La actitud del hombre de Dios en los últimos días

Notas de una predicación sobre 2 Timoteo 1:8-14


person Autor: William John HOCKING 36

flag Tema: La decadencia, la ruina, el declive, los remanentes


1 - El texto de 2 Timoteo 1:8-14

«Por tanto, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; sino participa de las aflicciones por el evangelio, según el poder de Dios, quien nos salvó y nos llamó con santo llamamiento, no según nuestras obras, sino según su propio propósito y la gracia que nos dio en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos, pero manifestada ahora por la aparición de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien abolió la muerte y sacó a luz la vida y la incorruptibilidad por el evangelio; para el cual yo fui puesto como predicador, apóstol y maestro. Por esta causa también padezco estas cosas, pero no me avergüenzo, porque sé a quién he creído, y estoy convencido que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día. Retén el modelo de las sanas palabras que oíste de mí, en fe y amor en Cristo Jesús. Guarda el buen depósito por el Espíritu Santo que habita en nosotros» 2 Tim. 1:8-14).

2 - La razón de este texto: ¿cómo comportarse en un momento difícil de declive?

Esta Segunda Epístola a Timoteo es de especial interés y nos concierne particularmente como testigos del Señor Jesucristo en una crisis difícil.

El apóstol escribía a su joven amigo y convertido a la fe, Timoteo, un hombre probablemente de carácter reservado y algo tímido, y su Epístola está llena de esa mezcla de afecto y sabiduría propia de Pablo en su servicio como apóstol. Escribe para consolar y animar a Timoteo, temiendo que su valor decaiga a causa de los peligrosos tiempos que se avecinaban. Los días eran ciertamente difíciles para Pablo y también para Timoteo, y ante estas dificultades, la pregunta era naturalmente saber qué había que hacer. El apóstol no escribe tanto para comunicar una nueva revelación de la verdad, sino para dar consejos a Timoteo en el amor de todo su corazón; y más aún, en el rico goce de la gracia de Dios en su propio corazón, con miras a un verdadero estímulo de su joven amigo hacia Dios. De este modo, la Epístola nos interpela de forma directa y práctica, como hacen siempre este tipo de comunicaciones. La verdad formal y escueta puede convencer nuestras mentes, pero no siempre arrastra a nuestros corazones con ella, y en las cosas de Dios queremos no solo ser claros en nuestros pensamientos, sino también devotos en nuestros corazones.

3 - Éxitos y fracasos

El apóstol mismo, por supuesto, sentía profundamente las difíciles dificultades de la época, y si consideramos por un momento su posición, su preocupación no es sorprendente. Prisionero del evangelio, como lo era entonces en Roma, miró hacia atrás 30 años, y podía ver la gran transformación espiritual que había tenido lugar sobre la faz del mundo entero en ese corto tiempo. Al principio de ese período, el Evangelio de la gracia de Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo había sido predicado por primera vez a los hombres con el poder del Espíritu Santo; ¡qué victoria inmediata había obtenido en todas partes! Se había extendido de ciudad en ciudad y de provincia en provincia, y a través de los mares, hasta que parecía que el mundo entero iba a ser sometido a Cristo.

Los gentiles abandonaban sus ídolos, los judíos abandonaban la ley de Moisés; y ambos se reunían con humildad y mansedumbre a la Mesa del Señor, y sentían en su interior el poder activo del Espíritu Santo. Los egoístas se volvían bondadosos con los demás, y los deseos carnales de la naturaleza humana eran vencidos en la vida de los hombres por el espíritu de santidad.

En esta gran obra misionera, Pablo había desempeñado un papel personal en todas las direcciones, y así todo esto, y más aún, estaba ante el gran corazón del encarcelado apóstol de los gentiles, mientras que su ardiente deseo era predicar el Evangelio en todas partes. En Roma, en su confinamiento, miraba a su alrededor y, en lugar de ver que la victoria del Evangelio seguía extendiéndose, veía fracasos y deserciones. Los hombres abandonaban las cosas de Cristo y se apartaban de su siervo y, en todos los sentidos y de todas partes, recibía noticias de apostasía de corazón y de mente en las iglesias. En aquella época deseaba sobre todas las cosas predicar el evangelio en Roma y en otros lugares, pero aquí, en la metrópoli, tenía las manos atadas. Y mientras otras lenguas proclamaban la buena nueva, él debía guardar silencio.

4 - No avergonzarse

Mientras todas estas cosas oprimían su corazón, Pablo tenía que escribir para animar a Timoteo, cuya fe parecía desfallecer a causa de la decadencia general. Sin embargo, frente a todas las decepciones y sufrimientos que le habían sobrevenido, el amado apóstol escribía estas palabras que todavía resuenan con tanta confianza, y llevan una nota de aliento para nosotros en medio de pruebas similares: «No te avergüences». Sopesando todos sus sufrimientos como apóstol, y mirando retrospectivamente su carrera de servicio por Cristo, no consideraba que sus palabras y sus obras hubieran sido gastadas en vano. No se avergonzaba en aquel día de aparente fracaso; ¿y por qué no se avergonzaba? Porque seguía y servía a Aquel a quien conocía bien y de quien había demostrado plenamente su valía. Sería bueno que nos lleváramos al corazón estas palabras de Pablo escritas a Timoteo.

En el versículo 12, el apóstol hace especial referencia a sus sufrimientos, a la vergüenza y al oprobio que habían caído sobre él y sobre sus trabajos como siervo de Cristo. Deben ustedes pensar en sus palabras de audaz seguridad a este respecto. El hecho de que, según todas las apariencias, su trabajo había fracasado, podía parecer respaldar la base de un posible motivo de vergüenza personal. ¿La responsabilidad de este aparente fracaso no recaía sobre sus propios hombros?

Pablo había renunciado a muchas cosas por Cristo. Tenía muchas de las ventajas según la carne de las que la gente del mundo se jacta: «Circuncidado al octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín», etc. (Fil. 3:5), pero había renunciado a todas estas cosas por Cristo, considerándolo todo como una pérdida por conocer a Cristo, según lo que dijo a los creyentes de Filipos.

Pero si su obra parecía ser un fracaso, si la expresión externa de la Iglesia parecía quebrantada y arruinada a los ojos de los hombres, tal resultado, ¿no arrojaba un oprobio sobre él como obrero? ¿No parecía que era él quien debía avergonzarse de lo ocurrido? Tal vez lo pensara en su fuero interno, pues era hombre con las mismas pasiones que nosotros; pero, sin embargo, en aquella tristeza deprimente se veía plenamente apoyado y preservado de la decepción que sobrevenía a un corazón lleno de una simpatía tan amplia y profunda como el suyo, un corazón lo bastante amplio como para abarcar el mundo entero.

Desamparado y abandonado, Pablo, para encontrar un sustento, se volvía hacia el Señor que conocía. Él era el que había aprendido por sí mismo lo que era la vergüenza en el sentido más amargo, aquí en este mundo. Sabemos que la palabra «vergüenza» puede entenderse de varias maneras. La vergüenza comenzó en el Jardín del Edén, cuando nuestros antepasados perdieron su posición por desobedecer a Dios. ¿Cómo podrían levantar la vista y encontrarse con su Creador paseando por el jardín al fresco del día? Se avergonzaban porque habían pecado; se sonrojaban por su desobediencia; eran como el hombre del templo que ni siquiera alzaba los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: «¡Dios, ten misericordia de mí, pecador!» (Lucas 18:13).

5 - La vergüenza que Cristo sufrió

Esta fue la actitud del hombre después de haber pecado. Pero la vergüenza en la vida de nuestro Señor Jesucristo fue de una naturaleza diferente. El oprobio adquirió un carácter que nunca antes había tenido en el mismo grado. Tomemos la vida de los santos del Antiguo Testamento, como Job, Elías, Isaías: todos ellos tuvieron sus fallos y sus horas de vergüenza a los ojos de los demás; pero ¿por qué? Era porque todos habían fracasado. Habían ido por el camino del mal, y debido a su error, un juicio externo vino sobre ellos. Pero cuando tomamos la vida de nuestro Señor Jesucristo, vemos un camino perfecto de dedicación a Dios. Aquí tenemos al Testigo que nunca dejó de hacer la voluntad de Aquel que le envió. Él fue el que no permitió que nada se interpusiera en el camino de la dedicación perfecta a su Padre.

¿Y cuál fue el resultado externo, visible para todos, de su fidelidad y dedicación? –No el éxito, sino el fracaso, no el honor, sino la vergüenza. Fue el Espíritu de Cristo quien dijo, por medio del salmista: «Porque por amor de ti he sufrido afrenta; confusión ha cubierto mi rostro» (Sal. 69:7). Es el Mesías sufriente que fue llevado al polvo de la muerte. Fue él quien clamó: «Dios mío, en ti confío; no sea yo avergonzado, no se alegren de mí mis enemigos» (Sal. 25:2); pero no hubo respuesta de liberación.

Sabemos cómo los sacerdotes del monte Carmelo clamaron en vano a su dios, Baal. Gritaron y volvieron a gritar, pero nadie los escuchó (1 Reyes 18:28-29). En la cruz, el devoto siervo de Dios gritó, como predijo el Salmo 22: «¿Por qué estás tan lejos de mi salvación?… En ti esperaron nuestros padres… Clamaron a ti, y fueron librados; confiaron en ti, y no fueron avergonzados» (v. 1, 4-5). Los ancianos de los judíos se burlaron del Señor crucificado, diciendo: «Ha confiado en Dios; que lo libre ahora, si lo quiere; porque dijo: Soy el Hijo de Dios» (Mat. 27:43). Pero, ¿fue liberado? No, a diferencia de la experiencia de los piadosos y justos en Israel, Cristo fue dejado en el lugar de la vergüenza y la maldición, hasta que el oprobio rompió su corazón. Según la profecía de Isaías, el Mesías dijo: «Porque Jehová el Señor me ayudará, por tanto no me avergoncé; por eso puse mi rostro como un pedernal, y sé que no seré avergonzado» (Is. 50:7). Sin embargo, fue llevado al polvo de la muerte para la gloria de Dios, donde, como siempre, fue fiel a su Dios.

En este camino de vergüenza y sufrimiento por el nombre divino, Cristo nos dejó un ejemplo para seguir sus pasos. Así, en este mundo, los que están del lado de la verdad y la justicia, los que son de Cristo, deben esperar sufrir vergüenza por causa de Su nombre, como lo hizo Pablo.

6 - La audacia hacia Dios

En aquellos días oscuros en Roma, muchos debieron preguntarse si no habían puesto su confianza en una causa miserable, y que Dios había abandonado a su Iglesia, y que se habían quedado solos en un momento de gran peligro, sin nadie que los librara, nadie que los salvara, nadie que los rescatara. Queridos amigos, les pregunto si no han experimentado sentimientos semejantes al considerar seriamente las dificultades que les rodean hoy, no solo los obstáculos en su camino personal, sino también los que afectan gravemente a la paz y a la armonía de las comunidades cristianas. Cuando miramos atrás durante un periodo de 30 o 40 años, como hizo Pablo, ¡qué cambio tan triste! Algunos pueden llegar a decir: “¿Es porque Dios nos ha ocultado su rostro? ¿Nos ha dejado solos? ¿Se avergüenza de llamarnos hermanos?”.

Sin embargo, el apóstol no cede al abatimiento; al contrario, continúa diciendo: «Por esta causa también padezco estas cosas, pero no me avergüenzo». Lo que le sucedió a Pablo le había sucedido en mayor grado a su Maestro: ¿debería el siervo esperar escapar de lo que le sucedió a su Maestro? Si él clamó y no fue liberado, ¿no es posible que, en el extremo de nuestros asuntos eclesiásticos, clamemos por liberación, y no venga ninguna liberación? Si comprobamos que no hay remedio, ¿puede alguno de nosotros decir todavía?: “No me avergüenzo, sigo, persevero en el camino”. ¿Por qué? No por mi propia resistencia, mi propia claridad de visión, sino por la misma razón por la que el apóstol Pablo avanzó con tanta seguridad: Porque, dijo: «Sé a quién he creído».

Así, echó la carga sobre su Maestro. Pablo había captado el espíritu del Siervo de Jehová expresado en Isaías (50:7): «Sé que no seré avergonzado». En la firme confesión del apóstol reside, me atrevo a decir, el secreto de todo el asunto. Su espíritu era de confianza y valentía. No me corresponde a mí explicar lo que esta breve frase significa en su totalidad, pero puedo decir que nos corresponde a nosotros comprobarlo para nosotros mismos.

7 - Conocer a Dios

Saber en quién hemos creído es la principal característica de los hijos de Dios. Según los escritos de Juan, todos los miembros de la familia constituida por los hijos de Dios conocen al Padre. La función de la vida eterna dada al creyente es conocer al Padre y al Hijo (Juan 17:3). ¿En qué consiste este conocimiento? Piense usted en ello en relación con la vida cotidiana. Conocer a una persona significa mucho. Los días se adicionan unos a otros; el conocimiento se suma a nuestro conocimiento; progresamos, sabemos más, conocemos mejor. Pero ¡qué larga e íntima debe ser la relación antes de que podamos afirmar que conocemos a las personas más cercanas a nosotros en la tierra! Todos necesitamos crecer en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, pues saber en quién creemos es la gran clave de la solidez, seguridad y estabilidad de la vida cristiana.

Es la cumbre del logro de los padres en Cristo conocer a Aquel que es desde el principio. Muchos de nosotros llevamos algún tiempo en el camino con Cristo; han pasado años de viaje, ¿y no conocemos ahora algo de él? Claro que sí. Pero que el objetivo de nuestra vida sea siempre seguir conociendo al Señor, estar tan acostumbrados a estar cara a cara con él que, en la intimidad de la comunión, lleguemos a conocerle suficientemente y a confiar en él para todas las cosas.

Creo que oramos más por nuestros asuntos familiares privados que por los asuntos de la Asamblea. Esta situación es el resultado de nuestra debilidad. Nuestros asuntos privados vienen a nosotros tan libre y fácilmente, y vienen a nosotros de tal manera que parece que no podemos escapar de ellos, pero en los asuntos de la Asamblea de Cristo, a menudo buscamos de alguna manera, consciente o inconscientemente, escapar de nuestra responsabilidad y, sin embargo, ¿no deberían las preocupaciones de la asamblea estar siempre ante Cristo? Y si le conocemos a él y el secreto de su presencia, ¿puede ser que él nunca quiera decirnos nada sobre las vicisitudes de su Asamblea? No. El que vive para sus miembros y se ha entregado por la Asamblea, no piensa solo en los individuos, sino en la unidad de la Iglesia. ¿No debemos, pues, afligirnos por la desunión, ya que somos herederos con él de todas las cosas de su gloria? Debe ser así si le conocemos en la comunión del Espíritu de Dios.

Si no le conocemos en el sentido en que Pablo escribe aquí, con toda seguridad daremos paso a dudas indecorosas. Los discípulos en el lago luchaban por superar las olas amenazadoras, mientras su Señor estaba con ellos en la barca, dormido. Pero ellos no lo conocían, pues se acercaron a él y le dijeron: «¿No te importa que perezcamos?» (Marcos 4:38). ¡Qué insulto! A él, que iba a dar la vida por ellos, no le importaría que perecieran. Él cuidaba de cada cabello de sus cabezas, pero ellos no lo conocían, y aún no habían aprendido las maravillas de su amor. Así que dijeron lo que más tarde debió de resultarles vergonzoso: «¿No te importa que perezcamos?».

8 - Conocer a Aquel que es la Cabeza de la Iglesia

«Sé a quién he creído». Que esta expresión del apóstol penetre profundamente en nuestros corazones como el gran antídoto contra el miedo y la desesperación. No hay que temer ni desesperar por la aparente desolación que vemos en las asambleas. La Iglesia pertenece a Cristo. Se ha entregado por ella. Ninguno de sus miembros se perderá, y todos estarán con él para compartir la gloria de la Iglesia en el día de la plena redención. Por tanto, no debemos temer el resultado final, pues, como Pablo, sabemos a quién hemos creído. No podemos conocer al Señor Jesús sino por la fe. Ahora bien, la fe en ejercicio activo nos acerca a él y nos mantiene cerca de él, y también nos da el conocimiento de que él está cerca de nosotros. Podemos decir que hemos creído en él, y creemos en él, y, por gracia, seguiremos creyendo en él hasta que la fe ya no sea necesaria.

«Sé a quién he creído, y estoy convencido que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día» (1:12). La confianza de Pablo estaba en el poder de Aquel en quien ponía su confianza, el Señor de gloria que era capaz de guardar lo que le había confiado. A sus ojos, solo se trataba de comparar fuerzas: el poder de Dios y el poder del mal. Era imposible dudar de cuál sería el resultado final.

9 - Resistir al poder de las bestias

Este ejercicio es a menudo necesario en la historia de la fe. Encontramos un ejemplo de este valor de fe en el caso de los tres hebreos cautivos en Babilonia (Dan. 3), en el momento de la decadencia que llegó casi a la extinción del gran sistema de religión nacional. La nación de Israel, a la que Jehová había llamado especialmente para ser sus testigos en el mundo, había fracasado miserablemente y había abandonado al Dios verdadero por los ídolos. ¿Dónde estaba entonces la hermosa Casa de Sion, la Casa de Jehová en esa época? ¿Dónde estaba? En ruinas, y los que habían sido elegidos para ser sus adoradores estaban cautivos del primer gran imperio pagano según la visión de las bestias de Daniel (cap. 7).

Para estos jóvenes hebreos, se trataba de comparar el poder del orgulloso emperador con el poder de su Dios, que había permitido que los llevaran al exilio. Con el fin de lograr la unidad política, Nabucodonosor había erigido una estatua en la llanura de Dura, y ordenó a todos los súbditos de su vasto imperio que se postraran y adoraran la misma estatua. ¿Dónde estaba la ley de Moisés? Aparentemente estaba bajo el talón de Nabucodonosor. Así que el sentido común dijo a Sadrac y a sus amigos: “Venid y adorad; no podréis resistir el poder de este emperador todopoderoso. Someteos a su decreto, postraos y adorad”. Pero permanecieron de pie; no quisieron inclinarse ni adorar la estatua de oro. ¿Era terquedad? En absoluto. Era una convicción serena y solemne de que, aunque el templo había desaparecido y Jerusalén estaba en cautiverio, Jehová seguía siendo el Dios de su pueblo; y ellos permanecerían fieles a él en la hora de la derrota aparente, porque lo conocían y estaban convencidos de que él tenía el poder de salvarlos. Ante ellos se encontraba el horno de fuego y la voluntad inflexible del emperador. Pero por fe, miraban hacia arriba, hacia Jehová, y se mantuvieron firmes. Confiaron en Dios y no quedaron decepcionados. ¿Quién ha confiado alguna vez en Dios y ha estado defraudado? «El que cree en él no será avergonzado» (Rom. 9:33; 10:11).

Así que estos hombres fueron arrojados al horno de fuego, porque se habían negado a inclinarse y adorar la imagen. Pero el emperador vio a los tres hombres caminando por el fuego, ilesos, con Uno que tenía forma de hijo de Dios. Sadrac y sus amigos habían actuado con esa confianza tranquila e inmutable porque estaban convencidos de que Dios tenía el poder de custodiar lo que le habían confiado.

Esto se ilustró aún más en la época del segundo imperio gentil (medo-persa), como también aprendemos del mismo libro de Daniel (cap. 6). El decreto imperial vino de Darío, para que no se pudiera, en la tierra, orar al Dios del cielo. Si había que pedir algo, había que pedírselo al emperador todopoderoso en su trono y, bajo pena de muerte, no se debía orar a nadie más. Tal fue el decreto de este emperador, tomado por consejo de sus nobles. El poder del mundo contra un creyente en el Dios invisible había entrado así en conflicto abierto contra Daniel. La cuestión para él era si debía, durante 30 días, transigir con su piedad, porque la prohibición era solo por 30 días; y después de todo, se podía argumentar que la oración es una comunicación privada entre uno mismo y Dios, y que uno podía encontrar una forma de escapar a la amenaza de castigo orando a Jehová en secreto. Pero el corazón de Daniel era valiente y verdadero, y despreciaba tales subterfugios.

Conocía a su Dios, y fue capaz de alzar los ojos de Darío al Dios del cielo; y porque alzaba los ojos a lo alto, no dejaba de doblar las rodillas y mantener las ventanas abiertas hacia Jerusalén. No temía la venganza de la ley medo-persa, pues servía a Dios y no a los hombres. Confiaba en que su Dios tenía el poder de guardarlo, y no se sintió defraudado. Lo sacaron sano y salvo del foso de los leones. «Esta es la victoria que venció al mundo, nuestra fe» (1 Juan 5:4).

Y aquí también, en 2 Timoteo 1, el poder del cuarto imperio gentil (romano) perseguía al siervo de Dios. Pablo estaba expuesto en cualquier momento a una explosión de la furia del César. En cualquier momento, podía estar llamado a dar la vida por su Maestro. Durante su encarcelamiento en Roma, Pablo escribió a los filipenses que deseaba conocer la comunión de los sufrimientos de Cristo. Su deseo se cumplió, pues tuvo que enfrentarse al mismo poder del mundo que su Maestro.

Queridos amigos, debemos contar con este factor en nuestras vidas, saber que, porque somos seguidores de Cristo, tenemos un enemigo implacable en el mundo, y ese enemigo utiliza los vastos recursos de su poder contra nosotros. El príncipe de este mundo está contra Cristo y contra sus discípulos. En su oposición a nosotros, el poder del mundo es polifacético, y a cada uno de nosotros nos corresponde enfrentarlo impávidamente en cualquiera de sus formas. Para salir victoriosos, hay una cosa que debemos tener clara. ¿Tenemos confianza en que Él tiene el poder de llevarnos a través de cualquier crisis? Puede parecernos muy fácil y seguro cuando estamos en reuniones cristianas, pero cuando realmente nos enfrentamos a las actividades y distracciones de la vida, ¿cómo es nuestro coraje? Tengamos siempre la seguridad de que Dios tiene el poder de librarnos, y de que, si él está a nuestro favor, ¿quién puede estar en nuestra contra? Mantener la calma y la serenidad en la hora del peligro es la prueba de nuestra fe. Que la confianza en Dios no sea una mera noción que acariciamos en un momento de reunión cristiana, y luego nos vamos a casa olvidándonos de mantenerla. La fe y la seguridad deben ponerse en práctica con constancia.

10 - Los asuntos de la Iglesia (o Asamblea) confiados al Señor

Pienso, sin embargo, que el apóstol tenía en mente algo más que su seguridad y bendición personales cuando habla de que Cristo tiene el poder de guardar lo que él le había confiado. ¿Qué le había confiado? Los corintios se habían entregado primero al Señor (2 Cor. 8:5). Pues bien, Pablo había confiado todo, sin duda. También nosotros debemos entregarnos al Señor. No debemos dar menos, no podemos dar más.

Pero Pablo también había confiado al Señor los asuntos de la Asamblea o Iglesia. Era, por así decirlo, su asunto especial. El Señor mismo había colocado al apóstol en el primer rango de la Iglesia. Había hecho de él el fundamento de la Iglesia y le había confiado el desarrollo del misterio que ella constituía. Le había dado para predicar el evangelio de la gracia de Dios. Había confiado grandes cosas al apóstol de la incircuncisión, pero Pablo no se hacía ilusiones en su corazón creyendo que él era suficiente para estas cosas. Pablo tenía la humildad de sentir que, después de todo, el ministerio apostólico era obra y servicio del Señor. Podía emprender tal o cual obra, pero era el Señor quien dirigía su trabajo.

Según su Epístola a la gran metrópoli (a los Romanos), Pablo tenía un deseo especial de predicar en Roma, pero no le fue concedido de la forma que esperaba. Tal vez nadie tuviera más deseos de predicar el evangelio que él, pero en Roma se vio obligado a guardar silencio, mientras otros predicaban la Palabra de vida. Tuvo que hacer lo que a todos nos conviene hacer a veces: callarse y alegrarse de que otros trabajen activamente. El apóstol tuvo que hacerlo.

Aquí (2 Tim. 1:12) habla a Timoteo de lo que él, como apóstol, había confiado al Señor. Pienso que las palabras, tal como se relatan aquí, incluyen este hecho, entre otros, de que el apóstol había devuelto a su Maestro el cuidado de la Iglesia, su responsabilidad apostólica, el trabajo que había recibido directamente del Señor de gloria, diciéndole, por así decirlo: “Señor, ya no puedo servir, tú me has puesto aquí. Me has confinado a una prisión, pero la predicación y la enseñanza son tu obra, continuala, oh Señor. Tuya es la Iglesia, tuyas son las ovejas, cuidalas, guardalas, alimentalas, guialas, haz que sigan adelante”. Esto es ciertamente lo que implicaba la frase que escribió el apóstol: «Estoy convencido que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día». Pues el apóstol le confiaba todo sin excepción.

Este espíritu debería ser también el nuestro en verdad. A veces podemos sentir la pesada responsabilidad que el Señor ha puesto sobre nosotros por lo que nos ha dado que hagamos. Hacemos todo lo que podemos, pero a menudo sentimos que no hay respuesta suficiente a nuestro celo y nuestros esfuerzos. ¿Qué hacemos entonces en la práctica? ¿No deberíamos tomarnos a pecho las palabras del apóstol, echar nuestras preocupaciones sobre el Señor y confiar en que él tiene el poder de custodiar el depósito que le hemos confiado?

Si ustedes leen la gran oración del Señor en Juan 17, encontrarán que el bendito Maestro hizo lo mismo. Estaba a punto de abandonar este mundo, pero pensaba en sus discípulos, a los que dejaba atrás en un entorno hostil, y ¿qué hizo? «Tuyos eran, y me los diste… yo soy glorificado en ellos… Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío… A los que me diste, los guardé, y ninguno de ellos se perdió, excepto el hijo de perdición» (17:6, 10, 12). Estaba a punto de dejar este mundo, pero antes confió sus discípulos a su Padre. Su Padre se los había confiado, y él se los confió a su Padre. ¿Qué muestra esto? Nada más que la perfecta unión y comunión entre el Padre y el Hijo, que son el modelo de la relación entre el siervo y su Maestro.

11 - Hasta ese día

Se acerca un gran día para todos nosotros. El apóstol, enfrentado al peligro como estaba, y entristecido por la decadencia que le rodeaba, era capaz de mirar hacia adelante a ese día, y todos sabemos que esta expresión aparece con frecuencia en sus escritos. Tenía un «día» por delante, igual que nuestro Señor en su peregrinación tenía ante él lo que llamaba: «Su hora»: la hora de las tinieblas, del sufrimiento, de la vergüenza. Siempre avanzaba hacia esa hora. Pero él ha puesto ante nosotros no una «hora» de profundo sufrimiento, sino un «día» de gloria, un día de luz, de gozo y de manifestación, cuando los pocos serán los muchos, cuando los humildes se regocijarán con el Señor, cuando los que han sido humillados por el amor hacia Cristo serán exaltados a lo más alto. ¿No deberíamos dejar que la luz de aquel día aliente nuestro camino actual? El Señor, que es la «estrella resplandeciente de la mañana» (Apoc. 22:16), quería que así fuera. él no entrará en las alegrías de ese día sin nosotros. Quiere que estemos con él y que nos regocijemos con él en ese día en que los redimidos estén en casa. Ningún poder del mal podrá interferir cuando la Iglesia está en la gloria. Procuremos por la gracia de Dios tener ante nosotros ese día que hará manifiestos a los que han sufrido vergüenza por causa de Él.

12 - El depósito confiado a Timoteo

Tenemos en este versículo lo que puedo llamar la convicción y la seguridad personales del apóstol en medio de las tinieblas de la crisis que prevalecía entonces, y creo que este estado de cosas es análogo a nuestro propio tiempo. En el versículo 14 tenemos lo que puede describirse como “deberes especiales que nos han sido asignados para el tiempo presente”. Timoteo había recibido un buen depósito, y también estaba el depósito que Pablo había confiado al Señor, que ha sido nuestro tema hasta ahora. Había entregado en manos del Señor Jesucristo todo lo que le concernía, a él y a los asuntos de la Asamblea o Iglesia. Pero aprendemos del versículo siguiente que Timoteo también había recibido un depósito, «el buen depósito», que le había sido confiado. Era algo que el Señor le había confiado y que le había encomendado guardar. Como el Señor guardaba el depósito que el apóstol le había confiado, así Timoteo está llamado a guardar el depósito que el Señor le había confiado.

Así que tenemos nuestros deberes y responsabilidades para los últimos días. Hasta ahora, nos hemos referido a lo que puede llamarse el ancla de salvación de nuestra posición, aquello que nos da valor y estabilidad porque el ancla no cambia. El Señor nos sostiene hasta el final, pero no nos libera de nuestras responsabilidades. No tenemos que estar ociosos. Nos ha hecho competentes para ser o hacer algo para él. Somos sus siervos, sus esclavos. Por eso, aunque el Señor, a través de Pablo, nos habla primero de los privilegios que Su gracia nos ha conferido, luego nos presenta nuestras responsabilidades.

13 - Tener un modelo de las sanas palabras

Pablo escribe: «Retén el modelo de las sanas palabras que oíste de mí, en fe y amor en Cristo Jesús» (2 Tim. 1:13). Hay que tener en cuenta que los escritos del apóstol no estaban, en su mayor parte, muy conocidos en aquella época. Sin embargo, sus palabras eran palabras inspiradas. No eran palabras de sabiduría humana, sino de Dios. Eran espíritu y vida como las palabras de nuestro Señor Jesucristo. Había en ellas un poder que no se encuentra en ninguna otra parte. Lo que el apóstol dice a Timoteo equivale a esto: “Presta atención a las sanas palabras que has oído de mí. Falsas doctrinas surgen, por lo tanto, debes tener claro en tu mente lo que he dicho”.

Por supuesto, hablaba como apóstol inspirado. Transmitía lo que el Señor le había dado, y nunca deberíamos perder de vista esta cualidad que tienen las Escrituras en todas partes. Somos los guardianes de las palabras de nuestro Señor Jesucristo, y de las que aquí están escritas. Están escritas en forma de libro porque es cómodo para que circulen, pero debemos recordar que no es suficiente poseer un ejemplar de la totalidad de las Escrituras. Es necesario, para nosotros, que tengamos en nuestros corazones las palabras sanas y salvadoras de nuestro Señor Jesucristo y de sus siervos. Tienen el poder de alejarnos del mal. Además, las palabras de nuestro Señor Jesucristo nunca se corrompen, porque son, como se las califica aquí, «sanas palabras». Es particularmente notable que esta recomendación aparezca varias veces en las Epístolas a Timoteo y a Tito, en relación con las palabras de inspiración. Cuando el mal se estaba introduciendo en la Iglesia, el apóstol insta al hombre de Dios a aferrarse a las palabras de Cristo y de su apóstol.

Si ustedes estudian las falsas doctrinas, cosa que espero que nunca tengan que hacer, siempre encontrarán que se basan en una nueva interpretación introducida por quienes las exponen. Las discusiones y las controversias nacen de estas interpretaciones humanas de las palabras de la Escritura. Tenemos las palabras de Cristo, ¿por qué debemos temer por el destino de la verdad? ¿Por qué debemos formular un credo para protegernos del error? No deberíamos necesitar un credo ni ninguna tradición para protegernos del error. Tenemos las palabras de la Escritura.

Podemos ser ayudados y guiados por el consejo y la conducta de otros; esto es cierto, pero es el “modelo o resumen de palabras sanas” depositado en nuestros propios corazones lo que es la gran preservación contra la mala enseñanza. La corrupción del mal está en el aire, las semillas de la mala doctrina están por todos lados a nuestro alrededor. Deseamos algo que nos preserve; ¿dónde encontrarlo? Solo en las Escrituras. Y estas Escrituras están al alcance de los más débiles y como de los más frágiles. Algunas de las verdades más profundas de la revelación están expresadas con pocas sílabas. Están formuladas en términos muy sencillos, pero son insondablemente profundas. Son profundas, tan profundas que nadie puede comprenderlas plenamente, aunque todos pueden disfrutarlas y refrescarse con ellas, y todos serán preservados por ellas de esas enseñanzas malignas que nos rodean.

14 - Aquel que pronunció las sanas palabras

Prestemos atención, pues, al consejo del apóstol a su hijo Timoteo: «Retén el modelo (o: conserva la forma) de las sanas palabras que oíste de mí, en fe y amor en Cristo Jesús.» ¿No hay belleza y ternura en esta última frase: «en fe y amor en Cristo Jesús»?

La Biblia revela a Cristo y, por maravilloso que sea ese libro, me atrevo a decir que puede parecer aburrido y decepcionante a quienes lo leen sin el sentimiento que una Persona viva está detrás de él. En cuanto al carácter atractivo y al poder en el mundo, ¿qué son las Escrituras aparte de Cristo, de quien ellas dan testimonio? No nos contentemos, pues, con la funda exterior de las cosas espirituales. Deseamos sentir esa realidad viva que nos hace saber que Cristo nos habla a través de su palabra. ¿Por qué no la encontramos siempre en nuestras lecturas? Quizá pensamos en las frases, no en Quien las pronuncia. Nuestros pensamientos están en otra parte, porque las cosas que pululan a nuestro alrededor atraen nuestra atención. La multitud de preocupaciones diarias ahoga la suave voz del Maestro en su palabra.

15 - Guardar el depósito

El versículo 14, también da la exhortación final: «Guarda el buen depósito por el Espíritu Santo que habita en nosotros». No cabe duda de que el apóstol se refiere directamente a la responsabilidad especial que debía recaer sobre Timoteo como guardián de la fe, cuando él mismo fuera puesto de lado. Hay un depósito sagrado que ha sido confiado a cada uno para dar testimonio de la verdad de Dios. Y por dar testimonio, no me refiero a hablar y predicar. Este último servicio está reservado a unos pocos, pues si todos fueran maestros, ¿dónde estarían los enseñados? –Hemos de explicar las Escrituras a los demás de la manera más hermosa y poderosa, es decir, en nuestra vida pasada en estrecha compañía de Cristo. En las esferas en las que más nos parecemos a Cristo, nunca estaremos orgullosos de nosotros mismos. Para parecernos a él, para captar y reproducir su carácter, debemos descender muy bajo. Debemos humillarnos. Él era humilde, humilde de corazón y manso; y para ser como él debemos inclinarnos ante él, y es cuando nos inclinamos que aprendemos esa alegría que solo viene de la comunión con él.

Debemos custodiar con todas nuestras fuerzas este depósito sagrado por el Espíritu Santo que habita en nosotros. A muchas personas les gusta naturalmente entrar en conflicto por la verdad. Son como el caballo de guerra de Job (39:28); sienten la batalla desde lejos con una alegría brutal. Pero no creo que el apóstol se refiera aquí a este espíritu riguroso. No habla de contender por la verdad, ni del placer de lograr sus fines argumentando, sino que habla de guardar el depósito de la verdad por el Espíritu Santo que mora en nosotros. A pesar de la decadencia de la época actual, el hecho es que el Espíritu Santo mora aquí en el mundo. Además, él es el Espíritu de la verdad, y para tener esta verdad en nuestros corazones solo podemos recibirla a través del Espíritu Santo, pues es él quien está a cargo de toda la verdad.

16 - El Espíritu Santo, no los espíritus malignos

Ustedes saben cómo esta Epístola habla de los tiempos solemnes cuando el poder de los espíritus malignos estará activo para engañar y extraviar. Sin embargo, esta actividad prevalece ahora. Hago una advertencia especial contra el poder del maligno que se manifiesta de manera particular en este tiempo: ¡Tengan cuidado! Cuidado con el deseo de tener tratos con los poderes invisibles que no son de Dios, ni de Cristo.

Ustedes tienen el Espíritu Santo, ¿qué más quieren? ¿Quieren una legión de demonios para mantener la fe una vez comunicada a los santos? El Espíritu Santo que descendió de lo alto custodia este depósito sagrado que fue dado en primer lugar por ese mismo Espíritu Santo. No debemos tratar de invocar a los espíritus impíos que nos rodean. Son reales y lo bastante poderosos como para hacer el mal hasta un grado que quizá esté más allá de nuestra comprensión.

Ustedes tienen al Espíritu Santo que nunca engaña. Así que cuidado con el poder del mal que siempre engaña. Satanás sabe que su destino está escrito en las Escrituras, y le gustaría desviarle. El Espíritu Santo está con nosotros. Escúchenlo, pero escúchenlo con la Palabra de Dios en su corazón. No le abandonará, ni a ustedes, ni a la iglesia hasta que el Señor mismo venga para llevarnos a todos, a esa morada bendita que fue a preparar (Juan 14:1-3).

Que Dios haga que estas palabras de Pablo a Timoteo permanezcan con nosotros para nuestro beneficio y ayuda hasta el feliz día de su venida.

De la revista «The Bible Treasury» Vol. N° 12, página 285