La casualidad
Autor: Tema:
(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
Se atribuyen al azar o casualidad los acontecimientos y las circunstancias inesperadas que se producen en el mundo. Según que estos hechos sean favorables o desfavorables, se dirá que son producto de la buena o de la mala suerte. Pero el creyente ¿no debe recordar siempre –cualquiera sea el curso de los acontecimientos, que se trate del tiempo y de las estaciones, de las grandes cosas o de las pequeñas, de lo infinitamente grande como de lo infinitamente pequeño– que todo es regulado por aquel que está en los cielos y «hace que su sol se levante sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos»? (Mat. 5:45). Dios lo abarca todo, lo ve todo y lo dirige todo. Los grandes de este mundo y aun la ínfima criatura imperceptible a nuestros ojos dependen de él. «¿No se venden dos gorriones por un centavo? Y ni uno de ellos caerá a tierra sin que vuestro Padre lo permita. Pero aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (Mat. 10:29-30).
El pasado, el presente y el futuro constituirán con la infinidad de sus detalles –de los cuales el menor forma parte de los designios de Dios– el maravilloso conjunto de Sus consejos, ordenados con una riqueza de sabiduría y conocimiento de una profundidad infinita (Rom. 11:33).
El Todopoderoso, el Dios Salvador, nuestro Dios y Padre que es amor, cumplirá, por medio de todo lo que hace, el misterio de su voluntad «según su beneplácito, que se propuso en sí mismo, para la administración de la plenitud de los tiempos, de reunir todas las cosas en Cristo, las que están en los cielos como las que están en la tierra» (Efe. 1:9-10).
No podemos discernir, en los acontecimientos y circunstancias por los que pasamos, todos los secretos motivos de los caminos de Dios con respecto a nosotros; pero por la fe podemos decir con plena seguridad, fundada en su Palabra infalible: «Y sabemos que todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios, los que son llamados según su propósito» (Rom. 8:28). Nosotros tenemos las promesas de Dios y la preciosa declaración del Señor a sus discípulos: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Lucas 21:33).
¡El porvenir! Cuando los hombres piensan en él se llenan de temor y tiemblan: significa la muerte y después el juicio. «Lo que el impío teme, eso le vendrá» (Prov. 10:24). Los creyentes, a los que Dios mismo ha hecho justos al revestirles de la justicia de Cristo, no temerán nada. «A los justos les será dado lo que desean». ¡Qué tranquilidad y qué reposo para nuestros corazones es el reposo de la fe! Estamos seguros de que todo lo que tenemos por delante depende de la voluntad de Dios y de que «ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni poderes, ni cosas presentes, ni cosas por venir, ni lo altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que es en Cristo Jesús nuestro Señor» (Rom. 8:38-39).
¡Ojalá Dios nos permita discernir su voluntad y encontrarla buena, agradable y perfecta! (12:2). Quiera él que, en nuestras oraciones, en las que podemos abrirle nuestros corazones y expresarle nuestros deseos, no asociemos nuestra propia voluntad a la suya. Consideremos la perfecta dependencia del Señor en su sublime oración de Getsemaní. Ojalá nosotros también, digamos con sinceridad: «Pero no sea como yo quiero, sino como tú» (Mat. 26:39); palabras con las cuales deberíamos terminar frecuentemente nuestras oraciones, antes de decir «amén». La Biblia nos da ejemplos muy alentadores de lo que la fe realiza al adecuar nuestros pensamientos a los de Dios e incluso –si es que podemos expresarnos así– al anticipar la voluntad de Dios en su respuesta a nuestras oraciones. El siervo de Abraham es un hermoso ejemplo de ello. Cuando fue enviado por Abraham para que tomase una mujer para su hijo, «… puesto en camino, llegó a Mesopotamia, a la ciudad de Nacor. E hizo arrodillar los camellos fuera de la ciudad, junto a un pozo de agua, a la hora de la tarde, la hora en que salen las doncellas por agua. Y dijo: Oh Jehová, Dios de mi señor Abraham, dame, te ruego, el tener hoy buen encuentro, y haz misericordia con mi señor Abraham. He aquí yo estoy junto a la fuente de agua, y las hijas de los varones de esta ciudad salen por agua. Sea, pues, que la doncella a quien yo dijere: Baja tu cántaro, te ruego, para que yo beba, y ella respondiere: Bebe, y también daré de beber a tus camellos; que sea esta la que tú has destinado para tu siervo Isaac; y en esto conoceré que habrás hecho misericordia con mi señor. Y aconteció que antes que él acabase de hablar, he aquí Rebeca… con su cántaro» (Gén. 24:10-15); y todo lo que el siervo había propuesto en su oración se realizó en la forma que él había deseado y en todos sus detalles, como si se los hubiera dictado a Dios.
Y esto no fue por casualidad, como lo diría el mundo.
Dios sea bendecido porque nada está abandonado a la casualidad.
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1942, página 272