Carta acerca de la evangelización
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Amado hermano:
Pienso que el don de evangelista es el mayor de los privilegios que puede recibir un creyente; aunque personalmente yo no sea un evangelista, hago, sin embargo, cuantas veces me sea posible, la obra lo mejor que puedo.
Esto no constituye una dificultad para mí, sino más bien lo que usted me dice: que la evangelización ha debilitado la enseñanza, o doctrina dada a los santos. Los dones espirituales son claramente distintos y no veo por qué el uno tenga que desvirtuar o aminorar al otro. Es cosa cierta que el apóstol Pablo evangelizaba, y tan cierta asimismo que enseñaba, y que enseñaba predicando el Evangelio; testigos de ellos fueron los tesalonicenses; si el apóstol no buscaba fruto inmediato, queda por cierto que, sin embargo, lo obtuvo. Él hacía la distinción entre ministro del Evangelio y ministro (siervo) de la Iglesia para completar la Palabra de Dios (véase por ejemplo Efe. 3:7-10 y Col. 1:23-25). En ambos casos –seamos «evangelistas» o «maestros»– hemos de permanecer en comunión con Dios, como quienes han sido llamados por él para desempeñar este o aquel servicio; y no veo por qué el poder de Dios no habría de obrar igualmente en ambos casos.
Pero en vez del cristianismo se ve a menudo cierto “ministerio de salvación”, que Dios, por cierto, puede bendecir (con la salvación de almas), pero que lleva frutos en consecuencia. Existe la idea general de que Dios es amor y quiere que todos los hombres sean salvos (véase 1 Tim. 2:4) y, felizmente, es verdad, pero no se va más allá de ello; alcanzar la salvación, la seguridad en cuanto a la eternidad; no pasan de ahí. En cuanto a los propósitos de Dios, la gloria de Cristo ante quien seremos todos obligados a caer de rodillas, todo esto queda ignorado por los actuales evangelistas. Por esto, cuando ven a un alma redimida, están satisfechos y no van más lejos. Se pierde de vista el interés que tiene Dios para los suyos, lo cual induce al siervo del Señor a edificar. Si estuviéramos con Dios, con respecto a estas almas, estaríamos bien pronto dispuestos a dar testimonio delante de ellas.
Hay otra cosa: la gloria que se debe a Cristo en su Iglesia. He de confesar que esto me preocupa mucho, aunque yo sea un pobre instrumento para ese trabajo también. Pero esto me induce a orar por los santos, y a testificar asimismo ante ellos. El mal no reside tanto en una dedicación sincera a la evangelización, que es en sí misma un medio de bendición para la Asamblea, como en permanecer siempre en dicha dedicación, olvidando por completo la obra espiritual de edificación. Esto último afecta a la misma evangelización; entonces esto tiene menos de Cristo, hace resaltar más la importancia del hombre, y cuando se verifica bajo la forma de un “avivamiento”, la evangelización contiene más elementos superficiales, y no da nunca un terreno estable para edificar.
¡No vaya usted a pensar, ni por un instante, que quisiera disminuir la importancia de la evangelización! Al contrario, estoy seguro que Dios la bendice, de modo especial, para recoger almas en estos últimos días; y es cosa excelente para una asamblea que los corazones de sus componentes sean ocupados en esta obra. En sus principios, caracterizó a los hermanos y creo que es aún el caso, aunque hoy día, la evangelización, es también la obra de muchos otros hijos de Dios.
El amor que se manifiesta y ejercita en ello vincula también a los creyentes entre sí; pero Dios está obrando en medio de una gran masa de cristianos profesos, despertando en las almas el sentimiento de su estado, y esto tiene también su importancia. El clamor «de medianoche» que despertó a las vírgenes (véase Mat. 25) no era lo que suele llamarse el Evangelio. En fin, la mano no puede decir al pie: No tengo necesidad de ti. No es que tengo en poco el gozo de poder contar el número de las conversiones, pero no hay que apoyarse sobre esto: «Cuando hagáis todo lo que os es mandado, decid: Siervos inútiles somos, lo que debíamos hacer hemos hecho» (Lucas 17:10).
Manténgase, pues, la obligación de servir a Cristo, y esto tiene suma importancia. No atribuyamos el resultado producido a nuestro trabajo, sino que ofrezcamos nuestro trabajo y nuestro corazón a Cristo. Estoy seguro que, si estuviéramos cerca de Cristo, haríamos bien ambas cosas: evangelizar y enseñar; suponiendo, desde luego, que Cristo nos haya llamado para esto. No pongamos, pues, lo uno en lugar de lo otro, pero sepamos lo que Cristo piensa acerca de ello. Permanezca con Cristo con respecto a los santos cuando tiene usted que hablarles. Permanezca con Cristo acerca de ambas actividades y vea cuál sea el resultado.
Esta cuestión, en general, me ha preocupado por mucho tiempo en su relación con las actividades espirituales del momento. Nunca me ha sido concedido ver mucho fruto, y mi actividad ha sido más bendita trayendo paz a las almas que despertándolas a la fe. Hay alguien, a Dios gracias, que está encima de todo y que lo hace todo: ¡Mirémosle a él!
El Señor le bendiga ricamente, le guíe en su alma y en su trabajo y le guarde en Su gozo.
Revista «Vida cristiana», año 1954, N° 11 y 12