El apóstol Pablo, un siervo modelo
1 Tesalonicenses 2:3-12
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En estos versículos el apóstol pone al descubierto los secretos de su corazón con respecto a su obra de predicación del Evangelio, y expone todos sus motivos ante Dios y los hombres. Viviendo y trabajando en la luz, nada tenía que ocultar y, guiado por el Espíritu Santo, habla de sí mismo de esta manera para que todos los que sirven en el ministerio de la Palabra puedan beneficiarse de su ejemplo. Va directamente a la raíz del asunto, señalando que fue «aprobado por Dios, para que se le confiara el Evangelio» (v. 4). Reconociendo esto, añade (si todos los que dicen ser enviados de Dios pudieran usar ese lenguaje): «Así hablamos, no como agradando a los hombres, sino a Dios que prueba nuestros corazones».
El predicador tiene ante él los rostros de los hombres, y todo siervo ha conocido la tentación de tratar de agradar a su auditorio: el antídoto contra esta trampa reside, pues, en recordar la fuente del servicio, y la responsabilidad que de él se deriva de agradar a quien le ha alistado para la guerra como buen soldado de Jesucristo (2 Tim. 2:3-4). Es entonces cuando podrá hablar como de parte de Dios, delante de Dios, hablando en Cristo (2 Cor. 2:17); porque el hombre desaparecerá, y solo Dios estará delante de su alma. Así fue con Pablo, y por eso pudo afirmar que nunca había usado (1) ninguna palabra de adulación (y apela a aquellos a quienes escribió para confirmar el hecho), ni (2) «con pretexto de avaricia» (y Dios era su testigo), ni (3) aunque era apóstol de Cristo y podría haber hecho sus reclamaciones oficiales, buscó la gloria que viene de los hombres, ni de los tesalonicenses ni de otros hombres. No tenía ningún deseo para sí mismo en su trabajo.
Por otra parte, era (1) amable con ellos «como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos» (v. 7); entonces (2) su corazón era tan grande para ellos, que estaba dispuesto a comunicarles, no solo el Evangelio de Dios, sino también su propia vida, porque habían llegado a ser muy queridos para él. Además, les recordaba que había trabajado día y noche para no serles una carga cuando les predicaba el Evangelio; y apelaba a ellos y a Dios como testigos de su forma de vida, habiéndose comportado «santa, justa e irreprochablemente» con los que creían. Finalmente, «como un padre a sus propios hijos», había «exhortado y consolado» a cada uno de ellos, y «testificado» que debían andar de una manera digna de Dios, que los llama a su propio reino y gloria (v. 11-12).
¡Qué imagen de un siervo fiel, desinteresado, devoto y lleno de amor! Y ¡cuántos de nosotros somos reprendidos considerándola!
De la revista «Christian's Friend», vol. 13, 1886, p. 25, y sig.