La tentación y el socorro divino

«Fiel es Dios… con la tentación también dará la salida» (1 Cor. 10:13)


person Autor: Georges ANDRÉ 3

flag Temas: Las tentaciones Las pruebas y las enfermedades


1 - Dos tipos de pruebas

Dependiendo del contexto, la misma palabra griega tiene el significado de: prueba, tentación.

Santiago 1:2 al 3:12 parece contradecir los versículos 13 al 15. De hecho, en primer lugar, Santiago presenta las «diversas pruebas» como un perfecto gozo, una prueba de la fe que produce la paciencia. Incluso añade: «Dichoso el hombre que soporta la prueba».

Por otra parte, más adelante, subraya que Dios no puede ser tentado por el mal y que no tienta a nadie, sino que «cada uno es tentado, arrastrado y seducido por su propia concupiscencia».

El primer caso tiene en cuenta las pruebas externas, como la persecución, que buscan obligar a un hombre a pecar; en el segundo, la tentación ofrece un objeto a la concupiscencia interior que lleva a alguien al mal.

¿Qué es la tentación? Es la incitación al pecado. Pecar, sin embargo, es fundamentalmente “hacer la propia voluntad, contraria a la voluntad conocida de Dios”. Esta «voluntad de Dios» es resumida por el mismo Señor: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas», y «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Marcos 12:30-31).

Cuando la voluntad de Dios es más o menos conocida, y que a uno no le importa, se practica la «iniquidad»: un «andar sin ley, sin freno» (1 Juan 3:4): dejarse llevar por sus impulsos, por sus deseos, por la concupiscencia, sin preocuparse por Dios.

Hay dos aspectos esenciales del pecado. La transgresión: cruzar una línea de prohibición.

«No hurtarás» (Éx. 20:15), dice la Ley, y… ¡tomamos lo que pertenece a otros! Así cruzamos la valla puesta por Dios. Es la culpabilidad, el aspecto «deuda» del pecado, un principio que el Señor introduce, por ejemplo, en varias parábolas (Lucas 7:41-42; Mat. 18:23-35).

El otro aspecto del pecado es la mancilla, que interrumpe la comunión del alma con Dios que tiene los ojos demasiado puros para ver el mal. En tipo, la lepra representa este pecado-mancilla: el leproso debía ser sacado del campamento (Núm. 5:7); nadie debía tocarlo; él mismo, cuando alguien se le acercaba, debía gritar: inmundo, inmundo. En Zacarías 3, cuando Josué, el sumo sacerdote, aparece a la luz divina, se le ve vestido con ropas sucias. La luz mostraba esta mancilla. Dios intervino y dijo: «Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de gala». Josué podía entonces responder a su función como sumo sacerdote.

El Código Penal castiga las faltas cometidas en actos, a veces de palabra, secundariamente por omisión, cuando no se ha cumplido una obligación. Solo la Palabra de Dios condena los pensamientos, la concupiscencia (Éx. 20:17).

1.1 - La prueba/tentación externa

Sobre todo, implica una coacción que busca forzar a alguien a actuar en contra del pensamiento de Dios. También tiene el carácter de una puesta a prueba, una prueba de la fe. Pablo temía que los tesalonicenses, nuevos conversos, se vieran sacudidos por la prueba, y quería informarse de la fe de ellos, «por temor a que el tentador los hubiese tentado». La persecución ¿había disminuido el celo de ellos? Qué alivio saber que no había pasado nada (1 Tes. 3:5). 3.6?

Resistir a la tentación exterior implica sufrimiento. De Cristo se nos dice que «Él ha padecido siendo tentado» (Hebr. 2:18). Y en su forma de prueba, o disciplina, «ninguna disciplina parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero más tarde da fruto apacible de justicia a los que son ejercitados por ella» (Hebr. 12:11).

Así, la «tentación externa» toma varios caracteres.

1.1.1 - La persecución

Puede ser abierta, como lo fue en los primeros siglos del cristianismo, o durante la Reforma en Europa; lo es cada vez más hoy en día, en muchos países donde los cristianos son maltratados, encarcelados, deportados, y tienen que sufrir de muchas maneras.

En nuestras regiones, toma una forma menos acentuada, como la burla, los inconvenientes que puede sufrir un creyente en su avance profesional, las rencillas, las injusticias. Esfuerzos de Satanás para sacudir la fe, para enfriar el celo cristiano, para llevar a enturbiar el testimonio, si es posible hasta la negación.

1.1.2 - Poner a prueba

«Dichoso el hombre que soporta la prueba; porque cuando sea aprobado, recibirá la corona de la vida que Dios ha prometido a los que le aman» (Sant. 1:12). El propósito de esta «prueba» es revelar, a través de ella, las cualidades o los defectos, la realidad de la fe de alguien. Ella puede ser permitida por Dios «si es necesario» (1 Pe. 1:6). Incluso puede ser querida por Dios: «probó Dios a Abraham» (Gén. 22:1).

Dios también actúa en disciplina hacia los suyos, para su educación, «para que participemos de su santidad» de manera práctica (Heb. 12:7, 10).

1.1.3 - Los agentes de la prueba

Sobre todo, los hombres, que odian fundamentalmente a Dios y a los suyos: «Si el mundo os odia, sabed que me odió a mí antes que a vosotros… No sois del mundo… Por esto os odia el mundo» (Juan 15:18-19). Este odio puede ocultarse bajo los buenos modales de la cortesía y de la educación; pero fundamentalmente permanece. ¿Nos podemos asombrar?

Las circunstancias pueden convertirse en una prueba externa, una prueba para la fe, como el gusano que destruyó la calabacera de Jonás, poniendo a prueba su paciencia (Jonás 4).

¿Quién estaba detrás del gusano, sino el mismo Dios? Él puede permitir, incluso «preparar» la prueba, porque le parece bien. Otras veces es Satanás quien incita a los hombres contra los hijos de Dios, o influencia en sus circunstancias, pero siempre bajo el control de Dios (Job 1 y 2).

1.1.4 - El mismo Señor Jesús fue probado

Como nos dice Hebreos 4:15, «Uno que ha sido tentado en todo conforme a nuestra semejanza, excepto en el pecado». Pensemos en los esfuerzos del tentador en el desierto; a la constante oposición de los fariseos y otros líderes del pueblo; la incitación de un discípulo, Pedro, que quería evitarle que se enfrentara a la cruz. En todas las cosas «soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismo» (Hebr. 12:3).

Pero no había deseos carnales en él. Nada en él le atraía hacia el mal. Todas estas tentaciones solo sacaron a relucir su perfección: «No hizo pecado… No conoció pecado… en él no hay pecado». (1 Pe. 2:22; 2 Cor. 5:21; 1 Juan 3:5). Por eso Hebreos 4:15 añade enfáticamente: «…excepto en el pecado».

1.2 - La prueba/tentación interior

Hemos conservado –por simplificar– la expresión utilizada por otros de «tentación interior». «En sentido estricto, la concupiscencia preexiste a la incitación al pecado; la tentación ofrece un objeto, hacia el cual la vieja naturaleza, habiendo sido preparada, va, porque estaba lista para ello. La concupiscencia es, pues, como el punto de impacto de la tentación; genera pecados efectivos bajo el efecto de las tentaciones.

Ya no es una coerción externa para hacer el mal, sino que como dice Santiago: «Cada uno es tentado, arrastrado y seducido por su propia concupiscencia» (1:14). La naturaleza pecaminosa permanece inalterada en el creyente, aunque haya recibido la nueva naturaleza, la vida divina. La «carne» encuentra su placer en la tentación que despierta la concupiscencia, mientras que la prueba externa trae sufrimiento al que se resiste.

1 Juan 2:15-17 enfatiza el «amor»: «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él». Este amor al mundo se traduce por «los deseos de la carne» (el deseo impulsa al mal), «los deseos de los ojos» (el corazón es atraído por el objeto deseado), «la vanagloria de la vida» (que quiere elevarse, mientras que la humildad se rebaja).

Las circunstancias externas pueden despertar la concupiscencia interna. Satanás vino a tentar a Eva y a poner la duda en su corazón; más tarde, tentará a Jesús y tratará de derribarlo. Solo en Eva, sin embargo, el deseo interior responde: «Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría» (Gén. 3:6). El enemigo usa cosas externas para iniciar el deseo interno. Pero Dios mismo no tienta, y nadie puede decir «soy tentado por Dios» (Sant. 1:13). Sin embargo, se puede servir del mismo Satanás y de sus tentaciones para probar a los suyos, como en el caso de Job.

1.3 - Los recursos divinos

Ya lo hemos notado: «Fiel es Dios… con la tentación también dará la salida» (1 Cor. 10:13).

1.3.1 - En la prueba externa

Se trata de mantenerse firme, resistiendo al diablo que busca a quien devorar (1 Pe. 5:8-9). Para ello el poder de Dios está a disposición de la fe (1 Pe. 1:5); el Señor Jesús puede «socorrer a los que son tentados» (Hebr. 2:18).

El Salmo 144:1-2 enfatiza esto. A través de todas las circunstancias adversas de su vida, ¿cuántas veces David experimentó esto: «Jehová, mi roca… Misericordia mía y mi castillo, fortaleza mía y mi libertador, escudo mío, en quien he confiado». Pero cuando siguió el impulso de su propio corazón, se refugió en Gat con Aquís (1 Sam. 27:1-2). Más tarde, mientras paseaba por el tejado de su casa, una mirada de concupiscencia le llevó a una caída dolorosa (2 Sam. 11). Por el contrario, mientras caminaba con Dios, a pesar de los muchos asaltos del enemigo, –en su juventud cuando fue perseguido por Saúl; durante su reinado, acosado por muchos adversarios–, experimentó este poder divino que libera.

1.3.2 - En las pruebas internas

No se trata de resistir, sino de «huir»: «Huye de las pasiones juveniles» (2 Tim. 2:22). Un buen ejemplo de esto es la respuesta de José «No» a los avances de la esposa de Potifar. La tentación externa podría haber despertado la concupiscencia interna, pero se negó y «huyó» (Gen. 39:12).

La Palabra nos llama a «mortificar» la impureza, es decir, literalmente, a dejar que se «necrose» quitándole el alimento (Col. 3:5). Requiere el poder del Espíritu: «Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (Rom. 8:13).

También es importante, como dijo el Señor Jesús en Getsemaní, no entrar «en tentación» (Marcos 14:38). No ponernos en circunstancias en las que podamos ser tentados peligrosamente. «El espíritu… está dispuesto»: se jacta fácilmente de no dejarse llevar por el mal, olvidando que «la carne es débil». Tal fue la experiencia de Pedro cuando, estimulado por su aparente celo por el Señor, entró en la corte del sumo sacerdote y Lo negó.

Cuidado con las invitaciones mundanas, con las amistades dudosas, que comienzan con la cortesía, pero que pueden degenerar tan fácilmente. Cuando Dina, la hija de Jacob, fue a visitar a «las hijas del país» (Gén. 34:1), no previó las consecuencias perjudiciales; pronto entró en tentación y trajo la desgracia a todos los que la rodeaban.

Otro recurso eficaz es colocarse en la luz divina. El Salmo 27 es una buena ilustración de esto: «Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré?» (v. 1). Entrar en la presencia de Dios, ver todas las cosas a su luz, para que el corazón esté impresionado con la belleza del Señor, pero también buscar su pensamiento: «Una cosa he demandado a Jehová, ésta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su templo» (v. 4). Y David añade: «Mi corazón ha dicho [por] ti: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Jehová» (v. 8). Discernir las cosas a la luz divina antes de comprometerse con ellas; buscar el rostro y la belleza del Señor, para que él tenga el primer lugar en el corazón. Alimentar la nueva naturaleza de las cosas que permanecen nos preservará de la concupiscencia.

2 - Los deseos de los ojos

Después de haber dicho, de manera general: «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo», el apóstol Juan continúa: «Todo lo que hay en el mundo: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, no procede del Padre, sino del mundo» (1 Juan 2:15-16).

Es difícil distinguir con precisión entre estos tres elementos que atraen al creyente en un mundo, corrompido y mancillado por el pecado. Parece, sin embargo, que los deseos de los ojos son provocados sobre todo por los objetos que atraen la mirada y hacen desear poseer lo que Dios no ha dado; respectivamente, ella lleva, por una cierta ostentación, a dirigir la mirada de los otros sobre sí mismo; el deseo de la carne incita hacia el objeto exterior que suscita esta concupiscencia, y procura el placer carnal en su sentido restringido; –el orgullo de la vida se eleva por encima de lo que uno es o posee, para dominar a los otros. La humildad, por el contrario, lleva a inclinarse y descender.

2.1 - La atracción externa por los ojos

Eva es el ejemplo inicial. A instancias de la serpiente, ella «vio que el árbol era bueno para comer y que era agradable placer a los ojos» (Gén. 3:6). Este deseo, una vez despertado, la llevó a la desobediencia flagrante de un mandamiento conocido.

El deseo de los ojos produce querer poseer las cosas que Dios no ha dado, respectivamente prohibidas. Cuando Jericó fue conquistada, Jehová había prescrito expresamente de no apropiarse nada de la ciudad cuando fuera saqueada (Jos. 6:18-19). Acán vio «entre los despojos un manto babilónico muy bueno, y doscientos siclos de plata, y un lingote de oro…» (7:21); los codició, los tomó y los escondió en medio de su tienda. La avaricia se despertó en él por la mirada de sus ojos, que provocó el deseo culpable de tomar las riquezas que Dios no le había dado.

El Nuevo Testamento llama a esta avidez de poseer cualquier cosa, «avaricia» (Col. 3:5; Efe. 5:3), incluso especificando que el «avaro» es un idólatra (Efe. 5:5). Este anhelo de tener cada vez más, en griego «pleonexia», también se traduce como avaricia, por ejemplo, en Lucas 12:15.

Considerar con envidia las posesiones de otros, despierta celos y esta necesidad inmoderada de disponer de ellas también. 1 Timoteo 6:9-10 advierte contra «el amor al dinero». Se quiere tener los medios para satisfacer las pulsiones «necias y perniciosas» despertadas en el alma que quiere desesperadamente obtener las riquezas que Dios no ha dado. Giezi, el siervo de Eliseo, encontró a su amo muy ingenuo por no haber aceptado los regalos de Naamán (2 Reyes 5:20-27). Al ver la plata, la ropa y el oro que había traído el jefe del ejército sirio, se despertó en él la codicia. Corrió tras el leproso curado y, por un relato mentiroso, obtuvo dos talentos y dos mudas de ropa, que se apresuró a esconder en la casa. «¿Es tiempo de tomar…?» le reprochará el profeta. –Balaam había amado «el sueldo de la injusticia»: por dinero vino a maldecir al pueblo de Dios (pero Jehová convierte la maldición en una bendición) (Núm. 22:7; 2 Pe. 2:15). –Por treinta monedas de plata, Judas, cediendo a la codicia, vendió a su amo.

La posesión de bienes materiales puede ser una trampa, incluso un obstáculo para entrar en el reino de Dios. Jesús dijo: «Más fácil es que pase un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios». Los discípulos estaban excesivamente sorprendidos por esto, preguntándose quién podría salvarse. «Para los hombres», dice Jesús mirándolos, «esto es imposible, pero no para Dios» (Marcos 10:24-27).

Sin duda, «Dios «nos ofrece todo ricamente para gozarlo» (1 Tim. 6:17), pero para disfrutarlo «con él» (Rom. 8:32). Así, los recursos materiales confiados por el Señor en mayor o menor medida a los suyos, son una gerencia que debe ser administrada para Él: lo que es muy pequeño, las riquezas injustas, lo que pertenece a otros (Lucas 16:1-12). Bien administrados, harán que el discípulo, fiel en lo muy pequeño, sea fiel también en lo grande, en las riquezas espirituales, en las verdaderas, que permanecerán suyas para siempre. Pablo señala a Timoteo el uso que los ricos deben hacer de los bienes materiales que Dios les ha confiado: «Hagan el bien… sean ricos en buenas obras; prontos a dar, generosos» (1 Tim. 6:18). Todo el poder de Dios es necesario para ser guardado de esos deseos de los ojos que «atesora para sí, y no es rico para con Dios» (Lucas 12:21).

Para ser victoriosos sobre el mundo necesitamos fe, no la fe inicial para la salvación, sino la fe viva de cada día: «Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que venció al mundo, nuestra fe» (1 Juan 5:4). En la vida práctica, dedicar el tiempo necesario para caminar en las buenas obras que Dios ha preparado de antemano, para servir al Señor en el Evangelio o en los suyos, nos mantendrá alejados de muchas ocasiones en las que los deseos de los ojos nos habrían alejado de él.

2.2 - Llamar la atención a alguien sobre sí mismo

Los deseos de los ojos también se traducen en esta necesidad de brillar, de mostrarse más de lo que somos, la vanidad en el vestido, o los adornos, o por el contrario el desaliñado que busca que lo vean. Mostrarán lo que poseen, como hizo Ezequías cuando los enviados del rey de Babilonia lo visitaron (Is. 39). En un hogar cristiano, los que «entran» ¿ven la «luz»? (Lucas 8:16). ¿Serán acogidos en un hogar donde el Señor tiene su lugar, donde los cónyuges están unidos y los hijos son felices, pero criados para Él? ¿O encontrarán un lujo excesivo, una búsqueda de lo que es externo y aparente, para llamar la atención?

Esta necesidad de brillar puede tomar la forma de la búsqueda de honores. Pablo y Bernabé rechazaron enérgicamente las ofrendas de los habitantes de Listra. (Hec. 14:11-18) Pero el rey Herodes se sintió halagado por los gritos del pueblo aplaudiendo su discurso: «¡Es voz de Dios, y no de un hombre!» (Hec. 12:22).

También se puede buscar sobresalir a través de sus buenas obras (Mat. 6:1-4), o a través del conocimiento, conocimiento intelectual que «envanece» y no edifica (1 Cor. 3:2). Es fácil citar muchos textos bíblicos que están bien ordenados, sin que los oyentes reciban alguna bendición de ellos, esencialmente para mostrar todo su propio conocimiento y hacerse notar. Aunque fue llevado al tercer cielo y tenía mucho de que enorgullecerse, Pablo se abstenía «para que nadie me considere superior a lo que ve en mí, u oye de mí» (2 Cor. 12:6).

Los fariseos ensanchaban los flecos de sus vestidos y oraban en las esquinas de las calles, para que se notara su piedad. En la vida social, se buscará parecer más inteligente o culto que los demás, y, mientras se menosprecia a los demás, elevarse.

«El amor no tiene envidia, no es jactancioso» (1 Cor. 13:4). Este es el antídoto para la ostentación. Si se ama al Señor, si se ama a sus hermanos, se velará por la modestia, de aquello que no dirige los ojos hacia sí mismo, sino hacia Cristo.

Sin duda, los deseos de la carne, y más aún el orgullo de la vida, están muy cerca de los deseos de los ojos. Si se busca afirmarse, a menudo es para elevarse. Si se busca satisfacer lo que ha atraído a los ojos, la carne –incluso en su sentido restringido– se involucra. Sin embargo, hemos tratado de especificar los caracteres de cada uno de los puntos tocados por Juan, para hacerlos más sensibles a nuestras conciencias y a nuestros corazones.

3 - Los deseos de la carne

Bajo este título, debemos entender, no la «carne» en general, la mala naturaleza como se encuentra en los escritos de Pablo en particular, sino más específicamente “los deseos desquiciados de la naturaleza humana”.

Los deseos de la carne vienen de dentro, como dijo el Señor Jesús: «Lo que del hombre procede, eso contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen malos pensamientos, inmoralidades sexuales…» (Marcos 7:20-21). Entra en juego cuando los deseos naturales (*) son trastornados, especialmente en dos direcciones: el ámbito sexual, y los excesos en el comer y el beber, la «glotonería».

(*) Estos deseos (instinto sexual, hambre, sed, etc.) son en sí mismos normales. Pero, ¿para qué los queremos satisfacer? El hombre es un ser de deseos, buenos o malos según su objeto.

3.1 - Las desviaciones sexuales

Hablando de la resurrección, el Señor Jesús enfatiza que «en la resurrección, ni se casan, ni se dan en matrimonio, sino que son como los ángeles en el cielo» (Mat. 22:30). En el más allá, la muerte física ya no interviene, ni, como corolario, la transmisión de la vida. En la tierra, toda vida, ya sea vegetal, animal o humana, se transmite de generación en generación. Queda, sin embargo, una diferencia notable: la planta, o el animal, se reproducen en ciertos períodos; el ser humano puede hacerlo conscientemente, voluntariamente. Más aún, los niños que nacerán de la unión de un hombre y una mujer no son solo seres terrenales, como un animal o una planta, sino almas que existirán eternamente. De ahí la extrema severidad de la Palabra de Dios con respecto a todas las desviaciones de esta facultad de transmitir la vida. Ejercitado en el marco del matrimonio, hombre y mujer unidos en el Señor en «una sola carne» (Efe. 5:31), da una profunda satisfacción. Cualquier otra unión se denomina en la Palabra como «fornicación».

El período que va de la pubertad al matrimonio es difícil, y requiere una constante autodisciplina, bajo la mirada del Señor y con Su fuerza. Levítico 22:4-7, dirigiéndose a la familia de Aarón (y 15:16-17 para los demás), muestra que la incontinencia no estaba permitida en Israel y conducía a la impureza; una purificación era necesaria; pero después de la puesta del sol, el sacerdote estaba limpio y podía volver a comer cosas sagradas. ¿No encontramos una justa medida en la importancia que se debe dar a los problemas que perturban la mente de más de un joven, sintiendo en él impulsos que tal vez lo lleven a favorecer conscientemente este flujo de simiente? Si el accidente ocasional no constituye un drama, el hábito puede conducir a una verdadera esclavitud u obsesión que puede incluso llevar a un desequilibrio psíquico, a un relajamiento de la vida espiritual, a una pérdida de disfrute de la comunión con el Señor.

Las relaciones extramatrimoniales de un hombre y una mujer están condenadas muy severamente en el Antiguo y aún más en el Nuevo Testamento «El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor… Habéis sido comprados por precio, por lo tanto, glorificad a Dios en vuestro cuerpo» (1 Cor. 6:13-20). Qué agradecidos estamos de que la Palabra añada: «… y el Señor para el cuerpo» (v. 13). Podemos contar con su fuerza, con sus recursos, para ser guardados. Ciertamente se necesita el poder del Señor para mantenerse puros en una sociedad donde la pureza de las relaciones según Dios se ha convertido casi en una excepción.

El adulterio, la relación entre un hombre y una mujer que por otro lado están casados, es aún más grave. La violación de Éxodo 20:14 es condenada a muerte en Levítico 20:10. «¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan?… Así es el que se llega a la mujer de su prójimo… Corrompe su alma el que tal hace. Heridas y vergüenza hallará, y su afrenta nunca será borrada» (Prov. 6:27-33).

El Señor Jesús va aún más lejos, pues mira en el corazón. Después de recordar el mandamiento de la ley, añade: «Pero yo os digo, que todo aquel que mira a una mujer y la desea, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mat. 5:28).

Levítico 18:22 llama abominación a las relaciones entre hombres o entre mujeres, al igual que Romanos 1:27. Este es un desorden antinatural, una «pasión desordenada» (Col. 3:5).

3.2 - Los excesos en la comida y en la bebida

En el desierto, el pueblo de Israel deseaba encontrar los alimentos de las orillas del Nilo. (Éx. 16:3; Núm. 11:5) Cuando Dios los daba, esos alimentos podían ser recibidos de su mano; el peligro era de querer regresar a Egipto, en el mundo, para satisfacer una necesidad carnal desplazada. 1 Pedro 4:3-4, recuerda que antes de su conversión, algunos caminaban en tales excesos. El creyente es puesto a prueba cuando sus antiguos camaradas, o sus actuales colegas, «les parece extraño» que no se les una en sus placeres carnales. Un cristiano debe aceptar ser diferente de la gente del mundo. Romanos 13:13-14 enfatiza esto: «Andemos como de día, decentemente». Después de estigmatizar el comer y beber en exceso, el apóstol añade: «No prestéis atención a la carne para satisfacer sus deseos».

El alcohol hacía estragos en la época de nuestros padres. ¿Es menos así hoy en día? Se le han añadido otras cosas más graves, drogas y otros narcóticos, con los que nos podemos dejar arrastrar, incluso sin darnos cuenta. Solo la sobriedad, el autocontrol, con la fuerza que Dios da, podrá guardarnos: «Sea que comáis, o que bebáis, o cualquier cosa que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor. 10:31).

3.3 - Los recursos divinos

Frente a la tentación externa, se trataba de «resistir». Si uno se enfrenta a los deseos de la carne, debe «huir» (1 Cor. 10:14). Colosenses 3:5 nos dice que «mortifiquemos» nuestros miembros que están en la tierra. Aquí, la palabra mortificar tiene, por lo tanto, el significado de dejar «necrosar», al extraer el alimento del órgano, que luego se atrofia. ¿Qué «alimento» recogemos de las imágenes que nos llaman la atención, de nuestras lecturas, de los lugares que frecuentamos? Tal libro o revista, tal grabado, que parecen no haber causado impresión en su momento, reaparecerán más tarde en nuestra memoria con toda su nocividad.

El mismo Señor Jesús dijo: «Si tu ojo derecho te es causa de tropiezo, sácalo y échalo lejos de ti… Si tu mano derecha te es causa de tropiezo, córtala, y échala de ti» (Mat. 5:29-30).

Para un creyente «atraído y estimulado» por el deseo de la carne, el recurso indicado por la Palabra de Dios es «cortar» (Mat. 5:30). Esto es a menudo muy difícil; pero ¿qué prevalecerá en el alma, el amor del Señor o la satisfacción de sí mismo?

Pedro exhorta al creyente a que se abstenga «de los deseos carnales que guerrean contra el alma» (1 Pe. 2:11). «No prestéis atención a la carne para satisfacer sus deseos», hemos señalado en Romanos 13:14. ¡Cuántas oportunidades de caídas se podrían evitar si tuviéramos cuidado de no entrar «en tentación»!

La carrera de Sansón en Israel perdió mucho de su valor por los deseos de la carne. Y la vida de David se vio oscurecida hasta el final por un día de descuido, donde la concupiscencia, despertada por la mirada, tuvo las más desafortunadas consecuencias.

Bien ocupar la jornada es una salvaguardia. Sin duda, el primer lugar lo debe ocupar la Palabra de Dios y la oración, alimento y respiración del alma. Pero cuántas bendiciones no siembra Dios en nuestro camino, para que las disfrutemos «con él»: una sana ocupación de la mente con fines profesionales o educativos, una medida de relajación, de escapada a la naturaleza, de ejercicio corporal en su lugar, –todo esto constituye una salvaguardia que nos preservará de muchos desvíos.

La madre de Lemuel dejó tres consejos a su hijo (Prov. 31):

«No des a las mujeres tu fuerza, ni tus caminos a lo que destruye a los reyes» (v. 3).

«No es de los reyes, oh Lemuel, no es de los reyes beber vino, ni de los príncipes la sidra; no sea que bebiendo olviden la ley» (v. 4-5).

«Abre tu boca por el mudo en el juicio de todos los desvalidos. Abre tu boca» (v. 8-9).

No solo exhortaciones negativas, sino también una positiva: Abre tu boca para compartir las riquezas que el Señor Jesús te ha dado. Abre tu boca para el que no conoce a Dios y no sabe cómo hablarle. Abre tu boca para los que están abandonados y desamparados. Abre tu boca para difundir el Evangelio de la gracia. Dedicar tiempo al servicio del Señor, en su dependencia y por amor a él, puede salvar almas de la muerte y preservarnos de muchos pecados.

4 - El orgullo de la vida

4.1 - El orgullo, el envanecimiento

Los deseos de los ojos, lleva a atraer hacia sí mismo el objeto envidiado; los deseos de la carne, lleva a satisfacer las inclinaciones trastornadas de nuestra mala naturaleza; el orgullo, en cambio, lleva a elevarse por encima de los demás.

Es «el pecado del diablo» (1 Tim. 3:6), como se describe en Isaías 14:13-14. «Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono… y seré semejante al Altísimo».

Satanás ha sabido inculcar ese orgullo en el corazón de Eva cuando le dijo: «Seréis como Dios». Al final de la historia de la Iglesia, Laodicea se jacta: «¡Soy rico, me he enriquecido, y de nada tengo necesidad!», un orgullo espiritual que es peor que el otro (Apoc. 3:17).

El orgullo presume de lo que somos, de lo que hacemos, de lo que tenemos.

De nacimiento, y sin ningún mérito de nuestra parte, podemos ser inteligentes, o bellos, o fuertes. Adonías, el cuarto hijo de David, dijo: «Yo reinaré… Era de muy hermoso parecer» (1 Reyes 1:5-6). El fariseo oraba en sí mismo, diciendo: «Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres» (Lucas 18:11).

Con qué facilidad uno puede vanagloriarse por lo que ha hecho. El rey Uzías había mostrado cualidades notables. Había planeado todo para el desarrollo económico y la protección de su pueblo. Su fama se extendió por todas partes. «Fue ayudado maravillosamente, hasta hacerse poderoso» (2 Crón. 26:15). «Mas cuando ya era fuerte, su corazón se enalteció para su ruina» (v. 16). Quiso acumular el oficio de rey y de sacerdote. Incluso se irritó cuando los hijos de Aarón tratan de retenerlo. –En su juventud, Saúl era «pequeño a sus propios ojos» (1 Sam. 15:17). Entonces el orgullo surgió en su corazón. Se atribuyó las victorias de Jonatán (13:4). En lugar de destruir a los amalecitas, actuó según su propio juicio, en lugar de obedecer la palabra de Jehová a través de Samuel. Incluso cuando parece arrepentirse, le pide al profeta que lo honre en presencia de los ancianos del pueblo (15:30). –Advertido con doce meses de antelación, Nabucodonosor persiste en su orgullo: «¿No es esta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad?» Dios debe «quitarle la razón» al rey para enseñarle que el Altísimo es poderoso para «humillar a los que andan con soberbia» (Dan. 4:30, 37). Incluso un Gedeón no puede resistir el deseo de levantar un trofeo de su victoria, una trampa para él y para su familia (Jue. 8:27).

El orgullo también se desliza en la satisfacción de lo que se posee; como el hombre rico de Lucas 12 que llena sus graneros y asegura a su alma de tener muchas posesiones, para muchos años. Las riquezas espirituales pueden ser la causa de un orgullo aún mayor: «El conocimiento enorgullece, pero el amor edifica» (1 Cor. 8:1). «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1 Cor. 4:7). Entonces, ¿por qué presumir de ello?

El orgullo también quiere situarse por encima de los demás. El apóstol advierte que no tengamos «más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense con cordura, según la medida de fe que Dios ha repartido a cada uno» (Rom. 12:3). A un Diótrefes le encantaba «ser el primero» en la iglesia. Expulsó a los hermanos que no estaban de acuerdo con él, e impedía a los que querían recibirlos (3 Juan 9-10). En el pasado, Coré, Datán y Abiram se habían elevado contra Moisés y contra Aarón, queriendo atribuirse un lugar que Dios no les había dado (Núm. 16).

Las vidas de los propios discípulos del Señor Jesús no están exentas de esta pretensión de querer ser superiores a los demás. En el camino, después de que Jesús les había hablado de sus sufrimientos, razonaron entre ellos sobre quién sería el más grande (Marcos 9:33-34). Santiago y Juan (y su madre) se acercan al Señor para pedirle el mejor lugar, a su derecha y a su izquierda, en su gloria. Y, algo casi increible, Lucas nos presenta una disputa entre ellos, justo después de la institución de la Cena, donde el Señor había puesto ante sus corazones los sufrimientos que le esperaban (Lucas 22:24).

El orgullo también tiende a compararse con otros en el servicio del Señor. Pablo advierte de este peligro: «Porque no nos atrevemos a contarnos con algunos que se recomiendan a sí mismos, o a compararnos con ellos; pero ellos, midiéndose entre sí mismos, y comparándose consigo mismos, no son sensatos. Pero nosotros no nos gloriaremos con exceso, sino según la medida de la norma que nos asignó el Dios de medida» (2 Cor. 10:12-13): cumplir el servicio que el Señor pone ante nosotros; usar «como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 Pe. 4:10) los dones que nos ha confiado, «según la medida de fe que Dios ha repartido a cada uno» (Rom. 12:3), sin invadir el dominio dado a los demás, ni arrogarse una reflexión o una reputación que nos eleva por encima de ellos.

También existe el peligro de ser «altivo a favor del uno contra el otro» (1 Cor. 4:6). Escollo para sí mismo, para la congregación y para el propio siervo al que se admira.

4.2 - Los remedios divinos

Después de ceder a la vanidad para mostrar todos sus tesoros a los enviados del rey de Babilonia, «Ezequías… se humilló» (2 Crón. 32:26). Ejemplo a seguir cada vez que vemos que el orgullo se ha colado en nosotros, y ha producido sus frutos. Confesar a Dios nuestra falta; recuperar la conciencia de nuestra condición de pecadores salvados por la gracia; recordar la obra de la cruz, los sufrimientos del Señor, la misericordia de la que hemos sido y seguimos siendo objeto. Y, como recurso supremo, volver incesantemente al ejemplo del Señor Jesús: «Haya, pues, en vosotros este pensamiento que también hubo en Cristo Jesús, quien… se despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo… se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte» (Fil. 2:4-8).

Si uno se niega a humillarse, entonces Dios debe hacerlo. Tal fue la experiencia de Nabucodonosor. Por otro lado, el juicio divino recae sobre Amán, quien, después de haber obtenido la adulación de los hombres y haber deseado caminar por las calles de la ciudad como «el varón cuya honra desea el rey», fue colgado del madero de cincuenta codos de altura que había preparado para Mardoqueo (Ester 3 al 7).

En la parábola dirigida a los invitados que elegían los mejores asientos, el Señor Jesús advierte: «No te sientes en el primer puesto, no sea que otro más honorable que tú sea invitado también; y viniendo el que os invitó a los dos, te diga: Da el lugar a este; y entonces comiences con vergüenza a ocupar el último lugar» (Lucas 14:7-9).

Después de exhortar: «Todos… ceñíos de humildad», Pedro añade: «Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes… Humillaos bajo la poderosa mano de Dios para que él os exalte a su debido tiempo» (1 Pe. 5:5-6; Sant. 4:6; Prov. 3:34).

5 - Las pruebas/tentaciones externas

Vienen del exterior y buscan derribar; también prueban la fe para manifestar su realidad. Tales pruebas (o tentaciones) pueden, en nosotros, excitar el deseo, esa respuesta del corazón malvado que encuentra su satisfacción en el mal. O, por el contrario, encontrar la fe que cuenta con Dios y libera.

5.1 - La oposición

Viene del odio de los hombres dirigidos por Satanás: «Si el mundo os odia, sabed que me odió a mí antes que a vosotros… como no sois del mundo, sino que yo os he escogido del mundo, por esto os odia el mundo… Si me han perseguido a mí, también os perseguirán» (Juan 15:18-20). En los primeros siglos de la Iglesia, como tantas veces en su historia, la persecución fue feroz contra los creyentes, «la hoguera que hay en medio de vosotros para probaros» (1 Pe. 4:12). La Epístola = carta a Esmirna lo enfatiza: Tendréis «tribulación durante diez días» (Apoc. 2:10).

Esta oposición puede tomar la forma de burla, de calumnia (1 Pe. 2:12), de desventajas que sufre el creyente en su profesión, de obstáculos que también levanta Satanás en el camino y en el servicio del Señor (1 Tes. 2:18).

La Palabra contiene muchos ejemplos de esta oposición más o menos violenta. Los tres jóvenes hebreos, que se niegan a adorar la estatua, son arrojados al horno. Juan el Bautista es encarcelado y luego decapitado. El profeta Jeremías es sometido a todo tipo de afrentas y maltratos. Algunos son liberados, otros no aceptaron «la liberación» (Heb. 11:33-38). Otros son llamados a ser fieles «hasta la muerte» (Apoc. 2:10).

En la parábola del sembrador, las semillas que cayeron en la roca representan a hombres que, habiendo recibido la palabra con alegría, pero sin tener raíz en sí mismos, sucumben cuando la tribulación o la persecución viene a causa de la Palabra.

El Señor Jesús mismo experimentó tales pruebas (o tentaciones), del enemigo, ya sea en el desierto o en Getsemaní; de los fariseos y otros líderes del pueblo, en el curso de su ministerio. Durante toda su vida soportó la «contradicción de los pecadores contra sí mismo» (Heb. 12:3).

Ante tal oposición, el creyente está llamado a «resistir» (1 Pe. 5:9), a ser «fiel» (Apoc. 2:10). Tendrá éxito solo por el poder de Dios trabajando en él. En respuesta a la fe, de acuerdo a la medida de la persecución, Dios hará el desenlace, dando la fuerza para mantenerse firme.

5.2 - Las preocupaciones

Las circunstancias externas, más aún la incertidumbre del futuro, nos causan preocupación, miedo, incluso angustia. Nuestra falta de confianza es la causa.

El Señor Jesús exhorta a su pueblo: «No os preocupéis por vuestra vida» (Mat. 6:25). El apóstol enfatiza: «No os preocupéis por nada, sino que en todo, con oración y ruego, con acciones de gracias, dad a conocer vuestras demandas a Dios» (Fil. 4:6). El salmista hace la feliz experiencia que «En la multitud de mis pensamientos dentro de mí, tus consolaciones alegraban mi alma» (Sal. 94:19).

Sobre todo, debemos recordar que tenemos un Padre, una expresión que se repite siete veces en Mateo 6. Volver una y otra vez a las promesas de la Palabra, fijarlas de memoria en la mente, para tenerlas disponibles cuando surja la inquietud. Aprender a depositar «sobre él toda vuestra ansiedad, porque él tiene cuidado de vosotros» (1 Pe. 5:7).

En la parábola del sembrador, tenemos también una ilustración del efecto de tales preocupaciones: «Los sembrados entre los espinos son los que oyen la palabra; pero las preocupaciones del siglo, el engaño de la riqueza y las codicias de otras cosas, entrando, ahogan la palabra, y viene a quedar sin fruto» (Marcos 4:18-19). Sin duda a las preocupaciones se mezclan las codicias; pero estas también tienen todo su efecto al ahogar la palabra en el alma e impedir que produzca frutos. Si nuestro espíritu está constantemente preocupado por el futuro, preocupado por las circunstancias y las dificultades, se aleja de Dios.

«Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará… Guarda silencio ante Jehová, y espera en él» (Sal. 37:5-7).

5.3 - Las pruebas/tentaciones intelectuales

Bajo «los dardos encendidos del maligno», de los que habla el apóstol en Efesios 6:16, también podemos poner estos «dardos» que el enemigo dispara para sembrar la duda en nuestras mentes.

Le había insinuado a Eva: «¿Conque Dios os ha dicho…?» (Gén. 3:1). De muchas maneras diferentes, Satanás lanza sus «dardos», a través de lecturas, de estudios y por las conversaciones con personas mal afianzadas. La Palabra nos llama a huir de «los profanos y vanos discursos, y las objeciones de la falsamente llamada ciencia, la cual profesando algunos, se desviaron de la fe» (1 Tim. 6:20-21). El apóstol añade: «Evita las cuestiones necias e insensatas, sabiendo que engendran contiendas» (2 Tim. 2:23).

En la parábola de la cizaña, el campo había sido bien sembrado. Pero «mientras dormían los hombres», el enemigo vino y sembró la cizaña entre el trigo. Al principio, no se ve nada. Luego el trigo comenzó a crecer. Después de algún tiempo «entonces apareció también la cizaña». Algunas insinuaciones o dudas entraron en la mente. Al principio no tuvieron efecto. Es bien sabido que no se les debe dar importancia. Pero las semillas sembradas algún día darán su fruto. Uno se asombra entonces al ver que los jóvenes, que parecían estar apegados al Señor y fieles a su Palabra, abandonan la enseñanza que habían recibido: En un momento de sueño, el enemigo había sembrado su cizaña (véase Mat. 13:25-29).

¿Qué remedios nos da Dios? Ante todo, el «escudo de la fe» (Efe. 6:16), esa fe que recibe la Palabra de Dios porque viene de él, sin deformarla ni acomodarla. Pablo le dijo a Timoteo: «Considera lo que digo, porque el Señor te dará entendimiento en todo» (2 Tim. 2:7). Después de tantas experiencias que habían sacado a la luz el fondo de su corazón, Job concluyó: «, instrúyeme» (42:4). Actitud del alma hacia su Señor, que bien podemos imitar frente a las tentaciones que la duda podría arrojar en nuestra mente.

5.4 - Poner a prueba

«Si es necesario» –dice Pedro–, se puede estar «afligidos con diversas pruebas», con este propósito: que la fe así probada por el fuego sea hallada «para alabanza, gloria y honor en la revelación de Jesucristo» (1 Pe. 1:7). «Dichoso el hombre que soporta la prueba; porque cuando sea aprobado, recibirá la corona de la vida» (Sant. 1:12). Otras veces, Dios permite la prueba, la tentación, para poner a la luz los obstáculos a la comunión con Él, para llevarnos a juzgarlos y hacernos disfrutar de nuevo de la luz de su rostro. Lo hizo con Job, permitiendo que Satanás lo probara, también utilizando a sus amigos para revelar la satisfacción de sí mismo que lo llenaba.

Tales «pruebas» pueden tomar la forma de oposición, de persecución; también pueden provenir de circunstancias difíciles: enfermedad o luto, que podrían llevar al desánimo; reveses o fracasos, que llevarían a la revuelta; decepciones, que llevarían al cansancio (Jer. 17:16); accidentes, que detendrían en el servicio del Señor. Por el contrario, tales pruebas pueden ser halladas para «alabanza», si nos acercan a Dios y nos llevan a buscar en él fuerza y valentía; el alma renovada es fortalecida para atravesar la tentación.

Los siervos debían ser «probados de antemano» antes de servir (1 Tim. 3:10). Manifestar que nada serio en sus vidas sería un obstáculo a la tarea que Dios podría confiarles. Tal puesta a prueba podría ser hecha por Dios, o por los hermanos. Es necesario un tiempo que saque a la luz el estado del corazón y el nivel espiritual, antes de comprometerse en un servicio completo para el Señor.

6 - La ayuda divina

Al examinar las diversas pruebas, hemos identificado los recursos divinos para hacerles frente. Retomémoslas para estar mejor preparados para enfrentar las pruebas de la carrera cristiana.

6.1 - En las pruebas externas

La simpatía del Señor y su intercesión se presentan ante nosotros en primer lugar.

Hebreos 2:17-18 nos dice: «Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para llegar a ser un misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo referente a Dios, para hacer propiciación por los pecados del pueblo. Pues por cuanto él ha padecido siendo tentado, puede socorrer a los que son tentados». Esta comprensión del Señor para con los suyos no es el resultado de su poder divino, sino de la vida que él mismo tomó en la tierra, con sus enfermedades, sus limitaciones, sus debilidades; conoció la sed, el hambre, la fatiga; la oposición y el odio; la soledad; las incomprensiones de los suyos. Ha sufrido siendo tentado; así es capaz de ayudar a los que son tentados. Ha conocido el sufrimiento de vivir en un mundo mancillado y hostil. Por supuesto, no había en él la mala naturaleza, ni la codicia; las tentaciones no encontraban nada «favorable». Pero podía «compadecerse de nuestras debilidades… uno que ha sido tentado en todo conforme a nuestra semejanza, excepto en el pecado» (Heb. 4:15). Hizo la experiencia del sufrimiento.

Más aún, porque es resucitado y hecho sacerdote en el cielo «conforme al poder de una vida imperecedera», «puede salvar completamente a los que se acercan a Dios por medio de él, viviendo siempre para interceder por ellos» (Heb. 7:16, 25). Esta intercesión del Señor está continuamente a nuestra disposición, pero espera que nos acerquemos «a Dios por medio de él».

También tenemos su ejemplo para animarnos: «Considerad, pues, al que soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismo, para que no os canséis ni desmayéis en vuestras almas» (Heb. 12:3). Aprendamos a ver (1 Juan 1:1) al Señor Jesús a través de las páginas de los evangelios; su ejemplo, su firmeza, su paciencia nos consolará, cuando tendamos a estar desanimados.

Y como el salmista, pensemos en él: «Bienaventurado el que piensa en el pobre; en el día malo lo librará Jehová. Jehová lo guardará, y le dará vida; será bienaventurado en la tierra, y no lo entregarás a la voluntad de sus enemigos. Jehová lo sustentará sobre el lecho del dolor; mullirás toda su cama en su enfermedad» (Sal. 41:1-3). Entender a Aquel que se humilló, que se hizo pobre para enriquecernos, y “con profunda humildad siguió su oscuro camino”. ¡Qué estímulo a través de las pruebas y tentaciones de la vida! ¿Cómo «entenderlo»? Si no es una vez más, considerándolo, como los Evangelios lo colocan ante nosotros, no solo en los diversos acontecimientos de su vida, sino buscando sentir el corazón del que brotaban todos sus actos.

Entonces seremos capaces de comprender la paciencia, tan a menudo enfatizada en la Epístola de Santiago; pediremos sabiduría (Jacq. 1:5), que nos ayudará a discernir el propósito de la prueba, las lecciones que el Señor quiere enseñarnos por las circunstancias que él permite, y cómo debemos comportarnos en ellas. En respuesta a la oración, Dios «da generosamente y sin reproche».

6.2 - En las pruebas internas

Como ya se ha señalado, lo esencial es «huir», de las pasiones de la juventud, de la fornicación, de la idolatría. Cuando los malos ejemplos podrían arrastrarnos: «de estos apártate» (2 Tim. 3:5).

En esta área, debemos velar especialmente a las relaciones que degenerarían en ocasiones de caída, donde nos arriesgaríamos a deshonrar al Señor. Las amistades en Cristo son un recurso precioso en el camino de la fe; el peligro está en las camaraderías, contactos que se hacen más íntimos y conducen a lo mundano o a la corrupción.

Vimos en Colosenses 3:5 el significado de «necrosar», en relación con los deseos de la carne. Si alguien del mundo buscara atraernos, recordemos Proverbios 6:25: «No codicies su hermosura en tu corazón». Tan pronto como nos demos cuenta de esto, debemos «cortar». En cuanto a los defectos de carácter, la energía espiritual está llamada a mostrarse: «Renunciad, vosotros también» a todas estas cosas (Col. 3:8). Proverbios 28:13 nos dice: «El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia». No una energía carnal o legalista, sino el propósito establecido del corazón que desea complacer al Señor. Todo esto implica una autodisciplina en la carrera cristiana: «Corred de forma que lo obtengáis», el premio, dice el apóstol a los corintios (1 Cor. 9:24). Si uno quiere pelear, debe hacer «un estricto régimen» en todas las cosas para ganar una corona. Y el apóstol añade: «Mortifico mi cuerpo, y lo someto» (v. 27). No sabemos exactamente qué quiso decir con esto. Otros pasajes lo resumen como «sobriedad», autocontrol. No ceder a todos los impulsos, ni a la pereza, ni a los deseos carnales, sino saber contener el cuerpo.

El apóstol confía a Tito varias exhortaciones apropiadas para las diversas clases de personas que encuentra en Creta: los ancianos, las ancianas, las jóvenes. A la atención de los jóvenes, una sola es suficiente, pero muy importante: «Exhorta también a los jóvenes a ser sensatos» (Tito 2:6). No el legalismo, condenado en Colosenses 2: «¿por qué, como si vivieseis aún en el mundo, os sometéis a decretos tales como: No cojas, ni gustes, ni toques?» (v. 20-21), sino el cumplimiento de nuestra muerte con Cristo y nuestra resurrección con él. Cultivar la nueva vida. Eso es lo importante. No se gana ningún «mérito» practicando la sobriedad. Solo es posible caminando en el Espíritu, según Gálatas 5:16-23, donde la templanza (sobriedad) completa el «racimo».

La confesión de nuestras faltas a Dios es esencial para ser perdonados y purificados (1 Juan 1:9). Reconocer nuestras propias faltas hacia los hermanos que hemos podido herir, restaura las relaciones fraternas; también es una salvaguardia para el futuro. De la misma manera, la confesión recíproca de Santiago 5:16 y las oraciones que de ella se derivan, son un poderoso medio educativo para preservarnos de la recaída.

6.3 - Siempre

La ayuda divina está constantemente a nuestra disposición. No es intermitente ni parcial.

«Sois guardados por el poder de Dios mediante la fe» (1 Pe 1:5). El poder de Dios siempre está ahí para evitar que caigamos. La fe debe estar ejercitada para confiar en este poder, captarlo, y confiar en él. Al final de su larga y dolorosa experiencia, Job puede decir con gratitud: «Yo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti» (Job 42:2). La mano del Señor está siempre dispuesta a ayudarnos, una mano fiel que «al instante» alcanzó a Pedro que se hundía en las aguas por su falta de fe (Mat. 14:31). «Cuando yo decía: Mi pie resbala, tu misericordia, oh Jehová, me sustentaba» (Sal. 94:18).

«Fiel es Dios… con la tentación también dará la salida» (1 Cor. 10:13). Siempre podemos contar con su gracia y su fidelidad. El ejemplo de los israelitas que cayeron en el desierto nos hace temer que «alguno de vosotros parezca no haberlo alcanzado» (Heb. 4:1). Pero se nos dan tres recursos, sin los cuales nadie alcanzaría la meta: la Palabra de Dios (v. 12), la intercesión de Cristo (v. 14-15) y el trono de la gracia (v. 16). El camino ha sido abierto, el velo ha sido rasgado, el acceso al santuario sigue estando libre: «Acerquémonos». Acercarse con confianza, en el sentimiento de que encontramos la gracia de Dios; no solo «para tener ayuda», sino ante todo «para que recibamos misericordia», esa misericordia que tanto necesitamos en el camino.

Para guardarnos o levantarnos, Dios puede usar la ayuda fraterna. Gálatas 6:1 lo ilustra: «Hermanos, si alguien es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restaurad a esa persona con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado». Si se trata de una falta accidental, que no exige la disciplina de la iglesia según 1 Corintios 5, sino que pide ayuda espiritual, un servicio pastoral, puede llevar a enderezar al que ha caído. ¡Sin dejar de ser consciente de que podríamos ser tentado también!

Job enfatiza: «El atribulado es consolado por su compañero» (6:14). Misericordia para el hermano desanimado, cuyo pie resbala, que se encuentra enredado en circunstancias inextricables, misericordia y no juicio.

«Mejores son dos que uno», dice Eclesiastés (4:9). El amigo «levantará a su compañero», y en la pareja, «los dos», experimentarán el afecto mutuo que se sostiene en los días buenos y malos. Y el Señor se acerca a aquellos a los que ha unido así: «Cordón de tres dobleces no se rompe pronto» (v. 12).

Una última advertencia, una última promesa: «el que piensa estar firme, mire que no caiga» (1 Cor. 10:12). La pretensión, la presunción, llevan a la caída. –Queda un recurso: «Por la fe estáis en pie» (2 Cor. 1:24). Esta fe, que cuenta con el poder de Dios, se acerca a él con confianza, y sabe cómo pedir su ayuda y su gracia. –Por último, una garantía: «el Señor es poderoso para sostenerlo» (Rom. 14:4). Tiene poder para guardarnos «sin caída» (Judas 24).