La obra del Señor en el mundo

Plan – Método – Poder


person Autor: Frank Binford HOLE 119

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«Entonces los reunidos le preguntaron: Señor, ¿restituirás en este tiempo el reino a Israel? Pero él les respondió: No corresponde a vosotros saber los tiempos ni las circunstancias que el Padre ha puesto bajo su propia autoridad; pero recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo; y seréis mis testigos, no solo en Jerusalén sino también en toda Judea, Samaria y hasta en los últimos confines de la tierra» (Hec. 1:6-8)

Cuando fueron pronunciadas estas palabras, los discípulos se encontraban en el umbral de una nueva dispensación. Acababan de producirse grandes acontecimientos –la muerte y resurrección de Cristo– y otro gran acontecimiento –la venida del Espíritu– era inminente. Estaba claro que el antiguo orden de cosas iba a derrumbarse y desaparecer y que el nuevo orden se vislumbraba en el horizonte. Los discípulos se encontraban, pues, entre dos dispensaciones.

En estas circunstancias, era natural que se preguntaran cuál sería el carácter y el plan divino de la nueva dispensación en la que iban a entrar.

La pregunta que formularon al Señor resucitado se basaba en dos consideraciones:

En primer lugar, todavía estaban muy influidos por sus aspiraciones nacionales, que hacían de Israel, de su futuro y de su gloria, el pensamiento primordial. En segundo lugar, más que promesas de orden general, su curiosidad natural deseaba detalles sobre cuándo se cumplirían las profecías tanto tiempo postergadas.

Sin embargo, el Señor no satisfizo su curiosidad. Las cuestiones de tiempo solo dependen del Padre. Más bien dirige su atención hacia el método por el cual el programa divino de la dispensación –cual sea– podrá llevarse a cabo a través de los discípulos, y sobre el poder que les permitirá llevarlo a cabo.

Sin embargo, no hay que concluir que no podemos conocer el plan divino. El Señor ya habló de él en una parábola. Él, el buen Pastor, entró en el redil judío, no para quedarse allí, sino para llamar a sus ovejas por su nombre y conducirlas fuera, a una nueva esfera de vida y bendición. Y añadió: «Otras ovejas tengo que no son de este redil; a estas también tengo que traer, y oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Juan 10:16). Debemos leer atentamente el comienzo de este capítulo para comprender el alcance de las palabras del Señor. Él deja claro que el plan divino es reunir a los judíos –haciéndolos salir del judaísmo–, y a las naciones –fuera del paganismo–, y hacer de ellos una sola entidad en torno a un centro: Él mismo.

Tras la ascensión del Señor y el envío del Espíritu Santo, los apóstoles dijeron lo mismo, mostrando que comprendían plenamente la naturaleza del plan divino. En la primera gran conferencia que hubo en Jerusalén, Santiago dice: «Simón ha referido cómo Dios visitó por primera vez a los gentiles, para tomar de entre ellos un pueblo para su nombre» (Hec. 15:14), y luego muestra que esta concepción del plan divino está en armonía con los escritos del Antiguo Testamento. Esto corresponde a la enseñanza del Señor en Juan 10.

Por tanto, el plan divino para esta dispensación puede resumirse en pocas palabras: Dios envía el Evangelio a todas las naciones, con el fin de reunir un pueblo para el nombre de Cristo, a saber, «la Iglesia».

Pero, ¿por qué método alcanzar ese propósito? Es la simplicidad misma. El Señor dijo vosotros «seréis mis testigos» entre todas las naciones. No se establecen disposiciones elaboradas ni mecanismos complicados. Cristo y todo lo que él representa son el objeto del testimonio, y cada discípulo, en su propia medida, debe dar ese testimonio. Así es como se llevará a cabo el plan.

Si un programa tan vasto se lleva a cabo con un método tan sencillo, cabe pensar que detrás de él hay un gran poder. Esto es precisamente lo que dice el Señor: «Recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo». Es en el don del Espíritu Santo donde reside el poder, no en otra parte. Él les daría la capacidad de dar testimonio, y daría efecto a ese testimonio sacando de las naciones un pueblo para el nombre de Cristo.

Todo el libro de los Hechos de los Apóstoles ilustra esto. Vemos al Espíritu Santo obrando muchas veces a través de los apóstoles, y a través de hombres menos prominentes, pero igualmente dedicados al Señor. Cada siervo, grande o pequeño, se dejaba guiar por el mismo Señor y contaba con el poder y la eficacia del mismo Espíritu. Así, sin organización ni disposición humana, los hombres estaban disponibles para cualquier misión, y la obra progresaba con un éxito notable y sobrenatural.

¿Vemos hoy algo semejante? Nos tememos que solo en contadas ocasiones. ¿Por qué? Generalmente, es porque somos culpables de no conocer bien el plan divino, o de desviarnos del método divino, o de ignorar el poder divino; pero tal vez seamos culpables de las tres cosas a la vez.

 

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En la literatura misionera actual, se encuentra comúnmente la expresión “la conquista del mundo para Cristo”; pero tal expresión no se encuentra en la Escritura. Los reinos de este mundo se convertirán en el «reino del mundo de nuestro Señor y de su Cristo» (Apoc. 11:15), pero como resultado de desgracias y juicios, no como resultado de la predicación del Evangelio. Hay una gran diferencia entre “someter el mundo a Cristo” y “reunir personas del mundo para Cristo”. El plan divino es uno u otro, pero no ambos.

Podríamos preguntarnos si equivocarnos en esto es muy importante. Algunos pretenden que no, y que, si un cristiano es sincero y difunde el verdadero Evangelio, su punto de vista sobre el asunto no importa. Nosotros decimos, por el contrario, que tendrá un grave impacto en sobre sí mismo, si no en los demás.

Esto orientará su posición en relación con el mundo; en la historia del cristianismo, el punto más crítico de los ataques de Satanás contra la Iglesia y los creyentes individuales, está justo aquí.

«Ahora es el juicio de este mundo»; dice el Salvador, anticipándose a la cruz (Juan 12:31). El mundo como sistema está condenado. Tanto los judíos como las naciones estaban implicados en el rechazo del Hijo de Dios; todos han perdido la condición que tenían ante Dios. A los 3.000 judíos que le preguntaron a Pedro qué debían hacer, Pedro no les dijo que conquistaran a la nación judía para Cristo, sino que les dijo: «¡Salvaos de esta generación perversa!» (Hec. 2:40).

De hecho, el discípulo del Señor que es fiel al plan divino, se aparta del mundo, de acuerdo con la oración del Señor al Padre por los suyos en Juan 17:16-19. Esta separación lleva a los que se convierten –que son entregados por Dios al obrero como fruto de su trabajo– a que ellos también sean liberados del mundo. Mientras que, “conquistar el mundo para Cristo”, significa que la luz y las bendiciones cristianas deben someter y adornar el mundo, y también significa que tanto el obrero como el convertido permanecen atados al mundo.

Este es un complot profundamente tramado por Satanás, porque, así como un cable eléctrico debe estar aislado de la tierra para conducir la corriente, así, uno de los grandes requisitos para tener poder espiritual, es que el que lleva ese poder se mantenga apartado del mundo.

Muchos de los que sostienen este punto de vista erróneo tienden a desviarse aún más del plan divino sustituyendo “la cristianización del mundo” por “la conversión del mundo”. De hecho, este último objetivo se aleja cada vez más, ya que la tasa de crecimiento de las conversiones en relación con la población mundial disminuye constantemente. ¿Qué hacer? Debemos detenernos y reexaminar la teoría para ver si está en conformidad con la Palabra de Dios. Por desgracia, no; la teoría es a menudo ampliada y adaptada a esta decepcionante comprobación sustituyendo “convertir” por “cristianizar”.

No nos equivoquemos, si los países que durante mucho tiempo han sido considerados "el campamento base de las misiones extranjeras” están marcados por las deserciones y la debilidad –que todo creyente sincero deplora– es porque los auténticos conversos son cada vez menos numerosos que los cristianos profesos sin vida. ¿Vamos a trabajar para reproducir este triste estado de cosas en los nuevos campos de misión? ¡Que Dios nos libre!

Solo hay un remedio. Volver al plan original de Dios para esta dispensación, con mayor fidelidad y sumisión.

No es fácil para nosotros ser sencillos y proseguir incansablemente el servicio al que el Señor nos ha llamado, poniéndonos bajo su guía. Sin embargo, este es el camino del discípulo que indica la Escritura, tanto en principio (Hec. 20:32; Rom. 14:4; 2 Tim. 2:15) que como ejemplo (Hec. 8:26; 11:19-21; 16:6-9).

Cristianizar o convertir el mundo, requiere muchos recursos. Para sacar a un pueblo de entre las naciones para el nombre de Cristo, el método divino, aunque muy sencillo, es el más eficaz. Las almas salen del mundo a Cristo según los fieles testimonios que presentan al mismo Cristo. Suponiendo que exista tal testimonio fiel a Cristo, basta con que cada siervo dependa directa y personalmente de Cristo como Cabeza y Señor para lograr su objetivo.

El liderazgo del Señor Jesús puede pasar rápidamente desapercibido. Escuchemos lo que se dice:

“Una buena estrategia misionera es esencial para que las misiones ... logren los mejores resultados. Deben desalentarse las misiones pequeñas e independientes que trabajan sin un plan elaborado y sin un conocimiento suficiente del terreno”.

“En un terreno tan difícil, solo las sociedades con amplia experiencia son capaces de hacer frente a la situación”.

“¿Cuántos misioneros se necesitan para evangelizar el país en nuestra generación? La respuesta a esta pregunta fue dada por una... conferencia: La cuestión fue examinada científicamente. Se ha calculado que se necesitaría un misionero por cada 25.000 personas”.

Estas frases fueron sin duda escritas por cristianos sinceros. Lo que expresan es probablemente considerado por la mayoría como una buena práctica empresarial y de sentido común. Pero esta visión de la obra del Señor no está de acuerdo con las Escrituras.

¿Qué tiene que ver el siervo de Cristo, ya sea un apóstol del primer siglo o un creyente del siglo 20, con la “buena estrategia”, los “planes elaborados” o los “cálculos científicos”? Nada, ¡absolutamente nada!

Los apóstoles volvieron a Jerusalén con estas palabras resonando en sus oídos: «Seréis mis testigos». ¿Cómo lo hicieron? ¿Nombraron un comité para “conocer bien el campo” de misión, para hacer “cálculos científicos”, para decidir la “estrategia correcta” y hacer “planes elaborados”? No, simplemente se arrodillaron como niños pequeños y, cuando recibieron el poder de lo alto, comenzaron inmediatamente a dar testimonio de Cristo, aprovechando con valentía cada oportunidad que se les presentaba. Aunque fueron llamados por el Señor a una posición de autoridad en la Iglesia (análoga a la de un oficial en comparación con un soldado raso), reconocían que no debían planificar una campaña, sino hacer lo que se les había dicho. Tenían absoluta confianza en su gran Comandante; su “buen conocimiento”, su “estrategia”, sus “planes” eran suficientes para ellos; y se contentaban con seguir sus instrucciones, ya fueran transmitidas directa o providencialmente.

El libro de los Hechos, así como algunos pasajes de las epístolas de Pablo sobre su ministerio, nos muestran el asombroso éxito que el gran «Príncipe y Salvador» (Hec. 5:31) lideró su campaña desde su asiento en el cielo. En 30 años, el Evangelio fue predicado en su totalidad “desde Jerusalén y sus alrededores hasta Ilírico”, y ello por medio de un solo hombre, el apóstol Pablo, con la ayuda de unos pocos colaboradores. Si hay un fallo en esta historia, es cuando este eminente siervo de Dios, en celo bienintencionado por su propia nación, elaboró su propio “plan” para subir a Jerusalén, creyendo que tenía un “buen conocimiento” de ese terreno, más que cualquier otro. A partir de entonces, su libertad quedó restringida; fue hecho prisionero y llevado a Roma.

En Hechos 11:19-21, unos pocos hombres comunes –ni siquiera se nombran– salieron de Jerusalén para ir a la región de Antioquía. Si hubieran vivido en el siglo 20, probablemente habrían sido descritos como una pequeña misión independiente, “trabajando sin un plan elaborado y sin un conocimiento suficiente del terreno” y, por tanto, habrían sido disuadidos, según el autor citado. Pero su gran Maestro, el Señor Jesús, pensaba de otro modo. Su mano estaba con ellos y hubo resultados maravillosos que llevaron a la formación de una de las iglesias más grandes de los primeros tiempos.

Estos hombres de Chipre y Cirene trabajaban independientemente de los apóstoles, pero, por supuesto, totalmente dependientes de Dios. No se preocupaban por la “estrategia” porque, lejos de ser líderes, eran meros soldados. Tampoco hacían planes, elaborados o no, ni buscaban a que Dios se alineara a sus disposiciones. Más bien, buscaban los planes de Dios y eran humildes de espíritu para acomodarse a Sus disposiciones.

En aquel tiempo, habiendo sido martirizado Esteban, Dios apartó definitivamente a la perversa nación judía y envió el Evangelio a las naciones, como atestigua el caso de Cornelio (Hec. 10). Los enviados, actuando de acuerdo con este cambio divino, «hablaron también a los griegos, publicando la buena nueva del Señor Jesús». No hacían un discurso sentimental sobre «Jesús», como muchos hacen hoy, predicaban a Jesús como Señor. «La mano del Señor estaba con ellos», por eso, «una gran multitud creyó y se convirtió al Señor» (véase Hec. 11:20-21).

Estos humildes enviados no pertenecían a ninguna sociedad misionera y no tenían ninguna de sus pretendidas cualificaciones, pero “obtuvieron los mejores resultados”. Ganaron muchos conversos, y estos se apegaron no solo a los predicadores, sino al Señor.

 

* * * *

 

Probablemente que todos los cristianos están de acuerdo en que el Espíritu Santo es el poder necesario para el servicio cristiano, pero preguntémonos cómo ejerce su poder. ¿Apoya él nuestros planes para el Señor, o condesciende a usarnos como instrumentos para llevar a cabo los planes del Señor? En otras palabras, ¿lo utilizamos nosotros a él, o es él quien nos utiliza a nosotros?

La primera afirmación corresponde, obviamente, a las ideas que hemos cuestionado anteriormente. Y nótese que, en este caso, habiendo establecido grandes e influyentes sociedades y formado elaborados planes, si pudiéramos utilizar al Espíritu según nuestras propias disposiciones, y realizar campañas exitosas, todo sería para crédito y gloria de –¡nosotros mismos!

Por el contrario, si un siervo de Cristo permanece en su pequeño lugar, busca los planes del Señor en su comunión, se somete enteramente a su Espíritu y se deja usar por él, el éxito que logre –aunque no sea exactamente lo que pensaba– ¡será para la gloria de Dios!

Cuando, después de haber hecho atravesar el Jordán a Israel, Josué vio al hombre con la espada en la mano, pensó que había venido a ayudar a Israel o a los enemigos de Israel. El misterioso desconocido le aclaró las ideas. No había venido como ayudante, sino como líder. Dijo: «No; mas como Príncipe del ejército de Jehová he venido ahora» (Josué 5:14). Hoy, el lugar del Espíritu en los ejércitos del Señor es similar a este.

¿Creemos realmente en la presencia y el poder del Espíritu de Dios? Podemos hacernos esta pregunta, leyendo los siguientes extractos:

“La necesidad más urgente… es el apoyo financiero, sin el cual, cuales sean las puertas abiertas, lo que hacen los siervos, o los llamados urgentes de los que perecen en las tinieblas, somos impotentes”.

“Nada es más importante que aprender a hacer liberar el poder financiero del mundo, mediante oraciones insistentes y fervientes. Satanás sabe que, manteniendo el dinero en sus garras, todas las obras que nos ocupan se estancarán y será imposible cualquier otra victoria para nuestro Rey”.

“Nada puede obstaculizarnos sino las finanzas”.

¿Es esto realmente así? El Espíritu de Dios vino a la tierra como el siervo de los propósitos de Dios (véase Lucas 14:17). Él es quien obliga a la gente a entrar en el banquete del Evangelio. ¿Se detendrán sus operaciones si Satanás tiene el control del dinero?

En los días de los apóstoles, había un gran poder, pero no era el poder del dinero. Inmediatamente después del gran triunfo de Pentecostés, Pedro dijo: «Plata y oro no tengo» (Hec. 3:6). Pablo, repasando gran parte de su vida, habló de «hambre y sed», «con frío y desnudez» (2 Cor. 11:27).

Pocos cristianos son tan pobres como para verse privados del gran privilegio de dar de sus bienes materiales o dinero para la obra del Señor. Quiera Dios que todos seamos mucho más conscientes de nuestra responsabilidad y privilegio en este asunto; pero no sobrevaloremos la cuestión del dinero, que es una de las menos importantes.

De hecho, lo que generalmente obstaculiza la obra de Dios se encuentra en casi todos los ámbitos, excepto en el financiero. Las sociedades misioneras evangélicas británicas manejan por sí solas uno o dos millones de libras al año [1] y, sin embargo, es sorprendente que todos estos gastos conduzcan a pocos resultados. ¿A qué se debe esto? Diríamos que se debe:

[1] NdT. Este artículo fue escrito, aproximadamente, en la primera mitad del siglo 20.

 

1. A los daños causados por la falsa doctrina en la iglesia profesa. son tan importantes en todas direcciones que es casi la apostasía.

2. Al mundo que invade la Iglesia; esto lleva a la adopción de métodos mundanos en la obra del Señor, lo que mina su poder espiritual. Habiendo perdido la Iglesia su nazareo, su poder ha desaparecido, del mismo modo que Sansón.

3. Al estado de fragmentación en que se encuentra la Iglesia, como consecuencia de los dos puntos anteriores.

Estas son las cosas que conducen a «entristecer» o «apagar» al Espíritu, y a la decadencia del poder.

Si se puede añadir una cuarta razón a las anteriores, es la gran medida en la que el Espíritu de Dios es ignorado o relegado a un segundo plano en este asunto. En 1 Corintios 2, Pablo pasa revista a su ministerio y, siete veces, hace hincapié en el Espíritu de Dios. El poder del intelecto de la “sabiduría humana» queda totalmente descartado (v. 13). Incluso rechaza la «excelencia de palabra» o la «sabiduría» de un hombre espiritual como él (v. 1). Ni siquiera menciona aquí el dinero, y ciertamente no del dinero del mundo, aunque sí estimula la generosidad de los santos un poco más adelante.

¡Qué triste es ver a un siervo de Dios corriendo hacia el mundo y rogándole que comparta sus finanzas con él! El mundo podría replicar desdeñosamente: “¿Qué? ¿No tiene vuestro Dios la capacidad y la previsión de nuestros comerciales? ¿No puede proveer a su obra? ¿O es que os habéis apartado de sus directivas y, faltos de su apoyo, acudís a nosotros?

Hermanos, ¡hagámonos estas preguntas y dejemos que nos ejerciten! Entonces, por gracia, podremos evitar estos errores y la humillación de que el mundo nos haga tales preguntas.

 

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Si lo que se acaba de decir toca vuestra conciencia y está de acuerdo con la Escritura, pónganlo en práctica.

No considera esto como un ideal religioso, hermoso en teoría, pero irrealizable en la práctica.

Estas son las instrucciones divinas y lo que hacían los primeros cristianos. “Volver al plan divino, al método divino y al poder divino” tal debería ser nuestra consigna. Nuestra responsabilidad es adoptarla, sin esperar a que otros lo hagan.

Pidamos a Dios la gracia de servir de este modo.


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