El pecado de Acán

Josué 7:1-13, 22-26


person Autor: William John HOCKING 40

flag Temas: Las codicias La separación del mal y la disciplina


La historia del pecado de Acán y sus inesperadas consecuencias es muy instructiva y, al mismo tiempo, muy solemne; y es útil que volvamos con frecuencia a acontecimientos como este, porque nos enseñan, por extraño que parezca, cuál es la mejor manera de apropiarnos de las más excelentes bendiciones de Dios para su pueblo. También aprendemos que el pecado puede obstaculizar el cumplimiento de los consejos de Dios a este respecto, aunque no puede impedirlo del todo.

Este capítulo nos da una ilustración moral de la conducta de los hijos de Israel, y más particularmente del pecado de un hombre y sus consecuencias. El pecado de Acán convirtió la victoria de Israel en Jericó en un vergonzoso desastre en Hai. La falta de una persona es suficiente para interceptar el flujo de bendición, favor, poder, y también podríamos decir gloria, que fluyó hacia él y hacia aquellos con los que estaba conectado por relaciones nacionales.

No creo que pudiera haber nada más humillante para los hijos de Israel que la experiencia que tuvieron ante esa pequeña ciudad de Hai, especialmente si se compara con la experiencia que acababan de tener al rodear las murallas de Jericó. A la hora señalada, aquellos muros se habían derrumbado ante ellos, y la ciudad había sido entregada en sus manos; así, mediante esta asombrosa victoria, el nombre de Dios había sido honrado a los ojos de todos los habitantes de Canaán.

Durante los 40 años anteriores, Egipto y las naciones vecinas habían sido testigos de la gloria del nombre de Jehová en relación con su pueblo redimido. Habían visto su poder y su gloria cuando llevó a Israel a través del mar Rojo de forma tan maravillosa, mientras sus enemigos eran tragados en él. Para entrar en Canaán, el Jordán inundado se había detenido mientras los sacerdotes que llevaban el arca estaban en su lecho; se había hecho un camino seco para la nación de Jehová, hombres, mujeres, niños, ganado y todo lo que les pertenecía.

Estos acontecimientos les impresionaron tanto que todos los amorreos, los cananeos y los pueblos indígenas de la tierra prometida se llenaron de miedo y terror. Sus corazones se deshicieron en agua dentro de ellos al ver la evidente obra de Dios al lograr el irresistible progreso de una nación de esclavos. Estas victorias glorificaron el nombre de Jehová a los ojos de los gentiles, y su gloria quedó claramente asociada al pueblo de Israel. En cualquier momento se puede ver la gloria de Dios en el cielo, pero cuando esa gloria se manifiesta de repente en una nación de esclavos emancipados, infunde terror en los corazones de las naciones que no conocen a Dios.

1 - La derrota en Hai

Pero ahora todo cambia para Israel, un contraste que no puede confundirse. En Jericó salieron victoriosos, espléndidamente; en Hai están derrotados ignominiosamente. Dios había prometido a su pueblo que vencería a sus enemigos, que uno pondría en fuga a 1.000; pero en Hai ocurrió lo contrario; fueron perseguidos por sus enemigos que mataron a más de diez hombres por cada 1.000 de los que habían subido; murieron 36 israelitas (v. 5).

Esta derrota fue vergonzosa, no tanto por su importancia como por su aspecto moral. ¿Por qué había sido derrotado Israel? Preguntemos más bien: ¿cuál había sido el secreto de su victoria anterior? Sin entrar en detalles, hay que mencionar dos hechos significativos: en primer lugar, el pueblo había escuchado la Palabra de Dios; en segundo lugar, el arca del Señor estaba con ellos. Así, en primer lugar, los hijos de Israel, antes de su victoria sobre la fortaleza de Jericó, se habían sometido a esa ordenanza de Dios que los distinguía como simiente de Abraham y herederos de la promesa. Todos habían sido circuncidados en Gilgal, y el reproche de Egipto había sido eliminado. Fue un testimonio público de que no tenían confianza en la carne. Dependían de Dios para ello.

Confesaron: somos un pueblo que confía solo en Jehová para la victoria, y no en nosotros mismos. La circuncisión expresaba esta actitud hacia Dios.

El segundo hecho también expresaba la actitud de Israel hacia Dios, y la manifestaba ante sus enemigos. El arca en medio de ellos era una muestra visible de su fe en Jehová. Era el centro, entre la vanguardia y la retaguardia, de su comitiva diaria alrededor de las murallas de Jericó, y era evidente para todos los habitantes de esa ciudad que Israel miraba a Dios para guiarse y dependía de él para la victoria.

¿Cuál era el significado de la presencia del arca? Es un tipo del Señor Jesucristo, de su gracia y gloria. La madera de acacia de la que estaba hecha hablaba de su encarnación; Dios estaba allí, manifestado en carne. Pero los que miraron el arca vieron su exterior dorado. La madera de acacia se vistió de oro; la justicia divina e incorruptible de Dios se manifestó en Cristo.

La preciosa arca era solo de pequeño tamaño, pero ¡qué grande era lo que representaba! ¡El Cristo de Dios aquí en la tierra! También en el arca estaban los querubines de oro que cubrían el propiciatorio, emblemas del poder, del juicio y de la gloria. Pero todo esto fue ocultado durante la procesión por una cubierta de color azul, de modo que los ojos de Jericó solo vieron el tipo de la gloria celestial de Cristo, al igual que los israelitas que lo siguieron.

El arca, por tanto, como símbolo de la presencia de Dios, hacía que esta comitiva fuera única. Solo había un arca en el mundo, y estaba en medio de los hijos de Israel que la llevaban alrededor de Jericó. En ella radica el secreto de su victoria. Tenían una fe absoluta en la Palabra de Jehová en sus corazones. Confiaban en que esta fuerte ciudad, que les impedía la entrada a Canaán, sería vencida según los caminos de Dios, de una forma u otra. Y el arca en medio de ellos era la prueba externa de su fe en Jehová.

Esta fe del pueblo fue puesta a prueba. Todos los días de la semana se celebraba la comitiva, puntualmente. Su fe se mantuvo y llegó a su fin. Durante siete días, desde las murallas de la ciudad lo contemplaron. También Dios lo vio. No quiere una fe intermitente, por ejemplo, muy viva en el día del Señor y que luego se vaya apagando hasta el séptimo día de la semana.

Dios no se complace en una fe que solo está activa cuando brilla el sol. Él quiere nuestra fe en tiempos de viento y tormenta, de niebla y oscuridad. La fe, como la paciencia, debe tener su ejercicio perfecto y completo. Cuando esta prueba de siete días de la fe del pueblo había mostrado su excelencia, entonces llegó la victoria, los muros cayeron y Jericó quedó en manos de los hijos de Israel.

Detengámonos un momento y miremos a nosotros mismos y a nuestro Jericó. ¿Cuál es el secreto de la victoria del cristiano sobre lo que el Nuevo Testamento llama «el mundo»? El mundo es la gran fortaleza del enemigo que nos impide entrar en nuestras posesiones espirituales en Cristo. Nos impide disfrutar plenamente de nuestras bendiciones espirituales en los lugares celestiales en Cristo Jesús. El poder del mundo donde gobierna Satanás es el gran obstáculo para nuestro progreso. El gobernante de la autoridad del aire y los espíritus malignos que están con él en los lugares celestiales son los enemigos que se oponen a la fe.

¿Cómo podemos entonces tener la victoria y avanzar? Cuando confesamos nuestra debilidad, nos hacemos fuertes, fuertes en el Señor y en el poder de su fuerza. Cuando tenemos comunión con él y caminamos por fe con él, como Israel con el arca, entonces podemos tener la victoria. Nuestra fuerza está en él, que dijo: «En el mundo tendréis tribulación; pero tened ánimo, yo he vencido al mundo» (Juan 16:33).

El apóstol Juan, escribiendo a la familia de Dios, también habló sobre este tema y reveló el secreto de la victoria. Dijo: «Esta es la victoria que venció al mundo, nuestra fe» (1 Juan 5:4). La fe sigue al arca y conquista. Por la fe vemos a Jesús, la Cabeza de nuestra salvación. Por eso leemos a continuación: «¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Juan 5:5). Al ver a Jesús con nosotros en todo su poder y la gloria de su resurrección, al creer que el Hijo de Dios está con nosotros y para nosotros, somos victoriosos sobre el mundo. La fe fue el secreto de la primera y típica victoria de Israel en Palestina, y la fe es el secreto de la victoria en nuestras relaciones celestiales hoy. Conocemos la presencia continua del Señor Jesús, lo seguimos por fe, confiando en su omnipotencia y omnisciencia como Hijo de Dios.

2 - La causa de la derrota

Pero, ¿por qué a la brillante victoria en Jericó le siguió la ignominiosa derrota en Hai? En el relato de nuestro capítulo no vemos que el pueblo se refiriera a Jehová, no se menciona la oración a él, ni la búsqueda de sabiduría o dirección de Dios para la empresa. Es cierto que enviaron espías, buenos observadores, para reconocer al enemigo y sus recursos, como haría cualquier jefe militar antes de atacar.

El pueblo había ganado confianza en sí mismo. Confiando en su destreza, dijeron: Hai tiene pocos habitantes; es una ciudad pequeña; solo se necesitan unos pocos de nuestros mejores hombres para tomarla, y es una tarea fácil. No es necesario que todo el pueblo marche contra ella. Subestimaron el valor de los hombres de Hai, y sobreestimaron su propia fuerza sin el arca de Dios, sin el poder y la bendición de Dios. Y los hombres de Israel fueron derrotados. Huyeron de sus enemigos y regresaron al campamento de Gilgal avergonzados y confundidos.

¿Es necesario insistir en este fracaso de los pueblos de antaño? ¿No contiene una clara lección para nosotros? ¿No es un hecho que a veces, en lugar de que nosotros salgamos victoriosos del mundo, es el mundo el que sale victorioso de nosotros? La victoria da paso a la derrota. Le damos al enemigo la oportunidad de reírse de nosotros. Los hombres se ríen: “¡Aquí está vuestro cristiano! Afirma tener una herencia en el cielo y ser mucho mejor que los demás. El que confía en Dios no es mejor que nosotros”. Así que el nombre de Dios está blasfemado porque el mundo ha sido demasiado precioso para nosotros.

Pero, ¿por qué hemos fracasado? ¿No hemos exagerado nuestras propias fuerzas, y olvidado que el poder que necesitábamos para la victoria estaba en el Señor Jesús, la Cabeza de nuestra salvación? Nuestra mirada se ha alejado de Cristo. Hemos visto el mundo, sus propósitos y atractivos, desde el punto de vista del hombre del mundo. Y entonces, al no tener una simple mirada para seguir a Cristo, nos entregamos al mundo que nos resistía y hemos deshonrado el nombre del Señor. Aprendamos esta lección en Hai.

Dejemos ahora las causas de la culpa colectiva y consideremos las de la culpa individual que se dan como ejemplo aquí. Un miserable hombre en el campamento de Israel había pecado en secreto y había provocado el desastre para sus hermanos. Acán no era una persona ordinaria en Israel; era de la tribu real de Judá, de la que el propio Mesías iba a venir en su tiempo.

Acán era un príncipe de su tribu y, por lo tanto, debía saber todo lo que Dios había dicho a los israelitas por medio de Moisés antes de cruzar el Jordán, y la severidad con la que se les había ordenado no tener nada que ver con las abominaciones de los amorreos. Debían evitar contaminarse con sus prácticas idólatras e impuras. E incluso no debían tener nada que ver con los bienes y posesiones del pueblo del país.

Moisés había puesto todo esto delante de ellos y les hablaba con la autoridad de Dios, mientras estaban todavía en el desierto. En el campamento de Gilgal, Josué recibió la orden de recordar al pueblo estas solemnes prohibiciones. Les había dicho que Jericó, y todo lo que había en ella, estaba maldito. Todo debía estar dedicado a Dios, exclusivamente. La ciudad debía ser completamente destruida y su profanación eliminada por el fuego. Las cosas que podían resistir el fuego, como la plata y el oro, debían ser llevadas al tesoro de Jehová. Reclamó para sí los metales indestructibles (6:17-19).

Estos mandatos de Jehová habían sido proclamados a los oídos del pueblo antes de la caída de Jericó, y Acán debió oírlos y conocerlos. Pero pecó en ellos; desobedeció fríamente. Atraído por la codicia de sus ojos, hizo lo que le estaba prohibido. Tomó el botín de Jericó y lo escondió en su tienda. Y la expedición contra Hai se convirtió en un desastre para su pueblo.

3 - Las preocupaciones de Josué

Dejando a Acán por un momento, veamos qué efecto tuvo esta calamidad sobre Josué y los ancianos de Israel. Cuando vieron a sus hermanos huyendo, perseguidos por sus enemigos casi hasta el campamento, se llenaron de vergüenza. Sentían que era todo Israel el que había sido humillado ante los habitantes de la tierra.

¿Qué hizo entonces Josué? Hizo exactamente lo que tenía que hacer. Acudió a Jehová y se postró ante el arca hasta la noche. Allí, él y los ancianos de Israel se echaron polvo sobre la cabeza y lloraron ante Jehová. Utilizo esta palabra deliberadamente, pues a menudo se dice que Josué hizo su confesión ante Jehová. No creo que lo haya hecho. No dijo, como Daniel: «Hemos pecado» (Dan. 9:5, 8, 11, 15).

No; a Josué le preocupaba mucho que la nación de la que era responsable como líder hubiera regresado de Hai como perros apaleados. Nuestro prestigio, podría haber dicho, había caído; la victoria en Jericó fue gloriosa, pero la derrota en Hai, vergonzosa. ¿Por qué Jehová nos humilló a los ojos de los cananeos? Pero, aunque Josué adoptó la actitud correcta en este caso, sus palabras no son las adecuadas. ¡Culpa a Jehová de la derrota! Dice: «¡Ah, Señor Jehová! ¿Por qué hiciste pasar a este pueblo el Jordán, para entregarnos en las manos de los amorreos, para que nos destruyan?» (Josué 7:7). ¡Qué lenguaje! Jehová no había hecho nada de eso. No había llevado al pueblo al otro lado del Jordán para destruirlo; la destrucción de la descendencia de Abraham no era obra suya. Tampoco era su voluntad que Hai triunfara sobre su pueblo redimido.

Pero Josué, el hombre fiel, solo vio confusión en el campamento en ese momento, y sacó una conclusión precipitada y falsa. Esto también nos ocurre a menudo cuando tenemos problemas con el mundo. El mundo se apodera de nuestros asuntos privados, en nuestros hogares quizás, o incluso en la asamblea. Nuestra vergüenza no se puede ocultar, y por eso nos presentamos ante el Señor y exponemos nuestro caso.

¿Cómo lo hacemos? ¿Oramos como si el Señor hubiera querido que lo hiciéramos? O ¿nos culpamos a nosotros mismos? Josué no se hizo cargo de nada. Sin embargo, era el líder responsable en Israel. Cometió el error de culpar a Dios por lo ocurrido. Estaba lejos, al principio, de considerar la derrota como Dios lo hacía, y tuvo que aprender la verdad.

¿No nos extraviamos a veces de la misma manera? En las circunstancias de la vida cotidiana, pruebas, penas y obstáculos insuperables siguen apareciendo continuamente. En esos momentos el corazón suspira, como Josué: ¿Por qué hace esto el Señor? ¿Por qué lo permite? ¿Por qué soy yo, entre los hombres, el que es herido y golpeado por Dios? ¿Por qué su mano pesa tanto sobre mí? En el secreto del corazón, incluso en el santuario, nuestro pensamiento más íntimo puede ser que Dios es un amo duro, y no nos ha tratado como podría haberlo hecho.

Examinémonos muy cuidadosamente en presencia del Señor, cuando hayamos experimentado una derrota. Él es el Dios de la verdad. Dejemos que su Palabra de verdad nos corrija, y nos enseñe a hablar según su mente. Se dirá: Esto es muy difícil. Sin duda, pero no es imposible. En cualquier caso, nos alegramos de que Josué haya acabado tomando el camino correcto. Era un hombre justo, cuyo corazón era recto ante Jehová. Si se equivocaba al suponer que la derrota había sido la voluntad de Jehová, no se equivocaba al pedirle que preservara la gloria de su gran nombre.

Lo que Josué dice al final, quizás debería haberlo dicho al principio. Dijo: Si el cananeo corta nuestro nombre de la tierra, «¿qué harás tú a tu gran nombre?» (Josué 7:9). Después de hablar por su pueblo, piensa en la gloria del nombre de Jehová. Ya no le preocupa la derrota de Israel ante los guerreros de Hai, sino del efecto de esa derrota a los ojos de los cananeos. El nombre de Jehová había sido deshonrado ante sus enemigos. Cuando cayó la ciudad amurallada de Jericó, la fama de Jehová se extendió por toda la tierra. Pero en Hai su nombre había sido arrastrado al polvo. Entonces Josué preguntó: «¿Qué harás tú a tu gran nombre?»

Entonces Jehová responde, como siempre lo hace cuando se da el primer lugar a su nombre. La verdadera oración es aquella en la que se olvida el yo, y la gloria del Señor es el objeto. ¿Decimos?: «Señor, haz lo que está de acuerdo con tu voluntad para establecer la gloria de tu nombre en tu Hijo amado». El que habla así está en el camino correcto para recibir la bendición del Señor, porque Dios siempre responde cuando se busca la gloria del nombre de su Hijo.

Jehová habló y puso a Josué en el buen camino. Su nombre había sido deshonrado en Hai. La causa estaba en el propio campamento. Sus solemnes palabras a Josué fueron: «Israel ha pecado» (Josué 7:11). La luz de la gloria de la presencia de Jehová revelaba la verdad. Esta gloria brillaba sobre todo el campamento, iluminando incluso la tienda de Acán, donde estaba escondido el tesoro, causa de toda esta profanación. Ahí estaba el secreto de la quiebra. El pecado estaba en el campamento; ¿cómo podía Jehová, de esta manera, dar la victoria al pueblo?

El incidente nos muestra la gravedad del pecado de Acán a los ojos de Jehová. El carácter odioso del hecho no podía estimarse por el valor monetario de los objetos robados; porque, después de todo, ¿qué se había llevado Acán? Un manto de Sinar, 200 siclos de plata, un lingote de oro, precioso, sin duda, pero no inestimable.

¿Por qué entonces Jehová se enfadó tanto con el pueblo? ¿Era tan grande el pecado? Acán había desobedecido a Dios y transgredido su pacto expreso. La orden era quemar con fuego todo lo que había en Jericó, y dedicar la plata y el oro al tesoro de Jehová; pero Acán no la había cumplido. Probablemente solo se había llevado una pequeña parte de los grandes tesoros acumulados en aquella ciudad. Pero este acto de desobediencia se producía en la conquista de la primera de las ciudades de Canaán, y fue llevado a cabo por un responsable de Israel. Todos deben aprender ahora lo grave que es ignorar la palabra de Jehová su Salvador, y también que el pecado de un solo hombre puede contaminar a toda una comunidad.

4 - El pecado secreto sacado a la luz

Acán había cedido a la tentación del momento. Había “iniquidad en su corazón”. Había codiciado, viendo objetos de valor. El manto de Sinar lo había atraído. ¿No era propio de un príncipe del pueblo? ¿Qué distinción no añadiría a su apariencia entre los ancianos de su tribu? Se lo llevó en secreto, enterrándolo en su tienda, para que nadie lo supiera, salvo quizás su familia.

El caso de Acán es una ilustración del origen y el progreso del mal cuando uno se aleja del Dios vivo. El último de los Diez Mandamientos es: «No codiciarás» (Éx. 20:17). Es con el deseo de poseer, la codicia que invade el corazón, que comienza el acto de pecado. El efecto que tiene en un hombre convertido se describe vívidamente en Romanos 7. Y hay un momento en la vida de la mayoría de los cristianos, en que deben aprender por experiencia práctica que sus deseos irreprimibles son pecado, no solo en relación con lo que es positivamente malo en sí mismo, sino con lo que Dios en su sabiduría ha prohibido.

En el caso de Acán, ¿qué mal había en el manto, en la plata o en el oro? No estaba en las cosas mismas, sino en el deseo de poseer lo que Dios no daba. El acto culpable surge del deseo malo que debe ser reprimido y suprimido. Recordemos la voluntad de Dios, que nos complazcamos en su Palabra, apartemos nuestros ojos de las atracciones del mundo. Pablo dice: «No habría conocido la codicia si la ley no dijera: No codiciarás» (Rom. 7:7). Velemos; cuando la codicia empiece a brotar, juzguémosla, mirando a Jesucristo, nuestro Señor. Así que la culpa de Acán fue que buscó un manto como adorno personal, y plata y oro para aumentar su riqueza. Su propia persona es lo primero, no la Palabra del Señor, ni el tesoro de Jehová. Pero si el robo que cometió debe servirnos de lección, su conducta posterior es también una advertencia para nosotros. Después de haber logrado apropiarse de este tesoro y esconderlo en su tienda, participó en la expedición de Hai y en la derrota, escuchó el ruido en el campamento, cuando los hombres regresaron de la batalla, cada uno preguntándose por qué había ocurrido este desastre.

¿Pero qué pensaba Acán? ¿Su conciencia no lo reprendía cuando vio a sus hermanos regresar al campamento con todas las marcas de la derrota? No le decía: “Acán, Acán, has pecado; has robado el tesoro que has escondido en tu tienda: Si nadie en el campamento lo sabe, Dios lo sabe”.

Acaso no vio a Josué, el amado y respetado líder de todas las tribus, y a los ancianos de Israel postrarse ante el arca de Jehová, con la cabeza cubierta de polvo, durante largas horas. No le susurraba su conciencia: “Acán, es culpa tuya si Josué se lamenta ante Jehová, y llora por la derrota de su pueblo. ¡Tú eres la causa de esto!”

Pero Acán endureció su corazón y se negó a reconocer, incluso interiormente, su responsabilidad en la catástrofe de Hai. Pasó la noche y no confesó su pecado. Jehová había dado la orden de echar la suerte a la mañana siguiente, y el culpable debía ser descubierto. Así que las doce tribus se reunieron ante Jehová. Seguramente, Acán debe estar temblando: será descubierto, la suerte caerá sobre él. ¿Por qué no confiesa su pecado, reconoce su culpa? Su corazón está endurecido. Había resistido a los primeros murmullos de su conciencia, y ahora permanece sordo a sus llamadas, sus labios se niegan a confesar su pecado.

Pero mirad, la tribu de Acán, la tribu de Judá, es tomada. ¿Confesará? No, su boca permanece cerrada. Su familia es tomada, luego su casa; él no declara lo que ha hecho. Por fin la suerte cae sobre él. Pero perdió la oportunidad de confesar su pecado. Todo Israel sabe que él es el culpable cuyo pecado ha traído el desastre sobre el pueblo.

5 - El mundo bajo el suelo de la tienda

Queridos amigos, este solemne acontecimiento encierra ciertamente una lección para nosotros en nuestras circunstancias actuales. No me refiero a la serie de asombrosas derrotas que la profesión cristiana ha sufrido en el pasado, sino a las más recientes que la mayoría de nosotros debemos conocer. En países no muy lejanos, sabemos lo que soportan por su fe los que invocan el nombre del Señor. El testimonio a la verdad está atacado por las autoridades. En nuestro propio país, el racionalismo y la superstición socavan los fundamentos vitales del cristianismo. El nombre del Señor es pisoteado. La vergüenza de Hai está en nuestro Gilgal. ¿Por qué triunfa el mundo? ¿No es porque hay una prohibición en el campamento? El poder del mundo derrota a las fuerzas de la fe porque la codicia del mundo trabaja en secreto en algunos corazones. En algunas tiendas hay, enterradas, provisiones de avaricia y de codicia. La riqueza y la moda han tomado el lugar de la Palabra y de la voluntad del Señor en el alma. Estos pecados personales no confesados obstaculizan el desarrollo del testimonio del Señor, y una lamentable decadencia se extiende por las filas de los testigos de Cristo.

¿Qué hacemos ante este desorden cuyos tristes resultados vemos? ¿Buscamos las causas? El deseo de ganancia y de buena apariencia actúa en los hogares, en las familias, en la vida de los que profesan el nombre del Señor y olvidan el honor que se le debe. La fuerza para vencer al mundo está paralizada por la indulgencia de la codicia de la carne, tal vez oculta a la Asamblea de Dios.

¿No es el momento de humillarnos ante el Señor? De decirle: “Señor, ¿soy yo? ¿Es en mi familia, en mi tienda?” No digáis que no sois responsables de vuestras familias. Toda la familia de Acán, sus hijos e hijas fueron llevados al valle de Acor; Acán, el jefe de la familia, fue considerado responsable y fueron apedreados. Su pecado atrajo la vergüenza a su familia, a su tribu y a su nación, pero sobre todo al nombre de Jehová. Su pecado había cambiado su sagrado privilegio en mancilla y en deshonra nacional.

Jehová había puesto de manifiesto el pecado secreto de Acán. Lo que se había hecho en secreto se publicó desde los tejados. La suerte cayó sobre el hombre culpable a la vista de todo Israel; hoy la suerte ya no se utiliza porque Dios obra por el Espíritu Santo a través de la Palabra escrita. La Palabra viva de Dios discierne los pensamientos y las intenciones del corazón, y hace que todas las cosas queden desnudas y descubiertas a los ojos de Aquel con quien tratamos (Hebr. 4:12-13). Si nos juzgamos a sí mismos por esta Palabra, no seremos juzgados públicamente por el Señor.

Pero debemos permitir a la luz de la Palabra iluminar los motivos que nos hacen obrar y no solo nuestras acciones. Dios conoce nuestros deseos, nuestros objetivos; podemos ocultarlos incluso a los más cercanos; y porque podemos mantenerlos en secreto con tanta facilidad, a veces nos olvidamos del ojo de Dios que conoce nuestras intenciones más íntimas. ¡Qué terrible sería si escondiéramos los tesoros del mundo en el fondo de nuestro corazón, como Acán en su tienda, para nuestra propia satisfacción!

Debemos hacer una aplicación práctica de las verdades contenidas en este capítulo. No tratemos de ocultarnos a nosotros mismos el hecho de que puede haber algo en mí, en usted, que sea un obstáculo positivo para el bienestar espiritual de nuestros hermanos. Si hay algo que no está manifestado y que impide al poder de Dios actuar eficazmente en nuestro testimonio hacia los hermanos y hacia el mundo, hay que sacarlo a la luz. Quiera Dios revelar la causa de nuestra debilidad actual, y que nuestros pecados secretos sean confesados a la luz de su presencia.

Hay quienes culpan a Dios por los desastres espirituales en las asambleas de hoy. Hablan como Josué: ¿Por qué nos has hecho pasar el Jordán para destruirnos? ¿Por qué nos pusiste como testigos contra una cristiandad apóstata, y dejas a nuestras asambleas caer en la ruina y nuestra lámpara apagarse? Dios, dicen, en su providencia y gobierno, ha permitido que la dispersión, la división y el desorden ensombrezcan el esfuerzo por mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.

¡Qué actitud tan vergonzosa! Josué estaba postrado con el rostro en el suelo, acusando a Jehová. Pero la palabra dice: «Levántate… Israel ha pecado» (Josué 7:10-11). No podemos culpar a Dios de nuestro estado de ruina. Estamos equivocados, hemos fallado, hemos pecado. Hagamos una confesión antes de que el desastre se extienda más.

Hay que tener en cuenta que la vergonzosa derrota de Hai fue causada por el pecado secreto de un hombre en Jericó. Si Acán hubiera confesado antes su pecado y hecho reparación a Jehová, se habría evitado la vergüenza pública de su pueblo. Así que empecemos por nosotros mismos, y declaremos libremente ante el Señor: “He pecado, Señor, en esto y en aquello”.

6 - El memorial de Acán

Acán confesó demasiado tarde. Después de que la suerte lo señaló como culpable ante sus hermanos, dijo: «Verdaderamente yo he pecado contra Jehová el Dios de Israel, y así y así he hecho» (Josué 7:20). Convencido públicamente, ante sus hermanos, solo pudo confesar su falta. Si lo hubiera hecho antes, habría sido perdonado y purificado, pero ahora su confesión ya no podía protegerlo del juicio de Jehová. Si se hubiera juzgado a sí mismo en su tienda, no habría sido juzgado en el valle de Acor.

Guardemos nuestras vidas de las cosas ocultas: el engaño y la deshonestidad. Dejemos que la luz brille en los rincones ocultos de nuestro corazón para que podamos confesar todo egoísmo y todo orgullo, y para que la obra del Señor no se vea obstaculizada. Recordemos que los pensamientos secretos del corazón serán juzgados al final por Jesucristo. Todos seremos manifestados ante el tribunal de Cristo, y cada uno recibirá las cosas hechas en el Cuerpo. Si confesamos nuestros pecados ahora, no serán expuestos en público entonces. Si somos purificados día a día, nuestra influencia sobre nuestros hermanos será para su bien y bendición, no para su caída y vergüenza, como fue el caso de Acán.

El pecado secreto de Acán le trajo su castigo. Sus días fueron cortos en la tierra de la promesa, y perdió la herencia que allí le esperaba. Su nombre fue cortado de Israel, y su muerte se convirtió en un testimonio para Jehová contra la iniquidad de los amorreos. Podría haber tenido su parte en el territorio de la tribu de Judá, pero todo lo que obtuvo fue un montón de piedras sobre su cuerpo en el valle de Acor. Había sembrado para la carne, y de la carne cosechó corrupción.

¡Qué final tan miserable para un hombre que había participado en el cruce del Jordán y en la caída de Jericó! Acán había perturbado a Israel, y el monumento de piedras en el Valle de Acor proclamaba su locura y su pecado a las generaciones siguientes. Podría haber desempeñado un papel útil como anciano de su pueblo en la tierra de Emanuel, pero pereció en el mismo umbral de las bendiciones que Dios había prometido. Su tumba permanece como el valle de Acor, hasta el día de hoy, y permanecerá hasta que Dios en su misericordia hacia su pueblo disperso lo convierta en una puerta de esperanza para su asentamiento en la tierra, y allí cantarán como en los días de su juventud (Oseas 2:15; Is. 65:10).

Acán debía ser un testigo para Dios en su vida, pero solo lo fue en su muerte. La mujer de Lot podría haber sido la sal de la tierra en la corrupción de Sodoma, pero fue en su muerte cuando se convirtió en una estatua de sal, un terrible testigo de advertencia en medio de la desolación de la llanura en llamas. Un testimonio dado en la vida de un creyente es un testimonio del amor de Dios, de la gracia de Cristo Jesús y del poder del Espíritu Santo; tal es la vida del creyente por fe en el Hijo de Dios que nos amó y se entregó por nosotros. Un testimonio en la muerte después de una vida mal empleada es un testimonio del justo juicio de Dios. Por haber mentido a Dios sobre la venta de su campo, quedándose con parte del precio, Ananías y Safira murieron a manos de Él. Sus nombres están escritos en la primera página de la historia de la Iglesia como una solemne advertencia a las asambleas de hoy de que no podemos burlarnos de Dios, y que Aquel que camina en medio de las siete lámparas es el Santo y Verdadero.

Prestemos atención a estos solemnes ejemplos, y guardémonos de los pecados ocultos. El pecado oculto en la tienda significa que la bendición se retiene en el campamento. Pero el pecado confesado y juzgado ante el Señor significa la victoria de todas las tribus. Después de la disciplina en el valle de Acor, los hijos de Israel destruyeron completamente a los malvados habitantes de Hai (Josué 8). Un montón de piedras fue levantado a la entrada de la puerta de la ciudad como monumento a su victoria. Marcaba el lugar donde se había arrojado el cadáver del rey de Hai, que había muerto ahorcado en un árbol. Al igual que el monumento en el Valle de Acor, hablaba de manera silenciosa del juicio seguro del mal. Si el primero atestigua que el juicio comienza por la Casa de Dios, el segundo, muestra que los impíos y los pecadores no escaparán (véase 1 Pe. 4:17-18). Pero Acán era de la simiente de Abraham, el bendito de Dios, mientras que el rey de Hai descendía de Canaán, maldito desde el principio (Gén. 12:2-3; 9:24).

Humillémonos, pues, en el valle de Acor, aprovechemos el pecado de Acán, que tomó de lo prohibido, trajo la maldición sobre el campamento de Israel y lo turbó (Josué 6:18). Proveerse secretamente de la plata y del oro de Jericó y de los vestidos de Babilonia trae la maldición de Dios sobre nuestras bendiciones, porque no damos gloria a su nombre (Mal. 2:2). Las riquezas de Canaán y el producto de la industria de Sinar estaban vinculados a la adoración de ídolos, y debían ser anatema para quienes invocaban el nombre de Jehová, el Dios único. Pero Acán se contaminó con las cosas malditas y, aunque actuó personalmente, también contaminó a su pueblo. Lo repito: prestemos atención a esta lección.

Pero miremos en nuestra casa. Cuando Israel huyó en Hai, no se esperaba que Acán buscara en las tiendas de sus hermanos la causa de la derrota; estaba bajo sus pies, en su propia tienda, donde él mismo la había puesto. Estemos seguros, la causa de la decadencia de las asambleas de los santos aquí y en otros lugares está encerrada en su corazón y en el mío. No puede haber avivamiento, vitalidad y poder de la Asamblea hasta que los pecados secretos de moralidad y espiritualidad hayan sido expuestos y juzgados individualmente ante el Señor. Que aquel que sea culpable del pecado de mundanidad, como Acán, lo confiese en su propia tienda y lo abandone, para que no sea expuesto en público y juzgado en el valle de Acor.