La mansedumbre y la dulzura de Cristo


person Autor: Sin mención del autor

flag Temas: La prenda del cristiano Sus glorias morales, las ofrendas y los perfumes


(Extracto de una antigua revista)

Hay una voz muy profunda de instrucción en el llamamiento del apóstol a los corintios: «Os ruego por la mansedumbre y la bondad de Cristo, yo mismo Pablo» (2 Cor. 10:1).

Si recorremos por nosotros mismos el itinerario del Señor en este mundo, en las diversas escenas en las que está presentado, ¿qué golpea nuestro corazón? ¿Qué nos hace sentir la distancia inconmensurable que lo separa de cualquier otro personaje que hayamos conocido o que nunca vayamos a contemplar? ¿No es su humilde mansedumbre, su bondad y amabilidad, su indecible humildad, en contraste con todo lo que lo rodeaba, y en contraste con todo lo que conocemos de nuestras propias mentes y de este mundo? Pensad en él en presencia de sus enemigos y de sus provocaciones. Piense en él en relación con sus discípulos aburridos y poco entusiastas: ¡cómo hace frente a sus dificultades! ¡Cómo soporta su ignorancia! ¡Cómo corrige sus prejuicios! Cada escena en la que lo vemos añade una nueva ilustración de la verdad de sus palabras: «Soy manso y humilde de corazón» (Mat. 11:29), hasta que la impresión general se hace irresistible.

La mansedumbre se manifiesta sobre todo en la forma de tratar con lo que es contrario a nosotros de cualquier manera. La mansedumbre se ejerce en las relaciones activas con los demás. Fíjese en lo directamente grabado y enseñado que está este espíritu en el Nuevo Testamento.

En primer lugar, el apóstol Pedro nos enseña que la vocación característica del cristiano, en lo que se refiere a este mundo, es hacer el bien en él e incluso sufrir por ello, y aceptarlo con paciencia (véase 1 Pe. 2:20-23). Y al sufrir por la justicia, sobre la que nuestro Señor ha pronunciado su bendición, el mismo apóstol dice: «Santificad a Cristo como Señor en vuestros corazones; y estad siempre dispuestos a responder con bondad y respeto a todo el que os pida razón de la esperanza que hay en vosotros» (1 Pe. 3:15). Y cuando habla de la vestimenta adecuada de las mujeres cristianas a la luz de Dios, dice que: «Que vuestro atavío no sea exterior: trenzado de cabellos, adornos de oro, o vestidos lujosos, sino el de la persona interior, del corazón, en el atavío incorruptible de un espíritu afable y apacible, que es de gran valor ante Dios» (1 Pe. 3:3-4). Nuestro Señor, dando las características de los que participarán con él en su reino, dice: «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mat. 5:5).

El apóstol Santiago, presentando el espíritu con el que se ha de recibir la palabra divina, dice: «Rechazando toda inmundicia y toda profusión de maldad, recibid con mansedumbre la palabra implantada, que es poderosa para salvar vuestras almas» (Sant. 1:21). Y de nuevo: «Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes» (Sant. 4:6).

Si volvemos a las Epístolas de Pablo, encontramos este espíritu en la Epístola a los Efesios, que nos habla del caminar digno del cristiano: «Yo, pues, prisionero en el Señor, os exhorto a que andéis de manera digna del llamamiento con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, soportándoos unos a otros en amor» (4:1-2). En la Carta a los Colosenses, dice: «Como escogidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de compasión, bondad, humildad, afabilidad, paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros, si alguien tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, haced también vosotros» (3:12-13). En la Epístola a los Gálatas, dice: «El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio» (5:22-23). En la misma Epístola, nos enseña con qué espíritu debe administrarse la disciplina fraterna, para que sea eficaz. «Hermanos, si alguien es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, reataurad a asa persona con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado» (6:1). En su Primera Epístola a Timoteo, dice: «Pero tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre» (6:11). Y en la Segunda Epístola, donde Timoteo se preocupa especialmente de actuar correctamente en medio de la oposición, el mal y la corrupción de la verdad, dice: «Pero evita las cuestiones necias e insensatas, sabiendo que engendran contiendas. Un siervo del Señor no debe altercar, sino ser amable con todos, apto para enseñar, sufrido, instruyendo a los opositores con afabilidad; por si acaso Dios les concede arrepentimiento para conocer la verdad» (2:23-25).

Por último, en la Epístola a Tito, hablando del deber de los cristianos en su comportamiento con las autoridades del mundo, les exhorta a: «Que se sometan a los gobernantes y a las autoridades, que sean obedientes, que estén preparados para toda obra buena, que a nadie difamen, que no sean pendencieros, que sean afables y muestren una perfecta mansedumbre para con todos los hombres» (3:1-2).

No hay una relación de vida, ni una condición en la que podamos encontrarnos, que no exija de nosotros este espíritu… ¿En qué medida se manifiesta en mí la «mansedumbre y la bondad de Cristo»? ¿Y hasta qué punto es necesario el estudio personal diario, en presencia de nuestro manso y tierno Señor y Maestro, para conseguirlo?

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David dijo: «Tu benignidad me ha engrandecido» (2 Sam. 22:36); y de Moisés se dice que era «manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra» (Núm. 12:3). Estos 2 fueron siervos notables de Dios, pero sus caracteres de mansedumbre y gentileza no son los que más estiman los hombres, y no les habrían permitido ocupar un lugar elevado en el mundo de los hombres. ¿Deseamos vivamente estas características, que se ven en estos 2 hombres de Dios y que se manifestaron en su perfección en Jesús nuestro Salvador?


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