El mundo
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El mundo es el dominio de Satanás, que es su jefe y lo domina a través del pecado. Los hombres están sometidos a su poder; ejerce sobre ellos el poder de las tinieblas, el poder de la muerte, y el mundo entero yace en el malvado. Este es el mundo en el que vivimos. «Están en el mundo» (Juan 17:11), dice el Señor en su oración al Padre, pero añade: «No son del mundo, como yo no soy del mundo» (v. 14). Dice a los judíos: «Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo» (Juan 8:23), y a sus discípulos: «Si fueseis del mundo, el mundo os amaría como a cosa suya» (Juan 15:19).
Lo que caracteriza a los cristianos y de lo que deben darse cuenta es que, aunque están en el mundo, ya no forman parte de él; han sido liberados del poder de las tinieblas, del dominio de Satanás, y llevados al reino del Hijo del amor del Padre, en el que tienen la redención, la remisión de los pecados. ¡Maravillosa posición! ¿Y no deberíamos, en todas las circunstancias de nuestra vida, dar gracias y recordar en nuestros pensamientos y actos que no somos de este mundo?
Es porque no somos del mundo que el mundo no nos conoce; no ha conocido al Señor como Hijo de Dios, lo ha rechazado, y no reconoce que somos hijos de Dios (1 Juan 3:1). El mundo está condenado y será juzgado. La tierra, y las obras que hay en ella, serán quemadas completamente.
Si tal es el mundo, se nos advierte de sus peligros y se nos exhorta a no comprometer nuestros corazones con él. «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, no procede del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Juan 2:15-17). «Aquel que quiere ser amigo del mundo, se hace enemigo de Dios» (Sant. 4:4). Pero, ¿no nos ha dado Dios nuestras facultades, nuestros sentidos, nuestros miembros, para utilizarlos en todo lo que ha creado para el hombre y para disfrutar de todas las maravillas de su creación, las relaciones familiares, los bienes terrenales y las bendiciones que nos concede en su bondad? Por supuesto que podemos disfrutar de ellas, pero hasta cierto punto; la Palabra nos dice: «Sed sobrios y velad» (1 Pe. 5:8). «Pero tú sé sobrio en todo» (2 Tim. 4:5). «Los que tienen mujer sean como si no la tuviesen; los que lloran, como si no lloraran; los que se regocijan, como si no se regocijaran; los que compran, como si no poseyeran nada; los que disfrutan de este mundo, como si no disfrutasen; porque la apariencia de este mundo se pasa» (1 Cor. 7:29-31). El corazón no debe estar ocupado con las cosas del mundo, sino con el Señor. Las preocupaciones de la vida pesan en nuestros corazones; «Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mat. 6:21). Cuanto más sobrios seamos con las cosas de este mundo, más libres serán nuestros corazones para ocuparse de Cristo. Podemos ser arrastrados a actuar como el mundo, para complacer a las personas o para evitar el oprobio; también podemos renunciar a ciertos placeres mundanos para no ofender a nuestros hermanos, sin hacerlo realmente por el Señor. Es el amor del Señor el único que, en el secreto de nuestros corazones, debe mantenernos alejados del mundo, dirigir nuestros pensamientos y ser el motivo de nuestras acciones. «Si reparto en alimentos todos mis bienes, y si entrego mi cuerpo para ser quemado, pero no tengo amor, de nada me aprovecha» (1 Cor. 13:3).
El Señor discierne y aprecia hasta las cosas más pequeñas que son hechas para él; las pesa con la balanza de la gracia, que es muy sensible, y lo que le da peso es el amor. La pita de la viuda pobre tenía más peso en esta escala que todas las ofrendas de los ricos. Podemos ser débiles y, en nuestra ignorancia, tal vez criticados por otros que, teniendo más conocimiento, no atribuyen ningún valor a lo que hacemos para el Señor. Pero cuando se hace para Él, lo tiene en cuenta. «El que hace aprecio del día, lo aprecia para el Señor. El que come, come para el Señor, porque da gracias a Dios» (Rom. 14:6), dice la Palabra.
La alegría del mundo y los placeres que puede traer no pueden satisfacer el corazón del hombre, y cuán ciertas son las palabras de los Proverbios: «Aun en la risa tendrá dolor el corazón; y el término de la alegría es congoja» (Prov. 14:13). ¿Y quién es el hombre que, al final de su vida, desearía comenzar su vida de nuevo?
Si el creyente es dejado en el mundo, ¿qué debe hacer? Iluminar el mundo. El Señor, en su oración al Padre, le dijo: «No ruego que los quites del mundo». «Como me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo» (Juan 17:15, 18), y a sus discípulos les dice: «Vosotros sois la luz del mundo… resplandezca vuestra luz delante de los hombres; de modo que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mat. 5:14, 16). «Sois luz en el Señor; andad como hijos de luz» (Efe. 5:8). Pero nuestra burguesía está en el cielo, somos extranjeros en este mundo. «Os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que guerrean contra el alma» (1 Pe. 2:11). Tenemos una bella ilustración de lo que debe ser el camino del creyente como extranjero, en Abraham que vivía en tiendas y cuyo corazón no estaba apegado a los bienes de este mundo que Dios le había dado en abundancia; pero, por la fe, esperaba la ciudad que tiene fundamentos, de la cual Dios es el arquitecto y creador; esta era su esperanza; y cuánto más gloriosa y preciosa es la nuestra, la bienaventurada esperanza de la aparición de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo.
Somos, además, en el mundo, la morada de Dios a través del Espíritu Santo. «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Habéis sido comprados por precio; por lo tanto, glorificad a Dios en vuestro cuerpo» (1 Cor. 6:19).
El apóstol Pablo deseaba desalojar para estar con el Señor, pero era necesario que permaneciera en la carne para cumplir el ministerio que se le había encomendado. El amor de Cristo lo aferraba. Vivía, no ya para sí mismo, sino para el que murió y resucitó por él. Para él, vivir era Cristo. Cristo le era suficiente y llenaba su vida. ¿Llena Él la nuestra, como lo hizo con la del apóstol?
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1930, página 197