Ezequías

2 Reyes 18-21; 2 Crónicas 29-32; Isaías 36 al 39


person Autor: Adrien LADRIERRE 7

flag Tema: Personas del Antiguo Testamento


1 - El comienzo – Restauración del culto divino

En la historia del reino de Judá, conoceremos a un rey verdaderamente piadoso. Cinco o seis años antes de la destrucción del reino de Israel murió el impío Acaz, el más malvado de los reyes descendientes de David. Le sucedió su hijo Ezequías. Este tenía 25 años cuando subió al trono y reinó 29 años en Jerusalén. El Dios de las misericordias aún no estaba dispuesto a dejar caer el reino de Judá, a pesar de los horribles pecados que habían marcado tan tristemente los tiempos de Acaz. Por eso encontró en el hijo de Acaz un príncipe según su propio corazón, que hizo lo que era correcto a los ojos de Jehová, y tomó a David, su antepasado, como modelo de toda su conducta. También tuvo la suerte de beneficiarse del sabio consejo de Isaías, aquel profeta distinguido por los extraordinarios dones y luces que Dios le había concedido, que en los días de calamidad y angustia tranquilizó al rey con palabras de aliento y consuelo del Señor.

La primera preocupación de Ezequías fue restablecer el culto divino según las ordenanzas de Moisés. Hizo reabrir el templo que Acaz había cerrado y eliminó todas las abominaciones paganas que lo profanaban. Destruyó los lugares altos y las arboledas donde se adoraban los ídolos y rompió sus estatuas. Se había conservado la serpiente de bronce que Moisés había hecho para curar a los israelitas mordidos por las serpientes ardientes (Núm. 21:8-9; Juan 3:14-15), y se le rendía un culto, como tantos supuestos cristianos siguen haciendo con lo que llaman reliquias sagradas. Ezequías lo hizo cortar en pedazos y lo llamó Nehushtán, es decir, un pedazo de bronce y no otra cosa. Y, sin embargo, había sido hecha por mandato de Jehová y había sido el medio de grandes y numerosas curaciones; y era una figura de Cristo Salvador. Al lado de esto, ¿qué son las reliquias sino trozos de madera, piedra, metal o huesos, y nada más?

Entonces Ezequías reunió a los sacerdotes y a los levitas, y les ordenó que se santificaran a sí mismos y a la casa de Jehová. Les recordó los pecados del pueblo y los terribles castigos que les habían provocado. Entonces les dijo: «Ahora, pues, yo he determinado hacer pacto con Jehová el Dios de Israel, para que aparte de nosotros el ardor de su ira. Hijos míos, no os engañéis ahora, porque Jehová os ha escogido a vosotros para que estéis delante de él y le sirváis, y seáis sus ministros, y le queméis incienso» (2 Crón. 29:10-11).

Tras esta exhortación, los sacerdotes y los levitas se pusieron a trabajar con tanto celo y diligencia que en 16 días completaron la limpieza de la casa de Dios y del atrio.

Entonces el rey Ezequías reunió a los jefes de la ciudad y subió con ellos y con el pueblo a la casa de Jehová, donde se celebró una fiesta solemne. En primer lugar, se ofrecieron sobre el altar de Jehová sacrificios por el pecado, por el reino, por el santuario, por Judá y también por todo Israel (las doce tribus), pues era por todo Israel que el rey había ordenado el holocausto y el sacrificio por el pecado. Del mismo modo, lo que todos necesitamos en primer lugar, como pecadores, es el Señor Jesús hecho pecado por nosotros, que murió por nuestros pecados en la cruz.

Y cuando comenzó el holocausto, por orden del rey, los levitas también comenzaron a cantar el cántico de Jehová con el acompañamiento de los instrumentos de David. Y toda la congregación se prosternó, y se cantaba el cántico, y sonaban las trompetas, hasta que se terminó el holocausto. Entonces el rey y todos los que estaban con él se inclinaron y adoraron; y los levitas alabaron a Jehová con gran gozo, y se inclinaron y adoraron. Después la asamblea ofreció sacrificios de alabanza, y todos los corazones dispuestos ofrecieron holocaustos, y hubo abundancia de ellos. Así, el servicio de la casa de Jehová fue restaurado. Y Ezequías y toda la congregación se alegraron de que Dios hubiera dispuesto tan bien al pueblo, pues la cosa se hizo rápidamente.

Que Dios disponga también nuestros corazones para confiar en Jesús y entregarnos a él, y –luego ofrecer, por medio de él, «un continuo sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesa su nombre» (Hebr. 13:15).

2 - La Pascua se celebra de nuevo

Estas buenas disposiciones del pueblo causaron tanto gozo a Ezequías que resolvió hacer celebrar lo antes posible la fiesta de la Pascua que, durante muchos años, había sido completamente descuidada. Para ello envió, cartas de la mano del rey, a la tierra de Judá y a las diez tribus, invitándolas a venir a Jerusalén para celebrar la Pascua de Jehová, el Dios de Israel. Les dijo: «Hijos de Israel, volveos a Jehová el Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, y él se volverá al remanente que ha quedado de la mano de los reyes de Asiria… No endurezcáis, pues, ahora vuestra cerviz como vuestros padres; someteos a Jehová, y venid a su santuario, el cual él ha santificado para siempre; y servid a Jehová vuestro Dios, y el ardor de su ira se apartará de vosotros. Porque si os volviereis a Jehová, vuestros hermanos y vuestros hijos hallarán misericordia delante de los que los tienen cautivos, y volverán a esta tierra; porque Jehová vuestro Dios es clemente y misericordioso, y no apartará de vosotros su rostro, si vosotros os volviereis a él» (2 Crón. 30:6-9). Así que los mensajeros fueron de pueblo en pueblo en la tierra de Efraín, Manasés y hasta Zabulón. Pero este desafortunado pueblo, en medio de la miseria en la que lo habían sumido sus pecados, estaba tan endurecido que solo se burlaba de las cordiales invitaciones del rey de Jerusalén. Pero hubo algunos de Aser, de Manasés y de Zabulón que se humillaron y fueron a Jerusalén.

En cuanto a los de Judá, les fue dado por Dios a todos tener un mismo corazón para adherirse al llamado de su rey; de modo que se reunió en Jerusalén una congregación muy numerosa para celebrar la fiesta de los panes sin levadura. Los sacerdotes y los levitas se habían santificado para ello. El cordero pascual representaba al Salvador, que es el Cordero de Dios. Para alimentarse espiritualmente de él y también para poder, con bendición, participar de la Cena del Señor, en la que su cuerpo y su sangre nos son dados bajo los emblemas del pan y el vino, debemos también estar santificados. Si pregunta ¿cómo se puede estar santificado?, he aquí una de las respuestas de la Escritura: Jesús dijo al entrar en el mundo: «He aquí que vengo para hacer tu voluntad, oh Dios… Por esta voluntad hemos sido santificados, por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez por todas» (Hebr. 10:9-10).

Sin embargo, en este numeroso pueblo, se encontró, especialmente entre los de las diez tribus, a muchos que no se habían purificado, y que comieron la Pascua, no como estaba escrito; a causa de este pecado, Dios probablemente les envió alguna enfermedad. Entonces Ezequías oró por ellos, diciendo: «Jehová, que es bueno, sea propicio a todo aquel que ha preparado su corazón para buscar a Dios, a Jehová el Dios de sus padres, aunque no esté purificado según los ritos de purificación del santuario» (2 Crón. 30:18-19). Y Jehová escuchó a Ezequías y sanó al pueblo. Así que todos celebraron la Pascua de la manera más solemne durante siete días, y su gozo era tan grande que decidieron celebrar otros siete días de fiesta. Y hubo gran regocijo en Jerusalén; desde los días de Salomón no se había visto nada igual. Los sacerdotes y los levitas se levantaron y bendijeron al pueblo; y su voz fue escuchada, pues su oración llegó hasta el cielo, la santa morada de Jehová.

En circunstancias similares, Nehemías dijo más tarde al resto de judíos fieles que habían regresado del cautiverio babilónico: «El gozo de Jehová es vuestra fuerza» (Neh. 8:10). Estas palabras siguen siendo ciertas. Los hijos de Israel, al regresar de Jerusalén llenos de un santo gozo, tuvieron la santa fuerza de derribar y demoler todo lo que quedaba de estatuas, arboledas de lugares altos y altares en todo Judá y Benjamín, e hicieron lo mismo en Efraín y Manasés. A este celo contra la idolatría se unió pronto un celo igualmente admirable por el servicio del Dios vivo y verdadero. Por invitación de Ezequías, los hijos de Israel trajeron los diezmos de todos los productos de sus campos para los sacerdotes y los levitas, en tal abundancia que hubo que preparar varias cámaras para guardar los diezmos.

¿Sabe lo que es regocijarse en el Señor, como la Escritura manda a los santos (Fil. 3:1; 4:4)? Para ello, hay que conocer al Señor y la gran salvación que ha realizado; hay que disfrutar de su amor y permanecer en su amor; hay que haber recibido el Espíritu Santo, de quien uno de los frutos es el gozo (Gál. 5:22).

En una palabra, para regocijarse en el Señor, hay que estar en el Señor por la fe. Este santo gozo es también la fuerza de los que tienen el gozo de poseerla; es una seguridad para ellos, como dice el apóstol (Fil. 3:1). Con el Señor que la produce, pueden luchar contra el mal y vencerlo; así como pueden caminar con gozo en la santidad, dar frutos de justicia para la gloria de Dios, y sobre todo amar a sus hermanos, no solo con palabras y lengua, sino con hechos y en verdad; porque el fruto de la justicia se siembra en la paz, y la fe se hace obra por medio del amor (Sant. 3:18; Gál. 5:6) ¡Que Dios nos dé la gracia de conocer esta gran fuerza moral!

Que él también nos dé la gracia de imitar a Ezequías, de quien la Escritura dice: «Ejecutó lo bueno, recto y verdadero delante de Jehová su Dios. En todo cuanto emprendió en el servicio de la casa de Dios, de acuerdo con la ley y los mandamientos, buscó a su Dios, lo hizo de todo corazón, y fue prosperado» (2 Crón. 31:20-21).

3 - La invasión de los asirios

Al continuar la historia edificante del rey Ezequías, comenzaremos recordando lo que se dice de su carácter y el motivo de su conducta en las Escrituras. En el segundo libro de los Reyes leemos: «En Jehová Dios de Israel puso su esperanza; ni después ni antes de él hubo otro como él entre todos los reyes de Judá. Porque siguió a Jehová, y no se apartó de él, sino que guardó los mandamientos que Jehová prescribió a Moisés. Y Jehová estaba con él; y adondequiera que salía, prosperaba» (2 Reyes 18:5-7). Por la gracia de Dios, había encontrado el secreto de la obediencia y, por tanto, de la bendición. Si, como él, queremos ser obedientes y cumplir la voluntad de Dios, si deseamos el único y verdadero gozo que solo puede encontrarse en el camino de la obediencia, empecemos por confiar en el Señor, por aferrarnos a él, para que esté con nosotros y nos permita seguirle y prosperar en todo lo que emprendamos.

Con la ayuda de su Dios, Ezequías derrotó a los filisteos y los expulsó de la tierra de Judá. Como le parecía injusto que el pueblo de Dios siguiera dependiendo de los asirios, lo liberó de este yugo sublevándose contra el rey de Asiria, lo que le supuso una guerra muy amenazante, en la que su confianza en Dios fue puesta a prueba.

En el decimocuarto año del reinado de Ezequías, Senaquerib, rey de Asiria, cuyo padre Salmanasar había destruido el reino de Israel, invadió la tierra de Judá con un formidable ejército y tomó todas las ciudades fortificadas. Temiendo por Jerusalén, Ezequías tomó medidas defensivas, construyó murallas o reparó brechas; al mismo tiempo envió mensajeros al rey de Asiria para decirle que reconocía que había cometido una falta al rebelarse contra él; y para alejar o apaciguar a su poderoso enemigo, el rey de Judá accedió a pagarle una suma considerable. Para ello tuvo que dar todo el dinero que había en sus tesoros y en la casa de Jehová. Incluso tuvo que derribar las puertas del templo y las columnas que él mismo había cubierto de oro, y se las entregó al rey de Asiria.

Tal vez hubo en estas concesiones hechas por Ezequías una falta, o al menos una debilidad de fe, como la hubo en dos ocasiones en Abraham, a quien, sin embargo, se le llama el «padre de todos los que creen» (Gén. 12:12-13; 20:2; Rom. 4:11; Gál. 3:7). Pero, como veremos, estas concesiones no le sirvieron de nada. Así que buscó en otra parte la fuerza y la seguridad que necesitaba, pues reunió a los jefes de guerra, habló a sus corazones, diciendo: «Esforzaos y animaos; no temáis, ni tengáis miedo del rey de Asiria, ni de toda la multitud que con él viene; porque más hay con nosotros que con él. Con él está el brazo de carne, mas con nosotros está Jehová nuestro Dios para ayudarnos y pelear nuestras batallas» (2 Crón. 32:7-8). Este discurso reavivó la confianza del pueblo.

El rey de Asiria había aceptado el dinero que Ezequías le había enviado para que se retirara. Pero en lugar de retirarse, se preparó para sitiar Jerusalén, contra la que envió fuerzas considerables bajo el liderazgo de Rabsaces. Este, de pie bajo las murallas de la ciudad, mandó llamar al rey, quien envió a tres de sus oficiales, a los que el general asirio dirigió palabras insultantes. Les encargó que le dijeran a Ezequías, en nombre del gran rey de Asur, que su confianza era vana porque solo consistía en palabras, mientras que para la guerra se necesita consejo y fuerza. Como Rabsaces pronunciaba estas palabras escandalosas y blasfemas, y el pueblo de Jerusalén que estaba en el muro las escuchaba, los enviados de Ezequías le pidieron que les hablara en siríaco. Pero el general sirio no hizo caso. Siguió hablando en voz alta en la lengua judía y directamente a los judíos que le escuchaban. «Así ha dicho el rey: No os engañe Ezequías, porque no os podrá librar de mi mano… No oigáis a Ezequías, porque os engaña cuando dice: Jehová nos librará. ¿Acaso alguno de los dioses de las naciones ha librado su tierra de la mano del rey de Asiria?… ¿Qué dios de todos los dioses de estas tierras ha librado su tierra de mi mano, para que Jehová libre de mi mano a Jerusalén?» (2 Reyes 18:28-36). Los siervos de Rabsaces volvieron a hablar contra el Jehová Dios y contra Ezequías, su siervo. Hablaron del Dios de Jerusalén como de los dioses de la tierra, que no son más que obra de los hombres. Y el rey ordenó que no se respondiera a estos blasfemos; y los mensajeros vinieron con sus ropas rasgadas, y contaron a Ezequías las palabras de Rabsaces.

Entonces el piadoso Ezequías se rasgó las vestiduras y se cubrió de saco, y entró en la casa de Jehová, y envió desde allí mensajeros al profeta Isaías, para contarle cómo Rabsaces había ultrajado al Dios vivo, y para pedirle que orara por el resto piadoso que aún quedaba en Jerusalén. El profeta hizo decir al rey de no tener temor, y que Jehová se encargaría de alejar y juzgar al rey de Asur que lo había insultado. En efecto, cuando Rabsaces regresó, oyó que el rey su amo ya no estaba en Laquis, y que había oído que el rey de Etiopía venía a combatirlo. Antes de partir, había enviado a Ezequías por medio de mensajeros una carta tan arrogante y blasfema como las palabras de Rabsaces. Ezequías leyó la carta y subió a la casa de Jehová y la extendió ante Jehová, como para dársela a conocer y decirle: “Esta carta va dirigida a ti, se trata de ti; tú eres el insultado por ella”. Esto es lo que expresa después orando ante Jehová y diciéndole: «Inclina, oh Jehová, tu oído, y oye; abre, oh Jehová, tus ojos, y mira; y oye las palabras de Senaquerib, que ha enviado a blasfemar al Dios viviente. Es verdad, oh Jehová, que los reyes de Asiria han destruido las naciones y sus tierras; y que echaron al fuego a sus dioses, por cuanto ellos no eran dioses, sino obra de manos de hombres, madera o piedra, y por eso los destruyeron. Ahora, pues, oh Jehová Dios nuestro, sálvanos, te ruego, de su mano, para que sepan todos los reinos de la tierra que sólo tú, Jehová, eres Dios» (2 Reyes 19:16-19).

La oración del justo, hecha con fervor, es siempre de gran efecto ante Dios (Sant. 5:16). ¡Que todos puedan hacer la feliz experiencia! Después de que el rey de Jerusalén oró de esta manera, Isaías le hizo decir de parte del Dios de Israel: «Lo que me pediste acerca de Senaquerib rey de Asiria, he oído». Luego vienen palabras severas contra este príncipe blasfemo que se atrevió a levantar su voz y sus ojos contra el Santo de Israel. Jerusalén puede despreciar a su arrogante enemigo, de quien Jehová conoce sus idas y venidas y oposición a él. «Pondré mi garfio en tu nariz, y mi freno en tus labios, y te haré volver por el camino por donde viniste… No entrará en esta ciudad, dice Jehová. Porque yo ampararé esta ciudad para salvarla, por amor a mí mismo, y por amor a David mi siervo» (2 Reyes 19:28-34).

Así sucedió la noche siguiente, pues el ángel del Señor salió e hirió en el campamento de los asirios a 180.000 hombres; y cuando se levantaron por la mañana, he aquí que todos estaban muertos.

Cuando Senaquerib escuchó esta terrible noticia, huyó y regresó a Nínive. Y después de un tiempo, mientras estaba adorando en la casa de Nisroc, su dios, sus dos hijos mayores lo hirieron con la espada y lo mataron; y como se vieron obligados a huir después de este asesinato, el tercero de sus hijos, llamado Esarhadón, ascendió al trono en su lugar.

4 - La enfermedad de Ezequías

Antes de esta gran liberación, Ezequías fue visitado por el Señor y probado en gran medida. Se puso tan enfermo que el profeta Isaías vino y le dijo: «Jehová dice así: Ordena tu casa, porque morirás, y no vivirás. Entonces él volvió su rostro a la pared, y oró a Jehová… Y antes que Isaías saliese hasta la mitad del patio, vino palabra de Jehová a Isaías, diciendo: Vuelve, y di a Ezequías, príncipe de mi pueblo: Así dice Jehová, el Dios de David tu padre: Yo he oído tu oración, y he visto tus lágrimas; he aquí que yo te sano; al tercer día subirás a la casa de Jehová. Y añadiré a tus días quince años» (2 Reyes 20:1-6). Ezequías, debilitado por la enfermedad, e incapaz de creer sin mucha dificultad la palabra: te sanaré; después de haber oído poco antes esta: morirás; Ezequías expresó el deseo de que el Señor confirmara su promesa con una señal o un milagro. Esta solicitud también fue aceptada. Ante la oración del profeta, Dios hizo que diez grados del reloj de Acaz que ya estaban en la sombra volvieran a ser iluminados inmediatamente por los rayos del sol, que había retrocedido (el reloj).

El rey se alegró y agradeció; luego, mediante una cataplasma de higos que el profeta había hecho poner en la úlcera, el rey quedó tan bien curado que, tres días después, pudo ir al templo. En esta ocasión Ezequías hizo un magnífico cántico de acción de gracias. En él describió, en los términos más vivos, el extremo peligro de muerte y la excesiva angustia del alma en la que le habían sumido sus violentos dolores, y al final dijo: «¿Qué diré? El que me lo dijo, él mismo lo ha hecho… Mas a ti agradó librar mi vida del hoyo de corrupción; porque echaste tras tus espaldas todos mis pecados… El que vive, éste te dará alabanza, como yo hoy; el padre hará notoria tu verdad a los hijos. Jehová me salvará; por tanto, cantaremos nuestros cánticos en la casa de Jehová todos los días de nuestra vida» (Is. 38: 15-20).

Sin duda, la mayoría de nosotros también hemos estado más o menos enfermos. Si nos hemos curado, ¿hemos dado gracias a Dios, el único que puede curarnos y prolongar nuestros días? Entonces hemos podido decir, como el santo rey de quien estamos ocupados: Mis tormentos se convirtieron en salvación, busqué al Señor en mi enfermedad, y lo encontré y con él la salvación. En tu amor, me abrazaste para salvarme, porque «echaste tras tus espaldas todos mis pecados». Esta es la feliz compartición de todos los que, por la fe, son justificados y tienen paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo. ¡Quiera Dios que esto sea también el compartir de todos!

Finalmente, si hasta ahora hemos visto en Ezequías un ejemplo de fe, de piedad y de santidad, el último rasgo que se relata sobre él muestra que, sin embargo, era, como Elías, como todos los santos, un hombre sujeto a las mismas debilidades que nosotros. Después de la derrota del ejército asirio, Dios acordó al pueblo de Judá un tiempo de prosperidad y paz. La reputación de Ezequías se extendió al exterior, de modo que los pueblos vecinos le enviaban ricos regalos. Recibió embajadores del rey de Babilonia, entre otros, para informarse sobre el milagro que había tenido lugar en el reloj solar de Acaz, y para felicitar al rey por su recuperación. Ezequías se alegró mucho de verlos y los recibió con grandes honores. Con ostentación, mostró a estos embajadores paganos todos sus tesoros y cosas preciosas; los condujo a sus dominios y les dio banquetes. Pero inmediatamente después de su partida, Dios le envió al profeta Isaías para censurarlo por su culpable vanidad, y para anunciarle que un día todos sus tesoros serían llevados a Babilonia y sus descendientes serían llevados al cautiverio allí.

Así es como la Escritura explica esta caída de un príncipe tan piadoso: «En aquel tiempo Ezequías enfermó de muerte; y oró a Jehová, quien le respondió, y le dio una señal. Mas Ezequías no correspondió al bien que le había sido hecho, sino que se enalteció su corazón, y vino la ira contra él, y contra Judá y Jerusalén» (2 Crón. 32:24-25). – Cuando la embajada de los jefes de Babilonia vino a él, Dios lo abandonó para probarlo, a fin de que conociera todo lo que había en su corazón; y el Señor logró su propósito. Ezequías fue reprendido por Isaías y humillado porque había elevado su corazón, confesó su pecado públicamente, de modo que el pueblo de Jerusalén también se humilló ante Dios, de forma que la ira de Jehová no vino sobre ellos durante la vida de Ezequías.

Siempre es así. La soberbia va ante el aplastamiento y el orgullo de espíritu va ante la ruina, pero la humildad va ante la gloria. El que se enaltece será humillado, pero el que se humilla será exaltado. Solo humillándonos podremos entrar en el lugar sagrado. Que Dios nos dé la gracia de conocer lo que hay en nuestro corazón, sin necesidad de abandonarnos. Que él nos dé la gracia de reconocer, por su palabra y su Espíritu, que no hay nada bueno en nosotros, que es lo primero que debemos saber para sentir la necesidad de un Salvador, y acudir a él.

Finalmente, Ezequías prosperó cada vez más, e hizo varios edificios útiles (entre ellos el acueducto) para la ciudad. Luego, tras un reinado de 29 años, se durmió con sus padres, es decir, murió a los 54 años. Y fue enterrado con gran honor en los sepulcros de los hijos de David, y su hijo Manasés reinó en su lugar.

Extraído de la revista «La Bonne Nouvelle», año 1869, p. 206-212, 218-226