profetizar» y otras semejantes (v. 5, 13, 27, 31) muestran que había libertad para cualquier hermano, siempre que no estuviera bajo disciplina, para tomar parte en la acción en la asamblea bajo la dirección del Espíritu Santo. Así, los primeros cristianos se reunieron en la libertad del Espíritu y bajo su dirección soberana.

Por supuesto, se puede abusar de esta libertad del Espíritu, como fue el caso de la asamblea en Corinto (vean cap. 14): demasiada actividad, la carne en actividad en algunos. ¿Qué debería hacer entonces la asamblea? Remedia esto con la Palabra de Dios, siguiendo precisamente las instrucciones que el Espíritu de Dios da en este capítulo. Este es el antídoto divino.

Pero notemos que, a pesar del desorden que se había introducido en la asamblea en Corinto, no se les pidió que abandonaran este orden, marcado por la libertad del Espíritu, y que nombraran a un hombre para que realizara el servicio solo y dirigiera la asamblea. El apóstol inspirado simplemente les enseña cómo participar provechosamente y los exhorta: «Que todo se haga para edificación», «todos podéis profetizar uno a uno» y «que todo se haga decorosamente y con orden» (v. 26, 31, 40).

Y estas instrucciones no eran solo para Corinto, sino para todas las asambleas en todas partes, como lo indica el discurso de la Epístola: «A la iglesia de Dios que está en Corinto… con todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (1 Cor. 1:2) Así que estas instrucciones en cuanto a la libertad del Espíritu obligan a los creyentes en todas partes, ahora como entonces.

3.3.4 - Conclusión

Regocijémonos en esta preciosa verdad: Dios Espíritu Santo está verdaderamente presente en la asamblea de los 2 o 3 reunidos en el bendito nombre de Cristo; él es el agente activo y el poder para actuar en el hombre y para conducir y dirigir la asamblea; y el Señor Jesús mismo está en medio de ellos. ¿Qué más se necesita? Creamos simplemente en esto, actuemos sobre la base de estas verdades; caminemos en sumisión de corazón al Señor Jesucristo y al Espíritu Santo.

En vista de todo lo que la Escritura ha puesto ante nosotros, ¿no es cierto que todo lo que no reconoce en la práctica la guía divina del Espíritu Santo y su libertad para utilizar a cualquier miembro de la asamblea de acuerdo con Su voluntad, no puede llevar el nombre de una verdadera asamblea de Dios, reunida de acuerdo con la enseñanza de la Escritura?

3.4 - El pensamiento de Dios en cuanto al ministerio

Nuestro deseo es presentar claramente, con las Escrituras, la manera según Dios de ejercer un ministerio en la asamblea, de modo que se resalte claramente la manera divina de cumplir un ministerio para Cristo en contraste con la manera de actuar del hombre. Algunos pueden decir: “¿Cómo es esto posible? ¿Cómo se pueden llevar a cabo reuniones o servicios sin alguien a cargo de ellos?”

Un estudio cuidadoso del Nuevo Testamento responderá a estas preguntas y a cualquier otra que pueda surgir.

3.4.1 - Lucas 22:7-13

Leamos este pasaje y notemos algunos puntos que se nos presentan en tipo.

Cuando el Señor les dijo a Pedro y a Juan que fueran a preparar la Pascua, ellos preguntaron: «¿Dónde quieres que la preparemos?» Del mismo modo, también podemos hacer la pregunta: ¿A dónde iremos a adorar? Entonces el Señor les dijo que fueran a la ciudad y siguieran a un hombre que llevaba un cántaro de agua y que vendría a su encuentro. Este hombre bien puede representar el Espíritu Santo para nosotros, y el cántaro de agua, la Palabra de Dios. Debemos tener al Espíritu y a la Palabra de Dios como nuestros guías. Pedro y Juan debían seguir al hombre a la casa en la que él debía entrar, y decir al dueño de la casa: «El Maestro te dice: ¿Dónde está la habitación en la que comeré la Pascua con mis discípulos?». El Señor les dijo entonces que se les mostraría una gran habitación amueblada, donde prepararían la Pascua (v. 12). Fueron, pues, y hallaron todo como él les había dicho; y comieron la Pascua con el Señor en aquel aposento; también fue allí donde se instituyó la nueva ordenanza para la Iglesia, la Cena del Señor, después de la cena de la pascua.

Todo esto está lleno de lecciones para nosotros. El Señor se unió a sus discípulos y celebró la Pascua en un aposento alto y aparte. De manera similar, hoy en día, el lugar donde el Señor se encuentra con los suyos es un lugar apartado, lejos de todo lo que lo aflige y deshonra en la cristiandad, como lo indica 2 Timoteo 2:21. También era un gran aposento alto. Así también la Asamblea del Dios vivo, en medio de la cual el Señor está presente, debe reunirse en una atmósfera celestial como el Cuerpo de Cristo, y hacerlo con un corazón amplio que reciba a todos los miembros de ese Cuerpo que deseen venir como tales con sinceridad, pureza y verdad. Cuando los cristianos se reúnen así en una simple dependencia del Señor, en torno a Aquel que es su centro y guía, él proveerá todo lo necesario para que se dé un testimonio de su nombre. El que está en medio de ellos es la Cabeza de la Asamblea y ha dado dones a los hombres para la obra de servicio; hemos considerado esto en detalle en el capítulo anterior sobre los dones y el ministerio. Él se presenta a la asamblea en Filadelfia como el que tiene la llave de David para abrir y cerrar (Apoc. 3:7). Él también tiene la llave del tesoro y los recursos de Dios, y puede derramar sus abundantes riquezas sobre su pueblo que lo espera por fe sencilla.

3.4.2 - Cristo provee

El Señor da dones para el ministerio a los suyos (Efe. 4:11-16), y donde dependen del Espíritu Santo y lo dejan libre, él levantará, estimulará y usará los dones que hay en cada asamblea local para la edificación y el cuidado de los creyentes, y para la predicación del Evangelio a los inconversos. No hay que salir a contratar a un predicador. Dondequiera que los creyentes se reúnen alrededor del Señor, él ha dado talentos y ha calificado a algunos para el ministerio. Este ministerio puede ser llevado a cabo con toda sencillez y con debilidad, pero viene del Señor; y 5 palabras dichas en el Espíritu son mejores que 10.000 en lengua desconocida, o dichas con elocuencia humana y no por el Espíritu (1 Cor. 2:1-4; 14:19).

Los dones del Señor son diversos, y cada creyente tiene uno de un tipo u otro, y tiene una función que cumplir como miembro del Cuerpo de Cristo. «Pero a cada uno de nosotros le fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo» (Efe. 4:7). Es posible que estos dones tengan que ser discernidos, revividos y desarrollados por el uso; pero están ahí y se dan para la ayuda y bendición de todos. Cuando los creyentes se reúnen solo en el nombre del Señor, dejando al Espíritu libre para utilizar a quien quiera, cada creyente es llevado a sentir su responsabilidad de cumplir su función en mantener un testimonio para el Señor; de este modo, se disciernan, se ejercitan y se desarrollan dones y habilidades. En cambio, cuando el mismo hombre es nombrado para asumir toda la responsabilidad del ministerio, no hay lugar para esa actividad y desarrollo de todos los dones que pueda haber en la asamblea.

El camino trazado por la Escritura para el pueblo del Señor, por tanto, es reunirse en torno a él simplemente como cristianos, en dependencia del Espíritu Santo que se sirve de los dones existentes y suscita otros. También puede enviar a un siervo de Dios dotado a visitar, eligiendo a quien quiera y cuando quiera, para la edificación de los santos, para la predicación del Evangelio o para cualquier ayuda espiritual que pueda ser necesaria.

El Señor nutre y aprecia a su Asamblea, y como Cabeza y Esposo, provee para todo lo que una asamblea local pueda necesitar, si se espera de él. Lo hemos presenciado una y otra vez, y muchos han experimentado la realidad de ello. Así fue entre las asambleas del Nuevo Testamento. Los creyentes se reunieron como tales, edificándose unos a otros y recibiendo a todos los siervos del Señor que él les envió. Lean el libro de los Hechos y las Epístolas y vean si no fue así.

3.4.3 - Enseñanza y exhortación mutuas

Pablo escribió a la asamblea en Roma: «Estoy persuadido yo mismo de vosotros, hermanos míos, de que estáis llenos de bondad, llenos de toda clase de conocimientos, capaces también de amonestaros los unos a los otros» (Rom. 15:14). También deseaba verlos para impartirles algún don de gracia espiritual (Rom. 1:1).

A la asamblea de Colosas, escribió: «La palabra de Cristo habite en abundancia en vosotros, con toda sabiduría, enseñándoos y amonestándoos unos a otros» (Col. 3:16). Como hermanos en Cristo, eran capaces de esto, como lo son hoy los hermanos en el Señor. Aunque no haya un gran don en una asamblea pequeña, este sencillo servicio de enseñanza y exhortación mutuas, dirigido y calificado por el Espíritu de Dios, todavía es posible para los cristianos que se reúnen con toda sencillez en torno al Señor para estudiar su Palabra.

El gran fracaso de la Iglesia (el apóstol había advertido a los Colosenses de esto) fue que no se aferró «con firmeza a la Cabeza, de la que todo el cuerpo, alimentado y unido por coyunturas y ligamentos, crece con el crecimiento de Dios» (Col. 2:19). Las coyunturas y ligaduras no son miembros prominentes del Cuerpo, pero sirven y unen a los miembros, y así hay crecimiento del Cuerpo. Si tan solo los cristianos se aferran al líder, fijan sus ojos en Cristo y se apoyan en él, serán edificados y se reunirán para su bendición. De lo contrario, la bendición fracasará; recurrirá a los recursos humanos, como podemos ver hoy a nuestro alrededor.

3.4.4 - La misma persona no posee todos los dones

Esto es lo que Romanos 12:5-8 señala. «Así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, y cada uno, miembros unos de otros. Y teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada, si es de profecía, úsese según la proporción de la fe; si de servicio, en servir; el que enseña, en enseñar; el que exhorta, en exhortación; el que comparte, con sencillez; el que preside, con diligencia; el que usa de misericordia, con alegría». Cada uno recibe un don diferente, y todos son necesarios para la edificación de los creyentes y para el mantenimiento del testimonio de una asamblea. Que cada uno sirva según el don que ha recibido; este es el pensamiento de Dios con respecto al ministerio en la Iglesia. Esto es también lo que encontramos en el escrito de Pedro: «Cada cual ponga al servicio de los demás el don que ha recibido» (1 Pe. 4:10).

Cuando los corintios se dividieron alrededor de varios siervos del Señor, eligiendo al que preferían cuando el Señor les había dado a todos estos hermanos dotados, cada uno con un don diferente, para su bendición, Pablo les escribió: «Todas las cosas son vuestras; sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas… sea lo presente, sea lo futuro» (1 Cor. 3:21-22). Por lo tanto, debemos apreciar el ministerio de todos los dones que el Señor nos ha dado, no elegir solo a uno para que sea nuestro “ministro”, excluyendo a los demás.

3.4.5 - Los conductores

Que haya líderes y hermanos que ocupan el primer lugar en la Iglesia y en las reuniones locales, empleados por Dios para bendecir y guiar a su pueblo, nos lo dice la Escritura. Hechos 15:22 habla de Judas y Silas como hombres «destacados entre los hermanos»; en Hebreos 13:7 tenemos la admonición: «Recordad a vuestros conductores, que os anunciaron la palabra de Dios». Debe notarse, sin embargo, que estos pasajes usan el plural y no mencionan a los hermanos oficialmente nombrados como líderes, sino a los hombres a quienes el Espíritu Santo usa como tales. Es solo el Espíritu Santo quien debe ser el conductor y debe ser dejado libre para emplear a quien él quiera.

3.4.6 - La distinción entre las reuniones

Nos referimos a la diferencia entre las reuniones de la asamblea como tal (adoración y Cena del Señor, oración, o cualquier otro propósito por el cual la asamblea pueda reunirse) y reuniones en las que los siervos de Cristo ministran bajo su propia responsabilidad (evangelización, escuela dominical, reuniones especiales donde los hermanos hablan para enseñar y edificar a los creyentes). Estas últimas, convocadas o celebradas por personas a quienes el Señor ha este servicio, y que las ha dotado para ello, tienen un carácter diferente de las reuniones de asamblea, y son responsabilidad de quienes las emprenden. Pueden ser celebradas por una sola persona o por varias que trabajen juntas, mientras que, en las reuniones de la asamblea para el culto, la oración y el estudio de la Palabra, o en las reuniones regulares para el ministerio, puede tomar parte cualquier hermano a quien el Espíritu quiera servir.

Todos los que forman parte del pueblo de Dios son sacerdotes y pueden acercarse al santuario para adorar y orar; por lo tanto, cualquier hermano (las mujeres deben guardar silencio en la Asamblea de acuerdo con 1 Cor. 14:34) puede alabar al Señor en voz alta y así guiar a los creyentes en la adoración y la oración. Pedro escribe que los creyentes son «un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo», y también «un sacerdocio real» (1 Pe. 2:5, 9).

Esperamos que estas líneas puedan ayudar a nuestros lectores a discernir más claramente el pensamiento de Dios con respecto al ministerio en la Iglesia. Alguien puede preguntar: “¿Es posible? ¿Se puede lograr esto?” Nosotros respondemos: “Ciertamente. Esto se ha cumplido en las asambleas del Nuevo Testamento y se está cumpliendo hoy en día y está trayendo bendición por todo el mundo a muchas asambleas donde se observan estos principios bíblicos”.

3.5 - Ancianos, superintendentes y siervos

«Anciano» es una palabra que proviene de los tiempos patriarcales en Israel (Éx. 3:16). La familia era el modelo de gobierno y, dentro de la familia, el padre, en virtud de su edad, ejercía la autoridad. Esto se encontró en la nación, donde los jefes de las casas se convirtieron en los jefes de la nación; en este sentido tenemos frecuentes menciones de la palabra en los Evangelios y en Hechos (Mat. 26:3, 47; Hec. 4:5, 8). En Hechos 11:30 tenemos la primera aplicación de la palabra a los conductores en la Asamblea de Dios, y frecuentes usos a partir de entonces.

Los hombres a la cabeza entre los judíos, los jefes, tenían, como hemos visto, el título de anciano. La palabra simplemente se refiere a una persona de cierta edad y se usa independientemente de la idea de una función en pasajes como 1 Timoteo 5:1, 19; 1 Pedro 5:1; 2 Juan 1; 3 Juan 1. La edad calificaba naturalmente para la tarea de supervisión, y los apóstoles elegían obispos, o superintendentes, de entre estos ancianos (las 2 palabras tienen el mismo significado). Por lo tanto, la palabra «anciano» se refiere a la persona, y la palabra «obispo» o «superintendente» se refiere al oficio al que es llamado. 1 Timoteo 3:1 habla de la supervisión, y Tito 1:5-7 muestra que los ancianos y los superintendentes eran las mismas personas.

Los superintendentes y sirvientes tenían cargos locales en la Asamblea, lo que debe distinguirse de los dones. Estos podían o no tener el don de predicador o maestro. Semejante don era completamente independiente de su cargo particular. Podía haber, y había, muchos ancianos y siervos en cualquier asamblea dada y, sin embargo, había la más completa libertad para que cualquiera ejerciera su don cuando la asamblea estaba reunida. No era el papel de los ancianos presidir una reunión, pero era su deber supervisar, alimentar y cuidar al rebaño de Dios (Hec. 20:28).

3.5.1 - La designación por los apóstoles

En Hechos 14:21-23 encontramos el primero de 2 casos registrados en las Escrituras donde los ancianos fueron elegidos [6]. Las asambleas de no judíos habían sido formadas por las labores misioneras de Pablo y Bernabé. Después de predicar el Evangelio en varios lugares, visitaron de nuevo las ciudades donde habían trabajado, Listra, Iconio y Antioquía, fortaleciendo a los discípulos, exhortándolos a perseverar en la fe, y eligieron «ancianos de cada iglesia», no de una asamblea recién formada. Se necesitaba tiempo para el desarrollo de las calificaciones morales y espirituales y para la manifestación de aquellos a quienes se les había dado sabiduría e idoneidad para el servicio como pastor o conductor en la Asamblea de Dios. Estos requisitos requeridos de los ancianos se dan en 1 Timoteo 3 y Tito 1:6-9.

[6] Es bastante erróneo que algunas versiones traduzcan: “hicieron nombrar” (o: elegir) al informar de este acto a la asamblea, mientras que la construcción gramatical lo atribuye directamente a Pablo y Bernabé; lit.: «habiéndoles nombrado ancianos en cada iglesia…» Nota del traductor.

Pero fíjense por quién eran nombrados los ancianos en estas asambleas. No eran las asambleas las que elegían y nombraban a sus ancianos, como se hace hoy en día. Fueron el apóstol Pablo y Bernabé quienes lo hicieron. Fueron elegidos por la autoridad apostólica.

Nótese también que en Tito 1:5, es el único otro pasaje de las Escrituras donde se nos habla del nombramiento de ancianos; es Tito quien está a cargo de esta elección en las asambleas de Creta, como Pablo le había ordenado que hiciera. Probablemente se puede inferir que Timoteo también nombró ancianos como delegados del apóstol, ya que recibió de él las instrucciones en cuanto a las calificaciones necesarias; pero no se informa que lo hiciera.

3.5.2 - Esta autoridad no existe hoy en día

Por lo tanto, encontramos a lo largo de las Escrituras que solo un apóstol o su delegado tenía la autoridad para nombrar ancianos. Además, no hay ningún pasaje que diga que la capacidad de los apóstoles para elegir ancianos continuó después de ellos. No se dan instrucciones a Tito o Timoteo para esto; no se le pide a Tito que continúe nombrando ancianos después de la partida del apóstol.

Tampoco tenía que nombrar a quien quisiera, sino que el apóstol le había asignado la esfera de su mandato: Creta solamente. El apóstol le delegó el establecimiento de ancianos en Creta, y pudo mostrar una carta inspirada en la que se le encargaba personalmente de ello. ¿A quién se le puede imponer un mandato similar hoy en día?

Además, no hay mención en las Escrituras de una asamblea que eligiera y nombrara a sus ancianos. En conclusión, de los hechos incontestables anteriores, por lo tanto, afirmamos que no hay ningún hombre ni grupo de hombres en la tierra facultado para nombrar ancianos, y que esta capacidad o autoridad nunca ha sido confiada a la Asamblea.

¿Qué se debe hacer entonces? ¿No debería haber ancianos o superintendentes en la Asamblea de Dios hoy en día? Bendito sea Dios, hay algunos; pero no están (y no pueden ser) establecidos oficialmente como tales, ya que no hay autoridad apostólica para hacerlo.

3.5.3 - Es el Espíritu Santo quien establece

Hechos 20:28 nos ilumina en cuanto al pensamiento de Dios para nosotros hoy. Pablo, dirigiéndose a los ancianos de Éfeso, les dijo: «Cuidad por vosotros mismos y por todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto por supervisores para pastorear la iglesia de Dios». Solo Dios el Espíritu Santo puede calificar y nombrar superintendentes sobre el rebaño, y todavía lo hace hoy. Creemos que cuando Pablo o Tito nombraron ancianos, lo hicieron con el poder y la autoridad inmediatos del Espíritu Santo, y su elección debía ser considerada por la asamblea como hecha por Dios.

Ya no tenemos apóstoles ni delegados apostólicos con esta autoridad, pero siempre podemos contar con el Espíritu Santo: él levantará hombres cualificados y capaces; él les dará la energía para cuidar del rebaño y alimentar a los corderos y ovejas. Era el Espíritu Santo obrando entonces, y es el Espíritu Santo el que va a obrar hoy. Si Dios levanta en una asamblea uno o más ancianos que cuidan de los descarriados, advierten a los desordenados, consuelan a los desanimados, aconsejan, advierten y guían a las almas, ciertamente es conveniente que reconozcamos a tales hombres con gratitud y los estimemos muy alto por su trabajo. Debemos amarlos y reconocerlos como establecidos sobre nosotros en el Señor (1 Tim. 5:17). Hacen la tarea indispensable de supervisores y deben ser respetados como tales, aunque no sean nombrados oficialmente para este cargo, ya que no existe una autoridad facultada para hacerlo.

¿No es justo que digamos ahora que, no siendo apóstoles, no podemos pretender hacer lo que estaba dentro de su competencia, establecer ancianos? Pero reconocemos de todo corazón a los hombres en quienes se encuentran las cualidades requeridas para este cargo local, y que lo ocupan. Esto puede parecer muy extraño para algunos de nuestros lectores que están acostumbrados a ver que las asambleas nombran ancianos, pero les pedimos que examinen las Escrituras para ver si es así o no.

3.5.4 - Las directivas para hoy

Si leemos la Biblia cuidadosamente, encontraremos en las Epístolas que se nos describe un estado de cosas similar al actual, marcado por muchas imperfecciones, para nuestra ayuda y beneficio. El Señor, en su sabiduría, permitió que deficiencias similares marcaran a la Iglesia en sus comienzos. Así, el apóstol fue inducido a escribir Cartas a las asambleas donde no se habían nombrado ancianos, como, por ejemplo, las Epístolas a los Tesalonicenses y a los Corintios. La asamblea en Corinto estaba en un estado manifiesto de desorden, y uno podría haber pensado que los ancianos habrían sido útiles allí. Pero no hay la menor alusión a los ancianos a lo largo de las cartas dirigidas a él.

Había abundancia de dones en esta asamblea, pero no vemos a ningún anciano entre ellos. Sin embargo, la casa de Estéfanas se había dedicado al servicio de los santos, y el apóstol ruega a los hermanos que se sometan a tales hombres, y a todos los que cooperan en la obra y las obras (1 Cor. 16:15-16). De manera similar, en 1 Tesalonicenses 5:12-13, se da una exhortación de gran importancia a los creyentes; aunque esta asamblea estaba recién formada, se les exhortó a reconocer a los que trabajaban entre ellos. «Os rogamos, hermanos, que apreciéis a los que trabajan entre vosotros, y os dirigen en el Señor, y os amonestán, y que los estiméis altamente en amor, a causa de le obra de ellos». Se puede tener y reconocer aquellos que están a la cabeza de los santos, sin necesidad de que se nombre a los ancianos. La instrucción contenida en estos versículos es muy importante hoy en día para nosotros, que no tenemos ancianos que ocupen un cargo oficial.

Así, Dios ha dado directivas para las asambleas en las que no se establecería formalmente ningún cargo de superintendente, y aquí vemos su sabiduría providente para hacer frente a las dificultades de un tiempo como el nuestro, cuando ya no queda ninguna autoridad competente en la tierra para nombrar ancianos como lo hicieron los apóstoles. También vemos –y esto nos anima– que, en Corinto y Tesalónica, donde no había ancianos establecidos oficialmente, Dios había levantado entre los creyentes a hombres que mostraban una capacidad espiritual para conducir y dirigir, y en quienes había autoridad para hacer frente a las dificultades de la asamblea y frustrar los esfuerzos del enemigo. En la Carta a una de estas asambleas, el apóstol los exhorta a someterse a tales hombres, y en la otra habla de ellos como si estuvieran «que apreciéis a los que trabajan entre vosotros, y os dirigen en el Señor» (1 Tes. 5:12). Podemos confiar en el Señor que provee para estos oficios incluso hoy en día, y es propio de todos en cada asamblea estar sometidos a tales hombres y estimarlos.

Como ya se ha dicho, los requisitos requeridos de un superintendente se dan en 1 Timoteo 3 y Tito 1:6-9. Están perfectamente claros y no es necesario explicarlos aquí. Se necesitan fuertes virtudes morales, así como habilidades espirituales para este servicio.

Pero notemos, para terminar este tema, que el apóstol dice: «Si alguno anhela cargo de supervisor, buena obra desea» (1 Tim. 3:1). El servicio de un superintendente en la Asamblea de Dios es una obra buena y muy necesaria, a la que deben aspirar los que están debidamente capacitados para ello. A veces esta buena obra no está asegurada en las asambleas, lo que parecería indicar una falta de interés y deseo espiritual en aquellos a quienes el Espíritu Santo evidentemente emplearía. De modo que tal vez sea necesario exhortar a algunos a desear hacer esta buena y necesaria obra. Esto es lo que hace Pedro en su Primera Epístola, capítulo 5: insta a los ancianos a cuidar del rebaño voluntariamente, siendo modelos para los demás. Una corona de gloria será su recompensa del Pastor soberano.

3.5.5 - Los siervos

Nos queda ahora considerar brevemente el lugar de los «siervos» en la Asamblea. Un siervo se ocupa de los asuntos temporales y materiales de la asamblea, mientras que el anciano tiene una tarea espiritual. Solo en Filipenses 1:1 y 1 Timoteo 3:8-13 se habla de siervos [7]; el último pasaje da los requisitos que se requieren de ellos.

[7] El autor está hablando aquí de los oficios de siervos o diáconos (en griego: diaconos) y no del uso más general de esta palabra para designar a cualquier persona que sirve, que hace un servicio. Nota del traductor.

Tenemos un ejemplo de su servicio en Hechos 6:1-6. Siete hombres, de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, fueron escogidos por la asamblea en Jerusalén y nombrados por los apóstoles para dar ayuda material a las viudas en el servicio diario. Aunque no se les llama siervos, eso es lo que eran: siervos de la asamblea para atender los asuntos materiales.

Notamos aquí que son elegidos por la asamblea y establecidos formalmente por los apóstoles. De hecho, si la asamblea hace donaciones de dinero o cosas materiales, es la voluntad de Dios que participe en la elección de aquellos a quienes considere adecuados para distribuir estas ofrendas con discernimiento, sabiamente y con buena conciencia. Así, hoy la asamblea puede elegir a aquellos a quienes desea ver ocuparse de estas cuestiones materiales.

3.6 - La autoridad divina

Apenas hemos tocado este tema en las páginas precedentes; pero tal vez sea necesario volver con un poco más de detalle a esta cuestión de la autoridad en la Asamblea. Hemos observado que el Señor mismo, que es exaltado en el cielo como Cabeza sobre todas las cosas, está presente en medio de unos pocos reunidos a su nombre, aunque sean solo 2 o 3; por lo tanto, es el único conductor y autoridad legítimos en la Asamblea.

Pero no solo tenemos la presencia del Señor y del Espíritu Santo en la Asamblea como autoridad; también tenemos su Palabra escrita, las Santas Escrituras, como guía y regla de conducta, que revelan claramente el pensamiento y la voluntad de Dios con respecto a todas las cosas. El pensamiento de Dios, expresado en su Palabra, es ley, y nos corresponde a nosotros aferrarnos a esta Palabra inspirada y revestida de autoridad, y actuar de acuerdo con sus preceptos y mandamientos. “Así dice el Señor” es la regla divina de conducta para la Asamblea del Dios vivo, y bajo la guía del Espíritu Santo es totalmente suficiente para cualquier decisión que deba tomarse.

Puesto que tenemos la Palabra inspirada, la cual nos da toda la dirección en cuanto al pensamiento de Dios y el camino que él hace para los suyos, ¿qué necesidad tenemos de credos y regulaciones? ¿Pueden las palabras del hombre establecer la verdad más claramente que las de Dios? Por supuesto que no. Necesitamos nada menos que toda la Biblia, y no se necesita nada más. También tenemos presente con nosotros al Espíritu Santo, autor de esta Palabra, para hacerla comprender y guiarnos en su aplicación a las dificultades y circunstancias de nuestro tiempo.

De los versículos 18 al 20 de Mateo 18, aprendemos que el Señor también ha dado autoridad a la asamblea reunida a su nombre para disciplinar, para atar y desatar, tomando decisiones que son ratificadas en el cielo. «En verdad os digo, que todo lo que ataréis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo… porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

Dondequiera que estén, el Señor está en medio de ellos y da todo el peso de su autoridad a los 2 o 3 reunidos a su nombre. Lo que atan o desatan en la tierra, según sea el caso, está atado o desatado en el cielo. Se les reconoce la autoridad para actuar. Es la autoridad que el Señor ha conferido a su Asamblea, la autoridad para actuar por él, en su nombre, en la tierra. Repito las palabras de otro: “¿Cuál es el verdadero poder, la verdadera fuente de autoridad, para la disciplina? La presencia de Jesús: no solo que la disciplina es el acto de una sociedad independiente que excluye a uno de sus miembros de su seno; es el acto de una reunión según el pensamiento de Dios, en el nombre de Jesús, y actuando en su nombre y con su autoridad, con el propósito de mantener la santidad propia de ese nombre. El peso de la decisión de una asamblea no se deriva del sufragio individual o del juicio de sus miembros, sino del hecho de que el Señor está presente en medio de ellos cuando están reunidos” (J.N. Darby).

3.6.1 - Su autoridad no es absoluta

Sin embargo, la Asamblea no es infalible; por lo tanto, está sujeta a error en sus juicios y acciones. Si aparta su mirada del Señor, puede actuar según la carne y no según el Espíritu y luego perder el pensamiento del Señor que está en medio de ella. Por lo tanto, siempre debe estar sometida al control de la autoridad de Dios tal como se expresa en las Escrituras. El Señor no ha dado a la asamblea una autoridad incondicional y absoluta: no puede actuar independientemente de él, ni poner de lado o excederse a Su voluntad claramente expresada en su Palabra. Por lo tanto, la promesa es condicional. Cuando la asamblea lo espera, y hay sumisión en el Espíritu a la Palabra escrita, que ilumina los hechos y las personas, el Señor, presente en medio de ellos, pondrá a prueba su poder y su gracia; hará que los mansos caminen por el camino recto y les enseñará su camino (Sal. 25:9).

Lo que escribe W. Kelly sobre este tema es muy apropiado. Lo citamos para nuestros lectores: “Estaba reservado a la anti-iglesia reclamar la autoridad sin cuestionar al mismo tiempo que la imposibilidad de equivocarse. Cuando hay una diferencia de pensamiento entre los fieles, es insensato pretender un carácter que se adhiere solo a su acuerdo en el poder del Espíritu. Y el apóstol rechaza lo que el romano pontífice se arroga a sí mismo, a saber, que, como una llave errante [8], la decisión obliga. Tarde o temprano, esto solo puede tener un efecto destructivo y no constructivo. No es Cristo, sino una usurpación humana, por no decir presunción.

[8] Incluso si la llave se equivoca, no funciona.

“Ya se trate de un individuo que se arroga este derecho para sí mismo, o de una asamblea, o, como en cierta tesis bien conocida, ya sea la cabeza al mismo tiempo que lo que representa a la Iglesia en su conjunto, tal afirmación es falaz y resta valor a la gloria del Señor. La promesa es estrictamente condicional, no absoluta; y nunca ha habido un error evidente, excepto cuando la condición no se ha cumplido; y luego, en su misma fidelidad, el Señor no dio su aprobación. Para estar incondicionalmente seguro, también tendría que ser infalible, y eso ni siquiera pertenece a un apóstol, sino solo a Dios. Él hará que los mansos caminen por el camino correcto, y les enseñará su camino, y ahora asegura esto en la Asamblea con su presencia y dirección personal; y esto, aunque nada parece más difícil de concebir, en presencia de la voluntad diversa de tantas personas, que obviamente actuarían en direcciones diferentes. Pero él está presente en medio de los suyos, para hacer que su poder y su gracia sean probados cuando verdaderamente esperan en él, y hay sumisión en el Espíritu a la Palabra escrita, que proyecta su luz divina sobre los hechos y sobre las personas; de modo que todos, sin compulsión ni engaño, obran unánimes en el temor de Dios, y se manifiesta la voluntad de los que tienen una opinión diferente, sean pocos o muchos.

“Pero dar por sentado que una decisión dada es irrevocable, porque es la opinión de una mayoría o incluso de toda una asamblea, a pesar de los hechos que contradicen su corrección o justicia, no es solo fanatismo (no digo: no es solo ilógico), es una rebelión inicua contra Dios. En tal caso, por humillante que pueda ser, y es sumamente humillante para una asamblea reconocer que ha ido demasiado rápido y que se ha equivocado al pretender tener el pensamiento del Señor, cuando ha actuado solo bajo la influencia engañosa de líderes preconcebidos o debido a la debilidad del rebaño que prefiere seguir la corriente para mantener la paz general a toda costa, o ya sea que haya ambas causas u otras, lo único que se debe hacer para agradar al Señor, es que el error, desde el momento en que se reconoce, debe ser confesado y rechazado tan públicamente como cuando se cometió, es nuestro deber para con el Señor y para con la asamblea, así como para con las personas (o grupo de personas, en su caso) más directamente afectados. Mantener las apariencias por el bien de los hombres, por respetados que sean, si se han engañado a sí mismos y a los demás, usar términos grandilocuentes, o evocar confusamente la cuestión de la verdad y la Ley para encubrir un error evidente de la justicia, es indigno de Cristo o de sus siervos. El apóstol estaba lejos de hacerlo: mientras que al comienzo de su Epístola (2 Cor.) se prohibía a sí mismo imponerse a la fe de los santos, al final muestra su sincero deseo –a pesar de la penosa falta de consideración que había sufrido– de evitar, si era posible, el uso de la severidad hacia aquellos que le habían dado serias razones para hacerlo. y que usara de la autoridad que el Señor le había dado para edificar, no para destruir” (2 Cor. 13:10). Notas sobre 2 Corintios.

Lo dejaremos así, por el momento, sobre el tema de la disciplina y la acción en la Asamblea para atar y desatar, ya que tendremos la oportunidad de volver a él cuando consideremos el tema de la disciplina en la asamblea.

3.6.2 - Las siete cosas divinas

Antes nos detuvimos en el maravilloso versículo de Mateo 18:20; pero ya que está de nuevo ante nosotros en las páginas anteriores, nos gustaría resaltar la riqueza de este pasaje lleno de promesas. A menudo se ha dicho que hay 7 cosas divinas en él:

  1. Dónde: Lugar divino
  2. Dos o tres: Número divino
  3. Están reunidos: Poder divino (reunidos por el Espíritu Santo)
  4. A mi Nombre (o: En mi Nombre): Nombre divino y propósito de la reunión
  5. Yo soy: Persona divina
  6. Allí: Presencia Divina
  7. En medio de ellos: Centro divino.

Que nuestro corazón se llene de la plenitud de esta sencilla pero magnífica promesa del Salvador, que siempre es suficiente.

3.7 - Las reuniones de la Asamblea

3.7.1 - Preámbulo

3.7.1.1 - Recordatorio

En nuestras meditaciones sobre la expresión local de la Asamblea, hemos considerado hasta ahora algunos de los principios importantes que deben constituir y gobernar una asamblea de Dios reunida bíblicamente.

Primero debe estar unida sobre la base del único Cuerpo compuesto de todos los creyentes, que se reconocen y reciben como miembros de este Cuerpo espiritual de Cristo, y no reconocen ningún otro título.

Segundo, estos creyentes deben estar reunidos en el (o al) nombre del Señor Jesucristo, con él solo como su centro, y aferrarse a este precioso nombre con exclusión de todos los demás.

Tercero, el Señor debe ocupar el lugar central que le corresponde como conductor divino; la presencia del Espíritu Santo debe ser reconocida, y uno debe depender de él para guiar a cada uno y distribuir a cada uno de acuerdo con su voluntad.

En cuarto lugar, el ministerio y el cuidado espiritual en la asamblea deben ser dispensados, no por un solo hombre, un pastor oficial nombrado, sino por los dones que Cristo ha dado a la Iglesia, miembros del Cuerpo, que se edifican unos a otros, bajo la dirección del Espíritu Santo, en su poder y energía.

Quinto, el servicio de supervisar en la asamblea debe ser realizado por aquellos que tienen las calificaciones morales y espirituales de ancianos, levantados y dirigidos por el Espíritu Santo para esta tarea necesaria. El servicio de diácono [9] debe ser hecho por aquellos que han sido elegidos por la asamblea para ese servicio.

[9] El autor está hablando aquí del oficio de siervo o diácono (en griego: diaconos) y no del uso más general de esta palabra para designar a cualquier persona que sirve, que hace un servicio. Nota del traductor

Sexto, la autoridad para actuar viene del Señor que está en medio de la asamblea, y de la Palabra de Dios que regula sus acciones.

Estos principios básicos nos han dado la estructura y, por así decirlo, el mecanismo provisto por Dios de la expresión local de la Asamblea del Dios vivo. Esto nos permite ahora considerar las diversas reuniones de la Asamblea. Pero antes de estudiarlos en detalle, presentaremos una visión general de la primera reunión local establecida por el Señor y el Espíritu Santo.

3.7.1.2 - La Iglesia en Jerusalén

En Hechos 1 encontramos una reunión de unos 120 creyentes en el aposento alto, después de que el Señor ha sido llevado al cielo (v. 15). Allí perseveraron unánimes en la oración, y esperaron la venida del Espíritu Santo prometido. En el día de Pentecostés, de acuerdo con la promesa, el Espíritu Santo descendió, y por un Espíritu todos fueron bautizados en un solo Cuerpo (1 Cor. 12:13) y fueron llenos del Espíritu.

Fue allí donde nació la Iglesia de Dios y la primera asamblea cristiana en una localidad fue formada por el Espíritu Santo. Al principio, la Iglesia formada en Jerusalén estaba compuesta únicamente por judíos, y las verdades particulares de la esperanza y la vocación de la Iglesia aún no se conocían. Sin embargo, podemos considerar este ensamblaje como un ensamblaje modelo para nosotros, en muchos sentidos. Fue el comienzo de la Iglesia, y siempre es instructivo volver al principio. Allí obró el Espíritu Santo, ordenando las cosas tal como debían perpetuarse; así que debemos volver a este punto de partida para conocer la verdad.

Del relato inspirado de Hechos 2, vemos de inmediato que el Espíritu Santo era el conductor de la Asamblea. Los creyentes comenzaron a proclamar las cosas magníficas de Dios, tal como el Espíritu les daba para expresarse. Entonces Pedro, por la energía del Espíritu y bajo su dirección, anunció a la multitud la crucifixión, la resurrección y la glorificación de aquel Jesús a quien habían rechazado y dado muerte. El Espíritu de Dios usó sus palabras para producir en el corazón de los oyentes la convicción de pecado, y obró en sus almas el arrepentimiento para salvación. Entonces, los que habían recibido su palabra fueron bautizados con agua en el nombre de Jesús, y unas 3.000 personas fueron añadidas a esta primera asamblea de creyentes.

Todos ellos «perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones». Tenían todo en común, perseverando unánimes en el templo, partiendo el pan en sus casas y comiendo de su comida con gozo y sencillez de corazón (Hec. 2:42-47).

3.7.1.3 - Las principales características de las reuniones en Jerusalén

Así vemos cuáles eran las actividades de esta asamblea establecida por Dios en Jerusalén durante sus reuniones. Es oportuno que señalemos algunos puntos que caracterizaron su testimonio: los creyentes eran testigos de Cristo, según la palabra del Señor en Hechos 1:8. Encontramos estos caracteres detallados en Hechos 1 y 2:

1. En primer lugar, estaban juntos, de común acuerdo, y perseveraban en la oración.

2. Por el Espíritu fueron bautizados en un solo Cuerpo, llenos, dirigidos y revestidos de poder; dieron testimonio de Cristo Jesús.

3. Cuando dieron testimonio, presentaron a Jesucristo, llamaron a los hombres al arrepentimiento y proclamaron la remisión de los pecados en su nombre. Por lo tanto, estaban ocupados en predicar el Evangelio de la salvación en Cristo.

4. Bautizaron [10] a los que recibieron esta palabra de salvación, y así comenzaron a cumplir la misión recibida del Señor resucitado, de hacer discípulos a todas las naciones y bautizarlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

5. Perseveraron unánimes en la doctrina de los apóstoles, en la enseñanza que el Señor les había dado, en feliz comunión los unos con los otros.

6. Todos los días partían el pan en sus casas, y por eso recordaban con frecuencia al Señor en su muerte por ellos, como lo había pedido (Lucas 22:19-20).

7. También estaban unidos en las actividades ordinarias de la vida, compartiendo sus posesiones y comiendo su comida con alegría y sencillez de corazón.

8. Perseveraron juntos en la oración colectiva y tuvieron el favor de todo el pueblo.

[10] Como el bautismo en agua sigue a la fe en el Evangelio y está más o menos conectado con la obra de evangelización, no nos hemos detenido en este tema en estas reflexiones sobre la Iglesia. Es el bautismo del Espíritu Santo el que introduce a alguien en la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. Sin embargo, el propósito divino en el libro de los Hechos nos muestra que aquellos que fueron salvos fueron bautizados con agua y luego fueron recibidos en la asamblea local de cristianos. Nadie puede llamarse cristiano si no ha sido bautizado con agua en el nombre del Señor Jesús. De esto se deduce que ninguna persona no bautizada debe ser recibida en la comunión en una asamblea, porque la institución del bautismo precede a la de la Cena del Señor.

Más detalles de esta asamblea en Jerusalén se encuentran en los siguientes capítulos de Hechos, pero no podemos detenernos más en este tema aquí.

Tales eran las actividades de la Iglesia naciente. Que el Señor nos ayude a volver a «lo que era desde el principio» (1 Juan 1:1) y a encontrarnos reunidos de la misma manera, en la teoría y en la práctica. Podemos decir que estas actividades eran el derramamiento natural de la naturaleza divina que había en estas almas regeneradas, y del Espíritu Santo que habitaba en ellas. Esta nueva naturaleza tiene hambre y sed de la Palabra de Dios y anhela saborear los tesoros de Dios en comunión. Arde en deseos de expresarse en la oración y en la alabanza a Dios, en la adoración y en la renovación de sus fuerzas; ella desea obedecer a la Palabra de Dios y compartir con otros lo que posee. El Espíritu Santo que mora en cada creyente se deleita en guiarlo en estas actividades.

Por lo tanto, estos deseos de la nueva naturaleza, que el Espíritu Santo desarrolla y fortalece, llevan a las almas a reunirse en torno al Señor para la enseñanza, la comunión, la adoración, la oración y la proclamación del Evangelio. Por consiguiente, las reuniones de la asamblea comienzan naturalmente con vistas a estos diferentes propósitos. Debería ser así, y Hebreos 10:24-25 nos advierte: «Velemos unos por otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; sin dejar de congregarnos como algunos acostumbran, sino exhortándonos, y tanto más cuanto veis que el día se acerca». Al principio, los creyentes se reunían todos los días, pero esto no continuó. Ahora, a medida que vemos que se acercan los días malvados de la apostasía y la iniquidad, es aún más necesario reunirse a menudo con aquellos que comparten la misma fe.

Después de esta introducción de las actividades de la naciente Iglesia en Jerusalén, consideraremos en detalle las diversas reuniones de la Asamblea.

3.7.2 - Las reuniones de la Asamblea para el partimiento del pan y la adoración

Como hemos visto, la asamblea primitiva de Jerusalén perseveró «en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (Hec. 2:42). Así, además de la comunión, que se aplica a todas las reuniones y a toda la vida del creyente, encontramos aquí 3 características principales que marcan la vida de asamblea de estos cristianos: la enseñanza, el partimiento del pan y la oración. Sin duda, esto caracterizó originalmente todas sus reuniones; pero a medida que la Iglesia abandonó gradualmente el judaísmo, vemos que había reuniones regulares para propósitos específicos.

En Hechos 20:6-7 aprendemos que el primer día de la semana se celebraba una reunión regular para partir el pan. Pablo y sus compañeros llegaron a Troas y permanecieron allí 7 días. «El primer día de la semana, como estábamos reunidos para partir el pan, Pablo… les predicaba». Aquí, en un momento específico (el primer día de la semana), en un lugar específico, los discípulos se reunían para un propósito específico (partir el pan). La expresión utilizada aquí nos lleva a pensar que era una costumbre semanal regular para ellos.

No se habían reunido para encontrarse con el apóstol ni para escucharlo predicar, sino para partir el pan el primer día de la semana, el día de la resurrección, el día que habla del poder de vida del Señor. Esta era su costumbre, y Pablo y sus compañeros permanecieron en Troas 7 días para tener el precioso privilegio de partir el pan con los discípulos. Como estaban así reunidos para este propósito, Pablo aprovechó la oportunidad para enviar un mensaje a los creyentes, ya que los dejaba al día siguiente. Pero el objetivo principal de su reunión era recordar al Señor en su muerte; era el centro de su culto y una ocupación habitual entre ellos en el día del Señor, el primer día de la semana.

Así aprendemos de Hechos 2 y 20 que una de las principales reuniones de las iglesias apostólicas era la reunión para el partimiento del pan y el culto, en respuesta al deseo expresado por el Señor la noche en que fue traicionado. También aprendemos que al principio se reunían diariamente en Jerusalén para recordar al Señor al partir el pan, y que más tarde parece haber sido la costumbre en las asambleas que se habían formado en otros lugares reunirse cada primer día de la semana para celebrar la Cena del Señor. El Señor había dicho a través de Pablo: «Siempre que comáis de este pan y bebáis de esta copa, la muerte del Señor proclamáis hasta que él venga» (1 Cor. 11:26); así que lo hacían a menudo. Estos primeros cristianos, en el resplandor y el frescor de su primer amor, tenían la costumbre de partir el pan en el conmovedor recuerdo de su Señor. Estaban tan llenos del Espíritu Santo que Cristo era siempre el objeto de sus corazones, y participaban gustosamente de ese santo servicio que era, según las propias palabras del Señor, el memorial de sí mismo en su muerte.

Nótese que no era el primer domingo del mes o del trimestre, sino el primer día de la semana que se reunían para este santo servicio en respuesta al deseo de su Salvador y Señor. No partían el pan de vez en cuando, como hacen la mayoría de los cristianos hoy en día, sino que lo hacían regularmente, todos los domingos. Este debería ser nuestro hábito, si deseamos seguir el modelo establecido por las Escrituras. Estos primeros cristianos amaban demasiado a su Señor como para descuidar el precioso memorial de su amor, que había instituido la noche en que fue traicionado. Su ejemplo nos enseña que cuanto más aman los creyentes a Cristo y su Palabra y están llenos del Espíritu Santo, más gozo encuentran en venir a su Mesa para recordarlo y proclamar la muerte del Señor hasta que él venga. Porque él mismo dijo: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15).

3.7.2.1 - La Cena: ¿Con qué propósito?

Así hemos visto que la iglesia del principio se reunía regularmente el primer día de la semana para partir el pan, y que esta reunión era la razón principal de su reunión (ya que es la única que se menciona expresamente). Por lo tanto, llegamos a considerar con mayor precisión el significado y el propósito de la Cena del Señor. Los Evangelios nos presentan la institución de la Cena, los Hechos de los Apóstoles su celebración, y la Primera Epístola a los Corintios su explicación.

En el Evangelio según Lucas leemos: «Cuando llegó la hora, se sentó a la mesa y los doce apóstoles con él. Y les dijo: Mucho he deseado comer con vosotros esta Pascua, antes de que yo padezca; porque os digo que nunca más la comeré, hasta que sea cumplida en el reino de Dios. Tomó una copa y tras dar gracias, dijo: Tomad esto y repartidlo entre vosotros. Porque os digo que no beberé en adelante del fruto de la vid, hasta que venga el reino de Dios. Tomó un pan y tras dar gracias, lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado. Haced esto en memoria de mí. Tomó también la copa, después de cenar, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros es derramada» (22:14-20).

Fue la última vez que el Señor estuvo con sus discípulos antes de ir a la cruz, donde él mismo se daría como sacrificio por el pecado. Allí su cuerpo sería clavado en la cruz y llevaría «en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero» (1 Pe. 2:24), como Pedro lo expresaría más tarde. Allí bebería la copa de la ira de Dios contra el pecado, y su sangre sería derramada para expiar los pecados. Sobre la base de una redención completa, él sellaría un nuevo pacto en su sangre derramada para todos los creyentes. Entonces iría a su Padre y ya no estaría presente corporalmente con sus discípulos.

Por esta razón, después de la cena de la Pascua, instituyó la nueva comida de recuerdo, la Cena del Señor, que les recordaría a ellos y a todos los creyentes a lo largo de los siglos su obra por ellos en el Calvario. El pan era el símbolo del cuerpo en el que él debía sufrir y hacer la obra de expiación, y la copa les recordaría su sangre derramada en la cruz por nuestros pecados [11].

[11] Esto no significa, como algunos erróneamente piensan y enseñan, que en la Cena el pan se convierte literalmente en su cuerpo, y el contenido de la copa se convierte literalmente en su sangre, de modo que realmente comeríamos su cuerpo y beberíamos su sangre como algo que nos haría más limpios para el cielo y nos daría el perdón de nuestros pecados. El Señor siempre estuvo presente corporalmente con ellos cuando instituyó la Cena; ciertamente, no quiso decir que, estando corporalmente presente, les diera su cuerpo en el pan y su sangre en la copa. Pero pensó en el momento en que ya no estaría presente con ellos y les dio, a ellos y a los creyentes de toda la época de la Iglesia, los símbolos del pan y de la copa que revivirían en ellos el recuerdo de sí mismo y de su muerte en la cruz. Cuando el Señor dice: «Esto es mi cuerpo» y «esta copa es el nuevo pacto en mi sangre», estaba usando una figura, como lo hacía a menudo, tal como lo hacemos nosotros, cuando mostramos una imagen de alguien a quien amamos y decimos: “Esta es mi madre”, y así sucesivamente. Con esto queremos decir que la imagen es una semejanza de aquel que nos es querido, una representación, y estas palabras no pueden implicar un significado literal. Sin embargo, muchos han forzado el significado de esta expresión similar en la boca de nuestro Señor –«Esto es mi cuerpo»– y sostienen que los símbolos de la Cena del Señor se convierten literalmente, mediante la palabra de un sacerdote o pastor, en su cuerpo y sangre para el que participa en ella.

Entonces, ¿cuál es el propósito y el significado de la Cena del Señor? «Haced esto en memoria de mí» son las benditas palabras que él mismo pronunció. Él conocía muy bien la tendencia natural de nuestros corazones a alejarse de él y a alejarse los unos de los otros, y nos dio este memorial de él muriendo por nosotros, para que podamos recordar constantemente su inmenso amor por nosotros y la maravillosa redención obrada en nuestro favor. Quiere que levantemos un monumento a su muerte en este mundo que no lo quiere, ni un monumento de mármol o una costosa creación arquitectónica, sino un simple gesto de recuerdo. «Haced esto» (Lucas 22:19), dice. Es un gesto de obediencia que nos exige. Queridos lectores cristianos, ¿lo hacen ustedes?

La institución de la Cena del Señor era de tal importancia que el Señor le dio a Pablo una revelación especial en gloria. Está registrado en la Primera Epístola a los Corintios (11:23-29). El propósito de la Cena se presenta claramente, así como la manera en que debe celebrarse.

A los que responden al amor de su corazón, que desea ser recordado de la manera que él mismo enseñó, se les da la seguridad: «Porque siempre que comáis de este pan y bebáis de esta copa, la muerte del Señor proclamáis hasta que él venga» (1 Cor. 11:26). Este es el sentido de lo que hacemos, recordarlo, comiendo pan y bebiendo de la copa. Es el anuncio de su precioso sacrificio como único fundamento de la salvación. Por lo tanto, cada vez que los creyentes se reúnen para recordar al Señor en el partimiento del pan, están anunciando el hecho glorioso de la muerte de Cristo a los pecadores y la salvación en virtud de su sangre derramada. ¡Qué maravilla!

3.7.2.2 - La celebración de la Cena

La Primera Epístola a los Corintios nos informa que la asamblea en Corinto estaba en mal estado, de modo que se había producido un gran desorden entre ellos en muchos aspectos, y especialmente con respecto a la Cena del Señor. El capítulo 11 nos muestra que se reunían de forma superficial y no tomaban la Cena del Señor según su verdadero sentido. El apóstol les escribiría: «Cuando, pues, os reunís, esto no es comer la Cena del Señor; porque al comer, cada cual se adelanta a tomar su propia cena; uno tiene hambre, y otro está embriagado» (v. 20-21).

Parece que confundían sus ágapes (comidas tomadas en común por los primeros cristianos) con la Cena del Señor; así que comían la Cena del Señor de una manera irreverente e indigna, de modo que se perdió de vista el verdadero carácter de la Cena del Señor. Incluso habían pervertido el carácter de estas fiestas haciendo distinciones de clase, los ricos traían abundantemente y preparaban buena comida, mientras que los pobres solo tenían una comida escasa y tenían hambre.

Así, el apóstol Pablo fue guiado por el Espíritu de Dios a escribirles esta Epístola para corregir todos estos desórdenes. Este capítulo 11 nos da instrucciones especiales en cuanto al propósito de la Cena del Señor y su celebración con santidad y reverencia. Siendo esta Epístola a los Corintios destinada por Dios a formar parte de las Sagradas Escrituras, vemos que en su sabiduría permitió que estos desórdenes salieran a la luz en la Iglesia del principio; así, a través de esta Epístola, poseemos instrucciones permanentes y divinas que conciernen a tales situaciones, y conocemos más plenamente su pensamiento y voluntad. Por lo tanto, vemos que Dios no solo quería que Pablo expresara el pensamiento de Dios sobre estos asuntos a los corintios, sino que también quería guiar e instruir a toda la Iglesia a lo largo de su historia. ¡Cuán agradecidos deberíamos estar!

En el versículo 23 aprendemos que se le había dado una revelación especial al apóstol Pablo a propósito de la Cena del Señor. «Recibí del Señor lo que también os enseñé». Pablo no fue uno de los apóstoles presentes con el Señor la noche en que instituyó la cena del recuerdo, por lo que fue personalmente que recibió estas enseñanzas sobre la Cena. Ya no era simplemente el humilde Jesús hablando en la cena de la Pascua, sino el Señor en el cielo en su trono de gloria, dándole a Pablo estos detalles en cuanto al pensamiento de Dios acerca del partimiento del pan.

Sin duda, esto nos muestra la importancia de la Cena del Señor como institución cristiana. Todo el tema de la Cena, su institución por el Señor la noche en que fue entregado, su propósito divino como un acto de conmemoración, y la manera en que debemos participar de ella, es de inmensa importancia, ya que el Señor la ha hecho objeto de una revelación especial.

A lo largo de este capítulo sobre la Cena, debemos notar la frecuencia del uso de la palabra «Señor», que evoca su título de Amo. El apóstol habla de la Cena del Señor, del Señor Jesús, de la muerte del Señor, de la copa del Señor, del cuerpo y de la sangre del Señor, del cuerpo del Señor, de ser castigado por el Señor. La razón es simple. No hay duda de que los corintios habían olvidado que él era el Señor, de lo contrario no se habrían dejado arrastrar a este espantoso desorden concerniente a la Cena.

Aquel de quien habla la Cena ha sido hecho Señor de todo, y tiene el derecho absoluto de control y autoridad sobre todo lo que tenemos y todo lo que somos. Somos responsables ante él por lo que hacemos, decimos y pensamos, especialmente cuando lo recordamos en su muerte. En este sentido, los corintios se habían olvidado del Señor y habían hecho de la Cena su propia comida. Estaban ocupados con lo que les concernía y habían perdido de vista lo que concernía al Señor. Habían olvidado la presencia del Señor y, por lo tanto, habían perdido el verdadero significado de la Cena del Señor. Esto es lo que sucede cuando su presencia no se realiza. Habían caído hasta el punto de reducir la Cena al nivel de una comida ordinaria. Era necesario que fueran devueltos a la conciencia del señorío de Cristo y de la santidad de la Cena del Señor. Por lo tanto, Pablo fue inducido a escribirles de una manera urgente y solemne para que sus corazones volvieran a una verdadera apreciación de Cristo en el partimiento del pan.

Tal era el grave error en que habían caído los corintios; necesitamos darnos cuenta de que nosotros mismos estamos constantemente en peligro de caer en un estado similar de negligencia y desorden en la manera en que participamos a la santa Cena del Señor. Es de suma importancia que nos demos cuenta de la presencia del Señor Jesús, y que enfoquemos nuestros pensamientos y afectos en él cuando nos reunimos para recordarlo en su muerte. Satanás se esfuerza continuamente por apartar nuestros pensamientos de la persona y la obra de nuestro Señor Jesucristo, y por ocupar nuestros corazones con cosas que no son adecuadas para la Cena y para la Mesa del Señor.

Es por eso que necesitamos exhortarnos continuamente a velar y orar para que nuestros corazones y mentes se concentren en nuestro Señor y Salvador en la hora del recuerdo y la adoración. Su bendita persona y su obra de redención están ante nosotros en la Cena, y nuestros ojos fijos en él desterrarán los pensamientos errantes y calmarán las mentes inquietas. Entonces se comprenderá su presencia y la Cena del Señor se celebrará de una manera que le agrade a él.

En los versículos 23 al 25 de 1 Corintios 11, el apóstol nuevamente les recuerda las palabras del Señor en la institución de la Cena, y en el versículo 26 agrega que cada vez que participaban en ella, anunciaban la muerte del Señor hasta que él viniera. Prestemos atención a estas palabras: «hasta que él venga». Debemos seguir recordándolo todos los domingos, cada primer día de la semana, hasta que venga en las nubes a tomar posesión de su Iglesia. De este modo, el partimiento del pan nos hace mirar hacia atrás, a la muerte de nuestro Salvador, hacia arriba donde se encuentra ahora, y hacia adelante, al feliz momento en que vendrá a arrebatarnos [12].

[12] Podríamos añadir aquí que el hecho del nacimiento del Señor en este mundo como hombre también puede ocuparnos en relación con los símbolos de la Cena, porque fue entonces cuando tomó un cuerpo de carne y sangre. Así, su nacimiento, muerte, resurrección, glorificación y regreso son necesariamente recordados a nuestra memoria cada vez que comemos pan y bebemos de la copa con sinceridad de corazón. Es por eso que no necesitamos tener cada año un día especial de conmemoración de su nacimiento, otro de su muerte y otro de su resurrección. Nada se dice en las Escrituras acerca de tales días, pero cada primer día de la semana el Señor desea que lo recordemos en su encarnación, sufrimientos, muerte, resurrección, glorificación y regreso.

Llegamos ahora a las solemnes palabras del apóstol acerca de comer y beber la Cena indignamente. «Así, cualquiera que coma del pan o beba de la copa del Señor indignamente, será culpable del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, que cada uno se examine a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa; porque el que come y bebe sin discernir el cuerpo del Señor, come y bebe juicio para sí mismo» (1 Cor. 11:27-29).

Si tenemos en cuenta lo que ya hemos visto acerca del desorden entre los corintios con respecto a la Cena del Señor, nos ayudará a comprender que lo que dice el apóstol acerca de comer y beber indignamente no se refiere a la dignidad o indignidad de las personas, sino a la manera indigna en que participaron de la Cena. Si comer la Cena del Señor dependiera de la dignidad personal, nadie en el mundo podría participar de ella, porque nadie en sí mismo es digno de hacerlo. Somos dignos solo en el sentido de que Cristo nos ha tomado de nuestro estado de perdición, nos ha purificado con su sangre y por lo tanto nos ha hecho aptos para su presencia, y nos ha dado el derecho de participar de la Cena. Este derecho es el resultado de lo que él ha hecho por nosotros y no de ninguna dignidad personal.

El apóstol no está hablando de la dignidad individual en absoluto, sino de cómo se comportaban los santos cuando estaban juntos. Fueron muy descuidados y no consideraron el significado del pan y la copa. Olvidaron las realidades solemnes expresadas por los símbolos, y participaron en ellas como si fueran cosas ordinarias y sin sentido. No discernían en el pan el cuerpo del Señor; y comieron y bebieron indignamente, y trajeron juicio sobre sí mismos.

El peligro es el mismo para nosotros hoy. Podemos participar de la Cena del Señor ligeramente, sin pensar en su cuerpo y su sangre, mientras comemos el pan y bebemos de la copa. Puede ser que nuestros pensamientos estén ocupados con algo más que él, de quien decimos que recordamos. Si por fe no discernimos su cuerpo, comemos indignamente y somos culpables del cuerpo y la sangre del Señor cuando tratamos con indiferencia los símbolos que los representan. ¡Solemne pensamiento!

Como hemos dicho, el pan no se convierte en su cuerpo, y el contenido de la copa no se convierte en su sangre, pero por fe hablan expresamente del cuerpo magullado de Cristo y de su sangre derramada. Por lo tanto, surge la pregunta: ¿Realmente discernimos por fe el cuerpo del Señor en el partimiento del pan? ¿Tomamos a veces la Cena como una comida ordinaria, como una cosa común, a la ligera y sin juzgarnos a nosotros mismos? ¿Alguna vez dejamos de darnos cuenta de su presencia? O no comprendemos que, en el pan y en la copa, el Espíritu desea presentar a nuestros corazones su cuerpo entregado por nosotros, y su sangre derramada por nosotros. Si esto es así, comemos y bebemos indignamente; comemos y bebemos juicio contra nosotros mismos y atraeremos sobre nosotros la mano del Señor como castigo. «Por esto muchos de entre vosotros están enfermos y debilitados, y bastantes duermen. Pero si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados. Pero siendo juzgados, somos educados por el Señor, para no ser condenados con el mundo» (v. 30-32). Estas son las graves consecuencias de comer y beber la Cena del Señor indignamente.

Por lo tanto, si participar de la Cena del Señor es algo solemne, y si puede suceder que uno coma y beba indignamente con las graves consecuencias que esto conlleva, bien puede temblar y ser impedido de obedecer el último deseo expresado por el Señor: «Haced esto en memoria de mí». Eso sería caer en otro error y ser desobediente al mandamiento de amor del Señor. En este sentido, los versículos 28 y 31 son un estímulo para nosotros que no debemos ignorar. «Por tanto, que cada uno se examine a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa… Si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados».

Por un lado, la santidad y la reverencia se mantienen y, por otro lado, la gracia nos anima y fortalece a acercarnos y participar de la Cena juzgándonos a nosotros mismos, con severidad y seriedad. Aunque el Señor nos invita a probarnos a nosotros mismos, a examinarnos a nosotros mismos, a escudriñar nuestros caminos y a practicar constantemente el juicio propio, invita a todo su pueblo a venir y comer el pan y beber de la copa, pero no sin seriedad y gravedad. Nótese que él no dice: “Que cada uno se pruebe a sí mismo y se abstenga de ello”, sino: «Que cada uno se examine a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa». Es como personas que se prueban y juzgan a sí mismas que se nos invita a participar en la Cena. Así la gracia fortalece al que se escudriña con justicia y se juzga a sí mismo; y esto es lo que le da la audacia de participar en la Cena con la conciencia tranquila. Por el contrario, si hay ligereza y falta de juicio propio, el Señor puede intervenir para juzgar y castigar, con la consecuencia de la enfermedad y, en algunos casos extremos, la muerte (v. 30).

Así, lo que nos impide participar indignamente en la Cena del Señor, de comer y beber un juicio contra nosotros mismos, es el santo ejercicio de un juicio profundo, serio y habitual de nosotros mismos. Esto es algo crucial para una vida cristiana feliz. El auto juicio es un ejercicio invaluable e indispensable. Si se practicara más fielmente y con más frecuencia, nuestro curso diario cambiaría. Si el «yo» fuera juzgado continuamente en la presencia de Dios, no estaríamos obligados a juzgar nuestros caminos, nuestras palabras, nuestras acciones, porque la carne sería refrenada, la raíz sería juzgada y no daría su fruto malo. Tampoco habría necesidad de que el Señor nos castigara.

Habiendo dejado claro que comer y beber indignamente se relaciona en primer lugar con nuestra conducta y la manera en que participamos de la Mesa del Señor, debemos agregar unas palabras sobre nuestra conducta y nuestro caminar durante la semana. Que no se suponga que, puesto que hemos hablado tanto de nuestra actitud de corazón cuando estamos en la Mesa del Señor para recordarlo, la cuestión de nuestra conducta durante la semana no tiene importancia, o que no está relacionada con participar indignamente en la Cena del Señor.

Seremos en la Mesa del Señor lo que somos durante la semana. De lo que nuestros corazones han estado ocupados durante los últimos 6 días, estarán ocupados el primer día de la semana, cuando estemos en su Mesa. Si no hemos mostrado nada más que negligencia e indiferencia hacia el Señor durante la semana, no puede ser de otra manera cuando estamos en su Mesa, y no discerniremos verdaderamente su cuerpo y su sangre en los símbolos de la Cena. Así comeremos y beberemos el juicio contra nosotros mismos. Es imposible que nuestros corazones vivan en una atmósfera mundana durante la semana y estén completamente desapegados de ella cuando deseamos recordar al Señor en su día.

Si alguien vive una vida de frivolidad, vanidad, placer y mundanidad durante la semana, si va al cine, asiste a conciertos, actuaciones, eventos musicales o deportivos, etc., ¿puede haber en él el discernimiento del cuerpo del Señor en el partimiento del pan el primer día de la semana? Por supuesto que no. ¿Pueden esa grosera mundanidad y desobediencia al Señor estar asociadas con alguna comunión espiritual con el cuerpo y la sangre del Salvador? Estas personas pueden participar externamente del “partimiento del pan”, pero es de temer que no experimenten prácticamente nada del poder interno y la realidad de comer y beber, por fe, el cuerpo y la sangre de Cristo (vean Juan 6:55-56). Por lo tanto, serán culpables de no discernir el cuerpo del Señor, y de comer y beber juicio contra sí mismos al participar de la Cena.

Que el Espíritu de Dios nos conceda escudriñar profundamente en nuestro corazón; para que cultive en nosotros un espíritu de juicio verdadero y constante de nosotros mismos, para que recordemos a nuestro amado Señor con corazón sincero y de una manera verdaderamente digna de él.

3.7.2.3 - La expresión de la comunión

Hemos considerado la Cena del Señor en su carácter principal como una fiesta de conmemoración, que simbólicamente pone ante nosotros el cuerpo y la sangre de Cristo, según 1 Corintios 11. Hay, sin embargo, en la Cena del Señor, además de este carácter esencial del recuerdo, otro aspecto de la verdad que muchos pasan por alto. Esto se nos da en 1 Corintios 10:16-17: «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo Cuerpo; porque todos participamos de un solo pan».

Este es el acto colectivo del partimiento del pan: «la copa de bendición que bendecimos» y «el pan que partimos». En el capítulo 11, cada individuo realiza el acto de comer pan y beber de la copa como para el Señor, y es responsable de hacerlo de una manera digna. De ahí las expresiones: «cualquiera que coma del pan o beba de la copa», y «que cada uno se examine a sí mismo». Pero los versículos de 1 Corintios 10 enfatizan una verdad importante: el aspecto colectivo de participar juntos en la Cena del Señor. Al recordar juntos al Señor, al compartir el mismo pan y el mismo vaso, expresamos la comunión entre nosotros y con la mesa en la que participamos. Por lo tanto, el pensamiento de la comunión, o parte común, en el partimiento del pan debe estar ante nosotros, y es el pensamiento principal del pasaje que nos concierne.

Es por esta razón que la copa se menciona primero, porque la expiación por la sangre de Cristo derramada por nosotros es la base de nuestra comunión con Dios y con los creyentes. «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo?» o, como también puede traducirse, “comunión en la sangre de Cristo”. Cuando damos gracias por esta copa y participamos de ella juntos, expresamos nuestra comunión en la sangre de Cristo; y en la medida en que verdaderamente comprendemos esta verdad, entramos en sus pensamientos en cuanto a la comunión, compartimos en ella y disfrutamos de lo que él ha adquirido para nosotros con su sangre.

Luego el apóstol continúa: «El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo Cuerpo; porque todos participamos de un solo pan». Por lo tanto, el pan tiene aquí otro significado, que se añade al del cuerpo del Señor dado por nosotros. Aprendemos que el único pan del que participamos en la Cena del Señor es también una imagen de su Cuerpo espiritual ahora en la tierra, «la iglesia, la cual es su cuerpo» (Efe. 1:22-23).

Esto nos habla de la unidad del Cuerpo espiritual de Cristo: «un solo pan, un solo Cuerpo». Como miembros de este Cuerpo espiritual de creyentes, participamos juntos en la Cena del Señor en la asamblea, y por lo tanto expresamos nuestra comunión unos con otros. Esto es lo que es «la comunión del cuerpo de Cristo» y la manifestación práctica de la verdad de que «nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo Cuerpo; porque todos participamos de un solo pan». En el acto de partir el pan, manifestamos visiblemente nuestra unidad como «miembros los unos de los otros» en Cristo.

Por lo tanto, no hay la menor idea de división en los símbolos instituidos para la Cena, y tal pensamiento no puede ser aceptado. Estos símbolos representan esa unidad imperecedera e indestructible del Cuerpo de Cristo, que permanece verdadera a pesar de las múltiples divisiones que existen en la cristiandad. Partir el pan en pedazos, como hacen algunos, o tomar hostias y tazas individuales está en completo desacuerdo con el símbolo del pan y la copa de 1 Corintios 10:16-17, y con la verdad del Cuerpo único formado por los creyentes. Por lo tanto, esta práctica es completamente opuesta a las Escrituras. Puesto que la base bíblica de la reunión es aquella en la que solo se reconoce el único Cuerpo formado por todos los creyentes, el único pan es, por lo tanto, el único símbolo apropiado. Y es «la copa de bendición que bendecimos», no las copas, aunque a veces es necesario hacer circular más de una copa en numerosas asambleas.

3.7.2.4 - ¿Quién puede participar?

Puesto que el pan de la Cena también habla del único Cuerpo formado por todos los creyentes, y puesto que el hecho de que comamos juntos de este pan expresa nuestra unidad y comunión mutua, debería ser fácil responder a la pregunta de quién puede participar con derecho en la Cena. Esta comida es solo para aquellos que son miembros del Cuerpo, reconocidos como tales. Solo aquellos que conocen al Señor Jesús como su Salvador, y verdaderamente creen en la virtud de su muerte expiatoria para su salvación, tienen el derecho de participar de la Cena del Señor y estar en su Mesa. La Cena del Señor es solo para la familia de los redimidos; si alguno dice que es hijo de Dios, debe probar con su andar que realmente lo es; de lo contrario, esta confesión no es más que una profesión vana. Todos los que son conocidos como verdaderos creyentes, que caminan como tales en separación del mal, y que no están excluidos por la disciplina bíblica, tienen el privilegio de participar en la Cena del Señor en la Asamblea de Dios. «Por tanto, recibíos unos a otros, así como Cristo también os recibió para gloria de Dios» (Rom. 15:7).

Si a las personas que no son salvas o que no lo manifiestan claramente se les permite participar de la Cena con verdaderos creyentes, ¿puede haber una verdadera expresión de unidad de la comunión en el partimiento del pan? Ninguna, con certeza. Si participamos de la Cena con los inconversos, no podemos decir como lo hizo Pablo: «Nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo Cuerpo», porque en el círculo así formado, algunos no son parte del Cuerpo.

En las entrevistas con cristianos sobre este tema, a menudo se escucha la siguiente respuesta: “Tomo la Cena del Señor para mí, los demás no me interesan. Si algunos participan sin tener derecho a hacerlo, comen en su propio detrimento; no es mi responsabilidad”. Tal actitud ciertamente demuestra que la verdad de 1 Corintios 10:16-17 no se conoce ni se entiende. El Señor no nos invita a participar de la Cena para comer y beber cada uno para sí mismo. No, cada hijo de Dios está invitado a venir y participar en comunión con otros creyentes y hay un gozo colectivo, así como una responsabilidad colectiva.

3.7.2.5 - La ausencia de participación voluntaria

No podemos dejar la Cena del Señor accesible a cualquiera que quiera participar en ella; en otras palabras, no es responsabilidad exclusiva del individuo la cuestión de participar o no. En 1 Corintios 5, el apóstol Pablo coloca claramente a la asamblea en Corinto ante su responsabilidad de quitar la levadura que había sido introducida en su seno, y de juzgar a los que están dentro, es decir, a los que están en el círculo de comunión expresado en la Mesa del Señor. Él les ordena: «Quitad al malvado de entre vosotros» (v. 13). Aquí vemos que la Asamblea es responsable de mantener la santidad de la Mesa del Señor y de la Cena. Si los corintios iban a quitar el mal de entre ellos, entonces eran responsables de ver que ningún mal pudiera permanecer en la Asamblea o en la Mesa del Señor.

1 Corintios 5:12-13, nos enseña que, en relación con el círculo de comunión en la Cena del Señor, hay quienes están «dentro» y quienes están «fuera». Esto solo puede significar una cosa: hay que prestar atención y vigilancia a los que participan en la Cena; hay que saber discernir quién está dentro y quién está fuera. Es necesario, mediante conversaciones con las almas, conocer la realidad de su fe y la rectitud de su caminar si queremos mantener la santidad de la Mesa del Señor, y si queremos expresar verdaderamente la unidad y la comunión en el partimiento del pan.

En Israel, había porteros que vigilaban las puertas y guardaban las entradas a la Casa de Dios (vean 1 Crón. 9:17-27 y Neh. 7:1-3). Su deber era dejar entrar a los que tenían derecho y negar el acceso a los que tenían que permanecer fuera. De manera similar, hoy en día, en la Asamblea de Dios, el servicio de los guardianes es de suma importancia para proteger a la Asamblea de la contaminación ocasionada por la entrada de personas inconversas o contaminadas. No es que haya necesidad de un servicio oficial de guardianes en la Asamblea, pero debe haber una atención cuidadosa y divina a aquellos que son admitidos en la Asamblea y al privilegio de participar en la Cena.

¿No sería apropiado y bíblico decir que la comunión de los creyentes en la Mesa del Señor no debería ser una comunión abierta, ni una comunión cerrada, sino una comunión guardada? No se trata de que esté abierta a cualquiera, ni de que esté cerrada a quien no sea “uno de los nuestros”, por así decirlo –lo que sería una comunión sectaria–, sino que es para todos aquellos que son creyentes conocidos y que caminan en la verdad y en la santidad. Puesto que la única base bíblica para la reunión es reconocer en la práctica el Cuerpo formado por todos los creyentes (del cual el único pan de la Cena es también el símbolo), debemos recibir en la Mesa del Señor a todos los verdaderos miembros de este Cuerpo, a quienes una disciplina bíblica no ha excluido; de lo contrario, no actuamos de una manera que sea coherente con el terreno en el que decimos que estamos colocados, y nos convertimos en una secta. En estos días de gran ruina, división e innumerables males en la cristiandad, se está haciendo cada vez más difícil seguir plenamente este principio mientras caminamos separados de asociaciones no bíblicas, pero solo la verdad del Cuerpo sigue siendo la base de nuestra conducta.

Nos parece que las siguientes líneas de C.H. Mackintosh son muy dignas de atención a este respecto: “La celebración de la Cena, tal como fue instituida por el Señor, debe ser la expresión manifiesta de la unidad de todos los creyentes, y no simplemente de la unidad de un cierto número, unido según ciertos principios que los distinguen de los demás. Si se presenta cualquier otro criterio de comunión, además del criterio fundamental de la fe en la obra expiatoria de Cristo y un caminar en conexión con esa fe, la mesa se convierte en la mesa de una secta, y no puede tener autoridad sobre los corazones de los fieles”.

Por lo tanto, cuando recibimos a alguien en la Mesa del Señor, debemos evitar la laxitud y la negligencia, por un lado, y la intolerancia, por el otro. Hay, por supuesto, otros aspectos del asunto y otras verdades relacionadas con él, a los que volveremos en relación con la Mesa del Señor.

Hechos 9:26-29 nos proporciona un ejemplo de vigilancia cuando se trata de recibir a alguien en la asamblea, y nos muestra que las personas no pueden ser recibidas solo sobre la base de su testimonio. Leemos que Saulo, recién convertido, trató de reunirse con los discípulos en Jerusalén, pero que le tenían miedo y no creían que fuera un discípulo. Entonces Bernabé lo tomó, lo llevó a los apóstoles y dio testimonio de su conversión y de la valentía con que había predicado en el nombre de Jesús. Gracias al testimonio de Bernabé en cuanto a la autenticidad de la conversión de Saulo, este fue recibido en la asamblea y pudo ir y venir entre los creyentes. «Por el testimonio de dos o tres testigos se resolverá toda asunto» (2 Cor. 13:1). Este es un principio de gran importancia para las decisiones que se van a tomar.

En Romanos 16:1 y 2 Corintios 3:1, leemos acerca de las cartas de recomendación para los creyentes que van de una congregación a otra y que no son conocidos dónde van. Esta es una manifestación de orden según Dios y también muestra cuán vigilante debe estar uno para recibir a alguien para el partimiento del pan en la Mesa del Señor.

3.7.2.6 - La Mesa del Señor

Hemos visto que 1 Corintios 10:16-17 nos presenta el partimiento del pan como una expresión de la comunión de los miembros del Cuerpo de Cristo, y que el pan único es también una imagen del Cuerpo espiritual. En este mismo capítulo se encuentra la única mención en el Nuevo Testamento de la expresión «la mesa del Señor», que nosotros mismos hemos usado varias veces. Nos proponemos ahora considerar esta expresión y examinar lo que contiene y lo que está relacionado con ella.

El pan es el símbolo del Cuerpo de Cristo, pero como el Cuerpo literal es también la imagen del Cuerpo espiritual, el único pan es también en este pasaje la imagen del único Cuerpo de Cristo compuesto por todos los creyentes: «Porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo Cuerpo» (v. 17). Así que vemos que en este pasaje el Espíritu Santo asocia el término «la Mesa del Señor» con el Cuerpo y con nuestra comunión unos con otros como miembros del Cuerpo. Podemos decir que, en cierto sentido, la Cena del Señor y la Mesa del Señor son sinónimos; sin embargo, estos 2 términos son distintos: presentan 2 lados o 2 aspectos de la verdad en relación con el partimiento del pan. La Cena está relacionada con el recuerdo individual de la muerte del Señor, mientras que el término «la Mesa del Señor» está más relacionado con ese aspecto particular de la Cena del Señor donde se da un testimonio público de la unidad del Cuerpo de Cristo y se expresa nuestra comunión entre nosotros como miembros del Cuerpo. La Mesa habla de la expresión visible de la comunión del único Cuerpo. La base de la comunión que Dios tiene en vista para nosotros es la del único Cuerpo formado por todos los creyentes, y esto se basa en la redención a través de la sangre de Cristo. En cuanto a su posición, todos los creyentes están en la Mesa del Señor en el sentido de que están en el círculo de comunión del Cuerpo de Cristo. Al partir juntos el pan, damos una expresión concreta de esta comunión.

El término «la Mesa del Señor» es un término simbólico y no debe tomarse literalmente. No es un mueble sobre el que se coloca el pan y la copa, sino el principio o base sobre el que se celebra la Cena. La base sobre la cual se coloca el partimiento del pan determina el carácter de la mesa que allí se pone. La Mesa del Señor expresa la comunión con él y con los miembros de su Cuerpo; allí su autoridad y sus derechos deben ser reconocidos, y la santidad de su nombre debe ser mantenida.

Sobre cualquier otra base que no sea la del reconocimiento práctico de la unidad del Cuerpo de Cristo, que Dios nos ha dado a conocer, la mesa puesta sobre tal fundamento no tiene el carácter de la Mesa del Señor. Es el caso de las mesas establecidas sobre los principios de pertenencia a un grupo cristiano o sobre los principios de independencia. Donde los principios de la unidad del Cuerpo de Cristo no se reconocen en la práctica y son reemplazados por principios de comunión establecidos por los hombres, la verdad concerniente a la Mesa del Señor no se expresa allí; por lo tanto, tales mesas no pueden ser reconocidas según la Palabra como la Mesa del Señor. Son en realidad las mesas de agrupaciones basadas en principios de comunión establecidos por los hombres. El recuerdo puede ser celebrado con reverencia, amor y gratitud por cristianos sinceros que ignoran la verdad relacionada con la Mesa del Señor, pero no hay expresión de la unidad del Cuerpo de Cristo; en consecuencia, la verdad concerniente a la Mesa del Señor no se comprende ni se saborea porque se admiten principios que impiden la realización de lo que es la comunión en la Mesa del Señor.

Otro rasgo importante que debe manifestarse para que una mesa sea reconocida como la Mesa del Señor es la santidad y la verdad, porque este es el carácter mismo del Señor a quien se declara que pertenece la mesa («el Santo, el Verdadero» (Apoc. 3:7); «Sed santos, porque yo soy santo», 1 Pe. 1:16.) Si, por ejemplo, cualquier enseñanza falsa o antibíblica que sea perjudicial para la persona de Cristo es tolerada o aceptada en una reunión, o si las personas que sostienen o enseñan estas doctrinas son recibidas allí, la misma persona del Señor de la Mesa es atacada, y la santidad y la verdad son profanadas. ¿Cómo, entonces, puede una mesa así ser reconocida como la Mesa del Señor? Del mismo modo, si el mal moral es tolerado en el círculo de la comunión en la Mesa, no puede ser reconocido como la Mesa de lo Santo y lo Verdadero.

Vemos, por lo tanto, que la santidad de la Mesa del Señor debe estar mantenida, así como la verdad de la unidad del Cuerpo de Cristo. La pureza de la verdad de Dios nunca debe ser sacrificada para mantener la unidad en su Mesa, la más estricta observancia de la verdad y la santidad nunca restará valor a la verdadera unidad. Pero todo esto debe hacerse con un espíritu de gracia, mansedumbre y humildad, sin los cuales el carácter de gracia del Señor sería alterado.

Consideremos ahora los versículos 18 al 21 de 1 Corintios 10, donde el principio de la comunión se aplica a comer en el altar. Ya hemos visto que el pensamiento de comunión es la verdad esencial en relación con la Mesa del Señor. Después de hablar de participar de la Cena del Señor en los versículos 16 y 17, el apóstol continúa: «Mirad a Israel según la carne. ¿Los que comen de los sacrificios, no tienen comunión con el altar?». Este es un principio importante para nosotros. Comer en un altar o mesa expresa comunión y asociación con ese altar o mesa, así como con los que están allí. Sentarse en una mesa y comer allí marca la identificación con esa mesa y lo que representa.

El apóstol habla entonces de los altares de los gentiles: «Lo que sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios; y no quiero que tengáis comunión con los demonios». Detrás del ídolo pagano se escondía un demonio, y los paganos, sin que ellos lo supieran, trajeron sus ofrendas a estos demonios. Así que era la mesa de los demonios, y para un cristiano simplemente sentarse en un templo de ídolos y participar de una comida pagana que acompañaba a estas ofrendas, como algunos corintios creían que eran libres de hacer, sería asociarse con la mesa de los demonios y estar en comunión con ellos. El versículo 21 nos dice: «No podéis beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios. No podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios». Es imposible beber la copa del Señor, sometiéndose a todo lo que representa, y luego también beber la copa de los demonios. Esto equivaldría a asociar la Mesa del Señor con la mesa de los demonios y negar la comunión del Señor. Por lo tanto, el apóstol mostró a los corintios cuán serio sería tener algo que ver con el altar de los gentiles.

Tal era el peligro que acechaba a los corintios en el momento en que Pablo les escribió su Carta. Este peligro de estar asociado con la mesa de los demonios no existe para nosotros hoy, en general, pero el principio de Pablo en este caso sigue siendo el mismo para nosotros en las circunstancias presentes. Este principio es que comer en una mesa expresa identificación y comunión con esa mesa, con lo que representa y con quienes participan en ella. Puede que no estemos rodeados de tablas de demonios, como lo estaban los corintios, pero hay muchas mesas de sectas y grupos religiosos a nuestro alrededor, y corremos el peligro de asociar la Mesa del Señor con principios que están en desacuerdo con la comunión de su Mesa, y que descuidan o incluso niegan la autoridad exclusiva del Señor con respecto a su Mesa.

En una palabra, debemos darnos cuenta de esto: dondequiera que participemos de la Cena del Señor, expresamos comunión en la mesa de ese lugar, y nos identificamos con la base y los principios sobre los que se establece esa mesa. Tomemos el ejemplo de alguien que parte el pan con aquellos que se reúnen sobre la base de la unidad del Cuerpo de Cristo y buscan expresar la verdad de la Mesa del Señor de una manera práctica. Supongamos que esa persona visita una asamblea reunida sobre otra base (independiente, o mostrando un nombre en particular), parte el pan con ella y luego regresa a la comunión de la Mesa del Señor, o viceversa. Actuaría de manera inconsistente al asociar la Mesa del Señor con principios incompatibles. Está claro que hacerlo está mal, aunque se puede hacer por ignorancia y requiere estar enseñado en la verdad.

Por lo tanto, la comunión a la mesa se expresa también en el partimiento del pan, y a ella se asocian las importantes consideraciones sobre la comunión que la preceden. Así, el partimiento de pan va más allá de lo que a menudo se hace con él. En resumen, sería bueno que cada uno se preguntara:

• ¿A quién recuerdo en la Cena?

• ¿Recuerdo al Señor de una manera digna?

• ¿Con quién lo recuerdo?

• ¿Sobre qué base y con qué principios lo recuerdo?

Al final de estas meditaciones sobre la Mesa del Señor, quisiéramos decir que, en medio de la ruina, de la decadencia universal y de la división de la Iglesia en la que nos encontramos, ciertamente no es conveniente que ningún grupo de cristianos se arrogue la posesión exclusiva de la Mesa del Señor. Más bien, nuestro esfuerzo y preocupación deben ser buscar incesantemente manifestar de manera práctica las verdades de las cuales la Mesa del Señor es el símbolo y ser fieles a la comunión en su Mesa. El Señor tiene su Mesa, y él cuidará de ella. Él no la dio a ningún grupo particular de cristianos, pero da a todos los creyentes el privilegio de estar en su Mesa, con la correspondiente responsabilidad de caminar en consecuencia.

Si se hace la pregunta: “¿Dónde está la mesa del Señor?”, respondemos tomando prestadas estas solemnes palabras: “Donde los creyentes, aunque sean solo 2 o 3, están reunidos sin otro centro de reunión que el Señor Jesús solo; donde el Santo Nombre de Jesús, que es el vínculo de la unidad de los creyentes, no está asociado con iniquidad de ninguna clase, y donde se mantiene la disciplina propia de la Casa de Dios; donde se guardan contra todo principio de independencia (lo que sería privar al Señor de su autoridad), y donde se someten los unos a los otros en el temor de Cristo, sin partido ni polémica, mientras que al mismo tiempo todos los redimidos son vistos como formando un solo Cuerpo en el Espíritu, y esforzándose todos por conservar la unidad del Espíritu por el vínculo de la paz, felices de acoger en la Mesa del Señor a todos los que han nacido de Dios, con la única condición de que sean sanos en su andar y en la doctrina; dondequiera que se encuentren tales cristianos, tienen, a pesar de la ruina general y de las imperfecciones que pueden adjuntarse a su testimonio, la Mesa del Señor en medio de ellos; es decir, se dan cuenta, al reunirse en torno al Señor Jesús y celebrar colectivamente la Cena del Señor, de que son un solo pan, un solo Cuerpo con todos los amados del Señor sobre la faz de la tierra”. Traducido del alemán

3.7.2.7 - El culto (la adoración)

Al tratar de las reuniones de la Asamblea, hemos asociado el partimiento del pan y el culto en la misma reunión específica de la Asamblea, porque es cierto que el recuerdo del Señor en su muerte por nosotros lleva nuestras almas a la acción de gracias y a la adoración. La Cena del Señor es claramente una comida de acción de gracias. El Señor mismo, al instituir la Cena, le dio este carácter distintivo dando gracias. «Tomó pan; y de dar gracias…». Las palabras de alabanza, acción de gracias y adoración son apropiadas para la Mesa del Señor, pero no las oraciones que expresan peticiones.

Así, Pablo habla de la copa de la Cena como «la copa de bendición que bendecimos» (1 Cor. 10:16). Es una copa de acción de gracias y una comida de gozo y alegría, y lleva a nuestros corazones a ofrecer «un continuo sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesa su nombre» (Hebr. 13:15). Por lo tanto, la Cena del Señor y la adoración están ciertamente vinculadas. La Cena es el testimonio de su amor hasta la muerte, y de la obra que ha completado para nosotros, en virtud de la cual, pecadores como nosotros, pueden acercarse para adorar.

Si seguimos el ejemplo de la Iglesia primitiva reuniéndonos cada primer día de la semana para partir el pan, ciertamente haremos de la Cena del Señor el centro de la reunión de adoración. Tal reunión es el momento de adoración en asamblea. La alabanza siempre debe desbordar de nuestros corazones para el Señor, pero el momento especial para la alabanza y la adoración es cuando nos reunimos con el memorial del amor de nuestro Salvador hasta la muerte. Entonces, el Espíritu de Dios verdaderamente nos guía a expresar ferviente alabanza y adoración.

Pero podríamos preguntar: ¿Qué es realmente la adoración? Debemos tener claro este punto, porque, como se entiende comúnmente, el “culto público” incluye la oración, la alabanza y la predicación para la edificación de los santos o la conversión de los pecadores. Un momento de reflexión probablemente será suficiente para mostrar que esto es completamente incorrecto. Incluso la oración, por muy feliz que sea, no es adoración, porque es la petición de Dios de lo que es necesario para nosotros. Predicar el Evangelio a los inconversos no es adoración, aunque puede ser el medio de producirlo en un corazón; la adoración tampoco es un sermón, aunque también puede llevar el corazón a la adoración.

Como alguien dijo: “La verdadera adoración no es otra cosa que la respuesta gozosa y agradecida del corazón a Dios, cuando está lleno de un profundo sentimiento de las bendiciones que se han dado desde lo alto… Es honor y adoración tributados a Dios, por lo que él es en sí mismo, y por lo que es para aquellos que lo adoran. La adoración es lo que nos ocupará en el cielo, y es un privilegio bendito y precioso para nosotros en la tierra. El culto es el homenaje que se rinde en común, ya sea por los ángeles o por los hombres… La alabanza y la acción de gracias, y el recuerdo de los atributos y obras de Dios, en potencia o en gracia, en una actitud de reverencia, constituyen la adoración propiamente dicha. Cuando adoramos, nos acercamos a Dios y nos dirigimos a él” (J.N. Darby).

De hecho, esto es adoración verdadera. El significado de la palabra griega traducida como culto (proskun), usada la mayoría de las veces en el Nuevo Testamento, es: “expresar reverencia u homenaje postrándose, inclinándose en adoración”.

3.7.2.8 - La base del culto cristiano

Podríamos preguntarnos ahora: ¿Cuál es la base del culto cristiano? Encontramos esto en Juan 4 en la conversación del Señor con la mujer samaritana. En este capítulo está quizás la palabra más importante en lo que concierne a la adoración cristiana en este período de gracia. El Señor habla de los verdaderos adoradores que adoran al Padre en espíritu y en verdad. Pero primero le había dicho a la mujer: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le habrías pedido a él, y él te hubiera dado agua viva» (v. 10).

En este maravilloso versículo, el Señor nos muestra cuál debe ser la base de la adoración cristiana. Toda la Trinidad está presente allí. Dios, revelado en gracia como el gran Dador, es el primer pensamiento, la fuente de todo; luego está la persona del Hijo presente entre los hombres en su vida de humildad en la tierra; finalmente, en respuesta a las necesidades de las almas alteradas, el Hijo da el agua viva: el Espíritu Santo.

Todo esto es necesario para que se realice el verdadero carácter y objeto del culto cristiano. Dios debe ser conocido como revelado en la cruz en santidad y gracia, y el Hijo debe ser conocido como aquel que sí mismo se humilló ante el hombre en su gracia y amor, para morir por los pecadores. Esto implica también que el corazón ha sido despertado al sentimiento de sus verdaderas necesidades, que ha pedido al Señor y ha recibido de él el agua viva, el Espíritu Santo, como una fuente interior de refrigerio. Esto significa que uno debe nacer de Dios, haber aceptado a Cristo como Salvador, y el Espíritu Santo debe morar en el corazón, para que se pueda adorar como cristiano. El hombre natural no regenerado es incapaz de adorar a Dios; no hay capacidad en él para esto, porque Dios debe ser adorado en espíritu y en verdad (Juan 4:24). Solo aquellos que son lavados en la sangre de Cristo y han recibido el Espíritu pueden venir y entrar en la presencia de Dios para adorarlo y rendirle culto. Nadie puede atreverse a presentarse ante Dios sin la seguridad del perdón de sus pecados.

Es el Espíritu Santo quien le da al creyente plena seguridad de la eficacia de la obra de Cristo a nuestro favor y de nuestra aceptación ante Dios en él. Es por el Espíritu que el amor de Dios es derramado en nuestros corazones, y es por el mismo Espíritu que podemos llamar a Dios nuestro Padre, que podemos entrar en su presencia en los lugares santos como sus hijos redimidos, y que podemos adorar al Padre sin temor ni terror (Efe. 1:3-7; Rom. 5:5; Gál. 4:6; Hebr. 10:19-22). Es el Espíritu Santo quien produce en nosotros todos los pensamientos, afectos y sentimientos de amor y alabanza que surgen en nuestros corazones en respuesta al amor del Padre y del Hijo. Él es el poder para la adoración cristiana y, por lo tanto, nadie puede adorar a Dios si el Espíritu no habita en él.

3.7.2.9 - El carácter del culto

Volviendo a Juan 4, escuchamos al Señor decirle a la mujer samaritana: «Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos; porque la salvación es de los judíos» (v. 22) Cuán cierto es esto hoy de muchos que dicen adorar a Dios: «Vosotros adoráis lo que no conocéis». Para que se rinda verdadera adoración, Dios y su salvación deben ser conocidos como revelados en Jesucristo. «Nosotros adoramos lo que conocemos». Esta es una de las primeras características del culto cristiano: la inteligencia es dada para conocer a aquel que es adorado (comp. 1 Juan 5:20).

Entonces el Señor le dijo a la samaritana: «Pero la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre busca a los tales para que le adoren a él. Dios es espíritu; y los que le adoran, deben adorarle en espíritu y en verdad» (Juan 4:23-24).

Esto, expresado plenamente, es el rasgo distintivo del culto cristiano. Dios se da a conocer como el Padre que busca y adopta hijos que lo adoran. Este es un nuevo carácter de adoración en total contraste con la adoración judía del pasado, que dejaba al adorador a distancia de Dios, con temor y temblor. El Padre, en su amor, comienza a buscar adoradores, dándose a conocer bajo el dulce nombre de «Padre», y estableciéndolos en una posición de cercanía y libertad ante él como sus hijos amados. Él logra esto a través de su Hijo y en la energía del Espíritu Santo.

Dios, en este período de gracia, es conocido por sus hijos como un Padre lleno de amor y ternura, y es adorado como tal. Esta es la porción del cristiano más débil, y cada hijo de Dios está perfectamente calificado para adorar al Padre en espíritu y verdad. El Hijo único de Dios, que está en el seno del Padre, nos revela al Padre tal como él mismo lo conoció. El Espíritu Santo derrama el amor de Dios en nuestros corazones; rendimos culto y adoramos al Padre tal como el Hijo nos lo revela, en el poder y los afectos que el Espíritu Santo inspira en nosotros.

Otra característica del culto cristiano viene a continuación. Dios debe ser adorado «en espíritu y en verdad», porque él es espíritu. “Adorar en el espíritu es adorar de acuerdo a la verdadera naturaleza de Dios y en el poder de la comunión que el Espíritu de Dios da. El culto espiritual contrasta, pues, con las formas, las ceremonias y toda la religiosidad de la que es capaz la carne. Adorar a Dios en verdad es adorarlo de acuerdo con la revelación que él ha dado de sí mismo” (J.N. Darby).

Puesto que Dios es espíritu, solo acepta la adoración en espíritu. «Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Juan 4:23). Es una necesidad moral que se deriva de su naturaleza. Él nos ha calificado completamente para esto, ya que disfrutamos de una nueva vida a través del Espíritu, y esta vida está de acuerdo con el espíritu, y no de acuerdo con la carne. Vivimos por el Espíritu; caminamos por el Espíritu y «damos culto por el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne» (Fil. 3:3). Así, el culto cristiano es la expresión de la nueva vida interior en la energía y el poder del Espíritu Santo. Esto deja a un lado todas las fórmulas, ceremonias e imposiciones humanas, porque el culto en espíritu y verdad es incompatible con aquellas cosas que son producidas por la carne y la voluntad del hombre; porque la energía de la carne no puede tener lugar en la adoración de Dios.

3.7.2.10 - El lugar de culto

La Epístola a los Hebreos señala claramente esto. En el capítulo 10 (v. 19-22) leemos: «Teniendo, pues, hermanos, plena libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesús, por el camino nuevo y vivo que él ha abierto para nosotros a través de la cortina, es decir, su propia carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos…». Aquí vemos que la sangre de Jesús, el velo rasgado y el Sumo Sacerdote establecido sobre la Casa de Dios nos dan plena libertad para entrar en los lugares santos, el Lugar Santísimo, para adorar. El lugar de nuestra adoración está, por lo tanto, en la presencia inmediata de Dios sentado en su trono. Es en su presencia que, por una gracia maravillosa, nos ha dado el derecho de entrar en todo momento, a través de la preciosa sangre de Jesús. Es nuestro santuario, donde nos acercamos mientras nos reunimos alrededor del Señor para la adoración y la alabanza.

Digamos también que el Hijo, nuestro Señor Jesucristo, es objeto de adoración como el Padre, «para que todos honren al Hijo de la misma manera que honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió» (Juan 5:23).

Probablemente sea necesario reafirmar aquí lo que ya se ha mencionado:

3.7.2.11 - Todos los creyentes son sacerdotes

Tienen los mismos privilegios y acceso a Dios «para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo» (1 Pe. 2:5, 9). Por lo tanto, para realizar el verdadero culto, debemos reunirnos simplemente como creyentes, conscientes de que todos somos sacerdotes capaces de adorar. Al Espíritu de Dios se le debe dar la libertad de utilizar a quien él quiera para expresar las alabanzas de la asamblea reunida. Puede utilizar a un hermano, o a 6, o a 12 para expresar la alabanza apropiada.

En 1 Corintios 14:15-19, 24 encontramos una expresión completa del propósito de Dios con respecto a la adoración y las reuniones de asamblea. Se trata de orar con el espíritu y con la inteligencia, de cantar con el espíritu y con la inteligencia, de bendecir con el espíritu, de dar gracias, de profetizar y de hablar en la asamblea. Estas eran las actividades en las que el Espíritu Santo guiaba a los primeros cristianos cuando estaban reunidos. Así es como le gustaría guiarnos hoy para que podamos alabar el nombre de Dios en un cántico y magnificarlo con nuestra alabanza (Sal. 69:30).

3.7.2.12 - La música instrumental

También debe notarse que ni en este pasaje, que es una descripción inspirada de la forma en que un grupo de cristianos se reúne (1 Cor. 14), ni en ninguna otra parte de los Hechos o las Epístolas, se menciona tocar un instrumento en el curso de la adoración. La música instrumental no tiene cabida en tal reunión y es contraria al espíritu y carácter de la asamblea reunida. En un momento así, no se trata de halagar nuestros sentidos, o de agradar al oyente con sonidos agradables, sino que se trata de presentar a Dios lo que se le debe, aquello con lo que ha llenado nuestros corazones con el Espíritu Santo. Lo que es aceptable y agradable a Dios son «los salmos, los himnos y los cánticos espirituales»; cantar y salmodiar desde el corazón al Señor (Efe. 5:19) es cantar «[con gracia] en vuestros corazones a Dios» (Col. 3:16). Después de todo, como dijo un famoso compositor, Hayden, ningún instrumento puede competir con la voz humana. En Israel, el pueblo terrenal, encontramos música instrumental en su lugar, pero la Iglesia es un pueblo celestial, y todo debe ser hecho por el Espíritu Santo.

3.7.2.13 - La reverencia

No es necesario añadir que la reverencia va de la mano con un verdadero espíritu de adoración. Puesto que entramos en los lugares santos, nuestras almas deben estar llenas de la reverencia y el santo temor que corresponde a la presencia de Dios. Si consideramos los ejemplos de adoradores en las Escrituras, vemos que los santos de todas las épocas tenían cuidado de mostrar reverencia ante Dios por la actitud corporal que adoptaban para la adoración y la oración. Abraham cayó sobre su rostro ante Jehová (Gén. 17:3); Moisés se inclinó hasta el suelo y se postró (Éx. 34:8); los levitas dijeron al pueblo: «Levantaos, bendecid a Jehová vuestro Dios» (Neh. 9:5). Los magos se postraron y rindieron homenaje al Niño Jesús, y el leproso sanado cayó sobre su rostro a los pies de Jesús (Mat. 2:11; Lucas 17:16). Tener una actitud distraída y descuidada durante la adoración o la oración (en ausencia de enfermedad corporal) ciertamente no es una señal de reverencia ante el Señor.

3.7.2.14 - La ofrenda de nuestros bienes

También quisiéramos llamar la atención sobre el hecho de que en Hebreos 13:15-16 la ofrenda de nuestros bienes está vinculada a los sacrificios de alabanza. «Porque en tales sacrificios se complace Dios» (espirituales y materiales). De manera similar, en Deuteronomio 26 encontramos que la entrega de diezmos se menciona en relación con la ofrenda del adorador de la canasta de las primicias a Jehová. Y puesto que el apóstol, en 1 Corintios 16:1-2, nos dice, concerniente a la colecta para los santos, que «cada primer día de la semana, cada uno de vosotros ponga algo aparte… según haya prosperado», parece apropiado que también llevemos al Señor nuestras ofrendas materiales para su obra en la reunión de adoración. Es la ocasión más propicia para recoger para la obra del Señor, las necesidades de los pobres, etc. Así, en el espíritu de adoración, tenemos el privilegio de ofrecer sacrificios de alabanza y el sacrificio de nuestras posesiones materiales.

Que nuestros corazones estén en sintonía para cantar sus alabanzas y ofrecer una verdadera adoración cristiana en espíritu y verdad. Que caminemos con el Señor durante la semana de tal manera que la canasta de nuestras primicias, por así decirlo, esté llena de alabanza cuando vengamos a la reunión para adorar cada primer día de la semana, y la adoración pueda desbordarse de nuestros corazones en su presencia. Que podamos decir, como la novia en el Cantar de los Cantares: «A nuestras puertas hay toda suerte de dulces frutas, nuevas y añejas, que para ti, oh amado mío, he guardado» (Cant. 7:13).

3.7.3 - Las reuniones de oración

El libro de los Hechos nos muestra que la oración y las reuniones de oración eran una gran parte de las actividades de los creyentes en las asambleas del Nuevo Testamento. Al principio del libro, vemos que los discípulos (unos 120) perseveraban unánimes en oración y súplicas en Jerusalén, mientras esperaban la venida del Espíritu prometido. La oración fue una de las 4 cosas en las que perseveró la recién formada Asamblea, como resultado del derramamiento del Espíritu en el día de Pentecostés. A lo largo del libro de los Hechos, vemos a los creyentes reunirse para orar colectivamente. También vemos que se convocaban reuniones de oración cada vez que surgían dificultades, y que eran seguidas por grandes bendiciones de Dios.

Un ejemplo notable del poder de la oración colectiva se proporciona en Hechos 4: «Habiendo así suplicado, fue sacudido el lugar donde estaban reunidos, y todos fueron llenos del Espíritu Santo; y hablaron la palabra de Dios con denuedo… Los apóstoles con gran poder daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús; y todos ellos gozaban de una abundante gracia» (v. 31, 33).

Este es un feliz resultado de la oración común en la Asamblea: aprendemos que el camino de la fuerza espiritual y de la audacia para Cristo es elevar nuestras voces a Dios unánimes a través de la oración. Por lo tanto, debemos concluir, de este y muchos otros pasajes concernientes a la oración colectiva en el libro de los Hechos, que las reuniones regulares para orar son una necesidad para una asamblea, y que ningún cristiano o reunión de cristianos puede prosperar espiritualmente a menos que se reúnan para orar. Las reuniones regulares de oración son una parte vital y esencial de cualquier asamblea de creyentes. Debe haber una reunión semanal en cada asamblea para orar, y se deben convocar reuniones especiales cuando surja una necesidad especial; esto es lo que vemos en el libro de los Hechos.

3.7.3.1 - La oración en común

Cualquier lector atento de las Escrituras es consciente del importante lugar que la oración personal y solitaria ha ocupado en la vida de los hombres de Dios, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y algunos podrían pensar que solo esta oración personal es necesaria. Sin embargo, vemos que hay bendiciones especiales asociadas a la oración colectiva y que el Señor ha dado una promesa especial con respecto a la respuesta a la oración en común. «Si dos de vosotros estáis de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que pidáis, les será concedido por mi Padre que está en los cielos» (Mat. 18:19). Esta es una promesa especial que solo se puede cumplir cuando la oración es colectiva.

No hay duda de que uno puede orar en privado en casa, y recibir bendiciones y respuestas, pero nada se compara con las oraciones en las reuniones de oración, porque la oración de la asamblea se eleva al trono de la gracia y recibe bendiciones especiales de ella, porque se dirige a ella en el nombre del Señor Jesús. Si «la ferviente súplica del justo puede mucho» (Sant. 5:16), ¿qué mayor resultado se puede esperar de las súplicas fervientes de una asamblea de justos que están unidos en sus peticiones y estimulados por el Espíritu Santo?

La oración de la asamblea no es la suma de las oraciones de varios hermanos que oran por una sola cosa, sino que es la presentación de una sola oración, hecha más inminente por la armonía forjada por el Espíritu de Dios en todos los presentes. Todos oran como uno solo, presentando una petición, y todos dicen «Amén» a esta petición ascendiendo a Dios en el nombre del Señor Jesús. Por lo tanto, tales oraciones en común tienen un poder especial. Este es el poder confiado a la Iglesia, que puede ser puesto en práctica en oraciones y súplicas para un beneficio y una bendición incalculables, para sí misma y para los demás.

Observemos, sin embargo, que hay una condición moral absolutamente necesaria para la oración de la asamblea: es una completa identidad de pensamiento, un acuerdo y una unanimidad de corazón. «Si dos de vosotros estáis de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que pidáis, les será concedido». La fuerza del término original es esta: “Si dos de ustedes sintonizan”, emiten el mismo sonido. No debe haber notas discordantes, ni falta de armonía, ni disonancia entre los que oran, para que haya una oración congregacional efectiva. Debemos acercarnos al trono de la gracia en santa armonía de corazón, mente y espíritu, o no podremos valernos de la promesa del Señor en Mateo 18:19 para obtener una respuesta.

Esta santa armonía e identidad de pensamiento caracterizaron a los creyentes y a las reuniones de oración en el libro de los Hechos, y explica el poder espiritual y la bendición inmediata que Dios derramó sobre ellos. «Todos ellos unánimes se dedicaban asiduamente a la oración»; «estaban todos juntos en el mismo lugar»; «Con constancia diariamente asistían al templo»; «alzaron unánimes la voz a Dios» (Hec. 1:14; 2:1, 46; 4:24).

Esto es de inmensa importancia moral y tiene una gran influencia en el tono y el carácter de nuestras reuniones de oración. ¿Por qué nuestras reuniones de oración son a menudo tan pobres, tan frías, muertas e ineficaces? ¿No es a menudo porque los creyentes no se unen con un mismo sentimiento y con el propósito preciso y compartido de orar por ciertas cosas? Esta identidad de corazón y mente es muy escasa entre los creyentes de hoy, y debemos probarnos a nosotros mismos para saber en qué medida estamos de acuerdo con la petición o peticiones que se presentan ante el trono de la gracia en nuestras reuniones de oración.

3.7.3.2 - Las solicitudes específicas

A menudo, las reuniones de oración se caracterizan por la falta de un tema específico, y las oraciones se asemejan a una charla confusa. Si consideramos las Escrituras cuidadosamente, ¿qué nos enseñan? Debemos reunirnos con un tema específico o petición en nuestros corazones que presentaremos juntos a Dios. Esto es lo que marcó las reuniones de oración en las Escrituras. Por lo general, los discípulos tenían un tema específico en el corazón que compartían totalmente y por el cual oraban unánimes.

En Hechos 1 y 2, todos esperaron el Espíritu prometido y confiaron en Dios unánimes hasta que fue enviado. En Hechos 4, todos oraron unánimes para ser llenos de denuedo para predicar la Palabra de Dios, y para que se realizaran señales y prodigios mediante el nombre de Jesús. En Hechos 12, la asamblea oró fervientemente por la liberación de Pedro de la prisión. Sus encuentros de oración se caracterizaban por la expresión de peticiones específicas y por una feliz armonía que hacía descender el poder de lo alto y las respuestas de Dios.

Cuando los discípulos le pidieron al Señor: «Enséñanos a orar», él les dio una oración corta, sencilla y directa. Luego les contó que el hombre fue a la casa de su amigo a medianoche para pedirle 3 panes, y aunque se había encontrado con un primer rechazo, debido a su perseverante importunidad, vio su petición concedida (Lucas 11:1-10). Una vez más, aprendemos a ser precisos en nuestras oraciones, a insistir y a perseverar. Estas palabras de nuestro Señor nos hablan de una petición hecha a causa de una necesidad verdadera y sentida, presentada con el corazón y la mente ocupados en una sola cosa. La petición era sencilla, directa, precisa e incansablemente ferviente: «Amigo, préstame tres panes».

3.7.3.3 - La oración-predicación prolongada

Orar de verdad no es decirle muchas cosas al Señor, repitiendo expresiones familiares o exponiendo la doctrina como si estuviéramos tratando de explicarle a Dios algunos principios o darle mucha información. Los largos sermones de oración o enseñanzas de oración son solo sermones y conferencias dadas por hombres de rodillas, pero no tienen nada que ver con el modelo bíblico de la verdadera oración pública. Tales charlas tienen una influencia desecante en nuestras reuniones de oración y las privan de todo su frescor, interés y poder. La reunión de oración es el lugar donde se deben expresar nuestras necesidades y debilidades sentidas, el lugar donde debemos esperar bendiciones y poder de Dios. Debemos ir allí para derramar nuestros corazones ante Dios en fervientes peticiones para que se nos otorguen bendiciones, y en fervientes intercesiones para el cumplimiento de nuestras necesidades, las necesidades de la Asamblea de Dios y de las almas. Esto es lo que realmente es la oración.

Una lectura cuidadosa de las Escrituras muestra que las oraciones largas en público no son la regla en la Biblia. El Señor los desaprueba en términos mordaces. «Orando, no parloteéis inútilmente como los gentiles; porque ellos piensan que por su mucho hablar serán oídos» (Mat. 6:7). De los escribas, dice que «devoran las casas de las viudas, y simulan hacer largas oraciones» (Marcos 12:40). Salomón sabiamente dijo: «Cuando fueres a la casa de Dios, guarda tu pie; y acércate más para oír que para ofrecer el sacrificio de los necios; porque no saben que hacen mal. No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras. Porque de la mucha ocupación viene el sueño, y de la multitud de las palabras la voz del necio» (Ecl. 5:1-3). Por lo tanto, debemos concluir de los pasajes anteriores, que el que hace oraciones largas se pone al mismo nivel que los paganos, los escribas y los tontos, lo cual ciertamente no es muy halagador.

La oración más larga registrada en la Biblia es la de Salomón en la dedicación del templo: se puede leer en 5 minutos; la del Señor en Juan 17, tan preciosa y consoladora, la más larga del Nuevo Testamento, se puede leer en 3 minutos. Las oraciones cortas, fervientes y precisas dan frescor, interés y poder a la reunión de oración; Por el contrario, en general, las oraciones interminables tienen una influencia desecante y deprimente en la reunión. Es mucho mejor orar varias veces y brevemente en una reunión de oración que orar una vez durante mucho tiempo.

3.7.3.4 - La fe y el perdón

Para que la oración sea efectiva, uno debe orar con fe. «Todo por lo que oráis y pedís, creed que lo habéis recibido, y lo tendréis» (Marcos 11:24). Debemos orar con fe sencilla, con el corazón lleno de la plena seguridad de que recibiremos lo que pedimos. Para que nuestras oraciones alcancen el trono de la gracia, deben ser elevadas por la fe de corazones fervientes y confiados.

Siguiendo las palabras anteriores sobre la oración en la fe, el Señor añade una condición a la eficacia de la oración. «Cuando estéis en pie orando, perdonad, si tenéis algo contra alguien; para que vuestro Padre que está en los cielos os perdone vuestras ofensas» (Marcos 11:25). Si queremos que nuestras oraciones sean escuchadas y contestadas, debemos estar animados por un espíritu de perdón. Si tenemos algún resentimiento y rencor contra otros creyentes en nuestros corazones, no puede haber una verdadera unidad en la oración, el Espíritu de Dios no tiene acción libre, y arrojará un escalofrío que será perceptible en la reunión de oración.

Es de suma importancia recordar que toda oración verdadera debe ser hecha por el Espíritu Santo. «Orando en el Espíritu mediante toda oración y petición, en todo momento», «orando en el Espíritu» (Efe. 6:18; Judas 20). Para esto, el Espíritu Santo debe tener su acción libre, para que no se entristezca ni se apague en nuestros corazones ni en la asamblea.

A menudo se ha dicho que la oración es el latido del corazón de una asamblea. El carácter y el tono de esta reunión son una indicación y testimonio del estado espiritual de toda la asamblea. Si la reunión de oración es poco concurrida, si está languideciendo, el estado espiritual de la reunión ciertamente puede no ser bueno. Cualquiera que deliberadamente se mantenga alejado de la reunión para la oración ciertamente que su alma está en un mal estado. El creyente sano, feliz, ferviente y diligente no dejará de estar en la reunión de oración, si le es posible.

Que podamos saber más acerca de la verdadera oración por el Espíritu Santo, pongamos más en práctica lo que las Escrituras nos dicen sobre la oración y la reunión de oración, y perseveremos en estas cosas.

3.7.4 - Las reuniones para la lectura y el estudio de la Biblia

Aunque el Nuevo Testamento no menciona expresamente que los primeros cristianos tenían una reunión específica para leer y estudiar la Biblia juntos, es probable que muchos pasajes de las Escrituras animen a los creyentes a tener tales reuniones. El pueblo de Dios necesita instrucción en la verdad, los corderos y ovejas de Cristo necesitan estar alimentados y establecidos en la fe. Uno puede tener la oportunidad de satisfacer estas necesidades de una manera fácil y feliz simplemente reuniéndose para la lectura y el estudio de la Palabra.

Para el período presente, no debemos esperar indicaciones precisas en el Nuevo Testamento en cuanto a los detalles de las reuniones, etc., porque el Espíritu Santo está allí para guiarnos, y no debemos obstaculizarlo en su acción o en los medios que emplea. Si un proceder de hacer las cosas está de acuerdo con los principios generales de las Escrituras, y tiene como propósito la edificación, no necesitamos más autoridad.

3.7.4.1 - Los ejemplos de las Escrituras

Sin embargo, como ya hemos dicho, muchos pasajes de las Escrituras nos dan las características esenciales de un encuentro para la lectura y el estudio de la Palabra. Hebreos 10:25 nos exhorta a no dejar de congregarnos, y nos anima a exhortarnos unos a otros, especialmente cuando vemos que el día se acerca. Aunque esta es una exhortación general que concierne a la reunión de creyentes para varios propósitos, ciertamente nos da una base bíblica para las reuniones con el propósito específico del estudio de la Palabra y la exhortación mutua.

Un ejemplo notable de una reunión para leer la Palabra se da en Nehemías 8 y 9. El pueblo se reunía ante la puerta de las aguas, y cada día Esdras y sus colaboradores: «Y leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura» (8:8). Durante un cuarto del día leían del libro, es decir, tenían una reunión para la lectura de la Biblia, mientras que otro cuarto del día se dedicaba a la confesión y al culto (9:3).

Todas las características esenciales de una reunión para la lectura de la Palabra también se encuentran en esa reunión en el templo en Lucas 2:46-47, cuando Cristo estaba en medio de los maestros, escuchándolos, haciendo preguntas y dando respuestas. Estos mismos caracteres se encuentran en las reuniones de Laodicea y Colosas, cuando las 2 cartas del apóstol fueron leídas por primera vez a los que estaban reunidos con el propósito mismo de escucharlas (Col. 4:16).

Además, el hecho de que los discípulos perseveraran en la doctrina y la comunión de los apóstoles, como se menciona en Hechos 2:42, parece implicar que a los creyentes se les exigía habitual y diligentemente que buscaran la compañía de los apóstoles para disfrutar de conversaciones felices con los que habían estado con Jesús; las mentes de estos compañeros del Señor habían sido abiertas, y ahora estaban revestidos con el poder del Espíritu Santo para transmitir todo lo que habían aprendido para ser sus testigos. Estas son, ciertamente, las características esenciales del encuentro dedicado a la lectura y al estudio de las Escrituras. Sin duda habían escuchado las Escrituras del Antiguo Testamento y la doctrina de los apóstoles desarrollada en el Nuevo; no hay duda de que tuvieron conversaciones piadosas juntos, intercambiando preguntas y respuestas, todas gustadas en comunión con aquellos que estaban reunidos con el propósito de compartir tesoros espirituales. Esto es lo que significa el encuentro para la lectura de la Biblia con toda sencillez.

3.7.4.2 - El carácter de estas reuniones

Los hijos de Dios se reúnen, cada uno con su Biblia, pudiendo cada uno consultarla, para verificar los pasajes citados; todos los hermanos son libres de participar con comentarios o preguntas. Se reúnen para leer una porción de las Escrituras; se ayudan mutuamente a entenderla y ponerla en práctica; tales reuniones fueron el medio de una gran bendición para las almas, especialmente en el siglo 19. Fue en tales reuniones, sencillas y sin pretensión, celebradas en casas particulares o salones públicos, donde se encontraron verdades preciosas, perdidas de vista por la Iglesia. A medida que profundizaban en la Palabra, algunos hermanos descubrieron estas verdades y luego las expusieron como joyas preciosas en libros, disponibles por muchos años, que han iluminado tan poderosamente a cientos y miles de lectores en su estudio de la Palabra de Dios.

La reunión de lectura de la Biblia debe tener el carácter de una reunión familiar donde los padres, los jóvenes y los niños pequeños en Cristo se reúnen alrededor de la Palabra escrita para obtener provecho, instrucción y luz, estando el Espíritu Santo allí para guiarlos a toda la verdad. Es una especie de comida familiar tomada en conjunto donde jóvenes y mayores reciben el alimento fortalecedor que se da para cada miembro de la familia. Es allí donde se da la instrucción del padre en Cristo, es allí donde el maestro dotado por Dios comparte lo que ha recogido de la Palabra. Aquí es también donde el niño en Cristo hace preguntas acerca de las Escrituras. A menudo, estas preguntas aportan mucho frescor y vida a la reunión: la verdad se expone con riqueza, más luz, una comprensión más profunda, «alimento a su debido tiempo», para el bien de todos.

3.7.4.3 - Las bendiciones independientes de los dones

Si bien el don de enseñar es particularmente útil y apreciado en esta reunión, también hay un gran beneficio en el estudio de la Palabra cuando diferentes hermanos expresan lo que el Señor les ha dado a entender acerca del pasaje que se está considerando. Por lo tanto, los hermanos no deben desanimarse si hay pocos dones entre ellos para exponer las Escrituras, porque el Señor siempre bendice la lectura común de su Palabra si hay un deseo sincero de recibir algo de él.

Proverbios 13:23 nos dice: «En el barbecho de los pobres hay mucho pan». Tal vez los pobres solo tienen una herramienta rota para raspar la tierra. Los ricos pueden trabajar la tierra con herramientas modernas y eficientes. Pero es Dios quien da crecimiento a ambos. Por lo tanto, para escudriñar las Escrituras, el Espíritu Santo es el verdadero poder que da crecimiento. Él habita en cada cristiano, ya sea que tenga un don o no, y hace que broten cosechas para aquellos que trabajan la tierra de la Palabra de Dios. Pero sin trabajo y cuidadosa investigación, nuestros campos no darán fruto.

3.7.4.4 - Los estudios continuados

Será de gran provecho emprender la lectura completa de varios libros de la Biblia, especialmente el Nuevo Testamento, y especialmente las Epístolas, donde se da particularmente la plena luz de la verdad para el período actual de la Iglesia. Tal estudio bíblico versículo por versículo, que proporciona una oportunidad para la discusión y el cuestionamiento, siempre resulta útil, y se deduce que los creyentes están «arraigados y edificados en él, consolidados en la fe» (Col. 2:7). También será provechoso emprender el estudio de un tema que conduzca a un examen de varias porciones de la Palabra. “La persona y las operaciones del Espíritu Santo” es un ejemplo de este tipo de tema.

Lo que se aprende en una reunión de estudio bíblico es como el rocío que cae suave y silenciosamente, de modo que apenas se nota cuán refrescante, estimulante y fortalecedora es la verdad, pero el efecto benéfico se siente más tarde. Por otro lado, para aquellos que buscan emoción o entretenimiento, una reunión para la lectura de la Biblia puede parecer muy opaca y aburrida.

3.7.4.5 - Las condiciones necesarias de la bendición

Al igual que con otras reuniones, son necesarias ciertas condiciones para que la hora de estudio sea bendecida. También hay cosas que entorpecen la bendición y privan a la reunión de su frescor y fruto. Si se deja la libertad a cada hermano para participar en tal reunión, debe recordarse que la libertad no es licencia. La reunión de estudio no es el lugar donde vamos a hablar simplemente para ser escuchados, para soltar ideas extrañas y para hablar de cualquier cosa y de todo. Aquellos que participan deben hacerlo en sumisión al Espíritu Santo y para la «edificación de la iglesia» (1 Cor. 14:12). En tal reunión, las opiniones personales y extravagantes acerca de las Escrituras deben ser rectificadas en una discusión humilde y apacible, con el deseo de aprender unos de otros.

También es necesario recordar la admonición de Santiago 3:1: «No os hagáis maestros muchos de vosotros», porque puede suceder que muchos hermanos tiendan a hacerse pasar por maestros capacitados, de modo que a veces la ignorancia es la que habla más fuerte. El Señor mismo nos da un ejemplo maravilloso al tomar el lugar de la humildad. Siendo aún joven, se encontró en medio de los maestros, «oyéndoles e interrogándoles». Cuando las circunstancias lo requerían, su conocimiento divino se desplegaba de una manera incuestionable, porque «se asombraban de su inteligencia y de sus respuestas» (Lucas 2:46).

A veces, aquellos que deberían estar hablando y expresando un pensamiento realmente útil permanecen en silencio. A estos se refiere el dicho: «Aquel a quien fuere mi palabra, cuente mi palabra verdadera» (Jer. 23:28). Lo que debe prevalecer en la reunión es un espíritu de sumisión los unos a los otros, en una actitud apacible, dependiente y humilde, así como la disponibilidad para recibir la Palabra de Dios con mansedumbre. También debe haber en todos, un verdadero espíritu de dependencia, que haga que el Señor mire a la bendición más que a los instrumentos humanos que puede emplear para la edificación.

Si, al considerar una porción de la Palabra, las digresiones son a veces útiles y provechosas cuando se refieren a otros pasajes que tratan del tema, o cuando amplían el tema, se debe tener cuidado de asegurar que la discusión durante las reuniones de estudio se limite al tema de la porción estudiada. Cuando participan muchas personas, siempre existe el peligro de desviarse del tema. El resultado es la confusión y la pérdida de la bendición. También deben evitarse las discusiones prolongadas sobre lo que no es de interés para todos los oyentes o que no contribuye a la edificación mutua, o sobre temas controvertidos. Las cuestiones que son demasiado difíciles, o sobre las que no hay consenso, también deben dejarse de lado y posponerse para cuando se dé más luz.

Los que participan deben recordar que están hablando para beneficio de todos los que asisten, no solo para el hermano o hermanos que acaban de hablar. Con este fin, uno debe hablar claramente para que todos puedan escuchar «palabra inteligible» (1 Cor. 14:9). En lo anterior se resumen algunas de las condiciones necesarias para que las reuniones de estudio sean provechosas. Ruego que todos experimentemos más de las bendiciones espirituales que se derivan de tales reuniones que se llevan a cabo bajo la dirección del Espíritu Santo.

Las reuniones de oración y de estudio a menudo pueden combinarse provechosamente cuando no es posible o conveniente tener 2 reuniones separadas.

3.7.5 - Las reuniones para el ministerio de la Palabra

De 1 Corintios 14, es evidente que la Iglesia apostólica tenía lo que podríamos llamar “reuniones libres” para edificación, exhortación y aliento, es decir, tenían reuniones donde todos, con las restricciones que nos son dadas por las Escrituras, eran libres de hablar para edificación, según el Espíritu de Dios lo guiara. Vemos esto claramente en los siguientes versículos: «Si alguno habla… que sean 2, a lo más 3, y por turno… En cuanto a los profetas, que 2 o 3 hablen, y los otros juzguen. Y si algo es revelado a otro que está sentado, que se calle el primero. Porque todos podéis profetizar uno a uno, para que todos aprendan, y todos sean exhortados» (v. 27-31).

En tal reunión, el número de los que hablan debe limitarse a 2 o 3, para que no haya dispersión del pensamiento; a los que participan se les exhorta a «que todo se haga para edificación»; «que todo se haga decorosamente y con orden» (v. 26, 40). Una reunión “libre” es una reunión de asamblea donde los creyentes están juntos y esperando en el Señor para el ministerio, sin que ningún hermano haya sido contactado de antemano para hablar; confían en el Señor para edificarlos por medio de quien él quiera. Muchos pueden hablar para edificar y hacer el bien, como lo indican los versículos anteriores. Es muy importante tener una reunión de este tipo regularmente, para el fortalecimiento y estímulo de la asamblea.

Los que presentan la Palabra deben procurar ser siervos fieles y sabios que den a los que componen la familia de Dios «para darles la ración a su tiempo». El Señor busca a tales hombres y dice: «Bienaventurado el siervo a quien su señor, cuando venga, encuentre haciendo así» (Lucas 12:42-43). No es suficiente dar un mensaje de acuerdo con las Escrituras, o presentar un tema con elocuencia. El Señor quiere que el ministerio sea presentado como «ración a su tiempo», la palabra que llega en el momento adecuado, y que responde a las necesidades de los que están reunidos. Este es el significado del término “profecía”, que 1 Corintios 14 presenta como de la mayor importancia, y es lo que debemos desear ardientemente (v. 39). Esto significa, dar a conocer el pensamiento del Señor, o, como escribe Pedro: «Si alguno habla, sea como oráculo (o portavoz) de Dios» (1 Pe. 4:11). Es dar un ministerio vivo, en el poder del Espíritu Santo, y responder a las necesidades del momento.

Hasta ahora hemos considerado las diversas reuniones que son esencialmente reuniones de la asamblea, como la reunión para el partimiento del pan y la adoración, la reunión para la oración, la reunión para leer y estudiar la Biblia, y la reunión “libre” para el ministerio. Estas reuniones pueden llamarse “reuniones de asamblea”. Encontramos en las Escrituras expresiones como: «Al reuniros en asamblea», «Si, pues, toda la iglesia se reúne en un mismo lugar» (1 Cor. 11:18; 14:23), «en la iglesia» (14:28, 35).

Algunos no consideran que la reunión de estudio sea una reunión de asamblea, y se podría considerar que tiene un carácter ligeramente diferente de otras reuniones de asamblea [13].

[13] Porque la porción de la Escritura o el tema estudiado se decide de antemano y un número bastante grande de hermanos pueden hablar sucesivamente. Es de notar que:

  • El estudio seguido de una porción de la Escritura no impide la dirección del Espíritu para explicarla.
  • La limitación imperativa: «A lo más 3» se aplica al hablar en lenguas, mientras que después se dice: «En cuanto a los profetas, que 2 o 3 hablen, y los otros juzguen». El apóstol añade: «Porque todos podéis profetizar uno a uno, para que todos aprendan, y todos sean exhortados» (1 Cor. 14:27, 31-32).

Nota del traductor.

3.7.5.1 - Las otras reuniones

Sin embargo, además de las reuniones de la asamblea, debe haber otras reuniones entre los cristianos. Como ya hemos mencionado en el párrafo 3:4: “El pensamiento de Dios en cuanto al ministerio”; los hermanos que han recibido dones de Cristo para la Iglesia deben celebrar reuniones bajo su propia responsabilidad ante el Señor. Esas reuniones deben hacerse enteramente a cargo de quienes están cualificados y son responsables de ellas. Estas reuniones no deben confundirse con las reuniones de asamblea donde todos son libres de participar, ya que son guiados por el Espíritu Santo.

Las reuniones que Pablo tenía en Éfeso, en la sinagoga y en la escuela de Tirano, son ejemplos de reuniones celebradas bajo la responsabilidad de un hermano (Hec. 19:8-10). Bajo este término se puede colocar la predicación del Evangelio, la escuela dominical o las reuniones para niños y jóvenes, y las reuniones especiales para enseñar la Palabra.

Habiendo distinguido así las reuniones de asamblea de las reuniones conducidas por hermanos, veremos ahora las características de estas reuniones especiales.

3.7.6 - Las reuniones y campañas con carácter evangélico

Bajo este encabezamiento, consideraremos las reuniones evangélicas, la escuela dominical y las reuniones para niños. Esta obra de evangelización es de la mayor importancia y debe estar en el corazón de las actividades de cada asamblea. Aunque estas reuniones no son celebradas por la asamblea como tal, sino por personas bajo su propia responsabilidad, llamadas a este servicio por el Señor, la asamblea debe alentar estas reuniones y apoyar con la oración y la ayuda material los esfuerzos para alcanzar a los inconversos y darles a conocer el camino de la salvación con el fin de llevarlos allí.

Al colocar las reuniones de evangelización al final de nuestra lista, no queremos darles menos importancia que las reuniones consideradas anteriormente. Solo hemos considerado primero las reuniones celebradas por la asamblea misma, y ahora veremos que las reuniones de carácter evangélico son obra de creyentes individuales, porque la predicación del Evangelio es un servicio personal, primero a los inconversos, y luego a los que son salvos y deben ser instruidos en la verdad. Este trabajo es principalmente para aquellos que han recibido el don de evangelista del Señor; su campo de actividad es el mundo, más fuera de la asamblea que dentro.

Sin embargo, cada asamblea debe tener escuelas dominicales y reuniones evangélicas regulares para jóvenes y mayores. Estamos convencidos de que la Palabra nos enseña que cada asamblea debe ser profundamente evangélica, llena de fervor por la causa del Evangelio y de energía en la búsqueda de alcanzar a los inconversos con la Palabra de vida. Pablo pudo escribir a la asamblea en Tesalónica: «Porque la partir de vosotros ha resonado la palabra del Señor, no solo en Macedonia y en Acaya, sino que en todo lugar vuestra fe se ha divulgado» (1 Tes. 1:8). La asamblea debe ser un verdadero almacén desde el cual el Evangelio se extiende a un mundo oscuro y desde el cual los evangelistas y obreros salen a las calles y caminos con las buenas nuevas de la salvación, animados por la comunión y las oraciones consoladoras de los miembros de la asamblea.

Así como los 4 Evangelios forman el fundamento sólido del Nuevo Testamento, y la aceptación del Evangelio es el fundamento de la vida cristiana, así también la predicación del Evangelio es el fundamento del testimonio de la Asamblea. Una asamblea que no tiene corazón para el Evangelio ciertamente no es una asamblea de acuerdo con el modelo divino que encontramos en las Escrituras. La Epístola a los Filipenses nos dice cuán celosos eran los filipenses por el Evangelio. Pablo daba gracias a Dios por «vuestra participación en el evangelio, desde el primer día» (1:3-5), y pudo decir: «En la defensa y confirmación del evangelio, sois todos copartícipes conmigo de esta gracia» (1:7).

Nadie puede estar en un buen estado de ánimo a menos que busque de alguna manera llevar almas a Cristo, y ninguna asamblea de cristianos puede estar en un buen estado espiritual a menos que estén interesados en la salvación de las almas y se esfuercen por llevarles el Evangelio de la gracia de Dios. No todos los creyentes son capaces de predicar el Evangelio, pero todos pueden orar por las almas que necesitan salvación, y por aquellos que predican las buenas nuevas. Todos pueden tratar de llevar a la gente a las reuniones evangélicas. Todos deben poder dar testimonio de Cristo el Salvador y distribuir folletos evangélicos. No importa cuál sea el don de alguien, o si tiene un don evidente; todos pueden y deben cultivar el ardiente deseo de la salvación de las almas.

Si las asambleas o los creyentes se contentan con ver pasar semanas, meses, años, sin hacer un solo esfuerzo por evangelizar, y sin ver una sola conversión, su condición debe ser ciertamente muy baja. Por otra parte, cuando se estimula a una asamblea a orar fervientemente por el Evangelio y la salvación de las almas, hay un frescor de espíritu y celo por las almas, y solo puede resultar un torrente de bendiciones. Cada nuevo converso, verdaderamente nacido de nuevo, es una fuente de nuevo gozo y trae una renovación de vida a la Asamblea. Cuando no se hace ningún esfuerzo por el Evangelio y no hay conversión, hay indiferencia y aburrimiento entre los creyentes, y si la luz del Evangelio no brilla exteriormente, solo se puede esperar que la lámpara se apague.

3.7.6.1 - Los métodos de evangelización

Necesitamos estudiar las Escrituras, ver cómo predicaban los apóstoles y seguirlos, en lugar de imitar los métodos actuales de evangelización, que apelan al sensacionalismo y a la emoción. No tratemos de hacer la obra del Señor a la manera del mundo. Lo que necesitamos es más de la obra de Dios y menos de la del hombre. Que la predicación esté verdaderamente impregnada de la seriedad del amor de Cristo que impulsa a las almas a reconciliarse con Dios. Confiemos en el poder del Espíritu Santo para entregar el mensaje y mover a los inconversos a “arrepentirse y a creer en el evangelio”. No olvidemos predicar el arrepentimiento, el estado de perdición y bancarrota del hombre, y el remedio completo y absoluto que Dios ofrece en el Evangelio de su gracia en Cristo Jesús.

Para obtener resultados duraderos, recordemos este versículo: «No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos» (Zac. 4:6). Pensemos en Santiago: «Mirad cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, teniendo paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia vosotros también; afirmad vuestros corazones, porque la venida del Señor se acerca» (5:7-8). Su venida traerá el gran día de la cosecha y revelará el fruto de todo el trabajo que se ha hecho por él y por la salvación de las almas que son tan preciosas. Mientras tanto, sembremos la buena semilla del Evangelio en todos los corazones de jóvenes y mayores. Esperemos pacientemente a que se forme el fruto, y no olvidemos que una verdadera conversión es mejor que 100 confesiones superficiales obtenidas por medios humanos sin la realidad y el poder del Espíritu Santo.

Podemos añadir aquí que el evangelista o aquel que trabaja para el Evangelio debe ser dejado libre en cuanto a los métodos y la manera de hacer su trabajo, porque él sigue adelante con la energía de su propia fe personal y se basa en la responsabilidad personal hacia Cristo solamente. «Para con su propio señor está en pie o cae» (Rom. 14:4). Por lo tanto, no debemos juzgar al siervo de otro. No debe ser esclavizado a ciertas regulaciones o leyes, o paralizado por hombres de mente estrecha que encuentran fallas en cualquier cosa que no encaje con sus propios pensamientos. Los que trabajan para el Evangelio no necesitan limitarse al curso de acción preciso o al curso de acción que podría considerarse apropiado para las reuniones de adoración de la asamblea.

Un evangelista de corazón amplio puede sentirse perfectamente libre, ante su Señor y Maestro, para hacer muchas cosas que no serían recomendables para el juicio espiritual y las opiniones de unos pocos en la asamblea. Puede sentirse libre de adoptar una forma de hablar y una manera de trabajar que no esté fuera de lugar en las reuniones de la asamblea. Pero, siempre que no viole las enseñanzas de las Escrituras, no tenemos derecho a frustrarlo o condenarlo. Puesto que se trata de un servicio individual, se le debe dejar libre para trabajar a su manera y de acuerdo con su responsabilidad individual ante el Señor [14]. La asamblea no es responsable de la manera particular en que él puede hacer su obra para el Señor. «De manera que cada uno de nosotros dará cuenta de sí mismo a Dios» (Rom. 14:12).

[14] Nótese que el autor considera solo la obra individual del evangelista que se lleva a cabo en el mundo, no en la asamblea siempre responsable de lo que se predica en su seno (1 Cor. 14:21). Por otro lado, como cualquier otro creyente, el evangelista sigue siendo responsable de su conducta ante la asamblea. Nota del traductor.

El Señor nos ha dado esta admonición: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15), pero no estableció los métodos a usar ni la manera en que operar. Dejó esta tarea al siervo, guiado por el Espíritu Santo según los diferentes tiempos y las diversas circunstancias, diferentes según las costumbres y las situaciones nacionales. El apóstol Pablo dijo: «Todo me hice para con todos, para de todos modos salvar a algunos» (1 Cor. 9:22). «El que gana almas es sabio» (Prov. 11:30).

3.7.6.2 - La escuela dominical

El Señor Jesús dijo: «Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis; porque de ellos es el reino de Dios». Una vez, «llamando a un niño, lo puso de pie en medio de ellos, y dijo: En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos… El que reciba a un niño como este en mi nombre, a mí me recibe… Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños» (Marcos 10:14; Mat. 18:2-3, 5, 10). Por lo tanto, los niños de nuestros países no deberían estar olvidados en nuestros esfuerzos de evangelización.

Los niños constituyen el campo más fértil para la evangelización, porque sus corazones siguen siendo tiernos y receptivos a la llamada celestial de Cristo a través de su Palabra. Todavía no han estado endurecidos por el pecado, y están pasando por ese período de la vida en que la mente es maleable, y donde el carácter se forma y el futuro se decide. Un psicólogo dijo: “Una persona rara vez cambia sus hábitos después de alcanzar la mayoría de edad”. Y se estima que solo una de cada 1.000 personas se convierte después de los 20 años. Un cuestionario enviado a 1.500 predicadores, preguntando por la edad de su conversión, reveló que la edad promedio era de 12 años. Un juez del distrito de Brooklyn, en Nueva York, dijo que de los 2.700 niños que comparecieron ante su tribunal, ninguno de ellos había asistido a la escuela dominical.

Todos estos hechos muestran la importancia y el lado positivo de los esfuerzos de evangelización entre los niños y jóvenes. El propósito de la escuela dominical es enseñar a los niños las preciosas verdades de la Biblia, que la realidad de la condición del hombre es la de un pecador, que la salvación completa en Jesucristo, es el camino y el servicio de un cristiano en este mundo. No solo se les deben enseñar estas cosas, sino que se debe buscar que sus corazones sean ganados para Cristo, y se debe orar por su conversión.

A este respecto, citamos una carta escrita hace mucho tiempo por un conocido siervo del Señor, C.H. Mackintosh:

“Querido amigo,

Estamos muy agradecidos de que hayan comenzado la escuela dominical, y sentimos que es un verdadero privilegio poder responder a su solicitud de consejos sobre cómo ocuparse en ella.

Cuanto más avanzamos, más valoramos la bendita obra de la escuela dominical. Creemos que es sumamente interesante y feliz; y pensamos que toda asamblea de cristianos reunidos en el nombre del Señor Jesús debe alentar tal obra con su simpatía y oraciones.

Lamentamos decirlo, algunos son muy tibios en este sentido, y otros incluso parecen estar completamente en contra de tal trabajo. Sienten que esto es entrometerse en los asuntos de los padres cristianos que tienen el deber de educar a sus hijos en disciplina y bajo las advertencias del Señor (Efe. 6:4). Esto, reconocemos, sería una objeción seria, si estuviera bien fundada; pero esto no es así, porque el propósito de la escuela dominical no es sustituir la enseñanza y educación dada por los padres, sino contribuir a este servicio o reemplazarlo cuando no existe. Hay miles de queridos niños pululando por las calles, callejones y patios de nuestras grandes ciudades, que no tienen padres, o cuyos padres no pueden o no quieren instruirlos. Es a ellos a quienes el maestro de la escuela dominical mira con afecto. Sin duda, se alegra de ver a todo tipo de niños sentados frente a él; pero aquellos a quienes le gustaría llegar especialmente son aquellos que están mal vestidos, descuidados, rechazados.

Es imposible decir dónde y cuándo se revelará el fruto de la labor de un maestro de escuela dominical. Puede ser en las arenas ardientes de África, o en medio de las extensiones heladas del norte; en las profundidades de la selva, o en las olas del océano; puede ser en el presente, o años después de la partida del siervo para el descanso eterno. Pero no importa dónde o cuándo, el fruto ciertamente se producirá, cuando el grano haya sido sembrado con fe y regado por la oración.

El niño de la escuela dominical se convertirá en un adolescente, y entonces tal vez en un hombre descarriado; entonces parecerá que ha olvidado todo lo que es bueno, santo y verdadero, que ha borrado en su corazón, por sus prácticas pecaminosas, todas las impresiones sagradas. Y, sin embargo, a pesar de todo esto, una preciosa frase de la Sagrada Escritura, o un hermoso himno, permanece enterrado en el fondo de su memoria, bajo un montón de cosas insensatas y profanas. Y ese versículo o himno puede volver a su mente en un momento de tranquilidad, o tal vez en su lecho de muerte, y ser usado por el Espíritu Santo para despertar y salvar su alma. ¿Quién puede medir lo importante que es tener una influencia en su espíritu mientras es joven, fresco y maleable, y tratar de imprimirle cosas celestiales?

Pero se nos puede preguntar: ¿En qué parte del Nuevo Testamento encontramos una justificación para la obra particular emprendida por el maestro de la escuela dominical? Responderemos: Es solo una manera de anunciar el Evangelio a los inconversos, o de presentar las Sagradas Escrituras a los hijos de Dios. Estrictamente hablando, la escuela dominical es un aspecto extremadamente interesante de la obra evangélica, y debe decirse que tenemos plena autoridad en las páginas del Nuevo Testamento para esto.

Pero ¡ay!, hay demasiados entre nosotros que no tienen corazón para el servicio del Evangelio, en ninguna de sus formas, ni entre los jóvenes ni entre los mayores, y no solo lo descuidan ellos mismos, sino que denigran a los que procuran hacer esta bendita obra. Y como a veces sucede que los que plantean objeciones sobre la escuela dominical y la predicación regular del Evangelio parecen ser personas inteligentes, sus palabras tendrán aún más peso entre los jóvenes cristianos.

Pero a usted, querido amigo, le decimos: Que nada le desanime en el trabajo que ha emprendido. Es un buen trabajo, continúelo a pesar de todos los oponentes. Se nos dice que estemos listos para toda buena obra, y que no nos cansemos de hacer el bien, porque a su debido tiempo cosecharemos, si no fallamos (Gál. 6:9).

Y ahora, unas palabras sobre cómo cuidar una escuela dominical. No hay que olvidar que se trata de un servicio individual, que debe hacerse con la conciencia de una responsabilidad personal para con el Señor. Sin duda, es muy importante tener una comunión plena en esta obra con los que trabajan con ustedes y con todos sus hermanos y hermanas; pero el trabajo del maestro de escuela dominical debe hacerse con un sentido de responsabilidad personal directa hacia el Señor, y de acuerdo con la medida de la gracia que él ha otorgado. La asamblea no es más responsable ni se involucra en esta obra que en cualquier otro servicio individual, como la predicación los domingos por la noche, las reuniones de hogar, las entrevistas o las clases bíblicas. Y, sin embargo, con toda certeza, la asamblea, si se encuentra en un buen estado espiritual, experimentará plena comunión con la escuela dominical, así como con todo lo que se hace personalmente para y bajo el Señor.

Ustedes descubrirán, si no me equivoco que, para dirigir una escuela dominical de manera eficaz, se necesita tener un buen director, una persona de energía, autoridad y orden. Hemos visto muchas escuelas dominicales colapsar porque no se estaban llevando a cabo correctamente. Algunos toman esta obra por un tiempo y luego lo abandonan. No puede funcionar así. El director, los monitores y los que hacen las visitas, deben ponerse a trabajar en este bendito trabajo, no a trompicones, sino con serena determinación y energía espiritual. Y una vez que han comenzado, deben continuar con un corazón comprometido. La cosa no puede funcionar si el director abandona su escuela o el instructor su clase, sin una razón válida, con el pretexto de abandonarla al Señor. Creemos que el Señor les está pidiendo que estén en sus puestos, o que encuentren un reemplazo adecuado en caso de enfermedad o por cualquier otra razón importante.

Es de la mayor importancia que todo lo que se refiere a la obra de la escuela dominical se emprenda y se lleve a cabo con frescor, energía, celo y completa dedicación personal. Y puesto que todo esto solo puede provenir del Tesoro Divino, todos los que están ocupados en este servicio deben reunirse para orar y hablar. Nada es más deplorable que ver una escuela dominical caer en ruinas por la falta de diligencia y perseverancia de parte de los que la habían establecido. Sin duda, hay muchos obstáculos; y la obra en sí es muy ardua y desalentadora. Pero, si nuestras palabras tienen algún peso, nos gustaría decir desde el fondo de nuestro corazón a todos los que se dedican a este precioso servicio: Que nada apague su ardor ni paralice su obra. ¡Adelante! ¡Adelante! Y que el Señor de la mies corone sus labores con las más ricas y grandes bendiciones.

No hace falta decir que nunca contemplamos a personas inconversas participando en la obra de la escuela dominical. De hecho, no hay nada más triste que ver a alguien ocupado en enseñar a los demás lo que él mismo no puede vivir ni compartir. Ciertamente, Dios es soberano, y puede usar su propia Palabra, y lo hace, incluso en los labios de una persona inconversa. Pero esto no cambia el triste estado de la persona así empleada. No podíamos ni por un momento pensar en admitir o invitar a nadie a participar en la obra de una escuela dominical, si no teníamos pruebas satisfactorias de su conversión. Hacerlo sería alentarlo a cometer un error fatal” (final de la citación de C. H.M.).

Para concluir, debe notarse que la escuela dominical debe llevarse a cabo, no solo en la sala de la asamblea, sino en tantos lugares diferentes como sea posible. Las reuniones para niños también pueden tener lugar con éxito durante la semana, en las casas, donde las puertas estén abiertas. Las reuniones bíblicas diarias durante las vacaciones de verano han demostrado ser una manera efectiva de llevar el Evangelio a los niños e instruirlos en la Palabra de Dios. La obra entre los niños a través de los cursos bíblicos también ha sido una gran bendición entre los jóvenes. Que el Señor suscite muchos obreros capaces y celosos, para enseñar a los jóvenes y llevarlos a Cristo.

3.8 - El lugar de la mujer según las Escrituras

Cualquier lector atento admitirá que Dios le ha dado a la mujer un papel especial y maravilloso en la familia, en la sociedad, y que la ha hecho particularmente adecuada para cumplir este papel único que ningún hombre puede asumir adecuadamente. La Palabra, desde el principio hasta el fin, nos muestra el lugar especial de la mujer en la creación, en la caída del hombre, bajo la Ley en el Antiguo Testamento y bajo la gracia en la Iglesia del Nuevo Testamento. Veremos en la Palabra de Dios que la mujer tiene su propia esfera de servicio, que es especialmente feliz y necesaria.

Comprenderemos mejor nuestro tema si consideramos primero el lugar de la mujer en la creación, en la caída, bajo la Ley y en el hogar. Si discernimos el papel que Dios ha dado a las mujeres en estos ámbitos, nos ayudará a tomar conciencia de su lugar en la Iglesia, según las Escrituras.

3.8.1 - En el Antiguo Testamento

3.8.1.1 - A la creación

En Génesis 2, vemos que el hombre fue creado primero, y luego, de la costilla de Adán, Dios formó a la mujer y la trajo al hombre para que fuera la ayudante correspondiente. En 1 Corintios 11:8-12, el Espíritu de Dios nos dice: «Porque el hombre no procede de la mujer, sino la mujer del hombre; y de hecho, el hombre no fue creado a causa de la mujer, sino la mujer a causa del hombre. Por tanto, la mujer debe tener señal de autoridad sobre su cabeza, por causa de los ángeles. Pero en el Señor, ni la mujer es sin el hombre, ni el hombre sin la mujer. Porque como la mujer procede del hombre, así también el hombre nace de la mujer; pero todas las cosas son de Dios». Esta es una presentación extremadamente mesurada y equilibrada de la verdad de la relación hombre-mujer.

El hecho mismo de que la mujer haya sido sacada del hombre demuestra que es igual a él. No es inferior, pero le es igual, la ayuda que le corresponde. Hay igualdad, pero al mismo tiempo, diversidad. La mujer fue hecha para el hombre, para estar con él a su lado. El pensamiento de Dios para la mujer nunca fue que sea una criatura independiente, separada del hombre, sino que debía estar asociada con él, y que juntos debían ser una sola carne y ser el tipo de Cristo y su Esposa, la Iglesia. La mujer nunca brilla más que cuando cumple el papel para el que fue creada: ser ante todo una ayudante correspondiente para el hombre.

Sin embargo, debe tenerse en cuenta que el hecho mismo de que la mujer fue formada a partir del hombre indica que el hombre es su cabeza. Esta es la inferencia que el Espíritu de Dios nos presenta en los versículos de 1 Corintios 11 que acabamos de citar. Por lo tanto, (debido a su lugar en la creación), la mujer debe tener en su cabeza una marca de la autoridad a la que está sometida, a causa de los ángeles. El apóstol dice: «Pero quiero que sepáis que la cabeza de todo hombre es Cristo; la cabeza de la mujer es el hombre» (v. 3). Debido a este orden divino en la creación, la mujer debe reconocer al hombre como su jefe, y tener en su cabeza una marca de su autoridad sobre ella, es decir, tener la cabeza cubierta, especialmente cuando ora o profetiza, y cuando está en la asamblea (v. 5-10). El orden establecido por Dios en la creación y en la Iglesia debe estar manifestado ante los ángeles.

Volveremos más adelante al tema de la mujer que tiene que cubrirse la cabeza. Aludimos a ella aquí solo en relación con el lugar que ocupa en la creación y con lo que fluye de ella, simbolizado en la Palabra por el hecho de que debe tener la cabeza cubierta: reconoce al hombre como su jefe.

En 1 Corintios 11:14-15, el apóstol encuentra en la naturaleza un signo más de la distinción entre el hombre y la mujer y del lugar de sumisión que corresponde a la mujer. «¿La naturaleza misma no os enseña que si el hombre lleva la cabellera larga, es una deshonra para él, mientras que para la mujer es honroso llevar la cabellera larga? Porque la cabellera larga le es dada en lugar de velo». Dios le ha dado a la mujer el cabello largo, y al hombre el cabello corto, como una marca que los distingue. Es natural que las mujeres tengan el pelo largo y que los hombres tengan el pelo corto.

En las Escrituras, el cabello largo generalmente simboliza la dependencia, la sumisión y la modestia propia de una mujer, ese «vaso más frágil» al que un hombre debe dar honor (1 Pe. 3:7). El pasaje de 1 Corintios 11 nos dice que el cabello de una mujer es su gloria. Una mujer manifiesta la gloria y la belleza con las que Dios la ha revestido solo cuando permanece en el lugar de dependencia y sumisión que Dios le ha dado, y cuando conserva su carácter femenino. Cuanto más conserva una mujer su carácter de mujer, más hermosa y agradable es a Dios. Cuanto más intenta una mujer parecerse a un hombre y ocupar su lugar, más pierde su verdadera belleza y carácter.

La expresión «¿La naturaleza misma no os enseña?», puede aplicarse ampliamente a nuestro tema. La constitución natural y el temperamento de hombres y mujeres son muy diferentes. Dios, en su sabiduría, ha hecho grandes diferencias en la constitución corporal, mental y emocional del hombre y de la mujer. Ha hecho al hombre más grande, más fuerte, le ha dado una mente más lógica y, por un feliz contraste, ha dado a la mujer una gracia natural, una dulzura y una vivacidad de mente que la hacen particularmente apta para cuidar del hogar. Obviamente, el Creador, por naturaleza, ha constituido al hombre y a la mujer de tal manera que cumplen funciones distintas pero complementarias.

Así, la creación y la naturaleza nos enseñan que, en la sociedad, la mujer tiene una función diferente a la del hombre. Veremos que el papel que Dios le ha dado en la Asamblea está en armonía con su lugar en la creación y en la naturaleza. Incluso veremos que su lugar en la creación también determina su función en la asamblea, y que su lugar en la naturaleza ilustra su papel bajo la gracia, o su relación con Dios, como cristiana. Los 2 son inseparables. En la asamblea, Dios no da ni a la mujer ni al hombre una función que sea contraria a su lugar en la creación y en la naturaleza.

3.8.1.2 - En la caída

Hemos visto que, en la creación, la función de la mujer es estar sometida a su jefe y ser su compañera. Ahora consideraremos lo que ocasionó la caída de la raza humana en el Jardín del Edén, y qué función se le asignó como resultado. En el relato que Dios nos da en Génesis 3, la serpiente tentó a nuestra madre Eva para que tomara del fruto prohibido; ella lo comió y se lo dio a su marido, quien también lo comió (v.1.6). Debido a esto, Dios le dijo a Eva: «Darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti» (Gén. 3:16).

Aquí vemos que la primera mujer, Eva, tomó la iniciativa y abandonó su lugar natural de dependencia. En lugar de rechazar las solicitudes de la serpiente, buscando la ayuda y la protección del jefe que Dios le había dado, actuó de manera independiente y fue engañada por la serpiente hasta el punto de desobedecer el mandato de Dios. Así que Dios dejó claro que su lugar sería en la sumisión a su esposo.

En esto, no estamos abandonados a nuestras propias conclusiones, porque el Espíritu de Dios nos recuerda en 1 Timoteo 2:11-14 que Eva fue engañada por Satanás, e indica que es por esta razón que, en el tiempo presente de la Iglesia, la mujer no debe tomar un lugar de autoridad sobre el hombre. «La mujer aprenda apaciblemente con toda sumisión. Pero no permito a la mujer enseñar ni ejercer autoridad sobre [el] hombre, sino estar quietas. Porque Adán fue formado primero, luego Eva; y Adán no fue engañado; pero la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión».

Aquí encontramos 2 razones por las que las mujeres no deben enseñar en la asamblea. Una es que Adán ocupa el primer lugar en la creación, lo que presupone autoridad; la segunda es que la mujer ha sido engañada por la serpiente. Adán no fue engañado como la mujer; pecó a sabiendas y fue más culpable que su esposa, pero fue Eva la que fue engañada. Tal fue su participación en la caída de la raza humana, y puesto que ella ha demostrado ser una mala conductora bajo este aspecto, Dios, en la sabiduría de su gobierno, la ha apartado de un lugar de autoridad o de enseñanza en la Iglesia. Así que aquí tenemos la primera y más poderosa advertencia: la mujer no debe dirigir. Una advertencia sorprendente dada desde el comienzo de la historia humana y para todos los tiempos.

Citemos estas pocas líneas: “Cuando las mujeres abandonan su lugar, parecen ser la presa particular del diablo. En la parábola, fue una mujer la que introdujo la levadura en las 3 medidas de harina (Mat. 13:33), un tipo de introducción de principios corruptores que han invadido la cristiandad. Es una mujer, Eva, la que ha caído en transgresión”.

Son «mujercillas cargadas de pecados, que se dejan arrastrar por diversas concupiscencias», que son llevadas cautivas por hombres malvados en los tiempos turbulentos de los últimos días (2 Tim. 3:6). Es una mujer, Jezabel, que en la historia del Antiguo Testamento representa todo lo que es malo y corrupto, y que, en el Apocalipsis, simboliza la corrupción eclesiástica y la más profunda decadencia religiosa (1 Reyes 21; Apoc. 2:20).

“Hoy en día, la mayoría de los médiums y espiritistas son mujeres; el espiritismo moderno comenzó con las mujeres, en los EE.UU.” (A.J. Pollock).

No se trata de denigrar a las mujeres, porque generalmente tienen cualidades morales superiores a las del hombre, y a menudo lo superan en su afecto y consagración a Cristo. Tampoco se trata de una cuestión de aptitudes de las mujeres, ya que, comparadas con los hombres, se admite fácilmente que no son inferiores en aptitud intelectual, cultura, tacto, modo de hablar, etc. Es solo en su posición que el hombre está por encima de la mujer. Nos gustaría enfatizar este punto: cuando la mujer deja el lugar y la esfera de actividad que Dios le ha dado, y toma una posición en la que enseña y lidera, a menudo se convierte en una presa especial de los engaños de Satanás y difunde sus mentiras y herejías. Esta es la lección que debemos aprender de Eva en el jardín del Edén y de la posterior historia de la mujer.

Por otro lado, cuando la mujer permanece en el lugar que Dios le ha dado, es una fuerza muy eficaz para el bien; su presencia y su fuerza en el servicio de Cristo son, en la sumisión a Dios, esenciales para el éxito y la continuación de la Iglesia. La Biblia está llena de ejemplos de mujeres piadosas, fieles y consagradas que han hecho un gran servicio para Dios en la esfera que les fue fijada.

Resumamos lo que acabamos de ver: Eva fue engañada por Satanás y tomó la iniciativa de cometer el primer pecado; en consecuencia, la mujer ha sido colocada, de acuerdo con los caminos de Dios en gobierno, en una posición de sumisión al hombre; debe aprender en silencio, con toda sumisión, y nunca debe ejercer autoridad sobre el hombre. Esto es lo que la Escritura nos enseña sobre el lugar de la mujer, debido a su participación en la caída de la raza humana en el Edén. Y este estado divino permanece inalterado hoy, en el período de gracia que es el de la Iglesia. Por otra parte, como hemos señalado, la historia de la mujer no ha hecho más que confirmar cuán sabios y justos eran los límites que Dios había impuesto a su esfera de actividad.

3.8.1.3 - Las santas mujeres de antaño

El apóstol Pedro, al exhortar a las esposas acerca de su conducta, habla de la conducta de las santas mujeres de antaño, y da como ejemplo la conducta de Sara. Citemos estos versículos, que el Espíritu Santo nos ha dado a través de Pedro, porque iluminan nuestro tema: «Igualmente vosotras, esposas, estad sumisas a vuestros maridos para que aun si alguno no obedece a la Palabra, sea ganado sin [una] palabra por la conducta de su esposa, al observar vuestra conducta casta y respetuosa. Que vuestro atavío no sea exterior: trenzado de cabellos, adornos de oro, o vestidos lujosos, sino el de la persona interior, del corazón, en el atavío incorruptible de un espíritu afable y apacible, que es de gran valor ante Dios. Porque así también se ataviaban en tiempos pasados las santas mujeres que esperaban en Dios, estando sumisas a sus maridos, como Sara obedeció a Abraham, llamándole señor; cuyas hijas sois vosotras» (1 Pe. 3:1-6).

Estas palabras son claras y apenas requieren comentario. Sara, que podría aparecer ante nosotros en el Antiguo Testamento como una mujer de personalidad enérgica y autoritaria, está allí como un ejemplo de las santas mujeres de la antigüedad que permanecieron sumisas a sus maridos y puras en su conducta. Esto nos muestra claramente la posición de la mujer en relación con el hombre, y cómo la vivieron estas santas mujeres de la antigüedad.

3.8.1.4 - Bajo la Ley

En este sentido, quisiéramos referirnos brevemente al lugar que ocupa la mujer ante la Ley. Cuando el apóstol Pablo escribió a los corintios y enseñó acerca del lugar de las mujeres en la Asamblea, pidió «que estén sometidas, como también lo dice la Ley» (1 Cor. 14:34). No se refiere a un pasaje o precepto en particular, sino a todo el alcance del Antiguo Testamento. A lo largo del período de la Ley, vemos que la mujer tenía un lugar de sumisión y obediencia, no de dirección o autoridad.

Por lo tanto, vemos claramente que la creación, la caída y la Ley nos muestran que la sumisión es la posición que Dios quiso para la mujer. Con este trasfondo de las Escrituras, ahora podemos examinar el lugar de las mujeres en el tiempo presente de la gracia, en el hogar y en la asamblea.

3.8.2 - Durante el período de la gracia

Acabamos de ver en la Escritura la posición de la mujer en la creación, en la caída y bajo la Ley, y las consiguientes instrucciones en cuanto a su función durante el período de la Iglesia. Consideraremos ahora la ocupación de la mujer en el presente período de gracia, tal como se presenta en el Nuevo Testamento, en relación con el ámbito del hogar, la sociedad y la Iglesia.

3.8.2.1 - En el hogar

Consideremos, en primer lugar, el cometido especial que la Escritura concede a la mujer en el hogar, esa esfera tan bendita.

También nos ayudará a entender mejor la posición que Dios le ha dado en la Iglesia. Su lugar en la Asamblea solo puede estar en armonía con su lugar en el hogar; si una mujer aprende a mantener su función apropiada en el hogar, ciertamente discernirá la que debe tener en la Asamblea.

La relación que forma la base del hogar es la de marido y mujer. Luego, si se les dan hijos, se producen estos lazos felices entre el padre, la madre y los hijos. En estas maravillosas relaciones de esposa, o bien de esposa y madre, la mujer tiene un lugar muy importante y una influencia en el hogar. Un hogar no es un verdadero hogar sin una esposa o madre piadosa.

Dios dio a Eva para que fuera una ayudante que correspondiera a Adán. Traída a él por Dios, ella tomó lugar a su lado como su esposa y como la ayuda que Dios le daba. Ella fue creada para ser su esposa y la compañera de su corazón, una sola carne con él. El hombre, habiendo sido creado primero, era su jefe, y en la caída Dios dejó claro que ella debía estar sometida a la autoridad de su esposo. Sin embargo, ella no debía ser pisoteada por él, sino que debía estar a su lado, su igual, bajo su brazo para ser protegida, y contra su corazón para ser amada. Este es el lugar de la mujer en la relación matrimonial tal como fue establecida por Dios en la creación.

Pero, desde la caída a la cruz, no oímos hablar más de ese lugar que fue asignado a la mujer en la creación. “Los paganos la han degradado hasta el punto de convertirla en esclava del hombre. La Ley de Moisés la protegía de ser pisoteada bajo ciertas circunstancias (Éx. 21; Lev. 18:18); sin embargo, bajo esta Ley, nunca ha ocupado su verdadero lugar con el hombre. Pero después de la manifestación del segundo hombre (Cristo), y el cumplimiento de su obra expiatoria, se vuelve a aludir al orden original de la creación, y la mujer recupera su verdadero lugar con el hombre” (C.E. Stuart).

Este verdadero lugar se encuentra en Efesios 5:22-23. A los esposos se les dice que amen a sus esposas como a sus propios cuerpos, y como Cristo amó a la Asamblea y sí mismo se entregó por ella. Se exhorta a las esposas a someterse a sus propios maridos como al Señor, porque el marido es la cabeza de la mujer, como Cristo es la cabeza de la Asamblea. Por lo tanto, así como la Asamblea está sometida a Cristo, así también las esposas deben estar sometidas a sus maridos en todas las cosas. Por un lado, el marido debe cuidar de amar a su esposa como a sí mismo, por otro lado, se exhorta a la esposa a respetar a su marido.

Este es el orden que Dios quiso para el hombre y la mujer en el hogar durante el período de gracia. La esposa debe ser objeto de los tiernos cuidados de su marido y ser amada por él con un amor ardiente; sin embargo, ella debe reconocerlo como el jefe de la familia, ser sumisa a él y respetarlo.

Ella debe hacer esto «como para el Señor» (Efe. 5:22), reconociendo al Señor, más allá de su esposo, como aquel de quien proviene la autoridad de su esposo. Tampoco debe olvidar que, en su sumisión a su marido, es un tipo y un reflejo de la sumisión de la Asamblea a Cristo, su Cabeza. ¡Qué maravilloso privilegio!

En 1 Timoteo 5:14, se les dice a las mujeres jóvenes que «se casen, críen hijos, gobiernen sus casas». Gobernar y mantener el orden en la casa es un trabajo especial de la mujer, pero el esposo es el jefe responsable. Una mujer que se hace cargo de la administración de la casa desafiando a su marido, ciertamente será infeliz e incómoda y seguramente cosechará los amargos frutos de su propia rebelión en la insubordinación de sus hijos criados en el desorden. Aunque hoy en día las mujeres reclaman libertad e igualdad de derechos con los hombres, y la sumisión femenina es impopular y rechazada en gran medida, el mandamiento y el deseo de Dios sigue siendo que las esposas estén sometidas a sus maridos como cabeza de familia. Sin esto, no puede haber verdadero gozo o bendición en la vida del hogar.

Habiendo considerado la posición de la mujer en las relaciones matrimoniales y en el hogar, veamos ahora cuál es su servicio en esta bendita esfera. Una mujer pasa gran parte de su tiempo en casa, haciendo las tareas ordinarias de la vida; de esta manera realiza un gran servicio a Dios. Colosenses 3:23-24 nos dice: «Todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor… A Cristo el Señor servís». Al atender las necesidades de su esposo e hijos y al cuidar de su hogar para convertirlo en un lugar de refrigerio, gozo y refugio en un mundo turbulento, la mujer cumple un papel muy importante.

La madre es verdaderamente el centro y el corazón del hogar. El atractivo exterior de un hogar depende en gran medida de la actitud y el estado de ánimo de la esposa. Una mujer sabia que cuida de su familia sabiamente, administra su presupuesto económicamente y enriquece la casa con amor y gozo, es una gran bendición para su esposo e hijos, y para todos los que entran en su casa. El éxito o el fracaso de un esposo en la vida a menudo depende de la conducta de su esposa en el hogar. Muchos hombres hoy en día deben su posición en la vida en gran parte a la sabiduría y el sentido común de sus esposas.

La práctica de la virtud cristiana de la hospitalidad es posible en el hogar principalmente gracias a la esposa. Este valioso servicio es necesario en la Iglesia y ciertamente trae una rica recompensa de bendiciones presentes y futuras. De este modo, las mujeres participan verdaderamente en la obra de Cristo, abriendo sus casas a los siervos del Señor, a los que le pertenecen, y también a los inconversos, que así pueden escuchar el Evangelio y ser salvos. Un ejemplo de este servicio se nos da en Hechos 18:26: Aquila y Priscila invitaron a Apolos a su casa y le explicaron con más precisión el camino de Dios.

Uno de los servicios más valiosos de una madre en el hogar es la educación de los hijos. Esta es su tarea especial, ya que pasa más tiempo que el padre con los hijos y tiene una fuerte influencia en sus vidas, ya sea para bien o para mal. Notemos cuán frecuentemente en los libros de Reyes y Crónicas se menciona el nombre de la madre en relación con los diversos reyes de Israel. Así, el Espíritu de Dios nos muestra lo que probablemente fue el factor más importante en la formación del carácter de los hombres que dirigían al pueblo de Dios.

Los cimientos del comportamiento de los niños se establecen en la educación recibida en el hogar, y la mano de una madre es el instrumento que Dios se complace en usar para ponerlos. La tarea más importante de una madre, la que Dios le ha dado, está en el hogar, con sus hijos; debe dedicarse a cuidarlos, a instruirlos, a educarlos. Si una madre descuida esta tarea vital en el hogar, o la deja a otros, y busca servir al Señor en otros asuntos, descuida su tarea. El trabajo que ella busca realizar, que no es suyo y al que no ha sido llamada, ciertamente estará condenado al fracaso. La educación y la instrucción que los niños reciben de sus madres en su primera infancia, en una época en la que son tan sensibles, tendrán un impacto en toda su vida y dejarán una huella indeleble en sus jóvenes mentes maleables y receptivas. ¡Qué importante es la actividad de una madre en su hogar! ¡Que no lo descuide!

El círculo de la casa es, por tanto, para la mujer la esfera particular en la que servirá a Dios y lo glorificará. Es allí, en este dominio privado suyo, donde brilla con todo su esplendor y ejerce la mayor influencia para el bien. La vida familiar, que muchas mujeres a menudo desprecian y abandonan hoy en día, es el área en la que están más dotadas.

No queremos decir que no hay ningún servicio que la mujer no pueda hacer, ni ningún trabajo que no pueda hacer en la vida de la asamblea. Decimos simplemente que el hogar o el círculo doméstico es ante todo la esfera de servicio de la mujer. Y en este hogar, su lugar según la Palabra es en dependencia y sumisión a su esposo.

En lo que antecede, hemos considerado sobre todo la posición y el servicio de la mujer casada en la esfera del hogar. Las personas solteras también encontrarán una verdadera área de servicio cristiano en el círculo doméstico. Ellos también podrán servir en las cosas temporales, cuidar a los niños, a los enfermos y a los ancianos, para servir como lo hizo Dorcas en Hechos 9:39.

3.8.2.2 - La enseñanza pública

En relación con la parte tomada por la mujer en la caída en el Edén, ya hemos citado 1 Timoteo 2:11-14, señalando los límites establecidos para ella. Consideremos de nuevo estos versículos. «La mujer aprenda apaciblemente con toda sumisión [15]. Pero no permito a la mujer enseñar ni ejercer autoridad sobre [el] hombre, sino estar quietas. Porque Adán fue formado primero, luego Eva; y Adán no fue engañado; pero la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión».

[15] En 1 Timoteo 2:11-12, la palabra traducida por «silencio» también significa: «calma, quietud, discreción». Es diferente del término usado en 1 Corintios 14:34, que estrictamente significa «estar en silencio» (o «no hablar»). Nota del traductor.

Estos versículos se aplican a una esfera más amplia que la de las reuniones de la asamblea. Hablan de la conducta que debe adoptarse cuando hombres y mujeres están presentes, y se aplican a cualquier testimonio público. Su objetivo es enseñar en público a un público heterogéneo, porque se trata de ejercer autoridad sobre el hombre. La mujer nunca debe tomar un lugar como maestra, ni enseñar en reuniones compuestas por hombres y mujeres, porque en ese momento el hombre está en la posición del aprendiz, lo que trastorna el orden divino.

El hombre fue formado primero, es el representante de Dios y la cabeza; por lo tanto, debe mantener su posición legítima: liderar y enseñar. Eva tomó la delantera para transgredir el mandamiento de Dios y fue engañada por Satanás, demostrando que era una mala líder; por lo tanto, en el gobierno de Dios, las mujeres no deben ocupar el lugar donde se ejerce la autoridad y donde se da la enseñanza. Deben aprender en silencio y sumisión. Por lo tanto, una mujer nunca debe ocupar la posición de una “maestra” reconocida en público para enseñar la Palabra de Dios, ni debe enseñar en la asamblea o ante una audiencia mixta, donde se coloca en una posición de igualdad con el hombre, o superioridad sobre el hombre, porque entonces usurpa la autoridad del hombre.

Sin embargo, vemos que Tito 2:3-5 exhorta a las mujeres mayores a enseñar «buenas cosas» y a enseñar a las jóvenes. Aquí, las mujeres mayores reciben el derecho a enseñar, pero el círculo está bien definido, es el de las jóvenes; además, la enseñanza es de carácter informal y toca temas prácticos más o menos relacionados con el hogar y la familia (v. 4-5). Es muy apropiado ayudar a las mujeres a entender las Escrituras, y hablar con ellas libremente sobre la Palabra. No podemos sino animar a las hermanas a trabajar diligentemente para el Señor en estas esferas. Incluso comunicar el mensaje del Evangelio con calma, en una conversación privada con hombres, es apropiado para una mujer, si se hace con discreción y moderación.

Pero se puede resbalar fácilmente y comenzar a dar enseñanza formal, y entonces una mujer está fuera de lugar. Si ella emprende una exposición regular de la Palabra en público, incluso si la audiencia está compuesta en su totalidad por mujeres, está tomando el lugar de un «maestro» y va en contra del versículo: «No permito a la mujer enseñar» (1 Tim. 2:12).

Explicar la Biblia a los niños, orar y cantar con ellos, también es un servicio adecuado para las mujeres. Esta actividad comienza en el hogar, continúa en la escuela dominical y en las reuniones para niños. La escuela dominical en público no es más que una reunión familiar extendida, que se ha trasladado de casa a una habitación más grande y adecuada. Por lo tanto, es apropiado que las hermanas enseñen en las clases de la escuela dominical, o en grupos de mujeres jóvenes, especialmente cuando dependen de los hermanos bajo cuyo cuidado están ministrando. Cuando hermanos, jóvenes o mayores, están a cargo de una escuela dominical, pensamos que sería contrario a la Palabra que una hermana estuviera a cargo de todas las clases, por ejemplo; en ese caso, ejercería autoridad sobre el hombre.

Oremos para que más mujeres fieles sean activas para el Señor y se animen a actuar en estos ámbitos, que son su dominio particular. Esta necesidad se siente profundamente y la obra del Señor se está marchitando por falta de hermanas enérgicas y devotas para llevar a cabo su servicio. Que el Señor bendiga a todas las hermanas que están comprometidas para él en el servicio apropiado.

3.8.2.3 - En la asamblea

1 Corintios 14:34-38, nos da enseñanzas claras sobre el lugar de las mujeres en las reuniones de asamblea. «Que las mujeres se callen en las iglesias; porque no les es permitido hablar; sino que estén sometidas, como también lo dice la Ley. Y si algo desean aprender, pregunten a sus maridos en casa; porque es indecoroso que una mujer hable en la iglesia. ¿Acaso salió de vosotros la palabra de Dios, o sois vosotros los únicos que la habéis recibido? Si alguno piensa ser profeta o espiritual, reconozca lo que os escribo, porque es mandamiento del Señor. Pero si alguno lo ignora, que lo ignore».

Aquí se establece claramente que una mujer no debe hablar en la Asamblea. La frase «en la asamblea», o «en las asambleas», se utiliza 5 veces en este capítulo, y siempre significa: las reuniones de cristianos en asamblea, la reunión de toda la Iglesia. En una asamblea de este tipo, las mujeres no deben hablar en absoluto, sino guardar silencio en señal de sumisión.

En 1 Corintios 11:5, el apóstol habla de una mujer que ora o profetiza. Este pasaje autoriza esta actividad para una mujer, pero no indica dónde debía ejercerse. El capítulo 14 deja claro que tal ministerio para las mujeres no está permitido en la asamblea, donde deben guardar silencio. Por lo tanto, es bastante obvio que es fuera de la asamblea donde una mujer puede orar y profetizar. En Hechos 21:8-9, los compañeros de Pablo llegan a la casa de Felipe el evangelista; tenía 4 hijas que profetizaban. Por el contexto, parece que estaban profetizando en casa, no en la asamblea; era muy apropiado.

Es importante notar que esta prohibición de que las mujeres hablen en la asamblea no es simplemente la palabra de Pablo, un soltero, como dirían algunos, sino que estas cosas son «mandamiento del Señor» (1 Cor. 14:37). Y si alguien quiere ser espiritual y agradar al Señor, que reconozca que este es el mandamiento divino. Es simplemente una cuestión de obediencia a la voluntad de Dios claramente expresada. Si uno trata de razonar sobre estos simples versículos, si persiste en su propia voluntad y desobediencia, muestra que el corazón no desea hacer la voluntad de Dios y que su Palabra no es respetada.

Los corintios, como muchos hoy en día, pueden haber pensado que eran libres de hacer lo que quisieran en este asunto. El apóstol les dijo: «¿Acaso salió de vosotros la palabra de Dios, o sois vosotros los únicos que la habéis recibido?» (14:36); es decir, “¿tenéis autoridad del Señor en cuanto a lo que tenéis que hacer al respecto?” La Palabra del Señor no viene de ti, sino a ti. Por lo tanto, debían someterse al mandato del Señor dado por el apóstol.

A veces se dice que la palabra «hablar» en este versículo significa hablar, charlar o susurrar durante el servicio, y que esto es lo que el apóstol prohibió. Pero esta es una afirmación absolutamente falsa y que solo puede llevar por mal camino. La palabra griega utilizada aquí y a lo largo de este capítulo es «laleo». Es traducido por el verbo hablar a lo largo de este capítulo, y 241 veces en el Nuevo Testamento. Significa hablar, tomar la palabra. Así, como se dice: «En cuanto a los profetas, que 2 o 3 hablen» (v. 29), así también se ordena a las mujeres que no hablen: «No les es lícito hablar». Es la misma palabra en ambos casos.

También se dice que esta prohibición de que las mujeres hablaran en la asamblea era válida solo para Corinto, donde las mujeres eran ignorantes, ruidosas, insolentes e incapaces de hablar en público. La primera afirmación es completamente falsa y la segunda es solo una suposición. El comienzo de esta Epístola a los Corintios nos muestra que Pablo la estaba dirigiendo «a la iglesia de Dios que está en Corinto… con todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (1:2).

Esto es categórico. Las exhortaciones dadas en esta Epístola no son meramente de alcance local, sino que también están dirigidas a todos aquellos que se llaman cristianos, dondequiera que estén. Y en el versículo que nos concierne, el apóstol dice que las mujeres deben guardar silencio en «las iglesias». Él no dice: “en tu asamblea”, sino «en las iglesias».

En la asamblea, la mujer tiene un lugar de sumisión y discreción, no de dirección. Aquellos que participan públicamente en la asamblea, dirigen la asamblea, ya sea por la oración, la alabanza o la edificación, y este lugar de líder no se da a las mujeres.

Muchos no se dan cuenta de que, incluso si un hermano ora frente a todos, dirige a la asamblea reunida en oración. No es simplemente una oración individual. Es el portavoz de la asamblea en oración o alabanza. Por lo tanto, si una mujer fuera a orar en una reunión de oración de la asamblea, o en una reunión mixta, ella tomaría un lugar de líder en oposición a la Palabra. En 1 Timoteo 2:8, el apóstol declara: «Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar». Esta plena libertad de oración no se les da a las mujeres.

En este sentido, podemos aprender una lección de la historia de Ana en 1 Samuel 1:9-18. Esta mujer piadosa estaba orando en la casa de Jehová, mientras los adoradores estaban reunidos. Fijémonos en lo que se dice de ella: «Ana hablaba en su corazón, y solamente se movían sus labios, y su voz no se oía» (v. 13). Orar en voz alta, en esta compañía compuesta de hombres y mujeres, no habría sido apropiado. Sin embargo, ella podía orar en su corazón; Dios la escuchó y le respondió. De la misma manera, hoy las mujeres pueden orar y elevar alabanzas en sus corazones en la asamblea reunida, y unir su «amén» a las oraciones y alabanzas expresadas ante todos.



3.8.2.4 - Cubrirse la cabeza

Al principio del capítulo, aludimos al hecho de que la mujer se cubre la cabeza cuando ora o profetiza, o cuando está en la asamblea. Veremos este tema con más detalle.

El apóstol instruye en 1 Corintios 11:3-16: «Pero quiero que sepáis que la cabeza de todo hombre es Cristo; la cabeza de la mujer es el hombre; y la cabeza de Cristo es Dios. Todo hombre que ora o profetiza con la cabeza cubierta, deshonra su cabeza. Toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, deshonra su cabeza; porque es igual que si se hubiese rapado. Porque si la mujer no se cubre, que también se rape; pero si le es vergonzoso a la mujer estar trasquilada o rapada, que se cubra. Porque el hombre, siendo imagen y gloria de Dios, no debe cubrirse la cabeza; pero la mujer es gloria del hombre. Porque el hombre no procede de la mujer, sino la mujer del hombre; y de hecho, el hombre no fue creado a causa de la mujer, sino la mujer a causa del hombre. Por tanto, la mujer debe tener señal de autoridad sobre su cabeza, por causa de los ángeles. Pero en el Señor, ni la mujer es sin el hombre, ni el hombre sin la mujer. Porque como la mujer procede del hombre, así también el hombre nace de la mujer; pero todas las cosas son de Dios. Juzgad por vosotros mismos: ¿Es apropiado que la mujer ore a Dios con la cabeza descubierta?».

Estos versículos nos muestran que Dios ha establecido un orden que quiere que reconozcamos y observemos. No es simplemente una costumbre que los hombres tengan la cabeza descubierta, y que las mujeres tengan la cabeza cubierta en la presencia del Señor. La Palabra da la razón y el significado de este orden.

Dios es la Cabeza de Cristo, Cristo es la Cabeza del hombre y el hombre es la cabeza de la mujer. Puesto que el hombre es la imagen y la gloria de Dios, puesto que Cristo es su Cabeza, sería un deshonor y una vergüenza para Cristo su Cabeza, si él tuviera su cabeza cubierta cuando ora o profetiza (es decir, hablar en público). La gloria de Cristo es para ser vista y no para estar cubierta.

Pero la mujer fue creada para el hombre y a partir del hombre; ella es la gloria del hombre. Por lo tanto, debe tener la cabeza cubierta cuando ora o profetiza, porque la gloria del hombre no debe ser vista, especialmente en la asamblea reunida. Es la gloria de Cristo la que ha de ser presentada, no la gloria del hombre.

Además, el versículo 10 nos dice que la mujer debería tener en su cabeza una marca de la autoridad a la que está sometida a causa de los ángeles. Por lo tanto, debe tener algo que cubra su cabeza como señal de la autoridad del hombre a quien está sometida. Cuando una mujer tiene su cabeza cubierta en la presencia del Señor, reconoce que el hombre es la cabeza que Dios le ha dado. Una mujer que viene a la presencia del Señor sin nada en su cabeza muestra que quiere ser como un hombre y no quiere tomar un lugar de sumisión. Ella deshonra su cabeza, aunque no sea consciente de ello. Incluso si se hace en ignorancia, el significado no cambia.

Los ángeles son espectadores en la Asamblea y deben velar por que allí se respete el orden establecido por Dios. Ven el orden que reina en el cielo y en toda la creación; no deben ver desorden entre los cristianos. Los serafines se cubren en la presencia de Jehová (Is. 6:1-3), y esperan que las mujeres hagan lo mismo en obediencia a la Palabra de Dios. El propósito de Dios es que los principados y las autoridades en los lugares celestiales conozcan «la multiforme sabiduría de Dios», «por medio de la iglesia» (Efe. 3:10, 11). Esta «sabiduría de Dios» es el misterio de Cristo y de la Asamblea, cuyo tipo es el Esposo (que es la Cabeza) y la esposa (que está sometida a él) (Efe. 5:22-32).

El hecho de cubrirse la cabeza se aplica tanto a las mujeres solteras como a las casadas. En estos versículos de 1 Corintios 11, se habla del hombre en general y de la mujer en general. Por lo tanto, una mujer debe reconocer la autoridad del hombre en general, padre o esposo, cuando está en la presencia del Señor. Se cubre la cabeza para mostrar que la reconoce.

3.8.2.5 - La vergüenza de una cabeza descubierta

«Toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, deshonra su cabeza; porque es igual que si se hubiese rapado. Porque si la mujer no se cubre, que también se rape; pero si le es vergonzoso a la mujer estar trasquilada o rapada, que se cubra».

En el Antiguo Testamento, cuando a una mujer se le destapaba o afeitaba la cabeza, era un signo de vergüenza, como vemos en Números 5:18, donde una mujer era objeto de sospecha de su marido, y en Deuteronomio 21:10-13, donde una hermosa mujer era llevada cautiva por un israelita. Aquí, en 1 Corintios 11, el apóstol dice que, si una mujer ora o profetiza con la cabeza descubierta, es como si tuviera la cabeza afeitada. Y dado que es un signo de vergüenza cortarse el cabello o afeitarse, debe tener la cabeza cubierta. No debe tener ningún signo de vergüenza en la presencia del Señor. El hecho de que tenga la cabeza cubierta indica que reconoce a su esposo como su líder y disfruta de su plena confianza.

Nótese de paso que según estos versículos de 1 Corintios 11, es vergonzoso que a una mujer le corten el cabello, pero «para la mujer es honroso llevar la cabellera larga» (v. 15). Estas palabras de las Escrituras deberían resolver el asunto del cabello corto para una mujer piadosa.

3.8.2.6 - El cabello largo no es lo que cubre la cabeza

«La cabellera larga le es dada en lugar de velo» (1 Cor. 11:15), es decir, un adorno dado por la naturaleza para envolver su cabeza. Esta no es la cubierta de la cabeza, de la que habla el apóstol en los versículos anteriores. Si la gloria del hombre ha de ser cubierta en la presencia de Dios, como hemos explicado anteriormente, entonces ciertamente el largo cabello de la mujer, que es su gloria personal, debe ser cubierto en la presencia del Señor.

Pablo primero diferencia entre hombre y mujer: el hombre debe tener la cabeza descubierta y la mujer debe haberla cubierta. Luego considera las cosas desde el punto de vista de la propiedad y la belleza, basadas en la constitución del hombre y la mujer, que son diferentes en naturaleza, y da esta razón adicional por la cual ella tiene la cabeza cubierta y se presenta ante Dios como diferente del hombre. «Juzgad por vosotros mismos: ¿Es apropiado que la mujer ore a Dios con la cabeza descubierta? ¿La naturaleza misma no os enseña?» (v. 13-14). Incluso en el ámbito de la naturaleza, Dios le ha dado a la mujer cabello largo como un velo que la oculta. Lo que conviene a una mujer cuando ora a Dios es cubrirse la cabeza.

3.8.2.7 - «No tenemos tal costumbre»

«Pero si alguno cree poder discutir, nosotros no tenemos tal costumbre, ni las iglesias de Dios» (v. 16). El apóstol acababa de exponer el pensamiento de Dios sobre el tema, y en caso de que alguien discutiera y razonara, simplemente añade: «No tenemos tal costumbre, ni las iglesias de Dios».

A menudo es en cosas pequeñas como cubrirse la cabeza o no, que se manifiesta el estado del corazón; es una prueba de si la voluntad está sometida a Dios y a su Palabra, o si desea ir en contra de la Palabra y seguir la moda y el gusto del día. Las costumbres cambian, pero los principios de la Palabra de Dios, en esta área como en otras, permanecen.

3.8.3 - Los ejemplos de las Escrituras

3.8.3.1 - Las mujeres no tienen un ministerio público: ejemplos negativos

Hemos visto en varios pasajes que la función de la mujer en la Iglesia no es pública; más bien, es en la esfera privada donde ella tiene muchos servicios que hacer para su Señor y Salvador. Consideremos ahora en la Palabra las diversas posiciones o tareas que no les han sido dadas.

Los 66 libros de la Biblia fueron escritos por hombres. Ni una sola mujer ha sido escogida por Dios para escribir una línea de su Palabra. En el Antiguo Testamento, ninguna mujer fue nombrada levita o sacerdote para servir en el tabernáculo o en el templo. Ninguna mujer fue escogida por el Señor para ser una de los 12 apóstoles. Además de los 12 apóstoles, el Señor envió a 70. Entre ellos, no se nos dice que hubiera ninguna mujer. En Hechos 6, «siete hombres de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría» (v. 3) son escogidos para servir a las mesas y cuidar de las viudas. No se eligió a ninguna mujer.

Muchos testigos se mencionan en 1 Corintios 15, para dar testimonio de la resurrección del Señor. Se dan los nombres de las personas, pero no se menciona a las mujeres. Esto es significativo, ya que María fue la primera persona en ver al Señor resucitado, y fue enviada por él para llevar este maravilloso mensaje a los discípulos. Aquí, sin embargo, su nombre no aparece en la lista de testigos. ¿No es esta una prueba convincente de que la Palabra no da a las mujeres un lugar en el testimonio público?

En la iglesia primitiva se nombraban superintendentes y ancianos; sus caracteres se dan en 1 Timoteo y Tito. Todos eran hombres. En el Nuevo Testamento no se menciona a las mujeres evangelistas, pastoras o maestras públicas. No se nombra a ninguna mujer que haya hecho un milagro público. Hay 2 testigos en Apocalipsis 11. Son profetas, no profetisas, ni profetas y profetisas; ambos son hombres. La ausencia de mujeres en estos diversos cargos públicos nos muestra ciertamente que esta no es su esfera de actividad.

3.8.3.2 - Los ejemplos positivos

3.8.3.2.1 - María (Miriam)

En Éxodo 15:20 leemos: «María la profetisa…» tomó una pandereta en la mano, y todas las mujeres salieron tras ella, con panderetas y a coro; y María les respondió: «Cantad a Jehová…». Este es un servicio feliz. Llevó a las mujeres a cantar las alabanzas de Jehová; ella no buscó liderar a los hombres. Allí su servicio era bastante válido; pero más tarde, cuando hizo que Aarón se quejara de Moisés, fue afectada por la lepra a causa de su pecado (Núm. 12).

3.8.3.2.2 - Las mujeres de Éxodo 35:22-26

En relación con la construcción del Tabernáculo, leemos que los hombres vinieron con las mujeres, y «todos los voluntarios de corazón, y trajeron cadenas y zarcillos, anillos y brazaletes y toda clase de joyas de oro» una «ofrenda de oro a Jehová». «Además todas las mujeres sabias de corazón hilaban con sus manos, y traían lo que habían hilado: azul, púrpura, carmesí o lino fino. Y todas las mujeres cuyo corazón las impulsó en sabiduría hilaron pelo de cabra». Por lo tanto, tuvieron una función magnífica en la construcción del santuario para Dios.

3.8.3.2.3 - Débora

Ella era una profetisa, casada, que juzgó a Israel en un tiempo de decadencia (Jueces 4). Israel estaba en un estado muy malo y Débora fue levantada cuando el hombre carecía de la valentía para romper el yugo de la opresión extranjera. Es en tiempos de declive cuando las mujeres aparecen en el centro de atención, un signo de debilidad general. Cabe señalar, sin embargo, que incluso Débora estaba tratando de mantener su lugar. «Acostumbraba a sentarse bajo la palmera… y los hijos de Israel subían a ella a juicio» (v. 5). Llamó a Barac y le dijo que saliera contra los ejércitos de Sísara, como Jehová le había mandado. Cuando Barac se negó a ir sin Débora, ella accedió a acompañarlo, pero le dijo que no sería un mérito suyo, porque Jehová vendería a Sísara en manos de una mujer. Sus palabras mostraron que, si bien fue una vergüenza para Barac que una mujer matara a Sísara, no era menos vergonzoso que una mujer, debido a la indiferencia de los hombres, se viera obligada a juzgar a Israel. Su fe y coraje inspiraron y ayudaron a Barac, quien obviamente era un hombre temeroso. De esta manera, las hermanas pueden ayudar a los hermanos temerosos. Débora no condujo a Barac, sino que lo acompañó y animó.

3.8.3.2.4 - La mujer de Sunem

2 Reyes 4:8-37 nos habla de esta «mujer importante». Se menciona su atento cuidado y hospitalidad hacia el profeta Eliseo. Ella le propuso a su esposo que hicieran una pequeña habitación superior para el profeta, para que pudiera retirarse a ella cada vez que pasara por allí. Se enfatiza su fe y confianza.

3.8.3.2.5 - Las mujeres en el Nuevo Testamento

En 2 ocasiones importantes, Dios honró a las mujeres mucho más que a los hombres en el Nuevo Testamento:

a) Cristo nació de una mujer, la virgen María.

b) El Señor, después de su resurrección, se apareció primero a una mujer, María Magdalena.

Estas 2 mujeres tienen un lugar magnífico en relación con el Señor. De María, se dice que Dios la hizo «muy favorecida» y que fue «bendita tú entre todas las mujeres» (Lucas 1:28, 42). María Magdalena es notable por su afecto al Señor y tuvo el privilegio de llevar a los discípulos las maravillosas noticias de la resurrección del Señor.

Ana, la profetisa, servía «noche y día con ayunos y oraciones… y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén» (Lucas 2:37-38). Tal servicio está abierto a cualquier hermana hoy en día y es muy necesario.

Lucas 8:2-3 habla de algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malignos y enfermedades, y que estaban con los 12 siguiendo al Señor. Le «servían con lo que poseían». Este también fue un servicio valioso.

Marta recibió al Señor en su casa y lo servía, mientras que su hermana María se sentó a sus pies para recibir su palabra. En otra ocasión «le hicieron… una cena», y María ungió sus pies con un ungüento de gran precio para su sepultura (Lucas 10:38-39; Juan 12:1-3).

En relación con la muerte del Señor, leemos: «Lo seguía una gran multitud del pueblo, y de mujeres… se golpeaban el pecho y se lamentaban por él». «Las mujeres que le habían acompañado desde Galilea los seguían; vieron el sepulcro y cómo fue puesto el cuerpo» (Lucas 23:27, 55). El primer día de la semana, muy de mañana, fueron al sepulcro con las especias aromáticas que habían preparado para el cuerpo del Señor. Tal fue el servicio devoto de las mujeres al Señor, en su vida y en su muerte. Una consagración personal, llena de amor, resplandece aquí como el servicio especial de las hermanas.

En Hechos 9:36-39 leemos que «Dorcas… abundaba en buenas obras y daba limosnas». Cuando murió, las viudas vinieron llorando y mostraron los vestidos y las ropas que Dorcas les había hecho. ¡Qué feliz servicio prestó a los pobres! En Hechos 12:12 aprendemos que María, la madre de Juan Marcos, había abierto su casa para una reunión de oración. En el capítulo 16:13, vemos a las mujeres reunidas para orar junto al río. También vemos a Lidia abriendo su casa al apóstol Pablo y a los que estaban con él (16:15).

Entre los muchos nombres que el apóstol cita en Romanos 16 para recomendarlos personalmente, están los de varias mujeres. Febe era una sierva de la asamblea en Cencrea, y había ayudado a muchos. Priscila y su esposo Aquila eran colaboradores de Pablo en Cristo y habían dado sus vidas por él. Ahora, en Roma, su casa era evidentemente el lugar de reunión de la asamblea, porque Pablo dice: «Saludad… la iglesia que está en su casa» (v 3-5). María también había trabajado duro para Pablo y sus compañeros.

Cuando Pablo escribe a los filipenses, les pide que ayuden «a estas que lucharon conmigo en el evangelio» (Fil. 4:3). Podemos estar seguros, por lo que Pablo escribió en otro lugar, que no estaban predicando con Pablo, sino que se identificaban con él en las pruebas y luchas del Evangelio. Lo ayudaron en todo lo que pudieron, tal vez abriendo sus hogares al Evangelio, practicando la hospitalidad, buscando a los inconversos, orando con ellos, invitándolos a escuchar el Evangelio y haciendo muchas otras cosas en áreas donde las mujeres tienen mucho más éxito que los hombres. Pablo apreciaba este servicio de las mujeres y mencionó que habían luchado con él en el Evangelio. Un servicio tan valioso sigue estando abierto a las mujeres hoy en día. Pueden cantar himnos de evangelización y así ser de ayuda dondequiera que se proclame el Evangelio. También pueden visitar a los enfermos y distribuir tratados evangélicos.

¡Qué amplio campo de acción se abre a las mujeres para servir al Señor! Los ejemplos anteriores de servicio aceptable a Dios hechos por varias mujeres de la antigüedad deberían animar a las hermanas a trabajar diligentemente para el Señor. Su labor es tan importante como el servicio público de los hombres; el Señor se acuerda de ella (la labor) y la recompensará.

De lo que hemos visto en esta sección sobre el cometido de la mujer, debemos concluir de la Palabra que su función es distinta a la del hombre, y que no es bíblico que una mujer haga una tarea para el Señor que es específicamente para el hombre. A veces se cita Gálatas 3:28 para demostrar lo contrario: «No hay varón ni hembra; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús». Sin embargo, este versículo no habla de la conducta y el orden de la Iglesia, sino que se refiere a la familia de los redimidos de Dios, y muestra que, para la salvación y la gracia, no hay diferencia entre judíos y griegos, esclavos y hombres libres, hombres y mujeres. De otros versículos hemos visto que el orden de Dios en la creación todavía está vigente en la Iglesia.

3.8.4 - El adorno y la vestimenta

Antes de concluir nuestro estudio sobre el papel de la mujer según las Escrituras, nos sentimos obligados a añadir algunas observaciones sobre el importante tema de su adorno y vestido. Dios también nos ha dado orientación sobre esto en su Palabra. Hablando en general, las mujeres de hoy se han apartado vergonzosamente de casi todos estos mandamientos de la Escritura, y hay que llamar la atención sobre lo que Dios ha dicho a este respecto. En 1 Timoteo 2:9-10 leemos: «Que las mujeres se vistan de ropas decorosas con recato y sobriedad; no con peinado ostentoso y oro, o perlas, o vestidos costosos, sino con buenas obras, como conviene a mujeres que hacen profesión de servir a Dios».

Muchas mujeres, e incluso algunas hermanas, siguen las tendencias del mundo con su ropa y adornos. Terminan usando ropa llamativa e indecente, usando maquillaje, etc.

Amadas hermanas, ¿está esto en línea con los versículos anteriores? ¿Es un atuendo decente? ¿Se caracterizan estas cosas por la prudencia, por la modestia, y por lo que conviene a las mujeres piadosas? Por supuesto que no. En los llamados países cristianizados, la moda nunca ha sido tan degradante para las mujeres. Por su indecencia, ayuda a despertar las más bajas codicias e incita al pecado.

Dios aborrece el hecho de que las partes del cuerpo humano relacionadas con la sexualidad estén expuestas de esta manera. Cuando el profeta Isaías advirtió a Babilonia del juicio venidero, predijo cómo Dios la desnudaría y la expondría a las naciones. «Descubre tus guedejas, descalza los pies, descubre las piernas, pasa los ríos. Será tu vergüenza descubierta, y tu deshonra será vista; haré retribución» (Is. 47:1-3). De la misma manera, las mujeres modernas se hacen despreciables al descubrirse, y así exponen su vergüenza, incluso en las asambleas cristianas.

Se aconseja a la asamblea en Laodicea que compre «vestiduras blancas», para que puedan ser vestidos, y la vergüenza de su desnudez no aparezca (Apoc. 3:18). Aunque esto se dice en un sentido espiritual, también parecería necesario dirigir estas palabras en un sentido literal a muchos hoy en día. Lo primero que hicieron Adán y Eva después de pecar fue hacer cinturones para cubrir su desnudez. Hoy en día, los hombres y las mujeres parecen disfrutar descubriendo su desnudez tanto como sea posible. ¡Qué penoso es ver que, si las mujeres parecen ser las primeras responsables de este triste asunto, los hombres las empujan a ello complaciéndose en él! Cuán verdaderas son las palabras de Sofonías (3:5): «El perverso no conoce la vergüenza».

Amadas hermanas, escuchemos Romanos 12:2: «No os adaptéis a este siglo, sino transformaos por la renovación de vuestra mente; para que comprobéis cuál es la buena, agradable y perfecta voluntad de Dios». Recordemos también 1 Corintios 6:19-20: «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en vosotros, y cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Habéis sido comprados por precio; por lo tanto, glorificad a Dios en vuestro cuerpo».

3.9 - La disciplina

3.9.1 - La necesidad de la disciplina

En el primer capítulo, presentamos a la Iglesia como la Casa de Dios en la tierra; los principales pensamientos evocados por esta imagen de la Iglesia eran el orden y la responsabilidad. Además, hemos visto que «Dios no es un [Dios] de desorden» y que, si habita como lo hace en su Iglesia, esta Casa debe corresponder a su pensamiento y al orden que desea que reine en ella. Por lo tanto, puesto que «La santidad conviene a tu casa, Oh Jehová» (Sal. 93:5), es nuestra responsabilidad mantener pura y santa a la Asamblea, su morada.

En 1 Timoteo 3:14-15 leemos: «Estas cosas te escribo, esperando ir pronto a verte, pero si me retraso, para que sepas cómo debes comportarte en la casa de Dios (que es la Iglesia del Dios vivo), columna y cimiento de la verdad». Es por esta razón que Pablo escribió esta Epístola a Timoteo: para que él y nosotros supiéramos cómo comportarnos en la Casa de Dios. Así aprendemos que debemos tener una actitud apropiada en la Casa de Dios, y que el orden, la santidad y la disciplina deben mantenerse en su morada.

3.9.1.1 - La santidad de Dios

La disciplina en la Iglesia es una necesidad porque es el santo y el verdadero (Apoc. 3:7) quien está en medio de su pueblo, y sus ojos son demasiado puros para ver el mal y contemplar la opresión (Hab. 1:13). No se puede permitir que el pecado continúe sin ser juzgado, ni el mal puede habitar en el lugar donde mora el santo. Su Casa debe estar mantenida pura. El Salmo 101 dice: «No habitará dentro de mi casa el que hace fraude; el que habla mentiras no se afirmará delante de mis ojos» (v. 7).

Es importante recordar, al abordar este tema, que la disciplina está relacionada con la Casa de Dios, uno de los aspectos en los que la Escritura nos presenta la Iglesia. No es la Iglesia como el Cuerpo de Cristo la que está ante nosotros cuando consideramos este tema de la disciplina.

3.9.1.2 - La autoridad de Cristo mantenida

En Hebreos 3:6 leemos que Cristo es «Hijo, sobre su casa; cuya casa somos nosotros». Puesto que Cristo es el Hijo sobre su casa, su autoridad debe ser mantenida, y la insubordinación del hombre debe estar excluida. Debemos ver en ella lo que agrada a Cristo. Por lo tanto, tenemos la responsabilidad de actuar para mantener el orden de su Palabra y mantener su Casa pura de mal. Esta es la disciplina de Cristo como Hijo sobre su casa. Tiene un carácter eclesiástico; es la disciplina de la Asamblea. La disciplina del Padre es la de la solicitud paterna hacia un hijo. Es el ejercicio del amor y la gracia individuales que fluyen del amor del Padre por un hijo perdido. Estos son el cuidado del Padre por su familia, y es muy distinto de la disciplina ejercida por el Hijo en la Casa del Padre.

Por disciplina entendemos la sumisión a una regla: bajo el efecto de la educación y de la enseñanza correctiva y represiva, se confirma el hábito de obedecer. La disciplina es la formación del discípulo bajo la dirección del tutor. Esto es lo que se necesita en el hogar, en la escuela, en la ciudad y, asimismo, en la Casa de Dios. Ninguna institución puede prosperar o tener éxito sin esa disciplina.

Si no se mantiene el orden y la disciplina piadosos en la Asamblea, su ausencia pronto se sentirá, estorbará la acción del Espíritu Santo y extinguirá su ministerio. El Espíritu de Dios se entristece por cualquier cosa que deshonre a Cristo y sea contraria a su Palabra. Él no puede bendecir la desobediencia, la propia voluntad o el pecado no juzgado. Por lo tanto, si descuidamos la disciplina que debe ejercerse para honra y gloria del Señor cuya casa somos, ciertamente sobrevendrá hambre espiritual y falta de poder en la Asamblea.

3.9.1.3 - La levadura del pecado

Otra razón que explica la necesidad de disciplina en la asamblea es el hecho de que el pecado es como la levadura que hace que toda la masa suba. El apóstol habla de esto en 1 Corintios 5:6-8: «¿No sabéis que un poco de levadura hace fermentar toda la masa? Quitad la vieja levadura, para que seáis masa nueva, sin levadura como sois». La naturaleza de la levadura es tal que solo se necesita una pequeña cantidad para hacer que toda la masa suba. La única forma de detener el efecto de la levadura es retirarla u hornearla, lo que detiene su acción. De la misma manera, el pecado, si no es juzgado y quitado, se extenderá y contaminará a toda la asamblea. El pecado contamina; debe ser juzgado dondequiera que ocurra; de lo contrario, se extenderá y corromperá a toda la asamblea.

Por lo tanto, la disciplina según Dios es necesaria para detener el efecto corruptor del pecado en la asamblea, y así mantenerla pura y sin levadura. Si la levadura del pecado obra en el corazón de una persona, y si no se deja ganar por la enseñanza de la Escritura, por las conversaciones, las advertencias, la reprobación y el cuidado pastoral, si no se juzga a sí mismo, sino que persiste en su camino, la asamblea debe, después de cierto tiempo, y después de haberse esforzado por liberarlo, quitar a la persona en la que se encuentra la levadura. Ella lo descarta como un hombre malvado, para que la asamblea no “levante” bajo la influencia del que está contaminado.

Pero la disciplina no debe ser vista como una medida judicial tomada después de deliberación, por la cual una persona es excomulgada, expulsada de la comunión. El propósito principal de la disciplina siempre debe ser evitar la necesidad de excluir a una persona de la comunión de los creyentes. El ejercicio de la disciplina en una asamblea debe consistir, en su mayor parte, en un cuidado pastoral de carácter individual, y no en la disciplina de toda la Iglesia actuando según el juicio. El objetivo de cualquier disciplina debe ser la corrección y la elevación. El acto extremo de excluir a una persona no es, estrictamente hablando, disciplina. Es admitir que la disciplina ha sido ineficaz y que no hay nada que se pueda hacer más que quitar a esa persona como malo. Entonces, la Iglesia no tiene nada más que decir a una persona así, a menos que haya arrepentimiento y un regreso al Señor.

Es dentro de la asamblea donde se mantiene y se ejerce la disciplina en sus diversas formas para la gloria de Dios y para la bendición de las almas (1 Cor. 5:12). De este modo, los santos están conducidos por las sendas de la obediencia, encomendados a los caminos del Señor e instruidos en lo que agrada a Cristo y conviene a los santos. Si tenemos presente todo lo que acabamos de considerar, entonces es imperativo que se mantenga la disciplina según la Palabra de Dios en la Asamblea, la Casa de Dios.

3.9.2 - La finalidad de la disciplina

3.9.2.1 - Mantener la gloria de Dios

Ciertamente, nuestra primera preocupación con respecto a la disciplina en la Asamblea debe ser mantener la gloria de Dios y el honor de su santo nombre. Él habita en la Asamblea, y si allí se tolera el mal, el santo nombre de Cristo se asociará con ella; este precioso y santificado nombre será deshonrado. La Asamblea debe ser custodiada como el lugar que corresponde a su santa presencia; su gloria y honor deben estar mantenidos por el juicio de toda forma de mal y pecado que se manifieste. Este debería ser el primer objetivo de la disciplina de la Asamblea. Si el que se extravía es corregido, y el mal es juzgado, el santo nombre del Señor es vindicado delante del mundo, y su gloria y honor son mantenidos. Una asamblea que se niega a juzgar el mal moral o doctrinal no es una asamblea de Dios en absoluto, sino una vergüenza y deshonra a su santo nombre.

3.9.2.2 - La purificación de la asamblea

La purificación de la asamblea a los ojos del mundo por medio de la disciplina y el juicio del mal está estrechamente relacionada con lo que acabamos de decir. Debemos brillar como lumbreras en el mundo, para que los hombres vean nuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos (Mat. 5:16). Tenemos un testimonio que mantener en esta tierra, y el mundo está observando la conducta de los que están asociados con la Asamblea de Dios.

Cuando un creyente cae en el pecado y en el mal, el nombre del Señor es deshonrado, y el descrédito es traído sobre el testimonio de la asamblea. Pero si se juzga tal mal, y se aplica la disciplina a los culpables, el testimonio de la asamblea se mantiene a los ojos del mundo a pesar de la deshonra. Porque cuando es manifiesto que los que hacen el mal están excluidos de la comunión de la asamblea, el mundo conserva el respeto por la Iglesia, y la asamblea es purificada públicamente del mal que había surgido en su seno. Se mantiene la santidad del nombre del Señor, que está ligado a la Asamblea.

Después de que los corintios hubieron disciplinado y expulsado a los impíos de la asamblea, Pablo pudo escribirles: «En todo habéis mostrado vuestra inocencia en este asunto» (2 Cor. 7:11).

Si otra persona, en menor grado, se comporta con ligereza y es corregida por la disciplina, de modo que su andar mejora, esto también es notado por el mundo. El nombre del Señor es glorificado, y la asamblea da buen testimonio. Todo esto es un objetivo importante y necesario de la disciplina en la reunión de los creyentes.

3.9.2.3 - La reprensión del culpable

Otro propósito de la disciplina es corregir al ofensor y enseñarle lo que debería haber aprendido de la Palabra de Dios. Dios nos ha dado su Palabra, y somos responsables de leerla y aprender, guiados por el Espíritu Santo, cuál es su pensamiento con respecto a nuestro caminar y conducta.

La Escritura es «útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia» (2 Tim. 3:16). Pero si un creyente se deja llevar, no prestando atención a la Palabra de Dios, sino caminando en contradicción con ella, es despertado (por la disciplina ejercida hacia él en la asamblea) de su sueño y falta de alerta. Entonces puede entender lo que debería haber aprendido de la Palabra de Dios, y cuál debería ser su andar. Así, a través de la disciplina, los creyentes están instruidos en los caminos del Señor y aprenden a obedecer a su Palabra.

3.9.2.4 - El desenlace feliz y la recuperación del alma

Como ya hemos dicho, el gran propósito de la disciplina es que el que se desvía pueda ser corregido y llevado de nuevo a la comunión con el Señor y con los suyos. La disciplina, en sus diversos aspectos, siempre debe apuntar a traer de vuelta y bendecir a aquellos que son objetos de ella. Este es el propósito de Dios cuando castiga a sus hijos. Hebreos 12:10-11 nos dice que es «para nuestro provecho, para que participemos de su santidad», y que en el alma que ejercita él pueda producir «el fruto apacible de justicia». Por lo tanto, la asamblea siempre debe buscar el interés y el bien espiritual de las almas al ejercer la disciplina. Ya sea que enseñe, ya sea que prevenga, corrija o reprenda, siempre es provechoso para el corazón que está trabajado por sus medios.

Incluso en el acto extremo, cuando es necesario excluir de la comunión a la asamblea, que es el fin de toda disciplina, es muy importante ver que su propósito, en las palabras del apóstol, es que la carne que produjo este pecado atroz sea destruida, quebrantada, «a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor» (1 Cor. 5:5). Esto es consolador y digno de mención; este es el resultado feliz que siempre debemos tener en mente y buscar al ejercer la disciplina. Este es el único objetivo que debería estar en nuestros corazones.

Nunca debemos excluir a una persona mala para escapar de la deshonra, o para acabar con una persona que puede haber causado mucha tristeza y haber probado mucho a los creyentes. Tampoco debemos guiarnos por un pensamiento de venganza, sino más bien estar profundamente afligidos por la necesidad de tal disciplina. Al que ha sido expulsado se le deben seguir muchas oraciones, para que la disciplina actúe sobre él, lo detenga en sus malas obras y lo devuelva al Señor y a la comunión de los santos.

Este feliz resultado se ve en el hombre a quien los corintios habían excluido de entre ellos como malo. En su Segunda Epístola, el apóstol declara que el castigo que se le ha infligido es suficiente, y que deben perdonarlo, consolarlo y confirmar su amor por él, para que no se sienta abrumado por una tristeza excesiva (2:6-8). El objetivo deseado se había logrado. Este hombre ahora estaba quebrantado, arrepentido, traído de vuelta al Señor, y podía ser perdonado y reintegrado en la comunión de la asamblea. ¡Un feliz resultado de la disciplina que siempre debemos tener a la vista y por la que orar!

3.9.3 - Cómo ejercer la disciplina

Llegamos ahora a un aspecto muy importante de nuestro tema: con qué espíritu y de qué manera se ha de aplicar la disciplina. La asamblea no es un tribunal de justicia donde se lleva a cabo un juicio para juzgar los errores de acuerdo con ciertas leyes. Si lo hacemos, abandonamos completamente el reino de la gracia donde estamos ante Dios.

3.9.3.1 - Recordemos lo que somos

Como alguien dijo: “Debemos recordar lo que somos en nosotros mismos, cuando hablamos de disciplina, es algo excepcionalmente solemne. Cuando me digo a mí mismo que soy un pobre pecador salvado por pura gracia, confiando solo en Jesucristo para ser aceptado, vil en mí mismo, es obviamente una cosa aterradora tomar sobre mí el ejercicio de la disciplina. ¿A quién pertenece de juzgar, si no a Dios? Ese es mi primer pensamiento.

Aquí estoy, siendo nada, en medio de personas queridas por el Señor, a las que debo considerar y estimar como mejores que yo mismo, consciente de mi propio estado de pecado y de mi nada ante el Señor; ¡y es cuestión de ejercer disciplina! Es un pensamiento muy solemne. Esto, sin duda, pesa mucho en mi mente. Solo una cosa me libera de este sentimiento: la prerrogativa del amor. Si es realmente el amor el que gobierna, nada lo distraerá de su objetivo… Aunque se trata de una cuestión de justicia, lo que motiva la conducta es el amor, el amor en acción, para asegurar, cueste lo que cueste, la bendición de la santidad en la Iglesia. No es una posición de superioridad en la carne” (J.N. Darby).

Tenemos la instrucción de Gálatas 6:1: «Hermanos, si alguien es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restaurad a esa persona con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado». Es con un espíritu de mansedumbre que uno debe tratar con aquellos que se desvían, y no pensar que son mejores que ellos. Téngase en cuenta que el objetivo es la restauración.

3.9.3.2 - El duelo y la identificación

Cuando Pablo escribe a los corintios acerca del mal no juzgado que había en medio de ellos, los reprende porque están hinchados de orgullo y no habían estado «tristes», para que el que había hecho esta obra pudiera ser quitado de entre ellos (1 Cor. 5:2). Así vemos que el duelo y el trabajo profundo del corazón deben ser la actitud de la asamblea cuando alguien va a ser excluido como malo, descalificado para la comunión con la asamblea. En lugar de una acción fría, oficial y santurrona, debe haber aflicción, humildad, confesión de pecado común y un sentimiento de vergüenza de que tal cosa haya sucedido en la Casa de Dios. Incluso uno puede ser llevado a reprocharse a sí mismo haber tenido que llegar al acto extremo de la exclusión. ¿Se ha prestado suficiente atención al que se descarrió? ¿Se oró por él? ¿Se le ha dado un ejemplo de piedad? ¿Se le dio un verdadero cuidado pastoral? Todas estas preguntas ciertamente surgirán en los corazones que son verdaderamente conscientes de la naturaleza vergonzosa de este caso.

Además, en lugar de considerar el mal como el de un individuo que se extravía, la asamblea debe tomarlo sobre sí misma como su propio pecado, en la confesión del pecado y la vergüenza de todos. Pablo escribe a los corintios: «No es buena vuestra jactancia». Era su pecado, todos se identificaban con él como se identifica una familia entera con la vergüenza de uno de sus miembros.

J.N. Darby escribió: “Si la congregación no se ha identificado primero con el pecado del individuo, de ninguna manera está preparada para ejercer disciplina, ni es capaz de hacerlo. Si no lo hace de esta manera, adopta una forma legal, que no será la administración de la gracia de Cristo. La Iglesia nunca está en posición de ejercer la disciplina hasta que el pecado del individuo se haya convertido en el pecado de la Iglesia, reconocido como tal… No creo que ninguna persona o grupo de cristianos pueda ejercer la disciplina a menos que tenga una conciencia pura, haya sentido el poder del mal y del pecado ante Dios, como si ellos mismos lo hubieran cometido. Así que lo hacen considerando que es necesario purificarse”.

En el Antiguo Testamento, los sacerdotes debían comer la ofrenda por el pecado del pueblo en un lugar santo (Lev. 10:17-18). Debían cargar con la iniquidad de la asamblea y hacer expiación por ella. Esto es para nosotros una imagen del espíritu de servicio sacerdotal, cuando nos identificamos con el pecado de otro y suplicamos al Padre como sacerdotes que la deshonra traída sobre el Cuerpo de Cristo, del cual somos miembros, sea eliminada.

Cuando el apóstol escribe severamente a los corintios, ordenándoles que quiten a los impíos de entre ellos, les dice: «Porque con gran aflicción y angustia de corazón, os escribí con muchas lágrimas» (2 Cor. 2:4). Este es el único espíritu que es adecuado para el ejercicio de la disciplina.

3.9.4 - Sus diversas formas

Hasta ahora hemos considerado la necesidad de la disciplina, su propósito, con qué espíritu y de qué manera debe ejercerse en la Asamblea. Ahora veremos las diferentes formas de disciplina en las Escrituras.

La disciplina en la asamblea se presenta de muchas formas, en diferentes etapas. La disciplina abarca un amplio campo. En un sentido amplio, incluye el orden y el gobierno que pertenecen a la Casa de Dios. La disciplina se refiere a todos los cuidados prodigados en el gobierno de la Casa. Incluye los diversos aspectos en los que se manifiestan estos cuidados, desde las formas más simples, el interés por los hermanos, los consejos, hasta la corrección pública y el reproche en la asamblea, que a veces resultan en el acto necesario de excluir a una persona mala de la comunión.

La disciplina no debe ser considerada simplemente como un acto de la asamblea. Es mucho más que eso. Incluye la enseñanza dada a las almas para conocer los pensamientos de Dios, la corrección, el aprendizaje de la obediencia, la sumisión a la autoridad y todas las fases del trabajo pastoral con las almas. La mayoría de las veces, la disciplina debe ser de naturaleza privada, ejercida por superintendentes y de carácter pastoral. Una fase muy importante de la disciplina es cuidar de las ovejas con la vigilancia de un pastor, alimentarlas, custodiarlas, guiarlas, corregirlas y reprenderlas con amor; esto a menudo hará que las formas más severas de disciplina sean innecesarias. Por lo tanto, es extremadamente importante proporcionar tal cuidado en la asamblea. Aquí es donde comienza la disciplina.

Es bastante obvio que las ofensas que se pueden cometer en la Casa de Dios son muy diferentes y variadas. Algunas son más serias que otras y requieren una disciplina más severa, mientras que otras requieren menos rigor. Es por esta razón que la Palabra de Dios nos presenta diversas formas o grados de disciplina que deben ejercerse en la asamblea. Cada caso debe estar examinado con sus particularidades, y es necesario un discernimiento espiritual para saber en qué categoría se debe clasificar la ofensa.

Pasemos ahora a las diferentes formas de disciplina.

3.9.4.1 - Enderezar al que se ha dejado atrapar por una falta

Gálatas 6:1 nos da una enseñanza general: «Si alguien es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restaurad a esa persona con espíritu de mansedumbre». Esto puede referirse generalmente a cualquier caso de pecado en el que sea necesaria la obra de restablecimiento; pero también podemos aplicarlo a una categoría de faltas en las que no hay necesidad de ninguna otra acción que cuidar de esta alma individualmente con vistas a su recuperación. La disciplina se ejercitaría, como ya hemos dicho, en la forma de los atentos cuidados del pastor hacia las almas.

La palabra original traducida como «pecado» en el versículo citado, significa “desviación del camino recto”, y se traduce en otros lugares como «transgresión», «ofensa», «pecado» y «errar el blanco».

La palabra traducida «sorprendido en alguna falta» contiene la idea de “tomar o apoderarse de antemano”. Por lo tanto, el pasaje significa literalmente: “aquel que es sorprendido, agarrado o tomado por un pecado o una transgresión”. La palabra traducida «restaurad» en el original significa “enderezar completamente”, “volver a poner en línea”. En otros lugares, se traduce como “reparar”, “volver a armar”. En el lenguaje médico, se usa con el significado de volver a colocar un hueso o una articulación en su lugar.

Descubrimos así la naturaleza del caso previsto, el trabajo de amor que requiere y el resultado que debería ser el objetivo deseado. Alguien ha sido agarrado y atrapado por una falta y cae en pecado por falta de vigilancia y dependencia de Dios. Tal estado requiere ternura y tacto. El mal debe ser tratado con un espíritu de mansedumbre, y esta alma debe ser conducida a juzgar tanto el mal como la causa profunda de lo que contribuyó a esta caída: la falta de vigilancia, la confianza en sí mismo o el descuido de los ejercicios espirituales. Se debe visitar, tener una conversación apacible y aplicar la Palabra en oración al que se desvía, como el agua usada por el Señor para lavar los pies en Juan 13:5-14.

Cuando el objetivo es la restauración del alma herida o la mejora de su condición, y cuando todo se hace suavemente por una persona espiritual que siente profundamente su propia debilidad, entonces la confesión y la recuperación de esa alma seguirán en la mayoría de los casos. Es posible que esto no suceda de inmediato, y puede requerir más de una visita y mucha oración. Si el fracaso es confesado y juzgado, y el alma es devuelta al Señor, el asunto queda zanjado y los demás no necesitan saberlo. Pero si el alma no se rinde a la Palabra, confiesa sus errores y no es restaurada, puede ser necesaria otra forma de disciplina.

3.9.4.2 - Advertir a los que caminan en desorden y retirarse de ellos

En 1 Tesalonicenses 5:14 leemos: «Hermanos, os exhortamos: amonestad a los desordenados». Si alguien no está sometido a la autoridad y al orden bíblico de la asamblea, sino que desobedece la Palabra de Dios, persistiendo en su propia voluntad y desorden, es una persona desordenada a quien los hermanos que cuidan de las almas en la congregación deben advertir. Tal persona está en un estado carnal y no se da cuenta de hasta dónde la llevará su conducta desordenada. Pero esto no escapa a la atención de los superintendentes de la asamblea, quienes se encargan de hacer oír la advertencia para que se pueda evitar las graves consecuencias a las que conduciría tal desarrollo. Como hermanos en Cristo, debemos estar «llenos de bondad, llenos de toda clase de conocimientos, capaces también de amonestaros los unos a los otros» (Rom. 15:14).

Un hermano espiritual sabe cómo discernir las semillas del desorden y puede dar una palabra de advertencia. Cuando los creyentes no actúan de acuerdo con el orden establecido por Dios, es responsabilidad de aquellos a quienes Dios ha designado como supervisores advertir a los desordenados. Les mostrarán hacia dónde se dirige su conducta actual, los exhortarán a cambiar su conducta y a actuar en sumisión a la Palabra de Dios. Tal advertencia puede ser dada por hermanos individuales o por los superintendentes de la congregación. Los resultados deben dejarse en las manos de Dios, orando a él para que use la advertencia y la exhortación para la bendición de la persona en cuestión.

Si se descuida la advertencia, la disciplina debe ir más allá. Esto se dice en 2 Tesalonicenses 3:6: «Hermanos, os rogamos en el nombre de nuestro Señor Jesucristo que os apartéis de todo hermano que anda desordenadamente, y no según la enseñanza que recibisteis de nosotros». Hay que alejarse de aquel que camina en desorden, “fuera de la línea” –ese es el sentido de la palabra– y que no escucha las advertencias y exhortaciones que se le dan.

En 2 Tesalonicenses 3:14-15, el apóstol añade: «Y si alguno no obedece a lo que decimos en esta carta, a este señalad, y no tengáis relación con él, para que se avergüence; no le tengáis por enemigo, sino amonestadle como a hermano». Un creyente que camina en desacuerdo con la Palabra de Dios, camina en desorden y debe ser notado y mantenido a un lado para que sienta su culpa y se avergüence de su conducta. Deben suspenderse todas las relaciones sociales con él, y no se le debe mostrar ninguna expresión de comunión, aunque todavía se le permita su lugar en la Mesa del Señor. Todavía no hay pruebas suficientes para sacarlo de la asamblea como un malo. El acto disciplinario de apartarse de esa persona es con el propósito de corregirla, para que pueda ser detenida en su marcha desordenada y traída de vuelta al Señor, y para que pueda mantener su lugar en la Mesa del Señor. No debe ser considerado como un enemigo, sino que debe ser advertido como un hermano. Sin embargo, si no hay arrepentimiento o cambio de conducta, tal caso puede resultar en la excomunión.

Entre los tesalonicenses había una forma peculiar de andar desordenado: algunos eran ociosos y se entrometían en todo. «Oímos que algunos andan desordenadamente entre vosotros, sin trabajar en nada, sino entrometiéndose en lo ajeno» (2 Tes. 3:11). Probablemente vivieron a expensas de los santos y no trabajaron para ganarse la vida. Ociosos, se ocupaban de los asuntos de otras personas y se volvían habladores. 1 Timoteo 5:13 también habla de las viudas jóvenes que habían caído en esta trampa: «También aprenden a ser ociosas, andando de casa en casa; y no solo ociosas, sino chismosas y entrometidas, hablando lo que no deben». Una persona ociosa puede convertirse rápidamente en un instrumento en las manos de Satanás para provocar problemas entre los creyentes, entrometiéndose en los asuntos de otras personas y difundiendo chismes. Las asambleas a menudo son entorpecidas y perturbadas por chismosos y personas ociosas que se entrometen en todo. Estas personas caminan de manera desordenada; se les debe advertir y retirarse de ellos si no cambian su conducta.

Pero hay otras formas de caminar desordenadas. Tal desorden se puede mostrar por las asociaciones que uno contrae, los compañeros que uno asocia, los lugares que uno visita, etc., lo que revela claramente una forma de vida que no está de acuerdo con el Evangelio de Cristo y de acuerdo con su Palabra. Las Epístolas a los Tesalonicenses nos dan un principio general que abarca todos los casos de marcha desordenada y nos muestra qué disciplina es necesaria.

3.9.4.3 - La reprensión pública

En 1 Timoteo 5:20, el apóstol enseña a Timoteo: «A los que continúan pecando, repréndelos delante de todos, para que los demás también tengan temor». Esta es una forma más severa de disciplina que la advertencia y exhortación privada que acabamos de considerar. Este versículo se aplica a casos de pecado de tal naturaleza que es necesaria la reprensión pública en la congregación. El pecado cometido aquí es de tal carácter que afecta el testimonio público de la asamblea, y una reprensión pública es necesaria para purificar a la congregación y reprender al ofensor.

Puede ser alguien para quien la exhortación en una conversación privada es ineficaz. Ya no es solo una exhortación privada, va mucho más allá de eso. El mal se ha desarrollado hasta tal punto que se hace evidente para todos que el testimonio de la asamblea está empañado, y que es necesaria una disciplina más vigorosa para que el que ha hecho el mal pueda ser reprendido y restaurado. De este modo, se dirige una reprensión pública al que se extravía, en presencia de toda la asamblea, para que sea declarado culpable, confundido y liberado del error de su conducta.

Otro caso puede surgir cuando alguien se ha involucrado en una pelea callejera, o ha golpeado a su esposa en público, o ha actuado de manera vergonzosa en público, comportamientos que la Palabra de Dios condena. Esto sucedió en público y debe ser asumido en público. Por supuesto, los hechos deben estar establecidos y la cosa segura. No se debe tomar ninguna medida disciplinaria sobre la base de meros “rumores”.

Gálatas 2:11-14 nos muestra el ejemplo de un hermano que está reprendido públicamente en una congregación de creyentes. El apóstol Pablo reprende al apóstol Pedro ante los santos en Antioquía. Pedro, al negarse a comer con los creyentes de las naciones, había abandonado la libertad de la gracia para volver a la esclavitud de la Ley. Por esta razón, Pablo se enfrentó con él, «porque su conducta era condenable», y le dijo a Pedro en presencia de todos: «Si tú, siendo judío, vives como un gentil y no como un judío, ¿cómo obligas a los gentiles a vivir como si fueran judíos?» La acción de Pedro atrajo a otros con él, incluso a Bernabé, y «no andaban rectamente conforma a la verdad del evangelio». Esto era serio, y el apóstol Pablo correctamente reprendió a Pedro públicamente por su inconsistencia. Al hacerlo, no solo corrigió el error de Pedro, sino que también evitó que la mala influencia se extendiera entre el resto de la congregación de Antioquía, que corría el peligro de apartarse de la pura verdad del Evangelio de la gracia de Dios.

Cuando alguien es reprendido en público, debe quedar claro que lo que ha dicho o hecho es contrario a las Escrituras. Al ofensor se le debe mostrar su falta de manera pública, y corregirlo usando la Palabra de Dios con sabiduría y discernimiento. Los versículos utilizados también deben iluminar la conciencia de todos los presentes y preservarlos del mismo pecado.

En el que pronuncia la reprensión, no debe haber ninguna manifestación de ira, ni el espíritu de la propia justicia del fariseo. La reprensión debe hacerse con un verdadero sentimiento de tristeza, y de tal manera que se sienta profundamente el carácter solemne y grave de tal acción, que se produzca juicio propio en el ofensor, y temor en todos los que oyen, «para que los demás también tengan temor» (1 Tim. 5:20).

Además, el apóstol instruye a Timoteo, cuando se trata de reprender a los que pecan, a guardar «estas cosas sin prejuicios, sin hacer nada con parcialidad» (1 Tim. 5:21). Debí reprender a todos aquellos que lo merecían, independientemente de su edad, rango social o posición en la asamblea, incluso a un anciano. Hoy en día no tenemos a nadie como Timoteo con la autoridad recibida de un apóstol, pero tenemos las palabras del apóstol en las Escrituras, y la congregación es responsable de obedecer este mandato sin parcialidad. Esto debe ser hecho por un hermano, preferiblemente uno de edad, de buena reputación, y usualmente después de que él haya tomado consejo con los hermanos responsables en la congregación.

No vemos a menudo en las congregaciones de creyentes una reprensión pública a los que pecan en nuestros días, pero creemos que, si este fuera el caso más a menudo, habría más temor en los corazones de los creyentes, y más cuidado en el caminar. También veríamos con menos frecuencia casos de exclusión, porque aquellos que se extravían serían reprendidos y parados al comienzo de su camino de pecado. Que esta forma de disciplina sana y fiel no se descuide en la Iglesia, sino que se utilice cuando sea necesario. Pensemos también en las palabras de Pablo a Tito en relación con esta fase de la disciplina: «Esto enseña, exhorta y reprende con toda autoridad. Que nadie te menosprecie» (Tito 2:15).

3.9.4.4 - Ocuparse de un hombre sectario

Tito 3:10-11, nos dice qué tipo de disciplina se debe ejercer para con un hombre sectario. «Aleja al hombre que causa divisiones después de una otra amonestación, sabiendo que el tal está pervertido y peca: él mismo se condena».

La palabra griega traducida por «que causa divisiones» significa “alguien que persiste en una elección, una línea de conducta o pensamiento”. El que elige su propio modo de pensar, y se adhiere a él sin vacilar, es un hombre sectario. Obstinadamente, impone sus propias opiniones, sus enseñanzas pretenciosas, y forma una secta, un partido con los que apoyan sus ideas. Esto constituye un serio peligro de división en la asamblea. Un hombre sectario puede muy bien conocer la doctrina fundamental y, sin embargo, formar a su alrededor un partido con opiniones personales y puntos de vista particulares.

La herejía, en la historia de la Iglesia, es contraria a la fe ortodoxa, pero el verdadero significado de la palabra «herejía» es “obstinación”. Dondequiera que actúa, tiende a formar una secta, un cisma en la Asamblea.

Un hombre así debe ser amonestado 1 y 2 veces. De esta manera, se le recuerda la gravedad de su pecado y se le advierte de la gravedad de las consecuencias. Si no presta atención a esta doble advertencia sobre su conducta sectaria y que genera división, debe ser evitado y «alejado». Al negarse repetidamente a ceder a las diversas advertencias, muestra su verdadero estado. Está pervertido, se ha desviado del camino correcto y peca. El orgullo espiritual se manifiesta y se condena a sí mismo. Está claro que no puede estar en comunión, y debe ser rechazado como alguien que genera división.

Es probable que un hombre así abandone la asamblea porque no podrá imponer su propia voluntad y sus propias ideas sobre ella. No se dice aquí que se le ponga fuera de comunión como un malo, tal vez porque esta Epístola a Tito fue escrita a un individuo. Si nadie le escucha y se le evita, el resultado (si persiste en su camino) será, sin duda, que acabará marchándose por iniciativa propia. Por medio de esta forma de disciplina, o su propia voluntad será quebrantada, o su condición se manifestará plenamente al retirarse de la asamblea. Si permaneciera en la congregación, ciertamente debería ser reprendido en público, no se le debería permitir hacer nada en las reuniones y nadie debía asociarse con él. El caso puede llegar a ser el de una persona mala y luego requerir que sea quitado como tal, según 1 Corintios 5:13.

3.9.4.4.1 - Vigilar a los que causan división y alejarse de ellos

El mandamiento de Romanos 16:17-18 acerca de los que causan división está estrechamente relacionado con la instrucción sobre el hombre sectario. «Os ruego, hermanos, que estéis atentos a los que causan divisiones y escándalos, contrarios a la enseñanza que habéis aprendido, y que os apartéis de ellos; porque esos no sirven a Cristo nuestro Señor, sino a su propio vientre; y con palabras suaves y lisonjeras engañan los corazones de los ingenuos».

Esto es lo que hace un hombre sectario. Busca reunir a su alrededor a aquellos que lo apoyen en sus opiniones. El resultado es que el cisma producido internamente conduce a una división externa. Los descontentos salen, a actuar a su antojo. Aquellos que se separan de sus hermanos para seguir sus propias opiniones o su propia forma de enseñar causan divisiones, y deben ser mantenidos a raya y evitados; debemos alejarnos de ellos. La palabra «alejar, apartar» tiene un significado muy fuerte en el original.

En los días de Pablo, estas personas probablemente habían causado una división en otros lugares. En caso de que vinieran a Roma, el apóstol les dice a estos cristianos que los vigilen y los eviten porque no sirven al Señor Jesucristo sino a su propio vientre (sus propios intereses), y engañan a los simples.

El cristiano debe alejarse de la iniquidad, pero causar una división insistiendo en sus propias opiniones es contrario a la doctrina que hemos aprendido en las Escrituras. Nos enseña a esforzarnos por «guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Efe. 4:3). Una división entre los verdaderos cristianos solo puede justificarse cuando la única manera de mantener la justicia, la verdad y la santidad es separarse de aquellos entre quienes se practica y sostiene la iniquidad (2 Cor. 6:14-18 y 2 Tim. 2:19-22).

3.9.4.5 - La disciplina del silencio

Consideremos primero esta forma de disciplina a la que nos hemos referido en relación con el hombre sectario: imponer el silencio a un hermano en la asamblea. No encontramos en las Escrituras un mandato específico sobre este tema, como lo hemos hecho para otras formas de disciplina, pero sí encontramos principios bíblicos que nos guían en cuanto a tal forma de disciplina.

Las Escrituras nos enseñan que debe haber libertad en la congregación para que el Espíritu Santo emplee a quien él quiera como su portavoz para la oración, la alabanza o el ministerio en la asamblea (1 Cor. 12:11), pero también nos enseñan que hay una responsabilidad correspondiente para aquellos que están así empleados para comportarse santamente, para gloria y honra del Señor.

3.9.4.5.1 - El ministerio carnal y sin beneficio

Gálatas 5:13 nos recuerda: «Fuisteis llamados a libertad; solo que [no uséis] la libertad para dar oportunidad a la carne, sino servíos mediante el amor unos a otros». La libertad del Espíritu no debe usarse para permitir que la carne obre y se levante en la asamblea. Una actividad puramente carnal, en la que está ausente la fuerza del Espíritu y cuyo fin no es la edificación, ciertamente no debe ser permitida en la Iglesia de Dios; el silencio debe ser impuesto a quien actúa de esta manera. Servirse los unos a los otros en amor, y no jactarse los unos de los otros, debe ser el motivo de todo ministerio.

En 1 Corintios 14:3 leemos: «El que profetiza, habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación». El versículo 26, nos enseña, además: «Que todo se haga para edificación», el versículo 29 añade: «En cuanto a los profetas, que 2 o 3 hablen, y los otros juzguen», y 1 Pedro 4:11 dice: «Si alguno habla, sea como oráculo de Dios; si alguno sirve, sea como por la fuerza que Dios da; para que en todo Dios sea glorificado por Jesucristo».

De acuerdo con estos versículos, si alguien habla en la asamblea, lo hace como portavoz de Dios para edificación, exhortación y consuelo, y su acción tiene la intención de fortalecer a los oyentes, fortalecerlos en la fe y glorificar a Dios en todas las cosas. Profetizar, hablar como un oráculo de Dios, implica algo más que una exposición intelectual de la verdad. Es para traer esa verdad particular que Dios quisiera hacer penetrar en los corazones y conciencias de todos en ese momento en el poder del Espíritu.

De acuerdo con 1 Corintios 14:29 (citado anteriormente), la asamblea debe juzgar el ministerio que se da; si el ministerio de alguien nunca trae ninguna edificación y no está acompañado por el poder del Espíritu para la bendición de aquellos que escuchan, uno debe tratar de hacer que ese hermano lo entienda, y si no hay cambio, debe ser silenciado en cuanto a la presentación de la Palabra. Si a alguien no le ha sido dada por Dios la capacidad de exponer la Palabra de una manera comprensible y edificadora, seguramente no es la voluntad de Dios que busque tener un ministerio en la Iglesia. Los creyentes no deben cansarse por un ministerio carnal o inútil. La asamblea es responsable del ministerio y de la enseñanza que se le da; por lo tanto, es el deber de imponer el silencio a un hombre que continuamente enseña cosas que no son ni bíblicas ni provechosas, que no glorifican a Dios y no provienen del Espíritu.

El apóstol Pablo escribió a Timoteo que le había rogado que permaneciera en Éfeso para mandar «a algunos que no enseñen diferente doctrina, ni presten atención a fábulas y genealogías interminables, que producen disputas, en vez de cumplir el plan de Dios que es por la fe» (1 Tim. 1:3-4). Así vemos que a algunos hermanos se les advirtió que su ministerio debía ser según la verdad, provechoso, y no estar cargado con temas que no edifican. Si estas personas persistían en dispensar un ministerio que causara problemas, serían obstinados y ciertamente deberían ser disciplinados y se les debería pedir que guarden silencio. Semejante ministerio podría convertirse más tarde en el de un hombre sectario.

Pablo también le habla a Tito de «muchos insubordinados, vanos palabreros y engañadores, especialmente los de la circuncisión, a quienes es necesario tapar la boca» (Tito 1:10-11). Esto se refiere a los hombres fuera de la asamblea, pero también nos da una enseñanza de lo que está sucediendo dentro. Los habladores vanidosos e insubordinados deben ser callados de boca, especialmente en la Asamblea de Dios. Puede ser el orgullo, la vanagloria y la voluntad propia lo que impulsa a una persona a hablar, pero si no hay poder en sus palabras, y si las almas no obtienen ningún beneficio de ellas, se puede preguntar si sus motivos son la gloria de Dios y la edificación de los que escuchan. Si es obvio que siempre es solo el yo el que actúa, y no el Espíritu Santo, la disciplina del silencio debe ser ejercida por la asamblea sobre esa persona.

3.9.4.5.2 - Los defectos corporales de Levítico 21

Levítico 21:16-23 nos da un principio bíblico que puede encontrar aplicación espiritual en la actividad de los sacerdotes cristianos en la Iglesia, y arrojar un poco más de luz sobre nuestro tema.

«Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Habla a Aarón y dile: Ninguno de tus descendientes por sus generaciones, que tenga algún defecto, se acercará para ofrecer el pan de su Dios. Porque ningún varón en el cual haya defecto se acercará; varón ciego, o cojo, o mutilado, o sobrado, o varón que tenga quebradura de pie o rotura de mano, o jorobado, o enano, o que tenga nube en el ojo, o que tenga sarna, o empeine, o testículo magullado. Ningún varón de la descendencia del sacerdote Aarón, en el cual haya defecto, se acercará para ofrecer las ofrendas encendidas para Jehová. Hay defecto en él; no se acercará a ofrecer el pan de su Dios. Del pan de su Dios, de lo muy santo y de las cosas santificadas, podrá comer. Pero no se acercará tras el velo, ni se acercará al altar, por cuanto hay defecto en él; para que no profane mi santuario, porque yo Jehová soy el que los santifico».

Un sacerdote con un defecto corporal no podía disfrutar plenamente del privilegio de su lugar como sacerdote. Aunque se le permitía comer el pan de su Dios, no podía entrar en el santuario ni acercarse al altar para ofrecer el pan de su Dios; no podía representar al pueblo en el servicio del sacerdocio. Si aplicamos este principio a la Asamblea, notamos que guiar a los creyentes en la oración, la adoración o el ministerio es un servicio sacerdotal oficial y representativo; el principio anterior significaría que un creyente con un defecto espiritual correspondiente no debe acercarse a Dios por el pueblo ni hablar por el pueblo a Dios. Aunque tiene el privilegio de participar de la Cena del Señor, no está calificado para ser el portavoz de la congregación: No «se acercará para presentar el pan de su Dios».

Los defectos corporales mencionados en los versículos anteriores son una imagen de los defectos espirituales que se encuentran en los sacerdotes cristianos de hoy. El que es ciego no puede ver, carece de discernimiento espiritual. «Aquel en quien no están presentes estas cosas está ciego, tiene corta la vista, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados» (2 Pe. 1:9). El que es enano nos habla de alguien que ha sido detenido en su crecimiento espiritual. El que es cojo o tiene un pie fracturado, evoca a uno cuyo andar es deficiente o malo. Tales hombres están descalificados para realizar el servicio sacerdotal en la asamblea.

Pero entre los cristianos, ningún “defecto” es necesariamente permanente, porque comer el pan de Dios, en el sentido espiritual, eliminará las imperfecciones. Como alguien ha dicho, nuestro “Sumo Sacerdote puede quitar todas las faltas de los miembros de su familia”. Los creyentes no necesariamente serán descalificados para realizar el servicio sagrado de manera definitiva en la asamblea. A los ciegos se les pueden abrir los ojos, a los cojos se les puede sanar, y los enanos pueden crecer en Cristo si así lo desean. Así, el hecho de estar invitado a guardar silencio en la asamblea no debe ser definitivo.

Echemos un vistazo más de cerca al tema del sacerdote que es cojo o que tiene un pie roto. Un creyente cuya vida o andar cristiano no es bueno de acuerdo con la Palabra de Dios tiene un grave defecto. Es un sacerdote cojo que no es apto para realizar un servicio. Si un hermano que ministra en la asamblea tiene una grave caída en su andar, se convierte en un sacerdote cojo y se le debe pedir que guarde silencio en la congregación, porque sus palabras no tendrían peso moral. Si el caminar de una persona no es para la gloria de Dios, ¿cómo puede ser su ministerio? Si la gloria de Dios no gobierna a una persona en su vida diaria, ¿cómo puede la gloria de Dios ser la razón de su ministerio en la asamblea?

Este hombre no camina en comunión con Dios y no puede ser utilizado por el Espíritu para hablar como el oráculo de Dios en la congregación. Si persiste en hablar en la asamblea, debe ser sometido a la disciplina del silencio hasta que se corrija su curso y se restablezca la confianza.

Isaías 52:11 contiene una importante exhortación para aquellos que ministran en la Iglesia. «Purificaos, los que lleváis los utensilios de Jehová». Esto debe mantenerse; los sacerdotes de Dios deben tener un corazón, lengua, manos y pies puros. De lo contrario, no pueden tener un ministerio en el santuario. En la antigüedad, a los sacerdotes siempre se les exigía lavarse las manos y los pies antes de entrar al tabernáculo para servir (Éx. 30:19-20). Aquí encontramos una figura de la necesidad de una purificación continua por el agua de la Palabra.

3.9.4.6 - La transgresión personal

En Mateo 18:15-18, el Señor nos enseña qué hacer en caso de que un hermano peque contra otro creyente. También muestra qué tipo de disciplina se debe ejercer hacia tal persona si todos los esfuerzos por ganar y traer de vuelta al equivocado resultan inútiles. Pero antes de examinar la enseñanza de estos versículos, notemos lo que el Señor dijo a los discípulos en los versículos anteriores de Mateo 18.

3.9.4.6.1 - Tener el espíritu y el carácter moral que convienen

Aquí muestra los rasgos morales y el espíritu que convienen a los súbditos del reino de los cielos. Primero, pone a un niño pequeño en medio de ellos como ejemplo y les enseña la mansedumbre, la humildad, el hecho de que uno debe ser pequeño a sus propios ojos, y que la verdadera grandeza es humillarse como un niño pequeño. Les dice lo valioso que tiene para él un pequeño que cree, y lo grave que es a sus ojos ofender a uno de estos pequeños.

Luego les enseña que deben tener cuidado con cualquier cosa que pueda causarles a ellos mismos o a otros pecar. Debemos aplicar el cuchillo del juicio propio a todo lo que en nosotros mismos es una ocasión para pecar. Después de estas palabras, da una ilustración de ese espíritu de gracia que salva, un espíritu que caracterizó la misión de aquel que vino a salvar lo que se había perdido. También les dice lo valioso que es cada uno de estos pequeñitos para el Padre y lo mucho que desea que ninguno de ellos perezca.

Después de haber tratado de imbuir a los discípulos con este espíritu de humildad y dependencia, este espíritu de tierno amor y de gracia activa del Padre y del Hijo, el Señor aplica ahora todo esto a la conducta del uno hacia el otro. Parece decirles: “Ahora quiero que os convirtáis en canales de mi gracia y de mi amor para buscar al que se extravía para devolverlo al buen camino”. Tenían que ser severos por sus propios defectos, pero caracterizarse por un espíritu de gracia que buscaba el bien de los demás.

Por lo tanto, los versículos que vamos a considerar ahora acerca de la transgresión personal están relacionados con el resto del capítulo. Con esto en mente, examinaremos las enseñanzas del Señor sobre nuestro tema.

«Si tu hermano peca contra ti, ve y reprendelo a solas; si te escucha, has ganado a tu hermano» (v. 15).

En primer lugar, tengo que estar seguro de que mi hermano realmente pecó contra mí. «Si tu hermano peca contra ti», no se trata de si creo que ha pecado, o si he oído que ha pecado, sino que es el caso específico de alguien que realmente ha hecho daño a otro. No es un caso en el que ambas partes se han perjudicado mutuamente, sino una sola persona que ha pecado contra otra. La palabra traducida aquí como «pecar» significa, en el original griego, “errar el blanco, fallar, extraviarse”.

3.9.4.6.2 - La primera solicitación

«Ve y reprendelo a solas». Este es el primer paso que el Señor pide a aquel que ha sido agraviado. He aquí un hermoso comentario de W. Kelly:

“Supongamos que tu hermano te hace daño, un mal que puede ser muy difícil de soportar: una palabra hiriente o una acción malvada contra ti, algo que sientes profundamente como un pecado real y personal contra ti; este hombre lo cometió voluntariamente, y por supuesto es un gran pecado. Nadie lo sabe, excepto él y tú. ¿Qué vas a hacer? Este gran principio se aplica de inmediato. Cuando estabas perdido y lejos de Dios, ¿qué sucedió? ¿Esperó Dios a que tu pecado fuera borrado? La espera sería absolutamente inútil. Dios envió a su propio Hijo para buscarte, para salvarte. «El Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lucas 19:10). Es sobre este principio que debes actuar.

“No es solo porque así es como Dios actuó. Tu perteneces a Dios; eres un hijo de Dios. Tu hermano te ha hecho daño; va a verlo y trata de ponerlo de nuevo en el camino correcto. Esta es la actividad de amor que el Señor Jesús enfatiza ahora a sus discípulos. Deben buscar, en el poder del amor divino, la liberación de aquellos que se han alejado de Dios. No es la carne la que siente el mal que se le ha hecho y le guarda rencor. “Quiero”, dijo, “que estéis caracterizados por la gracia, yendo a buscar al que ha pecado contra Dios”. Es esta gracia la que busca al hombre perdido.

“Es muy difícil, a menos que el alma esté en el frescor del amor de Dios y viva plenamente lo que Dios es para ella. ¿Qué siente Dios por el hijo que ha obrado mal? Su deseo de amor es restaurarlo. Cuando el hijo está lo suficientemente cerca como para conocer el corazón del Padre, sale a hacer la voluntad del Padre. Puede que haya sido él el que ha salido perjudicado, pero no piensa en ello. Fue su hermano quien cometió un error y está triste por su condición. El verdadero deseo de su corazón es traer de vuelta a la persona que se ha descarriado; y esto también, no para justificarse a sí mismo, sino para que su alma pueda ser traída de vuelta al Señor.

“No podía tolerar que nadie supiera de la situación. Este no es un pecado conocido por muchas personas, sino un error personal conocido solo por vosotros dos. Va a verlo, a solas, y háblele de su culpa. Esta actitud, sin duda, es completamente ajena a la carne, que siempre requeriría que el ofensor diera el primer paso y se humillara, o actuara como el mundo, sin prestar atención a ese hombre, dejándolo actuar de mal en peor. El amor busca el bien, incluso de aquel que puede haber actuado tan mal”.

La tendencia natural de nuestra carne sería evitar al hermano que nos ha ofendido, no decirle nada acerca de su pecado, sino hablar de él a otros; o uno podría decidir soportar el mal con paciencia y tratar de “vivir con ello”, como dicen. A primera vista, esto parecería ser lo mejor que se puede hacer, y podría parecer una gracia de nuestra parte, pero no tenemos en cuenta lo esencial: el estado espiritual del hermano que me ofendió. Por lo tanto, esta no es la forma en que el Señor trataría el asunto. Además, mantener mi distancia de este hermano dejará cierta amargura en mi corazón. El amor no tiene descanso cuando sabe que la conciencia de un hermano perdido está contaminada. Levítico 19:17-18 dice: «No aborrecerás a tu hermano en tu corazón; razonarás con tu prójimo, para que no participes de su pecado. No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo».

El Señor no dice: “Ve y escríbele”. No, él dice: “Ve, llévalo de vuelta”. Enviar una carta que considero buena y leal puede ahorrarme sentimientos y satisfacer el orgullo, pero no producirá el gozo de la recuperación como lo haría una conversación cara a cara en el amor. Se ha hecho mucho daño entre el pueblo de Dios al escribir cartas de este tipo, en lugar de seguir las instrucciones del Señor siempre que sea posible.

En el original, la palabra traducida por «reprender» significa: “cuestionar con el fin de convencer, o refutar, censurar, proporcionar pruebas convincentes”. Se traduce en otras versiones como «dile su culpa», «muéstrale su culpa». El paso ordenado por la Escritura es ir y hacerle entender cómo se ha extraviado y ha pecado.

Esto debe hacerse «a solas». Sin embargo, ¿no es demasiado común que un mal personal se discuta de una manera menos discreta? A menudo la cosa circula de uno a otro, se distorsiona y finalmente llega a los oídos del ofensor de esta manera indirecta. En lugar de ser conquistado y traído de vuelta, el perdido más bien se endurece y es arrastrado a nuevas desviaciones. En nuestro egoísmo, preferimos exponer nuestros agravios a los demás, que pueden estar dispuestos a simpatizar con nosotros y decirnos lo mal que nos han tratado, y cosas por el estilo, en lugar de tratar de ganarnos a aquel que nos ha hecho daño. Este no es el espíritu de Cristo, ni es obediencia a la Palabra de Dios. Más bien, es otra forma de esta misma carne que en nuestro hermano o hermana se ha manifestado en pecado.

«Si te escucha, has ganado a tu hermano». El amor siempre se inclina a ganar un hermano, y no a justificarse a sí mismo. El pensamiento que debería estar ante nuestro corazón no es “el ofensor”, sino «tu hermano». El Señor había hablado a los discípulos del gozo del pastor cuando encontró a la oveja perdida (v. 13), mostrándoles así que el deleite de su corazón era encontrar a los que se habían descarriado. Esta debería ser también nuestro propósito y nuestro gozo.

Pero, como se ha escrito, “el hecho de querer ganar a mi hermano necesariamente me hará pasar por un trabajo profundo del corazón. Si, con verdadero amor por él, me aplico a su recuperación de una manera justa, ¡cuánta vigilancia y delicadeza según Dios se producirá en mí! ¡Con qué fervor y ardiente deseo intercederé por él delante de Dios! Cuando un pájaro se ha escapado de su jaula, una mano áspera o una voz seca pueden hacerle volar un poco más lejos; pero, ¡qué precauciones y cuidados debe tomar alguien que realmente desea llevarlo de vuelta a donde encontrará alimento y protección! Si mi acercamiento a mi hermano es solo para herirlo, puedo hacerlo fácilmente sin el menor esfuerzo del corazón; pero si he de ganarlo, entonces la gracia debe obrar tanto en él como en mí” (G. Cutting).

Hay que tener en cuenta que no se dice aquí para reparar el mal que se me ha hecho. El Señor no dice: “Si te escucha, todos los males que se te ha hecho serán reparados”, sino: «Has ganado a tu hermano». Indudablemente, si la gracia realmente hace su obra en su corazón, si realmente es «ganado», uno de los primeros frutos de ello será el deseo sincero de reparar el mal o daño del cual es culpable. Pero la razón que nos lleva a ir a verlo no debe ser para obtener una compensación. Remitiendo al Señor los males que se nos han hecho, busquemos la bendición de nuestro hermano.

3.9.4.6.3 - La segunda solicitación

Si el primer paso, que es ir a un hermano a solas y hablarle de su culpa, no lo trae de vuelta y lo gana, si es infructuoso, no hay que rendirse ni acostumbrarse a la idea de que el caso es inútil. Puede ser que nuestra intervención con el que ha pecado haya sido torpe; por lo tanto, el Señor nos enseña que todavía debemos esforzarnos por ganar al hermano que nos ha ofendido. Hay que dar un segundo paso.

«Pero si no te escucha, toma contigo uno o dos, para que de boca de dos o tres testigos conste toda palabra» (Mat. 18:16).

Este es el segundo paso. Todavía es necesario hacer una segunda visita al que se ha extraviado, con 1 o 2 personas más, que intervendrán con él a propósito de su culpabilidad. Sin duda, lo mejor sería que ellos hablaran esta vez y trataran de ganarlo. Si los escucha y cede, el asunto se resolverá y no serán necesarios más pasos. Pero si no escucha y no cede a los argumentos y esfuerzos de los 2 hermanos que lo acompañan, el caso se vuelve más grave y se debe dar otro paso. Ya no se trata de que uno diga una cosa y otro otra, sino de que cada palabra sea confirmada por 2 o 3 testigos.

3.9.4.6.4 - La tercera solicitación

«Si no los escucha a ellos, lo dices a la iglesia» (v. 17). Habiendo fracasado los 2 intentos realizados en privado para traer de vuelta al ofensor, el asunto debe ser sometido ahora a la asamblea. La asamblea debe estudiar el caso y emitir su opinión. Ella advierte y suplica a este hombre. Si escucha y se arrepiente, está bien; será devuelto al Señor y reconciliado con el hermano contra el que ha pecado.

«Pero si no escucha a la iglesia, sea para ti como un gentil y un cobrador de impuestos». Si se niega a escuchar a la asamblea, se llega al límite y no se puede hacer nada para traer de vuelta y ganar al que se ha extraviado. Debe ser considerado por el hermano ofendido como un hombre de las naciones y como un publicano, es decir, frente a su negativa a arrepentirse, ya no se le considera como un cristiano.

Un hombre que en el versículo anterior es llamado hermano, ahora es como un hombre de los gentiles y como un publicano. ¡Qué solemne es! Se ha mostrado intratable en su obstinación, obstinado en su deseo de justificarse. Originalmente, puede haber sido un asunto trivial, pero debido al orgullo inquebrantable de este hombre y por su propia culpa, Dios declarará que debe ser considerado como un hombre de las naciones y un publicano. El Señor nos muestra aquí cómo una pequeña chispa puede encender un gran fuego. La consecuencia de esta falta personal puede ser que la asamblea se convenza de que no hay rastro de vida cristiana visible en este hombre.

Sin embargo, debe notarse que Mateo 18:17 todavía no indica ninguna acción por parte de la asamblea contra este hombre. «Si no escucha a la iglesia, sea para ti como un gentil y un cobrador de impuestos». Es posible que la asamblea aún no haya actuado en este caso; sin embargo, aquel contra quien se ha cometido el pecado considera al ofensor que no se arrepiente como un hombre de los gentiles y un publicano.

3.9.4.6.5 - La cuarta solicitación

El Señor habla ahora del hecho de atar o desatar por parte de la asamblea, aunque esté compuesta solo de 2 o 3, reunidos a su nombre. Este es un cuarto paso: excluir al transgresor rebelde e insumiso de la asamblea. «En verdad os digo, que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo. Otra vez os digo, que si dos de vosotros estáis de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que pidáis, les será concedido por mi Padre que está en los cielos. Porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:18-20).

Debido a que el Señor mismo está en medio de la asamblea reunida, ella es responsable de purificarse del mal, y se le da autoridad para atar y desatar pecados de una manera gubernamental en la tierra. El pecado del que no se arrepiente está ligado a él, y es expulsado de la comunión como malo. Tal acto, realizado en el temor del Señor y en su nombre, y de acuerdo con su Palabra, está ligado y ratificado en el cielo.

A la asamblea también se le dio el poder y la autoridad para desatar los pecados desde un punto de vista administrativo en la tierra. A este respecto, el Señor habla, en el versículo siguiente, del poder de la oración de los que están reunidos. La congregación debe usar este poder para levantar a aquel que ha tenido que ser excluido de su seno, sin olvidar que el objetivo de toda disciplina debería ser la restauración del que se ha descarriado. Cuando esa persona se arrepiente y es traída de vuelta al Señor, la congregación desliga (o perdona) su pecado y lo recibe de nuevo.

3.9.4.7 - La exclusión de los malos

Consideremos ahora la última forma de disciplina, o más bien el acto de poner fuera de la comunión de la asamblea: se trata de alguien a quien las otras formas de disciplina no han podido ganar, y que debe ser expulsado como malo. Varias veces hemos aludido a este acto, que es la cuarta solicitación, cuando se trata del caso de alguien que se niega a arrepentirse y regresar, cuando se trata de una transgresión personal.

Excluir a alguien es la medida disciplinaria más solemne y seria, que solo debe tomarse como último recurso, cuando no se puede aplicar ninguna otra forma de disciplina. Excluir a alguien es una medida que no puede ser tomada por un individuo, o por un grupo de individuos, ni siquiera por los ancianos, o por aquellos que ejercen la vigilancia, sino que debe ser tomada por toda la asamblea.

Leamos 1 Corintios 5 para descubrir en qué consiste esta forma extrema de disciplina. Este capítulo se refiere al caso de alguien de la asamblea de Corinto que era culpable de fornicación. Todo el capítulo es instructivo y debe ser estudiado siempre que se haya de tratar con el mal en la asamblea. Ya hemos aludido a varios versículos de este capítulo en relación con la necesidad de la disciplina y la manera en que debe ejercerse. Por lo tanto, citaremos aquí solo los versículos 11 al 13.

«Más bien os escribí que no os relacionaseis con quien se llama hermano y es fornicario, o avaro, o idólatra, o calumniador, o borracho, o estafador; con ese ni comáis. Pues ¿por qué voy yo a juzgar a los de afuera? ¿No juzgáis vosotros a los de dentro? Pero a los de afuera los juzgará Dios. Quitad al malvado de entre vosotros».

3.9.4.7.1 - Los malos

Es importante notar que son los malos, y solo ellos, los que deben ser excluidos de la compañía de los creyentes. «Quitad al malvado de entre vosotros». No sería justo excluir a alguien que simplemente ha sido sorprendido por un error, o que solo ha cometido un pecado. Para hacer cumplir la disciplina de 1 Corintios 5:13, es esencial que la asamblea esté segura de que esta persona es realmente un malo. Esto debe ser establecido y obvio para todos. No puede ser una simple sospecha.

Hemos visto que hay varias formas de disciplina para las diferentes ofensas cometidas. Lo que hemos visto hasta ahora se puede llamar disciplina preventiva y correctiva. Su propósito es evitar que el que se desvía persevere en su pecado y se convierta en un malo, y corregirlo en su andar.

Pero cuando alguien se niega a ser corregido y persiste en un mal camino, se convierte en un mal, y cuando el mal, de una forma u otra, se manifiesta en la asamblea, debe ser tratado con severidad para evitar que la levadura se propague en la congregación. «¿Acaso no sabéis que un poco de levadura hace fermentar toda la masa? Quitad la vieja levadura, para que seáis masa nueva» (1 Cor. 5:6-7). Hay que echar al malo. Esta es la disciplina preservativa que es necesaria para que la congregación mantenga la comunión con el Señor, el santo y el verdadero.

Pero, podemos preguntarnos: ¿Qué es el mal? La palabra griega para «malo» es “poneros”, e implica la actividad de deseos corruptos y desordenados; no es solo un acto aislado, sino la operación manifiesta y perniciosa del mal; es vivir en pecado. En términos generales, un villano es alguien que es moralmente malo y cuyos principios y prácticas son perversos. Está caracterizado por la violencia o la corrupción, como en los días de Noé (Gén. 6:5, 11-13), está lleno de amargura y odio, y está inclinado a hacer daño o mal. El mal es más un curso de acción que un acto reprehensible aislado. Se manifiesta en aquel que vive en el mal de manera continua y voluntaria.

El mal nos recuerda la lepra del Antiguo Testamento. En este sentido, un estudio detallado de Levítico 13 arrojará luz sobre nuestro tema. Solo podemos referirnos a ella, pero llamamos la atención de los lectores sobre este capítulo, donde encontramos instrucciones muy precisas sobre cómo reconocer la lepra y cómo tratarla. El sacerdote debía estudiar pacientemente todo lo que mostrara síntomas de lepra. Debía examinar la costra o mancha blanquecina, y ver si era más profunda que la piel. Si esto era así, declaraba que en realidad era lepra, y que el hombre debía ser encerrado como un leproso. Si no era más profundo que la piel, debía encerrarlo bajo llave durante 7 días y luego examinarlo de nuevo. Si el caso seguía siendo incierto, lo encerraban durante 7 días más y lo volvían a examinar. Luego, si la costra se extendía, finalmente era declarado impuro y leproso.

Todo esto apunta al cuidado pastoral, la observación paciente y el discernimiento espiritual que se requieren antes de que alguien pueda ser declarado como un malo. Nótese la repetición, en este capítulo, de las palabras «verá», «mirará», «habrá encerrado», «declarará». No debemos juzgar ni con excesiva prisa, ni sobre la base de una mera suposición.

Si alguien tenía un tumor blanco en la piel, con carne viva, estaba claro que era lepra, y el hombre era declarado impuro. Era algo más profundo que la piel, no solo una manifestación repentina de la naturaleza, sino la enfermedad profundamente arraigada de la lepra, que separa a alguien de la presencia de Dios.

Lo mismo sucede con el pecado y el mal. El pecado habita dentro del creyente, y si él no está en guardia para caminar en el juicio de sí mismo, el pecado se manifestará en un repentino ataque de ira, palabras irreflexivas, o cuando uno se deja sorprender por alguna falta. Es como un tumor en la piel, o como la úlcera de la que se habla en Levítico 13:2, 23. Estas tristes manifestaciones de la carne no son lepra, ni son un mal definido, aunque puedan ser el punto de partida. Pero estos brotes de nuestra naturaleza malvada deben ser juzgados y vigilados, no sea que se propaguen y se conviertan en una plaga que ya no será superficial. Si un creyente permite que el pecado dentro de él actúe, ese pecado pronto será arraigado y, a medida que se desarrolle, se convertirá en un mal definido, algo más profundo que un mero impulso superficial de la naturaleza. Puede convertirse en un verdadero caso de maldad, similar al rastro de «carne viva» en el tumor, que era una señal de lepra verdadera en Levítico 13:10-11.

Volvamos a 1 Corintios 5:11. Encontramos en ella 6 características del mal moral. «Os escribí que no os relacionaseis con quien se llama hermano y es fornicario, o avaro, o idólatra, o calumniador, o borracho, o estafador; con ese ni comáis». Estos son ejemplos típicos de lo que hace posible reconocer a alguien como malo.

Un fornicario es alguien que es moralmente corrupto y que vive en inmoralidad [16]. Tal persona no es apta para la comunión de los santos. Un avaro es alguien que es codicioso de ganancia, busca activamente darse a sí mismo lo que no tiene y desea robar lo que otro posee. La codicia es el deseo ilícito de apoderarse de algo que es contrario a la moral. La palabra «avaricia» puede ser traducida como “lujuria desenfrenada” (Efe. 5:3; Col. 3:5). Quienquiera que se conduzca por esta lujuria y deseo desenfrenados de poseer lo que no es suyo debe ser excluido como malo (según Col. 3:5, la codicia es idolatría).

[16] Cuando la esposa de Potifar quiso que José se acostara con ella, él respondió: «¿Cómo puedo hacer este gran mal y pecar contra Dios?» (Gén. 39:9). Un solo acto de fornicación o adulterio era un gran mal para José, y también lo es a los ojos de Dios.

Un idólatra es aquel que honra ídolos o imágenes, o que adora o ama a una persona o cosa en exceso. Un hombre ultrajador es un hombre grosero, pendenciero, insolente, ruidoso, que muestra su mal genio y ataca a los demás con lenguaje abusivo y calumnias viles. Como dijo William Kelly: “Es el hábito de hablar mal lo que hace que uno sea ultrajador; y no es conveniente que un hombre así esté en compañía de los santos, en la asamblea de Dios”.

Un borracho es aquel que se encuentra habitualmente bajo la influencia de bebidas alcohólicas. Un secuestrador es aquel que comete abusos opresivos y obtiene lo que quiere a través de amenazas y violencia.

Si alguien llamado hermano manifiesta las características enumeradas anteriormente en su conducta habitual, debe ser excluido como malo. Podríamos añadir que, en nuestra opinión, 1 Corintios 5:11 no nos da una lista exhaustiva de lo que hace posible designar a alguien como malo, ni de las diversas formas de maldad que resultarían en su exclusión. Más bien, es una lista de ejemplos de lo que es el mal moral. El apóstol dice: «Con ese ni comáis». En nuestra opinión, esta expresión tiene una aplicación que va más allá de las 6 formas de maldad en este versículo. 1 Samuel 15:23 nos enseña que «como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación». Así, la rebelión y la obstinación, que en realidad son de la propia voluntad, son también una forma de mal.

Nótese que estas deficiencias (por las cuales un hombre llamado hermano es designado como una persona inicua en 1 Cor. 5:11-13) se enumeran en 1 Corintios 6:9-10 para caracterizar a los que no heredarán el reino de Dios. Así, la persona culpable de estas cosas se coloca a sí misma, por lo que revela externamente, en la categoría de aquellos que no heredarán el reino de Cristo, y su lugar está fuera de la asamblea y no dentro.

Frente a este mal, nos preguntamos si la persona es realmente un hijo de Dios. Su andar está en oposición a lo que ella profesa, por eso el apóstol dice: «Con quien se llama hermano y es fornicario», etc. Él no dice: “Si es un hermano”, porque cuando un cristiano profeso vive en tal maldad, no es seguro que él sea realmente un hermano (o hermana) en el Señor. Si la tristeza y el arrepentimiento piadoso siguen, como es el caso del hombre del que se habla en 1 Corintios 5, la asamblea puede estar segura de que esta persona era y es verdaderamente un hijo de Dios (vean 2 Cor. 2:6-11).

3.9.4.7.2 - El mal doctrinal

Hemos considerado en qué consiste el mal, y qué caracteriza como malos a los que han de ser excluidos de la asamblea. Nos hemos preocupado sobre todo por el mal moral, el mal en la vida o en el andar de alguien. Sin embargo, hay otra forma de mal grave, y es el mal doctrinal, o la mala enseñanza. La Palabra de Dios nos habla de ello varias veces, y esto es lo que ahora vamos a estudiar.

Ya hemos notado las frases de 1 Corintios 5:6-7: «¿Acaso no sabéis que un poco de levadura hace fermentar toda la masa? Quitad la vieja levadura, para que seáis masa nueva». Este es el mal moral, que se compara con la levadura que hay que quitar para que no haga subir toda la masa, es decir, toda la asamblea. Encontramos la misma expresión en Gálatas 5:9: «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa». Al estudiar la Epístola a los Gálatas, nos damos cuenta de que la levadura de la que habla el apóstol, que amenazaba con «levantar» las asambleas en Galacia, era una enseñanza errónea sobre el Evangelio. El Evangelio fue pervertido por aquellos que enseñaban esto, y así los fundamentos de la fe cristiana fueron atacados.

De esto aprendemos que la mala enseñanza también es levadura, y debe ser considerada como tan destructiva de la pureza de la asamblea, como el mal en la práctica, o el mal moral. Por lo tanto, la responsabilidad impuesta a la asamblea de Corinto de quitar la vieja levadura también ataba a las asambleas gálatas. De la misma manera, todas las asambleas hoy en día son responsables de quitar de su medio cualquier cosa que pueda constituir levadura (enseñanza falaz, o cualquiera que dé tal enseñanza) así como son responsables de quitar la levadura del mal moral.

Una falsa doctrina socava el fundamento de la fe cristiana, la degrada en toda su estructura e insulta a la persona y a la obra de Cristo, privándola de su propia gloria. Es más peligroso y destructivo que el mal moral, porque es más sutil. Una doctrina perversa puede ser propagada por personas con una vida externa irreprochable; por lo tanto, engaña más que un mal que se manifiesta de manera visible en la vida de un individuo. Satanás mismo se transforma en un ángel de luz, así como sus ministros (2 Cor. 11:12-15). El peligro de que la enseñanza equivocada se difunda y sea recibida por otros es mayor que en el caso del mal moral, que se detecta más rápidamente y que es aborrecido más naturalmente. Un hombre que enseña doctrina blasfema puede parecer piadoso en su lenguaje y en su vida como el cristiano más devoto. Esta es la razón por la que el pueblo de Dios debe estar verdaderamente en guardia contra la levadura del mal doctrinal.

En las Escrituras se dan muchas advertencias contra esos falsos maestros que se levantarán entre el pueblo de Dios y «introducirán furtivamente herejías destructoras, negando al Señor que los compró» (2 Pe. 2:1; vean también Hec. 20:28-30; Fil. 3:18-19; 2 Tim. 3; las Epístolas de Juan y de Judas). «Pero el Espíritu dice claramente que en los últimos tiempos algunos se apartarán de la fe, prestando atención a espíritus engañosos y a enseñanzas de demonios, mintiendo con hipocresía» (1 Tim. 4:1-2).

El mal doctrinal es cualquier enseñanza que toque a la Persona de Cristo, cualquier cosa que niegue su plena divinidad, su humanidad real y absoluta, libre de pecado, su perfecta obra redentora que obra una expiación completa y es la única base de la salvación, su resurrección corporal, su gloria futura. Si alguien da o retiene alguna enseñanza que niegue estas verdades acerca de la Persona de Cristo o de su obra, o las verdades de la justificación por la fe y la gracia solamente, o la necesidad de la regeneración, o el castigo eterno de aquellos que no son salvos, y persiste en tales enseñanzas, esta persona es culpable de mal doctrinal y no tiene lugar en la Asamblea de Dios. Su lugar está «fuera» y no «dentro». Cualquier enseñanza que trastorne los fundamentos de la fe cristiana, es una doctrina falsa y una levadura que debe ser eliminada de la asamblea. Detrás de estas enseñanzas hay espíritus seductores y demonios.

Sin embargo, debemos tener cuidado. No debemos exagerar y llamar falsa doctrina a cualquier enseñanza errónea, ni debemos llamar perversa a ninguna interpretación o aplicación de las Escrituras que difiera de nuestra propia enseñanza. Cuando no hay ninguna verdad fundamental en juego, uno tiene que andar en amor, soportarse unos a otros y actuar de acuerdo con Filipenses 3:15-16. «Si pensáis otra cosa, esto también os lo revelará Dios. No obstante, al punto al que hemos llegado, andemos juntos en el mismo sendero».

Por supuesto, no se puede aceptar que alguien cuya enseñanza no es correcta o no está en las Escrituras enseñe en la asamblea. Es posible que haya que pedirle que permanezca en silencio, pero no necesariamente será excluido como malo debido a sus enseñanzas.

La Segunda Epístola de Juan también nos da instrucciones importantes acerca de los falsos maestros y cómo lidiar con ellos. «Porque muchos engañadores salieron al mundo, los que no confiesan a Jesucristo venido en carne. ¡Este es el engañador y el anticristo!… Todo el que se adelanta y no permanece en la enseñanza de Cristo, no tiene a Dios; el que permanece en la enseñanza, este tiene al Padre y al Hijo. Si alguien viene a vosotros y no trae esta enseñanza, no le recibáis en casa, y no lo saludéis; porque el que lo saluda, comparte sus malas obras» (2 Juan 7, 9-11).

Estos versículos fueron escritos a una hermana, mostrando así el camino que un creyente debe seguir con respecto a alguien que no permanece en la doctrina de Cristo, y por lo tanto es un falso maestro. No se debe recibir a una persona así en su casa, ni saludarla, porque incluso saludarla nos hace partícipes de sus malas obras, según el versículo que acabamos de citar.

Por lo tanto, podemos concluir que si un creyente, individualmente, debe tratar a tal persona de esta manera, por lealtad a Cristo (a quien esa persona deshonra), ciertamente la asamblea debe actuar de la misma manera y no tener comunión con él en absoluto. Por lo tanto, según 2 Juan 7, 11, el que enseña o sostiene una doctrina subversiva sobre la Persona de Cristo, yendo más allá de lo que enseña la Escritura, y que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es un hombre malo: debe ser expulsado de la comunión y no debe ser recibido en nuestros hogares, o incluso saludado.

Si un creyente o un grupo de creyentes se asocia a sabiendas con una persona mala, participan en sus malas obras, y a los ojos de Dios, están tan contaminados como si estuvieran apoyando o practicando el mal personalmente. Asociación con impuros, malignos. Este es un principio que se enseña a lo largo de las Escrituras. «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» y «las malas compañías corrompen las buenas costumbres» (1 Cor. 5:6; 15:33).

Los creyentes deben eliminar el mal y no tener ninguna conexión con él o con la persona que lo comete. Si una asamblea se niega a excluir a una persona mala, alguien que es culpable de un mal moral o doctrinal, se contamina, y eventualmente puede tener que ser rechazada porque ya no es una asamblea de Dios si continúa de esta manera.

3.9.4.7.3 - La forma de obrar

Habiendo considerado lo que es el mal, moral y doctrinal, podemos hablar ahora de la manera apropiada y divina de realizar este solemne acto de expulsar a los malos.

En primer lugar, los hermanos maduros y experimentados, que tienen la confianza general de la asamblea, y que ejercen supervisión en el recogimiento, deben investigar a fondo el caso en cuestión. Debemos entrar en detalles, reunir los hechos y establecerlos decisivamente por medio de pruebas. Lo que “se dice” y los rumores deben ser examinados, clasificados, y la verdad debe ser establecida. Toda acción disciplinaria de cualquier forma debe basarse en hechos y en la Palabra.

Deuteronomio 13:12-15 nos da instrucciones importantes sobre qué hacer cuando escuchamos que hay maldad aquí o allá: «Si oyeres que se dice de alguna de tus ciudades que Jehová tu Dios te da para vivir en ellas, que han salido de en medio de ti hombres impíos que han instigado a los moradores de su ciudad, diciendo: Vamos y sirvamos a dioses ajenos, que vosotros no conocisteis; tú inquirirás, y buscarás y preguntarás con diligencia; y si pareciere verdad, cosa cierta, que tal abominación se hizo en medio de ti, irremisiblemente herirás a filo de espada a los moradores de aquella ciudad», etc.

Hay que indagar, investigar e informarse cuidadosamente. Entonces, si el rumor se confirma y la cosa es cierta, hay que intervenir. Lo que “se dice” y los rumores nunca deben ser creídos hasta que una investigación cuidadosa haya demostrado su exactitud y se hayan encontrado pruebas.

Ya hemos visto en Levítico 13 cómo el sacerdote debía examinar con gran cuidado y paciencia a cualquiera que mostrara síntomas de lepra. No debe haber prisa ni conjeturas. Antes de tomar medidas disciplinarias, debemos estar absolutamente seguros de que la acusación está fundada. Para lo que no es claro, obvio o cierto, debemos mirar a Dios quien lo manifestará y lo sacará a la luz.

«No se tomará en cuenta a un solo testigo contra ninguno en cualquier delito ni en cualquier pecado, en relación con cualquiera ofensa cometida. Sólo por el testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la acusación» (Deut. 19:15). «Para que de boca de dos o tres testigos conste toda palabra» (Mat. 18:16; 2 Cor. 13:1). Este es un principio importante en la Palabra de Dios y se afirma muchas veces. Para que una acusación sea establecida, debe haber 2 o 3 testigos, o bien la confesión del culpable. Un testigo no es suficiente. No se dice que los testigos deban ser cristianos, como a veces se insiste. Cualquier persona confiable y recta debe ser aceptada como testigo.

Para el hombre de 1 Corintios 5, este fue un caso de fornicación que es de conocimiento común. Era un pecado conocido por todos y no era necesario establecer la culpa. Este era un hecho comprobado, y el deber de la asamblea era claro; los malvados tenían que ser quitados. En un caso como este, tenemos que hacer lo mismo hoy, pero en general, primero hay que examinar y establecer los cargos.

Cuando un caso ha sido cuidadosamente investigado por hermanos responsables, y cuando se ha descubierto que la persona es una persona mala, los hechos deben ser presentados a la asamblea y, sobre esa base, se debe llegar a un acuerdo común ante el Señor para excluir a la persona que no se arrepiente. No se convoca a toda la asamblea para discutir de todos los detalles de los casos de disciplina. La naturaleza misma nos enseña que es indecoroso presentar ante toda asamblea los detalles de un caso de inmoralidad. Pero cuando el caso ha sido estudiado cuidadosamente, y los hechos dan al ofensor el carácter de un hombre malo que debe ser expulsado de la comunión, toda la asamblea está llamada a tomar esta medida solemne y humillante: la exclusión. Excluir a alguien de la comunión, al igual que recibir a los creyentes en la Mesa del Señor, es la acción de toda la asamblea. Esta debe ser una acción de la asamblea, no la de unos pocos hermanos que pretenden actuar para la asamblea.

En 1 Corintios 5:4, cuando el apóstol habla del acto de exclusión, dice: «En el nombre de nuestro Señor Jesús, reunidos vosotros y mi espíritu, con el poder de nuestro Señor Jesús…». Esto implicaría que toda la asamblea (en la medida de lo posible) debería estar presente para actuar juntos en la unidad del Espíritu por este gravísimo acto de excomunión. Debería haber una obra del corazón en todos a causa de la deshonra traída sobre el Señor por el mal manifestado en medio de ellos, y todos deberían humillarse ante Él en este asunto, como si ellos mismos hubieran cometido este pecado.

Ya hemos hablado de esa actitud de humillación y de profundo trabajo del corazón que debe caracterizar a la asamblea cuando excluye a alguien. Por lo tanto, no nos detendremos más en este tema.

3.9.4.7.4 - Actuar en nombre de toda la Iglesia

La asamblea local no debe olvidar nunca que es la manifestación, o la expresión local, de toda la Iglesia de Dios, y que actúa para la Iglesia en todas partes. La Asamblea es un solo Cuerpo, y no puede haber asambleas que actúen o existan independientemente unas de otras. La verdad de la unidad del Cuerpo de Cristo, y la necesidad de mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, implican que toda verdadera disciplina ejercida por una asamblea debe ser aceptada por todas las demás asambleas, las cuales deben actuar en consecuencia. Lo que está atado según la Palabra de Dios en una asamblea, está atado en el cielo y en todo lugar de la tierra. La asamblea es responsable de actuar como representante de la autoridad del Señor en medio de ellos, y lo que es su pensamiento en un lugar es también su pensamiento para la Iglesia en cada lugar.

Pero esto implica una responsabilidad correspondiente para la asamblea local. Si sus acciones obligan a todas las demás asambleas, debe actuar de acuerdo con la Palabra de Dios y así satisfacer las conciencias de las asambleas de todas partes. Sus acciones deben ser de tal carácter que, si se les pregunta, deben resultar justas y tomadas en el nombre del Señor, de acuerdo con su Palabra.

3.9.4.7.5 - La actitud hacia los excluidos

El que ha sido así excluido, queda fuera de toda la esfera de la comunión cristiana. No debemos tener relaciones con él, ni siquiera compartir una comida. «Con ese ni comáis» (1 Cor. 5:11). «Quitad al malvado de entre vosotros» (v. 13). Hay que tener en cuenta que el mandato no es solo colocar a los culpables fuera de la comunión de la asamblea local, sino «de entre vosotros», es decir, fuera de todo el círculo de la comunión cristiana, a nivel eclesiástico y social. A esa persona se le debe dejar en paz y hacerle sentir la gravedad de su pecado, de modo que sea quebrantada, llevada al arrepentimiento y traída de vuelta al Señor.

Por supuesto, cuando el que ha pecado es miembro de una familia cristiana y vive en la misma casa (por ejemplo, un esposo o un hijo), sería ir demasiado lejos aplicar la frase: «Con ese ni comáis».

Si bien la asamblea debe actuar fielmente hacia el que ha sido excluido, el deseo y la oración de cada uno debe ser que esa persona sea traída de vuelta al Señor y restaurada a la comunión de la asamblea. Ya hemos insistido en este punto al principio del capítulo sobre la disciplina. Después de un tiempo, los hermanos y hermanas pueden sentirse guiados al restablecimiento. Si no hay la gracia y la fuerza espiritual para tratar con él de esta manera, no debemos ir a su encuentro, porque una visita puramente amistosa anularía y depreciaría el acto de exclusión, y retrasaría grandemente el restablecimiento de esta alma.

A decir verdad, los primeros pasos para volver a la comunión deben ser dados por quien ha sido excluido. Su tristeza y la humildad de su actitud indicarían a la congregación que la disciplina ha surtido efecto y que una obra de Dios está sucediendo en su alma. Cuando la causa de la exclusión ha sido reconocida, juzgada y quitada de su vida, y cuando hay una prueba verdadera de que aquel que ha sido puesto bajo disciplina es verdaderamente traído de vuelta al Señor, la asamblea puede tratar este caso a fin de que pueda ser restaurado a la comunión de la asamblea, y que la disciplina ya no le pese.

3.9.4.7.6 - Los casos inciertos

A veces puede surgir una dificultad en una asamblea, en relación con una persona, cuando los hechos no están claros para los que estudian el caso o para la asamblea, y no se está seguro de qué se debe hacer. El caso no es obvio, no ha sido aclarado, ya sea en cuanto a la culpabilidad o inocencia

de la persona, o tal vez en cuanto a la gravedad del asunto: ¿es un caso de alguien que ha sido sorprendido por una falta (Gál. 6:1) o es un caso de mala conducta? –En estas circunstancias, la asamblea no debe tomar una decisión disciplinaria hasta que todo esté claro, obvio y establecido. Sería necesario esperar que Dios aclarara la verdadera naturaleza de este caso y dirigiera a los hermanos en cuanto a qué medida tomar o qué conducta tener de acuerdo con la Palabra de Dios.

Como ya hemos visto en Levítico 13, cualquier israelita que mostrara síntomas de lepra debía ser encerrado durante 7 días, y luego examinado por el sacerdote. Si la plaga no se había propagado, era encerrado de nuevo durante 7 días, y luego volvía a ser examinado por el sacerdote al final de ese período. Si la herida estaba borrada, si no se había extendido a la piel, era declarado limpio. Pero si la costra se había extendido mucho en la piel, después de haber sido visto por el sacerdote, debía ser examinado de nuevo; y si era evidente que la costra se había extendido en la piel, era declarado impuro y leproso, y por lo tanto debía ser expulsado del campamento.

Aunque no hay ningún versículo paralelo en el Nuevo Testamento que indique que debemos actuar de manera similar en los casos correspondientes de mal en la asamblea, muchos hermanos creen que Levítico 13 contiene un principio que puede ser útil aplicar en esta a casos inciertos que muestran signos característicos de lepra espiritual, sin estar claramente establecidos o manifestados.

Cuando el mal presenta un carácter grave, pero no se ha desarrollado o manifestado plenamente, la persona que ejerce el cuidado pastoral en la asamblea puede estar inducida a pedirle que se abstenga por el momento de participar de la Cena del Señor, donde se expresa la comunión, hasta que el asunto esté aclarado y establecido, y se discierna claramente qué curso adoptar de acuerdo con las Escrituras. Esto correspondería a “encerrar a alguien”, como en Levítico 13. No se trata de un grado de disciplina, sino simplemente de una medida temporal a la espera de un examen o investigación más profundos. Tales búsquedas deben hacerse rápidamente, minuciosamente y de acuerdo con la enseñanza de las Escrituras, para que una persona no tenga que cargar con la vergüenza de una acusación de mal a menos que se pruebe su culpa. A nadie se le debe pedir que se abstenga de partir el pan por meras suposiciones. Pero cuando hay una razón seria para temer que el mal es peor de lo que ya se conoce y se manifiesta, la asamblea podría pedirle a esa persona que “se quede atrás”.

No hay ningún versículo en el Nuevo Testamento que le dé a la asamblea la autoridad para exigir a cualquier persona en esta situación que se abstenga de partir el pan y que “se quede atrás”; sin embargo, debido al testimonio, debido a la sombra de un posible mal que se cierne sobre esa persona (como en un caso de escándalo público), los hermanos que dispensan el cuidado pastoral pueden estar inducidos por el Señor a sugerir a esa persona que sería mejor que se abstuviera de partir el pan hasta que el asunto se aclare o se establezca de alguna manera. Si la persona se niega, la asamblea no puede exigir nada, ya que, en el caso previsto, la culpabilidad aún no se ha establecido; y mientras no lo sea, la asamblea no puede tomar medidas disciplinarias. La reacción de esta persona a tal petición puede manifestar el verdadero estado de su alma. En tal caso, ella debe recibir cuidado pastoral hasta que sea absuelta o se manifieste como un «malo». No se debe permitir que la situación “duerma”.

Con esto concluyen nuestras reflexiones sobre el tema de la «disciplina». Que el Señor nos dé una conciencia más aguda de la santidad que conviene a su Casa, de la gracia que se eleva y del amor de su corazón hacia aquellos de sus hijos que se han extraviado.

Al concluir nuestro capítulo sobre “El aspecto local de la Asamblea”, esperamos que los lectores disciernan más claramente en la Palabra de Dios lo que constituye una asamblea reunida por la Palabra y lo que debe caracterizarla.