Índice general
Jacob, o la disciplina
Autor:
Personas del Antiguo Testamento
Tema:(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
0 - Introducción: Reflexiones sobre la historia de Isaac
Como la historia de Isaac ofrece varios puntos de contacto con la de su hijo Jacob, no estará de más decir algunas palabras al respecto antes de considerar la vida de este último.
Al principio del curso de su vida, Isaac es una bella figura del Hijo de Dios, mientras que los comienzos de Jacob, lamentablemente, no son sino una serie de engaños y faltas propias del hombre.
Isaac, verdadera simiente de Abraham y, como tal, heredero de las promesas, nace «contra esperanza» de un padre «como muerto» y de una madre cuyo seno se hallaba en estado de amortecimiento (Rom. 4:18-19). Representa, desde su entrada al mundo, una vida no conforme a la naturaleza y victoriosa sobre la muerte. Es el hijo otorgado a la fe, y esta situación excepcional despierta contra él la enemistad de Ismael, su hermano según la carne. Desde sus primeros pasos, como en toda la primera parte de su historia (Gén. 21 al 24), Isaac es, pues, figura de Cristo.
Un gran hecho predomina en su vida. Él, el hijo único, el amado (22:2), ofrecido en holocausto en el monte de Moriah, resucitó de entre los muertos, porque así Abraham le volvió a recibir en sentido figurado (Hebr. 11:19). Como hombre resucitado, recibe una esposa [1] según el designio fijado de antemano por su padre (Gén. 24:1-8). Eliezer, imagen notable del Espíritu Santo, va a buscarla y se la lleva a Isaac a través del desierto.
[1] En el Antiguo Testamento, Rebeca es la única figura completa de la Iglesia y de su llamamiento.
De acuerdo a la orden de su padre, la esposa de Isaac no podía ser «de las hijas de los cananeos». Debía pertenecer a la familia de la fe, al país y a la parentela de Abraham (v. 3-4). Pero esta parentela presentaba un espectáculo bastante triste. Nacor, siguiendo de lejos las pisadas de su hermano Abraham, se había instalado –después de este– en Harán (v. 10; cap. 27:43), sin soñar en seguir, como Abraham, el llamado de Dios hasta el fin. Aunque separado del culto público a los ídolos que se celebraba «al otro lado del río» (Jos. 24:14), sus hijos, o él mismo, al tiempo que reconocían a Jehová como su Dios no habían dejado sus dioses domésticos (Gén. 31:19, 53). Por eso, aunque Isaac podía tomar mujer de Harán, debía guardarse de volver allí (24:6). La misma Rebeca, para pertenecer enteramente a su esposo, tenía que «olvidar su pueblo, y la casa de su padre» (Sal. 45:10), a fin de vivir en el país de la promesa en compañía del hombre resucitado. No debía haber en ella mezcla religiosa, ni compromiso alguno.
Rebeca lo había comprendido así, pues, ante las instancias de sus hermanos, una sola expresión sale de su boca: «Sí, iré» (Gén. 24:58). Hermosa expresión, digna del esposo a quien ella ama sin haberlo visto y en quien cree sin conocerlo; expresión de confianza en aquel cuyo valor aprecia; expresión de decisión, porque él es el imán soberano que la atrae; expresión de sumisión, porque al decir Eliezer: «No me detengáis» (v. 56), ella lo sigue a través del desierto, hasta que por fin halla a su señor y le testifica esa sujeción bajando de su montura y cubriéndose con el velo delante de él.
¡Qué gozo para ella cuando ve venir a Isaac, el hombre celestial, del «pozo del Viviente-que-me-ve»! (24:62). Allí moraba él antes de su encuentro y allí morará después de su unión con Rebeca (25:11). En otro tiempo Jehová había hallado a Agar junto a ese pozo «que está en el camino de Shur» (16:7), y ella había dicho: «¿No he visto también aquí al que me ve?» (v. 13); aquí Dios se revela. Ni Ismael, nacido de la carne, ni sus hijos aprovecharon ese pozo, porque «habitaron desde Havila hasta Shur» (25:18) sin conocer el pozo de la revelación y sin beber de esa agua que abre los ojos de los miserables. Solo el hombre espiritual se abreva en la revelación divina.
¡Oh, «pozo del Viviente-que-me-ve», Palabra divina, revelación del Padre y del Hijo, manantial profundo, lugar de delicias para el hombre resucitado, agua refrescante de la que se sacia aquella a la que él ha hecho su esposa; pozo donde se ve al Invisible, donde se conoce su gracia, donde se aprende a disfrutar de Él en la intimidad de su comunión, donde se halla consejo y dirección, el que hace reverdecer los lugares áridos para tornarlos frescos oasis! ¡Brota, oh pozo del desierto, para mí, para todo el pueblo del Señor, y que tu familia, oh Cristo, habite sin cesar alrededor de tu Palabra, junto al pozo del Dios viviente!
En el capítulo 26, que constituye la segunda parte de la historia de Isaac, el patriarca no es ya figura de Cristo, sino la del creyente, llamado a andar en el mundo con su carácter de hombre celestial y resucitado. Como siempre, lamentablemente, vemos aquí al hombre incapaz de mantenerse a la altura de su vocación. En otro tiempo, el hambre había conducido a Abraham a Egipto y es todavía el hambre la que impele a Isaac hacia Gerar. Dios le dice: «No desciendas a Egipto» (v. 2), porque debía morar en Canaán; sin embargo, le permite permanecer en Gerar, ya que ha elegido domicilio allí. La consecuencia no se hace esperar; Isaac niega su relación con su esposa, imagen de la relación de Cristo con la Iglesia. Lo que Abraham había hecho en Egipto, él lo hace en el país de los filisteos.
Egipto representa el mundo; Filistea, el mundo establecido en el territorio del país de la promesa, el mundo enemigo de los creyentes, aunque comparta sus límites con ellos. Este hecho nos enseña que les es tan imposible confesar y mantener abiertamente sus relaciones con la Iglesia en medio del mundo asociado al pueblo de Dios como hacerlo en medio del mundo representado por Egipto. Ni uno ni otro soportan tal testimonio. El creyente que habita en Gerar se deja despojar de su mejor tesoro: la comunión entre el Esposo y la Esposa; sus relaciones y su testimonio se malogran; el mundo se apodera de la esposa y la retiene cautiva. Como Abraham, Isaac hace esta humillante experiencia. Esta falsa posición del hombre de Dios, a primera vista parece brindarle grandes ventajas. Siembra en el país de Gerar para recoger el céntuplo; recibe muchas bendiciones temporales: «se engrandeció hasta hacerse muy poderoso» (26:13); hallará allí, como anteriormente Abraham, mucho ganado y siervos, pero el gozo de la comunión está extinguido, los más íntimos lazos del alma se rompen. La alianza del creyente con el mundo religioso le priva de esos tesoros y le trae disputas, oposición y odio, porque el hijo de Dios, por débil que sea, siempre que no niegue enteramente su carácter celestial, sufrirá la animosidad del mundo contra Cristo. Es lo que encuentra Isaac por haberse establecido en Gerar.
Isaac, figura del hombre celestial, es un «cavador de pozos». El cristiano se le asemeja. Su dicha consiste en buscar las aguas refrescantes, primero para él y luego para compartirlas con otros. «Volvió a abrir Isaac los pozos de agua que habían abierto en los días de Abraham su padre, y que los filisteos habían cegado después de la muerte de Abraham» (v. 18). De este modo, los testigos del Señor vuelven a sacar a la luz verdades antiguas; pero, cuando ellos no se separan del mundo, este se apodera de las verdades de su testimonio como si provinieran de él y le perteneciesen. Así ocurrió con las grandes enseñanzas reencontradas en la Reforma: la justificación por la fe y la salvación por gracia. El testigo de Dios que permanece entre los filisteos, pierde allí el fruto de su trabajo espiritual.
Isaac cava entonces pozos nuevos, imagen de las verdades nuevas; pero «Esek» y «Sitna» son objeto de disputa y odio (26:20-21); el patriarca se ve obligado a dejarlos en manos del enemigo sin poder utilizarlos. Solo está a sus anchas cuando se aleja del país de los filisteos; allí cava el pozo de «Rehobot» (lugares espaciosos) porque, dice, «ahora Jehová nos ha dado ensanche» (v. 22, V.M.). Cuando somos liberados de todo lazo con el mundo, este es impotente contra nuestro testimonio. El culto y el verdadero carácter del cristiano solo se encuentran cuando media separación entre él y el mundo religioso. Isaac hace esta experiencia en Beerseba, en el país de su padre, porque, igual que Abraham al subir de Egipto, solo en Beerseba edifica altar para invocar en él el nombre de Jehová (21:33) y levanta su tienda. Aquí Isaac entra en su propio dominio y los filisteos se ven obligados a reconocerlo, pese a lo cual no se juzgan a sí mismos [2].
[2] «¿Por qué venís a mí, pues que me habéis aborrecido, y me echasteis de entre vosotros?» les pregunta Isaac. Y ellos responden: «Nosotros no te hemos tocado, y… solamente te hemos hecho bien» (26:27, 29).
Aquí, en Rehobot, tenemos el último pozo de este hombre de fe; simple y apacible testimonio tributado a las verdades eternas, en presencia de un mundo que las ignora, pero que ve claramente que Dios está con nosotros (26:28). Todo esto nos habla de un progreso de Isaac, como hombre de Dios, pero nos muestra también a qué distancia está, en la práctica, de Aquel a quien representaba como figura en la primera parte de su historia. Lamentablemente, en el curso de nuestro relato asistiremos a una verdadera declinación del patriarca. La tercera parte de su vida, por estar íntimamente ligada a la de Jacob, la estudiaremos en sus relaciones con ella a medida que se desarrollen los acontecimientos.
1 - Jacob en la casa paterna
1.1 - Dos principios y dos razas (Gén. 25:19-26)
Como Sara, Rebeca era estéril. En esto, ambas mujeres son figuras de Israel, del hombre según la carne bajo el antiguo pacto. Raquel, luego la mujer de Manoa y Ana, y más tarde Elisabet, fueron visitadas de la misma manera. Su esterilidad, señal de impotencia, significaba que la carne no tiene ni el derecho ni la fuerza de engendrar seres para la familia de la fe. Solo la gracia y el poder divinos nos dan acceso a ese parentesco, porque Dios se reserva el poder de ser el único hacedor de nuestra bendición.
En esta prueba, Sara y Abraham carecieron de inteligencia y de fe. Mediante el artificio de una transacción humana (16:1-3), Sara procura obtener lo que Dios no le había dado aún, pero que se lo había prometido solemnemente a Abraham, diciéndole: «Un hijo tuyo será el que te heredará» (15:4). Isaac tuvo más fe que ella: esperó en Dios y, pendiente únicamente de Él, «oró… a Jehová por su mujer, que era estéril» (25:21). Más tarde Jacob imitó a su abuelo Abraham cuando Raquel le dio su sierva Bilha; en lugar de orar, como Isaac, «se enojó contra Raquel» (30:2). Muy diferente fue Ana cuando, trabajada de espíritu por la magnitud de sus congojas, «oró a Jehová, y lloró abundantemente» y «la petición» fue otorgada por el nacimiento de Samuel (1 Sam. 1:10, 17). Zacarías no tuvo sino una fe mitigada. Él había suplicado acerca de Elisabet (Lucas 1:13), pero dudó cuando el ángel vino a decirle que había sido oído, motivo por el cual estuvo mudo hasta el día del nacimiento de Juan el Bautista, el precursor.
Abraham tuvo dos hijos, uno de la sierva y otro de la libre: Ismael, el hijo según la carne, Isaac, el hijo según el Espíritu. Apenas este fue destetado, «el que había nacido según la carne perseguía al que había nacido según el Espíritu» (Gál. 4:29). La carne, principio que surge de fuera en la persona de Ismael, se alzaba contra lo que era nacido de Dios. Igualmente Jesús, y todos los suyos después de él, han encontrado el oprobio, las burlas y las hostilidades de la carne, ese enemigo de fuera.
«Rebeca concibió de uno, de Isaac» (Rom. 9:10) y tuvo de él dos hijos que «luchaban dentro de ella» (Gén. 25:22). Aquí, los dos principios se hallaban en ella y combatían en ella, según está escrito: «El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí» (Gál. 5:17). Pero es necesario que, en el creyente, uno de esos principios se someta al otro para que no hagamos lo que quisiéramos.
Y fue así que Jacob salió, trabada su mano al calcañar de Esaú. Pero la oposición de las dos naturalezas no se limita al seno de Rebeca, sino que persiste después de nacidos los hijos, según lo que Dios declara: «Dos pueblos serán divididos desde tus entrañas» (Gén. 25:23).
¡Cuántos cristianos que no quieren abandonar el mundo alegan, contra la obligación de separarse, el hecho de que llevamos el mundo en nuestro corazón! Eso no es lo que nos enseña la Palabra. Ella nos muestra, en verdad, que hay en el creyente una necesaria oposición entre la carne y el Espíritu y que la mundanería de su corazón no puede justificarse; pero que la presencia y la oposición de las dos naturalezas en él no debilitan en manera alguna esta otra verdad: que debe existir separación entre lo que es engendrado del Espíritu y lo que es nacido de la carne. Son dos familias distintas que no pueden tener nada en común, ni títulos, ni privilegios, ni bendiciones. «No los que son hijos según la carne son los hijos de Dios, sino que los que son hijos según la promesa son contados como descendientes» (Rom. 9:8).
Tal vez alguien se pregunte: «¿Por qué unos son bendecidos y otros no?». Dios responde que es «para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese» (Rom. 9:11). La elección de Dios es soberana; no necesita dar cuenta a nadie. Él la pone en contraste con las obras, es decir, con la pretensión del hombre de conseguir, por propia voluntad, las gracias de la elección. Pero, se dirá: “en este caso Dios escoge a unos para bendición y a otros para maldición, y ¿qué podemos hacer contra la voluntad de Dios?” Es esta una pregunta insensata, porque nunca Dios escoge para perdición. Muestra su libre elección de gracia cuando dice: «El mayor servirá al menor» (Gén. 25:23), pero manifiesta también las consecuencias de la responsabilidad del hombre cuando, después de haber dicho: «Amé a Jacob», añade: «y a Esaú aborrecí» (Mal. 1:2-3). ¿Cuándo amó a Jacob? En el primer libro de la Biblia y ya desde el seno de su madre. ¿Cuándo odió a Esaú? En el último libro del Antiguo Testamento, cuando, no obstante, la larga paciencia de Dios, Edom (Esaú) demostró ser hasta el fin el implacable enemigo de Jehová y de su pueblo.
De este modo se manifiestan, por un lado, los frutos de la gracia divina y, por el otro, los frutos de la responsabilidad del hombre. Dios no sacrifica nunca uno de esos principios a expensas del otro, ni debilita a uno por el otro, como demasiado a menudo lo pretenden los falsos razonamientos de los hombres.
1.2 - El profano y el suplantador (Gén. 25:27-34)
Los hijos crecen y sus caracteres se definen. «Esaú fue diestro en la caza, hombre del campo». Representa al hombre de la actividad exterior, de la fuerza corporal que halla en este mundo la esfera propicia para su desarrollo y que pone su habilidad natural al servicio de sus concupiscencias. Nuevo Nimrod (10:8-9), ama la caza y sus energías convergen para satisfacer esta pasión.
Pero «Jacob era varón quieto, que habitaba en tiendas». Se reconoce aquí a un retoño de la familia de la fe. La sencillez en él no excluye el engaño. Lamentablemente, demasiado veremos a lo largo del curso de su vida qué papel desempeñó el engaño y a qué disciplina tuvo que someterlo Dios para purificarlo de esa astucia. La sencillez de Jacob era la de un hombre que no tiene necesidades, que se contenta con lo que Dios le da, sin ambicionar comodidades o renombre, rasgos de carácter opuestos a los de Esaú. Por ello también «habitaba en tiendas», verdadero hijo de esos hombres de fe, Abraham e Isaac. De Abraham leemos que moró «en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa» (Hebr. 11:9).
Al comienzo de su vida, Jacob es, pues, un testigo de Dios que vive como extranjero en un mundo en el que no busca una ciudad permanente, porque se aferra a la promesa de Dios y a su heredad. Y estas cosas bastan a su fe.
En este punto del relato principia la tercera parte de la historia de Isaac, desde entonces ligada a la de sus dos hijos. Isaac no es más aquí el hombre de Dios que realiza –aunque solo parcialmente– su carácter celestial; por el contrario, deja dirigir su conducta por motivos puramente terrenales. «Amó Isaac a Esaú, porque comía de su caza» (Gén. 25:28). Un simple gusto gastronómico, una inclinación por lo que el mundo llama «los placeres de la mesa» era, sin que él lo sospechara, lo que hacía desviar los afectos de Isaac. La carne siempre atrae a la carne.
¿No es doloroso pensar que, por amar la caza, el piadoso Isaac –de haberlo podido– habría hecho del hijo de la carne el heredero de las promesas? «Rebeca amaba a Jacob» (v. 28). ¿Era quizá el afecto de una madre hacia el más débil y menos estimado por su padre? No se nos explica la razón, pero queremos creer que Rebeca –mujer de fe, a pesar de todo– había guardado en su corazón la respuesta de Jehová cuando le había ido a consultar (v. 22-23).
En los versículos 29-34 se define por completo el carácter de los dos hermanos. Esaú es «profano» y, «por una sola comida vendió su primogenitura» (Hebr. 12:16). Cansado, exclama: «He aquí yo me voy a morir: ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura?» (Gén. 25:32). El desdichado no comprende que vende no solo su derecho a ciertas ventajas temporales, sino a bendiciones más elevadas prometidas a Abraham y a su «simiente, la cual es Cristo» (Gál. 3:16). Sí, vende a Jacob su derecho al linaje del Mesías, privilegio que fue conferido a Jacob, porque leemos: «Abraham engendró a Isaac, Isaac a Jacob», y sucesivamente hasta «Jesús, llamado el Cristo» (Mat. 1:1-16). Esaú menosprecia el don de Dios; prefiere un guiso de lentejas, miserable satisfacción de una pasajera necesidad de la carne. ¡Qué indiferencia! Pese a poder elegir, abandona deliberadamente su derecho a la bendición. Come, bebe, se levanta y se va… (Gén. 25:34) ¡Ah, cuando luego, queriendo heredar la bendición, la busque con lágrimas, será demasiado tarde… sí, demasiado tarde! «Fue desechado, y no hubo oportunidad para el arrepentimiento» (Hebr. 12:17).
Este terrible ejemplo sirve para sacudir a los indiferentes. El mundo está lleno de Esaús, de seres que sacrifican un porvenir de bendiciones puestas a su alcance con tal de satisfacer el apetito de un momento, que venden sus almas por un plato de lentejas y, después de haber comido y bebido, se levantan, y se van, insensibles a la enormidad de su acto. ¿Se dan cuenta de que llegará el día en que clamarán «con una muy grande y muy amarga exclamación» y dirán llorando: «Bendíceme también a mí, padre mío» (Gén. 27:34, 38), sin hallar «oportunidad para el arrepentimiento»?
Por cierto, la conducta de Esaú no disculpa en manera alguna la de Jacob. Este último no tiene nada de atractivo. De haber habido alguna nobleza, alguna franqueza natural, habría que buscarla en Esaú.
Jacob acecha las ocasiones y sabe aprovecharlas muy hábilmente para lograr sus fines. Piensa, desde el comienzo de su vida, que no debe desperdiciar los medios humanos para asegurarse las bendiciones prometidas. ¡Error muy común! Se emplea la carne para lograr las cosas de Dios, dejando una parte a la actividad de la fe. Jacob deberá pasar más de veinte años de sufrimientos y disciplina para aprender que la actividad de la carne no sirve sino para crear dificultades al creyente y ponerlo bajo el juicio de Dios, porque, en pocas palabras, ella es un instrumento de derrota y solo la fe asegura la victoria. Esaú obraba pura y simplemente por medio de la carne; Jacob empleaba su carne –o, si se prefiere, sus aptitudes y su inteligencia natural– en una misma línea con su fe, sin comprender que la una es enemiga de la otra.
Como ya lo dijimos, el mundo está poblado de Esaús, y, con igual justicia, podemos decir que la cristiandad está poblada de Jacobs. ¿Será necesario probarlo con ejemplos? ¿No se sirve ella de la inteligencia natural, los estudios y la voluntad humana que piensa poder consagrarse a Dios para adquirir las cosas que la gracia divina quiere darnos? Cuando Dios prepara para los suyos obras de fe, a fin de que anden en ellas, ¿no se las reemplaza por obras voluntarias que obstaculizan a las de Dios? ¿No se pretende asegurar por medio de preceptos humanos las bendiciones que el Señor concede a su Iglesia? La evangelización, los dones del Espíritu, la edificación de los santos, la oración misma, todo está impregnado de ese vicio. El cristiano sincero, dondequiera que se vuelva descubre el espíritu y los principios de Jacob, hasta en la familia de la fe y entre los que tienen el privilegio de invocar en verdad el nombre del Señor.
Algo consolador es que, a pesar de todo, hay fe en muchos de los que obran así. Jacob, pese a sus procedimientos carnales, daba valor a la promesa. La palabra de Dios, confiada a su madre, estaba grabada en su corazón. Era consciente de la preeminencia a la cual era llamado, y este hombre sencillo, que habitaba en tiendas, tenía visiones de esa gloria futura que le hacían desechar las cosas presentes, mientras que su hermano Esaú menospreciaba las cosas venideras.
1.3 - Las hijas de Het (Gén. 26:34-35)
«Y cuando Esaú era de cuarenta años, tomó por mujer a Judit hija de Beeri heteo, y a Basemat hija de Elón heteo».
El casamiento es un testimonio de nuestro estado espiritual. Abraham, el hombre de fe, enseñado por las amarguras de una división entre Sara y la egipcia Agar, quiere, para su hijo Isaac, una hija de la raza de la fe; no quiere una cananea, ni aun que su hijo vuelva a radicarse en el país de Nacor, porque Abraham había salido de allí. Eliezer cumple fielmente esta misión; y es siempre así cuando el Espíritu de Dios nos dirige.
Isaac no se apartó de ese precepto (28:1). Jacob siguió el mismo camino, aunque con menos sencillez y franqueza que su padre. Para ellos, la fe excluía absolutamente toda alianza con las hijas del mundo.
La misma recomendación es hecha al pueblo de Dios en Deuteronomio 7:3-4 y en Josué 23:12-13. En medio de una gran aflicción, Esdras obra sobre la conciencia del pueblo para que se purifique de sus alianzas profanas (Esdras 10:3, 11). Nehemías confirma también este principio (Neh. 10:30). En el Nuevo Testamento hallamos que la única condición del casamiento cristiano es la siguiente: «Con tal que sea en el Señor» (1 Cor. 7:39).
En esta circunstancia, Esaú da muestras de su espíritu profano. Toma por mujeres a hijas de los heteos, las que «fueron amargura de espíritu para Isaac y para Rebeca» (Gén. 26:35). ¿Cómo podía ser de otro modo para esa pareja de creyentes que se veían involuntariamente asociados por su hijo con un pueblo cargado con la maldición divina, y que, aun permaneciendo puros ellos mismos, no podían deshacerse de esa vecindad idólatra? En verdad sufrían y no les era posible cambiar ese estado de cosas porque los principios divinos no tenían ascendiente sobre Esaú. Era una prueba para ese hogar y la sentían cruelmente; Rebeca de manera más viva, porque su afecto por Esaú era menos ciego que el de su marido: «Fastidio tengo de mi vida –dice– a causa de las hijas de Het» (27:46). Por eso este fastidioso ejemplo dado por Esaú les lleva aun más a obrar según los pensamientos de Dios para con el hijo que reconocía la autoridad de ellos y cuya fe correspondía a la suya. «Isaac –leemos– llamó a Jacob, y lo bendijo, y le mandó diciendo: No tomes mujer de las hijas de Canaán. Levántate, ve a Padan-aram, a casa de Betuel, padre de tu madre, y toma allí mujer de las hijas de Labán, hermano de tu madre» (28:1-2).
1.4 - La bendición hurtada (Génesis 27)
Este capítulo nos presenta un cuadro humillante de lo que puede suceder en el seno de la familia de Dios. Isaac, jefe de esta familia, el hombre celestial de los capítulos precedentes, cede a una codicia terrenal: la caza era su comida. Dice a Esaú: «He aquí ya soy viejo, no sé el día de mi muerte. Toma, pues, ahora tus armas, tu aljaba y tu arco, y sal al campo y tráeme caza; y hazme un guisado como a mí me gusta, y tráemelo, y comeré, para que yo te bendiga antes que muera» (27:2-4).
Impulsado por esta codicia, llega a preferir al hijo de la carne antes que al heredero según Dios, al que Esaú debía servir. Notamos también que busca en su comida predilecta la fuerza para el servicio divino, como si esta energía artificial pudiera ser de ayuda al don profético de un patriarca. ¿Es acaso diferente en nuestros días? ¡Cuántas veces una excitación de la carne se impone a los creyentes como si fuera el poder del Espíritu! La caza o el vino no son los únicos excitantes del hombre natural; todo lo que el mundo le presenta –la búsqueda del «yo», el deseo de sobresalir, el orgullo de la vida, la imaginación y mil cosas más– contribuyen a hacerle perder la sobriedad en el servicio del Señor, la única que puede asegurar los frutos de ese servicio.
Hay algo más grave todavía: esta sola codicia de Isaac le hace olvidar la Palabra y le constituye adversario de los pensamientos de Dios. Como lo dijimos anteriormente, Isaac –de haberlo podido– habría hecho del hijo de la carne el heredero de la promesa. No aleguemos que era ignorante; habría debido recordar estas palabras: «El mayor servirá al menor» (25:23). Recordemos que el olvido de la Palabra de Dios corre parejo con la entrada que damos al mundo en nuestros corazones. ¡Qué terrible despertar para Isaac cuando, de repente, al abrirse sus ojos, descubre que por afecto hacia su hijo había estado a punto de contrarrestar los designios de Dios! ¡Véanle ustedes estremecerse grandemente! (27:33). No hay en él ira, ni estupor por haber sido engañado por su hijo menor, porque podía revocar la bendición que se le había hurtado; no, es el espanto del peligro al cual la gracia divina acaba de hacerle escapar. Por eso, al par que juzga la manera cómo Jacob se la apropió –“vino tu hermano con engaño, y tomó tu bendición» (v. 35)– mantiene la bendición dada, como correspondiente a la voluntad de Dios: «Yo le bendije, y será bendito» (v. 33).
Bajo la humillación, Isaac es restaurado en su alma; sin embargo, él, el testigo de Dios en este mundo, es puesto a un lado. Su función como tal terminó, quedó trunca hasta su muerte. Durante casi medio siglo no verá en lo que le rodea sino los frutos del viejo hombre, los que le ocasionarán amargura de espíritu, fruto de la carne de Esaú, de la cual en su momento Isaac había querido valerse para satisfacer su propia carne.
Mientras que Isaac trata de aliar su fe con su codicia, la fe de Rebeca se mezcla con su carácter familiar. Su abuelo Nacor, su padre Betuel y su hermano Labán son de un mismo linaje, de manera que la religión mezclada, el interés, la falsedad y el engaño habían presidido su educación. Y, sin embargo, esta misma Rebeca había dicho por fe: «Sí, iré» (24:58); por fe igualmente había comprendido el valor de la promesa hecha a Jacob, pero, bajo el influjo del carácter familiar, abandonó el camino de la fe y quiso obtener engañosamente, para el hijo al que amaba, la bendición prometida. Al volver así a las normas de conducta a las que Dios le había hecho renunciar, trata de evitar, mediante fraudulentas maniobras de la carne, el golpe con el que la amenaza la pasión carnal de Isaac. Pero aun, da este ejemplo a su propio hijo y se atreve a cargar con la maldición (27:13) para inducirlo a engañar a su padre. Pero Dios es un Dios santo y se muestra como tal a los suyos. Ella cae bajo la disciplina de Dios. Pierde a Jacob, en el cual concentraba todos los afectos de su corazón de madre. Desde entonces solitaria, pasa sus años teniendo fastidio de su vida (v. 43-46) y muere sin volver a ver a aquel con el cual esperaba reunirse un día. Tanto su castigo disciplinario, como el de Isaac, no terminan hasta el fin de sus vidas.
Jacob obedece a su madre ahogando la voz de su conciencia que le grita: «A los ojos de tu padre pasarás por burlador» (v. 12); miente a Isaac para obtener, a su modo, lo que Dios le había prometido. Recibe la bendición, pero ¿no la habría conseguido sin eso, incluso en presencia de Esaú, como Efraín la recibió más tarde en presencia de Manasés? (Gén. 48:14). La recibe, pero se ve obligado a esperar largo tiempo la posesión de ella, proscripto, reducido a dura servidumbre, objeto de la disciplina de Dios, hasta que, al fin, juzgado y quebrantado, haya reconocido que su carne no tiene fuerza para el bien y que su poder solo residía en la fe.
Finalmente, Esaú, el hombre natural, es azotado al principio con menos golpes, porque no hay disciplina para la carne, pero no puede reconquistar la bendición perdida, aunque la haya buscado con lágrimas. No halla oportunidad para el arrepentimiento. Y su historia termina con estas palabras harto espantosas del Señor: «A Esaú aborrecí» (Mal. 1:3; Rom. 9:13).
2 - Jacob proscripto [3]
2.1 - Su sueño en Bet-el (Gén. 28)
[3] Los datos consignados en Génesis (cap. 25 al 50) permiten establecer, con cierta exactitud, la edad de Jacob en los diferentes períodos de su historia.
Jacob tenía 40 años cuando Esaú tomó por mujeres a hijas de Het. Dejó la casa paterna a los 75, después de haber presenciado durante 35 años la amargura de espíritu de sus padres y de haber temblado durante cierto número de años bajo la amenaza de la venganza de Esaú. A los 83 tomó a Lea y luego a Raquel por mujeres. Después de dejar de servir a Labán, entró a los 96 años en el país de Canaán. José, a los 17 años aproximadamente, fue vendido por sus hermanos cuando su padre tenía 107 años. A los 120, el patriarca sepultó a su padre Isaac, de 180 años de edad (la muerte de Isaac, en el capítulo 35:28-29, no parece seguir el orden cronológico del relato); luego Jacob vivió todavía 10 años en el país de Canaán. Descendió a Egipto a los 130 años y murió allí a los 147 años.
La duración respectiva de los cuatro capítulos de nuestro libro se establece, pues, así: 1) Jacob vivió en la casa paterna 75 años. 2) Proscripto y al servicio de Labán, 21 años. 3) En el país de Canaán, 34 años. 4) En Egipto, 17 años.
La primera parte de la historia de Jacob terminó. Lo hemos seguido en la casa paterna, como objeto de los consejos de Dios desde antes de su nacimiento; luego al ser llamado a tener fe en el cumplimiento de tales consejos. Pero la fe (o más bien Dios, el objeto de ella) no le bastaba a Jacob. Hábil para aprovechar la ocasión, se había apoderado primero del derecho de primogenitura que Dios le había asignado; después, mediante engaño y astucia, de la bendición paterna, privilegio de aquel que poseía el citado derecho. Su padre lo bendijo, creyendo bendecir a Esaú: «Sé señor de tus hermanos, y se inclinen ante ti los hijos de tu madre» (27:27, 29). Aparentemente, pues, Jacob había conseguido sus fines.
En ese momento interviene Dios. ¿Cómo va a conciliar su fidelidad a sus promesas con su reprobación del carácter y proceder de su siervo? No puede, de ninguna manera, revocar sus promesas y sus bendiciones, «porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:29); y, por otro lado, no puede aceptar el mal sin tenerlo en cuenta.
Su disciplina responde a las exigencias de su fidelidad por una parte, y a las de su santidad por la otra, y las concilia. Bajo esta disciplina, Jacob será llevado a juzgar su proceder, a pronunciar una condena absoluta sobre sí y, obtenido este resultado, entrará por la fe en el gozo de las gloriosas promesas que le habían sido hechas.
En la segunda parte de la historia de Jacob, teniendo a Bet-el por punto de partida y de regreso, asistiremos a la disciplina de Dios hacia él, sea para castigarlo, sea para purificarlo. La tercera parte de esta historia nos mostrará que la disciplina tiene todavía otros propósitos.
Isaac llama a Jacob y lo bendice, sin una palabra de reproche acerca de su conducta. ¿No será que él continúa acusándose desde el día en que se «estremeció grandemente»? El engaño de Rebeca y Jacob fue el comienzo de su disciplina, y le abrió los ojos; por eso vuelve a encontrar la comunión con Dios para bendecir a su hijo sin restricciones (Gén. 28:1). Rebeca procura evitar las consecuencias de su falta enviando a Jacob al extranjero (27:43-45), pero Isaac acepta con humildad las consecuencias de la suya. Habla como si nada anormal hubiera acontecido, y lo bendice con la bendición de Abraham como si siempre hubiese visto en Jacob al heredero de las promesas, obrando a su respecto según los principios divinos que habían dirigido a su padre. No le permite imitar el ejemplo de Esaú al tomar una mujer de las hijas de los cananeos. Además, Jacob no podrá quedar, como él, en el país de la promesa; será necesario que parta, lo que constituye la única diferencia con su padre (28:5).
Isaac reconoce así la disciplina de Dios, pero no se constituye en instrumento de la misma, ni la ejerce, porque, al ser él un objeto de disciplina, no puede menos que someterse «humillándose… bajo la poderosa mano de Dios» (véase 1 Pe. 5:6).
Jacob sale de Beerseba y se dirige a Harán triste y proscripto, no poseyendo más que su cayado, según lo dirá más tarde (32:10). Separado de los que ama, deja detrás la furia de Esaú y tiene delante lo desconocido, las privaciones seguras y, sobre él a ese Dios a quien ofendió tan gravemente al sustituir el socorro de su providencia por sus propios artificios, como si los medios de Jacob hubieran podido valer más que los recursos de Dios.
Emprende su peregrinación, no como Abraham –quien, por la fe y en comunión con el Todopoderoso, marchaba cual extranjero en el país de la promesa– sino desterrado de ese buen país contra su voluntad, como consecuencia de su falta de fe y su engaño, obligado a recorrer en sentido inverso el camino hecho por su abuelo de Harán al país de Canaán. Sale solo, sin comunión con Dios, cargado con el peso de su falta, y llega a Bet-el. Cae la noche; solo tiene piedras por cabecera… ¡Cuántas amarguras debían de asaltar su pobre corazón! ¡La noche de Bet-el no era, por cierto, más negra que los pensamientos que embargaban su alma!
Se acuesta y se duerme… Una visión gloriosa se le aparece: una escalera que comunicaba la tierra con el cielo. En lo alto de la escalera, Dios; abajo, un proscripto sin asilo que lleva la enorme carga de su pecado; pero, entre Dios y Jacob, ángeles, esos «espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación» (Hebr. 1:14), que «subían y descendían» (Gén. 28:12) para cumplir su ministerio con relación a él.
¡Escena conmovedora! Dios mismo abre su cielo para poner sus ejércitos a disposición de un rescatado culpable: ¡he ahí lo que le es revelado a Jacob al finalizar su primera etapa en el camino del castigo! Presentes, aunque invisibles, esos servidores de Dios proveerán a sus necesidades durante su estadía en el extranjero. Los encontrará más tarde en Mahanaim (32:1-2), para darle la bienvenida, pero los halla primero en el momento más sombrío de su historia, porque Dios está allí [4].
[4] Notemos, de paso, que Jacob es aquí una figura del pueblo de Israel expulsado de Canaán a causa de su infidelidad, objeto de los cuidados de Dios durante su proscripción, pero llevando en su seno una simiente más numerosa que el polvo de la tierra. El sueño es la revelación dada tocante a una comunión futura entre el cielo y la tierra, entre la tierra y el cielo, por medio de ángeles.
Por consiguiente, el sentido de este pasaje no se refiere tanto a Jacob –personalmente el objeto de los cuidados de Dios– como a Israel, proscripto por su falta, motivo de esta solicitud y anticipo de un porvenir en el que Dios contestará a su pueblo y este a su Dios, por el ministerio de ángeles. Lo que hallamos en Juan 1:51 es más glorioso todavía. Solo tiene en vista al Hijo del hombre. Mucho más humillado que Jacob, puesto que bajó hasta sufrir la muerte de un criminal, es el objeto del servicio de las criaturas más elevadas. El cielo se abre sobre él y contempla a aquel que se humilló voluntariamente. Une, en su persona, al hombre con Dios, la tierra con el cielo. Por haber padecido vino a ser el único centro de todo. Pero tomó ese lugar para que el hombre en Él pudiese heredar su bendición.
¿No es una ocasión singular para confirmar a Jacob todas las bendiciones divinas? ¡Ah, es que Dios no había podido revelarse a él hasta entonces! ¿Cómo hacerlo junto al plato de lentejas, o a la cabecera de Isaac, cuando el engaño llenaba su corazón? Pero ahora, en ese paraje solitario, espantoso, adonde el pecado le condujo y donde el castigo cae sobre él, Dios lo encuentra, pues, siendo la disciplina Su obra, el lugar de la corrección es un sitio en el que puede revelarse. ¿No es conmovedor ver que ni una palabra de reproche sale de su boca para Jacob? Dios le habla para afirmar que es fiel a sus promesas: «Yo soy Jehová, el Dios de Abraham tu padre, y el Dios de Isaac; la tierra en que estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será tu descendencia como el polvo de la tierra, y te extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente» (28:13-14).
En un sentido, esas promesas son casi tan ricas como las de Abraham. Digo casi porque Dios no da a Jacob una simiente como las estrellas de los cielos, sino como el polvo de la tierra [5]; y digo además en un sentido porque, en otro, son mucho más ricas, desconocidas hasta para Abraham.
[5] Abraham recibió las dos (13:16; 15:5; 22:17); Isaac, el hombre celestial, tuvo una simiente como las estrellas de los cielos (26:4).
El versículo 15 da a Jacob seguridad del interés que Dios no cesará de tener por él durante sus años de exilio, gracia ignorada por Abraham, quien no dejaba la tierra de la promesa. «He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho». ¡Qué bálsamo para el afligido corazón de Jacob! ¡«Estoy contigo»! Te castigo, pero es una prueba de mi amor; ¡te guardaré, te volveré a esta tierra, no te abandonaré!
Jacob, cuyo pecado consistía en haber dudado, podía apoyarse enteramente en Dios solo. A la verdad, tamaña gracia hubiese debido alegrarle el corazón… pero no. Al despertar de su sueño exclama: «Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía. Y tuvo miedo, y dijo: «¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo» (28:16-17). «¡Cuán terrible es este lugar!» ¿Terrible, cuando Dios es garante con todo su favor? ¡Ah! es que nuestra carne no puede sentirse cómoda en la presencia de Dios, ni aun en la del Dios de gracia, porque esta presencia nos juzga. Y es siempre así; tenemos un ejemplo en el apóstol Pedro, cuando el Señor llenó su red de peces (Lucas 5:6-9).
Pero he aquí que Jacob se recobra. ¿Por qué? Porque supone poder hacer un contrato con Dios. La carne se tranquiliza siempre con buenas resoluciones. Si Dios cumple lo que prometió, haré en cambio algo para él: «Jehová será mi Dios. Y esta piedra que he puesto por señal, será casa de Dios; y de todo lo que me dieres, el diezmo apartaré para ti» (Gén. 28:20-22).
La disciplina que apenas comienza no llevó todavía sus frutos en favor del pobre culpable. No comprende aún que él depende tan solo de la gracia y que su voluntad propia no es otra cosa que enemistad contra Dios. No se ha despojado de su viejo hombre. Se necesitarán más de veinte años de pruebas para abrirle finalmente los ojos en cuanto a sí mismo y hacerle comprender la finalidad de la disciplina.
Jacob no sabe aún que el único medio de conseguir las bendiciones es la fe, y que probar otros medios es ultrajar la gracia. Pero la tendencia del hombre natural será siempre la de Jacob, no que este careciese de fe, sino que creía falsamente que la actividad, la inteligencia, los planes, las resoluciones del hombre podían acompañar ventajosamente a la fe y contribuir con ella a garantizarle las promesas de Dios. Este principio erróneo está en el fondo de todo sistema religioso de nuestros días, el que, sin negar la fe, se apoya –como ya lo dijimos– en el conocimiento y los estudios humanos para obtener las cosas divinas. Fue preciso un largo trabajo del Espíritu de Dios para desarraigar del corazón del patriarca esta noción que ofendía a la gracia y que la sustituía, en alguna medida, por medio de la actividad del hombre natural.
2.2 - Servidumbre y castigo (Gén. 29 - 31)
Jacob, llegado a Harán, encuentra providencialmente a Raquel junto al pozo, como Eliezer en otro tiempo halló a Rebeca (24:11, 15). Pero Eliezer estaba en comunión con Dios, y esta entrevista le fue concedida en respuesta a su oración, mientras que nada de esto se ve en Jacob. El Dios que le había dicho en Bet-el: «Yo estoy contigo» (28:15), fiel a su promesa, dirige las circunstancias en pro de su siervo, pero esto es todo. Jacob tenía a Dios con él sin tener él comunión con Dios. Volveremos más tarde sobre este importante asunto. Bástenos decir que la comunión, ese estado del corazón que disfruta de los mismos objetos que Dios, se manifiesta en el andar en común con él hacia una misma meta.
Tal fue el caso de Abraham; andaba con Dios porque participaba de sus secretos pensamientos (18:17-18). Y los resultados de esta comunión se observan en él en toda ocasión: vivía como extranjero en este mundo; intercedía en oración por las culpables ciudades de la llanura; por todas partes levantaba su altar, rendía culto a Dios y lo adoraba. No fue así con Jacob. Una sola vez ofrece un sacrificio en el país de su exilio, y esto en el momento de abandonar el lugar (31:54). Ocurre lo mismo con su oración: a lo sumo ora cuando un peligro lo amenaza (32:9-12); y su súplica indica cuán débil es su dependencia, porque, en el mismo instante, se vale de medios humanos para apaciguar a Esaú, como si Dios no pudiera hacerlo enteramente solo.
¿De dónde venía esa ausencia de comunión? Del hecho de que la comunión no puede acompañar al castigo. El padre que usa la vara para castigar a su hijo no le cubre de besos, y el hijo, durante la disciplina, no disfruta del amor de su padre. Había fe en Jacob –lo que se debe tener en cuenta–, pero es dudoso que fuera consciente, en alto grado, de la disciplina de Dios.
En los capítulos que nos ocupan, esa disciplina que ha hecho de Jacob un pobre exiliado que vagaba lejos de su patria, se ejerce todavía de otra manera. Por haber engañado a su padre, ella le hace encontrar el engaño bajo el techo de Labán. La lisonja de este: «Ciertamente hueso mío y carne mía eres» (29:14) oculta miras interesadas. Engaña a su sobrino dándole a Lea; lo defrauda también después de haber hecho un acuerdo con él respecto a los rebaños. Jacob le había dicho: «Yo pasaré hoy por todo tu rebaño, poniendo aparte todas las ovejas manchadas y salpicadas de color, y todas las ovejas de color oscuro, y las manchadas y salpicadas de color entre las cabras; y esto será mi salario» (30:32). Labán responde: «Mira, sea como tú dices» (v. 34), pero se apresura a pasar por entre sus rebaños para quitarle a Jacob su salario y ponerlo en manos de sus hijos (v. 35). Cuando Jacob le sirve por su ganado, ese pariente inhumano y engañador le cambia su salario diez veces (31:7, 41). En medio de todas esas contrariedades, devorado de día por el calor y de noche por la helada, se ve obligado a restituir a ese dueño avaro lo que no ha perdido por culpa suya (v. 38-40).
¿Qué hace Jacob? ¿Aprendió su lección como consecuencia de la disciplina? ¡Ah, no! Engaña al que lo engañó, como lo prueba la historia de las ovejas (30:37-43) y su huida clandestina, de la cual Dios nos dice: «y Jacob engañó a Labán» (31:20). ¿Por qué, pues, esos fraudes? Porque Jacob, que no tenía confianza en Dios, confiaba todavía en sus aptitudes y sus astucias. ¿Era necesario descortezar las varas de álamo, pese a que Dios le mostraba en sueños los machos listados, pintados y abigarrados, diciendo: «Yo he visto todo lo que Labán te ha hecho»? (31:10-13). ¿Era necesario huir a escondidas, pese a que Dios le había dicho: «Levántate ahora y sal de esta tierra, y vuélvete a la tierra de tu nacimiento» y «vuélvete a la tierra de tus padres, y a tu parentela, y yo estaré contigo»? (31:13, 3). ¡Ah, de haber tenido algo de confianza en la palabra de Dios, habría salido con la cabeza alta y sin que le hubiese sido tocado ni un cabello de su cabeza!
Pese a tantas faltas y tanta debilidad, Dios le dio una familia numerosa, pero también en este aspecto hace la triste experiencia de lo que valen los medios humanos. Engañado por Labán, le es preciso someterse a las componendas de sus mujeres y sus siervas (30:14-17). De este modo Jacob es castigado, pero sin llegar todavía a ser quebrantado. Por la gracia de Dios, lo será más tarde.
No obstante esto, la fe de Jacob en Harán ofrece varios rasgos notables. Desde que tuvo a José –el hijo de su vejez (contaba entonces noventa años) pero el verdadero hijo de la promesa (49:26), sorprendente figura de Cristo, nacido de Raquel, la amada– no tiene sino un pensamiento: dejar el lugar de su exilio y servidumbre para regresar a su tierra y a su parentela (30:22-27). Su país no era el de la religión de Labán, sino el de Abraham e Isaac, adoradores del verdadero Dios, sin mezcla de dioses ajenos. Lo mismo ocurre en nuestros días. El conocimiento personal de Cristo es el medio más poderoso para hacernos abandonar la mezcla religiosa que caracteriza a la cristiandad y llevarnos –como hijos de la fe– a nuestra familia espiritual.
Al partir, Jacob repudia enteramente a los ídolos de Labán. Luego este se los reclama y le responde Jacob: «Aquel en cuyo poder hallares tus dioses, no viva: delante de nuestros hermanos reconoce lo que yo tenga tuyo» (31:32). Raquel, al seguir a su marido, los había hurtado. Esto les sucede frecuentemente a los que siguen la fe de otros sin andar por la suya propia.
Jacob muestra todavía la paciencia según Dios en las pruebas, como lo atestigua su discurso ante Labán (31:36-42). Como todo hijo de Dios, sea cual fuere su carácter, aparece superior al mundo, porque tiene conciencia de la dignidad que le es conferida. Y en virtud de ella ofrece el sacrificio en el monte en lugar de su suegro (31:54).
Todos estos rasgos forman un contraste feliz, aunque imperfecto, con aquellos del arameo Labán. Este se atribuye el papel más lucido en ocasión de la huida de Jacob; no tiene más que guardar las apariencias, porque su conciencia no le habla en absoluto. Poco le importa el fondo de la verdad, pues no tiene nada que ver con Dios: «¿Qué has hecho, que me engañaste, y has traído a mis hijas como prisioneras de guerra? ¿Por qué te escondiste para huir, y me engañaste, y no me lo hiciste saber para que yo te despidiera con alegría y con cantares, con tamborín y arpa?» (v. 26-27). ¡Con alegría! ¡Es algo tan falso como fácil de decir! El pobre Jacob nunca había conocido, en los días de su disciplina, los cantares y los tamboriles de la casa de su suegro. «Ni aun me dejaste besar a mis hijos y mis hijas» (v. 28). Labán osa mostrarse como buen padre de familia. Por cierto, no era lo que sus hijas decían y opinaban de él: «¿Tenemos acaso parte o heredad en la casa de nuestro padre? ¿No nos tiene ya como por extrañas, pues que nos vendió, y aun se ha comido del todo nuestro precio?» (v. 14-15). Labán agrega todavía: «Poder hay en mi mano para haceros mal» (v. 29). Se jacta de ello, pese a que Dios se lo había prohibido bajo amenaza. «Y ya que te ibas, porque tenías deseo de la casa de tu padre…» (v. 30). ¡Porque! ¡Qué astucia! No, Jacob se iba porque la medida había sido colmada, pero esa palabra desligaba a Labán de su responsabilidad por haberlo inducido a irse. ¡Ah, cuán enteramente está en la carne ese hombre que invoca al Dios de Abraham y Nacor! (v. 53). ¡Dios nos guarde de imitar sus pasos!
2.3 - La lucha con Dios (Gén. 32)
Jacob, guiado por el Todopoderoso, quien le había dicho: «Yo estoy contigo» (28:15), después de haber escapado a todos los peligros llega a la frontera de Canaán. Los ángeles de Dios vienen a su encuentro en dos cuadrillas («Mahanaim» significa «dos cuadrillas» – compárese 32:2 con el v. 7, V.V. 1909).
Jacob los conocía; los había visto en Bet-el, prestos a servirle (28:12), cuando no tenía más fortuna que su cayado. Fiel a su promesa, el Señor pone a sus ángeles a disposición de las dos cuadrillas de Jacob. Este reconoce los designios de Dios para con él, pues da a ese lugar el nombre de los ángeles que lo sirvieron (32:2). Luego toma una posición de humilde dependencia delante de Dios (v. 9) y expresa su propia nulidad, así como la grandeza de la gracia divina: «Menor soy que todas las misericordias y que toda la verdad que has usado para con tu siervo» (v. 10). Sin embargo, no tiene todavía el conocimiento personal de Dios, y, aunque le testifica su confianza, no pierde la depositada en sus propias fuerzas. Idea un hábil plan para escapar de la furia de Esaú y toma todas las medidas para hacérsele aceptable sin dejar nada librado al azar. Pero ¿se siente seguro? ¡No! Ni siquiera la noche le trae reposo: «Y se levantó aquella noche, y tomó sus dos mujeres, y sus dos siervas, y sus once hijos, y pasó el vado de Jaboc. Los tomó, pues, e hizo pasar el arroyo a ellos y a todo lo que tenía» (v. 22-23). Hasta aquí, la obligación de pensar en todo mitiga y aligera sus preocupaciones.
Finalmente, una vez ordenado todo, queda solo…
Allí Dios lo encuentra para luchar con él; allí Jacob aprende a conocerle en realidad. Esta escena memorable tiene dos actos. En el primero, Dios lucha con Jacob, porque es preciso que este aprenda que la fuerza del hombre y la voluntad de la carne son enemistad contra Él. Jehová mismo no puede domar, ni cambiar, ni sujetar esa mala naturaleza; es necesario que Él la juzgue y la quebrante. No es que la lucha le cueste a Dios algún esfuerzo: «Cuando… vio que no podía con él», le bastó tocar a Jacob en la coyuntura del muslo con la cadera, el asiento de su fuerza en la lucha, para reducirlo a la impotencia (v. 25).
Solo entonces comienza el segundo acto de esta escena: con el quebrantamiento del «yo», la fe se desarrolla en Jacob y viene a reemplazar la energía de su naturaleza. Ahora es él quien lucha con Dios: «No te dejaré, si no me bendices» (v. 26). No puede obtener la bendición de Dios con artimañas humanas, como lo había hecho para recibir la bendición de Isaac, porque aquella solo pertenece a la fe, suscitada en un hombre que se revela sin fuerza en cuanto a sí mismo, pero que la extrae de su dependencia respecto de Dios.
Un pasaje de Oseas arroja viva luz sobre esta escena. «Con su poder», está escrito, Jacob «venció al ángel». Ese es el primer acto del combate, pero he aquí el segundo: «Venció al ángel, y prevaleció» –añade el profeta–; «lloró, y le rogó» (Oseas 12:3-5). Esta fe que Él da, Dios la reconoce como una victoria sobre Él y los hombres. Hasta aquí, Jacob, pese a su habilidad, siempre había sido vencido por los hombres. Esaú lo espanta y Labán lo somete a servidumbre. Acababa de ser vencido por el ángel que le había tocado… y ahora Jacob, por fin, es vencedor.
El ángel le pregunta: «¿Cuál es tu nombre?» (Gén. 32:27). Se le lleva a pronunciar su propio nombre: «Jacob» (el suplantador). Este nombre lo caracteriza plenamente, pues abarca toda su historia. En adelante tendrá otro nombre: Israel, vencedor de Dios. El primero expresaba lo que él era en sí mismo y ante los hombres. Su nuevo nombre significa su relación frente a Dios. La fuerza del suplantador hace lugar al poder infinito de la fe.
Pero Jacob, a su vez, querría conocer el misterioso nombre de su adversario. Dios se rehúsa a revelárselo. El momento no ha llegado –llegará más tarde– para que Dios pueda revelar su nombre a Israel, porque, según lo dijimos y lo repetimos, no puede haber comunión bajo la disciplina que juzga y castiga.
«Y lo bendijo allí» (v. 29). En Bet-el, en lugar de bendecirlo, Dios solamente le había anunciado que todas las familias de la tierra serían benditas en su simiente (28:14). Esa no era más que una parte de la bendición de Abraham: «Te bendeciré…» (12:2). Ahora Dios bendice a Jacob: seguridad preciosa; pero le falta todavía esa comunión de la que Abraham disfrutaba y que había hallado su perfecta expresión cuando Melquisedec se le apareció al patriarca (14:18-20).
Volvamos al tema tan importante y tan poco comprendido de la comunión. En 1 Juan 1, dos cosas concurren a prevenir el pecado en el cristiano: por una parte, la comunión; por la otra, el hecho de estar en la luz: «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis» (2:1). En Peniel, Jacob atravesaba la solemne noche de la lucha contra el ángel y aún no había hallado la comunión.
¿Qué es, pues, la comunión? Es tener una parte, un pensamiento, una alegría, un gozo en común con Dios, porque hay reciprocidad en la comunión. Ella no puede desarrollarse en su plenitud [6] sino cuando Dios se revela enteramente. Por eso la comunión cristiana es muy superior a la de los fieles del Antiguo Testamento.
[6] Pero ella tiene lugar toda vez que Dios se manifiesta. Cuando el «Dios Altísimo», y más tarde el «Todopoderoso» (Gén. 14:19; 17:1), se le revela, Abraham halla la comunión con Él. La comunión cristiana es el resultado de la plena manifestación de la «vida eterna» en Cristo (1 Juan 1).
Toda la vida del cristiano depende del grado de su comunión, de la cual lleva el sello: el andar, los sentimientos, los pensamientos y los propósitos se tornan comunes. Si Dios caminaba con Abraham, este caminaba con Dios (Gén. 18:16). Lo mismo ocurrió con Enoc (5:24) y con Noé (6:9). Leemos acerca de los cristianos: «El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo» (1 Juan 2:6): es la comunión en el andar. Luego: «Andad en amor, como también Cristo nos amó» (Efe. 5:2): es la comunión de sentimientos. «Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús» (Fil. 2:5): es la comunión de pensamientos. «Si guardareis mis mandamientos… como yo he guardado los mandamientos de mi Padre» (Juan 15:10): es la comunión con su obediencia. «Él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos» (1 Juan 3:16): es la comunión con su consagración. Finalmente, Filipenses 3:10: es la comunión con sus sufrimientos.
La comunión implica todavía relaciones de confianza recíproca. «Jehová dijo…: ¿He de ocultar a Abraham lo que voy a hacer…? Porque yo lo he conocido…» (Gén. 18:17, 19). Y Abraham, por su parte, abre su corazón a Dios, indudablemente en la dependencia y el temor que convienen a la criatura frente a su Creador, pero le cuenta todo, según la capacidad y la medida de su propio corazón.
Podríamos multiplicar estas citas, pero, para conocer la comunión en su perfección, no es necesario considerarla en la manera más que miserable en que la realizamos, sino según las relaciones que el mismo Señor, como hombre, mantenía con su Padre. Entonces hallamos la comunión absoluta y sin sombra, y, al contemplarla, nos sentimos inducidos a reproducir la imagen del Señor: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hebr. 10:9). «Pero no sea como yo quiero, sino como tú» (Mat. 26:39). «Yo y el Padre uno somos». «Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo». «Todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente». «Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío». «Guárdalos en tu nombre… yo los guardaba en tu nombre» (Juan 10:30; 5:17, 19; 17:10-12).
Como lo dijimos, Jacob aún no conocía esa preciosa comunión. La hallará en Bet-el (Gén. 35:1-15) y la realizará plenamente al final de su vida, cuando bendiga a Efraín y Manasés, según los pensamientos de Dios (cap. 48).
Por lo que nos concierne, no olvidemos que, si hemos hallado la comunión, esta puede interrumpirse fácilmente. Un solo pensamiento que eche en el alma una sombra pasajera bastará para ello. Y solo la volveremos a hallar mediante el juicio de nosotros mismos y la confesión de lo que la interrumpió. ¡Cuántos cristianos, semejantes a Jacob antes de su segunda visita a Bet-el, no la conocieron nunca! ¡Cuántos la dejan escapar, para dar preferencia a cosas vanas! Velemos, pues, y vivamos en un juicio habitual de nosotros mismos. En 1 Juan 1, Dios nos enseña cómo se pierde la comunión y cómo se la vuelve a hallar.
«Llamó Jacob el nombre de aquel lugar, Peniel; porque dijo: Vi a Dios cara a cara» (Gén. 32:30). Y era verdad, porque de ahí en adelante conoció a Dios en persona, al que no había visto sino en la oscuridad, estando muy lejos de la plenitud de la revelación divina que le sería dada más tarde. Había visto a un Dios que, al quebrantarle, lo amaba y se ocupaba de él con tierna solicitud, un Dios fiel a sus promesas, un Dios que se dejaba vencer por la fe de Israel, pero no aún el Dios que se revela.
Desde Peniel, Jacob «cojeaba de su cadera» (v. 31), por lo cual en adelante andará humildemente todos sus años a causa de la amargura de su alma (véase Is. 38:15), ya que su impedimento le recordará su impotencia y el juicio de Dios sobre su carne. Sin embargo, podrá andar a la luz de ese sol que le había salido cuando hubo pasado Peniel (Gén. 32:31).
2.4 - El encuentro con Esaú (Gén. 33:1-16)
Aun comprobando el hecho de que no se trata todavía de comunión para Jacob, vemos que, como había aprendido a conocerse y juzgarse, sale librado del combate.
Reconoce a su hermano según la carne inclinándose a tierra siete veces [7]. El corazón de Esaú se enternece, de modo que los temores y angustias de Jacob (32:7) eran vanos y revelaban su falta de fe. Esaú, después de preguntarle acerca de su familia, añade: «¿Qué te propones con todos estos grupos que he encontrado?». Ni siquiera había comprendido el propósito de esa prudente organización. Jacob responde ahora: «El hallar gracia en los ojos de mi señor» (33:8).
[7] No se puede negar que aquí (33:1-16) queda todavía algo del viejo Jacob y de sus artimañas.
Esaú no acepta el regalo de su hermano. Jacob no ha hallado gracia por medio de sus presentes, sino porque Dios se dignó responder a la oración de su siervo (32:11).
Lamentablemente, esa certeza decae pronto cuando Esaú propone al temeroso Jacob que lo acompañe. El presente lo tranquiliza, pero el porvenir lo espanta. Por cierto, Jacob no debía dirigirse a Seir; bien lo sabía; Seir no era su ambiente. Habitar con el profano fuera de Canaán, no podía ser. Debía ir adonde Jehová quería tenerlo. «Volveré a traerte a esta tierra» (28:15). ¡Qué hermoso testimonio habría podido dar aquí, delante de su hermano! Pero estas desdichadas palabras: «Hasta que llegue a mi señor a Seir» (33:14) son una mentira y lo echan todo a perder. Esaú quería protegerlo; Jacob podía invocar la protección de Jehová y su carácter de extranjero para rechazar el ofrecimiento; pero teme, tiene miedo, prefiere mentir para eludir la dificultad que su falta de fe no le permite vencer. ¡Cuánto debemos velar para que nuestro testimonio ante el mundo sea comprensible y claro, sin mentiras y sin segunda intención!
Pero a Jacob libre, Dios le castigará mil veces más severamente que antes, por una sola astucia, por una sola mentira.
3 - Jacob en el país de Canaán
3.1 - Sucot y Siquem (Gén. 33:17-20)
En lugar de seguir a Esaú hasta Seir, Jacob se dirige a Sucot. Tal vez el ejemplo de su hermano no es ajeno a lo que él hace allí, porque deja allí su tienda y parece querer establecerse en esta región: «Edificó allí casa para sí, e hizo cabañas para su ganado». Al contrario de Abraham, abandona el disfrute del país de la promesa que puede proporcionarle la fe, por una posesión material; pierde así su carácter de peregrino, si bien quería mantenerlo –pero sin testimonio– separándose de Esaú.
Sin embargo, pronto deja Sucot por Siquem, más allá del Jordán. ¿Experimentaba acaso algún malestar por su nueva posición? Así parecería, porque vuelve a plantar su tienda (v. 19) y acampa delante de la ciudad. Pero no era lugar para un campamento. La ausencia de testimonio delante de Esaú es grave; pero también puede haber en el creyente un testimonio desafortunado y fuera de lugar que resulta de la falta de comunión. Es lo que aquí le sucede a Jacob, pero no por mucho tiempo. El abandono del camino del testimonio provoca el error de Sucot, y, como Jehová no le reprende por la falta cometida allí, volverá a caer en un error análogo. Le vemos comprar «una parte del campo, donde plantó su tienda». También en esto dista de Abraham, quien había adquirido un campo en Hebrón para tener allí un sepulcro (cap. 23), pero Jacob lo compra en Siquem para tener una posesión. Vive en el país en calidad de extranjero, al abrigo de una tienda, y adquiere el terreno en el cual levanta su tienda. ¡Qué triste contradicción entre su palabra y su conducta! Lamentablemente ¡cuán a menudo nos acontece lo mismo!
No obstante, erige allí un altar (33:20). El altar se vincula siempre con la tienda, el culto con nuestro estado de viajeros. Pero nuestro culto se resiente asimismo por el estado de nuestra alma y el grado de realidad de nuestra vida espiritual. Jacob llama al altar: El-Elohe-Israel (Dios, el Dios de Israel), es decir, de Jacob, porque Dios le había dado ese nombre de Israel. Un culto que solo es personal resulta, en resumen, un culto de un nivel poco elevado. Cuando nos presentamos ante Dios como adoradores, ¿le daremos tan solo las gracias por las liberaciones recibidas personalmente? Después de la experiencia de Siquem, Jacob hallará el verdadero culto en Bet-el; allí adorará al Dios de Bet-el que significa «el Dios de la Casa de Dios» (35:7; 28:29).
3.2 - La disciplina de Siquem (Gén. 34)
En Siquem, Jacob está en el país de la promesa, y es allí donde Dios lo quiere tener. Pero no basta encontrarse exteriormente en el lugar preparado por Dios. Habría sido necesario que el estado moral de Jacob correspondiese a esta bendición. Desdichadamente no ocurre así, pese a la experiencia decisiva hecha en Peniel.
Allí había aprendido que su fuerza no era en suma sino una lucha contra Jehová y que debía ser reducida a la nada –como proveniente de una voluntad enemiga de Dios– y reemplazada por la energía de la fe, la que había hecho de él un Israel, un «vencedor de Dios».
Pero la lección solo le había sido provechosa en parte. Su carácter engañoso había reaparecido otra vez por falta de confianza en Dios. No olvidemos que toda la vida de Cristo hombre se resumió en una sola palabra: confianza. «Yo confiaré en él» (Hebr. 2:13). De esta confianza nace la dependencia: «Guárdame, oh Dios, porque en ti he confiado» (Sal. 16:1). La dependencia misma se traduce en oración: «A ti clamé; sálvame» (Sal. 119:146). Así fue la vida de Jesús; así también, aunque muy lejos del divino modelo, la de varones de fe: David, Samuel, Elías, Ezequías.
Esta verdad parecía letra muerta para Jacob. Las paradas en Sucot y Siquem son prueba de ello. ¿Había consultado a Jehová para instalarse en esos lugares? Tal vez se dirá: Dios no le había hablado. Sin duda, pero le hizo después de Siquem, cuando le dijo: «Levántate y sube a Bet-el» (Gén. 35:1), y más tarde: «No temas de descender a Egipto» (46:3), lo que torna a su silencio en las paradas precedentes en un hecho tanto más significativo. Si Dios no hablaba, Jacob solo tenía que esperar, como lo hizo uno mucho más grande que él en ocasión de la muerte de Lázaro. Pero Jacob debe aprender una lección, y Dios le deja seguir su camino. Luego le habla, una vez que hubo recogido los amargos frutos de la codicia, él, el extranjero que había creído hallar un domicilio y una posesión en el mundo.
La terrible consecuencia de todo ello no se hace esperar. «Salió Dina… a ver a las hijas del país» (34:1), a realizar una simple «visita de cortesía». ¡Ah! cuán a menudo esas visitas de cortesía nos hacen participar –sin darnos cuenta– de los caminos del mundo. Es la ruina de Dina, quien se convierte en indefensa presa del enemigo y, humillada primeramente contra su voluntad, ve luego envuelto su corazón (v. 3) en lo que constituía una vergüenza para una hija de Israel. ¡Pobre Jacob! ¡Qué desenlace de un asunto en apariencia insignificante al principio, pero en el cual no se había dado intervención a Dios! ¡Un solo acto de independencia cuánta miseria puede acarrearnos!
Pero Jacob es un hombre de fe. Se humilla bajo la poderosa mano de Dios. Hace lo que corresponde a un hombre humillado: ¡calla! Solo habla más tarde, en el seno de la familia, y eso porque no puede evitarlo. No será por boca suya que sus hijos se enterarán de la catástrofe. Las palabras «calló Jacob» (v. 5) explican muchas cosas. Al final de su vida, al declarar la profecía del capítulo 49, se ve que él había sido totalmente ajeno al resentimiento de sus hijos (49:5-7); sin embargo, aquí no le vemos a la altura de ese juicio definitivo, pues, en el versículo 30, juzga las represalias de sus hijos desde el punto de vista del daño que le es hecho a él y no del que le es hecho a Dios: «Me habéis turbado con hacerme abominable a los moradores de esta tierra, el cananeo y el ferezeo; y teniendo yo pocos hombres, se juntarán contra mí y me atacarán, y seré destruido yo y mi casa». Jacob no es el único en juzgar de tal modo. Cuando el mal se ha introducido entre nosotros, en la iglesia, ese «me habéis turbado» es frecuentemente nuestro primero y único pensamiento. Censuramos el mal porque nos alcanza, y con ese espíritu medimos su gravedad. Un juicio tan mísero no podría tener lugar en la comunión con el Señor. En su comunión, al contrario, juzgamos el mal como hecho por nosotros: «Hemos pecado, hemos cometido iniquidad» (Dan. 9:5), y además, como hecho contra Él: «Contra ti, contra ti solo he pecado» (Sal. 51:4).
En estos acontecimientos, Siquem –el mundo enteramente ignorante de los pensamientos de Dios– es menos culpable que los hijos de Jacob. Con las mejores intenciones, Siquem y su padre proponen a la familia de Jacob una alianza y posesiones con ellos (Gén. 34:9-10). Eso no podía ser, pues, por medio de la primera, Israel habría negado su carácter de separación para Dios, y por medio de las segundas, su carácter de extranjero y peregrino. El testimonio dado por Jacob a Siquem podía, en cierta medida, autorizar tales proposiciones. Pero Hamor obra según su ignorancia de los pensamientos de Jehová; ignora la dignidad de la familia de Dios y cree hacer un sacrificio al ofrecer a esta última una participación y un intercambio: «Aumentad a cargo mío mucha dote y dones», agrega (v. 12). Todo ello da prueba de una singular nobleza de proceder, así como el discurso de los hombres de su ciudad demuestra una singular confianza: «Estos varones son pacíficos con nosotros… consentirán estos hombres en habitar con nosotros» (v. 21-22). Ellos respetan a la familia de Dios, y, sin sospechar la trampa que les tienden los hijos de Jacob, tienen fe en la palabra de estos: «Que se circuncide entre vosotros todo varón… y seremos un pueblo» (v. 15-16). Pero sufrirán un cruel desengaño. El corazón sangra al pensar que los hijos de Israel deshonorarán a tal punto el nombre del Dios al cual declaran pertenecer. ¡Qué testimonio es el suyo! En un tiempo en el cual no había «llegado a su colmo la maldad del amorreo» (15:16), cuando la gran paciencia de Dios se mostraba todavía hacia ese pueblo, Simeón y Leví toman la espada vengadora y matan a hombres a quienes ellos habían puesto en condiciones de indefensión. Acción abominable, infamia mucho peor que la «vileza» de Siquem (34:7), porque los hijos de Jacob menosprecian y huellan el nombre del Dios de Jacob, el carácter de aquel cuya gloria es ser un Dios de gracia, en tanto no esté obligado a asumir el carácter de juez.
«Maldito su furor», dirá Jacob más tarde (Gén. 49:7). ¡Miserables! ¡Cómo juzgan severamente la corrupción ajena («¿Había él de tratar a nuestra hermana como a una ramera?», 34:31) para disculpar su propia violencia! Lo mismo ocurre con el hombre pecador: condena los vicios del prójimo, pero excusa los propios.
¡Ah! pronto la vileza que tanto censuraron y contra la cual estaban tan indignados, surgirá entre ellos, en su familia (35:22), mil veces más infame que la de Siquem, y que «ni aun se nombra entre los gentiles» (1 Cor. 5:1). ¿Entonces dónde estará su celo para purificarse de ella?
¡Cómo habla todo esto a nuestra conciencia! Un juicio amargo sobre el estado del mundo puede aliarse al desorden, al deshonor hecho a Cristo entre la familia de Dios.
Jacob, encorvado bajo esa gran disciplina, debe asistir silencioso a esta catástrofe. ¡Un error, insignificante en apariencia, le condujo a tanta ruina! ¡Cuántas faltas cometidas en su vida pasada Dios las había retribuido menos severamente que esta! ¿Por qué? Es que el alma de Jacob había sido librada en Peniel (Gén. 32:31) y, para un creyente liberado, un solo pecado pesa más en la balanza del santuario que todos los pecados del tiempo de su servidumbre, porque entonces no los podía evitar, mientras que ahora puede y debe evitarlos.
3.3 - La comunión en Bet-el (Gén. 35:1-5, 9-15)
Hasta aquí hemos señalado varios caracteres de la disciplina de Dios para con sus hijos. Cuando Jacob, después de haber engañado a su hermano y a su padre, se ve obligado a huir, como proscripto, a causa de la ira de Esaú, la disciplina del Señor recae sobre él como castigo, pues Dios «azota a todo el que recibe por hijo» (Hebr. 12:6). Sí, castigándole, lo acepta: en Bet-el le muestra en sueños que lo ama, cuida de él y ya no lo abandonará; pero la prueba se prolonga durante veinte años de esclavitud en la casa de Labán. Al llegar a Peniel, Dios mismo lucha con él, para hacerle palpar la inutilidad de sus esfuerzos y la impotencia de su voluntad carnal.
Peniel es, pues, también la disciplina, no ya como castigo por un pecado cometido, sino como juicio de la carne. Después de Peniel, Jacob entra en Canaán, edifica una casa en Sucot y adquiere un campo en Siquem. Él, quien durante veinte años había llevado el bordón de peregrino y había vivido siempre en tiendas como extranjero, parecía reacio a toda influencia que intentara hacerle negar ese carácter. Pero sucumbe por falta de vigilancia, porque el enemigo nos ataca siempre por el lado que a nuestro parecer es el menos vulnerable. La consecuencia es una nueva disciplina que le revela los resultados desastrosos de un momento de descuido. Vergüenza, violencia y turbación caen sobre el pobre patriarca. Es la disciplina de Dios sobre su casa, disciplina que alcanza a la familia de Jacob más que a él mismo, cuando falta la santidad que conviene a la casa de Dios.
Ahora tiene lugar un cambio notable: «Dijo Dios a Jacob: Levántate y sube a Bet-el, y quédate allí; y haz allí un altar al Dios que te apareció cuando huías de tu hermano Esaú» (Gén. 35:1). De repente, Jacob es llamado a presentarse delante de Dios como adorador. Va a encontrarse con él no ya en juicio, sino en gracia, tal como se le había revelado cuando huía de Esaú (v. 7), con el Dios que le había respondido en el día de su angustia y que había estado con él en el camino (v. 3). Era, pues, al Dios de gracia al que debía erigirle un altar en Bet-el.
El efecto de esta revelación en el alma de Jacob es inmediato: «Dijo a su familia y a todos los que con él estaban: Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos» (v. 2). Tenía conocimiento de los falsos dioses que había a su alrededor, puesto que ordena sacarlos, pero no había reparado en ellos hasta entonces. Ahora su carácter y el de su familia deben responder a la santidad del Dios de gracia que le llamaba, porque es preciso purificarse para allegarse a Dios como adorador.
Esa limpieza debía ser completa: purificación de asociaciones, purificación personal o del corazón, purificación del andar. No vemos nada semejante en Siquem, donde Jacob había levantado un altar, testigo de su culto por los cuidados individuales que Dios le había prodigado. La asociación con el mundo y sus principios no permite que nuestro culto sobrepase ese nivel. Al erigir un altar, Jacob llama a ese lugar: «El-bet-el» (v. 7), el Dios de la Casa de Dios.
Cristianos, nosotros adoramos a Dios el Padre, según su revelación en Cristo, allí donde él habita, en la Casa del Padre; lo adoramos, como Jacob en Bet-el, no solo por lo que él es para con nosotros, sino por lo que él es en sí mismo.
Dios aparece entonces a Jacob y le revela su nombre. ¡Acontecimiento capital en la historia del patriarca! «En Bet-el le halló –nos dice Oseas 12:4– y allí habló con nosotros». El futuro Israel, el pueblo entero, está incluido en ese culto de Bet-el. En Peniel no hubo ninguna revelación de Dios: «¿Por qué me preguntas por mi nombre?» (Gén. 32:29). Aquí, «el Dios omnipotente», el de los patriarcas, se da a conocer a Jacob (35:11). Era una bendición nueva para él. En relación con ese nombre recibe el de Israel (v. 10) y da asimismo a ese lugar el nombre de Bet-el (v. 15; compárese 28:16-19). Ya no era para él un lugar de temor, ni de terror; sin embargo, era el mismo paraje; el mismo Dios de gracia que le había hablado otras veces. Indudablemente, pero Jacob era otro hombre, capaz de entrar en relación con Dios. No es más salvo ahora que entonces, pero por fin ha hallado allí la comunión que le faltaba.
¡Qué escena bendita! Jacob conoce al Dios que se le ha revelado, y adora, no como el Jacob de otrora, sino como el nuevo Israel; adora a Dios en Su propia casa. Dios goza de su obra en Jacob, e Israel –del cual provendrá una multitud de naciones y de cuyos lomos saldrán reyes–, Israel, a quien Dios le dice: «Crece y multiplícate», se regocija en el Dios de las promesas y celebra el memorial de esta comunión (v. 14), en la cual se conjugaban todos los propósitos de Dios para con él.
Amados lectores cristianos, ¿han comprendido que cuando Dios se revela a ustedes en Cristo, tiene por finalidad introducirles en su comunión? «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos, tocante al Verbo de vida… eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo» (1 Juan 1:1-3). Cultivemos esta comunión bendita; no permitamos nunca que las míseras preocupaciones del mundo, o el pecado que nos rodea tan fácilmente, nos la quiten. Este tesoro es más grande que todos los demás. Tener comunión con el Padre y con el Hijo es experimentar en pequeña medida lo que será el gozo eterno de nuestras almas en la Casa del Padre.
3.4 - Nueva disciplina (Gén. 35:6-8, 16-29)
El alma de Jacob está ahora en regla con Dios. Al parecer, amanecen para él días serenos, exentos de contrariedades y pesares; pero no: nuevos dolores lo atacan y lo abaten; una disciplina inesperada cae sobre él. Por todas partes la muerte llama a su puerta lo cubre con su velo luctuoso e hiere sus más caros afectos.
En medio del regocijo de Bet-el, en el preciso instante en que el patriarca ejercita su fidelidad mediante el abandono de los ídolos, muere Débora, la nodriza de su madre (35:8). El último recuerdo vívido de su madre –a la que no había vuelto a ver– desaparece a su vez. Jacob halla a Alón-bacut, la encina del llanto, en el mismo camino a Bet-el. La muerte de Débora recuerda necesariamente al patriarca la amargura de la disciplina merecida, haciéndole repasar su vida entera.
Después de Bet-el, «en el camino de Efrata, la cual es Belén», muere Raquel, la amada (v. 19). Con ella se acaban todas las alegrías de la vida del patriarca. Porque dirá más tarde, conmovido aún por ese dolor: «Cuando yo venía de Padan-aram, se me murió Raquel en la tierra de Canaán, en el camino, como media legua de tierra viniendo a Efrata; y la sepulté allí en el camino de Efrata, que es Belén» (48:7). Muere dando a luz a Benoni, «el hijo de su tristeza», al que su padre llama Benjamín, «el hijo de la mano derecha». Llega al mundo en Belén, donde nacerá más tarde uno más grande que él, el Hijo de la diestra de Dios, el Cristo que vendrá con poder en medio de Israel. Aparentemente, Jacob lo perdió todo; su vida es quebrantada, pero lo es como lo había sido el seno de Raquel, para que, con el resplandor de su gloria futura, saliera el hijo de la diestra de su padre.
Más tarde, Jacob deplora amargamente la corrupción de su hijo Rubén, el «principio de su vigor» (49:3), salido de sus entrañas. «Lo cual llegó a saber Israel», nos dice la Palabra sin otro comentario (35:22). El hombre de fe no murmura, pero el capítulo 49:3-4 nos muestra cómo juzgó él esa ofensa.
En los versículos 27-29 Jacob encuentra nuevamente a su padre en Hebrón, el lugar de la muerte, y sus relaciones con Esaú, su hermano según la carne, terminan en el sepulcro de Isaac.
Esta nueva disciplina destroza el corazón de Jacob, pero Dios lo quiere así en su solicitud para con su siervo. Es menester que este aprenda a conocer el mundo bajo su verdadero aspecto, como una escena dominada por las tinieblas de la muerte y manchada por la espantosa corrupción del pecado; pero esta disciplina no tiene en manera alguna el carácter de las precedentes. Es preventiva y tiene por objeto formar a Jacob para el testimonio que Dios le confiará a continuación.
Esa misma forma de disciplina le fue también necesaria a Pablo, el gran apóstol de los gentiles, que seguía tan de cerca las pisadas de su Maestro. Cuando un ángel de Satanás hundía el aguijón en su carne abofeteándole, Dios prevenía el orgullo que podía surgir a causa de «la grandeza de las revelaciones» (2 Cor. 12:7). Cuando cada día moría, era a fin de que la muerte que actuaba en él pudiese obrar la vida en los demás (1 Cor. 15:31; 2 Cor. 4:12).
Jacob no se había atraído esta disciplina, sino que la gracia labraba así el instrumento del cual quería valerse. En cambio, Dios le dio tres cosas para ayudarle a soportar la prueba sin desmayo: la comunión con el Dios omnipotente, la posición de adorador en la Casa de Dios y el conocimiento (en figura) de un Cristo glorioso en la persona de Benjamín. Los sufrimientos actuales ¿son dignos de ser comparados don tales bendiciones? (Rom. 8:18).
3.5 - Jacob pierde a José (Gén. 37 al 45)
En el capítulo 37:1, Jacob, siguiendo la tradición de la fe de Isaac y Abraham, habita como extranjero en Canaán. La lección de Siquem había dado sus frutos. Esaú no imitó esa conducta, porque la carne no podría estar satisfecha con una posición que separa del mundo. La Palabra nos enseña que «se fue a otra tierra –el monte de Seir– separándose de Jacob su hermano» (36:6, 8).
Ahora cesa toda la actividad voluntaria del Jacob de otrora, con sus planes y artimañas, para dar lugar a la energía de la fe y a los afectos según Dios. El patriarca halla en la persona de José un objeto digno de todo su amor. Su hijo menor, Benjamín, aún no se había manifestado como el hijo de su diestra y el futuro poder que debía ejercer solo era conocido por su padre como una esperanza; sin duda ese poder estaba ante sus ojos y en su corazón, pero Benjamín estaba reservado para acontecimientos venideros.
Lo mismo ocurre con el Señor, del cual Benjamín es figura; su gloria en Israel le está reservada para un tiempo futuro (Deut. 33:12). José, admirable figura de Cristo, tiene un carácter muy distinto que atrae poderosamente el corazón de su padre. Es el varón justo, el varón santo que posee el secreto de los pensamientos de Dios, y por esto sus hermanos le odian y le venden por algunas piezas de plata (Gén. 37:8, 28); hacen sufrir al que será más tarde la luz y el gobernador de las naciones.
«Amaba Israel a José» (37:3). No era el amor egoísta que Isaac había sentido por Esaú; Jacob aprecia en su hijo la hermosura del carácter y lo distingue entre todos sus hermanos haciéndole «una túnica de diversos colores», ropa de realeza y virginidad, de santidad personal (compárese 2 Sam.13:18).
Desde Bet-el, la fe del patriarca está en plena actividad; le da el discernimiento de cosas que aún no se ven; ¡se adelanta a los tiempos! Antes de que Benjamín manifieste lo que será, su padre lo llama el hijo de su diestra; antes de que José revele su poder, lo inviste de una de las insignias de la realeza. Luego, por sorprendente y poco comprensible que le parezca el sueño de José (v. 5-11), puesto que le quitaba la autoridad a Israel (compárese 27:29) para darla a su hijo, el patriarca medita esas palabras proféticas respecto a la gloria futura de aquel a quien ama. Hace lo que María hará más tarde en cuanto a Jesús: «María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lucas 2:19, 51).
Pero el amor y la fe no es todo lo que llena el corazón de Jacob. Entre él y su hijo hay una comunión perfecta (Gén. 37:12-14). Los dos tienen el mismo propósito. Jacob envía a José del valle de Hebrón, paraje de la muerte, a Siquem, lugar de la corrupción y violencia del hombre, para buscar allí a sus hermanos. José responde: «Heme aquí». Es el paralelo con la historia de Abraham e Isaac, en viaje hacia Moriah, cuando «iban juntos» (22:7-8), y es asimismo el paralelo con la historia del Hijo amado, cuando dijo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hebr. 10:7).
Conocemos lo que siguió a esa obediencia de José. Fue entregado por sus hermanos, perdido desde entonces para su suelo natal. Jacob ignora las circunstancias de tal pérdida, pero para él, sin José, no hay más que duelo y llanto en este mundo, hasta la muerte. «Descenderé enlutado a mi hijo hasta el Seol. Y lo lloró su padre» (Gén. 37:35).
Y nosotros que sabemos cómo Jesús fue tratado por los hombres a quienes había venido a salvar, ¿no deberíamos, con mucha más razón, tomar frente al mundo la actitud de Jacob? Este mundo privado de Cristo, ¿no debería ser a nuestros ojos el lugar de muerte, duelo y llanto?
3.6 - El hambre y la pérdida de Benjamín (Gén. 42:35-38; 43:1-14)
Pero el mundo es, además, otra cosa para Jacob: es el lugar del hambre. Ausente José, desde el crimen de sus hermanos, el hambre reina en Canaán, mientras que Egipto tiene abundancia bajo el mandato del hijo rechazado. Entre tanto, Jacob, no teniendo más a José bajo sus ojos, se apega a Benjamín, el hijo de su diestra, el portador de un favor y un poder todavía futuros (Deut. 33:12; Sal. 80:2). ¡Y aquí debe separarse de él! (Gén. 42:35-38). Como anteriormente Abraham con Isaac (22:1-14), Jacob se ve privado, uno tras otro, de los dos únicos hijos con los cuales estaban ligadas sus esperanzas terrenales; a uno lo había visto en su andar admirable sobre la tierra en medio de sus hermanos; en el otro fundaba la esperanza de la bendición de Israel. Se ve despojado de todo lo que constituía su alegría y sus más legítimas esperanzas. Con su favor, Dios le había afirmado como monte fuerte, y lo vemos ahora obligado a decir: «Escondiste tu rostro, fui turbado» (Sal. 30:7).
Un combate terrible se entabla en el alma del patriarca para que llegue a aceptar sin reservas la voluntad de Dios. Comienza por decir a sus hijos: «Me habéis privado de mis hijos; José no parece, ni Simeón tampoco, y a Benjamín le llevaréis; contra mí son todas estas cosas». Se rebela: «No descenderá mi hijo con vosotros» (Gén. 42:36-38), y: «¿Por qué me hicisteis tanto mal, declarando al varón que teníais otro hermano?» (43:6). En su angustia, mira los instrumentos humanos de su prueba, y exclama: «¿Por qué?».
Por cierto, que no es la perfecta sumisión de Cristo. ¡Él no necesitaba disciplina para ser llevado a someterse! Sin embargo, ¡cuán hermoso es ver a este hombre encorvarse finalmente bajo la disciplina del Dios omnipotente que se le había revelado en Bet-el! (35:11). Ahora, abdicando toda voluntad propia, quebrantado, pero confiando, dice a sus hijos: «Tomad también a vuestro hermano, y levantaos, y volved a aquel varón. Y el Dios Omnipotente os dé misericordia delante de aquel varón, y os suelte al otro vuestro hermano (Simeón) y a este Benjamín». Confía tan solo en la gracia de Dios. El sacrificio está consumado; la fe de Israel obtiene la victoria sobre todas las angustias de Jacob. En cuanto a sí mismo, añade: «Y si he de ser privado de mis hijos, séalo» (43:13-14). Esta prueba saludable lo lleva a contar con Dios para todo, conceptuándose a sí mismo como nada.
Esta nueva bendición que Jacob halla por fin bajo la disciplina de Canaán, es una voluntad sumisa que se concreta al aceptar la voluntad de Dios, porque ella no ve otra cosa que Su mano en todas las pruebas. Al parecer, todo le es quitado en la tierra, pero le queda el Dios omnipotente, recurso seguro de su alma, y esto le basta. Los últimos vestigios del viejo Jacob han sido anulados por la disciplina para dar todo el lugar a Dios solo.
3.7 - José vive (Gén. 45:26-28)
El sacrificio está consumado… ¡todo cambia! ¡Jacob se entera de que José vive!
Sin embargo, aquí todavía se nota la flaqueza del creyente. Ante la pérdida de Benjamín, su corazón se rebelaba, dirigiendo sus «por qué» a ecos que no le respondían. Pero, puesto en presencia de la gracia, ese mismo corazón se muestra demasiado débil para contenerla: «Permaneció frío su corazón, porque no les creía» (v. 26, V.M.). Pero, cuando le relataron «todas las palabras de José, que él les había hablado», cuando hubo visto «los carros que José enviaba para llevarlo», prueba evidente de que su hijo amado quería tenerlo cerca de él, «su espíritu revivió». Dice una sola palabra, pero esta expresa la plena satisfacción de todos sus anhelos: «Basta». No necesita nada más; su copa está llena y rebosa. ¿No ha encontrado a José, otrora rechazado, ocupando ahora un trono de gloria, a José, a quien Dios estableció «por luz de las naciones, para que sea su salvación hasta lo postrero de la tierra»? (Is. 49:6).
¿Qué necesita aun para que su gozo se vea cumplido? Una sola cosa: ver a José con sus propios ojos. No dice como anteriormente: «Descenderé enlutado a mi hijo hasta el Seol» (Gén. 37:35); José vive, Jacob no espera ya la muerte. «Iré –afirma– y le veré antes que yo muera» (45:28). Ir hasta él, verlo vivo, estar con él antes de pasar por la muerte, ¡qué delicias para el alma de Israel!
Queridos lectores, ¡ojalá que esas palabras del patriarca sean también las nuestras! Los castigos, la disciplina, los quebrantos, las pruebas de que Dios se vale para enseñarnos a que no tengamos ninguna confianza en la carne, ¿tienen por resultado hacernos hallar nuestro gozo en un Cristo resucitado y sentado en el trono del Padre? En la exaltación de este gozo, nuestros corazones tan estrechos para contenerlo, ¿expresan, como Jacob, su satisfacción mediante la palabra «Basta»? ¿Anhelamos vivamente ir a su encuentro y verle con nuestros propios ojos?
3.8 - Beerseba (Gén. 46:1-7)
«Salió Israel con todo lo que tenía, y vino a Beerseba, y ofreció sacrificios al Dios de su padre Isaac». Jacob desciende hasta los límites meridionales de Canaán, sin franquearlos; llega al lugar donde Isaac, subiendo de Gerar, halló por fin plena bendición. Allí él adora… allí él espera.
Espera, cuando el motivo más legítimo le impulsaba a descender a Egipto, ya que el propio José lo había invitado. A este llamado, Jacob había contestado «iré», como otrora su madre había contestado al llamado de Eliezer (24:58). Las razones más poderosas actúan en su corazón para precipitar su marcha, pero aún le faltaba una cosa: una palabra de Dios. Mira a él y no a sus propios sentimientos. Con el corazón enteramente ocupado con él, le ofrece sacrificios, pero él espera.
Por eso lo vemos enteramente preparado cuando Dios lo llama en visiones de la noche: «Jacob, Jacob». «Heme aquí» (46:2). ¡Simple y conmovedora palabra! Su corazón está despierto para recibir la expresión de la voluntad de Dios, dispuesto a realizarla, sin discutirla, únicamente porque ella es su voluntad. «Heme aquí» dijo Abraham cuando el ángel le gritó desde los cielos: «Abraham, Abraham» (22:11). «Heme aquí» dijo José cuando Jacob lo envió a buscar a sus hermanos (37:13). «He aquí que vengo –dijo uno mayor que todos ellos– oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hebr. 10:7).
Beerseba es el testigo de la dependencia y obediencia de Jacob. A pesar del imán que lo atrae, él no tiene voluntad propia.
En realidad, el mismo Dios que había dicho a Isaac: «No desciendas a Egipto» (Gén. 26:2), ahora podía decirle a Jacob: «No temas de descender a Egipto» (46:3). Pero él, desconfiando de sí mismo, temía que sus pensamientos sustituyeran a los de Dios. Jehová lo tranquiliza con estas palabras: «Yo descenderé contigo». ¡Qué feliz comunión! Ahí donde Jacob vaya, Dios irá con él; estas dos corrientes se encuentran y se unen. ¡Qué contraste entre este viaje y aquel en el cual Jacob huía de la casa paterna! «Estoy contigo» (28:15), le decía Dios en Bet-el, cuando Jacob no andaba todavía con Dios. Más tarde, allí había encontrado la comunión en el culto; en Beerseba la realiza en el andar.
En el momento en que Jacob deja a Canaán para siempre (no volverá allí sino después de su muerte, para esperar una «mejor resurrección» según Hebr. 11:35) recapitulemos los progresos de su alma durante esa permanencia de 34 años. El carácter del patriarca, sometido a las más rudas pruebas, viendo cómo la muerte siega en su redor a sus amados, afligido por la pérdida de José, encorvado por el hambre, quebrantado por la separación de Benjamín, es formado de manera maravillosa, para corresponder a los rasgos del carácter divino; y estos rasgos, cuando tienen lugar en el hombre, se cumplen en sumisión, satisfacción, dependencia, obediencia, comunión en el andar. No nos contentemos con buscar la expresión de ese carácter en un ser falible; pongamos los ojos en Jesús, el único hombre que los ha mostrado sin desfallecimiento; contemplemos su gloria a cara descubierta, único medio de ser «transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:18).
4 - Jacob en Egipto
4.1 - Jacob ante José (Gén. 46:28-30)
La larga disciplina produjo todos sus frutos. Jacob, formado por ella, desciende a Egipto a la edad de 130 años y vive allí todavía 17 años como testigo de su Dios.
Egipto es la imagen del mundo, así como Canaán lo es de los lugares celestiales. De hecho, no estamos constantemente en Canaán, pero sí estamos siempre en Jesucristo (1 Pe. 5:14). Al mismo tiempo que permanecemos en el cielo, en cuanto a nuestra posición y el gozo de nuestras almas, se nos envía al mundo para testificar. Todo siervo de Dios es, pues, llamado, como Jacob, a descender de Canaán a Egipto. El Señor Jesús lo hizo, porque dijo: «Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo» (Juan 17:18). El olvido de esta verdad produjo el monacato, una de las plagas de la Iglesia.
Estar en el mundo no constituye de ningún modo un pecado para el creyente. El Señor manifestó: «Estos están en el mundo» y: «No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal» (Juan 17:11, 15). El pecado consiste en desconocer el hecho de que, moralmente, estamos separados de él: «Porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (17:14). Tomar lugar en un mundo al cual no pertenecemos más, esto es negar todos nuestros privilegios.
¿Puede ser según la voluntad de Dios el hecho de bajar a Egipto? Todo depende de la autoridad que nos lleva allí y los motivos que nos inducen a hacerlo. El hambre lo impulsó a Abraham (Gén. 12:10), todavía poco firme en cuanto al andar de la fe. Allí encontró una severa disciplina de la cual, por la gracia de Dios, sacó gran provecho. El hambre llevó a Isaac al mismo camino, pero intervino la autoridad divina para impedírselo (26:2). También el hambre habría impulsado a Jacob a ir allí de no haber sido enseñado en la escuela de Dios. Mejor instruido que Abraham, más dependiente que Isaac, no descendió allí, aunque las circunstancias le invitaban a hacerlo. Indudablemente Jacob podía aprovechar los recursos materiales del mundo, que él pagaba, sin ser su deudor, pero su separación de él quedaba intacta.
Solo el anuncio de la presencia de José en Egipto puede decidirlo a descender allí, y, como lo vimos, se pone en marcha únicamente bajo el mandato divino y para encontrarse con su hijo. ¿Cómo con tal autoridad y semejante motivo no estaría en el camino de Dios? José es su objeto; José vive en Egipto; Jacob puede morar allí también. Indudablemente, Cristo, nuestro divino José, no está más aquí pues él dijo: «Ya no estoy en el mundo» (Juan 17:11), pero él anduvo en este lugar y nos envía para que sigamos sus huellas. Aprueba nuestra presencia allí para que en su ausencia seamos sus representantes y sus testigos, siguiendo sus pisadas, no teniendo a nadie más que a él por objeto y modelo. Entonces, si atravesamos el mundo, lo hacemos, como Jacob, para estar con Cristo.
Durante los 17 años que Jacob pasa en Egipto, su vida permanece asociada a la de José. No hay una escena en la que José esté ausente; termina los años de su peregrinaje con aquel a quien había creído muerto, pero que le ha sido devuelto, por así decirlo, en resurrección y con poder.
Jacob se hace preceder por Judá para encontrar a José; pero este último, en lugar de responder a su padre por un mensajero, acude en persona: «se manifestó a él, y se echó sobre su cuello, y lloró sobre su cuello largamente». Lágrimas dulces y sin mezcla, propias del reencuentro.
En esta ocasión, la expresión de los sentimientos de Jacob es conmovedora: «Muera yo ahora, ya que he visto tu rostro, y sé que aún vives». Para él la vida en este mundo no tiene ya valor, ni siquiera un valor momentáneo. «Muera yo ahora». Sin embargo, no muere; su vida no estaría completa si no fuera coronada por su testimonio.
4.2 - Jacob ante Faraón (Gén. 47:7-12)
Ahora Jacob es puesto en contacto con el mundo, en la persona de su representante más augusto. No son sus necesidades las que lo llevan ante el rey, porque José le provee de lugar para su morada y de todo para su manutención en Egipto (v. 11-12); ni es tampoco su voluntad, pues está quebrantada; no, es José mismo. «También José introdujo a Jacob su padre, y lo presentó delante de Faraón». Con semejante introductor, no tenemos por qué temer el poder ni las seducciones del mundo.
Al entrar, Jacob bendice a Faraón; y lo bendice también al salir, cuando sus ojos han podido medir la grandeza del poderío real. Es que el pobre patriarca es superior en dignidad al rey más glorioso del mundo, porque «sin discusión alguna, el menor es bendecido por el mayor» (Hebr. 7:7). Este extranjero, abrumado de males, como más tarde el apóstol lo fue de cadenas, está de pie frente a los poderosos de la tierra, más grande que ellos en realidad.
«Jacob bendijo a Faraón». Todavía hoy en día, el cristiano se presenta ante el mundo estando consciente de su dignidad de hijo de Dios, pero para llevarle la gracia y la bendición divina. José pone delante de Jacob «una puerta abierta» y el patriarca la aprovecha para bendecir a Faraón. Seguros de esta promesa: «He aquí, he puesto delante de ti una puerta abierta» (Apoc. 3:8), entremos osadamente ante el mundo, en este día de gracia y de salvación, para aportarle los beneficios de ellas. Moisés, otro testigo de Dios, entrará, mucho después de Jacob, en la presencia de otro Faraón, pero para pronunciar contra él los terribles juicios de Dios (Éx. 3:18-20). Esta parte será también la nuestra: «¿No sabéis que los santos han de juzgar al mundo?» (1 Cor. 6:2).
Ante el rey, Jacob tiene todavía otro carácter. Interrogado por él, afirma su título de extranjero: «Los días de los años de mi peregrinación son ciento treinta años» (Gén. 47:9). Peregrina, como peregrinaron sus padres. Pero, repasando su vida bajo este punto de vista, la juzga. Sin duda, no está obligado a relatar sus experiencias delante del mundo, pero lo que importa es que Faraón no suponga que aquel que lo bendice debe ese privilegio a su superioridad natural o a su bondad congénita. «Pocos y malos han sido los días de los años de mi vida».
¡Jacob, de 130 años, dice al rey que sus días han sido pocos! ¡Ah, es que, considerando sus años, muchos para el hombre, no hallaba sino un pequeño número de ellos según el corazón de Dios! El tiempo de nuestra vida se valoriza según el número y la duración de nuestras relaciones con Dios y nuestro testimonio para Cristo. Es una verdad adecuada para obrar en nuestra conciencia. Lo demás no cuenta. Un cristiano, severamente disciplinado por el Señor, me manifestaba en su lecho de muerte: «Toda mi vida ha sido perdida para Cristo». Era como decir: «Pocos han sido los años de mi vida». «Y malos», añade Jacob. Su sabor había sido amargo y sin alegría, no habían tenido el valor de los días de sus padres.
¿Quién de nosotros no está obligado a hablar como Jacob, o como David, en sus últimas palabras? (Léase 2 Sam. 23:3-5).
Esta expresión: «pocos y malos» muestra el juicio que el patriarca lleva sobre sí, al compararse con sus padres. ¡Ojalá podamos, como él, condenar nuestra vida! Sin embargo, debemos tener también conciencia de nuestra dignidad. Los endeudados y los que se hallaban en amargura de espíritu, en la cueva de Adulam, eran los portadores de la gloria de su rey; son llamados «los valientes de David» (2 Sam. 23:8). Asimismo nosotros, pese a nuestra indignidad, o más bien a causa de ella, somos investidos de la dignidad de Cristo, de ese «mejor vestido», dádiva del Padre, que cita la parábola (Lucas 15:22), de esos atributos del hijo: calzado en nuestros pies, anillo en nuestra mano. Con esta calidad bendecimos al mundo, como el pobre Jacob bendecía al ilustre Faraón.
4.3 - Jacob ante la muerte (Gén. 47:27-31 y cap. 48)
El testimonio de Jacob no solo tiene por objeto al rey de Egipto. Su propia familia debe ver y gustar los frutos que la disciplina produjo al desarrollar al nuevo hombre.
El primero de esos frutos es la plena manifestación de la fe de Jacob. Ella triunfa en el pasaje que acabamos de leer, al cual alude Hebreos 11:21: «Por la fe Jacob, al morir, bendijo a cada uno de los hijos de José, y adoró apoyado sobre el extremo de su bordón».
El primer testimonio de esa fe, no citado en Hebreos 11 porque está reservado para caracterizar a José (v. 22), es la orden que Jacob da en cuanto a sus despojos mortales: «Y llamó a José su hijo, y le dijo: Si he hallado ahora gracia en tus ojos, te ruego que pongas tu mano debajo de mi muslo, y harás conmigo misericordia y verdad. Te ruego que no me entierres en Egipto. Mas cuando duerma con mis padres, me llevarás de Egipto y me sepultarás en el sepulcro de ellos» (Gén. 47:29-30); y todavía: «He aquí que voy a morir; en el sepulcro que cavé para mí en la tierra de Canaán, allí me sepultarás» (50:5). No quiere que sus huesos queden en Egipto; ni un átomo de su polvo, como más tarde ni una uña de los ganados de Israel, debe quedar allí (Éx. 10:26). Dios había prometido a los padres, Abraham e Isaac, darles la tierra de Canaán, así como a su posteridad; y ellos habían recibido esta promesa por la fe. Pero «conforme a la fe murieron», es decir, «sin haber recibido lo prometido» (Hebr. 11:13); pero no por eso contaban menos con la heredad que Dios les había dado. A su turno, Jacob, próximo a la muerte, expresa la misma fe. De hecho, era la fe en la resurrección; quería ser hallado en Canaán con sus padres –esto es, en la tumba de Macpela– cuando sonara la hora de entrar en posesión de la herencia. Nuestra fe es la misma que la de ellos, aunque con esta diferencia: esperamos la resurrección no en vista de una herencia terrenal, sino celestial (1 Pe. 1:4).
Jacob da el segundo testimonio de su fe cuando se reclina sobre la cabecera de su cama (Gén. 47:31). Sobre ese lecho de muerte, próximo a expirar, Jacob adora. Esta actitud del patriarca ¿será la nuestra en vísperas de la muerte? La fe lo coloca por encima de las circunstancias y los acontecimientos, y su gratitud se expresa por una muda acción de gracias delante de Dios.
Un tercer testimonio de su fe, no mencionado aquí, pero dado por inspiración en Hebreos 11:21, es que él «adora apoyado sobre el extremo de su bordón». Mantiene así, por la fe, su carácter de peregrino hasta el final de su carrera.
El cuarto testimonio de su fe lo hallamos en la bendición impartida a Efraín y Manasés (compárese Hebr. 11:21). Estos dos hijos de José, que le nacieron de una esposa tomada de entre los gentiles (Gén. 41:50), después de haber sido él rechazado por sus hermanos, son incluidos como herederos de las bendiciones de Jacob. El patriarca los reconoce como sus hijos, según la elección de gracia, pues según la ley no tenían ningún derecho a ser injertados en el árbol de las promesas. Al bendecirles, su abuelo muestra una profunda inteligencia de los pensamientos de Dios, y este anciano que «no podía ver», porque sus ojos estaban «agravados por la vejez», tiene, por la fe, una visión más clara que José, ese famoso vidente de sueños (48:10, 17-19) [8].
[8] El hombre de Dios siempre falla por algún concepto. José, del cual se hubiese podido decir como de David, antes de su realeza: «El mal no se ha hallado en ti» (1 Sam. 25:28), muestra aquí su falta de discernimiento espiritual. Solo un Hombre fue perfecto.
Jacob no necesita, como su padre Isaac, una estimulación ficticia para pronunciar la bendición; no, débil y próximo a morir (lo que no se daba en el caso de Isaac), se esfuerza y se sienta sobre la cama. Tiene la energía de la fe para cumplir su testimonio hasta el fin, y ¡qué energía cuando se piensa en la larga profecía que pronunciará! Coloca al menor por encima del mayor. ¡Ah, qué juicio hace caer sobre el engaño cometido otrora (cap. 27), por su falta de confianza en Dios y por atenerse a la suya propia! En aquel entonces no creía que Dios pudiese llevar a su padre Isaac a obrar de manera opuesta a su voluntad propia; hace ahora, con pleno conocimiento de causa, lo que José, su hijo amado, querría impedir: «Lo sé, hijo mío, lo sé» (48:19). Es que depende de Dios únicamente; está en plena comunión con él y toma sus decisiones a la luz del santuario. Finalmente, su alma aprecia la gracia y desea comunicarla a sus amados: «El Dios en cuya presencia anduvieron mis padres Abraham e Isaac, el Dios que me mantiene desde que yo soy hasta este día, el ángel que me liberta de todo mal, bendiga a estos jóvenes; y sea perpetuado en ellos mi nombre, y el nombre de mis padres Abraham e Isaac, y multiplíquense en gran manera en medio de la tierra» (v. 15-16). Sus padres habían andado delante de Dios; Jacob no podía decir lo mismo de él, pero aprecia mucho más la gracia que lo condujo desde su primer hasta su último día.
Todo esto es un precioso cuadro del testimonio de la fe ante la familia de Dios. Por ella, el lecho de muerte de Jacob se ilumina. Por ella también Jacob asigna doble porción a José, por la bendición de Efraín y Manasés. Aquel que fue menospreciado y rechazado por sus hermanos, recibe la porción correspondiente al derecho de primogenitura (1 Cró. 5:1-2). La fe da siempre el primer lugar a Aquel a quien el mundo desconoció.
Veamos todavía hasta dónde puede llegar la fe. Jacob dice en Génesis 48:22: «Y yo te he dado a ti una parte más que a tus hermanos, la cual tomé yo de mano del amorreo con mi espada y con mi arco». Jamás este hombre sencillo y pacífico había hecho uso de esas armas de guerra; pero él es Israel y ve por anticipado, al pueblo al que él representa, como vencedor de los cananeos y compartiendo sus despojos. De tal modo, su fe realiza de antemano la victoria de Dios por su pueblo, como si fuera su propia victoria.
4.4 - Jacob frente al porvenir (Gén. 49)
Sea cual fuere el interés vinculado a la profecía de Jacob, saldríamos de los límites trazados si quisiéramos considerarla en detalle. Otros lo hicieron mejor que nosotros, por lo que aquí bastarán unas palabras.
Tres nombres caracterizan la pasada historia del pueblo de Israel, considerado como pueblo responsable: Rubén, Simeón y Leví, o la corrupción y la violencia (v. 3-7).
Tres nombres representan su historia actual y futura como pueblo apóstata, desde el establecimiento de la realeza en Judá: Zabulón, Isacar y Dan, o la actividad comercial y la esclavitud bajo el dominio de los gentiles, y, por último, el odio contra el Mesías y el remanente de Israel bajo el reinado del Anticristo (Dan) (v. 13-17).
Tres nombres profetizan la historia del Israel restaurado, del remanente que exclamó: «Tu salvación esperé, oh Jehová» (v. 18). Ellos son: Gad, Aser y Neftalí, la victoria final, la prosperidad real y una amplia y feliz libertad (v. 19-21).
Tres nombres, finalmente, resumen el origen de todas las bendiciones futuras del pueblo que lo será de buena voluntad, en el día del poder del Mesías, en la hermosura de su santidad, del pueblo cuya juventud se ofrecerá a Cristo desde el seno de la aurora (Sal. 110:3). Esos nombres son: Judá, José y Benjamín (Gén. 49:8-12, 22-27).
Siloh, salido de Judá, reunirá bajo su cetro las tribus dispersas. Su entrada triunfal en Jerusalén, «cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna» (Zac. 9:9), como rey de paz y de justicia, se vincula a la viña de Israel y a la excelente cepa del remanente (Gén. 49:10-11). El rostro del león de Judá no les aportará más que la alegría y la dulzura de bendiciones nuevas (v. 12).
José, el salvador de su pueblo, el verdadero vástago de Jehová, extenderá sus ramas sobre el muro de Israel para traer la bendición a las naciones (v. 22). Pero el Salvador tuvo que sufrir cruelmente de parte de los hombres para ser el «Pastor de Israel» (Sal. 80:1) y la «piedra del ángulo» que sostiene todo el edificio (Efe. 2:20-21). Por lo tanto ¡qué bendiciones le otorga Jacob! «El Dios Omnipotente, el cual te bendecirá con bendiciones de los cielos de arriba, con bendiciones del abismo que está abajo, con bendiciones de los pechos y del vientre. Las bendiciones de tu padre fueron mayores que las bendiciones de mis progenitores; hasta el término de los collados eternos serán sobre la cabeza de José, y sobre la frente del que fue apartado de entre sus hermanos» (Gén. 49:25-26).
Finalmente, Benjamín establecerá su reino con venganza victoriosa sobre el mal (v. 27).
Alrededor de estos tres nombres se concentran los últimos pensamientos de Jacob. Si proclama la ruina del hombre en la carne, ruina irremediable, pasada, presente y futura, su corazón reposa en Cristo, jefe de una nueva creación, y saluda por anticipado la era gloriosa en la cual todas las cosas serán hechas nuevas. Sus ojos, invadidos por las tinieblas de la muerte, se abren sobre ese más allá que comienza con los sufrimientos de José, el amado, y se extiende hasta el término de los collados eternos. Cristo es el objeto final de su testimonio.
¡Dichoso Jacob! Emplea sus últimas fuerzas en bendecir a su Señor, y expira bendiciendo incluso a los que le rodean (v. 28).