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2 - Capítulo 2 – La Asamblea: Los dones y el ministerio

La Iglesia, la Asamblea del Dios vivo


Hemos visto más arriba que Cristo es la Cabeza de la Iglesia, la única Cabeza que la Escritura reconoce, y que dirige a los diversos miembros de su Cuerpo, que es la Asamblea. Pasamos ahora a considerar el ministerio en la Asamblea –enseñar, predicar, cuidar de las almas– y encontramos que este servicio fue confiado en el principio, y todavía lo es hoy, especialmente a los dones que el Señor, la Cabeza exaltada y glorificada, ha dado a su Asamblea.

Esto es lo que revela Efesios 4:7-8, 11-13: «Pero a cada uno de nosotros le fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres… Y él ha dado a unos apóstoles; a otros profetas; a otros evangelistas; y a otros pastores y maestros; a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, de varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo».

2.1 - Fuente, canales y esfera del ministerio

Si Cristo dio estos dones para servir en su Asamblea, fue en virtud de la redención que él logró por su sangre y su exaltación en el cielo. Salvador victorioso, resucitado y exaltado, que llevó cautiva todo el poder del enemigo, que triunfó sobre Satanás que había subyugado al hombre a sí mismo, que ama a su Iglesia y cuida de cada uno de los que la componen, da dones a los hombres para la obra del servicio, para que las almas sean salvas y que los suyos sean edificados, fortalecidos, alimentados, llevados al estado de hombres maduros, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo.

Por lo tanto, el ministerio cristiano fluye de un Cristo exaltado a la diestra de Dios, cabeza y fuente de todo. De ahí que no pueda haber un verdadero ministerio en o a través de la Asamblea, a menos que Cristo sea reconocido como la Cabeza y la fuente de todo servicio, y si se depende de él.

Cabe señalar que existe una clara diferencia entre el ministerio y el sacerdocio cristiano. Todos los cristianos, hombres, mujeres y niños son sacerdotes, tienen acceso a la presencia de Dios y pueden rendir culto –alabanza y acciones de gracias– a Dios. El sacerdocio es universal, del hombre a Dios, mientras que el ministerio de la Palabra va de Dios al hombre, mediante instrumentos humanos. Es un servicio de diversos aspectos, realizado individualmente por los miembros del Cuerpo, a través del cual Cristo actúa para el bien de todos. Solo unos pocos de ellos son lo que las Escrituras llaman ministros de la Palabra o siervos de Cristo para el bien de los demás. Con esto no queremos decir que no todos tengamos que servir a Cristo todos los días de nuestra vida, sino que estamos hablando aquí del ministerio particular de la Palabra, porque está claro que no todos los cristianos tienen la capacidad de exponer la Palabra de Dios en beneficio de las almas.

De acuerdo con las Escrituras, el servicio espiritual en la congregación debe llevarse a cabo por los dones que el Señor ha dado a la Iglesia, instrumentos dotados y calificados por él para tal trabajo. Estos instrumentos no son hombres que han elegido el ministerio como su profesión o reclaman el derecho al ministerio porque fueron formados en universidades o seminarios y luego fueron ordenados para servir en su iglesia denominacional particular. Todo esto, tan común en nuestros días y considerado como la manera correcta de ministrar en las iglesias, es absolutamente extraño a la Escritura, contrario a la voluntad de Dios y a lo que él ha revelado en su Palabra en cuanto a los medios de proveer para su Asamblea.

Notemos además que, según el pasaje de Efesios 4, los dones que Cristo ha dado son para el perfeccionamiento de los santos y para la edificación del Cuerpo de Cristo. Si el Señor ha dado a un hermano el don de maestro, de profeta, de pastor, es un don para toda la Iglesia, y ese hermano debe ejercer este don para el bien de los santos, el Cuerpo de Cristo, dondequiera que el Señor lo envíe.

Cristo no dio dones a los hombres solo cuando ascendió a lo alto, sino que siempre está en el cielo y habita allí como la Cabeza de su Iglesia y el dador de todos los dones que su Iglesia necesita durante su paso por el mundo. Él continúa dando dones a los hombres, levantando y llamando a tales y tales, cuidando de que sus propias almas sean divinamente enseñadas, e impartiéndoles un poder que hasta ahora no poseían, para despertar, iluminar o fortalecer las almas en la gracia de Dios, o para comunicar la verdad a los creyentes de tal manera que los convenza. Y esto continuará «hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe», como nos asegura nuestro pasaje. Por esta razón, podemos esperar con certeza que un ministerio del mismo carácter, que fluye de la misma fuente, se perpetuará como en los días de la Iglesia apostólica. Todo lo que es necesario para reunir almas y cuidar de ellas una vez reunidas, permanece hasta que Cristo regrese, cuando todo será perfecto.

Para aclarar aún más qué es un don, agregaremos que es una capacidad espiritual dada desde arriba. Es más que una habilidad natural hablar o enseñar, aunque Cristo da talentos «a cada cual conforme a su capacidad» (Mat. 25:15), de modo que el Señor tiene en cuenta las habilidades naturales cuando distribuye soberanamente dones y talentos para el servicio, pero la habilidad natural por sí sola no lo convierte a uno en ministro de la Palabra. Es absolutamente necesario que un don sea conferido por Cristo.

1 Corintios 12, habla de los diversos dones como manifestaciones del Espíritu. Los diversos dones se ven allí como siendo ejercidos por el Espíritu Santo; «todas estas cosas las hace el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere» (v. 11). Sin embargo, es el Señor el dador; más bien, el Espíritu de Dios es aquel a través del cual se transmite el don, y quien lo hace eficaz, el poder por el cual actúa el Señor.

2.2 - Los dones

2.2.1 - Los apóstoles y los profetas

Estos fueron los primeros dones mencionados en Efesios 4:11, que el Señor dio a su Iglesia después de su ascensión. Él «ha dado a unos apóstoles; a otros profetas». Estos han sido llamados los dones fundamentales, de los que Dios se sirvió para establecer una base sólida sobre la cual se construiría la Iglesia. Tal ha sido la obra de aquellos a quienes Dios ha revestido de un poder especial.

Efesios 2:20 habla de la Iglesia como edificada «sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular». Ciertamente, Cristo es, en el sentido más amplio y elevado, el fundamento: «Sobre esta Roca edificaré mi Iglesia» (Mat. 16:18). Sin embargo, tomando prestadas las palabras de W. Kelly, podemos recordar: “Los apóstoles y profetas fueron empleados como instrumentos, no solo para revelar el pensamiento de Dios respecto a la Asamblea, sino también en particular para establecer con autoridad los principios que gobiernan lo que es el objeto de su cuidado en la Tierra: la Asamblea de Dios. Los apóstoles se caracterizaban por la autoridad que tenían para actuar; los profetas dieron a conocer por parte de Dios su pensamiento y su voluntad con respecto a este gran misterio”.

Los apóstoles han tenido un lugar único en el establecimiento de la Iglesia que no podía ser transmitido a otros. Fueron testigos especiales de la resurrección del Señor (vean Hec. 1:22; 1 Cor. 9:1 y 15:5-8). Por lo tanto, no puede haber “sucesión apostólica”, como reivindican hoy varios grupos eclesiásticos. Solo alguien llamado a esto por el Señor, y testigo de su resurrección, podría ser un apóstol en el pleno sentido de la palabra.

Los 12 y Pablo, el apóstol especial de la Iglesia, son los dones de los apóstoles. A ellos se les confió la tarea de fundar la Iglesia y alimentarla en sus comienzos, y también de darle, para todo el tiempo de su historia terrena (al mismo nivel que el resto de la Escritura), una guía infalible. Tenemos esta guía en los Escritos de los apóstoles, que están totalmente inspirados por Dios.

Los profetas de los que se habla aquí no son los del Antiguo Testamento, sino los que vinieron después de Cristo. Estos profetas del Nuevo Testamento hablaron directamente de Dios al hombre, expresando sus pensamientos sobre el presente o el futuro. Un profeta es un hombre que hace que la verdad penetre en un alma con tanta claridad que es = está llevada directamente a Dios. Judas y Silas, por ejemplo, son llamados profetas en Hechos 15:32: exhortaban y fortalecían a los hermanos. Cuando nació la Iglesia, aún no se habían dado todas las Escrituras, y los apóstoles no estaban en todas partes; así Dios levantó profetas que, al menos en algunos casos, fueron los canales de la revelación divina.

Pero ahora la revelación está completa; tenemos la Palabra de Dios en su integridad y no necesitamos nada más. Estando completo el canon de las Escrituras, ya no hay necesidad de tales dones de los profetas, en el pleno sentido de la palabra. En un sentido menos elevado, lo que hoy correspondería a tal servicio profético es el renacimiento de la verdad y la poderosa acción del Espíritu sobre las almas para recordarles lo que una vez fue revelado, pero ha caído en el olvido. Este recordatorio de las verdades de la justificación por la fe, de lo que es la Asamblea como el Cuerpo de Cristo, y de su esperanza de ser arrebatada para estar con él cuando regrese, podría, por ejemplo, compararse con el servicio de un profeta.

2.2.2 - Los evangelistas

«Él ha dado… a otros evangelistas». Este don, al igual que los que se mencionan en el resto del versículo 11 de Efesios 4, todavía lo tenemos hoy, y se ejerce en el mundo. El evangelista es el instrumento que Dios suele utilizar para llevar las almas a Cristo. Aquel que ha recibido este don no tiene su esfera limitada a un solo lugar, sino que está dispuesto a ir a donde el Señor le dirija por el Espíritu para satisfacer las necesidades de las almas.

“Los evangelistas, como su nombre lo indica, son los heraldos de las buenas nuevas, los predicadores del Evangelio de la gracia de Dios, que abren los ojos de los descuidados y ganan almas para Cristo. No todos los creyentes son evangelistas; sin embargo, todos deben tener amor por las almas y estar dispuestos a dirigir al pecador hacia Cristo. Pero los que han recibido el don de evangelista tienen una verdadera pasión por las almas; las buscan y están como de parto para parirlas; han aprendido a presentar el Evangelio, a conducir a las almas, a distinguir entre la verdadera angustia y los sentimientos superficiales, entre la realidad y la mera profesión. Es su gozo llevar a los pecadores a Cristo, ver a los que estaban en el mundo traídos a la Iglesia.

“El evangelista es un hombre de oración, porque es consciente de que la obra es toda de Dios, y que los “métodos” tienen su importancia (vean 2 Tim. 2:5). Es un hombre de fe, que confía en el Dios vivo. Escudriña las Escrituras para presentar solo la verdad a las almas. Está lleno de valentía, no teme ir a donde le esperen “cadenas y cárceles”, para llevar el glorioso Evangelio del bendito Dios a los que están pereciendo. Está lleno de energía, insiste en tiempo y fuera de tiempo. Es perseverante y no se desanima si no ve frutos inmediatos de su trabajo. Finalmente, es un hombre humilde, que se glorifica en un Otro, diciendo desde el fondo de su corazón: “Yo no… sino la gracia de Dios que está conmigo” (S. Ridout).

La preocupación especial del evangelista es ir a las almas perdidas; su esfera de actividad es el mundo, mientras que la del pastor y del maestro es la Asamblea, la totalidad de los hijos de Dios. El evangelista puede ser comparado con un cantero, que limpia las piedras en bruto y las retira de la cantera para pulirlas. Él encuentra las almas en la carrera del pecado y las lleva a Cristo, quien las salva y las hace miembros de su Cuerpo, la Asamblea, a través del bautismo del Espíritu Santo. El verdadero evangelista se encargará entonces de que estos recién nacidos, sus hijos en la fe, también sean llevados a la Asamblea de Dios, donde los dones de pastor y maestro estarán obrando para su edificación y crecimiento.

Enseñado por Dios, el evangelista no le dirá al nuevo converso que se una a la Iglesia de su elección, o a la de su familia, como sucede a menudo; más bien, le mostrará que ya está en la Iglesia de Cristo, que es parte de ella, que tiene que reconocer a aquellos que, en el lugar donde él reside, forman la asamblea local de la Asamblea de Dios. Debe escudriñar las Escrituras, para encontrar en ellas el pensamiento de Dios y sus instrucciones concernientes al recogimiento de los creyentes, así como tenía que seguir esta Palabra en cuanto al camino de salvación.

Hechos 21:8 nos habla de «Felipe el evangelista». El capítulo 8 nos da cuenta de su actividad. Aquí tenemos una ilustración de la naturaleza y del ejercicio de este don. El apóstol Pablo nos muestra de la misma manera cómo se ejerce el don del evangelista, aunque también tiene el don de pastor y maestro y es apóstol. Su propósito era «predicar el evangelio más allá» (2 Cor. 10:16), y estas palabras bien pueden ser tomadas como el lema de todo evangelista.

Ciertamente, cuando recordamos las palabras del Señor: «Mirad los campos; que ya están blancos para la siega» y, «la cosecha en verdad es abundante, pero los obreros son pocos; rogad al Señor de la cosecha que envíe obreros a recogerla» (Juan 4:35; Lucas 10:2), estamos llevados a pedir que se levanten verdaderos evangelistas, y que se envíe a los que ya han sido calificados y llamados para este servicio. Las necesidades son grandes y el servicio es de gran valor. Evangelista, reaviva «el don de Dios que hay en ti»; «predica su palabra… haz obra de evangelista» (2 Tim. 1:6; 4:2, 5).

2.2.3 - Los pastores y los maestros

Cristo provee para las necesidades de los nuevos conversos con estos dones, con el propósito de instruirlos y guiarlos a la verdad. Todo lo que él da a su Iglesia es para «perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo… para que ya no seamos niños» (Efe. 4:12, 14). Dios quiere que sus hijos crezcan en la verdad, y él se encarga de su edificación y desarrollo a través de sus dones. Este es esencialmente el servicio de aquellos que ejercen los dones de pastor y maestro.

Estos dones están enlazados en nuestro pasaje. No dice: “A unos les dio como pastores, a otros como maestros”, sino «a otros pastores y maestros». Los 2 se presentan juntos, lo que demuestra la estrecha conexión que existe entre estos 2 dones, aunque son distintos; se puede tener uno sin el otro o tener ambos. Los pastores y maestros están allí para brindar atención y ayuda al pueblo de Dios, y sus servicios están estrechamente asociados.

2.2.3.1 - Los pastores

La palabra griega se refiere a un pastor, es decir, alguien que da alimento y cuidado a las ovejas del rebaño. El Señor calificó y dotó a los siervos para apacentar «la grey de Dios» (1 Pe. 5:2) y los llamó a este servicio. El buen Pastor desea que sus ovejas no solo sean liberadas del enemigo, sino también custodiadas, conducidas y alimentadas. El pastor se preocupa por el pueblo de Dios; él se encarga de que las ovejas no se descarríen, y trabaja para hacerlas volver si se descarrían. Tiene un corazón compasivo, trae consuelo a los que están en aflicción. Él entra en sus pruebas y en sus problemas; busca reanimarlos y fortalecerlos, dándoles consejos, alientos, reprensión, aplicando la Palabra según las necesidades de cada caso. Él vela por las almas y les advierte si caen en la indiferencia o en la mundanidad.

Un pastor no solo debe tener conocimiento de la verdad, sino que también debe saber cómo aplicarla poderosamente a las necesidades diarias de las personas. Para ello, se dirige tanto al corazón como a la conciencia. Se interesa personalmente por cada alma y se entrega a su bien. Su servicio puede ir acompañado de sufrimiento, y la naturaleza se rehúye al sufrimiento, pero es una obra feliz y muy necesaria. Conversa a solas con las almas; no podrá hablar en público, ni ocupar un lugar destacado; sin embargo, también puede tener el don de predicador y maestro, y tener un servicio ante una audiencia. Estas son las características principales del don de pastor.

Quizás, en vista del uso común de la palabra «pastor» hoy en día, es necesario distinguir entre lo que se entiende por esto y el don de pastor tal como lo hemos considerado según la Escritura. Hoy en día es costumbre elegir a alguien como oficiante en tal o cual grupo cristiano y llamarlo “el pastor de la iglesia”. Las Escrituras ignoran tal cargo; “el pastor oficial” no existía en la Iglesia en el tiempo de los apóstoles. Alguien podría haber recibido el don de pastor, y ejercerlo en una congregación local, pero nunca encontramos en la Biblia que un hombre sea llamado “el pastor” o “el ministro”, a cargo de una congregación local. Estudiaremos este tema del “ministerio de un solo hombre” con más detalle en el capítulo 3.

Aquel a quien las Escrituras llaman pastor en Efesios 4:11 es uno que ha recibido este don especial de Cristo, el cual está calificado por él para apacentar las ovejas del rebaño, para cuidar de ellas dondequiera que las encuentre. Es pastor en virtud del don recibido y realiza este servicio, aunque tenga un trabajo secular para ganarse la vida, mientras cuida del pueblo de Dios en su localidad; o puede dedicar todo su tiempo al bien de los hijos de Dios, yendo de un lugar a otro para servir a «la Iglesia del Dios vivo» (1 Tim. 3:15). También puede encontrar lo esencial de su servicio en un solo lugar. Actúa de acuerdo con la dirección de su Maestro y Cabeza celestial. Puede haber varios hermanos calificados como pastores en una asamblea local de la Asamblea de Dios, pero ninguno se arroga el título o la posición de llamarse a sí mismo “el pastor” o “el ministro”, porque eso sería tomar el lugar del Espíritu Santo y negar su derecho soberano de elegir a quien él quiera como su portavoz en la congregación (vean 1 Cor. 12:11).

El hecho de que un “pastor” sea nombrado oficialmente sobre una congregación obstaculiza el libre movimiento del Espíritu de Dios y los dones de Cristo. Que hay muchos verdaderos siervos y pastores auténticos, ejerciendo su don bajo este título oficial, en el actual estado de desorden de la Iglesia, y trabajando por el bien de las almas, lo creemos fácilmente. Y nos gusta reconocer y honrar a tales hombres, sin embargo, no podemos aceptar su posición antibíblica. De lo que estamos hablando aquí es del orden piadoso en Su Asamblea y del verdadero don de pastor tal como se encuentra en las Escrituras, diferente de lo que el hombre ha organizado en la cristiandad hoy en día. En el próximo capítulo, volveremos más plenamente a lo que las Escrituras enseñan acerca de ministrar en una congregación local de creyentes.

El don y el servicio de pastor es ciertamente muy importante y necesario, y es justo que oremos para que el Señor de la mies levante y anime a muchos verdaderos pastores para sus ovejas, porque hoy, como en el tiempo del Señor, muchos están dispersos «como ovejas que no tienen pastor» (Mat. 9:36). Que los que han recibido el don del pastor, por débiles que sean, tomen conciencia de su responsabilidad de cuidar de las ovejas y estén estimulados en esta noble obra de amor. Y si no tenemos ese don, que cultivemos esa solicitud que vela por el bien de las ovejas del Señor.

2.2.3.2 - Los maestros

El don de maestro –el maestro es el que enseña– también es muy importante; está estrechamente asociado con el don considerado anteriormente, porque el pastor difícilmente puede ser útil a un alma si no puede, de alguna manera, enseñarla, mientras que uno puede enseñar sin tener el don de pastor. El pastor se ocupa esencialmente de las almas, el maestro tiene la verdad más ante él. El maestro presenta la verdad de Dios, y el pastor se esfuerza por ver cómo cada persona la recibe.

Un maestro dado por Dios se deleita en la verdad de Dios, y le encanta ayudar a otros a compartir ese gozo. Se le ha dado el don de entender y captar las verdades de la Palabra de Dios y de discernir los diversos aspectos de la verdad y los matices del significado, y por el poder del Espíritu es capaz de exponer estas verdades y comunicarlas a los demás. Muchos disfrutan de la verdad por sí mismos, pero no son capaces de ayudar a los demás ni hacerles entender lo que ellos mismos disfrutan. Aquí es donde entra en juego el don de maestro: exponer la verdad de una manera clara y convincente para que los afectos de los creyentes sean tocados por ella, y obre poderosamente en sus almas.

El maestro se toma el tiempo para estudiar las Escrituras; sabe cómo aplicar las verdades de esta correctamente, «exponiendo justamente la palabra de la verdad» (2 Tim. 2:15). Muestra las perfecciones, expone los diversos puntos y explica sus dificultades. Se deleita en guiar a los hijos de Dios a las cosas profundas de su Palabra, y en hacer resaltar en ellos el carácter de Dios. Es el maestro el que se enfrenta a las enseñanzas erróneas, el que desenmascara las doctrinas falsas y perversas, y así salvaguarda y libera las almas. Y como Cristo es el tema y el centro de toda la Escritura y de todas las verdades contenidas en ella, el maestro, divinamente enseñado, siempre ayudará a exaltarlo y a sacar a relucir las glorias de su persona y obra. Tal es el carácter principal de su ministerio.

¡Qué dones tan preciosos hace el Señor a su Asamblea!

¡Cuán necesarios son estos dones de los maestros, y cuán agradecidos debemos estarle nosotros! De esta manera fortalece a los suyos en la verdad, para que ya no sean «niños pequeños, zarandeados y llevados por todo viento de doctrina» (Efe. 4:14). Frente a la proliferación de errores y falsas doctrinas, debemos orar para que Dios levante y estimule maestros capaces de presentar la verdad divina con fuerza y claridad, para que las almas se mantengan alejadas de las enseñanzas extrañas y malas, y sean edificadas en la fe. Oremos también para que estos dones a la Iglesia no se vean obstaculizados por la organización de los sistemas humanos, para que puedan ejercer libremente el servicio que han recibido de Dios, bajo la única dirección de Cristo, la Cabeza.

En nuestra época de doctrinas adulteradas y perversas, hay una gran necesidad de un ministerio que una el Evangelio y la enseñanza para fortalecer y liberar a las almas que han sido despertadas. Un ejemplo de tal ministerio se encuentra en la Epístola a los Romanos, donde el apóstol expone los principios del Evangelio a los creyentes. Pablo tenía muchos dones: era apóstol, profeta, evangelista, “maestro de las naciones” y un verdadero pastor. Sus palabras a Bernabé en Hechos 15:36: «Volvamos ahora y visitemos a los hermanos en cada ciudad en la que anunciamos la palabra del Señor, [a ver] cómo están», mostraron el corazón de un verdadero pastor y son un buen lema para aquellos que cuidan de las ovejas de Cristo.

2.2.4 - Los otros dones

Hemos considerado en detalle los 5 dones fundamentales dados a la Iglesia: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros, según Efesios 4:11. Estos son los dones esenciales, y podemos esperar que los 3 últimos se mantengan especialmente hasta que la Iglesia sea recogida en la gloria de la Casa del Padre (Efe. 4:13). Este pasaje de Efesios no nos da una lista completa de los dones que Cristo hace a su Iglesia, pero son los dones más importantes. A continuación de esto, el apóstol habla de todo el Cuerpo de Cristo, el cual «según la actividad de cada miembro, lleva a cabo el crecimiento del cuerpo para su edificación en amor…» (v. 16). Todos los miembros del Cuerpo tienen algo que dar para la edificación del Cuerpo de Cristo. Cada uno tiene su lugar y su servicio: uno puede exhortar públicamente, mientras que otro puede tener una simple palabra de sabiduría, aunque nunca se plantee ante todos. Para que se aproveche el servicio de todas las coyunturas y de todas las partes del Cuerpo, es necesario dar el lugar y la oportunidad para el ejercicio de tales ministerios en la Iglesia. Nunca es cuestión en las Escrituras de establecer el ministerio de un solo hombre, lo que obstaculizaría el funcionamiento del conjunto [2].

[2] Ya bien porque ejerza solo el servicio de la Palabra, o bien que controle o regule el ejercicio de la misma. Nota del traductor

Diversos dones se mencionan en Romanos 12:4-8 y 1 Corintios 12. Algunos de estos dones son, hasta cierto punto, los mismos que se mencionan en Efesios 4, aunque bajo diferentes formas. Los dones de profecía, servicio, enseñanza, exhortación y dirección de los que se habla en Romanos 12 sin duda podrían incluirse en los dones de maestro y pastor de Efesios. La «palabra de sabiduría» y la «palabra de conocimiento» mencionadas en 1 Corintios 12:8, dadas a algunos por el Espíritu, pueden compararse con los dones de pastor y maestro, respectivamente.

2.2.5 - Los dones milagrosos

Los dones mencionados en 1 Corintios 12, como los dones de sanidad, la realización de milagros y varios tipos de lenguas e interpretaciones de lenguas, son los que acompañaron la venida del Espíritu Santo a la tierra, el comienzo de la predicación del Evangelio y el nacimiento de la Iglesia. En ninguna parte se promete que continuarán hasta el regreso de Cristo como los dones de Efesios 4. De hecho, según 1 Corintios 13:8, las lenguas cesarán; los verbos utilizados no son los mismos para las lenguas, las profecías y el conocimiento. Estos pasajes muestran que los 2 últimos dones continuarán hasta que «lo que es perfecto» haya llegado, es decir, hasta que Cristo regrese (v. 8-10).

En la segunda parte del Nuevo Testamento apenas se mencionan los milagros, y cada vez menos a medida que pasa el tiempo. En el Antiguo Testamento, los milagros nunca fueron permanentes; eran acontecimientos excepcionales que tenían lugar al comienzo de una nueva obra de Dios. Por lo tanto, estas operaciones milagrosas fueron dones temporales hechos a la Iglesia en sus comienzos. En el estado actual de desorden, división y rebelión, el Espíritu está afligido y no puede actuar libremente obrando señales poderosas que pondrían un sello externo a tal confusión. Somos conscientes de que hoy en día varias personas afirman poseer tales dones, pero si carecen de las verdaderas características de la obra del Espíritu, no podemos aceptarlos como genuinos.

2.3 - El siervo y su ministerio

Hasta ahora hemos tenido ante nosotros los diversos dones hechos a la Iglesia por su Cabeza glorificada. Ahora veremos al siervo y su ministerio; pero antes de entrar en este tema, deseamos recordar a los lectores que consideramos este tema del ministerio en la «Asamblea del Dios vivo» tal como se revela en las Escrituras.

2.3.1 - ¿Qué dice la Escritura?

Esto es lo único que el hijo obediente de Dios, que desea hacer la voluntad de su Salvador y Señor, tiene que buscar y seguir (Rom. 4:3). ¿Cuáles son las directivas del Señor sobre este asunto? Para el alma sincera y recta, la obediencia a la Palabra de Dios es lo más importante: lo que el Señor ha revelado como su voluntad para su pueblo y su Iglesia es lo que debe hacerse. A alguien que está sometido a la Palabra de Dios, no le importa lo que el hombre diga, piense o haga. Con Isaías en el pasado, declaró: «¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido» (Is. 8:20).

Y verdaderamente creemos que el Señor nos ha dado en su Palabra instrucciones y enseñanzas claras concernientes al orden en su Asamblea y a la conducta de sus siervos en su ministerio, así como en todos los demás asuntos. Creemos que el Señor no ha dejado nada para que nosotros escojamos o nos establezcamos por nosotros mismos. Las Escrituras señalan el camino y el orden para la Iglesia y los siervos tan claramente como el camino a la salvación y cualquier otra verdad. Depende de nosotros buscarlo allí y conocer el pensamiento del Señor sobre todo esto.

El libro de los Hechos da la imagen inspirada de la Iglesia apostólica, la Iglesia que Cristo edificó; en las Epístolas, en particular en las de Pablo, tenemos las instrucciones y enseñanzas de Dios en cuanto al orden que debe reinar allí y cómo debe comportarse en este mundo. Los corintios, en particular, nos hablan del orden en la Asamblea. En estos escritos apostólicos se establece el modelo divino para todo el tiempo de la Iglesia. Nuestro trabajo es estudiar este modelo y ajustarnos a él; no tenemos que hacer lo que creemos que es conveniente o lo que es mejor para nuestra época. En la construcción del Tabernáculo, la morada de Dios en Israel, se había exhortado 3 veces a Moisés a hacer todas las cosas «conforme al modelo que te ha sido mostrado en el monte» (Éx. 25:9, 40; 26:30). Esta misma exhortación nos concierne hoy con respecto a la Iglesia, que es la Casa de Dios, durante el tiempo de la gracia. ¡Que sea el deseo sincero del autor y de los lectores adherirse constantemente a esta ordenanza dada en la Palabra de Dios!

2.3.2 - Un solo Maestro

Hemos mostrado previamente que el servicio espiritual público del predicador y del maestro debe ser llevado a cabo por aquellos que están calificados y llamados por Cristo a esta tarea, tal vez a tiempo parcial o completo. Por lo tanto, la ordenación humana y la elección personal no tienen lugar en el cumplimiento de este santo servicio. También es de suma importancia que el siervo de Cristo recuerde constantemente quién lo llamó y quién lo capacitó para su tarea. Siempre debe tener presente el hecho de que Cristo es su Cabeza viva en el cielo, que debe servir bajo él y ser dirigido solo por él.

El Señor dijo: «Uno solo es vuestro Maestro; y vosotros todos sois hermanos» (Mat. 23:8). Por lo tanto, es de la mayor importancia que el siervo de Dios permanezca libre para servir a su único conductor y gobernante, y no esté sujeto al yugo de la servidumbre por las autoridades religiosas y los sistemas en los que a menudo se le impide hacer lo que su Señor y Salvador pone ante él. El apóstol Pablo nos da un excelente ejemplo a este respecto. No reconoció a ningún maestro o autoridad por encima de él más que a Cristo. Dijo que no recibió su ministerio del hombre, sino del Señor (Gál. 1:10-20).

Cuando el Señor encargó a sus apóstoles para que fueran por todo el mundo a llevar el Evangelio, dijo: «Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y sobre la tierra» (Mat. 28:18), y nunca renunció a esa autoridad, ni la delegó a nadie en la tierra, papa u obispo, ni a ninguna otra persona con un título pretencioso. Cristo obra en la tierra a través del Espíritu Santo, quien es su único vicario o representante. Esto está claro en los escritos del Nuevo Testamento: no hay base para sistemas religiosos en los que se establece un gobernante sobre los siervos de Cristo, y sobre los cuales esos siervos estén en una posición subordinada, como se ve en el mundo religioso de hoy. Tal autoridad es una usurpación de la autoridad de Cristo por parte del hombre, en el sentido de que le niega su lugar como Cabeza de su Iglesia.

Todos debemos estar sometidos los unos a los otros, y los jóvenes a los ancianos, de acuerdo con la exhortación de Pedro (1 Pe. 5:5), y debemos trabajar en comunión los unos con los otros. También debe haber disciplina en la congregación para que la actividad carnal pueda estar restringida, pero solo Cristo tiene autoridad sobre sus siervos para dirigirlos en la actividad que Dios les ha confiado. Es él quien los llama a su servicio, les otorga dones, los califica y los forma para su obra. Solo él puede guiarlos y mostrarles cuándo y dónde deben servir, y qué mensaje deben transmitir. Nadie tiene derecho a interponerse entre el Señor de la mies y sus siervos, ni a ejercer autoridad sobre ellos. Incluso Pablo, que tenía una autoridad apostólica que nadie en la Iglesia tiene hoy, y que podía enviar a Timoteo o Tito aquí y allá, llamado por Dios para trabajar con él, para tal o cual actividad, no buscó dominar a Apolos ni exigirle que fuera a Corinto. Deseaba que él fuera allí para ayudar a los hermanos, pero como no era la voluntad de Apolos ir en ese momento, lo dejó libre para actuar como su Maestro le indicó (1 Cor. 16:12).

El siervo de Cristo, que se da cuenta de que el Señor es su único Amo y Cabeza, busca siempre agradar «al que le alistó por soldado» (2 Tim. 2:4) y lo ha hecho siervo del Salvador crucificado; tratará de hacer la voluntad de su Señor. Si alguien es llamado a ser siervo del Señor, ¿cómo puede permitirse ser contratado como siervo de un grupo o congregación cristiana y hacer lo que el hombre le dice que haga? Cuando un hombre está comprometido, se convierte en un sirviente de aquellos que lo comprometen y debe complacerlos. ¿No es conveniente que el siervo de Cristo permanezca libre para servir solo a su Señor dondequiera y de cualquier manera, según las instrucciones diarias que él le da? Por supuesto que sí. Una vez más, el apóstol Pablo es un noble ejemplo de esto. Escribió a los Gálatas: «¿Busco agradar a los hombres? Si aún yo agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo» (Gál. 1:10). Hablando de sí mismos, los apóstoles se llamaron a sí mismos «siervos de Cristo Jesús» (Rom. 1:1; 2 Pe. 1:1; Judas 1). Comprados con su preciosa sangre, estamos exhortados a no convertirnos en «esclavos de los hombres» (1 Cor. 7:23). Estamos llamados a servir a los hombres con amor, pero Cristo es nuestro Maestro.

2.3.3 - El llamamiento divino

El llamado a servir el Evangelio, o a pastorear el rebaño de Dios, proviene del Señor mismo tan verdaderamente hoy como cuando llamó a los apóstoles o levantó a otros siervos para presentar la Palabra en la Iglesia primitiva (vean Efe. 4:11; Rom. 12:6-8; 1 Pe. 4:10). Ya en el Antiguo Testamento, los verdaderos profetas del Señor fueron llamados por él para su servicio. De aquellos que profetizaron mentiras en Su nombre, Él dijo: «No los envié, ni les mandé» (Jer. 14:14), palabras que ciertamente son ciertas hoy en día con respecto a muchos falsos maestros y predicadores.

Pero todo verdadero siervo de Cristo tendrá plena conciencia en su alma del llamado divino al servicio. El Espíritu Santo obra en los corazones de los que el Señor desea hacer sus siervos. Ellos llevan a cabo este llamado en sus almas, sus corazones están trabajados y preparados para responder al mandato divino. Hay muchos ejemplos de tal llamado divino en el Antiguo y el Nuevo Testamento, que el lector interesado puede considerar con provecho (vean Is. 6; Jér. 1; Marcos 1:16–20; 3:13-14; Hec. 9 y 22, entre otros).

Si no existen estos ejercicios de corazón, producidos por el Espíritu Santo, si no existe la convicción del llamado divino y, hasta cierto punto, el don para responder a ese llamado, ningún cristiano debería aventurarse en un servicio público para Cristo. Porque no nos corresponde a nosotros elegir nuestro lugar o nuestra obra en el Cuerpo de Cristo; esta prerrogativa pertenece solo al Señor. Depende de cada uno de nosotros, individualmente, buscar su voluntad y ocupar el lugar que se nos ha asignado. Si alguien sale a predicar o enseñar sin ser llamado por Dios a este santo servicio, no tendrá el apoyo de Dios y tarde o temprano se encontrará parado, o infructuoso en la obra del Señor. A aquellos a quienes el Señor llama, él los forma y los capacita para el servicio, y sin esta formación divina no puede haber un ministerio hecho correctamente.

La naturaleza y la esfera del llamado a un ministerio público pueden ser muy diferentes. El Señor de la mies aclarará a todo siervo que lo espere, dónde, cómo y hasta qué punto lo llama a servir. Uno puede ser llamado a trabajar alrededor de él, otro a viajar aquí y allá en su país, otro en lejanas tierras paganas.

Es un error pensar que no se puede tener un trabajo secular para ganarse la vida y al mismo tiempo ser siervo de Cristo, o que solo son sus siervos los que dedican todo su tiempo a la obra del Señor. No hay nada en las Escrituras en cuanto a la división de los cristianos en 2 categorías: el “clero oficial” y “los laicos”, como es común hoy en día, o en cuanto a la idea de que el ministerio es un tipo de profesión honorable que puede ser elegida como medio de vida, al igual que otros oficios. Más bien, es un llamado y servicio santo recibido de lo alto, que se realiza como una obra de amor por Cristo, dependiendo de Él para las necesidades materiales. Si bien es cierto, por un lado, que «el obrero es digno de su salario» (1 Tim. 5:18), y que «los que anuncian el evangelio» deben vivir «del evangelio» (1 Cor. 9:14), también tenemos el ejemplo de Pablo, el gran apóstol, que trabajó día y noche en hacer tiendas y predicar el Evangelio, para no ser una carga para nadie (Hec. 18:3-4; 1 Tes. 2:9).

A este respecto, nos gustaría citar las sinceras palabras de C.H. Mackintosh: “Estamos persuadidos de que, como regla general, es mejor para cada hombre ganarse la vida mediante el trabajo manual o intelectual, y al mismo tiempo predicar y enseñar, si ha recibido el don de ello. Hay, sin duda, excepciones a esta regla. Algunos están tan claramente llamados, calificados, empleados y sostenidos por Dios que no puede haber vacilación posible en cuanto a su camino. Sus manos están tan ocupadas, su tiempo tan ocupado con su ministerio oral o escrito, y su enseñanza en público y de casa en casa, que sería absolutamente imposible para ellos emprender lo que se llama trabajo secular, aunque no me gusta esa expresión. Tales siervos deben continuar con Dios, mirar a él, y él los apoyará indefectiblemente hasta el fin”.

2.3.4 - La preparación y la formación

Por lo tanto, el siervo tiene un solo Amo y es llamado por Dios; ahora podemos dirigir nuestra atención a su preparación y formación para el servicio para Cristo. Una vez más, son las Escrituras las que deben ser nuestra única guía, no las opiniones de los hombres o las costumbres y prácticas del mundo religioso de nuestros días.

2.3.4.1 - Seguirlo

Cuando Jesús quiso llamar a 12 apóstoles como siervos para continuar su gran obra, bajó al mar de Galilea, vio a Simón, Andrés, Santiago y Juan, y los llamó a dejar su trabajo de pescadores: «Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres» (Marcos 1:17). Escogió a humildes pescadores, hombres sin letras y del vulgo, desamparados, y los llamó a seguirle, prometiéndoles que les haría instrumentos que podría utilizar en la maravillosa obra de la salvación de las almas. Él los prepararía y formaría para esta obra atándolos a él todos los días, haciéndolos sus compañeros para que pudieran aprender de él. Les enseñaría todo lo que necesitaban y los convertiría en verdaderos ganadores de almas para él.

Marcos 3:14 también nos dice: «Designó a doce para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar». La comunión con Jesucristo es la única que puede preparar y formar para su servicio a cada siervo de Cristo que ha recibido de él un don y una vocación. En la intimidad de la habitación, encuentra a Cristo a través de la oración y la meditación de su Palabra, y aprende muchas cosas. Desde este lugar solitario, puede salir en la energía del Espíritu que mora en él para ser testigo de Cristo ante los hombres. Él es el gran maestro, y nadie enseña como él. Sabe qué lecciones debe aprender cada siervo, y cómo preparar y capacitar a cada uno para su servicio especial en el Cuerpo de Cristo.

2.3.4.2 - La escuela de la experiencia práctica

Los dones son conferidos por el Señor a aquellos a quienes él llama, pero estos dones deben estar establecidos y desarrollados, y la escuela de Dios obrará este crecimiento largo y constante. Cuando el Señor llama a alguien a su servicio, lo pone en su escuela y él mismo se hace cargo de su formación, por diversos medios, circunstancias e instrumentos, que mantiene bajo su control. Dios también quiere que aprendamos los unos de los otros en su escuela, que nos beneficiemos de la experiencia de los demás. Esta es la escuela de la experiencia práctica, que el siervo nunca abandona; nunca cesa de servir y aprender en comunión con su Maestro, el más paciente, el más benévolo, el mejor pedagogo que hay para enseñar a los que enseñan. Allí sirve y trabaja para el Señor mientras aprende, y aprende mientras sirve. La práctica se combina con la teoría, y la verdad se aprende tanto por el corazón como por la cabeza, siempre debe ser así.

Esta escuela práctica es la única formación que Dios aprueba para los siervos de Cristo, la única que se encuentra en la Biblia; y sigue siendo hoy la única que puede preparar y cualificar adecuadamente a sus obreros. Ninguna escuela organizada por el hombre puede proporcionar una educación mejor que la que Dios da a sus siervos. No hay instrucción comparable a la que se recibe a los pies del Maestro y en el contacto diario con las almas.

2.3.4.3 - Dios elige

Dios escoge a sus siervos de todas las clases de la sociedad y de todos los oficios para alcanzar a las personas de todas las condiciones. Él simplemente los toma con su bagaje de instrucción y experiencia, y hace el resto por su Espíritu y Palabra. Vemos esto tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Llevó a Moisés, instruido en toda la sabiduría de los egipcios, en el palacio, y lo envió al desierto, donde lo formó en su escuela durante 40 años mientras apacentaba los rebaños. Después de lo cual, le confía su misión. Gedeón estaba trillando el trigo cuando Dios lo llamó a su servicio. David fue tomado en medio de los parques, Eliseo en el campo que estaba arando; Esdras era un escriba versado en la Ley de Moisés; Saulo de Tarso, hombre de gran erudición y de alta posición en el judaísmo, fue llevado a los pies de Jesús, y desde allí, después de un tiempo de soledad en Arabia, fue enviado al servicio del Señor Jesucristo.

Si permitimos que Dios llame y forme a sus siervos, tendremos un ministerio establecido sobre una base divina, obreros de todas las clases de la sociedad, desde los más altos hasta los más bajos, y preparados para alcanzar a personas de todos los caracteres y condiciones, sin la ayuda de ningún instituto teológico. Tendremos personas altamente educadas exponiendo la Palabra estudiada de rodillas, y personas incultas entregando el mismo mensaje en un lenguaje más áspero, pero con poder.

Jeremías 1:5 y Gálatas 1:15-16 muestran que Dios escoge y llama a sus siervos incluso antes de que nazcan. De este modo, modela la vasija para el propósito que se propone, y dispone todas las circunstancias de su existencia subsiguiente. Toda la estructura de su vida está regulada de antemano por Dios para prepararlo y formarlo para el papel al que lo llamará, mientras que tal vez todavía no se haya convertido e ignore su llamado celestial. El apóstol Pablo es un ejemplo de esto: aquí tenemos a un hombre de un carácter natural bastante notable; antes de su conversión, se benefició de una formación extraordinaria, adquirió una cantidad excepcional de conocimientos, todas las ventajas providenciales dadas por Dios para capacitarlo para el servicio especial que le confiaría en su Asamblea.

2.3.4.4 - El estudio de la Palabra

Las instrucciones de Pablo al joven siervo Timoteo muestran lo que es esencial para un siervo de Jesucristo: «Aplícate a la lectura, a la exhortación, a la enseñanza… Ocúpate de estas cosas, permanece en ellas, para que tu progreso sea manifiesto a todos. Vela por ti mismo y por la enseñanza; persevera en estas cosas» (1 Tim. 4:13-16). «Considera lo que digo; porque el Señor te dará entendimiento en todo… Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, exponiendo justamente la palabra de la verdad… Desde la niñez conoces las Santas Escrituras, que pueden hacerte sabio para la salvación mediante la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura está inspirada por Dios, y útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia; a fin de que el hombre de Dios sea apto y equipado para toda buena obra» (2 Tim. 2:7, 15; 3:15-17).

Lo que hará apto para su obra a todo siervo que ha recibido un don del Señor es un conocimiento profundo de las Escrituras enseñadas por el ministerio del Espíritu Santo, unido a un andar santo en la verdad y a la experiencia en el servicio. El siervo necesita estudiar y meditar en la Palabra, y no en teología o cosas por el estilo. Observemos que es prestando atención a la Palabra que el hombre de Dios será hecho completo y perfectamente realizado para toda buena obra.

2.3.4.5 - La necesidad de la separación

Otro punto a notar en relación con nuestro tema se encuentra en 2 Timoteo 2:19-21: debemos apartarnos de la iniquidad. «Si, pues, alguien se purifica de estos, será un vaso para honra, santificado, útil al dueño, y preparado para toda obra buena». Este es un punto crucial para aquellos que quieren prepararse verdaderamente para el servicio del Maestro: la obediencia a la verdad de Dios y la separación de todo lo que es contrario a su Palabra. Uno no puede esperar ser enseñado por Dios o empleado en su servicio mientras permanece en comunión con lo que sabe que está mal. Consideren esto bien, queridos lectores cristianos.

La parábola de los talentos de Mateo 25:14-30 nos presenta otro principio importante en relación con el servicio. «A todo aquel que tiene, le será dado, y tendrá abundancia; pero al que no tiene, aun aquello que tiene le será quitado» (v. 29). El Señor muestra aquí que el que ha hecho fructificar fielmente sus talentos ha recibido más, mientras que al que no ha usado los suyos se le ha sido quitado. Cuando usamos la capacidad y el conocimiento de las cosas divinas que el Señor nos ha dado, él nos confía más, para ponerlo a su servicio. Así, el siervo progresa en la escuela de Dios, y este progreso lo hace aún más útil.

Estamos convencidos de que esta es la forma en que Dios prepara y forma a sus siervos, como muchos han experimentado.

2.3.5 - La ordenación

Es comúnmente pensado y enseñado en el mundo religioso que alguien que desea ser un siervo de Jesucristo primero debe ser preparado en una escuela o instituto antes de ser ordenado (es decir, nombrado e investido con funciones sacerdotales) por una autoridad religiosa humana. De este modo, se convierte en un ministro consagrado, plenamente competente y debidamente encargado de llevar a cabo los deberes del santo ministerio en la Iglesia. Sin esta ordenación formal recibida de un hombre, nadie es, de acuerdo con la enseñanza teológica actual, un ministro completamente calificado y no puede estar autorizado para realizar los servicios que incumben a un siervo debidamente reconocido, como administrar el bautismo y distribuir la Cena.

Pero, ¿qué dice la Escritura? Esto es lo que tenemos que buscar de nuevo. ¿Qué enseña la Palabra de Dios sobre este punto? Esta debe ser nuestra principal preocupación. No importa lo que el hombre diga o piense, cualquiera que sea su conocimiento o su pretensión de autoridad.

2.3.5.1 - Es Dios quien establece

Hemos citado anteriormente, al considerar la preparación y formación de los siervos, Jeremías 1:5 y Gálatas 1:15-16, versículos que muestran que Dios escoge a sus siervos antes de que nazcan y los prepara desde ese momento en adelante. Tomamos estos pasajes en relación con el tema de la consagración.

Jeremías dijo: «Vino, pues, palabra de Jehová a mí, diciendo: Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te di por profeta a las naciones» (Jer. 1:4-5). Y Pablo dice en la Epístola a los Gálatas: «El evangelio que he predicado, no es según el hombre. Porque ni lo recibí, ni me fue enseñado por un hombre; sino por revelación de Jesucristo… Pero cuando el Dios que me separó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar a su Hijo en mí, para que yo lo predicara entre los gentiles, de inmediato no consulté con carne y sangre» (Gál. 1:11-12, 15-16).

En 1 Timoteo 1:12, Pablo da gracias a Dios por haberlo designado para el servicio, y en 2 Timoteo 1:8-11 habla de la salvación, del llamado y del «evangelio, para el cual fui puesto como predicador, apóstol y maestro». De manera similar, con respecto a los 12 apóstoles, Marcos 3:14 afirma que fueron nombrados, se les dio autoridad y fueron enviados por Jesús mismo.

Por lo tanto, estos versículos afirman claramente que es Dios mismo quien llama y establece en el ministerio. Pablo declara inequívocamente que el Evangelio que predicó y el ministerio de enseñanza que se le confió no eran según el hombre, ni recibidos del hombre, ni siquiera de los apóstoles que habían sido antes que él. Entonces, si Pablo fue llamado y designado por Dios, y si no recibió su ministerio de los apóstoles que lo precedieron, ¿cómo podrían ellos o cualquier otra persona haberlo ordenado? ¿Y qué necesidad habría tenido él, y cualquiera después de él, de ordenación o autoridad humana, cuando Dios, la autoridad suprema, lo había llamado, establecido, calificado y enseñado?

2.3.5.2 - Sin ordenación humana

Las Escrituras no hablan de ordenación ni de autorización humana para Pablo, ni para ningún otro profeta o predicador, ya sea en el Antiguo Testamento o en el Nuevo. Es más, Pablo incluso dice que cuando Dios lo llamó, no aceptó el consejo de nadie, ni subió a Jerusalén para recibir, por así decirlo, la aprobación y autorización de los apóstoles que estaban allí.

Y el mismo principio que vemos obrar en Pablo y otros en el libro de los Hechos sigue siendo cierto hoy en día. Si Dios establece, es la autoridad suprema y suficiente. Porque si Cristo ha dado a alguien un don para que lo emplee en su servicio, si ha llamado y nombrado a su siervo, sería ciertamente infiel si fuera a cualquier organización humana a pedir permiso para ejercer su don, o si no lo ejerciera sin tener esa aprobación. Con el don viene la responsabilidad de usarlo, y recibir un llamado de Dios implica obediencia a ese llamado. Por supuesto, los hechos siempre deben mostrar que realmente hubo un don y un llamado. Aquellos que son espirituales discernirán fácilmente si uno ha recibido o no un don y es llamado por Dios, y alentarán o disuadirán, según sea el caso, a quien lo declare.

2.3.5.3 - La recomendación y la comunión

Leemos en Hechos 13:1-4 que había profetas y maestros en la congregación de Antioquía; se nos dan los nombres de 5 de ellos; y «mientras estos servían al Señor y ayunaban, el Espíritu Santo dijo: Separadme a Bernabé y a Saulo, para la obra a la que los he llamado. Entonces, después de ayunar y orar, pusieron sobre ellos las manos y los despidieron. Ellos, enviados por el Espíritu Santo, descendieron a Seleucia, y desde allí navegaron a Chipre».

¿Significa este pasaje que Bernabé y Saulo ya habían sido ordenados para el ministerio? Ambos habían participado activamente en el servicio del Señor durante años; anteriormente habían pasado más de un año en Antioquía, enseñando a la gente y fortaleciendo a los creyentes. ¡Qué absurdo sería pensar que esta joven asamblea tendría ahora el poder de ordenarlos, o de hacerlos apóstoles! Ciertamente, aquí no se trata de la ordenación.

Entonces, ¿qué se puede ver en el ayuno, las oraciones y la imposición de manos sobre Bernabé y Saulo? Esta práctica ya se encuentra en el Génesis en el caso de un padre o abuelo que impone sus manos sobre los niños. Fue un gesto por el cual alguien, consciente de que estaba lo suficientemente cerca de Dios como para poder contar con su bendición, le recomendó a una persona. Esta práctica era igualmente común en el Nuevo Testamento, sin pretender conferir ninguna gracia por el servicio. En nuestro pasaje de Hechos 13, fue un testimonio feliz y solemne de comunión con estos honrados siervos del Señor en la obra misionera particular a la que el Espíritu Santo los había llamado. Hechos 14:26 expresa claramente el verdadero significado de este acto; leemos que después: «De allí navegaron a Antioquía, desde donde habían sido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido».

Recomendar a los siervos de Dios y tener comunión con ellos en el servicio, entonces, es el verdadero pensamiento expresado en Hechos 13:1-4. Las Escrituras establecen un precedente y un principio que permanece para nosotros hoy en día, y que debemos observar. Todo siervo, llamado y calificado por Cristo, debe tener la recomendación, la comunión y las oraciones de los creyentes de su asamblea local, cuando sale al servicio del Señor, a quien el Espíritu Santo lo ha llamado. Todo debe estar en orden, para que sus hermanos lo recomienden a la obra del Señor, y a la comunión de los cristianos y de la Iglesia en todos los demás lugares. Este es el orden bíblico y divino con respecto al siervo de Cristo y su ministerio, mientras que la ordenación no tiene nada de bíblico. Así se evitan los peligros opuestos, la independencia y el desorden en la Iglesia, por un lado, y el sistema clerical, que establece su autoridad por la ordenación, por el otro.

2.3.5.4 - El caso especial de Timoteo

Antes de concluir sobre este tema, debemos decir unas palabras sobre el caso particular de Timoteo; la imposición de las manos del apóstol había tenido un efecto muy especial en él. Aquí citamos a W. Kelly: “Timoteo había sido designado de antemano para el servicio al que el Señor lo llamó (1 Tim. 4:14; 2 Tim. 1:6). Enseñado por esta profecía, el apóstol le impuso las manos y le confirió, directamente del Espíritu Santo, un poder correspondiente al servicio especial que tendría que hacer. Al mismo tiempo que el apóstol, los ancianos que estaban allí también le impusieron las manos. Pero hay una diferencia en la Palabra que usa el Espíritu de Dios, que muestra que la comunicación del don no dependía en modo alguno de los ancianos en cuanto a la energía eficaz, sino solo del apóstol. Cuando se menciona a los ancianos, se usa la preposición «meta», que indica asociación; cuando el apóstol habla de sí mismo, es la preposición «dia», que indica los medios. Solo un apóstol podía impartir tal don. Nunca vemos a los antiguos conferir un don de esta manera; no les correspondía impartir habilidades espirituales, ni investir a nadie con un cargo. Era una prerrogativa apostólica… Pero, ¿quién puede hacer eso hoy?”.

Los lectores interesados también pueden considerar el caso de Judas y Silas en Hechos 15:22-34, y el de Apolos en Hechos 18:24-28. Su servicio también era provechoso sin haber recibido una ordenación humana.

Para concluir este tema, consideremos 1 Pedro 4:10-11, que contiene una instrucción beneficiosa para el siervo de Cristo. Este pasaje expone la notable sencillez del orden divino para el ejercicio del ministerio: «Cada cual ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Si alguno habla, sea como oráculo de Dios; si alguno sirve, sea como por la fuerza que Dios da; para que en todo Dios sea glorificado por Jesucristo, a quien es la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén».

2.3.6 - Títulos halagüeños

Estrechamente relacionada con la ordenación por el hombre está la adición de un título halagador al nombre de la persona que se ordena: “Reverendo”, “Padre”, etc. Puesto que esta práctica tiene tal extensión en la cristiandad, también debemos examinarla a la luz de las Escrituras.

Ciertamente, la Palabra de Dios enseña que los siervos de Cristo deben ser estimados y honrados. «Os rogamos, hermanos, que apreciéis a los que trabajan entre vosotros, y os dirigen en el Señor, y os amonestan; y que los estiméis altamente en amor, a causa de la obra de ellos» (1 Tes. 5:12-13). Según la exhortación de 1 Timoteo 5:17, aun «los ancianos que dirigen bien sean tenidos por dignos de doble honor, especialmente los que trabajan en la palabra y en la enseñanza». Pero en ninguna parte hay la más mínima sugerencia de que aquellos que trabajan de esta manera deberían ser llamados “Reverendo”, etc. No debemos mostrarles la estima y el honor que tenemos por ellos dándoles un título que solo pertenece a Dios. Hacerlo sería no mostrarle reverencia y, ciertamente, desagradarle, a quien pertenecen todo el honor y la gloria.

Dios habló de Moisés con estas palabras: «Mi siervo Moisés… que es fiel en toda mi casa» (Núm. 12:7). ¿No es un gran honor ser llamado por Dios «mi siervo»? Del mismo modo, los apóstoles hablan de sí mismos como «tus siervos» cuando oran a Dios (Hec. 4:29). Y en Filipenses 1:1, Pablo y Timoteo se refieren a sí mismos como «siervos de Cristo Jesús». Sin duda, es un honor suficiente.

El Señor dijo a sus discípulos: «Pero no seáis vosotros llamados Rabí [3]; porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros todos sois hermanos. A nadie llaméis vuestro padre en la tierra; porque uno solo es vuestro Padre, el celestial. Ni seáis vosotros llamados guías; porque uno solo es vuestro guía, el Cristo. Pero, el mayor entre vosotros, será vuestro sirviente» (Mat. 23:8-11). Estas palabras son ciertamente lo suficientemente claras como para hacer que uno rechace todos los títulos que ahora se agregan a los nombres de los siervos.

[3] Rabino: maestro que enseña.

2.3.7 - El sustento material

¿Cómo se han de proveer las necesidades materiales del siervo del Señor en su obra para el Maestro? Esta es una pregunta muy práctica, que concierne a todo verdadero siervo en un momento u otro. Ciertamente, la Palabra de Dios también da principios e instrucciones importantes con respecto a este aspecto del servicio.

Recordemos ante todo lo que a menudo hemos insistido sobre el ministerio en la Iglesia: Cristo es la Cabeza viva del mismo; la cualificación para el servicio proviene de él; es él quien llama al siervo y solo él es el Amo para quien se debe realizar el servicio. El Señor mismo contrata a sus obreros y los envía a su viña; son los «siervos de Cristo Jesús», como acabamos de ver.

2.3.7.1 - Mirar al Maestro

Cuando haya comprendido claramente estas cosas en su alma, el siervo será sostenido, en la nobleza de la fe, por el fortalecimiento de la mente y la conciencia de que es el obrero del Señor Jesucristo; la cuestión del apoyo material que necesita en la obra del Señor se volverá sencilla y bastante clara. Entonces hará lo que hacen todos los siervos: miran al señor a quien sirven para obtener su salario. El Maestro puede emplear a quien quiera para dárselo. Por lo tanto, si alguien es verdaderamente un siervo de Cristo, buscará a Cristo para todas sus necesidades. Su tarea es servir al Señor. La tarea del Señor es cuidar de su siervo. De hecho, hizo una promesa segura, y usará al intermediario de su elección para cuidar de sus siervos y recompensarlos por su trabajo en su viña.

El camino del siervo es, pues, un camino de dependencia y de fe en su Señor y Maestro para su sostenimiento material. Ni siquiera tiene que depender de los que son del Señor, mucho menos de los inconversos. Aunque el Señor puede usar los suyos como instrumentos para proveer las necesidades de los obreros, siempre deben mirar solo al Señor. «Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza» (Sal. 62:5), esta es siempre la actitud de la verdadera fe. Él dijo: «Mía es la plata, y mío es el oro» (Hag. 2:8) y «Porque mía es toda bestia del bosque, y los millares de animales en los collados… Porque mío es el mundo y su plenitud» (Sal. 50:10, 12). Por lo tanto, es poca cosa para Dios satisfacer las necesidades de sus siervos, ya que muchos han tenido la feliz experiencia durante años.

El Señor dijo a sus discípulos: «No os preocupéis por vuestra vida, por lo que comeréis; ni por vuestro cuerpo, por lo que vestiréis… Así que no os preocupéis por lo que habéis de comer… Vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de ellas. Antes, buscad su reino, y estas cosas os serán añadidas» (Lucas 12:22, 29-31). Si un hombre emplea su tiempo y sus fuerzas en servir fielmente al Señor, el Señor le mostrará que toda promesa que sale de su boca es segura y digna de confianza. Esta ha sido la bendita experiencia de todo siervo que ha salido confiando todo al Señor por simple fe.

Cuando Pedro dijo: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido, ¿qué tendremos, pues? Jesús les dijo… todo aquel que dejó casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por causa de mi nombre, recibirá mucho más, y heredará la vida eterna» (Mat. 19:27, 29). El Señor no será deudor de nadie. Es un Maestro fiel y misericordioso que recompensa incluso por el don de un vaso de agua fría hecho en su nombre. Nadie le sirve sin recibir una compensación.

2.3.7.2 - El trabajo de amor y la obra de fe

Pero el servicio debe ser siempre un «trabajo de amor» (1 Tes. 1:3) hecho, «no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto» (1 Pe. 5:2). Pablo pudo decir: «No he codiciado la plata, ni el oro ni los vestidos de nadie. Vosotros sabéis que mis manos han servido para mis necesidades, y para las de los que conmigo estaban» (Hec. 20:33-34). Y de nuevo: «No busco vuestros bienes, sino vosotros», y hacemos «todo lo hacemos, amados míos, para vuestra edificación» (2 Cor. 12:14, 19). El verdadero siervo de Cristo no trabaja por dinero, ni para ganarse la vida; se emplea por amor al Señor y a las almas preciosas, buscando su bendición y no sus bienes, confiándose al Señor para sus necesidades y las de su familia, aceptando con gratitud todo lo que se le da como procedente del Señor a quien sirve. Alguien cuyo corazón esté así lleno de amor y de fe no tendrá necesidad de ponerse al servicio del hombre, ni de comprometerse con un salario acordado, recibido a cambio de ciertos servicios. Abrazado por el amor de Cristo, abundará cada vez más en la obra del Señor, con los ojos fijos en su Salvador y Maestro, que ha prometido proveer a todas sus necesidades.

También es importante notar lo que Pablo escribió a los corintios acerca de su servicio. «¡Ay de mí si no anuncio el evangelio! Porque si hago esto voluntariamente, tengo recompensa… Entonces, ¿cuál es mi recompensa? Predicar el evangelio gratuitamente» (1 Cor. 9:16-18). Este debería ser el objetivo de todo predicador del Evangelio: presentar, sin nada cobrar, el don gratuito de Dios, la vida eterna en Cristo Jesús. Si uno hace una colecta después de la predicación, invitando a la gente a dar, tanto a los inconversos como a los creyentes, el Evangelio no es gratuito. En los días de Juan, los hermanos habían salido en nombre de Cristo, «sin recibir nada de los gentiles» (3 Juan 7). No se cuenta con que los inconversos den para la obra del Señor; los creyentes deben hacerlo libre y alegremente.

2.3.7.3 - La responsabilidad de los cristianos

Hasta ahora hemos considerado el camino de fe del siervo y su confianza en el Señor para sus necesidades materiales. Sin embargo, existe otro aspecto, a saber, la responsabilidad y el privilegio de aquellos que son del Señor: dar de sus bienes para su obra y para el mantenimiento de sus siervos, y servir a los que les sirven. El siervo confía en el Señor para sus necesidades, y el Señor confía en aquellos que le pertenecen para proveer a esas necesidades de una manera sencilla y práctica. Unos pocos pasajes de las Escrituras nos presentarán este lado de nuestra responsabilidad.

Muchas veces en el Antiguo Testamento, se exhortó a los israelitas a llevar sus diezmos y ofrendas voluntarias a Jehová y a recordar al levita que estaba enteramente al servicio de Dios (vean Deut. 12). En 1 Corintios 9:7-14, Pablo habla del derecho del siervo a compartir las posesiones materiales. «Si hemos sembrado en vosotros [bienes] espirituales, ¿será mucho que cosechemos de vosotros [bienes] materiales?… ¿No sabéis que los que trabajan en las cosas sagradas, comen del templo, y los que sirven al altar, del altar participan? Así también ha ordenado el Señor que los que anuncian el evangelio, vivan del evangelio». También se nos exhorta en Gálatas 6:6: «El que es enseñado en la Palabra, que haga partícipe de todo lo bueno a aquel que enseña». En Lucas 10:7, el Señor dijo a sus discípulos: «Quedaos en aquella misma casa, comiendo y bebiendo lo que os den; porque el obrero es digno de su salario» (vean también 1 Tim. 5:18). Sus siervos tienen derecho a los dones que se les hacen. En 1 Corintios 16:2 leemos: «Cada primer día de la semana, cada uno de vosotros ponga algo aparte, ahorrando según haya prosperado». Por lo tanto, el Señor exhorta a los suyos a interesarse en su obra mediante donaciones personales regulares y proporcionadas a sus recursos.

2.3.8 - El poder para el ministerio

Antes de concluir con este tema: «El siervo y su ministerio», debemos decir unas palabras sobre el poder necesario para ejercerlo. Hemos enfatizado la necesidad de haber recibido un don del Señor para el servicio, pero la mera posesión de un don no es suficiente. Se necesita poder para que sea efectivo. Se encuentra en el Espíritu Santo, que habita en cada creyente. El poder no está en la elocuencia o en el arte oratorio que mantiene a la audiencia bajo su hechizo. Es el poder de Dios operando en una vasija humana y obrando en los corazones. El apóstol Pablo dependía de este poder divino. «Mi palabra y mi predicación no fueron con palabras persuasivas de sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder» (1 Cor. 2:4).

Por lo tanto, para que un ministerio sea fructífero, el siervo debe depender estrechamente del Espíritu Santo para que lo guíe y dé fuerza operativa a su palabra. Para que esto suceda, el Espíritu no debe estar entristecido en él, y el siervo debe estar mantenido en un profundo ejercicio de oración y juicio propio. Debe abandonar instrucción y capacidad a los pies del Señor y, como un vaso vacío, esperar en él para ser llenado y usado por el Espíritu. Entonces ciertamente habrá poder para proclamar las insondables riquezas de Cristo. Tal ministerio, dado por Cristo y usado por el Espíritu, es seguramente todo lo que la Asamblea de Dios necesita en todo momento.

En relación con esto, nos gustaría poner ante los lectores las siguientes líneas de C.H. Mackintosh:

“El verdadero secreto de todo ministerio es el poder espiritual; no el ingenio del hombre, ni la inteligencia del hombre, ni la energía del hombre; sino simplemente el poder del Espíritu de Dios. Esto era cierto en los días de Moisés (Núm. 11:14-17) y es cierto hoy. «No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos» (Zac. 4:6). Es bueno que ningún siervo olvide esto jamás. Su corazón estará sostenido por él y su ministerio recibirá un frescor continuo.

“Un ministerio que nace de una dependencia constante del Espíritu Santo nunca puede volverse estéril. Si un hombre recurre a sus propios recursos, pronto los agotará. No importa cuáles sean sus habilidades, o el grado de su conocimiento, o la variedad de sus fuentes; si su ministerio no deriva su origen y su fuerza del Espíritu Santo, tarde o temprano perderá su frescor y eficacia”.

¡Cuán importante es entonces, que todos los que sirven, ya sea en el Evangelio o en la Asamblea de Dios, confíen continua y exclusivamente en el poder del Espíritu Santo! Él sabe lo que las almas necesitan, y puede responder a ello. Pero tenemos que contar con él y dejar que nos utilice. No se trata de confiar en parte en uno mismo y en parte en el Espíritu de Dios. Si hay alguna medida de confianza en uno mismo, pronto se mostrará. Debemos estar absolutamente vaciados de todo lo que nos pertenece a nosotros mismos si hemos de ser vasos del Espíritu Santo.

No es –¿hace falta decirlo?– que deba haber mucha diligencia y santa aplicación en el estudio de la Palabra de Dios y también en entrar en los ejercicios, pruebas, luchas y diversas dificultades que encuentran las almas. Todo lo contrario. Estamos convencidos de que, estando vaciados de nosotros mismos, cuanto más confiemos plenamente en el poder del Espíritu Santo, más diligencia y aplicación pondremos en el estudio del Libro y en el cuidado de las almas. Sería un error fatal usar el pretexto de la dependencia del Espíritu Santo para descuidar el estudio y la meditación en oración de las Escrituras. «Ocúpate de estas cosas, permanece en ellas, para que tu progreso sea manifiesto a todos» (1 Tim. 4:15).

“Pero con todo, que nunca se olvide que el Espíritu Santo es la fuente siempre viva y que nunca se seca del ministerio. Solo él puede revelar, en su frescor y plenitud, los tesoros de la Palabra de Dios y aplicarlos con poder divino a las necesidades presentes del alma. No se trata de aportar una verdad nueva, sino simplemente de exponer la Palabra misma y aplicarla a la condición moral y espiritual del pueblo de Dios. Este es el verdadero ministerio”.

¡Que el Señor ayude a todos sus queridos siervos para que siempre puedan ministrar en el poder del Espíritu Santo!