El peligro de la codicia
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Salmo 23:5b: «Mi copa está rebosando» ¿No es esta una hermosa expresión dada por el salmista de la plena satisfacción de un santo? Su copa está llena de todas las bendiciones espirituales en los lugares celestiales, que Dios le ha concedido. Las del mundo, transitorias y corruptibles, están excluidas.
¡Pero la carne! El hombre carnal nunca está satisfecho. Codicia y nada lo detiene en el cumplimiento de sus deseos. Santiago, el hermano del Señor, nos da una imagen sorprendente y aterradora de esto; y nos dice hasta dónde conduce.
«¿De dónde vienen las guerras y las luchas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, que guerrean en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis en deseos, y no podéis obtener; lucháis y guerreáis. No tenéis, porque no pedís» (Sant. 4:1-2); y, el Eclesiastés nos dice: «¡Vanidad de vanidades!… Todo es vanidad»; finalmente, «Dios traerá toda obra a juicio» (Ec. 1:2; 12:14). El primer hombre disfrutaba en el Paraíso de los bienes que Dios le había dado en superabundancia. No estaba satisfecho, quería más. Este es el comienzo de la historia del hombre a través de los tiempos. Adquirir, crecer, buscar elevarse, incluso por encima de Dios: ¿no es esto lo que siempre ha perseguido, sin quedar nunca satisfecho? Más, más, le dice su corazón.
Y nosotros, los hijos de Dios, ¿estamos totalmente libres de este espíritu, de estos deseos incesantes de la carne? ¿Estamos plenamente satisfechos con la parte que Dios nos ha dado, con el lugar que nos ha dado en este mundo, con la posición que ocupamos? ¿Seguimos los pasos de nuestro humilde Salvador?, que dijo: «Lo que es muy estimado entre los hombres, es una abominación ante Dios» (Lucas 16:15). ¿No buscan nuestros corazones los bienes y las ventajas terrenales?
Al observar la historia de este mundo, y en particular la de sus grandes hombres, vemos, en todas las épocas, una ambición insaciable que nunca nada ha detenido. Cuanto más se eleva el hombre y más posee, más deseos nuevos tiene. No hay descanso en su corazón orgulloso, que siempre exige más y a menudo lo lleva a la ruina, cuando Dios, que odia el orgullo, lo detiene e interviene en juicio. Nabucodonosor y muchos otros son ejemplos sorprendentes. En la época actual, los últimos tiempos, ¿no parece que este orgullo y la codicia de los hombres y de las naciones los dominan cada vez más?
Meditemos lo que la Palabra nos dice sobre los hombres de Dios e imitémoslos en su fe. Se percataron de lo que es la satisfacción que da la piedad, es decir, una relación constante de dependencia con Él. Cuales fueran sus situaciones, sus pruebas, sus dificultades, caminaban con Dios y podían decir: «Jehová es mi pastor, nada me faltará». Estaban en el mundo, pero no eran del mundo. Recibían todo de Dios, tenían sus promesas; miraban hacia arriba. Así era Abraham, el hombre de fe que vivía en sus tiendas en la tierra de la promesa como en una tierra extranjera, esperando la ciudad que tiene los cimientos, de la que Dios es el arquitecto y creador. Tal fue también el caso del apóstol Pablo, que gozaba de plena satisfacción y pudo escribir desde su prisión a los filipenses: «He aprendido a estar contento en las circunstancias en las que me encuentro» (Fil. 4:11). Escribió a Timoteo: «Pero gran ganancia es la piedad con contentamiento» (1 Tim. 6:6). ¿Conseguimos esta satisfacción? ¿No buscamos más bien mejorar nuestra situación, estar más cómodos, poseer más? «Porque la raíz de todos los males es el amor al dinero; el cual codiciando algunos, se desviaron de la fe y a sí mismos se traspasaron con muchos dolores. Pero tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas» (1 Tim. 6:10-11). Recordemos también la parábola del hombre rico (Lucas 12). Había adquirido muchos bienes a lo largo de su vida, y lo único que tenía que hacer era construir graneros para almacenarlos; pero Dios le dijo: «¡Insensato! Esta misma noche tu alma te será reclamada». Había dicho a su alma: «Alma, muchos bienes tienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y alégrate». ¿Cuál fue el final?
Nosotros, queridos hermanos y hermanas, ¿no tenemos, que humillarnos y juzgarnos aplicando a nosotros mismos la Palabra que discierne los pensamientos y las intenciones del corazón? ¿Nos percatamos del precio de la copa de bendición que es nuestra porción en Cristo? ¿Nuestros corazones rebosan de gozo y gritan: «Mi copa está rebosando»?
Una última palabra sobre la satisfacción, la de Cristo y la de Dios. La de Cristo que «verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho» (Is. 53:11). La de Dios que se alegrará y descansará en su amor (Sof. 3:17).
También nosotros, amados, gozaremos de esta satisfacción y de ese descanso en plena comunión con el Padre y con el Hijo. Todos los redimidos participarán con nosotros, y cada uno podrá decir para siempre: «Mi copa está rebosando».
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1939, página 57