Satanás, el acusador de los santos, y Job
Mi ojo te ha visto (Job 42:1-6)
Autor: Tema:
Aquí vemos el resultado producido en el alma de Job por toda la disciplina por la que había pasado. Hay caminos de Dios hacia nosotros, caminos de amor, por los que él quebranta ese yo miserable, siempre dispuesto a brotar para que, como Job, seamos llevados a decir «me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (v. 6). Aunque verdaderamente piadoso, Job no se había visto todavía a la luz de Dios, y necesitaba conocerse a sí mismo, para que no hubiera ninguna barrera entre su alma y Dios, y toda bendición pudiera descansar sobre él.
Había otra clase de personas, los amigos de Job, que veían en el gobierno de Dios en la tierra pruebas suficientes de su aprobación y juicio del mal. Le decían a Job: “Tú no eres un hombre piadoso, y Dios te está castigando para demostrarte que tu piedad es toda externa”; no entendían nada de sus caminos hacia su siervo. Al principio del libro, vemos que Job era muy rico y dichoso en este mundo, luego Satanás, el adversario, viene a oponérsele, tratando de demostrar que solo es un hipócrita que sirve a Dios por las bendiciones con que le ha colmado (1:10).
La cuestión de la justicia es solo un punto secundario en este libro. Dios permite que Satanás acuse a Job, pero es Él quien comienza a hablar al enemigo sobre su siervo, diciendo: «¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?» (1:8). Job estaba bajo la influencia de la gracia cuando caminaba así, pero no se dio cuenta y se atribuyó el mérito de su caminar fiel, sin considerar como basura todos los bienes terrenales y todas las cosas visibles que le rodeaban. Cuando Pablo era débil era cuando se sentía fuerte, porque entonces se daba cuenta de lo dependiente que era del Señor. Por eso, cuando tuvo una espina en la carne, el Señor no quiso sacársela, porque se la había enviado para mantenerlo dependiente. Le dijo: «Mi gracia te basta; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Cor. 12:9).
Satanás quedó confundido en sus acusaciones contra Job y tuvo que retirarse derrotado porque, a pesar de todas las pruebas que le había amontonado, Job había permanecido sumiso a la voluntad de Dios (Job 2:10). Después de haberlo perdido todo, bendijo a Dios, reconociendo que solo le había hecho bien. Si Dios se hubiera detenido ahí, Job habría salido de la prueba lleno de sí mismo y de su justicia. Cuando Satanás hubo hecho todo lo que podía contra él, Dios justificó a su siervo. Lo mismo sucedió con Israel, cuando Balaam quiso maldecir al pueblo e impedirle entrar en Canaán; Dios le obligó a contemplarlo «de la cumbre de las peñas» (Núm. 23:9) y a declarar que Él «no ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel» (v. 21).
Mientras yo confunda justicia y santidad, no podré tener una paz completa y perfecta. Si se trata de mi aceptación, está en Cristo, y no hay condenación para los que están en él (Rom. 8:1). La santidad consiste en realizar la presencia de Cristo en nosotros y manifestar la vida divina que nos ha sido comunicada. Si esto es así, solo Cristo se ve en nosotros, que somos la «carta de Cristo» «conocida y leída por todos los hombres» (2 Cor. 3:2-3). «El que tiene esta esperanza en él se purifica, así como él es puro» (1 Juan 3:3). En Zacarías 3, Satanás acusa a Israel, que, bajo la apariencia de Josué, estaba cubierto de vestiduras inmundas, pero Dios se hace cargo de la causa de su pueblo y lo reviste de «ropas de gala» (v. 4), después de declarar que es «un tizón arrebatado del fuego» (v. 2), en el que no podría volver a arrojarlo una vez que lo hubiera sacado.
Así sucedió con Job, que no tenía nada de hipócrita. Había acabado con Satanás, pero tenía que tratar con Dios sobre el estado de su alma y, para liberar a Job de sí mismo, Dios envía a sus 3 amigos. Job empieza a hablar y maldice su día. Solo hay un lugar de refugio para nosotros, y si lo abandonamos, nuestros pensamientos se alejan de Dios, perdemos el sentido de su presencia con nosotros y el yo se apodera de nosotros. Podemos ver por todo lo que dice Job que, si Dios le hubiera abandonado después del primer paso, el segundo estado habría sido peor que el primero. Había piedad en el corazón de Job, pero la carne también estaba allí. Era un corazón que conocía a Dios, pero del que Dios sacó lo que allí estaba oculto y de lo que Job no era consciente. Esto es lo que le humilla al final, «en polvo y ceniza». En comunión con Dios, descubrimos lo que somos; la luz revela la profundidad de nuestra maldad y nos lleva a juzgarnos fundamentalmente ante él. La maldad se manifiesta en la comunión con Dios, en lugar de en las caídas. Si Job hubiera sido humilde ante Dios, no habría necesitado ser humillado. Pensaba en sí mismo, en sus cualidades, en su piedad: ese era el mal. Si solo nos ocupamos de la gloria infinita y de la grandeza de Dios, ya no pensaremos en nosotros mismos. Si no descubro en su presencia lo que soy, sucumbiré a la tentación.
El fiel Eliú dice a Job que «Dios no desestima a nadie» y «no aparta de los justos sus ojos» (Job 36:5, 7). Ni por un momento deja de preocuparse por sus hijos y de fijar en ellos sus ojos. Había considerado a su siervo Job y sabía qué lecciones tenía que aprender. Dios sabe todo lo que pasa en nuestros corazones y «¿qué enseñador semejante a él?» (36:22). Eliú muestra a Job que no es el mundo en su desordenado estado actual el que nos hace conocer la justicia de Dios, como habían creído falsamente los otros amigos de Job. Es una inmensa bendición que Dios piense en nosotros y nos siga con la mirada. Según lo que ve en nosotros, nos disciplina sabiamente, para derramar sobre nosotros bendiciones cada vez más abundantes y hacernos comprender que estamos muertos a nosotros mismos y al mundo y vivos con Cristo ante él. Quiere que caminemos en santidad práctica, manifestando la vida de resurrección que tenemos en él, y que no haya nada en nuestras vidas, en pensamiento, palabra u obra, que no sea fruto de su gracia obrando en nosotros. Fue en la humillación donde Pedro aprendió las lecciones que le prepararon para el ministerio que el Señor le había encomendado; esa fue la escuela de Dios para él. Muriendo por él, Cristo había borrado enteramente su pecado: cuando volvió a ver a Pedro, después de su resurrección, a orillas del mar de Galilea, no le dijo ni una palabra al respecto, sino que le hizo 3 veces esta pregunta: «¿Me amas?». Cuando Pedro ha sido sondeado hasta la médula, el Señor le confía sus ovejas (Juan 21:15-17) porque, habiendo sido cernido, ha aprendido a conocerse a sí mismo y a confiar enteramente en Cristo.
Job dijo: «Mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco» (42:5-6). Es a esta convicción a la que debe ser llevado, y nosotros también, para darse cuenta de la plena bendición. Cuando vea lo que es el pecado a los ojos de Dios y lo que Jesús sufrió para liberarme de él, ¿qué efecto tendrá en mí? El yo será plenamente juzgado. Si mis ojos estuvieran constantemente vueltos hacia Dios y si, en cada momento, me diera cuenta de su presencia juzgando, a su luz, todo lo que se presenta ante mí, podría gozar constantemente de las bendiciones que derrama sobre los suyos.
Dios no nos quita los ojos de encima ni un momento: ¡que nos dé la gracia de no apartar nunca nuestra mirada de él!
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1962, página 17