Índice general
Las dos últimas epístolas de Juan
Guardar la fortaleza y sostener la verdad
Autor:
Permanecer y andar en la verdad
Tema:1 - Guardar su propia casa como una fortaleza (2 Juan)
«Si alguien viene a vosotros y no trae esta enseñanza, no le recibáis en casa, y no lo saludéis» (2 Juan 10).
¡Una inspirada epístola a una dama y a sus hijos! Esto es algo que debe llamar nuestra atención y hacernos buscar la razón, pues esta breve carta (2 Juan) es única en este sentido en el Nuevo Testamento.
Como uno de los últimos escritos inspirados, subraya, al final del canon de las Sagradas Escrituras, lo que allí se enseña constantemente, a saber, que es en la debilidad donde Dios manifiesta su poder, y que es de la boca de los niños pequeños y de los lactantes que manifiesta su fuerza (Sal. 8:2). En tiempos pasados, cuando los hombres abandonaron la verdad y, por su cobardía o egoísmo, abandonaron al Señor, las mujeres se mantuvieron firmes y defendieron a Dios. Lo vemos en la primera venida de nuestro Señor, cuando las mujeres piadosas esperaron constante y fielmente la llegada del Redentor de Israel; y cuando María de Betania, anticipando su rechazo y muerte, derramó su precioso perfume sobre él en santa entrega, mientras sus discípulos discutían sobre quién sería el más grande en su reino; y también, cuando María de Magdala permaneció sola, llorando ante su tumba vacía, mientras los demás se refugiaban en las comodidades de sus propios hogares. Son ejemplos de dedicación que nunca se olvidarán, y a ellos se unirá la fidelidad de esta señora anónima que dedicó a sí misma y a su casa al Señor.
Probablemente vivía en una gran ciudad pagana en la que podía haber una asamblea cristiana como la descrita en la carta de Juan a Gayo, de la que se expulsaba a los hombres piadosos y en la que no se recibía al apóstol ni sus escritos inspirados.
Muy pronto en la historia de la Iglesia, la ciudadela había sido rendida al enemigo, y la bandera de la verdad había sido arrancada y arrojada al polvo. ¿Lo había sido allí? En cuanto a la mayoría que había cedido a otra autoridad que la del Señor, y que había comprometido la verdad, tal vez; pero esta señora y sus hijos no habían cedido al adversario. Enarbolaron su bandera. Cuando la iglesia local laqueó, este hogar cristiano se puso en la brecha; respondió al enemigo: “¡No nos rendimos!” y mantuvo la fortaleza para el Señor y para la verdad.
Un día de pequeñas cosas y debilidad, decid. Sí, pero, aunque sean cosas pequeñas, no hay debilidad, ciertamente. Supongamos que un enemigo en gran número invade un país y arrasa con todo ante él, hasta que solo queda un puñado de hombres que resisten al poderoso ejército y sostienen la bandera del país. ¿Llamamos a esto debilidad? No, sería un acontecimiento del que se hablaría y se admiraría en todo el mundo; sería una demostración de valor y poder cuya gloria llenaría las páginas de la historia del país. Tampoco es una demostración de debilidad lo que se nos da en esta epístola, sino de “poder, amor y consejo”.
No es una cosa pequeña o una debilidad estar de pie por Cristo, para un creyente rodeado de decadencia en cuanto a la verdad; es una gran bendición cuando unos pocos cristianos están de pie en el mismo camino, siendo el Señor su centro y su Palabra su ley. Pero en este caso particular, era una familia que caminaba en la verdad, y esto alegró mucho el corazón del apóstol inspirado.
Las asambleas, grandes o pequeñas, que deseen permanecer fieles al Señor no deben cerrar los ojos a la instrucción dada, pues sin el firme rechazo de la falsa doctrina a la que aquí se hace referencia, el terreno no puede mantenerse en absoluto. En efecto, la asamblea que abre sus puertas a quien niega la fe ya se ha pasado al enemigo, con bolsa y bagaje; se ha hecho partícipe de sus malas acciones. No hay ninguna ambigüedad en esta declaración; este asunto no admite conversaciones ni compromisos. Si somos neutrales en todas partes, no podemos serlo aquí. La carta no fue escrita a una asamblea de cristianos fuertes y eruditos, sino a una señora –probablemente viuda– y a sus hijos. Como hemos dicho, cuando la asamblea ha fallado, el hogar cristiano debe ponerse en la brecha y levantar la bandera de la verdad en alto. Esto debería ser un gran estímulo para nosotros, pues muestra lo que la gracia y el poder de Dios pueden hacer por aquellos que dependen de Él.
Los intentos del diablo para minar la fidelidad de esta mujer a Cristo habían fracasado. No había podido apoderarse de su casa, que se mantenía como una ciudadela inexpugnable ante sus asaltos. Así que cambió su táctica para lograr por medio de la astucia lo que no había podido hacer por la fuerza. El apóstol, sabiendo esto, le escribió para advertirle que, si alguien venía a ella bajo la apariencia de un ministro cristiano, pero sin traer la doctrina de Cristo, sus puertas debían cerrarse para él.
Pero otro peligro amenazaba desde dentro; y había que recordarles el mandamiento del Señor. Juan había insistido a menudo en este mandamiento cuando estaba con ellos, pero ahora que estaba lejos, les escribe lo mismo: «Que nos amemos unos a otros» (v. 5). El amor es la naturaleza divina, es también la atmósfera en la que viven y prosperan los verdaderos hijos de Dios; es la fuerza que inspira toda actividad verdadera, y no puede ser indiferente; donde está, se manifestará siempre en la abnegación. Sin ella, un hombre no es nada, por muy rigurosamente que defienda la pureza de la doctrina. ¿Podría el Señor encontrar placer en un hombre que, mientras rechaza toda complicidad con un hereje, no ama a sus hermanos? No, pensamos, porque el que no ama a su hermano no cumple el mandamiento del Señor, y el que no cumple el mandamiento del Señor no lo ama (Juan 14:21-24). Un hombre así sería un simple fariseo, a pesar de todo su celo ortodoxo.
Dondequiera que se cumpla el mandamiento del Señor, ya sea en la asamblea o en el hogar, él es soberano. Aquí no se trata solo del mandamiento del Señor, sino del mandamiento del Padre. Es maravilloso que la gracia haya puesto a los santos en el camino de la obediencia a la voluntad del Padre, un camino que el Señor ha seguido perfectamente aquí en la tierra, y en el que nosotros debemos ser sus discípulos. Al obedecer humildemente el mandato de su Padre, fue sostenido por la mano del Padre y permaneció en el amor de su Padre. En cuanto a nosotros, al comprometer nuestros corazones en este camino, nuestra ayuda vendrá de la misma fuente bendita de todas las bendiciones, pues fíjese en cómo está redactado el saludo: «Gracia, misericordia y paz sean con vosotros de parte de Dios Padre, y de Jesucristo, Hijo del Padre, en verdad y amor». La ayuda viene de arriba, del cielo, viene de la eternidad, y es según la plena revelación de la verdad: Dios Padre y su Hijo nuestro Señor Jesucristo. Él es plenamente suficiente para hacernos caminar en la Verdad y llenarnos de su poder y gozo, a pesar de la hostilidad del diablo. Este saludo es uno de los más bellos de la Escritura, y no bastarían volúmenes para explicar su bendición. Habla de grandes realidades que pueden experimentar los más débiles de entre nosotros; habla de todos los poderosos recursos del Padre revelados en Jesús –la gracia, la misericordia y la paz– y nos dice que están a disposición de aquellos cuyos corazones están dispuestos a caminar en la verdad. Meditemos en ella en presencia de Dios, nuestro Padre, y no temamos más ni el poder ni la astucia del diablo, pues nos enseña que la asamblea, la casa o el individuo que se esfuerza para caminar en la verdad es objeto del cuidado especial del Padre.
Andar «en la verdad» no significa que mantengamos intactas las doctrinas del cristianismo –ciertamente implica eso, pero es más que eso– es la obediencia al Padre y la manifestación del amor hacia los demás. Además, como revela la carta, es para resistirse a cualquier intento de intrusión de una enseñanza subversiva contraria a lo que hemos aprendido desde el principio.
La obediencia al mandato del Padre nos llevará a amarnos unos a otros y a hacernos valientes por la verdad. El verdadero amor no hace un pacto con el mal. No es esa supuesta caridad que predica la fraternidad universal y camina con todo hombre convincente y popular, sean cuales sean sus creencias y su doctrina. Tal caridad es la semilla del diablo, producida en el lecho vergonzoso de la laxitud moderna. Es sorprendente que todas las doctrinas propagadas en la tierra, que han deshonrado a Dios y a Cristo, hayan encontrado su lugar en el cristianismo. Pero esto es el cumplimiento de la parábola de la semilla de mostaza que produce un gran árbol en el que las aves del cielo encuentran un hogar (Mat. 13:31-32). No nos sorprende, por tanto, que sea así.
El verdadero amor es celoso de la verdad; no le dice al hereje “buena suerte”; se aleja de él y evita las asociaciones donde se le tolera; porque quien niega la verdad de Cristo es un engañador y un anticristo; tener relaciones con él es traicionar al Señor. El verdadero amor cerrará la puerta al falso maestro, pues sabe que, si hemos de mantener a Cristo dentro, debemos mantener fuera al engañador y al anticristo; sabe también que, si se admite la mala enseñanza, se envenenarán las fuentes mismas de la vida, y sabe que toda la verdadera piedad se marchitará y morirá, porque: «Todo el que se adelanta y no permanece en la enseñanza de Cristo, no tiene a Dios» (v. 9), y si Dios nos es quitado, ¿qué vida tendremos? ¿Negaremos al Padre y al Hijo? Al igual que una madre se negaría a permitir que los alimentos contaminados o envenenados entraran en la casa y en la mesa donde se alimentan sus hijos, así el verdadero amor mantendrá alejado todo lo que no sea la verdad. Y si esto no puede hacerse en la Iglesia en general, entonces debe hacerse en el hogar cristiano. Es privilegio y responsabilidad del jefe de familia, así como de cada miembro de la misma, ser valiente y diligente en este sentido. Que la gracia y la misericordia de Dios Padre y del Señor Jesucristo, el Hijo del Padre, mantengan a muchos creyentes en la verdad hasta que veamos al Salvador cara a cara, entonces nuestra alegría será completa.
2 - Sostener la verdad (3 Juan)
«Debemos recibir a los tales [hombres], para cooperar con la verdad» (3 Juan 8).
Mantener nuestra casa firme y mantener la verdad pura de toda contaminación, para que podamos caminar en ella para nuestra propia alegría y la gloria de Dios, esto no es todo. Esto es lo primero, sin duda; sin ello, todo lo demás será más o menos desaprobado por el Señor, por muy popular que sea entre los hombres. Pero hay otra cosa igualmente importante, y es el tema de la Tercera Carta de Juan. El evangelio debe ser ofensivo, la verdad debe ser activa. Lo es, gracias a Dios, y mientras el Espíritu Santo –el incansable siervo de la gloria de Cristo– esté aquí en la tierra, el evangelio seguirá corriendo y siendo glorificado; y todo creyente que ama la verdad, y es inteligente en la verdad, cooperará activamente con ella con todo su corazón.
En su infinita sabiduría, el medio que Dios ha elegido para enviar la verdad a ganar sus victorias en el mundo es la predicación. «Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor. 1:21). «¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no creyeron? ¿Y cómo creerán a aquel de quien no oyeron? ¿Y cómo oirán sin que alguien les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian [1] buenas noticias!» (Rom. 10:14-15).
[1] evangelizar
Juan dirigió su Tercera Epístola a Gayo, felicitándole por haberse unido a la verdad en su lucha y por los que salieron a difundirla. Gayo caminó en la verdad y su alma prosperó en ella. Esto se demostró por el hecho de que se identificó de todo corazón con la difusión de la verdad. No podía conformarse con conocerla por sí mismo. Lo había puesto en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, y en esta maravillosa comunión se había vuelto inteligente en los pensamientos de Dios. Por eso, acogió en su casa a los hermanos, e incluso a los extranjeros, que, por el nombre de Cristo, habían salido a difundir la verdad. Se interesó por su trabajo y su bienestar, y los condujo por el camino digno de Dios. Al hacerlo, estaba cooperando con la Verdad.
En la asamblea en la que se encontraba, reinaba Diótrefes. Era una asamblea caída que no había instruido ni animado a Gayo en lo que estaba haciendo. No tuvo ninguna asociación con las actividades de la verdad; no recibió ni sus predicadores ni los apóstoles ni sus cartas inspiradas. Reinaban la tradición, los prejuicios y la voluntad del hombre, y los que actuaban según la verdad y en la energía de la vida divina eran expulsados. Era una situación triste, sobre todo porque es la única mención de la asamblea en los escritos de Juan fuera del Apocalipsis. Pero, además, vemos que cuando la asamblea falla, es en el hogar cristiano donde se cumple el pensamiento de Dios, y la consecuencia es que en este hogar el alma prospera, mientras que en la asamblea prevalece la voluntad del hombre y, en consecuencia, abunda el mal y reina el letargo espiritual.
No todos los cristianos se encuentran en la situación de Gayo, y quizás solo unos pocos encuentran las mismas oportunidades. Pero todos pueden participar activamente en el testimonio del Señor, todos pueden identificarse de todo corazón con la verdad, en sus actividades y pueden así «cooperar con la verdad», ¡un privilegio que no tiene precio!
No debemos dejar que algo nos impida actuar con el fervor y la fuerza de la vida y el amor divinos. Estas breves epístolas nos son dadas para animarnos a caminar en la verdad y para advertirnos de lo que podría obstaculizarnos. Estos libros más cortos del Nuevo Testamento pueden considerarse de menor importancia, pero la instrucción que contienen es de la mayor importancia para nosotros; se necesita hoy más que nunca, y si la ignoramos, dejaremos de caminar en la verdad.
Estamos llamados a rechazar el mal y recibir el bien; a excluir firmemente de nuestra comunión a todos los que no traen la doctrina de Cristo, y a recibir fielmente a los hermanos y forasteros que salen por su nombre y dan su testimonio en dependencia de Dios y no del mundo; a no tener ninguna relación, ni siquiera formal, con los que socavan nuestra santa fe, sino a cooperar de corazón y de manera «divina» con los que se dedican a difundir la Palabra de Dios y a edificar a los santos. En resumen, ya que la verdad nos ha sido dada, debemos ahora, en la energía y el gozo de ella, hacer de su protección y propagación la gran ocupación de nuestras vidas. No lo lograremos por la sabiduría de los hombres, sino que hemos recibido «la unción del Santo» (1 Juan 2:20). El Espíritu de Dios mora en nosotros para conducirnos a la verdad, para desarrollar en nuestras almas los afectos divinos y para indicarnos los canales correctos en los que estos afectos pueden operar, y lo hace dándonos entendimiento en las cosas que están escritas.
«Amado, no imites lo malo, sino lo bueno. El que hace el bien es de Dios; el que hace el mal no ha visto a Dios» (3 Juan 11).