El primer mártir

Hechos 6 y 7


person Autor: Hamilton SMITH 89


En la conmovedora historia de Esteban, el primero de una larga sucesión de mártires, encontramos por un lado la maldad de Israel plenamente desenmascarada, y por el otro, vemos la bendición de la fe cristiana puesta en evidencia.

En su discurso, Esteban apela a la historia de Israel para mostrar que la carne, incluso en el profeso pueblo de Dios, se resiste invariablemente al hombre con quien Dios está. Lo demuestra por medio de las Escrituras, recordando con detalle cómo los patriarcas trataron a José y cómo la nación se había opuesto a Moisés.

Los otros hijos de Jacob, llenos de envidia, odiaron y persiguieron a José. Pero Dios estaba con él y lo exaltó grandemente. Y en su exaltación, José se presentó ante sus hermanos como su salvador y libertador. Es, pues, un tipo sorprendente de Cristo, el Mesías, a quien los gobernantes de Israel, por envidia, entregaron para que fuera crucificado. Pero Dios exaltó a Cristo con su diestra, para ser Príncipe y Salvador, y desde ese lugar elevado, por medio del Espíritu Santo, ofreció el arrepentimiento y el perdón de los pecados a Israel (Hec. 5:31-32).

Luego, Esteban recuerda la historia de Moisés que, para ayudar a su propio pueblo, al que amaba, dio la espalda a toda la gloria de Egipto. Pero los israelitas «rechazaron» al que Dios les había enviado «como gobernante y redentor» (Hec. 7:35). En el desierto, no quisieron obedecerle y «en sus corazones se volvieron a Egipto» (Hec. 7:39). Así, de nuevo, resistieron al hombre con quien Dios estaba.

Cuando escuchamos el discurso de Esteban, aprendemos cuál es el verdadero carácter de la carne, ya sea en el creyente o en el incrédulo, pues la carne es siempre la misma:

  • Está marcada por la «envidia»: Los hermanos de José estaban movidos de envidia cuando se deshicieron de él.
  • Es incapaz de entrar en el pensamiento de Dios: Dios quiso liberar a Israel por medio de Moisés, «pero ellos no lo entendieron» (Hec. 7:25).
  • Es abiertamente hostil al hombre con el que Dios está: Leémos al respecto, que los israelitas «rechazaron» a Moisés (Hec. 7:27, 35, 39).
  • Se deja llevar por las cosas visibles y no por la fe: «Haznos dioses que vayan delante de nosotros», pidieron los israelitas (Hec. 7:40).
  • Se regocija en sus propias obras y no en las obras de Dios: Leémos que, habiendo hecho un ídolo, ellos «se regocijaron en las obras de sus manos» (Hec. 7:41).

Tras hacer un repaso de la historia de Israel, Esteban concluye su discurso exponiendo solemnemente la condición de la nación. Constantemente en rebelión contra Dios, son un pueblo de «dura cerviz». A pesar de la religiosidad que presumen exteriormente, su carne no es juzgada en el interior; son «incircuncisos de corazón y de oídos» (Hec. 7:51), sordos a la palabra de Dios. Por eso Esteban puede declarar que «siempre se resisten al Espíritu Santo». Ellos actuaron como lo habían hecho sus padres. Los padres persiguieron y mataron a los profetas, y los hijos entregaron y dieron muerte a su propio Mesías. En cuanto a la ley de la que se jactaban, no la habían cumplido.

Hasta este punto, en el desarrollo del libro de los Hechos, los apóstoles habían proclamado mediante el Espíritu Santo, la oferta de arrepentimiento y perdón de los pecados a la nación de Israel, de parte del Cristo exaltado, y les declararon que, si se arrepentían, Cristo volvería para traer «tiempos de alivio» (Hec. 3:19-21). Ese testimonio final, para esa generación, es rechazado totalmente. El testigo de la gloria celestial de Cristo es expulsado de la ciudad y apedreado sin piedad. De esa manera, tal como el testimonio de Cristo en la tierra había sido rechazado, el testimonio del Espíritu Santo enviado a la tierra por el Cristo glorificado es ahora rechazado.

Así, para Israel como nación, todo ha terminado por el momento. A partir de entonces, el testimonio de Dios ya no es sobre un Cristo que va a reinar en la tierra, sino sobre un Cristo glorificado en el cielo. La posición de Cristo siempre determinará la posición y las bendiciones de su pueblo. Si Cristo reina en la tierra, entonces tendrá un pueblo terrenal, cuyas bendiciones son de carácter terrenal. Si Cristo es glorificado en el cielo, su pueblo pertenece al cielo y tiene bendiciones de carácter espiritual y celestial. Aquí tenemos un gran punto de inflexión: El centro ya no es Jerusalén, donde Cristo fue crucificado, sino el cielo, donde Cristo es glorificado.

En la grandiosa escena de la ascensión, descrita en el primer capítulo del libro de los Hechos, dos ángeles les dicen a los discípulos: «¿Por qué estáis mirando al cielo?» (Hec. 1:11), ya que la puerta de la bendición terrenal bajo el reinado de Cristo continuaba abierta, si la nación se arrepentía. Ahora, por el momento, todo ha terminado para Israel, y Esteban acertadamente mira hacia el cielo y ningún ángel lo cuestiona por hacerlo.

De esta manera, pasamos del judaísmo al cristianismo, de la tierra al cielo, de un Cristo que reinará en la tierra a un Cristo exaltado en la gloria. Comienza una nueva era, en la que los creyentes son llamados de entre los judíos y de entre las naciones, para formar la Iglesia, unidos a Cristo en el cielo. Durante este período, Dios no tiene pueblo terrenal, ni nación en relación con él, ni templo como centro terrenal. Desgraciadamente, el cristianismo ha actuado a menudo según el principio de lo caduco, y ha revivido el ritual judaico. Tenemos países conocidos como “naciones cristianas” y “pueblos favorecidos”, también se han erigido magníficas catedrales que se hacen llamar “casa de Dios” y el cristianismo es visto simplemente como un sistema religioso que eleva la posición social de las personas y que busca mejorar el mundo.

Es de suma importancia entender que la fe cristiana nos llama a salir del mundo y nos da un lugar en el cielo. Como creyentes solo nos apartaremos del mundo de forma práctica cuando seamos conscientes de que tenemos un lugar en el cielo. Así como el apóstol Pedro dice: «Una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros» (1 Pe. 1:4). Ningún mal puede tocar esta buena herencia; ningún poder del enemigo nos puede robar en el cielo.

En Esteban vemos a un creyente que asume esa nueva posición, la celestial; discernimos en él el carácter que corresponde a esa posición. Merece la pena detenerse en el breve pero instructivo relato de este primer mártir cristiano. Se nos presenta de manera sorprendente, caracterizado por unas cualidades cristianas notables, ya que es descrito como un hombre «lleno de fe y del Espíritu Santo», «lleno de gracia y de poder» y de «sabiduría» (Hec. 6:5, 8, 10). Estas son las características más destacadas de un cristiano. La fe es necesariamente lo primero, pero habiendo creído en el evangelio de nuestra salvación, somos sellados con el Espíritu Santo (Efe. 1:13). Habiéndolo recibido, se nos exhorta a ser «llenos del Espíritu» (Efe. 5:18). Y si estamos llenos del Espíritu, deberíamos caracterizarnos por la gracia que hace frente a todo mal en el espíritu de Cristo, por el poder que nos eleva por encima de todas las circunstancias, y por la sabiduría para enfrentar toda oposición. Tales virtudes semejantes a las de Cristo no harán que su poseedor sea favorecido por quienes solo tienen una profesión religiosa. Así sucedió que, «se levantaron unos hombres de la sinagoga» quienes «incitaron al pueblo, a los ancianos y a los escribas, los cuales, arremetiendo contra él, lo prendieron y lo llevaron al Sanedrín» (Hec. 6:9, 12). Allí, falsos testigos le acusaron de decir palabras blasfemas contra Moisés, contra Dios, contra el templo y contra la ley.

¿Cómo se comportaría Esteban ante tanta violencia y falsas acusaciones? Los ojos de todo el Sanedrín estaban sobre él. ¿Habría resentimiento e indignación en su rostro ante estas acusaciones mentirosas? ¿Cómo resistiría su fe cristiana semejante prueba? Para su asombro, estos hombres no ven ningún rastro de resentimiento o desprecio altivo en ese rostro. Ellos «fijaron en él la vista, y vieron su rostro como el rostro de un ángel» (Hec. 6:15). Vieron un rostro iluminado por la luz del cielo. ¡Bien podríamos preguntarnos cómo nos habríamos visto y actuado en tan terribles circunstancias! Ante unas acusaciones tan perversas e injustas, ¿es posible que una indignación creciente en nuestros corazones no se viera reflejada en un rostro enfadado? Podemos preguntarnos: ¿Cuál fue el poder secreto que le permitió a Esteban ser visto como un ángel, mientras el diablo lo contrariaba?

Esto nos lleva a centrarnos en cuatro características importantes de un cristianismo vivido en el poder del Espíritu Santo, destacadas tan piadosamente en Esteban durante los últimos momentos de su vida, al final de Hechos 7.

1. En primer lugar, el cristiano lleno del Espíritu Santo es aquel que tiene los ojos fijos en Cristo en el cielo. Es consciente de que todos sus recursos están en Cristo, el Hombre en la gloria. No busca en su interior, esforzándose vanamente por encontrar en sí mismo algo en lo que pueda confiar. No mira a su alrededor buscando en otros el apoyo y dirección. Mira hacia arriba, y lo hace con persistencia. Sabe que Cristo en la gloria es la Cabeza de su pueblo, quien tiene toda la sabiduría para guiar, que su corazón amoroso se compadece de él en sus aflicciones, y que su mano es todopoderosa para sostenerlo en sus pruebas. Por eso, el apóstol Pablo, más adelante, nos exhorta a que «corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, fijos los ojos en Jesús, autor y consumador de nuestra fe» (Hebr. 12:1-2). Estamos corriendo la carrera que termina en el cielo, y a lo largo del camino habrá pruebas que soportar e insultos que aguantar. Solo si, como Esteban, miramos constantemente al cielo y mantenemos los ojos fijos en Jesús, podremos permanecer firmes. Así, en Esteban se destaca el gran hecho de que el Espíritu Santo fue enviado desde el cielo por Cristo para conducir nuestros corazones hacia Cristo en el cielo.

Pero notemos que Esteban, que tenía los ojos fijos en el cielo, que vio la gloria de Dios y a Jesús, no solo era un creyente sellado con el Espíritu Santo, sino un creyente «lleno del Espíritu Santo» (Hec. 7:55). Alguien dijo: “Poseer el Espíritu Santo es una cosa, estar lleno de él es otra. Cuando él es la única fuente de mis pensamientos, entonces estoy lleno de él. Cuando él ha tomado posesión de mi corazón, tiene la potestad para silenciar lo que no es de Dios, para guardarme del mal, y para guiarme en cada acción de mi vida y de mi andar” (J.N.D.). Así, Esteban, lleno del Espíritu, mira a Cristo en la gloria. No contempla la gloria con sus ojos naturales; está lleno del Espíritu Santo. Pero recordemos que esto no se limita solo a Esteban pues el apóstol Pablo escribe: «Pero todos nosotros a cara descubierta, mirando como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en la misma imagen» (2 Cor. 3:18).

2. En segundo lugar, el creyente que mira fijamente a Cristo en la gloria es un hombre sostenido por Cristo en el cielo. Esto no significa necesariamente que esté exento de pruebas. Dios puede permitirle pasar por las pruebas más terribles, como a Esteban, que fue acusado falsamente de blasfemia, expulsado de la ciudad y apedreado hasta la muerte. Pero, aunque Esteban no fue preservado de la prueba, fue sostenido a lo largo de ella. En esas terribles circunstancias, se dio cuenta de la verdad de las palabras del Señor: «Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás» (Is. 43:2). Así, con las piedras cayendo sobre él, Esteban es llamado a pasar «por el valle de sombra de muerte» (Sal. 23:4), pero no teme ningún mal porque el Señor está con él y lo sostiene, y porque la gloria está delante de él.

3. En tercer lugar, el cristiano sostenido por el Señor, se convierte en alguien que representa a Cristo en el cielo. Al fijar nuestros ojos en el Señor en la gloria, «vamos siendo transformados en la misma imagen, de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:18). Solo si contemplamos a Cristo en la gloria, el mundo podrá ver algo de Cristo en nosotros. Así, Esteban se asemeja a Cristo quien, en su humildad, fue acusado de blasfemia, pero «ante Poncio Pilato hizo la buena confesión» (1 Tim. 6:13), y «siendo insultado, no respondía con insultos; cuando sufría, no amenazaba» (1 Pe. 2:23). Con los ojos fijos en el Señor, Esteban sigue los pasos del Señor. Cuando es insultado, no se defiende; cuando sufre, no pronuncia ninguna amenaza. Ningún mal pensamiento surge en su corazón, ninguna mirada sombría se marca en su rostro, ninguna palabra amarga sale de sus labios. Alguien escribió: “Él da testimonio de su Maestro, olvidándose de sí mismo, olvidando el peligro, sin importarle las consecuencias. Su corazón está tan lleno de Cristo que ya no se preocupa de lo que pasará con su vida. Cristo es lo único que tiene ante sí” (J.N.D.). Al fijar sus ojos en el Señor en la gloria, Esteban se transforma en su imagen y, así como Jesús en la cruz, ora por sus enemigos y encomienda su espíritu al Señor. Así, el hombre en la tierra se vuelve un representante del Hombre en la gloria. Esteban mira fijamente al cielo y ve a Jesús en la gloria, mientras el mundo tiene sus ojos fijos en Esteban y ve a Jesús en él.

4. Por último, vemos que después de llevar los rasgos de Cristo, habiendo corrido su carrera y completado su jornada, el cristiano es aquel que deja el mundo para estar con Cristo en el cielo. Así que Esteban duerme, y su espíritu es recibido por Cristo en la gloria. El camino del sufrimiento por Cristo lleva a la gloria con Cristo.

De esta manera, vemos en Esteban una magnífica imagen del verdadero cristianismo según la mente de Dios. Un creyente lleno del Espíritu Santo cumplirá las palabras del Señor: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lucas 9:23). Ocupado enteramente con Cristo, tal creyente se negará a sí mismo, tal como Esteban, no se esforzará por salvar su vida aquí en la tierra y seguirá a Cristo en la gloria. Verá a Cristo en la gloria, y al hacerlo, será sostenido por Cristo en la gloria. Siendo sostenido por Cristo, reflejará a Cristo en la gloria. Y después de completar su carrera, dejará este mundo para estar con Cristo en la gloria.

(Extractado de la revista «Scripture Truth», Volumen 15, 1965-7, páginas 118-21)


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