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La Institución de la Cena del Señor según los Evangelios
Notas de una meditación - Mateo 26:26-28; Marcos 14:22-24 y Lucas 22:19-20
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Es sorprendente que en el Nuevo Testamento haya muy pocas ordenanzas prescritas para el creyente. Tenemos el bautismo y la Cena del Señor; pero nada más. Esta ausencia de rituales forma un gran contraste con la religión de los judíos. Bajo la Ley de Moisés había muchos sacrificios que debían ofrecerse diariamente y a lo largo del día, y estos sacrificios eran de muchas clases. Había un magnífico edificio donde los hombres debían acudir a adorar. Había sacerdotes especialmente designados para el servicio de las cosas santas en el lugar santo, con diversas ocupaciones. También había levitas con servicios definidos dentro de los muros del templo. En resumen, había muchos ritos y ceremonias que observar. Pero cuando llegamos al Nuevo Testamento, este orden de cosas desaparece y la adoración en espíritu y en verdad toma el lugar de la adoración según una regla.
La Cena del Señor se menciona de manera definida en un pequeño número de pasajes, siempre en el lenguaje más sencillo, al igual que el servicio mismo. No hay dificultad en observarla; tampoco hay nada costoso. Pan y vino, al alcance de todos, componen la Cena. No hay sacerdocio en la Asamblea, ni se autoriza a nadie a administrarlo. Lo que se prescribe es notable por su sencillez.
1 - Cristo mismo, no su sombra
¿Por qué este contraste tan llamativo? Se pueden dar muchas razones, pero me gustaría mencionar aquí solo una; será suficiente para el propósito que tengo en mente.
Bajo la Ley, los sacrificios y los servicios del sacerdocio anunciaban, durante los siglos del Antiguo Testamento, a Aquel que iba a venir a realizar la obra grande y perfecta, que era poner fin a los pecados y establecer la justicia. El Nuevo Testamento revela que esa Persona, el Hijo de Dios, entró en el mundo y realizó la obra de la redención. Y más que eso, esta preciosa verdad de que él se presentó en medio de los suyos en su reunión después de su resurrección. Cuando usted tiene el objeto mismo, ¿se interesa a su sombra? Cuando tiene el antitipo, ¿qué necesidad tiene del tipo?
La Cena del Señor pone los corazones de los hijos de Dios en asociación estrecha y viva con la Persona de Jesucristo mismo, y, teniéndolo a él, se elimina todo simbolismo legal. La Epístola a los Hebreos explica esto en detalle. Es el Señor, pues, quien da a la Cena su carácter esencial. Él hace que su pueblo disfrute de su presencia incluso en las circunstancias más difíciles. Ya estén dispersos y separados, ya sean perseguidos, en cualquier parte de este vasto mundo, cuando se reúnen en su nombre, con el deseo de «hacer esto en memoria» de él, él está en medio de ellos, y su presencia suple a su incapacidad. La presencia de Cristo mismo capacita al creyente para elevarse por encima de todas las circunstancias externas, sean cuales fueren.
Sé que participar en la Cena no es una comunión individual, y tal vez volvamos sobre este tema; pero todos deben comprender claramente que nadie puede captar plenamente el sentido de la Cena, ni gozar de la bendita plenitud del gozo de participar en ella, si no reconoce la presencia del mismo Cristo; él está allí fiel a su Palabra y no a nuestros sentimientos. A menudo hay causas que, en la Cena, tienden a distraer o desviar los pensamientos de nuestro corazón del tema del momento; pero, cuando se advierte la presencia del Señor, pierden su influencia y desaparecen en su propia insignificancia.
2 - Las circunstancias de la institución
Es interesante recordar las circunstancias en que se inauguró la Cena. Esto nos ayudará a tener una visión correcta de este memorial y de su importancia espiritual. Fue instituida en la víspera del momento más solemne, si puedo decirlo así, de la vida de nuestro Señor. Él, el Hijo, hecho hombre, había pasado por las diversas escenas de este mundo en las que los ángeles lo contemplaban a él, el despreciado de los hombres. Nunca sabremos cómo fue para él este paso por el mundo. A lo largo de su ministerio, tuvo ante sí el momento al que se refería cuando lo llamaba «su hora». Había una hora, un momento definido, hacia el que caminaba. Todo en él estaba fijado de antemano y él lo sabía. Nunca le cogió por sorpresa, como a nosotros, sino que afrontó, con plena conciencia, las dificultades, los dolores y la agonía del Calvario. Siguió adelante sin que su corazón, su propósito o su acción se vieran alterados por lo que sabía que iba a suceder. Su amor nunca disminuyó en modo alguno; sus obras de gracia nunca quedaron inacabadas, porque la gran obra de la expiación estaba ante él. En su gracia inalterable, continuó con su humilde servicio día tras día, noche tras noche. Sus días estaban llenos de magníficas expresiones del amor divino manifestado en este mundo oscuro y perverso. Cuanto más se acercaba al Calvario, más se adentraba en las sombras de la terrible oscuridad que lo envolvería en la cruz; y fue en la víspera de ese momento cuando instituyó la Cena. La misma noche de la Pascua, aquella noche tan llena de acontecimientos de importancia universal, reunió a sus discípulos en el aposento alto para celebrar la Pascua. Allí estaban Jesús y los 12 discípulos que había elegido para ser sus apóstoles. Habían sido sus compañeros predilectos, testigos llamados a seguirle y a escuchar sus palabras en la más estrecha intimidad.
3 - Los discípulos se disputaban el primer puesto
Estaban alrededor de la mesa, con Jesús en medio. Cuando Jesús los vio, igual que nos ve hoy a nosotros, supo lo que había dentro de ellos. La Escritura nos muestra que eran hombres con las mismas pasiones que nosotros; a veces impulsivos en su amor, a veces perdidos en pensamientos vanos y malvados. ¿No deberían haber estado preocupados por lo que le esperaba a su Maestro? Unos días antes, Jesús había dicho a los 12: «Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los [jefes de los] sacerdotes, y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para que se burlen de él, lo azoten, y lo crucifiquen; pero al tercer día resucitará» (Mat. 20:17-19). Los judíos y los gentiles se unirían para darle muerte. Era de suponer que el interés y la expectación por estos acontecimientos les habrían ocupado aquella noche, la noche de la Pascua. ¿Qué significaba la sangre del cordero? ¿No era un recordatorio de la hora del juicio y de la muerte que había pasado sobre Egipto? Si hubieran pensado seriamente en las palabras del Señor, ¿no habrían entrado en el aposento alto con el corazón lleno de la solemnidad del momento, con un sentimiento de tristeza y dolor ante su amado Maestro, en lugar de discutir entre ellos para ver quién sería el más grande?
¡Qué dolorosa debió ser esta disputa para el Señor! Tenía ante sí, en la mañana del siguiente día, la cruz en la que había de sufrir por ellos y cargar con sus pecados. No había ningún consolador, nadie que simpatizara con él, nadie que se fijara en él. Pero no juzguemos a estos discípulos con demasiada dureza; juzguémonos más bien a nosotros mismos. ¿No somos a menudo culpables de pensamientos indignos de la mesa del Señor? En los momentos más solemnes, cuando el Espíritu de Dios hace revivir ante nosotros las horas de sufrimiento en el Calvario, pueden surgir en nuestro corazón pensamientos que no están en armonía con el tema con el que el Espíritu de Dios quiere ocuparnos. Deberíamos inclinar la cabeza avergonzados cuando participamos de la Cena y hay cosas en nuestro corazón que no deberían surgir allí en un momento tan sagrado.
4 - El servicio de Jesús en la Cena
Jesús se levantó de la mesa, se despojó de sus vestiduras y se ciñó una toalla, sabiendo, como dice el amado apóstol, que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos, y que había salido de Dios e iba a Dios. Luego fue de unos a otros, como siervo de todos, a lavarles los pies. ¿No era esto suficiente para conmover sus corazones? El Señor de gloria, a quien hasta los ángeles se alegran de servir, estaba allí, sirviendo humildemente a los apóstoles, hombres de condición humilde. El Hijo de Dios se había humillado para servirlos a todos. «Estoy entre vosotros como el que sirve» (Lucas 22:27). Esta palabra, este servicio. ¡Qué lección para nosotros!
Recordemos que en ninguna ocasión de nuestra vida espiritual vemos manifestarse más maravillosamente la gloria de la humildad del Señor que en la Cena del Señor. ¿Qué nos dicen el pan y el vino? Nos hablan de Aquel que bajó del cielo para servir en su vida y en su muerte, de Aquel que pasó bajo las olas de la ira divina, por la muerte infame de la cruz, siempre para servir. ¡Y nosotros nos avergonzaríamos de servir a Cristo que sirvió por nosotros!
5 - Jesús y Judas
Todas estas circunstancias están asociadas a la institución de la Cena, que contrasta en su serena belleza con lo que rodeaba al Señor en Jerusalén y con lo que le esperaba al día siguiente. Entre aquellos pocos hombres que estaban a la mesa con él, había debilidad e incluso perversidad. Uno de ellos tenía sus intereses completamente opuestos a los del Señor; pues Judas estaba allí. «Estáis limpios», les dijo el Señor, «pero no todos» (Juan 13:10). En aquel pequeño círculo Sus ojos vieron a un hombre insensible a los benditos rayos de la gloria divina que brillaban ante él desde hacía 3 años. Su corazón no había sido tocado por el ministerio de la gracia; al contrario, se había endurecido; el amor de Jesús nunca había penetrado en su alma. Su traición fue una manifestación del poder de Satanás, que se había apoderado de uno de aquellos pocos apóstoles. El Señor señaló al traidor y le dio el bocado. Judas lo tomó, pero se resistió a la llamada de Cristo, cuyo amor rechazó; su alma quedó totalmente devastada y arruinada. «Lo que haces, hazlo cuanto antes», le dijo el Señor. Entonces se levantó de la mesa y salió; y la Escritura añade: «Era ya de noche» (Juan 13:27). Salió a la oscuridad de la noche para llevar a cabo su oscuro plan. Judas estaba a la mesa, pero abandonó la presencia del Señor para ir a su propio lugar.
Cuando se hubo ido, el Señor tomó el pan y el vino e instituyó la Cena. Luego comenzó a dirigir a los apóstoles las palabras de despedida que recoge el Evangelio según Juan y que son tan preciosas para nosotros. Se compadecía de su tristeza porque iba a dejarles; sabía que lo amaban de verdad y que, en su amor, estaban dispuestos a dejarlo todo por él, pero que eran débiles para la acción. Les dijo: Me voy; estáis llenos de tristeza; sé que me amáis y que lloraréis cuando me vaya, pero volveré a vosotros. Y así ilumina su futuro con la promesa de su regreso; los reanima con esta esperanza gloriosa, después de haber instituido la Cena en memoria de sí mismo.
6 - El Señor tomó pan y dio gracias
Veamos por un momento cómo el Señor instituyó la Cena. Los detalles nos son sin duda familiares. Mientras los discípulos comían, el Señor tomó pan. Este acto no formaba parte del ritual de la Pascua; era muy distinto de él. La cena pascual había tenido lugar, la ceremonia se había mantenido en su forma actual, y entonces el Señor instituyó una nueva cena que debía sustituir a la primera, porque la Pascua estaba a punto de cumplirse con el sacrificio del mismo Señor; y, una vez cumplida, desaparecía, por así decirlo, del ciclo de fiestas ordenadas.
El Señor tomó el pan y bendijo. No se dice que él lo bendijera. Esto no significa que lo convirtiera en otra cosa; no lo transformó. Bendijo a Dios. Reconoce al Dador; su corazón se eleva a Dios en acción de gracias, como a él le gustaba hacer incluso por las cosas más pequeñas. Si comparamos el relato de Lucas con los de Mateo y Marcos, veremos que en Lucas las palabras paralelas son: «Tras dar gracias» (Lucas 22:17). No hay nada en la Escritura que sugiera que el pan se convirtió misteriosa y milagrosamente en algo distinto de lo que era antes.
Indudablemente había algo más en este acto que una simple acción de gracias por el pan dado. Debía haber un sacrificio y sangre derramada, y estas 2 cosas estaban ante el alma santa de nuestro Señor: este pan debía representar su cuerpo, que debía ser ofrecido en amor. Había venido al mundo para habitar un cuerpo preparado para él, e iba a compartir las vicisitudes de la vida entre los hombres. Se acercaba al cumplimiento de la obra que le había sido encomendada; podía bendecir a Dios porque así fuera. Tendría que luchar en la angustia de la batalla en el huerto de Getsemaní contra el poder de las tinieblas. Tenía ante sí la ira, una perspectiva tan contraria a su santidad. Y ahora instituye la Cena, parte el pan, levanta la vista y lo distribuye. Tiene el gozo de salvar a miles de almas de una terrible destrucción. Había querido comer la Pascua con sus discípulos antes de sufrir, e instituir la Cena, que era algo nuevo y muy diferente que los suyos tendrían que hacer por él; un memorial para ellos. ¿Necesitaba él este memorial para sí mismo? ¿Una señal tangible para llamarnos a su corazón? Nuestros nombres están grabados en las palmas de sus manos. Pero, ¿no somos olvidadizos? ¿No necesitamos que se reavive nuestra memoria? El Señor, conociendo nuestra debilidad, tomó el pan y dijo: «Tomad, comed; esto es mi cuerpo» (Mat. 26:26); y con estas sencillas palabras, si se puede hablar así, nos asocia a él en la gran obra del Calvario y en sus resultados. Es como si hubiera dicho: Toma esto; que esta verdad sea tuya, que penetre en tu ser: toma, come. Así, amados, es como podemos sentirnos tan cerca de la bendita Persona del Señor Jesucristo en la Cena.
7 - El pan, un memorial
Tengamos también claro otro punto. Cuando el Señor dijo: «Esto es mi cuerpo», tenía el pan en sus manos y se lo dio a comer; estaba presente ante sus ojos, pero distinto del pan, que solo era para ellos un memorial dado por él; era el emblema del cuerpo en el que sufrió e hizo la obra de la redención. El carácter de aquella primera Cena sigue siendo verdadero, y es importante que la fe se dé cuenta de ello. Es que el Señor mismo, vivo y glorioso, aquel en cuyas manos están ahora todas las cosas, está presente para presidir la fiesta si se lo permitimos. Algo más se dice del pan que es su cuerpo, que como dice Lucas «que por vosotros es dado». Si se comparan los relatos de los 3 Evangelios (lo que siempre es provechoso), se encuentran estas palabras que no están en Mateo ni en Marcos. Captan nuestro corazón y nos llevan a una comunión más estrecha con el Maestro mismo. Al pronunciar estas palabras, el Señor podía aplicarlas personalmente a cada uno de los comensales. “Por mí”, podía decir Pedro. “Por mí”, podía decir Santiago; todos y cada uno de ellos podían decir: “Se entregó por mí”. El Señor quería que sus corazones latiesen más deprisa por él. Atrajo la adoración de sus almas haciéndoles comprender que los sufrimientos que tenía que soportar en su cuerpo serían por ellos. La gran obra se realizaría para su beneficio y bendición.
Sé que hay en ello el cumplimiento de la voluntad de Dios; sé que la muerte de Cristo tiene resultados infinitamente extensos, que no podemos comprender, ni medir plenamente su alcance; pero ¿puede haber algún pensamiento que conmueva mi corazón más profundamente que el recuerdo de los sufrimientos de Cristo por mí? Él murió por mí. «Mi cuerpo que por vosotros es dado», dice con todas sus letras. La bendita Persona que sí misma se ofreció como sacrificio no se guardó nada. Este es el sacrificio que Dios ama, todo el holocausto que se le ofrece completo, sin dejar nada fuera.
8 - La copa después de la cena
Pero la Cena no se reduce solo al pan. También se dio la copa. Él tomó la copa, da gracias y se la dio a ellos, diciendo: «Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre, la del pacto». Con estas palabras, el Señor nos indica que el acontecimiento particular que debemos recordar es su muerte. En la Cena hay 2 elementos: el pan y el vino. El pan es el cuerpo, el vino la sangre. Separados en esta forma emblemática, juntos representan, sin embargo, la muerte del Señor Jesucristo. Como sabemos, la sangre en el cuerpo es la vida; así se expresa en todo el Antiguo Testamento. La sangre considerada por separado es testigo de la muerte. Así fue para el Señor históricamente; pues leemos que después de haber entregado su espíritu, el soldado le atravesó el costado con una lanza, y salió sangre y agua. Esta señal de muerte quedó registrada en la tierra como prueba de que la gran obra del don de la vida se había cumplido; de que nuestro Señor y Salvador había gustado verdaderamente la muerte, postrándose ante el rey de los terrores que hace palidecer los rostros y temblar los corazones de la multitud de los humanos. Probó la muerte, pero mostró su poder sobre ella.
Los corazones de los apóstoles quedaron ciertamente asombrados cuando escucharon estas palabras y reflexionaron sobre ellas: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”. ¿Qué quería decir el Maestro? No era la primera vez que les hablaba de la carne que les daría a comer, y muchas veces les había hablado de su muerte; ahora estaba muy cerca. Cuando dijo: «Esto es mi cuerpo que por vosotros es dado», era como si les dijera: no hay otro camino para la vida; para mí es el camino de la muerte. En mi vida, en mi encarnación, estoy absolutamente separado de vosotros. Solo a través de mi muerte podéis participar de mí; solo así podéis ser bendecidos; por eso mi cuerpo es dado y mi sangre es derramada por vosotros. El Hijo encarnado estaba en este mundo, y la muerte era necesaria para la salvación del hombre. Dios había dicho: «El alma que pecare, esa morirá» (Ez. 18:20). Entonces se presentó aquel que estaba sin pecado, que daba su vida y descendía a la muerte para bendición de los que le rodeaban y de los que creyeran en él a través de ellos.
Tomó la copa, dio gracias y todos pudieron beber, excepto Judas, que ya no estaba allí. Jesús le había lavado los pies con agua, pero su corazón seguía impuro. ¿De qué le habría servido comer y beber con el corazón impuro? Pero el Señor invitó a comer y a beber a aquellos cuyos corazones le habían permanecido fieles: podéis participar, bebed todos de él. El Señor añadió: «Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre» (Lucas 22:20; 1 Cor. 11:25). La sangre se refería al nuevo pacto anunciado por los profetas, que se hará con la casa de Israel y de Judá y que se verá en toda su gloria. Esta sangre es la base de este pacto; iba a ser derramada y la copa es el memorial del mismo.
9 - Los pecados perdonados. El recuerdo de Cristo
«Esta es mi sangre, la del pacto, la cual es derramada por muchos, para remisión de pecados» (Mat. 26:28). La Cena no es una reunión para recordar nuestros pecados perdonados. Las instituciones de la Ley difieren de la Cena en este aspecto. Cuando se ofrecían sacrificios, siempre había un recordatorio de los pecados y, cada año, el día de la expiación, otra vez. Los creyentes no son invitados a la Cena para hacer esto, sino para recordar a Aquel que murió y cargó con nuestros pecados en su propio cuerpo. No es que no seamos conscientes de que hemos pecado; pero la Cena es para aquellos por quienes Cristo derramó su sangre, para que sus pecados fueran borrados. Jesús, mirando a los que le rodeaban en el aposento alto, vio las marcas indelebles del pecado en su carácter moral; pero fueron limpiados por su Palabra. No había venido solo con agua, sino con agua y sangre; iba a derramarla para la remisión de sus pecados. Por eso, cuando bebemos la copa, recordamos su sangre derramada y estamos en tierra sagrada. Estamos juntos en estrecha comunión con nuestro Señor y Salvador, por lo que solo podemos pensar en lo que nos ha acercado tanto a él.
Los discípulos no comprendieron el verdadero carácter de la copa; no podían anticipar el valor que la sangre de Cristo tendría para ellos; pero nosotros lo sabemos hoy.
Amados, ¡qué maravilloso es meditar sobre este tema cuando nos reunimos para recordar al Señor Jesucristo! ¿Es posible que en momentos como este nos quedemos sin cosas en qué pensar y adorar? ¿Los acontecimientos de la semana pasada ocuparían nuestros corazones y borrarían el santo recuerdo de Cristo y de su muerte?
Amados míos, pensemos en aquella noche en que se instituyó la Cena. Jesús estaba allí, en este mundo donde, durante 3 años, había desempeñado su servicio activo. Antes de abandonarlo, reunió a su alrededor a 11 hombres apartados de entre los millones de habitantes de la tierra. ¿No podía al menos esperar de ellos que entraran en lo que tenía ante sí? Pero ninguno de ellos pudo estar a la altura de lo que le esperaba. Estaban lejos de darse cuenta de la carga que pesaba sobre el corazón del Señor en aquel momento. ¿No hay incluso ahora una increíble falta de interés por la muerte de Cristo? De los muchos millones de almas sobre la faz de la tierra que llevan el nombre de cristianos, ¿cuántos son hoy los que se reúnen habitualmente con el único propósito de cumplir la palabra del Señor: «Haced esto en memoria de mí»? Comparativamente, son pocos los que muestran alguna preocupación por su Palabra en este sentido.
¿Nos cansaríamos de este santo tema? ¿De recordarlo el primer día de cada semana? ¿Sería demasiado? ¡Cómo debió sentir el Señor la indiferencia de los suyos en aquella noche en que fue traicionado! ¿Cuánto debe sentir, incluso ahora, la indiferencia, la negligencia, el descuido por parte de tantos hacia el memorial de la gloriosa obra que tanto le costó realizar?
Queridos amigos, si no comemos el pan y bebemos la copa, no estamos obedeciendo las palabras del Señor: «Haced esto en memoria de mí». Pueden tener excusas, pueden poner objeciones y dificultades, pero si no comen la Cena, no están obedeciendo al Señor. Sus palabras son sencillas, su llamada irresistible. El Señor no nos pide que hagamos un sacrificio, sino que lo recordemos bebiendo la copa. Que nuestro corazón y toda nuestra alma estén siempre dispuestos a hacer su voluntad. Si lo honramos, él nos honrará. Si le somos fieles, él nos será –iba a decir: Él nos será fiel; pero él siempre nos es fiel; sea lo que fuere lo que nos indigna, él sigue siendo fiel, y ¿no es esta una razón de más para cumplir, por cuanto de nosotros dependa, las palabras de nuestro Señor que dirige a los que lo aman y siguen sus huellas en este mundo?