El pensamiento del cielo en la tierra

Filipenses 2:5-11


person Autor: William John HOCKING 35

flag Temas: Su vida en la tierra, su tentación El alma, el espíritu (o la mente), los pensamientos


1 - La experiencia cristiana

«Haya, pues, en vosotros este pensamiento que también hubo en Cristo Jesús, quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que sí mismo se despojó, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y siendo hallado en figura como un hombre, sí mismo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los que están debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:5-11).

El capítulo 3 de esta epístola habla de nuestro Señor Jesucristo, tal como es ahora en gloria. En el capítulo 2, del que acabamos de leer algunos versículos, también tenemos al Señor Jesucristo, pero como hombre en la tierra.

De hecho, si pudiéramos caracterizar esta epístola en su conjunto para distinguirla de las demás, podríamos llamarla “la epístola de la verdadera experiencia cristiana”, por su presentación de Cristo para la vida del creyente. La experiencia cristiana debe ser, y tal vez lo sea en la mayoría de los casos, la experiencia que los santos hacen de Cristo en el curso de su vida en este mundo. Merece la pena señalar esto, porque algunos se imaginan erróneamente que la experiencia cristiana es el conocimiento experimental de la naturaleza detestable y poco fiable que todos llevamos dentro, que es incorregible, pecadora, y lo será hasta el final.

Los hijos de Dios están en un mundo lleno de vanidad, de cosas contrarias que desagradan a la nueva naturaleza, de preocupaciones que soportar, aflicciones que aguantar, decepciones que sufrir; pero la voluntad de Dios para sus hijos es que en medio de todas estas cosas contrarias puedan todavía alimentarse de Cristo, y encontrar que su amor y cuidado son suficientes para toda necesidad. En el cielo seremos glorificados y totalmente absorbidos en la adoración de nuestro Señor Jesucristo; entonces todas nuestras benditas actividades estarán en conexión directa con Aquel que es el centro de ese cielo. Pero la experiencia peculiarmente dulce y preciosa de los creyentes de hoy es que en este mismo mundo donde el pecado parece dominarlo todo, e incluso entrometerse en nuestras más santas y elevadas ocupaciones, tanto que incluso cuando nos reunimos en ocasiones solemnes, y estamos absortos, como lo estaremos entonces, en la adoración del Padre y del Hijo, incluso allí el pecado –que se opone a Dios– levanta su cabeza, y nos recuerda que estamos en la tierra y no en el cielo. Sin embargo, a pesar de esta imperfección, tenemos una fuente secreta de paz y gozo, de la que el mundo no sabe nada.

El secreto de esta fuente está en la bendita persona de nuestro Señor Jesucristo. Él viene a nosotros en nuestras dificultades y pruebas, y dice a nuestros corazones magullados su palabra tranquilizadora: «No temas». Él pone su mano poderosa sobre nuestras debilidades; nos levanta cuando nos sentimos arrastrados por el fango; nos hace avanzar con nuevas energías hacia el cielo; nos llena el corazón de gozo. Esta es la verdadera experiencia cristiana; y esta epístola se refiere muchas veces a tal experiencia de Cristo como la que tuvieron el propio Pablo y sus amados filipenses.

2 - Cristo para nuestra vida cotidiana

Pablo había enseñado una vez como apóstol en las grandes ciudades del mundo; se había enfrentado a una variedad de audiencias; había soportado muchas pruebas al llevar el Evangelio a los centros oscuros y desesperanzados del mundo; había derrocado a los ídolos griegos y romanos, y ganado muchas victorias para su Maestro; pero ahora estaba prisionero en Roma. Pablo se vio obligado a la quietud y ver cómo otros hacían su trabajo. ¿Cuál era su recurso interior en medio de todos estos sufrimientos? Podía decir: «Para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia». No le importaba si Cristo era magnificado en su vida o en su muerte (Fil. 1:20-21). Para él –cuando las muchas actividades de una gran naturaleza como la suya le estaban prohibidas– la experiencia de la vida consistía en descubrir que el Señor mismo era una compensación suficiente para todas las vicisitudes que había soportado y que aún podría tener que soportar.

Así, la experiencia del gran apóstol se reduce a la experiencia común de todos los creyentes. Se puede tratar de un niño pequeño que cree en el Señor Jesús, y que tiene dificultades con sus lecciones en casa; aprende que puede encontrar ayuda y alivio en ese tierno Maestro, el Señor Jesús; o se puede tratar de una persona mayor, agobiada por las dificultades más serias que a menudo ocurren en la vida humana, que también aprende a doblar sus rodillas ante el Señor Jesús y a encontrar esa ayuda y gracia que él se complace en dar. Esta experiencia de Cristo, no la tendremos en la gloria, sino que la tenemos aquí y ahora. ¿Por qué, pues, hermanos, gemimos? ¿Por qué estaríamos abatidos, si le tenemos a él como recurso inmutable?

El Señor Jesucristo está puesto ante los corazones de estos creyentes de Filipos en cada capítulo de esta epístola. En el capítulo 2, lo tenemos como hombre en este mundo; en el capítulo 3, como hombre en la gloria excelente. El gran pensamiento que tenemos al leer este capítulo 3 es que, donde está Cristo, allí estaremos también nosotros. Pero aquí, en el capítulo 2, tenemos lo que es absolutamente necesario para formar una vida y una carrera cristianas prácticas. El Señor Jesús nos está presentado como modelo. Vemos en él al hombre humilde que sirvió a Dios hasta la muerte y la muerte de cruz. Su pensamiento debería estar en nosotros.

3 - La nefasta influencia del yo

Los filipenses, a quienes escribía el apóstol, eran creyentes activos. No se cruzaban de brazos, no buscaban sus placeres ni olvidaban sus responsabilidades, sino que eran activos en la difusión del conocimiento del Evangelio; el mismo celo se notaba también entre los de Roma.

Pero surgieron dificultades prácticas entre los hermanos a causa de sus loables actividades; algo se mezclaba en su servicio y estropeaba su fragancia. Había olor a muerte: era la intrusión del «yo» en el servicio de Dios. El problema más difícil que tenemos que afrontar como hijos de Dios es nuestro «yo». Es asombroso ver las variadas formas que puede adoptar. Solo la Palabra de Dios puede mostrarnos infaliblemente lo que somos. El «yo» a veces se entromete en lo que hacemos, en nuestros planes e intenciones, y nos engañamos pensando que se trata de otra persona, cuando simplemente somos nosotros mismos, a quien no reconocemos.

Estas personas, de las que habla el apóstol, no podían predicar a Cristo sin introducir su «yo» en el servicio; era una oportunidad para ponerse por delante, para ser ambiciosos, para buscar el primer puesto entre sus hermanos. La noticia de esta búsqueda llegó al apóstol y lo entristeció porque echaba a perder una buena confesión y estropeaba una buena obra. Se predicaba a Cristo, pero de muy mala manera, pues lo predicaban con espíritu de contienda, no con el amor que obliga.

A menudo nos ocurre lo mismo. ¿Por qué se pelean los cristianos entre sí? Es por egoísmo. Cada uno quiere hacer lo que quiere; el que es más fuerte y puede imponerse, obtiene el primer puesto. Bien, se ha asegurado el primer puesto, se ha avanzado, siendo visto por los demás, pero ¿dónde está su Maestro? ¿Dónde está Cristo? ¿Dónde está el modelo del hombre humilde? El testimonio que debería haber dado a Aquel que ha servido a Dios en perfección en este mundo ha sido completamente borrado. En el camino del Señor Jesús, no existía el «yo». Pero en este caso, el yo se ha manifestado y ha tapado al Maestro.

Debemos tomarnos a pecho esta lección. Solo hay un remedio para el egoísmo, y el apóstol lo introduce en el capítulo 2 con una delicadeza que solo él podía tener. Les envía un mensaje de amor y exhortación, y formula así su reprobación: Recordad que hace 10 años estuve entre vosotros en Filipos; recordad lo que soporté, cuando estuve en la cárcel como ahora; recordad cómo tuvimos comunión en el Evangelio. Debéis conocer el amor que os tengo, y conozco vuestro amor por mí, pues os apresurasteis a enviar vuestros dones para mis necesidades una vez más. Os amo siempre, y deseo que Cristo sea magnificado en vosotros, pues nada me daría mayor alegría que ver claramente en vosotros los rasgos del Maestro. ¿Me concederéis este gozo? Si hay alguna verdad en el Evangelio y en la Iglesia: «Si algún consuelo hay en Cristo, si algún estímulo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, y si algunas compasiones, completad mi gozo pensando lo mismo, teniendo un mismo amor, unánimes, teniendo los mismos sentimientos» (v. 1-2).

4 - El pensamiento de Cristo Jesús

¿Qué significa toda esta exhortación? ¿Qué intenta inculcar el apóstol en sus corazones? Quiere que tengan el pensamiento que había en Cristo Jesús. Para ser de un mismo sentir y de un mismo corazón en el Señor, la actividad del «yo» tendría que estar absolutamente eliminada, y que Cristo tuviera el primer lugar entre ellos. Cada uno tendría el pensamiento de Cristo, pondría a Cristo en primer lugar, y se pondría a sí mismo completamente a un lado. Si tuvieran un solo pensamiento en el Señor, el «yo» estaría inactivo y excluido.

Esta es la única manera de que los creyentes sean de un mismo sentir. Es tan importante que Pablo se demora en exhortar a los filipenses a ser de un mismo pensamiento, reforzando notablemente su exhortación con los versículos que tanto conocemos y amamos del Señor Jesús. No habla de sí mismo como ejemplo de abnegación, como ha hecho en otros casos; no pone ante ellos la verdad en forma puramente doctrinal; no les amenaza como si Dios hablara de nuevo desde el Sinaí con truenos y relámpagos; sino que los invita, con el ejemplo del Señor Jesús, a cultivar un espíritu de mansedumbre y humildad.

Así, el error de filipenses nos ha permitido tener esta incomparable imagen de nuestro Señor Jesucristo en su descenso hasta la muerte, y muerte de cruz. Pablo dice: «Haya, pues, en vosotros este pensamiento que también hubo en Cristo Jesús» (v. 5). Os daréis cuenta de cómo lo dice. Dice: «Haya, pues, en vosotros este pensamiento». No nos está diciendo que sigamos un curso de renuncia, ayuno u oración, o una disciplina rigurosa como la mortificación de nuestro cuerpo; simplemente dice: «Haya, pues, en vosotros este pensamiento». El Espíritu Santo ha venido a formar a Cristo en vosotros, y el pensamiento de Cristo estará en vosotros, si tan solo se lo permitís. Al sustituirlo por vuestro miserable «yo» excluís al Maestro, y así excluís de vuestra vida ese carácter que en él era tan agradable a Dios.

En los Evangelios tenemos la maravillosa escena del cielo abierto, desde donde llegó a los hombres la voz del mismo Dios Padre, diciendo: «¡Este es mi amado Hijo, con quien estoy muy complacido! ¡A él oíd!» (Mat. 17:5). El Padre habló así, porque el Hijo de Dios había venido a la tierra con la mayor humildad. Ahí había, a los ojos del Padre, la exposición del pensamiento de Cristo. Que este sentir esté en mí, que esté en vosotros, escribe el apóstol. Puede ser así, y lo será si lo permitimos. No podéis llegar por vuestros propios esfuerzos; debe ser hecho por el Espíritu Santo de Dios, que lo obrará en vuestro corazón y en vuestra mente si no hay oposición de vuestra parte, si él no está contristado, si no hay obstáculo a su influencia. Descendió para esto; de ahí la petición del apóstol: Haya en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús.

Al leer este pasaje, quizá estemos sorprendidos por la amplitud de su alcance y de su aplicación. No es raro que estos versículos de la Escritura sean leídos en público, pero muchos parecen tener temor de leer todo el versículo 5, y comienzan su lectura por la mitad. Comienzan con «Jesucristo», porque involuntariamente surge en sus corazones el pensamiento: “Esto nunca puede ser verdad de mí; se trata de Jesucristo y de lo que él ha hecho; nunca será verdad de mí; por lo tanto, solo leeré lo que es verdad de él. No puedo esperar que el pensamiento que estaba en Cristo Jesús esté también en mí”.

Pero, ¿no deberíamos leer las Escrituras tal como son? Si ese pensamiento no está en mí, es porque no quiero que esté. Mi corazón está lleno por otro ocupante, en lugar de estar lleno de Cristo que derramaría su humilde pensamiento morando allí. Demasiado a menudo, por desgracia, es el «yo» que está ahí, mi propio camino, mis negocios, mi deseo de hacerme ver; y así no hay lugar en mi corazón para mi Maestro. Hay espacio para un maestro, pero no para dos. ¿Cuál de los dos estará allí?

El apóstol dice, sin embargo: «Haya, pues, en vosotros este pensamiento que también hubo en Cristo Jesús»; y en apoyo de esta gran exhortación emplea tres palabras relativas a la insondable persona de nuestro Señor Jesucristo, palabras que haríamos bien en meditar más y más. No hay nada más sagrado, más precioso, en todo el mundo, que la verdad revelada sobre nuestro Señor Jesucristo. No podemos caminar con él en Galilea, ni oír sus discursos en Jerusalén; pero podemos leer las palabras escritas por el Espíritu Santo de Dios sobre la gracia y la gloria de nuestro amado Señor, palabras que son absolutamente verdaderas y apropiadas, más allá de las cuales no debemos ir, y por debajo de las cuales no debemos permanecer. Solo el Espíritu Santo de Dios puede escribir palabras adecuadas y precisas sobre nuestro Señor Jesucristo; tenemos un tesoro inestimable, santo y precioso en las palabras que poseemos sobre la Persona de nuestro Señor Jesucristo.

Las palabras que da la Escritura, son más bien para despertar nuestra adoración que para darnos información. Son sencillas y fáciles de leer, estoy de acuerdo; pero cometeríamos un gran error si supusiéramos que, porque las palabras son sencillas, podemos necesariamente entenderlas. Las palabras inspiradas son verdaderas, claras y precisas; exponen para nuestra fe la bendita persona de nuestro Señor Jesucristo, Dios manifestado en carne. En un tema así no podemos fiarnos de nosotros mismos, y no debemos usar palabras que conciernen a nuestro Señor Jesucristo que no coincidan exactamente con lo que el Espíritu de Dios ya ha escrito. Todos los errores de doctrina que han salpicado los sinuosos caminos del cristianismo desde los días de los apóstoles se deben simplemente a los esfuerzos de los hombres por definir y limitar lo que es indefinible e ilimitado acerca de nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué lengua humana es competente para hablar de su alabanza y valor, y qué mente podría desentrañar el misterio de su persona? Recibamos las palabras de las Sagradas Escrituras relativas a Jesucristo tal como están escritas, y retengámoslas exactamente como el Espíritu de Dios las ha dado para guiar nuestras pobres mentes a la verdad eterna, y nuestros corazones renovados a la adoración reverente.

5 - Ninguna ambición egoísta en Cristo Jesús

Nuestra curiosidad no debe ir más allá de lo que está escrito sobre el misterio relativo al Verbo que se hizo carne y habitó en la tierra. Pero aquí tenemos una revelación relativa a Cristo Jesús, «quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que sí mismo se despojó, tomando la forma de siervo» (v. 6-7). Era Dios en toda la plenitud de su persona y divinidad; el hecho sorprendente es que Cristo Jesús estuvo aquí en la tierra como Dios en este mundo, pero sin querer hacer valer los derechos de su Persona eterna como Hijo de Dios. ¡Qué contraste con el primer hombre que hubo en el mundo!

El primer hombre es Adán, el segundo hombre es el Señor venido del cielo. Era el Señor de todos, pero vino con verdadera humildad. Adán estaba insatisfecho con su condición en este mundo, pero era el representante de Dios en la tierra, de modo que todas las criaturas estaban sujetas a él. Tenía la supremacía en este mundo, pero, instigado por Satanás, su corazón deseó ser lo que no era. Codició lo que solo podía tomar desobedeciendo. Por sugerencia de la serpiente, quiso comer del fruto prohibido para llegar a ser como Dios, conocedor del bien y del mal. Así, Adán quiso elevarse y, pensó, mejorarse a sí mismo. Era un pensamiento falso, pero el pensamiento estaba en él. En el Edén, todo lo que veía era suyo, con una excepción. Solo había un árbol en el que descansaba una prohibición, y su alma codició por encima de todo el fruto de ese árbol para llegar a ser, pensaba, en un ser mejor de lo que Dios había hecho de él.

Este es el secreto de la caída de Adán; y desde aquel día hasta hoy, lo que corrompe el corazón de los hombres es desear lo que Dios rechaza. Los hombres no se contentan con tomar lo que Dios les da, y renunciar a lo que les prohíbe, alegrarse de lo que les concede, y darle gracias incluso por lo que no les da.

Nuestro Señor Jesucristo estaba, en este mundo, en la naturaleza esencial de su ser, en forma de Dios. Era Dios manifestado en carne, venido para anunciar al Padre, pero estando en este mundo, se contentaba con ser hombre, y como hombre depender de toda palabra que procedía de la boca de Dios. Como tal, estuvo expuesto a la gran tentación de los 40 días. Satanás se acercó a él mientras tenía hambre y le dijo: «Ya que eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes» (Mat. 4:3). Cristo Jesús era Dios; él era el Hijo de Dios, y Satanás lo sabía; él tenía el poder de obtener pan de las piedras, pero había tomado el lugar de un hombre dependiente; allí, en el desierto, él no consideraba como una cosa a que aferrarse el ser igual a Dios. Dijo: «No solo de pan vivirá el hombre» (Mat. 4:4). Se mostró indiferente ante la sutil sugerencia de Satanás: «Ya que eres Hijo de Dios». No negó ser Dios, sino que mostró que su alimento era hacer la voluntad de su Padre. Era el Hijo de Dios, pero, estando en el desierto como hombre y teniendo forma de hombre, decidió permanecer obediente a Dios, sujeto a la voluntad de Aquel que lo había enviado. Alrededor de él había un sorprendente contraste con la belleza del Edén, que irradiaba pureza, como salida de las manos del Creador. Adán estaba rodeado de un jardín glorioso, y tenía todo lo que los ojos y el corazón podían desear. Pero el Señor Jesús pasó 40 días en el desierto con bestias salvajes.

Fue allí donde fue tentado, y fue allí, en el desierto, donde nuestro Maestro resistió al diablo y lo venció. Era obediente a la voluntad de su Padre; no pretendió ser igual a Dios, cosa que era intrínsecamente pero no lo reivindicó.

Este era el pensamiento de Cristo, y esta presentación nos dice cómo aplicarla en nuestra vida diaria. Todos tenemos situaciones diferentes en este mundo; ¿intentamos elevarnos por encima de nuestras circunstancias actuales, abrir nuestro camino, superar las cosas que parecen impedirnos avanzar y tirarnos hacia abajo y que, sin embargo, son permitidas por Dios? ¿Estamos irritados bajo su mano? Si es así, ¡cuánto contrastamos con Aquel que era el Hijo de Dios! Quizá tardamos en percibir la inmensa belleza y el valor de esta vida de Cristo para Dios. Si pudiéramos imaginarnos por un momento a Dios Padre mirando a los millones de hombres que todos se alejan de él, cada uno siguiendo su propio camino, buscando su propio placer, persiguiendo las ocupaciones de este mundo sin tener en cuenta Su gloria, y luego ver a un Hombre en el desierto, ¡obedeciendo enteramente la voluntad de Aquel que lo envió! El Padre encontró su deleite en el Hijo. El pensamiento de Cristo era hermoso y glorioso a los ojos de Dios. El relato ha sido dado para nuestro beneficio, como ejemplo para estimularnos. ¡Se acabaron las peleas mezquinas y la gloria vana! Consideremos a Aquel que fue obediente, que resistió las sutiles tentaciones del diablo para que se elevara por encima de la humilde posición que había asumido a fin de hacer la voluntad de Aquel que lo había enviado.

6 - El siervo, sí mismo, humillándose

Cristo Jesús era «en la forma de Dios», sin embargo, estaba sometido a Dios, tanto en sus propósitos eternos (Hebr. 10:7) como en sus acciones en el tiempo. No lo consideró como un objeto al que aferrarse para ser igual a Dios, como hizo Satanás, «sino que sí mismo se despojó, tomando la forma de siervo». El Señor, aunque Creador y Sustentador de todas las cosas, se despojó a sí mismo. Nótese que este es el acto de Cristo Jesús sí mismo. Él mismo se despojó voluntariamente. Aunque nunca dejó de ser el Hijo de Dios, en la tierra, recorrió todo el camino de su servicio como hombre. Dejó a un lado su gloria, y así vino a servir.

En Juan 13, hay una bella imagen de Cristo Jesús, el Siervo que se despoja a sí mismo. La noche en que el Señor Jesús fue librado, estaba con sus discípulos en la cena de Pascua. Se dice que había deseado comer la pascua con ellos antes de sufrir (véase Lucas 22:15). Había estado con los discípulos durante un largo periodo. Durante 3 años, habían visto su mansedumbre y su gracia; sabían que era manso y humilde de corazón; siendo sus discípulos, sabían bien que debían tener el mismo carácter que su Maestro, pues así se lo había enseñado. Pero mientras estaban en la mesa celebrando el banquete, mientras estaban por última vez con su Señor, olvidaron extrañamente de la humildad y de la obediencia de su Señor como hombre. De hecho, discutían entre ellos para saber quién sería el más grande. ¿Sería Pedro, Santiago o Juan? Sus corazones tenían ambiciones, mientras la sombra misma de la cruz planeaba, por así decirlo, en la habitación donde se encontraban. Discutían entre ellos sobre quién sería el más grande, en presencia del humilde Siervo que vino de Dios, el Hijo que sí mismo se humilló, y que estaba a punto de dar el paso más bajo de su humillación.

Al leer el relato de Juan, no podemos dejar de maravillarnos ante la mansedumbre del Maestro, sí mismo abajándose en su humilde servicio de amor. En la omnisciencia que poseía, sabiendo que había venido al mundo del Padre y que ahora volvía al Padre, el Señor Jesús, sabiendo todo lo que pronto iba a cumplirse, se levantó de la cena y se despojó de sus vestiduras. Tomó una toalla, se ciñó con ella y dijo a todos con su acto: “Soy vuestro siervo”. Tomó una jofaina con agua, se arrodilló a sus pies, les lavó los pies y se los secó con el paño. En este humilde servicio, pasaba de uno a otro. ¡Qué debieron pensar los apóstoles cuando vieron a su Maestro hacer lo que hacían los criados de la casa! Pensemos en el Señor de gloria inclinándose en humilde servicio a los pies de Pedro, que estaba a punto de negarle, de Santiago y Juan, y de Judas Iscariote, que estaba a punto de traicionarlo.

Aquí, como siempre, Cristo Jesús sirvió en dependencia de la voluntad de quien le envió y se conformó. Es como si dijera: “Mi Padre me ha enviado entre estos que todavía no me entienden; hace mucho tiempo que estoy con ellos, pero no me conocen; les serviré con la jofaina y el paño, y les mostraré lo que es el verdadero servicio”. El Señor mostró entonces que aquel que busca servir a Dios debe estar preparado para descender por debajo del más bajo de los hombres, preparado para servir a un traidor, a un hijo de perdición, a un emisario del mismo diablo.

Los discípulos no entendían a Cristo Jesús, por eso se rebajó a enseñarles la humildad. Fue para mostrar su humildad, que sí mismo se despojó, tomó la forma de un esclavo y se inclinó para lavar los pies del traidor. Dijo: «Si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros» (Juan 13:14). ¿Tenemos la gracia para hacerlo? Hace falta que la gracia esté en nosotros para permitirnos rebajarnos; porque si debemos lavar los pies de los demás, debemos ponernos por debajo de ellos. No debemos ponernos sobre un pedestal y elevarnos. No, debemos inclinarnos en presencia de nuestros hermanos, y así captar el pensamiento de nuestro Maestro y Señor si queremos servir a nuestros hermanos con la mente de Cristo Jesús. El «yo» no tiene cabida en el servicio de Cristo.

7 - Cristo Jesús en la semejanza de los hombres

Volvamos ahora a nuestro capítulo. El apóstol continúa: «tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres» (v. 7). No debemos malinterpretar la escena del lavado de los pies, que no corresponde históricamente a la encarnación, pues cuando se dice que el Señor tomó forma de esclavo, se trata de su entrada en este mundo. No vino al hombre en forma de Dios, que es invisible e inaccesible, sino que se hizo carne.

La escena del aposento alto ilustra lo que el Señor entendía por servir al que lo había enviado. El servicio a Dios significaba para Cristo Jesús servir al hombre, e incluso servir al peor de los hombres por amor a Dios.

Pero Cristo Jesús fue hecho a semejanza de los hombres. Dios tiene siervos en el cielo: los ángeles que son sus siervos celestiales, fuertes, poderosos e inteligentes para cumplir sus órdenes, para ir, a petición suya, de un extremo al otro del universo. Estos poderosos e innumerables habitantes del cielo sirven a su Creador, pero el Señor Jesucristo fue hecho un poco menor que los ángeles a causa de la pasión de la muerte. Fue hecho a semejanza de los hombres. Estaba en este mundo en la figura de un hombre. Si el Señor Jesús hubiera venido en semejanza de ángel, habría venido en semejanza de un ser que no había pecado, pero vino en semejanza de los hombres, para que los ángeles que lo contemplaban pudieran ver a Aquel que, aunque en semejanza de hombre, no conoció el pecado, como todos los demás.

Cristo Jesús estaba en semejanza de carne de pecado, pues estaba en el mundo como un hombre, aunque él mismo no conoció pecado. Y habiendo sido hallado en semejanza de hombre, sí mismo se humilló. El Señor vino al mundo tan discretamente, que la mayor parte de la humanidad no tuvo conocimiento de este acontecimiento sin precedentes. Cristo Jesús nació en un pesebre de Belén, en la quietud de la noche, viniendo así en humildad. Los ángeles lo sabían, pero pocos lo sabían en la tierra. La joven virgen de Galilea, humilde y pobre, fue elegida para ser el medio por el que el Hijo de Dios iba a nacer entre los hombres. Fue una forma humilde para el Hijo de Dios de venir al mundo que él mismo creó. Vino, no como vendrá pronto, como un relámpago en toda su gloria para que todos los ojos lo vean, sino que entró por este camino de humildad para que los hombres y mujeres piadosos pudieran verlo como el niño de Belén. No se impuso a la atención de los hombres. Estaba presente en el momento y lugar indicados en las Escrituras, pero estaba allí en humildad y pequeñez.

Vemos que la propia Encarnación tiene sus lecciones. El apóstol se sirve de ella para hacernos comprender lo que somos tan lentos en imitar, para mostrarnos el gran valor de la humildad de espíritu en presencia de Dios. ¡Cristo Jesús vino como un niño pequeño! No fue acogido por los grandes de entre los judíos, sino por Simeón y Ana, que esperaban en la sombra el cumplimiento de la promesa divina del Mesías.

Podríamos recorrer con provecho toda la historia de nuestro Señor Jesucristo y verlo hacerse a un lado continuamente. Nunca quiso llamar la atención. Se humilló, es decir, sí mismo se puso a un lado, él y sus propias aspiraciones. No consideraba lo que más le podía agradar, sino la voluntad de Aquel que le había enviado. Decía a sus discípulos: «Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió, y acabar su obra» (Juan 4:34).

8 - La muerte humillante de la cruz

Pero la Palabra de Dios va más allá y dice que Cristo Jesús se humilló, y se hizo obediente hasta la muerte, y la muerte de cruz. En cuanto a su responsabilidad, la muerte no era una necesidad para él, puesto que había cumplido perfectamente con la Ley (véase Mat. 5:17 et Lev. 18:5). Para nosotros, la muerte es una necesidad, pues «la paga del pecado es muerte» (Rom. 6:23). El Señor Jesús era puro, santo, ni dominado ni manchado por el pecado y la muerte; sin embargo, su camino de obediencia lo conducía a la muerte, pues «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (Mat. 20:28).

Para la mente judía, la muerte de una persona piadosa era extraña, inexplicable, y en el caso del Señor Jesús era sumamente extraña. El primer mandamiento con promesa a quien honraba a su padre y a su madre era que prolongaría sus días en la tierra. ¿Quién, en Nazaret o en el mundo entero, estaba constantemente sumiso a sus padres como lo fue el Señor Jesús? Era un modelo para todos, perfecto en todos los sentidos, pero no se le concedió una larga vida. Fue arrebatado en la mitad de sus días, no a causa de él, sino por los demás, para que se cumpliera el gran propósito de la salvación de Dios. Para que los hombres no murieran, él fue obediente hasta la muerte.

Pero el gran punto aquí es que, desde el pesebre hasta la cruz, el Señor Jesús constantemente mostró perfecta obediencia a Su Dios y Padre. Es a esta obediencia a la que nosotros debemos estar vinculados, nosotros que tan pronto mostramos nuestra oposición a quienes se nos oponen.

Deberíamos pensar en Aquel que no discutía, no gritaba, no levantaba la voz en las calles; que cuando era insultado, no devolvía el insulto, sino que se remitía a Aquel que juzga con justicia. No hablaba con ira; ninguna reprimenda se escapaba de sus labios. Le golpearon, se burlaron de él, no dijo ni una palabra. Como una oveja muda ante quienes la esquilan, no abrió la boca.

No es que el Señor no pudiera hablar, sino que no quería hacerlo, porque un solo murmuro habría empañado su camino de obediencia. Fue absolutamente pasivo ante la voluntad de Dios, y por eso es el modelo para nosotros.

Cristo Jesús se hizo obediente hasta la muerte, y la muerte de cruz. Esta siempre estaba ante él. Dios lo observó clavado en la cruz, como el Hombre obediente en quien encontró su placer. Gritaban: «¡Sea crucificado!» (Mat. 27:22), pero el Señor Jesús no escuchaba estos gritos. Solo escuchaba la voz que hablaba desde el cielo. Cada día, cada mañana, su oído se había abierto habitualmente para escuchar como el Siervo obediente, y fue esa voz la que escuchaba y a la que obedecía, incluso en el Calvario. Cuando lo clavaron al madero, en aquella perfecta comunión que siempre tuvo con su Padre, dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34); “cumplen tu propósito para conmigo; es tu voluntad que yo sea levantado sobre la cruz de la condena; hacen tu voluntad; Padre, perdónalos. ¿No es esta muerte Tu propósito de gracia desde antes de la fundación del mundo?” Así que la obediencia de Cristo fue perfecta hasta el final, hasta la muerte, y hasta la muerte de cruz.

En el mundo tenemos ante nosotros algo maravilloso: «Haya, pues, en vosotros este pensamiento que también hubo en Cristo Jesús». Sabemos cuánto sentimos una palabra despectiva que nos ha sido dirigida; sabemos lo que sentimos cuando los hombres pisotean nuestros derechos, o no quieren hacernos justicia; sabemos lo turbada que está nuestra mente en esos momentos, ¿no es así? Pero nunca fue así con el Hijo del amor de Dios. El apóstol dice: “Que su pensamiento esté en vosotros. Que no se ponga el sol sobre vuestra irritación; que no haya rencillas entre vosotros; que no os invadan sentimientos airados; pensad en el Maestro y en su humilde obediencia; y que esté en vosotros aquel sentir que hubo también en Cristo Jesús”.

9 - Homenaje universal a Cristo Jesús

¿Qué ocurrió después de la cruz y de aquella vergonzosa muerte degradante? El Señor sufrió una muerte muy humillante en la cruz, pero la historia del amor de Jesús no termina ahí. Ese fue el final del primer capítulo de su vida: el que lo concernía en la tierra. Pero abrimos el segundo capítulo leyendo lo que sigue. Allí miramos al cielo y al futuro. Sabemos que a quien los hombres despreciaron y deshonraron, Dios lo ha exaltado y le ha dado el nombre sobre todo nombre.

Así, nuestro corazón va del Gólgota a la gloria, porque es allí que lo vemos. Vemos a Cristo Jesús coronado de gloria y honor, poseedor del nombre sobre todo nombre. Y esperamos con impaciencia las demás glorias que vendrán después. Dios Padre lo ha decretado. A la luz de este pasaje, miramos hacia el tiempo en que millones de hombres vivos, y los millones más que ahora yacen en el polvo, se unirán para rendir homenaje a Aquel que fue crucificado pero que ahora está glorificado. Todos ellos doblarán la rodilla ante Aquel a quien Dios ha exaltado, y su homenaje que rendirán al Hijo obediente será para gloria de Dios Padre.

¿Cuál era el motivo del Señor Jesús para seguir adelante, día tras día? «Tengo que hacer las obras de aquel que me envió mientras es de día; la noche viene cuando nadie puede trabajar» (Juan 9:4). Durante los pocos días que el Señor Jesús vivió aquí en este mundo, ¡cada momento fue dedicado al servicio del Padre! Había tomado el lugar de la obediencia para la gloria de Dios Padre, y cuando miró hacia atrás en su vida terrenal pudo decir: «Yo te glorifiqué en la tierra, acabando la obra que me diste que hiciera» (Juan 17:4). El Padre conocía la perfección de la obediencia del Hijo, por lo que hizo notar aquí, para nuestra adoración, que no ha olvidado lo que, en consecuencia, se debe a su amado Hijo. Él ha decretado que, ya que los hombres han levantado sus voces para crucificar a su Hijo obediente, entonces sus rodillas se doblarán ante Él y sus lenguas lo confesarán como Señor.

Y así será, pues se cumplirá tanto esta palabra como toda palabra de Dios. Pero no debemos olvidar nuestra responsabilidad actual. Nos corresponde a nosotros exponer el pensamiento de Cristo ahora en este mundo; y cualesquiera que sean los resultados hoy, no nos ayudarán mañana. Aquel que manifiesta el pensamiento de Cristo hoy, que ha encontrado el secreto de renunciar a sí mismo y permitir que el pensamiento de Cristo brille en sus caminos, tendrá el mismo camino difícil ante sí mañana. Digo “difícil”, porque el «yo» todavía está en nosotros, y hasta que no sepamos ponerlo donde Dios lo ha puesto, lo encontraremos en nuestro camino para impedir que el pensamiento de Cristo brille dentro y fuera de nosotros.

Que tengamos la gracia de proclamar más perfectamente estas virtudes de nuestro Señor Jesucristo. Puede ser relativamente fácil hacer grandes cosas, las cosas que revelan conocimiento y poder en nosotros, pero cuando la vida espiritual significa simplemente estar tranquilos ante la voluntad divina, simplemente aceptar lo que Dios dispone para nosotros día a día, entonces sucede a menudo que nuestras voluntades se oponen a la obediencia, y se manifiesta el pensamiento del «yo» en lugar de aquel de Cristo.

Que Dios nos dé la gracia de hacer nuestras estas palabras, y podamos encontrar en la persona y en el humilde servicio de nuestro Señor Jesucristo a Dios, algo que tenga poder, valor e influencia en nuestros caminos y testimonio para él.