Una sola ofrenda, varios sacrificios

Levítico 1 - 7


person Autor: Georges ANDRÉ 3

flag Temas: El Pentateuco Sus glorias morales, las ofrendas y los perfumes

(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)


«A Jesucristo, y a este crucificado» (1 Corintios 2:2)

1 - Introducción

Nos proponemos considerar la muerte del Señor Jesús, «la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre» (Hebr. 10:10). Será el tema central de la adoración de los redimidos en la eternidad, pero, aunque no podamos sondearlo aquí abajo, es la voluntad del Señor que nuestros corazones se ocupen en él.

Ya durante su vida, Jesús comenzó a enseñar a sus discípulos que «era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho… y ser muerto» (Marcos 8:31). Y cuando atravesaba Galilea, «enseñaba a sus discípulos, y les decía: El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y le matarán» (9:31). «Por el camino subiendo a Jerusalén… volviendo a tomar a los doce aparte, les comenzó a decir las cosas que le habían de acontecer… el Hijo del Hombre será entregado… y le condenarán a muerte» (10:32-33). Pero los discípulos «no entendían esta palabra» (9:32) y «le seguían con miedo».

Fue necesario que llegase el día de la resurrección y que tuviese lugar la maravillosa conversación en el camino de Emaús para hacer arder los corazones de los dos discípulos, declarándoles «en todas las Escrituras lo que de él decían»: «¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas?» (Lucas 24:26-27). Entonces, el velo fue quitado para ellos, aunque no para el pueblo de Israel (2 Cor. 3:14). Pudieron discernir, a través del relato y las imágenes del Antiguo Testamento, y de los innumerables sacrificios de los cuales la sangre había corrido a través de los siglos, la figura de la sola ofrenda, por la cual «hizo perfectos para siempre a los santificados» (Hebr. 10:14).

Para nosotros también, el velo ha sido quitado, y, conducidos por el Espíritu de Dios, podemos considerar en estos sacrificios de antaño numerosas imágenes y diversos aspectos del sacrificio perfecto que debía ser cumplido en la cruz. Si Dios ha querido conservar para nosotros esas ordenanzas que no se aplican más a nosotros y que eran solo una «sombra de los bienes venideros» (v. 1), lo hizo para que lográramos tener una visión más amplia y más precisa de la persona y de la obra de Aquel que pudo decir: «Sacrificio y ofrenda y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron… y diciendo luego: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (v. 8-9).

1.1 - Una morada, sacerdotes, sacrificios

En Éxodo vemos cómo Dios quiso sacar a su pueblo de Egipto, no solo a fin de liberarlo de la esclavitud de Faraón, sino para tenerlo para él: «Te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva» (Éx. 4:23). Pero el pueblo era pecador, y fue menester la sangre de la Pascua sobre cada asa, para que fuese preservada del ángel destructor. A través del Mar Rojo y del desierto, fueron conducidos hasta el Sinaí, donde Dios pudo decirles: «Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí» (Éx. 19:4). Y Dios añadió: «Ahora, pues… vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa» (v. 5-6). El profeta precisará: «Este pueblo he creado para mí; mis alabanzas publicará» (Is. 43:21).

Lamentablemente, Israel no respondió a lo que Dios tenía previsto para él; pronto se corrompieron y se apartaron. Hizo falta la intercesión de Moisés en Éxodo 33, para poder transmitir al pueblo las instrucciones recibidas sobre el monte de Sinaí para construir el tabernáculo: Una morada donde Dios podía habitar en medio de su pueblo. También en Éxodo, los sacerdotes, la familia de Aarón, fueron instituidos (cap. 28 y 29).

En Levítico 1:1, Dios habla «desde el tabernáculo de reunión», para indicar a su pueblo cómo aquellos que están fuera pueden acercarse a Él en su santuario. En Números 1:1, Dios habla a Moisés «en el desierto», camino a Canaán. Al principio del Deuteronomio 1:1, Dios habla «a este lado del Jordán», con vistas al país de Canaán de cómo había que comportarse.

Al final del Éxodo y al principio del Levítico tenemos una morada donde los sacrificios son ofrecidos; aprendemos quién puede acercarse: sacerdotes y adoradores; y cómo lo hacen: con un sacrificio (Lev. 1 - 7).

1 Pedro 2:4-5, nos da la correspondencia actual de esas sombras de otrora: «Acercándoos a él, piedra viva… vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo». Encontramos otra vez una casa, sacerdotes y sacrificios. Pero se trata de una casa espiritual: el conjunto de las piedras vivas, todos los rescatados del Señor que han encontrado en Él la vida eterna y que constituyen su casa, su Iglesia. A pesar de la ruina actual, podemos, en alguna medida, gozar de los privilegios de esta casa espiritual, reuniéndonos, como miembros del cuerpo de Cristo alrededor del Señor Jesús.

Los sacerdotes de hoy –«sacerdocio santo»–, no solo son una familia, como la de Aarón y sus hijos en otro tiempo, sino todos los rescatados, como lo dice Apocalipsis 1:5-6: «Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo… sacerdotes para Dios, su Padre». Los cristianos son a la vez adoradores, sacerdotes e hijos.

Ya no se deben ofrecer sacrificios con sangre, sino «sacrificios espirituales», «sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre» (Hebr. 13:15). Esta alabanza no es únicamente el agradecimiento de nuestros corazones por haber sido salvados, aunque esto tenga aquí su lugar, sino que es mucho más que eso. No venimos ante el Padre solo para darle gracias, sino sobre todo para hablarle de su Hijo y de la obra que él cumplió en la cruz. Ante él, recordamos esta única ofrenda de su cuerpo hecha una vez para siempre. No se trata, de ninguna manera, de la repetición del sacrificio, sino de recordar la muerte del Señor, ya sea en nuestras oraciones, en nuestros cánticos o en la Cena. Consideramos ante Dios con agradecimiento y adoración los diversos y maravillosos aspectos. «Andaré alrededor de tu altar» (Sal. 26:6).

1.2 - La necesidad del sacrificio

En el Antiguo Testamento, numerosas figuras nos hablan de la muerte de Cristo. Todas tienen algo en común. Ante todo, no son un ejemplo de amor o de devoción, sino que presentan una vida ofrecida en lugar de otra. Jesucristo no murió solamente porque era piadoso, con el fin de ser un modelo de amor y de abnegación, sino: «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado» (2 Cor. 5:21), «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición» (Gál. 3:13), y «Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pe. 3:18).

Esto nos presenta diversos aspectos o figuras de la muerte de Cristo. Las túnicas de pieles (que implican que un animal había sido inmolado) de Génesis 3:21 recuerdan cómo Dios provee a la desnudez del pecador. El sacrificio cruento de Abel, que llevó los primogénitos de sus ovejas, muestra la necesidad del derramamiento de sangre –«Sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (Hebr. 9:22)–, mientras que la ofrenda de Caín, fruto de su trabajo en una tierra maldecida, no es aceptado. En Génesis 22, Abraham ofrece a Isaac, como Dios dará a su Hijo; pero, en realidad, el sacrificio de Isaac no es consumado: en su lugar, un carnero es ofrecido en holocausto. Durante la pascua, la sangre del cordero debe ser puesta sobre la puerta: Nos habla de la apropiación personal del sacrificio de Cristo. La serpiente de bronce en el desierto nos recuerda a Jesús hecho maldición por nosotros. Isaías 53 expresamente dice: «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros» (v. 6). Al final de este capítulo, el profeta subraya cuatro aspectos de la cruz: «Derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores» (v. 12).

Entre todas estas figuras, los capítulos 1 a 7 del Levítico se destacan por darnos la institución divina de los principales sacrificios.

2 - Los sacrificios de Levítico 1 a 7

Encontramos en estos capítulos cuatro sacrificios principales (según Hebr. 10:8):

En los capítulos 6, versículos 8 a 30, y 7, tenemos la «ley», es decir las ordenanzas relativas a estos sacrificios.

Estos diversos sacrificios se dividen en dos clases:

a) Los sacrificios voluntarios, de olor grato a Jehová: el holocausto, la ofrenda vegetal y el sacrificio de paz. Éstos, en su totalidad o en parte, eran quemados sobre el altar (aquí el verbo quemar es, en el original, el mismo que se emplea para quemar el incienso). Estos tres sacrificios nos hablan de la excelencia de Cristo y de su devoción hasta la muerte.

b) Los sacrificios obligatorios: el sacrificio por el pecado y el sacrificio por la culpa. Si alguien había pecado, debía ofrecer este sacrificio para ser perdonado: «Es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:14-15). Las víctimas no estaban puestas sobre el altar –salvo la sangre y la grosura–, sino que eran quemadas fuera del campamento (en el original se emplea un verbo diferente de aquel que se usa para los sacrificios de olor grato), y comidas por el sacerdote.

2.1 - Significado

Indicaremos brevemente el significado esencial de estos cuatro sacrificios.

El holocausto era todo quemado sobre el altar; es Cristo entregando su vida, ofreciéndose para la gloria de Dios, víctima perfecta, que cumple así toda Su voluntad: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hebr. 10:7).

La ofrenda vegetal no incluía sangre ni víctima degollada; es la perfección de la naturaleza y de la vida del Hombre Jesucristo que sufre y es puesto a prueba. Una parte de la ofrenda era quemada sobre el altar para Dios, otra parte era comida por el sacerdote.

El sacrificio de paz tenía como particularidad que solo una parte (la grosura) era ofrecida a Dios sobre el altar; otra parte (la espalda y el pecho) era comida por los sacerdotes. Lo que quedaba era para el adorador y sus invitados («Toda persona limpia podrá comer la carne», Lev. 7:19). Este recuerda, pues, que Jesús hizo «la paz mediante la sangre de su cruz» (Col. 1:20), de manera que tenemos plena comunión con Dios en el sacrificio de su Hijo. Este privilegio es particularmente puesto en evidencia en la Cena: comunión de la sangre de Cristo, comunión del cuerpo de Cristo (1 Cor. 10:16).

El sacrificio por el pecado y por la culpa era ofrecido obligatoriamente por el culpable a fin de ser perdonado. Los pecados específicos, además, debían ser confesados (Levítico 5:5); en lo que se había causado perjuicio, debía restituirse (5:16; 6:5).

Estos diversos sacrificios son, pues, diversos aspectos de la obra de Cristo. De hecho, están íntimamente unidos unos a otros: el holocausto y el sacrificio por el pecado eran degollados en el mismo lugar (6:25; 7:2); la grosura del sacrificio de paz era quemada sobre el holocausto (3:5); el holocausto y la ofrenda vegetal casi siempre eran ofrecidos juntos.

2.2 - El orden de los sacrificios

¿Por qué se nos presenta primero el holocausto, mientras que, naturalmente, nosotros habríamos puesto el sacrificio por el pecado y por la culpa en primer lugar? Cuando Dios nos revela su pensamiento, procede desde el interior hacia el exterior. Para el tabernáculo, él no nos presenta primero el atrio, luego el lugar santo y el lugar santísimo; sino que pone ante nosotros primeramente el arca, luego los objetos del lugar santo, después el mismo tabernáculo y por fin el atrio (véase Éx. 25 al 27). De la misma manera, en los sacrificios, el holocausto viene en primer lugar, seguido de la ofrenda vegetal, del sacrificio de paz y del sacrificio por el pecado. La perfección de la víctima, su devoción a Dios, tienen el primer lugar. Además, que él haya sido hecho pecado por nosotros es una consecuencia de su dedicación a la voluntad de Dios. Era necesario que ante todo fuese puesto ante nuestros ojos la perfección de Cristo para Dios, algo que solo él puede apreciar plenamente.

Un sacerdote es una persona espiritual (1 Cor. 2:15) que primeramente considera lo que es debido a Dios. Solo en la medida en que conozcamos la grandeza del sacrificio de Cristo podremos comprender la gravedad del pecado. A nuestros ojos, un pecado cuenta por sus consecuencias, ya sea para nosotros mismos, para nuestra familia o según su impacto social. Pero cuando contemplamos el inmenso sacrificio que fue necesario para quitar el pecado, comprendemos mejor la seriedad de éste. El hecho de que Dios haya debido ser manifestado en carne y que haya morado entre nosotros, y que después de haber hecho brillar su perfección como Hombre en la tierra, el Hijo de Dios se ofreciera sí mismo en sacrificio porque no había ningún otro medio para quitar los pecados, nos hace comprender mejor y más profundamente «que un solo pecado es más horrible para Dios que para lo que nosotros puedan serlo mil, e incluso que todos los pecados del mundo» (J. N. Darby).

Pero si es cuestión del camino que nos lleva a Dios, el sacrificio por el pecado viene en primer lugar. Su valor es infinito y, sin embargo, es importante el hecho de no quedarse ahí. Saber que la sangre de Jesucristo nos purifica de todo pecado es la base de nuestra fe, pero no es todo saber que uno ha sido purificado; se trata de saber que tenemos la paz con Dios y, por lo tanto, comunión con él en lo que respecta a su Hijo. Hace falta cavar más profundamente y discernir las perfecciones de Aquel que vivió en este mundo y se ofreció en sacrificio. En fin, es importante comprender que solo Él ha respondido a toda la voluntad de Dios. Ahora Dios nos ve en él, «aceptos en el Amado» (Efe. 1:6).

En la «ley» de los sacrificios (Lev. 6 y 7), después de haber hablado del holocausto y de la ofrenda vegetal, el Espíritu de Dios pone ante nosotros el sacrificio por el pecado antes del sacrificio de paz. En efecto, ya no necesitamos ocuparnos de nosotros mismos o de los perjuicios ocasionados a nuestros hermanos para gozar sin trabas de la comunión con Dios y con los demás. Es el orden que seguiremos en nuestro estudio.

Si bien las páginas del Antiguo Testamento, y especialmente estos sacrificios del Levítico, ponen ante nosotros repetidas veces la muerte de Cristo, raramente hacen alusión a su resurrección (segunda avecilla en la purificación del leproso, Lev. 14:6-7; gavilla por primicia, Lev. 23:10). Pero hoy, si bien podemos recordar a un Salvador que murió, conocemos a un Señor vivo: «Estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos» (Apoc. 1:18). Y no solo Jesús resucitado, sino ¡Jesús ascendido al cielo, sentado a la diestra de Dios! En el tabernáculo, no había asiento: el servicio jamás terminaba y los sacerdotes no podían sentarse. Pero el Señor Jesús, habiendo cumplido una obra perfecta, que jamás será repetida, pudo sentarse en el santuario: así es como lo consideramos ahora; más todavía, esperamos su regreso para que nos tome a sí mismo, perspectiva ignorada por los creyentes de antaño.

2.3 - El costo del sacrificio

En 1 Crónicas 21:24, David indica que no quiere ofrecer a Dios «holocausto que nada me cueste». Los «sacrificios espirituales» que hoy ofrecemos ¿nos cuestan algo?

Aquí no se trata de traer su dedicación, su servicio o su dinero; cada una de estas cosas tiene su lugar, pero no en la alabanza rendida a Dios. ¿Qué puede costarnos ese «fruto de labios que confiesan su nombre» (Hebr. 13:15)? «Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos» (1 Cró. 29:14), dice David. Cristo lo hizo todo por nosotros, pero en la medida en que lo apreciemos, en que lo comprendamos por la fe, en que penetremos en la grandeza de su obra y de su Persona, podremos luego hablar a Dios inteligentemente y según él. Se necesita un ejercicio personal de corazón para apropiarse de estas cosas, o, como lo dice Pedro, para «crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pe. 3:18).

En Israel, unos llevaban becerros, otros, que tenían menos medios, podían ofrecer solo ovejas o cabras, y aquellos que eran demasiado pobres, aves. Cada uno de estos holocaustos representaba a Cristo; cada uno de ellos era de olor grato; pero ¿hubiera aceptado Dios a aquel que, pudiendo traer un becerro, se contentara con traer un ave? Más de una vez había dicho: «Ninguno se presentará delante de Jehová con las manos vacías»; y más tarde, instruyó a su pueblo a llenar sus canastas para venir al santuario (Deut. 16:16; 26:2).

Es importante, pues, estar en la condición moral adecuada y hacer el esfuerzo de buscar el tiempo para la meditación de estas cosas, de considerarlas a la luz de la Palabra en la presencia de Dios. Así, particularmente en el culto, no vendremos con corazones vacíos o que solo tengan una confusa idea en lo que respecta al Señor Jesús, sino más bien con corazones llenos de su amor, capaces de ofrecer verdaderos sacrificios espirituales. Conducidos por el Espíritu de Dios, aquellos que serán la boca de la iglesia, darán expresión a las acciones de gracias y a las alabanzas de las cuales todos estarán llenos. Y Dios, que lee en los corazones, apreciará todo lo que él verá de su Hijo.

Dos peligros nos amenazan: el adorador que debería traer un becerro (Hebr. 5:12) y se contenta con un ave, muestra el poco aprecio que hace del Señor Jesús y de su sacrificio. Pero aquel que tiene en su corazón solo lo equivalente a un ave y se da la apariencia de llevar un becerro, pronunciando frases y utilizando expresiones que sobrepasan la medida de su fe y la realidad de sus afectos, falta más gravemente.

Pero ¡qué decir del hombre que, según Malaquías 1:8, trajera un animal ciego o cojo! Por ejemplo, pensamientos en cuanto al Señor y a su obra, que fuesen el fruto de su propia imaginación o tachados de error. Estemos atentos, particularmente en lo que concierne a la persona de Cristo y a su sacrificio, de estar exclusivamente enseñados por la Palabra de Dios.

Es una cuestión de corazón. En Jeremías 30:21, Dios hace esta pregunta: «¿Quién es aquel que se atreve a acercarse a mí?» Al ocuparnos de estos capítulos, sentimos que hay profundidades y alturas que sobrepasan en gran medida todo lo que podemos concebir, pero ¿esto nos desanimará? ¿No haremos un esfuerzo? ¿No pagaremos el precio necesario, conducidos por el Espíritu de Dios, para entrar en estas cosas y tener una comunión más real con el Padre, quien dijo: «Este es mi Hijo amado; a él oíd» (Marcos 9:7)? «Considera lo que digo, y el Señor te entendimiento en todo. Acuérdate de Jesucristo» (2 Tim. 2:7-8).

3 - El holocausto (Lev. 1; 6:9-13; 7:8)

Como ya lo hemos visto, el holocausto, el sacrificio que es enteramente quemado sobre el altar, viene en primer lugar. En efecto, era importante poner en evidencia primero la perfección de la víctima, perfección que solo puede ser plenamente apreciada por Dios. El mismo Señor Jesús lo dijo: «Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida» (Juan 10:17). «El centro y el fundamento de nuestro acceso a Dios es la obediencia de Cristo y su sacrificio» (J. N. Darby). El israelita que se acercaba a la puerta del tabernáculo de reunión, estaba provisto de una ofrenda perfecta, un «macho sin defecto» (Lev. 1:3).

3.1 - Cristo para Dios

Ya para la pascua, hacía falta un cordero «sin defecto, macho de un año» (Éx. 12:5).

1 Pedro 2:22 nos dice que el Señor Jesús «no hizo pecado». Mientras que tan fácilmente faltamos nosotros, Él, en ninguno de sus hechos, en ninguna de sus actitudes, en ninguno de sus pensamientos, hizo pecado. Más aún, 2 Corintios 5:21 precisa: «Al que no conoció pecado». No tenía ninguna afinidad por el pecado, ninguna atracción, ningún deseo para con él, como nosotros lo comprobamos tan frecuentemente en nosotros mismos. Más todavía, 1 Juan 3:5 añade: «No hay pecado en él». No solamente no pecó, no faltó, sino que el pecado jamás lo rozó, la naturaleza pecadora no estaba en él. Fue tentado en todo igual que nosotros, pero la Palabra precisa: «sin pecado» (Hebr. 4:15).

Tenemos el testimonio de aquellos que vivieron en su época y que no eran sus amigos. El malhechor crucificado a su lado declaró: «Este ningún mal hizo» (Lucas 23:41). Judas, lleno de remordimiento por haberlo vendido, volvió diciendo: «He pecado entregando sangre inocente» (Mat. 27:4). Sus enemigos, viéndolo en la cruz, declararon: «A otros salvó» (Mat. 27:42). Y Pilato, antes de condenarlo, repitió: «Ningún delito hallo en este hombre» (Lucas 23:4). «Inocente soy yo de la sangre de este justo» (Mat. 27:24). Podríamos multiplicar los pasajes en los que brilla y se impone esta perfección del Señor Jesús; será para cada uno un bendito tema de estudio intentar descubrirlos.

Pero si bien la víctima debía ser presentada sin defecto, también era necesario que la parte interior fuese manifestada en correspondencia con la exterior. Por eso era desollada, luego dividida en piezas. El Señor Jesús pudo decir por medio del salmista: «Me has puesto a prueba, y nada inicuo hallaste; he resuelto que mi boca no haga transgresión» (Sal. 17:3). Todas las partes de su Ser eran igualmente perfectas. Luego, la víctima era lavada con agua, el interior y las piernas. La Palabra puso a Cristo a prueba en su vida y en su dedicación hasta la muerte, no para quitar alguna mancha, sino para establecer que todo era perfecto. En su Ser interior, en sus íntimos pensamientos, en sus afectos, todo ha sido manifestado en plena correspondencia con el pensamiento de Dios. En su andar (las piernas) siempre mostró una entera dependencia y obediencia. «El lavamiento de agua del sacrificio figuraba lo que Cristo era, en su esencia, es decir puro» (J. N. Darby).

La víctima sin defecto, desollada, dividida en piezas, lavada, después era puesta sobre el fuego del altar. El juicio de Dios puso a prueba todo lo que era Cristo; todo fue encontrado excelente, «de olor grato para Jehová» (Lev. 1:9).

Jesús se ofreció a sí mismo; encontró el juicio de Dios. Durante las horas de tinieblas, las mujeres y los discípulos que se habían reunido al pie de la cruz, se alejaron y miraban «de lejos» (Mat. 27:55). Solo Dios puede apreciar en plenitud la excelencia de la Persona de su Hijo y el valor de su sacrificio; pero, aunque en esas cosas no podamos penetrar, sí nos corresponde contemplarlas y adorar.

3.2 - Aceptado para expiación suya

Aquel que se acercaba a la puerta del tabernáculo de reunión, consciente de no estar limpio en sí mismo para la presencia de Dios, estaba provisto de una ofrenda perfecta. En virtud de ella, se atrevía a acercarse para ser aceptado «delante de Jehová» (Lev. 1:3-4). Aquí no se trata de perdón de pecados ni de purificación. Es precioso saber que Jesús murió por nuestras faltas y que su sangre nos purifica plenamente, pero en cierto sentido es un lado negativo. Se trata de llevar a Dios una ofrenda que le sea agradable. ¿Será nuestro andar? ¿Nuestra devoción? ¿El fruto de nuestros esfuerzos? Caín lo creyó al llevar el fruto de su trabajo, pero Dios no pudo aceptar ese sacrificio. Abel, consciente de no responder en sí mismo al pensamiento de Dios, presentó una ofrenda de los primogénitos de sus ovejas: sacrificio cruento de otra víctima por la cual podía ser aceptado (Gén. 4:4).

«Pondrá su mano sobre la cabeza del holocausto» (Lev. 1:4). No solo debía llevar una ofrenda perfecta, sino también identificarse con ella, decir con ese gesto: «ella será aceptada por expiación mía». 1 Juan 4:17 afirma: «Como él es, así somos nosotros». Dios nos ve en Cristo; «nos hizo aceptos en el Amado» (Efe. 1:6); nos recibe como recibe a su Hijo.

Tenemos un ejemplo en la epístola a Filemón. Onésimo, esclavo, había huido de la casa de su amo Filemón; al conocer al apóstol Pablo, mientras estese hallaba en prisión, fue llevado al Señor. Entonces se trataba de enviar al esclavo a su amo, pero ¿cómo estelo había de recibir? Pablo puso todo de sí para que Filemón recibiera a Onésimo, como, por así decirlo, Cristo puso todo de sí para que Dios nos reciba. Le escribió: «Si en algo te dañó, o te debe, ponlo a mi cuenta… yo lo pagaré» (Film. v. 18-19). Estas palabras recuerdan el sacrificio por el pecado. El Señor Jesús responde por todas nuestras faltas; Él pagó la deuda de nuestros pecados. Sin embargo, esto necesariamente no hacía a Onésimo agradable a Filemón; a lo sumo, un obstáculo para su recepción había sido quitado: puesto que Pablo pagaría, Filemón no podía rehusarse a recibir a Onésimo. Tenemos también lo que corresponde a 1 Juan 4:17 en Filemón 17: «Así que, si me tienes por compañero, recíbele como a mí mismo». El mismo apóstol era grato a Filemón, quien lo habría recibido con los brazos abiertos; debía, pues, recibir a Onésimo como habría recibido a Pablo. Así Dios nos recibe como recibe a su Hijo: «Como él es, así somos nosotros». Qué motivo para darnos «confianza en el día del juicio», y hacer que penetremos totalmente en el amor de Dios: «En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros» (1 Juan 4:17).

Así, al perder de vista lo que hemos hecho y lo que somos, podemos presentarnos ante Dios, no con las manos vacías, ni con el fruto de nuestro trabajo, sino «en Cristo». Cuando aquel que se acercaba ponía la mano sobre la cabeza de la víctima, los méritos de la ofrenda pasaban al adorador; le eran imputados: «Él» ha sido agradable en lugar de mí.

¿Solo en lugar de mí? No, en lugar de todos mis hermanos, de todos los rescatados del Señor, quienesquiera que sean, a pesar de su ignorancia o de sus faltas (seguramente no mayores que las mías). Sepamos ver siempre a los hijos de Dios «en Cristo», hechos perfectos como Él mismo lo es.

Después de haber llevado su ofrenda y haber puesto la mano sobre la cabeza de la víctima, siendo aceptado, el israelita ¿habría podido regresar a su casa? De ninguna manera. ¡Él mismo debía degollarla! Cada adorador debe sentir profundamente la necesidad de la muerte de Cristo. Para acabar la obra que el Padre le había dado que hiciera, no era suficiente que fuera perfecto durante su vida, totalmente agradable a Dios, hacía falta que muriera: «¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas?» (Lucas 24:26). Sobre el monte de la transfiguración, todo era gloria y luz, pero ¿de qué hablaban Moisés y Elías con Jesús? «Hablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén» (Lucas 9:31).

El adorador debía hacer más: Desollaba la ofrenda y la dividía en piezas. Para poder presentar las perfecciones del Señor Jesús a Dios en la adoración, hace falta profundizarlas, contemplar no solo cómo exteriormente ha sido perfecto, sino cómo, en sus pensamientos, en lo íntimo de su ser, glorificó plenamente a Dios. Nuestros corazones así ejercitados, conducidos por el Espíritu, podrán entonces ofrecer a Dios sacrificios espirituales que recuerden algo mejor lo que su Hijo ha sido para Él.

Los hechos en relación directa con el altar eran reservados a los sacerdotes, hijos de Aarón. Un sacerdote era una persona espiritual que, viviendo cerca de Dios, comprendía lo que le era debido. Los sacerdotes presentaban la sangre y hacían aspersión alrededor del altar: Esto muestra el infinito valor de la sangre de Cristo, quien entró en la muerte para cumplir hasta el fin la voluntad de Dios. Los sacerdotes debían también acomodar la madera y el fuego, y luego las piezas de la víctima, la cabeza, la grosura y hacer «arder todo sobre el altar» (Lev. 1:9). No podemos penetrar en el misterio de Cristo bajo el juicio de Dios, tal como, por ejemplo, el Salmo 22 nos lo presenta; pero sí podemos hablar de él a Dios, considerarlo ante él, hacerlo subir como un perfume de olor grato.

Efesios 5:2 lo precisa: Primero «Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros»: es nuestra parte; pero después se entregó como «ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante»: es la parte de Dios, el holocausto.

3.3 - La ofrenda del rebaño

No todos los israelitas llevaban un becerro; aquellos que eran demasiado pobres se contentaban con una oveja o una cabra. Muchos detalles de los versículos 10 a 13 corresponden al párrafo precedente, pero algunos rasgos faltan.

El adorador no ponía su mano sobre la cabeza de la víctima. Tenía consciencia de la perfección de la ofrenda, pero no se identificaba con ella. Muchos hijos de Dios saben que Cristo ha sido perfecto en todas las cosas, pero no han comprendido, por medio de la fe, y por la gracia de Dios, que «como él es, así somos nosotros».

El israelita tampoco desollaba su ofrenda. No hay la misma contemplación de las perfecciones interiores del Señor Jesús.

Pero si la visión de Cristo es menos completa, menos clara, es, sin embargo, real, y la ofrenda quemada sobre el altar «holocausto es, ofrenda encendida de olor grato para Jehová».

3.4 - La ofrenda de aves

Esta es una ofrenda más débil todavía. No obstante, el adorador ha querido acercarse. Trae lo que puede según sus recursos, una ofrenda que tenía algunos defectos, de la cual hacía falta quitar «el buche y las plumas», «con la suciedad que contenga» (v. 16, V. M.). No era el adorador quien degollaba y desollaba; el sacerdote lo hacía todo. El interior de la víctima no era «apreciado»: el ave era solo partida, pero no dividida; no se entra en los detalles de las perfecciones de Cristo.

Sin embargo, si bien el adorador era débil, el sacerdote sabía valorar esta ofrenda y expresar lo que era confuso en la mente y en el corazón de aquel que se había acercado. Durante el culto, un hermano sabrá precisar en la oración lo que hasta entonces no era sino impreciso y confuso en el corazón de algunos de sus hermanos. Así estimulados, éstos podrán quizás otra vez traer una ofrenda del rebaño.

Pero sea cual fuere la ofrenda, a pesar de la debilidad, incluso de la pobreza, nuestro capítulo declara expresamente: «Holocausto es, ofrenda encendida de olor grato para Jehová» (v. 9, 13, 17). Es un pensamiento consolador, y que evita que nos desalentemos: por débil y pequeña que sea la ofrenda, ella es agradable a Dios, porque de alguna manera su Hijo ha sido presentado.

Se trata de hacer progresos espirituales: si un hijito en Cristo no lleva más que un ave, un joven (según 1 Juan 2) llevará un cordero, y un padre, un becerro. Pero tengamos cuidado: podemos haber avanzado en las cosas de Dios, haber podido llevar incluso un becerro, y luego, por falta de vigilancia y de comunión con el Señor, volver a caer en un estado práctico que solo nos permite llevar un cordero o un par de aves. Si bien es importante progresar en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo, también es importante velar por nuestro andar y por todo lo que entorpece nuestra comunión con Dios.

3.5 - Toda la noche

En Levítico 6:8-13 se repite más de una vez que el holocausto debe estar sobre el fuego, sobre el altar, «toda la noche, hasta la mañana»; el fuego ardía sobre él continuamente; no debía dejarse que se apagara. Cristo se ofreció una vez para siempre y su sacrificio jamás deberá repetirse; pero el memorial de su ofrenda, el perfume del holocausto sube continuamente ante Dios durante la noche de su ausencia. Cuán precioso es para el corazón del Padre ver, en este mundo de tinieblas, corazones que aprecian la obra de su Hijo y hacen subir continuamente ante Él, en alabanza, ese olor grato de su sacrificio. El Salmo 134, punto culminante de los Cánticos graduales, nos dice: «Mirad, bendecid a Jehová, vosotros todos los siervos de Jehová, los que en la casa de Jehová estáis por las noches. Alzad vuestras manos al santuario, y bendecid a Jehová» (v. 1-2).

Y si bien durante la noche de su ausencia, el humo del holocausto sube sin cesar como perfume de olor grato ante Dios, su valor nunca dejará de ser grato ante él cuando todos los rescatados hayan de cantar el nuevo cántico alrededor del trono.

4 - La ofrenda vegetal (Lev. 2; 6:14-23)

En la ofrenda vegetal, no se trata de una víctima degollada, de sangre derramada, de propiciación ni de pecado. La ofrenda no es ofrecida para «ser aceptada».

Este capítulo, pues, no nos habla de la muerte del Señor Jesús, sino de su vida, de su perfecta humanidad. Se trata de la perfección personal de Cristo, objeto y alimento de nuestro corazón, pero, ante todo, de una ofrenda de olor fragante que sube hacia Dios quien encontró en Él todo su contentamiento. Es la absoluta devoción a Dios de todas las facultades de un hombre que vivió en la tierra, con todo su ser ofrecido a Dios, a lo largo de una vida de entera obediencia.

La ofrenda vegetal era ofrecida junto con el holocausto (véase por ejemplo Núm. 28 y 29). Consciente de haber sido aceptado (en relación con el holocausto), el adorador puede llevar la ofrenda vegetal, es decir, presentar a Dios la perfecta vida de Cristo, hombre en la tierra, y alimentarse de Él. Considerar la vida de Cristo en sus diversas perfecciones y compararla con la nuestra, sería desmoralizador. La diferencia es infinita… Pero, con la seguridad de haber sido «aceptados en él», «tenemos derecho a olvidarnos de nosotros mismos, a olvidar nuestros pecados y a olvidarnos de todo lo que no sea Jesús» (J.N.D.). Considerarlo así, en la perfección de los detalles de su vida, se convierte entonces en un profundo gozo para el alma y, para con Dios, en un tema de adoración siempre renovado.

En Israel, cada mañana y cada atardecer se ofrecían el holocausto y la ofrenda vegetal (Núm. 28:4). ¿No podemos nosotros, al principio y al final de nuestras jornadas, dar gracias a Dios por la persona del Señor Jesús y no solo por todas las bendiciones que con él nos ha dado? Pero recordemos siempre que la ofrenda vegetal era «cosa santísima de las ofrendas que se queman para Jehová» (Lev. 2:3) y debía «comerse en lugar santo» (6:16). Todo lo que concierne a la persona de Cristo, ya sea respecto de su divinidad o de su humanidad, siempre debe ser considerado con gran reverencia, sin mezclar ninguna otra consideración que provenga de nuestro propio corazón.

1 Pedro 2:21-24 nos muestra esta unión de la perfecta vida de Cristo, modelo para nosotros, y de su muerte expiatoria. Una no puede ir separada de la otra, como muchos quisieran hacerlo, queriendo ver en Jesús un modelo a imitar, pero apartando cualquier idea de expiación en su sacrificio.

Tales pensamientos son totalmente ajenos a la Palabra de Dios.

4.1 - Elementos de la ofrenda vegetal

4.1.1 - La flor de harina

La flor de harina representa la humanidad de Cristo, perfecta en todos sus detalles, tal como él fue en la tierra para perfecta satisfacción de Dios, en su vida, muerte y resurrección. En la flor de harina, todo es fino, puro, blanco, igual. En el Cristo-hombre todo era armonía y ninguna de sus cualidades predominaba sobre otras, como a menudo ocurre con nosotros. Podía a la vez usar de gracia y reprender el mal; sabía consolar y corregir; sabía cómo comportarse en la casa del fariseo y en el hogar de Betania.

Nos hace falta aprender a mirar a la persona de Jesús, como Juan Bautista quien «mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios» (Juan 1:36).

Los relatos de los evangelios hacen resaltar algunas de estas perfecciones de la vida de Cristo en la tierra. Jamás podremos contemplar suficientemente la vida de «Jesús de Nazaret», y «cómo este anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hec. 10:38).

En los Salmos aprendemos a conocer las perfecciones íntimas de su ser, sobre todo en el primer libro, el cual nos lo presenta como hombre en la tierra; afligido y pobre, pero siempre poniendo a Dios delante de él; encontrando su complacencia para los santos, para los íntegros que están en la tierra (Sal. 16:3); perseverando en su servicio; «no ocultó su misericordia y su verdad en grande asamblea»; «ha publicado su fidelidad y su salvación» (Sal. 40:10). Vemos al hombre obediente, dependiente, lleno de confianza en Dios, enteramente consagrado para su gloria.

4.1.2 - El aceite

La ofrenda era amasada con aceite y untada con aceite, así como el Señor Jesús fue engendrado del Espíritu Santo, y luego ungido del Espíritu Santo cuando Juan lo bautizó, y lleno del Espíritu Santo al empezar su ministerio (Mat. 1:20; Lucas 3:22; 4:1, 14). Sobre los discípulos, en el día de Pentecostés, el Espíritu bajó como lenguas de fuego. Si el Espíritu debía constituir en ellos el poder para el servicio y El que les guiaría a toda la verdad (Juan 16:13), también debía ser El que juzgaría y purificaría muchas cosas en ellos.

¡Cuántos pensamientos, concepciones erróneas, costumbres deben ser consumados en nosotros por el fuego del Espíritu! Nada de esto tuvo lugar en Cristo. Por eso el Espíritu bajó sobre él como paloma, símbolo de la inocencia, como convenía al Hombre perfecto.

4.1.3 - El incienso

El incienso que se vertía sobre la ofrenda vegetal era completamente quemado sobre el altar. Este representa toda la satisfacción que Dios encontró en la vida de su Hijo en la tierra. «Tu nombre es como ungüento derramado» (Cant. 1:3; Juan 12:3). Todo lo que él hacía, era para Dios y no para los hombres. “Cuanto más fiel era Cristo, cuanto más despreciado y contradicho; cuanto más manso, tanto menos se lo estimaba. Pero el recibimiento que encontraba, no producía en él ninguna alteración, porque todas las cosas las hacía únicamente para Dios. Ante la multitud, o con sus discípulos, o en presencia de sus inicuos jueces, nada alteraba la perfección de sus designios, porque en todas sus circunstancias, todo lo hacía para Dios. El incienso de su servicio, de su corazón y de sus afectos, era para Dios y subía continuamente ante él” (J.N.D.).

4.2 - Bajo la acción del fuego

“Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento» (Is. 53:10). ¿Qué significan esas palabras? ¿Por qué Dios quiso quebrantarlo? Estas son las profundidades inescrutables del misterio divino: Dios ha dado a su Hijo unigénito. Pero, además, Cristo debía ser manifestado perfecto en el sufrimiento. Si durante su infancia, completamente sumiso, durante su ministerio, lleno de compasión, no hubiera encontrado sufrimiento ni oposición, habríamos podido decir: «Es muy fácil ser perfecto cuando todo va bien». Lo sabemos por experiencia: vivir con personas comprensivas y agradables, facilita mucho las cosas; pero tener que encontrarse día tras día con personas desagradables, pone a prueba al cristiano más consagrado.

La ofrenda vegetal debía, pues, ser sometida a la acción del fuego, y eso de tres maneras: en horno, sobre la sartén, y en cazuela.

El horno nos habla de los sufrimientos secretos que padeció el Señor Jesús en su vida. ¡Qué no sintió a la vista del mal, de la muerte! Lloró. «Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos» (Is. 53:3).

¿Nos damos cuenta de lo que debió sentir el Señor cuando fue rechazado por su pueblo? Cuando sacrificamos parte de nuestro tiempo –que empleamos para nuestras actividades personales–, a fin de poder visitar a un enfermo y llevarle un simple regalo, ¿cuál sería nuestra reacción si rehusara recibirnos diciendo: «¡Ese visitante no me gusta!»? ¡A cuánto más renunció el Señor de gloria para venir a los suyos, y qué bendición infinitamente mayor traía! «A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron» (Juan 1:11). Son los sufrimientos del amor desconocido: «Pelearon contra mí sin causa, en pago de mi amor me han sido adversarios» (Sal. 109:3-4).

Y ¿qué decir de la incomprensión de sus discípulos? «Comenzó» a hablarles de su muerte; después, en el camino, intentó de nuevo enseñarles a ese respecto; subiendo a Jerusalén, les habló una última vez por el camino de lo que le esperaba, pero ellos no comprendían (Marcos 8:31; 9:30-31; 10:33). En Getsemaní, tomó a los tres discípulos más íntimos –a los que habían visto su gloria, y asistido a la resurrección de la hija de Jairo– y les pidió que velaran una hora con él, pero se durmieron, y con voz triste debió decirles: «¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?» (Mat. 26:40). Su corazón, sin encontrar respuesta, se cerraba dolorosamente sobre sí mismo (Sal. 102). Como también testifica el Salmo, sintió profundamente la traición de Judas (Sal. 41:9; 55:13). Vemos en el evangelio de Lucas 22:61 la pena que sintió cuando Pedro le negó: La mirada que le dirigió, mientras recordaba al discípulo el inalterable amor de su Maestro, dijo todo lo que tenía que decir sobre el sufrimiento de éste.

Como hombre experimentó dolorosamente la cortadura de la muerte en medio de su vida: «Él debilitó mi fuerza en el camino; Acortó mis días. Dije: Dios mío, no me cortes en la mitad de mis días» (Sal. 102:23-24). «Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora?» (Juan 12:27). Y también en Getsemaní, cuando «en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra», oraba «diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa» (Lucas 22:42-44).

La sartén nos habla de las pruebas públicas que el Señor conoció. Lo vemos como hombre cansado, sentado sobre el pozo de Sicar, o durmiendo en la barca, a pesar de la tempestad. De vuelta a casa, agobiado de trabajo, con sus discípulos «ni aun podían comer pan» (Marcos 3:20), pues la multitud de nuevo se reunía. Pero todavía más; durante todo su largo camino, sufrió la «contradicción de pecadores contra sí mismo» (Hebr. 12:3), la enemistad de los fariseos quienes llegaron hasta a injuriarlo, diciendo: «Por el príncipe de los demonios echa fuera los demonios» (Mat. 9:34). Luego le dieron golpes y le escupieron en la cara; lo azotaron y lo crucificaron.

La ofrenda cocida en la cazuela (quizá corresponde al holocausto de aves) parece presentar una comprensión más imprecisa y menos clara de los sufrimientos de Cristo, pues penetramos menos en esa esfera, aunque algunos más que otros.

Sea cual fuere la ofrenda presentada sobre el altar, se la hacía «arder… para memorial»; y era siempre «ofrenda encendida de olor grato a Jehová» (Lev. 2:2, 9). Dios aprecia todo lo que es de su Hijo; por más débil que fuere la comprensión que tenga el adorador, la ofrenda, sin embargo, conserva todo su valor, a través de todo lo que habla de Él.

4.3 - La parte de Dios en la ofrenda

«Tomará el sacerdote su puño lleno de la flor de harina y del aceite, con todo el incienso» (Lev. 2:2). Durante toda su vida, Cristo era una ofrenda a Dios. Adán, en su inocencia, había gozado de los favores de Dios. Le daba o debería haberle dado gracias, pero en sí mismo él no era una ofrenda a Dios. Precisamente, la esencia de la vida de Cristo era una ofrenda a Dios, santo, separado de todo lo que lo rodeaba, consagrado a Dios, viviendo en el poder del Espíritu.

4.4 - La parte de los sacerdotes

Todo lo que quedaba era para ellos. Podían nutrirse de esta perfecta ofrenda, pero debían hacerlo en un lugar santo, aparte de los pensamientos y de los ruidos del mundo, siempre recordando que «es cosa santísima» (v. 3, 10).

Estar ocupado en Cristo nos santifica y transforma a su imagen. Todo alimento forma el ser interior; asimilado en nosotros, marca la entera personalidad. Hemos encontrado hombres o mujeres en los cuales se ve a primera vista que viven en la inmundicia; al nutrirse y encontrar la satisfacción de su ser interior, poco a poco su aspecto, su cara, su actitud se van caracterizando de ello. ¿No puede ocurrir lo mismo con el cristiano? Cristo está en su corazón, ¿no manifestará el gozo y la paz sobre su rostro? «Mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen» (2 Cor. 3:18); no solo la gloria del Señor en el cielo, sino ante todo la gloria moral que brilló durante su vida en la tierra. No se trata de observar reglas y ordenanzas, sino de ser «transformados por medio de la renovación de nuestro entendimiento» (Rom. 12:2; Efe. 4:23): una obra interior producida por el alimento que tomamos, bajo la acción del Espíritu que toma de lo que es de Cristo y nos lo comunica.

En el desierto, cada mañana, el pueblo recogía el maná: Representaba a Cristo, el pan vivo descendido del cielo, alimento de su pueblo en el camino, para su estímulo y su fuerza. En el santuario, los sacerdotes se alimentaban de la ofrenda vegetal, perfecciones de la vida de Cristo, con el fin de ser hechos capaces de ejercer su servicio para Dios.

El mismo sumo sacerdote debía continuamente presentar, a la mañana y a la tarde, una ofrenda vegetal particular, totalmente quemada sobre el altar: todo su servicio estaba como impregnado por la perfección de Cristo, señalado con su sello (Lev. 6:17-23).

4.5 - La levadura y la miel

Ambas estaban excluidas de la ofrenda vegetal.

La levadura nos habla de la hinchazón de la importancia personal, del orgullo, de la hipocresía que quiere aparentar lo que no es. Es el mal que levanta la masa a la cual corrompe. No había ninguna levadura en Cristo, pero él podía desenmascarar la de los fariseos y la de los saduceos. Ninguna levadura debía formar parte del memorial de la ofrenda ofrecida sobre el altar. Pero incluso lo que los sacerdotes comían, no debía ser cocido con levadura (Levítico 6:17). ¡Con qué facilidad se mezcla la importancia personal en nuestra apreciación de la vida perfecta de Cristo: creer que sabemos más que otros, o el peligro de parafrasear, de decir más de lo que sentimos, de repetir cosas que hemos leído pero no asimilado!

La miel nos habla de los afectos naturales, de los sentimientos amables del hombre que pueden existir sin la vida de Dios. Tales sentimientos santificados por la gracia son deseables, incluso necesarios entre nosotros, pero no forman parte del sacrificio; el sentimentalismo en particular debe ser excluido de la adoración; y en el servicio para el Señor, motivos mezclados (como, por ejemplo, el deseo de encontrarse con este o con aquélla) no tienen nada que hacer en él. Todo aquello que ocupa su debido lugar en la vida privada, nada tiene que hacer en el santuario.

4.6 - La sal del pacto

La sal representa ante todo la fuerza preservadora de lo que es divino, el poder santificador que nos mantiene separados de la corrupción. La sal no faltaba en la vida de Cristo. También exhorta a sus discípulos a tener sal en sí mismos. Muy diferente será el ambiente en el que se encuentren dos o tres creyentes que no temen mostrar a Quién pertenecen y dar testimonio en favor del bien y en contra del mal. Mientras estén presentes, no se atreverán a comportarse como cuando están ausentes. «Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada uno» (Col. 4:6).

Pero la sal del pacto nos hace también pensar en la fidelidad que requieren las relaciones que Dios ha establecido con los suyos en la época en que se encuentran. La vida debe ser puesta en armonía con la ofrenda. Es necesario tener el deseo de reflejar a Cristo, y no –a causa de nuestro andar–, contradecir nuestras palabras y nuestras alabanzas respecto a él. Sin duda, siempre sentiremos lo lejos que estamos de la verdadera ofrenda vegetal, pero lo que cuenta es la decisión del corazón. ¿Cómo podemos hablar con bellas frases de toda la devoción de Cristo por los intereses de su Padre, de su obediencia a su voluntad, de sus compasiones y de su bondad, y, un instante más tarde, mostrarnos duros y viles con nuestros hermanos, y buscar exclusivamente nuestros intereses personales? «No harás que falte jamás de tu ofrenda la sal del pacto de tu Dios» (Lev. 2:13).

¡Que podamos nutrirnos verdaderamente de esta ofrenda vegetal! Se les enseña a los niños los relatos de los evangelios; se les narra los milagros del Señor y las parábolas que pronunció; todo tiene su lugar, pero alimentarse de él en su perfecta vida es otra cosa. Hace falta verlo con los ojos del corazón; hace falta sentir en nuestra propia alma algo de lo que él sintió; hace falta, en alguna medida, ahondar en la comunión de los sufrimientos del «varón de dolores».

5 - Los sacrificios por el pecado y por la culpa (Lev. 4 a 6:7; 6:24 a 7:7)

Los sacrificios por el pecado y por la culpa no eran librados al discernimiento del israelita; eran ofrendas obligatorias cuando se había cometido alguna falta: «Cuando alguna persona pecare… traerá por su ofrenda…» (Lev. 4:2, 28). No es cuestión, pues, de un adorador que viene al altar con el deseo de ser aceptado o dar gracias, gozar de la comunión con Dios y alimentarse con los sacrificios; sino que se trata de alguien culpable que se acerca a fin de ser perdonado.

No hay otro medio que el sacrificio para abolir el pecado. El Salmo 49:7 nos dice: «Ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate». Ni nuestras lágrimas, ni nuestros hechos de contrición, ni los de nuestros hermanos por nosotros, pueden borrar el pecado a los ojos de Dios. «Sin derramamiento de sangre no se hace remisión… Pero ahora… (Cristo) se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado» (Hebr. 9:22, 26).

La confesión (Lev. 5:5-6) y la restitución (5:16; 6:4) no lo eran todo; eran necesarias en las faltas previstas en este capítulo, pero de ninguna manera suficientes. Así pues, en el capítulo 6:6, además de la restitución al prójimo con el agregado de la quinta parte, debía traer «a Jehová» su sacrificio por la culpa.

5.1 - La gravedad del pecado

Dios no deja pasar nada por alto. Puede perdonar y purificar todo, pero no puede dejar pasar nada. El pecado, escondido a los ojos de aquel que lo ha cometido, no está oculto a los ojos de Dios. Moisés declara a las dos tribus y media que si no van a la conquista del país de Canaán: «Sabed que vuestro pecado os alcanzará» (Núm. 32:23). Los hermanos de José creyeron durante veinte años que su padre ignoraría su crimen, pero Dios lo reveló. Acán creyó haber escondido bien en su tienda el manto babilónico y por debajo, la plata y el oro, pero fue descubierto por su pecado (Jos. 7). Habacuc 1:13 declara: «Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio». Dios nada ignora, y el mal, por bien escondido que pueda estar entre nosotros, siempre es el mal para él. «Todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (Hebr. 4:13).

“Dios no juzga el pecado según nuestra propia estimación, sino según lo que conviene ante él. Es necesario, para que él nos haga felices con su presencia, que juzgue el mal, todo el mal, según esta presencia, para excluirlo totalmente. ¿Hará falta que haga a otras personas infelices, que haga completamente imposible todo gozo santo, incluso en su presencia, para dejar perpetrarse el mal impunemente? No, eso es imposible; Dios juzga todo” (J.N.D.). En su gobierno, puede dejar las cosas sin castigo durante largo tiempo, pero en nuestras relaciones con él, ninguna comunión es posible si el mal no está juzgado, confesado y perdonado.

5.2 - Pecados y culpas

Levítico 4 nos habla de los pecados contra uno de los mandamientos de Dios. Podía tratarse del sacerdote ungido (v. 3-12), de toda la congregación (v. 13-21), de un jefe (v. 22-26) o de alguna persona del pueblo (v. 27-35).

En los dos primeros casos, los cuales interrumpían el servicio de Dios, era necesario llevar un becerro y la sangre de la víctima era presentada en el lugar santo, la cual se rociaba siete veces ante Dios, hacia el velo del santuario; la sangre también estaba puesta sobre los cuernos del altar de oro, donde se ofrecía el incienso, y todo lo demás era vertido al pie del altar del holocausto. El animal entero era quemado, no sobre el altar del holocausto, sino que (después de haberle quitado la grosura, la cual solo se hacía quemar sobre el altar del holocausto) la piel del becerro, toda su carne con su cabeza y sus piernas con sus intestinos y su estiércol, eran quemados fuera del campamento. Jesús padeció fuera de la puerta; no había en el campamento (Jerusalén) sitio para él, incluso como sacrificio por el pecado. Por eso los creyentes deben salir hacia él, fuera del campamento (véase Hebr. 13:15), fuera de todo lo que, religiosamente, reniega de su sacrificio por el pecado.

Cuando un jefe o alguna persona del pueblo habían pecado, debían llevar un macho cabrío o una cabra. La sangre era puesta sobre los cuernos del altar del holocausto y el sacrificio era comido por el sacerdote.

En el libro del Levítico encontramos tres clases de sacrificios por el pecado:

1. El sacrificio del día de la expiación (cap. 16), el cual establecía el fundamento de las relaciones de Dios con su pueblo, lo que le permitía ejercer su paciencia y soportar los pecados de un año entero. La sangre era llevada al lugar santísimo, sobre el propiciatorio. En virtud de este sacrificio, Dios moraba en medio de ellos. Es una figura del sacrificio de Cristo, ofrecido una vez para siempre, pero que conserva eternamente su valor ante Dios. También, en cierto sentido, es figura de una persona que ha sido llevada al Señor y que comprende que Cristo ha quitado sus pecados. El nuevo nacimiento o la conversión no se efectúan dos veces. Es cierto que nuestro conocimiento del valor de la obra de Cristo irá en aumento, pero solo una vez somos hechos hijos de Dios. Si pecamos después de haber creído, no es necesario restablecer la relación, sino la comunión con Dios. Un hijo desobediente sigue siendo Su hijo, pero ya no goza de la relación que lo une a Dios.

2. El sacrificio por el pecado del sacerdote ungido o de todo el pueblo: el servicio de Dios era interrumpido, la comunión de todo el pueblo. Por eso la sangre debía ser llevada hacia el velo, donde era rociada, no una vez, sino siete veces, y sobre el altar del incienso aromático. La víctima era quemada fuera del campamento. Solo así podía restablecerse el servicio del santuario.

3. El sacrificio por el pecado de un individuo, jefe o simple israelita: la comunión personal era interrumpida. La sangre era puesta sobre los cuernos del altar del holocausto y rociada al pie de este altar; la misma víctima era comida por el sacerdote. Es el caso de un creyente, de un hijo de Dios, que ha pecado, y cuya comunión con el Señor ha sido interrumpida. Esta comunión es restablecida por el servicio fiel del Señor como Abogado, quien hace que la Palabra actúe en la conciencia; el culpable es así llevado a confesar su pecado; llegado el caso, él reparará el daño causado a su prójimo; y, sobre todo, volverá a tener conciencia del valor del sacrificio de Cristo, la propiciación por nuestros pecados, siempre eficaz delante de Dios.

En todos los casos (nueve veces seguidas en estos capítulos) está declarado expresamente que tendrán perdón.

5.3 - La responsabilidad es proporcional a los privilegios recibidos

En efecto, si el sacerdote ungido o toda la congregación habían pecado, era necesario llevar un becerro. Un jefe presentaba un macho cabrío; una persona del pueblo llevaba una cabra; en otros casos, si los medios no alcanzaban para adquirir un cordero, se llevaban dos aves o incluso la décima parte de un efa de flor de harina. Cuanto mayor es la responsabilidad –por haber recibido más del Señor, o por haber hecho progresos en las cosas de Dios–, tanto mayor es la apreciación de la obra de Cristo que trae consigo la restauración. Un «jefe» es alguien que había tomado a pecho el orden en el pueblo de Dios, o que ha estado ocupado con el servicio del Señor. De inmediato comprendemos que su responsabilidad es mayor que la de un simple creyente. Pero este ejemplo de ninguna manera debe ser un motivo para que un hijo de Dios se mantenga atrás cuando se trata de los intereses del Señor, ya sea en el servicio o en la iglesia. Si el Señor llama, su gracia proveerá y responderá a la creciente responsabilidad.

No se trata de tener previamente un largo período de arrepentimiento. No se nos dice que el sumo sacerdote debía llorar a causa de sus faltas durante seis meses, un jefe durante tres meses, o alguna persona del pueblo durante un mes, y después llevar la ofrenda. No, desde el momento que uno se siente culpable, se debe venir con el sacrificio. El verdadero juicio de sí mismo consiste, no en el hecho de pasar mucho tiempo pensando en el propio pecado (aunque esto también tenga su lugar, según el Salmo 51:3), sino en considerar delante de Dios cuánto le ha costado a Cristo tomarlo sobre sí y quitarlo. El apóstol Juan nos habla en su epístola de tres clases de creyentes: los hijitos, los jóvenes y los padres; un padre, cuando ha faltado, tendrá una percepción más profunda de la obra de Cristo, acompañada de un verdadero juicio de sí mismo, percepción que un hijito no podrá tener.

En el caso de un jefe o de un simple israelita, el sacrificio no era quemado fuera del campamento, sino comido por el sacerdote. “En un sentido, es el corazón de Cristo el que toma nuestra causa cuando caemos. Él se ocupa de sus ovejas. El sacerdote no había cometido el pecado, pero se identificaba completamente con él. Cristo hizo suyo nuestro pecado; el sacrificio y la sangre rociada son hechos cumplidos, que jamás se repetirán; pero constituyen el fundamento de su servicio actual de intercesión como nuestro abogado delante del Padre (1 Juan 2)” (J.N.D.).

En otro sentido, también es la porción “de los suyos como sacerdotes, por la comunión del corazón y por la simpatía, identificarse con el pecado de otro, o antes con la obra de Cristo por el pecado. Solo podemos hacerlo bajo el carácter de sacerdotes y con el sentimiento de la gravedad del pecado, puesto frente a la obra para lo cual fu e cumplida” (J.N.D.). ¡Cuánto ha costado a Cristo quitar el pecado! Y el pecado de mi hermano puede producirse también en mí, fruto de lo que yo mismo soy en la carne: «Considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado» (Gál. 6:1).

5.4 - Pecados específicos

Levítico 5:1 nos presenta la falta del testigo. Podemos callar un mal que debería ser puesto en conocimiento de los demás. No se trata de denigrar ni de relatar las faltas de nuestros hermanos, pero hay casos particulares en los cuales, habiendo «sido llamado a testificar», hace falta hablar.

Es mucho más frecuente no dar testimonio del bien, de lo que se ha visto o se ha sabido. 1 Pedro 3:15 dice: «Estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros». ¿No hemos faltado a menudo a esta voz de «llamamiento a testificar»? ¿Cuántas veces hemos tenido la oportunidad de ayudar a una persona, o la posibilidad de dar testimonio de Cristo, pero nos hemos retraído de hacerlo? Si el caso era claro y nos hemos rehusado, la palabra del Levítico se aplica también a nosotros: «él llevará su pecado».

Los versículos 2 y 3 presentan los casos de impureza, de falta de separación, ya sea fuera o dentro de casa. Cuántos contactos inútiles con el mundo nos contaminan, participando de actividades en las que no tenemos nada que hacer, o permitiendo que las cosas del mundo penetren en nuestro hogar: amistades en el mundo, asociaciones con los incrédulos (2 Cor. 6:14-16); libros y revistas o imágenes impuras; especulaciones intelectuales contrarias a la Palabra de Dios. Es la contaminación de carne y de espíritu (2 Cor. 7:1). «Si después llegare a saberlo, será culpable». Todo esto interrumpe nuestra comunión con Dios; si bien a veces nos sentimos poco inclinados a orar o no gozamos de la Palabra, ¿no son tales faltas, aunque «no lo echare de ver», las que hacen que contristemos al Espíritu Santo? Él busca que tomemos conciencia, a fin de que sean juzgadas y perdonadas.

El versículo 4 condena las palabras ligeras, inconsideradas: «jurar... hacer mal», es decir, proferir amenazas sin que las ejecutemos. ¡Hubiese sido mejor callarse, incluso en la educación de los niños, o no prometer hacer bien y no cumplir la promesa, ya sea con niños o con hermanos! Ante todo, la falta está en la ligereza. «Todos ofendemos muchas veces. Si alguno no ofende en palabra, este es varón perfecto» (Sant. 3:2).

¿Qué hacer en semejantes ocasiones? «Cuando pecare en alguna de estas cosas, confesará aquello en que pecó» (Lev. 5:5). Tal es la enseñanza de 1 Juan 1:9: no simplemente pedir perdón al Señor de haber difamado a alguien, o de haber faltado a mi responsabilidad de darle testimonio, o de habernos asociados con la impureza, sino confesar ante Él lo que hemos hecho, dar cuenta de nuestra falta en su luz, ser llevados a comprender la gravedad de la situación. Pero no hay que quedarse con eso: «Y para su expiación traerá a Jehová por su pecado que cometió» (v. 6). Se trata de volver a tener conciencia del valor del sacrificio de Cristo, de su muerte en la cruz sin la cual este pecado que acabamos de confesar no podría ser perdonado.

Levítico 5:14-16 concierne a la falta en las cosas santas. No se le dio a Dios lo que le era debido, sino que uno se había apropiado de las cosas santas. Para los israelitas, se trataba particularmente de los diezmos, de la décima parte de sus cosechas, que ellos no habían llevado al santuario. En Malaquías 3:8-12, vemos cómo el pueblo robaba a Dios y cómo recaía sobre ellos su maldición; mientras que si hubiesen llevado los diezmos al santuario, habría habido alimento en su casa, y la bendición de Dios habría descansado sobre ellos. ¡Cuánto faltamos en este campo de actividad! El Señor nos da veinticuatro horas al día. Algunas de estas son dedicadas al sueño, a la alimentación, al trabajo; pero él desea que cada día pongamos un momento aparte para estar a sus pies. ¿Acaso no le robamos a menudo en ese ámbito, empleando para nuestra distracción, o incluso para trabajar más de lo necesario, el tiempo que debería ser apartado para él? ¿Y qué decir del domingo, primer día de la semana, día del Señor, en el que, particularmente, él nos invita a tomar la cena y a recordarle en su muerte y a «velar con él una hora»?

El israelita debía dar la décima parte de su renta. En el Nuevo Testamento, sin que sea cuestión de prescripciones legales, varias veces somos exhortados a llevar a cabo ese «sacrificio» para hacer bien y para los siervos del Señor (Hebr. 13:15). ¿Jamás nos hemos apropiado para nosotros mismos lo que a él le correspondía?

Y en la esfera espiritual, ¡cuántas riquezas hemos recibido! ¿Sabemos hacer que la casa de Dios se beneficie de ellas? ¿Llevar a la iglesia, ya sea en alabanzas, en exhortaciones, en oraciones, el «diezmo» que sería de bendición?

¿Hay para Dios, en nuestras casas y en nuestro trabajo, la porción que le corresponde?

Si se interrumpe la bendición de Dios en la familia, en la iglesia, en nuestra actividad o en nuestro servicio, ¿no será porque hemos faltado en llevar «el diezmo”?

¿Qué hacer en tales casos? «Traerá por su culpa a Jehová». Tomar conciencia de nuevo del sacrificio del Señor quien se entregó por nosotros, que dio todo para rescatarnos; luego «pagará lo que hubiere defraudado de las cosas santas, y añadirá a ello la quinta parte». No solo debemos lamentarnos de no haber sabido apartar para el Señor los momentos necesarios, sino que, a partir de entonces, ¡debemos tomar el tiempo adecuado e incluso añadir una quinta parte! Y si se ha guardado demasiado para sí de la propia renta (independientemente de cuál fuere la amplitud, pues el Señor apreció más las dos blancas de la viuda que lo que sobra de los ricos; Marcos 12:41-44), ¿no conviene restituirle lo principal con la quinta parte por encima?

Levítico 6:1-7, por fin, considera los daños causados al prójimo, en particular las cosas robadas u obtenidas por engaño: se guarda lo que pertenece a otro, o lo que nos fue confiado por otros. En el ámbito material, se trata de objetos robados, o pedidos prestados y no devueltos; trabajo retribuido insuficientemente. En el ámbito espiritual –en el cual el Señor nos ha confiado muchas verdades de la Palabra claramente expuestas, ya sea para los suyos, o para la evangelización– se guarda egoístamente ese «buen depósito» (2 Tim. 1:14), en lugar de ponerlo a disposición de aquellos a los que está destinado.

En este caso, primero era necesario devolver el objeto robado o lo que se había confiado en depósito, añadir una quinta parte por encima y, después, traer el sacrificio por la culpa. ¡Cuántas personas se han vuelto infelices por no devolver a otros lo que de ellos se habían apropiado! La confesión al Señor no es suficiente, como tampoco tener conciencia de su sacrificio; se demanda la reparación.

5.5 - La restauración

«Cuando alguna persona pecare…», hemos visto en el Levítico. Casi la misma expresión se encuentra en 1 Juan 2:1-2, seguida por estas palabras: «…abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados». Así, el «sacrificio» siempre está a nuestra disposición. No se trata de probar corregirnos en primer lugar para luego venir a él, sino que hay que venir a él tal como somos, con nuestro pecado, confesarlo y de nuevo comprender que él es la propiciación por nuestros pecados.

Una vez consciente de su pecado, el israelita debía traer su ofrenda. Ese mismo hecho manifestaba a la vez su falta y su apreciación del valor del sacrificio. Alguien del pueblo se encaminaba a través del campamento hacia el tabernáculo llevando una cabra, o incluso el sacerdote ungido llevando un becerro; todos sabían que habían pecado, pero todos sabían también que ellos tenían conciencia de estar provistos de una ofrenda que cubriría la falta.

La apreciación moral de la obra de Cristo varía. Como lo hemos visto, uno llevaba una cabra, otro solo dos aves, otro, en fin, la décima parte de un efa de flor de harina. En todos los casos, se trataba de una ofrenda perfecta, la cual habla de Cristo, quien solamente tiene valor a los ojos de Dios. El malhechor en la cruz no hubiese podido explicar lo que Jesús estaba llevando a cabo, ni el valor de su sangre. Su fe comprendía muy poco, aunque él dijera a Jesús: «Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lucas 23:42). Pero tenía conciencia de estar justamente crucificado, recibiendo el castigo de los males que había cometido; en cuanto a Cristo, declaró: «Este ningún mal hizo» (v. 41). Tenía la certidumbre de la perfección de Aquel que sufría a su lado, perfección que ponía en evidencia «la décima parte de un efa de flor de harina». Eso fue suficiente para que el Señor le declarara: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43).

Al llegar a la entrada del tabernáculo, el culpable, como en el holocausto, debía poner su mano sobre la cabeza de la víctima. Con ese gesto, declaraba que si él, pecador, no podía ser aceptado por Dios, el sacrificio lo sería en su lugar. Ponía su pecado sobre la cabeza de la ofrenda, la cual era sin defecto, a fin de que fuese expiado: «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas… mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros» (Is. 53:6). Poner mi mano sobre la cabeza de la víctima, es tener profunda conciencia de que mi pecado ha sido puesto sobre Cristo.

Luego, el mismo culpable degollaba al animal; no era asunto del sacerdote. Es decir: esto es lo que yo merecía; por mí él tuvo que morir: «El Hijo de Dios… me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál. 2:20). La sangre estaba puesta sobre los cuernos del altar de bronce (1 Juan 1:7); la grosura ardía «en olor grato»: incluso en el sacrificio de Cristo por el pecado (y no solo en el holocausto) Dios encontró su entera satisfacción. Los pecados específicos debían ser confesados; los perjuicios reparados. Pero después, nueve veces se declara expresamente que serán «perdonados» (4:20, 26, 31, 35; 5:10, 13, 16, 18; 6:7). «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9). Se trata de creerlo. Una vez confesado el pecado, una vez que tenemos conciencia del precio pagado por Cristo por ese pecado, no hay que insistir más en esta falta, sino abandonarla. Llenos del amor de Cristo y de la grandeza de su sacrificio, habiendo vuelto a encontrar el gozo de nuestra salvación, podemos seguir el camino humildemente, sabiendo que la misma gracia que nos ha restaurado, podrá guardarnos vigilantes y fieles si permanecemos cerca de Él.

Dios declara expresamente en cuanto a sí mismo: «Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones» (Hebr. 10:17). En cuanto a nosotros, el Salmo 103 recuerda: «Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones» (v. 12).

Lo mismo ocurre con la Cena. Más de un joven se abstiene de participar porque está preocupado de sus faltas y de su indignidad. Sin embargo, qué representa la Cena, sino el cuerpo de Cristo dado por nuestros pecados, la sangre de Cristo que nos purifica de ellos. Comprendiendo por la fe que Dios nos ve en Cristo, que no se acuerda más de nuestros pecados, ni de nuestras transgresiones, podemos acercarnos sin temor al memorial de la muerte del Señor, sin «conciencia de pecado» (Hebr.10:2). No decimos esto sin reverencia, puesto que es primordial discernir siempre el cuerpo y la sangre del Señor. No somos dignos de estar a su Mesa, sino que él es digno de que nos acerquemos; y podemos olvidar nuestra indignidad y nuestras faltas con el sentimiento de que la gracia ha respondido plenamente. «Pruébese cada uno a sí mismo, y coma así» (1 Cor. 11:28). «Así», es decir con el sentimiento de no tener nada en uno mismo para Dios, pero sabiendo que la gracia, por la obra de Cristo, ha provisto para todo lo que soy así como para todo lo que no soy.

6 - El sacrificio de paz (Lev. 3; 7:11-36)

En la institución de los sacrificios, el sacrificio de paz estaba tercero en la lista (Levítico 1 - 5). Ahora, al tratarse de las «leyes» de las ofrendas (Levítico 6 - 7) vemos que es el último. Este no se ofrecía para ser «aceptado», como el holocausto, ni para ser «perdonado», como el sacrificio por el pecado, sino que el que lo ofrecía lo hacía para dar gracias (7:12). Sabía, por la fe, que había sido aceptado en Cristo, que sus pecados habían sido borrados por Su sacrificio, y que, de esta manera, podía tener comunión con el Padre, con su Hijo Jesucristo y con sus hermanos (1 Juan 1:3).

Tal es el sacrificio de paz. Cristo «hizo la paz mediante la sangre de su cruz» (Colosenses 1:20); «anunció las buenas nuevas de paz» (Efe. 2:17); «él es nuestra paz» (Efe. 2:14).

Expresa, además, la comunión. Hay una parte para Dios: la sangre y la grosura; otra parte para los sacerdotes: la espalda y el pecho, y, finalmente, otra para el adorador y sus invitados: el resto de la ofrenda. Según 1 Corintios 10:18 (V.M.), el que llevaba un sacrificio de paz, deseaba tener comunión con el altar. Asimismo, en la Cena tenemos comunión con Dios respecto al sacrificio de su Hijo; tenemos comunión con el cuerpo y con la sangre de Cristo que fueron dados por nosotros; expresamos la comunión unos con otros participando todos de aquel mismo pan.

Sacrificio de acción de gracias, sacrificio de paz y de comunión, este sacrificio era una ofrenda voluntaria de olor grato. Implicaba un ejercicio personal ante Dios: «Sus manos traerán…» (Lev. 7:30). Solo aquellos que saben que sus pecados han sido perdonados a causa de la obra del Señor Jesús y que son en alguna medida conscientes de haber sido hechos aceptos en el Amado, pueden ofrecer el sacrificio de paz y realizar la comunión fraternal; aquellos que no conocen al Señor por sí mismos, no tienen aquí parte alguna. No podrían participar –no decimos asistir– del culto de acciones de gracias y menos aún de la Cena del Señor.

6.1 - La parte de Dios

Como siempre, la ofrenda debía ser sin defecto.

La sangre era rociada alrededor del altar. Incluso cuando no se trata de perdón ni de aceptación, la sangre de Cristo guarda todo su valor ante Dios, sea cual fuere el aspecto bajo el cual se considere la obra de su Hijo. Él es la eterna base de nuestra relación con Dios.

La grosura era quemada enteramente sobre el altar. Ella representa lo que hacía las delicias de Dios en Cristo: la energía interior, la devoción a su voluntad hasta la muerte: «No… mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22:42). Juan 10:17 nos da el alcance de esto: «Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida». Solo Dios puede apreciar realmente esta devoción de su Hijo hasta la muerte. Lo contemplamos, adoramos, felices de que en esta obra haya una parte especialmente para Dios.

Levítico 7:22-27 insiste en el hecho de que ningún israelita debía comer la sangre, ni la grosura. No podemos entrar en el «misterio de la piedad», Dios manifestado en carne (1 Tim. 3:16), el Señor Jesús, que vino como hombre para poder ofrecer su cuerpo (Hebr. 10:10) en sacrificio y derramar su sangre. «Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre» (Lucas 10:22). El valor único de su sangre y de su persona sobrepasa el entendimiento de la criatura.

6.2 - La parte de los sacerdotes

El pecho, ofrecido junto con la grosura, mecido ante Dios, era comido después por Aarón y sus hijos. El pecho nos habla del amor de Cristo que excede a todo conocimiento, según la oración de Efesios 3:19. Como sacerdotes, somos llamados a alimentarnos de este amor de Cristo, y a ser «plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor» (Efe. 3:18) de Aquel que podía decir: «Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos» (Éx. 21:5). Es el amor de Cristo por su Padre, por su esposa (la Iglesia), por cada uno de sus rescatados. Alimentados de este amor, podremos ser llenos de toda la plenitud de Dios. Pero jamás podremos comprenderlo en su plenitud: ¡Excede a todo conocimiento! Es también la grosura quemada sobre el altar.

El alimento forma al hombre interior; lo que comemos se transforma en parte de nosotros mismos. Llenos del amor de Cristo, los rescatados son conducidos a imitarlo. «Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor» (Juan 15:9): a esto corresponde alimentarse del pecho del sacrificio de paz. Y el Señor añade: «Que os améis unos a otros, como yo os he amado» (Juan 15:12). Alimentados del amor del Señor, arraigados y sobreedificados en él, manteniéndonos firmes en él, podremos amarnos unos a otros.

Los sacerdotes también comían de la ofrenda vegetal que acompañaba al sacrificio (Lev. 7:12). Esta nos habla del andar de Cristo. Alimentarse de ella es, como lo hemos visto, penetrar profunda y personalmente en el andar de Cristo aquí abajo. Llenos así de él, seremos formados interiormente para «andar como él anduvo» (1 Juan 2:6). Amar como él nos amó, andar como él anduvo, tal es la parte de los «sacerdotes»: creyentes que no solo se gozan de ser salvos, de tener paz con Dios, de experimentar Sus cuidados y bendiciones, sino que toman a pecho lo que conviene a Dios, lo que Él desea, lo que él pide:

¿De qué incienso la fragancia
Pura, a Ti subiera en loor?
El nardo de nuestra alabanza,
¡Oh Jesús! ¿no es tu mismo amor?

La espaldilla elevada también era la parte del sacerdote. Esta espaldilla nos hace pensar ante todo en la fuerza y en el poder (compárese con Éxodo 28:12; Lucas 15:5). Es la oración de Efesios 1:18-20: «para que sepáis… cuál es la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos». ¡Qué poder debe Dios desplegar para arrancar una alma a Satanás y al mundo, y hacer de ella su hijo! El mismo poder operó en Cristo a fin de resucitarlo de entre los muertos. Pronunciar una simple fórmula no da la vida, pero comer su carne y beber su sangre (Juan 6:54), es decir, creer con todo nuestro ser a un Cristo muerto, implica la operación de todo el poder de Dios, para la apropiación personal por la fe de las virtudes de ese sacrificio.

Pero si consideramos la espaldilla elevada, en relación con 1 Samuel 9:24, desde el punto de vista de Cristo mismo, reconoceremos su parte personal, la porción elevada que corresponde a Aquel que tiene toda la preeminencia. Él dio su sangre y ofreció el sacrificio perfecto (Lev. 7:33). Obediente hasta la muerte, recibió un nombre que es sobre todo nombre; está sentado a la diestra de la Majestad en las alturas; el principado estará sobre su hombro; y toda rodilla se doblará ante Él.

6.3 - La parte del adorador

¿Por qué motivo un israelita ofrecía una ofrenda de paz? Como acción de gracias o en cumplimiento de un voto, nos dice Levítico 7:12, 16. Lo hace en respuesta a bendiciones recibidas, como resultado del apego espiritual a Dios. No se trataba de obtener algo, de ser perdonado o aceptado, sino de traer el agradecimiento de corazones que ya habían recibido la bendición divina. Es la misma esencia del culto. Sin duda saldremos edificados, animados, consolados con el culto, pero no es ésa su finalidad. Se trata de traer a Dios lo que Él desea, hablarle de su Amado Hijo. Y esto no es una obligación, como un déspota impondría a sus súbditos. Dios no nos fuerza a expresar nuestro agradecimiento y alabarlo, aunque nos haya salvado para eso mismo. «El Padre tales adoradores busca» (Juan 4:23), pecadores perdonados y hechos hijos suyos, gozosos de recordar ante Él la obra y la Persona por la cual fueron salvos (compárese con Lucas 17:16-18).

La ofrenda podía ser de ganado vacuno u ovejuno, cordero o cabra. No todos tienen la misma apreciación espiritual de la obra de Cristo; pero siempre que Cristo es presentado, una parte es para Dios, y otra parte del alimento es para el adorador, así como para sus invitados, quienes quizá no hayan traído nada: «Toda persona limpia podrá comer la carne» (Lev. 7:19).

El israelita ponía su mano sobre la cabeza del sacrificio y se identificaba con él. En el holocausto, expresaba así que solo esta víctima perfecta podía ser aceptada en lugar suyo; dicho de otra manera, los méritos de la ofrenda pasaban sobre el adorador. Dios ve en nosotros la perfección de la obra de Cristo. En el sacrificio por el pecado, el culpable, al poner su mano sobre la cabeza del animal, ponía sobre esta víctima pura sus propios pecados: la culpabilidad del pecador pasaba sobre la víctima. Pero en el sacrificio de paz, el adorador pone su mano sobre la cabeza del sacrificio con un profundo agradecimiento y con el sentimiento de que ya ha sido hecha la paz. Con la conciencia de que Cristo ha respondido plenamente a todo lo que Dios demanda (ofrenda macho) y a todo lo que necesitamos (ofrenda hembra), y al poseer la paz con Dios, nos regocijamos en la obra perfecta cumplida en la cruz. Cristo es suficiente para todo lo que somos y para todo lo que no somos. «Él es la Roca, cuya obra es perfecta» (Deut. 32:4). «Él es nuestra paz» (Efe. 2:14). Pero también todo lo que Cristo era y todo lo que hizo, era infinitamente agradable a Dios; y en eso tenemos comunión.

El mismo adorador degollaba la víctima. Esto habla del profundo sentimiento de que si la paz fue hecha, lo fue por la sangre de su cruz; es la comunión de la sangre de Cristo (1 Cor. 10). Después que la grosura hubo sido quemada sobre el altar en grato olor, se podía comer del sacrificio. Primero se ofrecía, después se comía.

Con el sacrificio se presentaba una ofrenda vegetal (Lev. 7:12). No se puede disociar la vida perfecta de Cristo de su muerte. En nuestras acciones de gracias, a menudo expresamos la perfección de su vida, junto con la ofrenda de sí mismo en la cruz. La grosura del sacrificio de paz era quemada sobre el holocausto. Así tenemos la unión de los tres sacrificios de olor grato, recordándonos que, si bien hay diversos sacrificios, todos representan «una sola ofrenda».

Cosa extraña, con el sacrificio de acciones de gracias se debía presentar pan leudo (v. 13). Estos panes no eran quemados sobre el altar; el uno era comido por el sacerdote y el otro por el adorador y sus invitados. En el culto de adoración, sentimos nuestra flaqueza, lo que somos en nosotros mismos. En lo que representa a Cristo, al contrario, ninguna levadura se permitía.

La carne debía ser comida el mismo día que se ofrecía en acción de gracias, o cuando mucho al día siguiente si se trataba de un voto. Nuestra comunión no puede disociarse del sacrificio, sino se vuelve impura. Las más bellas oraciones, los más bellos cánticos expresados por rutina, sobre todo una liturgia, vuelven el culto formalista, cosa muy grave a los ojos de Dios.

«Desde el momento que nuestro culto es separado del sacrificio, de su eficacia y de la conciencia de la aceptabilidad infinita de Jesús ante el Padre, se torna carnal, formal y para la satisfacción de la carne. Nuestras oraciones se convierten entonces en algo muy triste, en una forma carnal en lugar de la comunión en el Espíritu. Eso es malo, una verdadera iniquidad» (J.N.D.). Ni nuestras expresiones de alabanza, ni nuestra comunión fraternal, pueden ser disociadas, separadas del sacrificio: «Uno solo el pan… somos un cuerpo» en Él (1 Cor. 10:17). Tanto más nos alejamos aún, cuando desacuerdos –por no decir disputas–, llegan a tomar el lugar de la conciencia del sacrificio. Solo podemos comer juntos la carne del sacrificio de paz en el sentimiento profundo de lo que le ha costado al Señor Jesús ofrecerse a sí mismo a Dios por nosotros y en la realización práctica de la paz entre los hijos de Dios (Mat. 5:24).

«Toda persona limpia podrá comer la carne»; mientras que «la persona que comiere la carne… estando inmunda, aquella persona será cortada de entre su pueblo». En efecto, el sacrificio «es de Jehová» (Lev. 7:19-21). Un extranjero no tenía ningún derecho; aquel que no es un rescatado del Señor no puede participar del culto ni dar gracias, menos aún participar de la Cena. Pero un verdadero israelita podía estar impuro. ¿Qué debía hacer? No se atrevía a comer del sacrificio de paz, pero se ofrecía un recurso: Levítico 22:6-7 muestra que el hombre impuro debía lavar su cuerpo con agua y «cuando el sol se pusiere, será limpio; y después podrá comer las cosas sagradas». 1 Corintios 11 nos confirma la enseñanza actual: «Pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan» (v. 28). No se trata de abstenerse de la Cena, sino de juzgarse a sí mismo y así comer. Únicamente aquel que había faltado (sobre todo en el caso de una caída grave que interrumpió no solo la comunión individual con Dios, sino la comunión en la iglesia a la mesa del Señor) se hallaba imposibilitado de comer de las cosas sagradas hasta después de la puesta del sol. Para ese día, la brillante luz de la faz de Dios se había como velado. Era restaurado, podía comer, pero no era ya la plena luz. Pero recordemos que una vez efectuada plenamente la restauración, aparece un nuevo día, no por algún mérito en nosotros, sino a causa de la obra perfecta de Aquel que cumplió todo.

Por fin, recordemos que, según Filipenses 3:3 (V.M.), «adoramos a Dios en espíritu». Hace falta, pues, poseer el Espíritu Santo para poder adorar (Efe. 1:13). También hace falta que no sea entristecido, si no ¿cómo podría él conducirnos a la adoración? “Si el culto y la comunión son por medio del Espíritu, solo aquellos que tienen el Espíritu de Cristo pueden participar, y es menester, además, que no lo hayan entristecido, pues harían así imposible, por la mancha del pecado, la comunión que es por el Espíritu” (J.N.D.).

6.4 - Sacrificios espirituales

Los sacrificios espirituales de hoy son el «fruto de labios que confiesan su nombre» (Hebr. 13:15): oraciones de acciones de gracias y cánticos de alabanza.

Varias estrofas de cánticos corresponden a uno u otro de estos sacrificios.

El carácter del holocausto se expresa, por ejemplo, con estas palabras:

¿Y quién dirá el gozo que el Padre en Ti sintió
Cuando tu vida dando, el suave olor subió?
De ese perfume llenas el cielo do ahora estás
Junto al Padre ensalzado do pronto volverás.

Estos cánticos no son muy comunes.

La ofrenda vegetal, la vida perfecta del Señor Jesús, se presenta en estrofas como estas:

¡Jesús, qué dulce nombre!
En Ti se vieron unidas
Divinidad y humanidad
En tan excelsa vida;

Nos revelaste al Padre,
Su grande amor mostraste;
Su gracia acá, su gloria allá
Tú solo desplegaste.

Encontramos más frecuentemente cánticos que expresan el pensamiento del sacrificio por el pecado. Por ejemplo:

Contemplando, Señor, el miserable estado
Y el abismo del mal do estuvimos aquí,
Quisiste Tú morir, librarnos del pecado,
Que por nos en la cruz, llevaste sobre Ti.

En cuanto al sacrificio de paz, cantamos palabras que expresan el descanso que hallamos en la obra de Cristo, la paz que él hizo, la comunión con Dios y entre nosotros:

Con grande amor ¡oh Cristo! te entregaste,
En cruz colgado, de Dios maldición;
Tu propia sangre, el precio que donaste,
Fue nuestra paz y eterna salvación.

¡Tierno Jesús! de Dios el Muy amado,
Del Padre el don, supremo don de amor;
A Ti Señor, el Hijo consumado,
Te adora el alma con santo fervor.

Da paz y dicha inefable
¡Oh Jesús! tu comunión,
Y de tu amor insondable
Ya gozamos hoy el don;

Santos, de común acuerdo
Demos preces y virtud,
Al Cordero inmolado
Sea gloria en plenitud.

Reflexionemos en el sentido de los cánticos cuando expresamos la alabanza ante Dios. Cantar con el entendimiento nos ayudará a entrar en los diversos aspectos de esta obra maravillosa, única y eterna: la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre.

Cantar es el gozo y el privilegio de los redimidos. 2 Crónicas 29:27-28 nos da el fundamento: «Cuando comenzó el holocausto, comenzó también el cántico de Jehová… Y toda la multitud adoraba, y los cantores cantaban… todo esto duró hasta consumirse el holocausto». Jamás habría habido cántico si no hubiese habido holocausto. Con el sacrificio, simultáneamente comenzó el cántico. Jamás desaparecerá ante Dios el valor del holocausto, y el cántico sigue hasta que el holocausto se termine. Sin duda, Cristo fue ofrecido una vez para siempre, pero el perfume del olor grato de su sacrificio subirá ante Dios. El cántico de alabanza se cantará no solo durante el tiempo de nuestra peregrinación, sino durante toda la eternidad.

6.5 - El real sacerdocio

Estos capítulos del Levítico nos mostraron cómo los israelitas llevaban ofrendas a Dios. Ahora, los creyentes somos piedras vivas; somos edificados como casa espiritual, como sacerdocio santo para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. Bajo la ley, se podía presentar a Dios lo que él demandaba, y nutrirse de los sacrificios; pero la parte del cristiano es más amplia. Sin duda, lo más importante es ofrecer a Dios sacrificios espirituales: adorarlo por lo que él es en sí mismo, bendecirlo por todo lo que hizo por nosotros; luego gozarnos en su presencia y nutrirnos del infinito amor de su Hijo.

Pero, bajo la ley, época del «vallado», del «redil» judaico (Marcos 12:1; Juan 10:1, 16), Israel ignoraba el real sacerdocio: «Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe. 2:9). Si bien nuestro primer privilegio es ofrecer a Dios sacrificios espirituales, también somos invitados a anunciar a los demás las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable. Al salir del santuario, podremos dar a conocer al mundo de donde hemos sido sacados, esta gracia, este amor, esta luz de que gozamos.

Es lo peculiar de la gracia, de esta gracia que nada retiene, pero que se extiende hasta los confines de la tierra según la promesa hecha por el Señor Jesús mismo por medio de la voz profética: «Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra» (Is. 49:6).

Que podamos responder al pensamiento de Dios ofreciendo sacrificios espirituales y nutriéndonos de Cristo, a la vez que proclamando a nuestro alrededor las maravillas de su gracia.