Los dones del Espíritu
1 Corintios 12
Autor:
(Fuente autorizada: biblecentre.org)
En el capítulo anterior, el apóstol presentaba el tema de la Cena del Señor, fiesta establecida como punto de reunión de la iglesia. Ahora él expone acerca de los dones del Espíritu y de la presencia del Espíritu en la iglesia, sin la cual no podría mantenerse el orden adecuado cuando los santos se reúnen con el propósito de participar de la Cena o para el ejercicio del ministerio.
A partir de la exposición de este pasaje, aprendemos que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, formado por el Espíritu Santo. En dicho Cuerpo, el mismo Espíritu reparte los dones a cada uno en particular como Él quiere para el bien del Cuerpo (v. 11) y para ser utilizados bajo Su guía (v. 3). Y con el propósito de advertirnos del peligro de la intrusión de espíritus malvados y de cualquier pretensión humana, el apóstol debe reivindicar los derechos del Espíritu Santo en la Iglesia de Dios.
(V. 1-3) El capítulo comienza mostrando las características de un ministerio legítimo bajo la guía del Espíritu de Dios, capacitándonos así para detectar y rechazar cualquier otro ministerio que surgiera de un espíritu falso. Los corintios, justamente, llamados de entre los gentiles, habían estado bajo las influencias de espíritus falsos. Adoraban a ídolos mudos al tiempo que maldecían a Jesús. Y ningún hombre que hable por el Espíritu Santo puede conducir a adorar a ídolos ni a menospreciar a Cristo. Por el contrario, el Espíritu siempre conducirá a las personas a confesar a Jesús como el Señor (v. 1-3).
El versículo 3 nos habla de una prueba cuya realización no tiene como fin precisamente distinguir entre creyentes e inconversos; sino más bien discernir si un hombre está hablando por el Espíritu de Dios o por un espíritu que no proviene de Dios. En esa época, cuando el Espíritu Santo aún estaba brindando revelaciones, revestía una gran importancia poder efectuar una prueba como esa debido a que el diablo buscaba presentar una revelación falsa (comp. 2 Tes. 2:2). La revelación divina ahora está completa, sin embargo, la importancia de efectuar dicha prueba sigue teniendo plena vigencia, porque la Palabra nos advierte que en los últimos tiempos habrá espíritus seductores y que, aún peor, habrá quienes profesarán ser ministros de Cristo, cuando en realidad serán siervos de Satanás. Estas personas pueden ser detectadas mediante el discernimiento de sus actitudes hacia Cristo. Nadie que menosprecie al Señor puede estar siendo guiado por el Espíritu de Dios (véase 1 Tim. 4:1; 2 Cor. 11:13-15).
Luego de exhortarnos a discernir si un hombre está o no hablando por el Espíritu, el apóstol procede a enseñarnos acerca del poder divino y la autoridad necesarios en el ejercicio de los diferentes dones para el ministerio (v. 4-5).
(V. 4) Cualquiera que hable por el Espíritu exaltará a Cristo, pero el Espíritu puede expresarse mediante diferentes dones. Sin embargo, todos son ejercidos por la energía y el poder del mismo Espíritu.
(V. 5) Más aún, los dones son ejercidos a fin de llevar a cabo las diferentes formas de servicios, pero quien dirige todo en cada uno de estos servicios es el mismo Señor.
(V. 6) Por último, el ejercicio de los dones en estos diferentes servicios podrá producir distintos efectos u «operaciones», pero quien produce el resultado en las almas es el mismo Dios.
Aprendemos entonces que los dones solo pueden ser correctamente ejercidos mediante la energía del Espíritu y bajo la dirección del Señor. Y toda verdadera obra que produce resultados positivos en las almas es el fruto de la operación de Dios.
Estos tres versículos, correctamente comprendidos, apuntan a reprender y a corregir tres graves desórdenes que se presentan en la cristiandad. En primer lugar, en el mundo religioso observamos una enseñanza generalizada que afirma que para poder ejercer un don se requiere previamente tener ciertas habilidades naturales, sabiduría humana y haber cursado ciertos estudios teológicos. Sin embargo, el apóstol enseña que los requisitos necesarios para ejercer un don en la iglesia no pueden ser hallados en las escuelas humanas ni en ningún otro tipo de preparación terrenal. Lo que se necesita es la presencia y el poder del Espíritu. Mediante Su poder, el Espíritu puede usar a pescadores «indoctos e ignorantes», tales como Pedro y Juan, para que asuman la altísima responsabilidad como apóstoles, criterio que, por supuesto, al mundo le parecerá totalmente trastornado. El Espíritu también puede utilizar a un hombre altamente educado como Pablo. De una o de otra manera, el orgullo del hombre es puesto de lado y queda en primer plano la presencia y el poder del Espíritu Santo.
En segundo lugar, en muchos lugares se afirma que un hombre podrá ejercer un don si antes es ordenado por otro hombre y enviado al servicio bajo alguna autoridad humana. El apóstol insiste en que el verdadero servicio solo requiere de la autoridad del Señor.
En tercer lugar, muchos hombres desean trabajar a favor de las almas confiando en métodos que apelan a los sentidos, tales como la elocuencia, la emotividad, la música, etc. Pero el apóstol nos enseña que es Dios el que «hace todas las cosas en todos» (v. 6). Solo Dios puede obrar todas las cosas que pertenecen al plano divino en todos aquellos que tienen la responsabilidad de llevar adelante una obra. Anteriormente, el apóstol ya les había recordado a estos creyentes algo muy importante: «Ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios» (1 Cor. 2:4-5).
Aprendemos entonces que el poder para el ejercicio de un don no proviene del hombre, sino del Espíritu Santo. La autoridad para el servicio tampoco proviene del hombre, sino del mismo Señor. Y el resultado en las almas tampoco es un producto humano, sino la operación de Dios.
(V. 7) Habiendo hablado de la divina fuente de todos los dones, el apóstol ahora nos instruye acerca de la diversidad de dones y su distribución (v. 7-11). Aprendemos que el Espíritu no concentra todas las diferentes manifestaciones en un solo hombre, ni en una sola clase de hombres. Estas instrucciones refutan una forma de operar impresionantemente mala que se da en ciertos círculos cristianos, que consiste en separar una clase especial de hombres para el ministerio, dividiendo así al pueblo de Dios en clérigos y laicos. Las Escrituras no reconocen tal discriminación. En los mencionados círculos cristianos, en los que se pone de lado el orden de Dios, se afirma que la manifestación del Espíritu es dada a ciertos hombres, quienes son ordenados para presidir sobre las congregaciones. Pero, en nuestro capítulo se ve claramente que la manifestación del Espíritu es dada a «cada uno».
Más aún, esta manifestación del Espíritu es dada «para provecho» (v. 7). No es dada para que alguna persona pueda exaltarse a sí misma o para obtener un lugar prominente en medio del pueblo de Dios, ni para conseguir ventajas o influencias sobre los demás, sino para el bien común, para que todos lo aprovechen. Estas enseñanzas seguramente habrán tenido una gran importancia para los corintios, pues ellos estaban utilizando los diferentes dones para exaltarse a sí mismos.
(V. 8-10) El apóstol procede a explicar qué distingue a los distintos dones. Comienza hablando no tanto de la posesión de los dones, sino más bien de la «manifestación» o utilización de dichos dones. Por lo que en vez de hablar simplemente de sabiduría o de ciencia, se referirá a la «palabra de sabiduría» y a la «palabra de ciencia». La expresión «palabra» implica la comunicación de la sabiduría y de la ciencia para ayudar a otros.
La sabiduría en este caso implica la posesión del pensamiento de Dios, de manera que la persona puede ver todas las cosas como las ve Dios, de acuerdo a Su pensamiento, y es capacitada para actuar rectamente ante cualquier circunstancia. La ciencia es más bien una inteligencia que está de acuerdo con la palabra revelada de Dios, de manera que la sana doctrina pueda ser exhibida claramente. La fe, en este pasaje, no se refiere simplemente a la fe en Cristo y en el evangelio, lo cual es característico en todos los creyentes, sino a una fe especial dada a ciertos creyentes, que los capacita para servir de ayuda al pueblo de Dios cuando se debe sobrepasar dificultades, vencer la oposición y guiar a los que dudan.
Los dones de sanidad eran dones señales cuya actividad tenía que ver con el cuerpo humano. El obrar milagros, además de las sanidades, implicaba una demostración de poder sobre las cosas materiales y los seres espirituales (comp. Marcos 16:17-18; Hec. 13:11; 16:18; 28:5).
La profecía consistía en una manifestación de poder que se desarrollaba en el ámbito espiritual, por medio de la cual el poseedor del don revelaba los pensamientos de Dios en cuanto al presente o al futuro (comp. Hec. 11:28; 1 Cor. 14:3).
El discernimiento de espíritus consistía en un don que, como alguien dijo, «implicaba la capacidad de determinar, no entre un verdadero y un falso seguidor del Señor Jesús, sino entre la verdadera enseñanza del Espíritu y la falsa que los malos espíritus presentaban» (W. Kelly).
El don de lenguas, es decir, dominar diversas lenguas, era dado a alguien, mientras que a otro se le concedía poder interpretar las mismas.
(V. 11) Al considerar todos estos diferentes dones, debemos recordar que, si bien solo algunos eran milagrosos, todos eran espirituales. «Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere» (v. 11). El orden de Dios para su asamblea en cuanto a los dones consiste en que haya diversidad, que estén distribuidos a diferentes personas y que sean ejercidos por una única voluntad y un único poder: el poder y la voluntad del Espíritu Santo. Por lo tanto, el orden legítimo que debe regir en las iglesias de Dios solo puede surgir del trabajo que Dios mismo realiza en medio de Su pueblo. Los sistemas religiosos cristianos, con sus estructuras humanas, ordenación de ministros y rituales prescriptos ignoran este orden en la práctica, aun cuando lo reconozcan en la teoría.
(V. 12-13) El apóstol ya ha expuesto acerca de las variadas manifestaciones del Espíritu, por lo que ahora se referirá a la esfera en la que el Espíritu actúa. Esto conduce a un muy bendito desarrollo de la verdad de la Iglesia como el Cuerpo de Cristo. De acuerdo al orden de Dios, los creyentes no ejercitan los dones como personas aisladas, sino como miembros del Cuerpo de Cristo y para el bien de todo el Cuerpo. Y con el fin de ilustrar las grandes verdades concernientes al Cuerpo de Cristo, el apóstol toma como modelo el cuerpo humano. Y así como el cuerpo humano es uno, pero compuesto de muchos miembros, los cuales tienen un lugar y una función en el cuerpo, «así también el Cristo» (v. 12, traducción literal). Esta es una hermosa manera de presentar la verdad. El objeto central aquí es la Iglesia, sin embargo, el apóstol no dice “así también la Iglesia”, sino «así también el Cristo». El cuerpo en cuestión es el Cuerpo de Cristo, por lo tanto, incluye a Cristo y a todos sus miembros. Su Cuerpo es la expresión de Él mismo. Esto está de acuerdo con la verdad que al momento de su conversión tuvo que escuchar el apóstol Pablo, cuando el mismo Señor le dijo: «¿Por qué me persigues?» (Hec. 9:4). Tocar a su pueblo es tocarlo a Él mismo, a su Cuerpo.
Hemos considerado entonces que la Iglesia está compuesta de creyentes, sean judíos o gentiles, bautizados en un solo Cuerpo por el Espíritu. Este bautismo del Espíritu, del que podemos leer en Hechos 1:5 y Hechos 2, tuvo lugar en Pentecostés, cuando los creyentes fueron unidos unos a otros y, a la vez, a su Cabeza en los cielos, Cristo, por medio del don y la habitación del Espíritu Santo.
El apóstol, luego de presentar la verdad de la Iglesia como el Cuerpo de Cristo, utiliza las funciones del cuerpo humano a fin de presentar la vida práctica que debería caracterizar al Cuerpo de Cristo sobre la tierra. Pablo muestra que, así como el cuerpo humano ha sido constituido para trabajar como un todo en el que se excluye el desorden, así debiera ocurrir también en la Iglesia.
(V. 14-19) En primer lugar, debemos recordar que en el cuerpo humano hay diversidad en la unidad. «El cuerpo no es un solo miembro, sino muchos». Esta diversidad será totalmente ignorada y el desorden se incrementará considerablemente si los miembros rechazan la función que les corresponde en el Cuerpo debido a la envidia que los lleva a pensar que los demás miembros tienen una función más elevada. Si el pie comenzara a reclamar que no es mano, o la oreja que no es ojo, el trabajo del cuerpo dejaría de funcionar debido a que estos miembros quejosos han dejado de obrar efectivamente para el bien del cuerpo. Este desorden solo puede evitarse reconociendo que es Dios, y no el hombre, quien «ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso» (v. 18), dándoles una tarea y un lugar apropiados para cada uno en particular. La preeminencia de cualquiera de los miembros anularía el funcionamiento del Cuerpo, porque «si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? (v. 19).
(V. 20-25) En segundo lugar, el apóstol demuestra que también hay unidad en la diversidad. Porque aun cuando hay muchos miembros, hay solo un Cuerpo. Pero esta unidad peligraría si los miembros más altos miraran con desdén a los miembros más bajos. Ya hemos visto que la envidia es uno de los males que podrían perturbar la diversidad; ahora vemos que el desprecio sería el que podría deshacer la unidad. Si el ojo trata a la mano con desdén o la cabeza mira despectivamente al pie, la unidad del cuerpo quedará desintegrada. Y repetimos que este desorden solo puede ser evitado al reconocer la presencia y el poder de Dios en la tarea de unir al cuerpo de tal manera que ningún miembro puede prescindir de los otros.
El reconocimiento de la primera gran verdad, que hay diversidad en la unidad, derriba la pretensión mundana de sostener un principio clerical, pues resulta evidente que en un cuerpo ningún miembro puede reclamar la preeminencia, debido a que cada uno de ellos tiene su propia función.
El reconocimiento de la segunda verdad, que hay unidad en la diversidad, excluye el principio de independencia. Todos los miembros del cuerpo, aun cuando tengan funciones diferentes, están en relación de interdependencia.
(V. 26) El resultado de todo esto es que «si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan». La manifestación práctica de esta hermosa expresión es absolutamente impedida en la cristiandad debido a las múltiples divisiones. Sin embargo, la verdad de que la acción de un miembro afecta a los demás porque están unidos por el Espíritu Santo y porque descansan en el hecho de que son morada del Espíritu tiene plena vigencia, aun cuando nuestros fracasos impidan la manifestación práctica de la misma. Cuanto mejor sea nuestro estado espiritual, mejor expresaremos la verdad de que nuestras acciones afectan a los demás miembros. Sin duda, las innumerables divisiones producidas en la Iglesia pueden llegar a debilitar nuestra sensibilidad espiritual, pero, como alguien dijo: “Somos conscientes del sufrimiento o del gozo en la medida de nuestro estado espiritual”.
(V. 27) Hasta aquí el apóstol ha estado exponiendo acerca de los grandes y verdaderos principios que conciernen a la Iglesia de Dios aquí en la tierra, vista como el Cuerpo de Cristo. Ahora aplicará dichos principios a la iglesia en Corinto. El apóstol Pablo les dice: «Vosotros, pues, sois cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular». Él no dice: «Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo» como ha sido erróneamente traducido en algunas versiones, sino «Vosotros, pues, sois cuerpo de Cristo». La iglesia en Corinto no era el cuerpo de Cristo, sino la expresión local del cuerpo, que también marca la pertenencia al mismo. Un general puede decirles a los soldados de una localidad: «Recuerden que ustedes son custodios del orden», pero no les diría «ustedes son los custodios del orden», porque no son el regimiento entero. No obstante, ellos representan, en esa localidad, a dicho regimiento en su totalidad.
De la misma manera, el privilegio de todos los cristianos de cualquier localidad sigue siendo hoy en día poder reunirse simplemente como miembros del Cuerpo de Cristo sobre la tierra, y como la representación local del un Cuerpo. Por el Espíritu, cada creyente es un miembro del Cuerpo de Cristo y es responsable de caminar en relación con esta gran verdad, rechazando asociarse con cualquier organización cristiana sectaria que niegue estos principios. Muchos cristianos ignoran dicha verdad y se reúnen alrededor de algún siervo fiel o junto a otros con quienes sostienen solo alguna verdad en particular. La única y verdadera unidad formada por el Espíritu es la expresada en el Cuerpo de Cristo, y la única membresía que la Palabra de Dios reconoce es la que atañe a dicho Cuerpo.
En este día de ruina hay muchos cristianos sinceros que intentan unir a los creyentes por medio del establecimiento de actividades conjuntas para la oración, la predicación del evangelio, obras misioneras y para la difusión de ciertas verdades, como por ejemplo la santidad y la venida del Señor. Pero mientras que muchos se pliegan a estas estructuras organizadas por el hombre, algunos pocos dejan las muchas denominaciones que se van formando a fin de caminar a la luz de la única unidad legítima realizada por el Espíritu y poder actuar bajo la guía de dicho Espíritu. El Señor no pide nada más. Él no presenta a nuestras consciencias una interminable lista de formas de reunirse para poder expresar la unidad, lo cual sería absolutamente impracticable para muchos cristianos. Tampoco nos pide que dejemos las diferentes denominaciones y que viajemos a una localidad muy lejana para reunirnos una vez al año a fin de expresar la unidad en Cristo. Esto también sería algo imposible de cumplir para el pueblo de Dios. Lo que seguramente desea el Señor es que los suyos, en cada localidad, se aparten de todo aquello que niega los principios bíblicos y que se reúnan a fin de expresar la verdad del un Cuerpo, del cual, al ser creyentes, ya forman parte. Como alguien bien dijo: “Lo que el Señor pide es posible de realizar para todos los creyentes, silenciosamente, sin pompa, de manera genuina y lo cual tiene vigencia para todas las épocas”. Este camino está abierto para el más sencillo y pobre de los hijos de Dios. Pero también es verdad que si hay unos pocos en una localidad que han recibido de parte de Dios la fe necesaria para reunirse a la luz de la verdad del un Cuerpo, no podría decirse de ellos, como se decía de la iglesia en Corinto: «Vosotros sois cuerpo de Cristo», como si ellos solos fueran representativos de dicho Cuerpo, pues en estos tiempos de innumerables divisiones resulta difícil hallar en una localidad cualquiera una compañía de santos que incluya a todos los creyentes de ese lugar. Sin embargo, los creyentes que a toda costa buscan obedecer la Palabra de Dios pueden caminar juntos en la luz de la verdad del Un Cuerpo.
(V. 28-30) Estos últimos versículos nos presentan el hecho de que Dios ha puesto en «la iglesia» –es decir, en la Iglesia como un todo– diferentes dones. La epístola a los Efesios nos enseña que los dones han sido dados por Cristo ascendido, Cabeza del Cuerpo. En Corintios vemos que es el Espíritu Santo el que distribuye dichos dones en la Iglesia. Algunos de estos dones indudablemente fueron útiles para la etapa inaugural del cristianismo. Estos son los llamados dones señales, acerca de los cuales no hallamos ninguna enseñanza en el sentido de que continuarán durante todo el período de la Iglesia. Resulta muy significativo que aquellos dones que los hombres codiciaban más están puestos al final de la lista.
(V. 31) Desear un don es algo correcto. Sin embargo, tal como los creyentes de Corinto, podemos abusarnos fácilmente de los dones a fin de exaltarnos a nosotros mismos, por lo cual Dios nos muestra un camino más excelente para servir a los demás. Y el apóstol procede inmediatamente a hablarnos acerca de este camino.