Vestidos de Cristo
«Nuestra posición en él»
Autor:
El lugar del creyente delante de Dios
Tema:Creado a imagen de Dios, el hombre fue colocado en un jardín de delicias para disfrutar, para cultivarlo y conservarlo. Recibió el mandamiento de comer libremente de todos los árboles del jardín, excepto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Inocente, es decir, libre de culpabilidad e ignorante del mal, su felicidad estaba sin embargo condicionada, ligada a la obediencia. Dios había hablado, no había duda, pero Satanás introdujo la duda: «¿Conque Dios os ha dicho?» (3:1). Se trataba de una ofensa a la palabra divina, una trampa en la que cayó la primera pareja. Al no haber repelido al enemigo con la Palabra de Dios, como hizo el Señor en la tentación, y al no haber hecho que esta palabra tuviera autoridad en su corazón, el primer hombre desobedeció; ahora es culpable. Leemos en el último versículo del segundo capítulo del Génesis que el hombre y la mujer estaban desnudos y no se avergonzaban de ello. ¿Por qué? Porque eran inocentes. Con palabras seductoras Satanás había dicho: Dios sabe que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal. En efecto, después de la caída, sus ojos se abrieron para ver con vergüenza su estado culpable, desnudo y expuesto. Obtuvieron el conocimiento del bien y del mal que antes no tenían, y en esto Satanás tenía razón al menos en parte. Pero no les había dicho que conocerían el bien sin poder hacerlo y el mal sin poder escapar de él. A partir de entonces, sus ojos fueron abiertos para comprobar su ruina, su condición en pecado bajo la esclavitud de Satanás; ¡qué descubrimiento!
Tengamos en cuenta que el Señor fue el único hombre en la tierra con un conocimiento perfecto del bien y del mal mientras era inocente, lo que no era el caso de Adán en el Edén.
¿Qué hace el hombre? Leemos en el versículo 7 del capítulo 3: Cosieron hojas de higuera y se hicieron delantales con ellas. Se trata de un intento humano de cubrir un estado de pecado, una imagen de la propia justicia de la que el incrédulo intenta adornarse, con la esperanza de ser aceptado por un Dios santo. Pero vemos que esta prenda no disipa el temor, y en cuanto se oye la voz de Dios, Adán se esconde entre los árboles del jardín. Solo Adán es llamado y no su mujer, que había pecado primero. Como cabeza de la mujer, era responsable, y en esto reside una gran lección. Lo mismo ocurrió más tarde, cuando el Señor vino contra Moisés, responsable de la circuncisión de su hijo (Éx. 4:24). A la pregunta de Dios: «¿Dónde estás tú?», el hombre culpable debe responder: «Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí» (v. 10). Es consciente de que el delantal de hojas de higuera no cubre su culpabilidad ante Dios. Por eso debe decir: Estoy desnudo. Ah, la religión sin Cristo, la profesión sin vida, es en verdad un lecho demasiado corto para acostarse y una manta demasiado estrecha para envolverse (Is. 28:20). Job, propio justo, dijo: «Me vestía de justicia, y ella me cubría; como manto y diadema era mi rectitud» (29:14). Pero cuando a través de la prueba fue llevado a discernir su condición, desnudo y descubierto ante Dios, pudo decir: «Yo hablaba lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía… De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (42:3, 5-6). Entendemos entonces la voz del Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios que dice a Laodicea, a aquel que declara: «¡Soy rico, me he enriquecido, y de nada tengo necesidad! Y no sabes que tú eres el desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo; te aconsejo que compres de mí oro acrisolado en el fuego, para que seas rico; y vestiduras blancas, para que te vistas, y no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y colirio, para ungirte los ojos, para que veas» (Apoc. 3:17-20).
¿Qué hace Dios? Llama a su criatura caída y culpable, y la pregunta: «¿Dónde estás tú?», pone en evidencia dos cosas: en primer lugar, que el hombre se ha alejado, y en segundo lugar, que Dios lo busca, no queriendo dejarlo en esa lejanía, sin ninguna relación con él. Adán lo había perdido todo: su inocencia, su dignidad, su felicidad, pero es precisamente cuando el hombre culpable, consciente de la ineficacia de sus esfuerzos y de la realidad de su miseria, declara: estoy desnudo, cuando Dios puede manifestarse en gracia y desplegar los recursos de su amor.
Adán y Eva se habían preparado un vestido sin valor, pero Dios les había preparado otro vestido que sería el único que les permitiría presentarse de nuevo ante Él. Era una prenda de piel, que originalmente tenía una víctima, la sangre, la muerte. Leemos: «Y el Señor hizo a Adán y a su mujer vestidos de piel y los vistió» (3:21). El hombre pecador solo puede ser visto por Dios que revestido de Cristo, que es su única salvación, su justicia, su santidad, su aceptación.
La Palabra de Dios nos habla con frecuencia de la ropa, pero es de gran importancia distinguir entre el hecho de que el creyente está vestido de Cristo y nuestra responsabilidad de vestirnos nosotros mismos. Cuando se trata de la vestidura de la salvación y, por tanto, de nuestra posición ante Dios en el Señor, estamos vestidos. Por eso leemos: Los vistió (v. 21). Pero luego, como creyentes, estamos llamados a proporcionar una conducta acorde con nuestra posición, a manifestar los caracteres de Cristo, los del hombre nuevo, y en este sentido se nos exhorta a revestir prácticamente el Señor Jesucristo (Rom. 13:14). Este es, pues, el tema de nuestra responsabilidad, que no nos ocupa ahora.
Así, revestidos de Cristo, esa vestidura divina de amor y gracia, preparada a su tiempo, tenemos plena certeza de fe, siendo hechos aceptables en el Amado. En la adoración podemos decir con el profeta: «Me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia» (Is. 61:10). En el capítulo 7 del Levítico, versículo 8, leemos: «La piel del holocausto que ofreciere será para él». Así también nuestro adorno ante Dios no es otro que la Persona de Aquel que, por el Espíritu eterno, se ofreció a Dios sin mancha.
Si el final del capítulo 3 del Génesis pone ante nosotros los recursos de la gracia, también encontramos allí la manifestación más temprana del gobierno de Dios, un principio divino establecido en el curso de las Escrituras. No distinguir entre la gracia y el gobierno de Dios, es perder el beneficio de una parte importante de las enseñanzas de la Palabra. Adán y Eva son a la vez objeto de la gracia y del gobierno.
En su gracia, Jehová los vistió con el manto de la justicia, pero al mismo tiempo fueron puestos bajo el gobierno divino, consecuente a su falta. Aunque vestidos, son expulsados del jardín de las delicias, a una tierra maldita por su causa, que a partir de entonces produce espinas y cardos; en esto consiste el gobierno. La gracia y el perdón liberan su conciencia del peso de la culpa, pero no quita el sudor de su frente. La gracia pura, perfecta e incondicional los reviste, pero el gobierno coloca a los querubines cuya hoja de espada giraba aquí y allá, cerrando el camino al árbol de la vida. Dios no quiere que el hombre culpable extienda su mano para tomar del árbol de la vida y comer de él. No lo olvidemos nunca: La realidad del perdón no detiene los efectos del gobierno, y la marcha inflexible del gobierno no puede poner en duda la liberalidad de la gracia.
Como escribió uno de nuestros predecesores: “Con demasiada frecuencia se confunden la gracia y el gobierno; y entonces, como consecuencia necesaria, se priva a la gracia de su fragancia, y al gobierno de su solemne dignidad… El gobierno de Dios expulsó al hombre, pero no antes de que la gracia de Dios le hubiera perdonado y revestido…”. La gracia ciertamente perdona, perdona libre, plena y eternamente, pero también, lo que el hombre siembra, eso también cosechará (Gál. 6:7). La belleza de la gracia y la dignidad del gobierno, ambas cosas son divinas. Añadamos que el creyente que ha faltado puede conocer el ardor del gobierno divino, aunque haya confesado su falta y sea restaurado. Pasará entonces por el gobierno que acepta y comprende, en comunión con Aquel que se lo inflige. Así tendrá experiencias benditas. Tal fue el caso de Moisés, privado de la tierra prometida, pero que la contempló desde el monte Nebo, con ojo no disminuido, tal como Jehová la dio y en compañía de su Dios. Del mismo modo, David, sufriendo las consecuencias de su pecado con la mujer de Urías, perdió sucesivamente cuatro hijos, según la medida del juicio que él mismo había pronunciado a Natán (2 Sam. 12:6). Más tarde, huyendo de Absalón, lo vemos subiendo al monte de los Olivos, subiendo y llorando (2 Sam. 15:30). En virtud de su gracia y de la confesión del rey, Jehová ha pasado por alto su pecado, pero esto no excluye el gobierno de Dios, que David conoce en toda su severidad. Hecho sorprendente, David, en esta escena, es un tipo del Señor que sube a la montaña donde se cumplen los consejos de Dios, pero el tipo más elocuente, incluso el más completo, siempre está por debajo de la medida del antitipo perfecto que prefigura.
Podríamos multiplicar los ejemplos contenidos en la Palabra, pero ¿no saboreamos a veces la realidad del perdón de los pecados cometidos y confesados, mientras sufrimos las consecuencias que de ellos se derivan? Así, Adán y Eva salieron del Edén, llevando la preciosa muestra de la gracia gratuita de Dios, pero para trabajar penosamente todos los días de su vida.
Pasemos a otro ejemplo de un hombre revestido, el del hijo pródigo. El relato de Lucas 15:11-32 nos resulta familiar, pero nuestras meditaciones no pueden agotar su riqueza. Esta parábola nos presenta el regreso y la acogida del pecador arrepentido. Habiéndose alejado de Dios, este hombre era tan culpable cuando cruzó el umbral de la casa paternal como cuando comía las vainas de los cerdos, desprovisto de todo, en un estado de pecado y degradación. Fue allí donde actuó la gracia, produciendo en él la conciencia de su condición, la convicción de pecado, la apreciación de las bendiciones despreciadas, la confianza en la bienvenida que le daría su padre, y la energía para abandonar aquel lugar de perdición. Con amor y solicitud, su padre le espera y, al verle regresar, corre a su encuentro. Se le echa al cuello, cuando todavía estaba vestido con harapos, y le cubre de besos incluso antes de que el hijo diga una palabra. Entonces, este confiesa su condición, reconoce su indignidad, lo que era indispensable; pero no puede decir: «Trátame como a uno de tus jornaleros» (v. 19), lo que habría sido una ofensa a los recursos del amor y al hecho de que correspondía solo al padre decidir sobre la posición de su hijo.
Los pensamientos y la confianza que animaban el corazón del hijo en su camino hacia su padre no alcanzaron la medida de la gracia que se le mostró cuando fue recibido en los brazos de quien le esperaba. Sin embargo, esta reconciliación tiene lugar fuera, aunque el deseo del padre era meterlo en casa. Fue acogido en su miseria, cubierto de harapos, y estos no fueron obstáculo para este encuentro, pero le impidieron entrar. Entonces el padre dijo a sus esclavos: «Sacad ahora mismo la mejor ropa y vestidlo» (v. 20). ¿Cuál es la mejor túnica, sino Cristo mismo? No hay túnica más bella, y ninguna otra túnica era digna del padre. Ella es la respuesta y la medida del amor acordado al hombre arrepentido. Esta reconciliación y el consiguiente cambio de ropa tienen lugar fuera, porque para entrar, hay que estar vestido. Es el Padre quien proporciona el vestido y, por él, a través del don de su Hijo del que el vestido nos habla, llegamos a ser justicia de Dios en Él, en aquel que salió e hizo la paz a través de la sangre de su cruz. Al vestido con que está revestido el hijo, se añade un anillo a sus manos y sandalias a sus pies, imágenes del vínculo establecido y de lo necesario para caminar. Después de esto, hay alegría en el hogar, especialmente la del padre, compartida en la comunión y en su mesa. Solo allí, en el disfrute de la cercanía y del amor, el hijo aprende a medir la distancia que la gracia le ha hecho recorrer. Es en la casa donde escucha que estaba muerto y ha vuelto a la vida, que estaba perdido y ha sido encontrado.
Asimismo, en lo que a nosotros respecta, es en la Epístola a los Efesios, que presenta más específicamente la posición de los creyentes bendecidos con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, donde leemos que éramos por naturaleza hijos de ira, al igual que los demás (Efe. 2:3).
Las tablas del Tabernáculo nos presentan una imagen muy elocuente de los creyentes revestidos de justicia, ese vestido muy bello digno de quien lo dio (Éx. 26). Estos elementos, elegidos entre otros, estaban preparados, moldeados para ser hechos conformes al lugar que debían ocupar en la Casa de Dios. Los troncos de sitim (o de acacia) necesarios para el tabernáculo debían ser talados, podados, llevados a la medida ordenada por Jehová. Así, el hombre en la carne, alcanzado por la gracia, es arrojado al suelo como Pablo en el camino de Damasco y, despojado de sus pretensiones, es alcanzado en su ser interior. Después de esto puede ser revestido como cada tabla fue revestida de oro, la imagen de la justicia divina. Colocado en posición vertical, firmemente anclado por sus dos espigas en las dos basas de plata, nos presenta una figura del creyente en Cristo, descansando en el fundamento inquebrantable de la redención, cuyas características son el amor y la santidad. Como los rayos del candelabro hacían brillar el oro con que estaban envueltos, así la atmósfera del santuario nos hace ver a cada creyente como un hombre en Cristo.
Esta es la porción de un hijo de Dios que, ya en la tierra, descansa sobre el fundamento seguro, que es Jesucristo (1 Cor. 3:11; 1 Pe. 2:6).
El capítulo 3 de Zacarías también pone ante nosotros la actividad de la gracia que reviste al hombre culpable, después de haberlo liberado de su estado de mancilla. «Me mostró al sumo sacerdote Josué, el cual estaba delante del ángel de Jehová, y Satanás estaba a su mano derecha para acusarle. Y dijo Jehová a Satanás: Jehová te reprenda, oh Satanás; Jehová que ha escogido a Jerusalén te reprenda. ¿No es éste un tizón arrebatado del incendio? Y Josué estaba vestido de vestiduras viles, y estaba delante del ángel. Y habló el ángel, y mandó a los que estaban delante de él, diciendo: Quitadle esas vestiduras viles. Y a él le dijo: Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de gala. Después dijo: Pongan mitra limpia sobre su cabeza. Y pusieron una mitra limpia sobre su cabeza, y le vistieron las ropas. Y el ángel de Jehová estaba en pie» (3:1-5).
Esta cuarta visión del profeta Zacarías muestra a Josué, sumo sacerdote y representante del pueblo de Israel, invitado a presentarse ante el Ángel de Jehová, figura simbólica de Cristo antes de la encarnación. Este tema evoca la mancilla del sacerdocio y de Jerusalén y la intervención de la gracia que, destruyendo los designios de Satanás, restaura al Israel de Dios, purificándolo para la era de las bendiciones milenarias, y lo restablece en sus funciones sacerdotales. Dejando el aspecto profético de este tema tan interesante, considerémoslo en relación con la condición del hombre pecador, puesto en beneficio del despliegue de la gracia. Satanás hizo caer al primer hombre y, desde ese día, continúa su obra fatal. En estos versículos encontramos tres personas: Jehová, el pecador y Satanás, este último oponiéndose al hombre manchado, complaciéndose en acusarlo ante Dios después de haberlo hecho pecar. Sabe que Dios es santo y que sus ojos son demasiado puros para ver el mal. Pero, hay algo que el Enemigo de nuestras almas desconoce, y que le priva de poder, y es la elección y la gracia. ¿Qué oye? ¡Que Jehová te reprenda, Satanás, que te reprenda Jehová que eligió Jerusalén! ¿No es esta una tea salvada del fuego?
El acusador no puede hacer nada ante la libre elección de la gracia y los recursos del amor. Josué estaba vestido de ropas sucias, es cierto. Como tal, no puede presentarse ante Dios y, más aún, no puede hacer nada para ser purificado. Como vimos en el caso de la primera pareja, la vestidura de propia justicia, tejida por manos pecadoras, producto del hombre en la carne, no puede satisfacer la santidad divina. Debe haber un cambio de vestimenta que solo la gracia puede efectuar. «Quitadle esas vestiduras viles. Y a él le dijo: Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de gala». Todo es de Dios y Josué no hace otra cosa que dejar que la gracia haga su obra y ver los efectos (comp. Jer. 2:22). Una vez más, no es el hombre el que se reviste, sino que será revestido. Nótese que Josué no discutió su estado de mancilla; permitió que lo despojaran de sus vestiduras sucias para ser revestido con las vestiduras festivas, dignas de Aquel ante quien estaba. El Enemigo es confundido, calla, sus designios quedan en nada y, según las palabras del Salmo 132:18, es vestido de vergüenza, la porción de los enemigos del Señor. Josué ha beneficiado de la elección, elección por la que ha sido preservado del fuego del juicio, como una tea salvada del fuego y, vestido con las vestiduras de la salvación, el mejor vestido, puede estar junto al Ángel de Jehová, que garantiza su nueva posición.
Del mismo modo, el creyente, vistiendo una prenda similar, recibe también una tiara pura, signo del oficio sacerdotal. Porque, si hemos sido salvados, si por la gracia y la fe somos linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, es para que proclamemos las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pe. 2:9). Tal es el servicio y tales son los deberes más elevados del creyente, la adoración. El Padre busca adoradores que le adoren en espíritu y en verdad. Luego, los versículos 6 y 7 del mismo capítulo 3 de Zacarías nos hablan de la responsabilidad del que está revestido, que es andar por los caminos de Jehová y hacer el trabajo del oficio que se le ha confiado. El orden es divino: primero la salvación, luego la adoración y después el servicio. ¡Qué responsable es la iglesia profesa al pretender servir, todavía vestida con ropas sucias, y con qué facilidad incluso los creyentes anteponen el servicio a la adoración! Quiera el Señor que respondamos a su pensamiento, que seamos hallados dignos de su llamado para que nos confíe el desempeño del cargo, el servicio de su santuario y la custodia de sus atrios. Esta es la porción de aquellos de quienes se dice: «Asimismo vestiré de salvación a sus sacerdotes, y sus santos darán voces de júbilo» (Sal. 132:16).
Por tanto, para poder cumplir las funciones sacerdotales, es indispensable que, la persona que las ejerce, esté revestida con las ropas que le permiten entrar en el santuario. En otras palabras, para adorar hay que ser salvo, hijo de Dios. Esta verdad fundamental está tipificada en los hijos de Aarón. Leemos en Éxodo 28:40-43: «Y para los hijos de Aarón harás túnicas; también les harás cintos, y les harás tiaras para honra y hermosura. Y con ellos vestirás a Aarón tu hermano, y a sus hijos con él; y los ungirás, y los consagrarás y santificarás, para que sean mis sacerdotes. Y les harás calzoncillos de lino para cubrir su desnudez; serán desde los lomos hasta los muslos. Y estarán sobre Aarón y sobre sus hijos cuando entren en el tabernáculo de reunión, o cuando se acerquen al altar para servir en el santuario, para que no lleven pecado y mueran. Es estatuto perpetuo para él, y para su descendencia después de él». Aarón y sus hijos son una imagen de Cristo y de la Iglesia en el ejercicio del sacerdocio. Aarón, tipo de Cristo, tiene la preeminencia y sus vestiduras sacerdotales evocan sus cualidades personales y esenciales. Las vestiduras de sus hijos son figura de las gracias con que están adornados los creyentes en virtud de su unión con Aquel que está establecido sobre su Casa, cabeza soberana del santo sacerdocio. Estos vestidos incluyen la túnica, el ceñidor, el gorro y los calzones de lino para cubrir la desnudez de su carne. De hecho, la carne no debe aparecer en el santuario. Para entrar en la presencia de Dios, se debe estar hecho aceptable en el Amado, estar revestido de Él mismo. El lino es figura de la pureza del Hombre perfecto en su servicio y en su conducta. Así, el hombre en su estado natural cuya culpa permanece descubierta no puede acercarse al altar para hacer el servicio en el Lugar Santo. Bajo la Ley, la negligencia a este respecto acarreaba la muerte. Esto pone de manifiesto una verdad solemne ya mencionada que, para adorar, para rendir culto, primero hay que tener vida, participar de la naturaleza divina, estar en relación vital y filial con Dios. El Padre busca adoradores (Juan 4:23). No se dice que Dios busca, sino el Padre. ¡Que Sus hijos estén deseosos y felices de responder al deseo de Su corazón! Que tus sacerdotes, Jehová Dios, sean revestidos de salvación, y que tus santos se regocijen en tu bondad (2 Crón. 6:41).
Lavados con agua, imagen de la acción purificadora de la Palabra, rociados con la sangre, un recordatorio del fundamento de nuestras bendiciones, los hijos de Aarón vestidos con las vestiduras que les fueron dadas para gloria y adorno, ceñidos para el servicio sacerdotal, también estaban ungidos. A diferencia de Aarón, que fue ungido antes de la aspersión de la sangre, lo que nos muestra que Cristo, de quien es tipo, fue ungido con el Espíritu Santo antes de la obra de la cruz, que no era necesaria para él mismo, sus hijos son ungidos después de la aspersión de la sangre (comp. Éx. 29:7, 21). Este hecho, que Aarón estaba ungido con el aceite de la unción antes de la aspersión de la sangre encuentra su cumplimiento en cuanto al Señor en el bautismo de Juan, cuando se abrieron los cielos y el Espíritu de Dios descendió como una paloma y vino sobre él (Mat. 3:16). En virtud de sus perfecciones personales, el Espíritu Santo pudo morar en él antes de la obra de la redención. El versículo 21 del mismo capítulo nos presenta entonces como una nueva unción de Aarón, junto con sus hijos. Esto corresponde a lo que leemos en Hechos 2:33: «Siendo exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, él ha derramado esto que veis y oís». La Iglesia no podía ser objeto de esta unción del Espíritu Santo hasta que su Cabeza resucitada hubiera sido glorificada y hubiera entrado de una vez por todas en los lugares santos en virtud del valor de su propia sangre, habiendo obtenido una redención eterna.
En Lucas 24:49 leemos: Pero vosotros quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto. Antes de la obra de la cruz y de la glorificación del Señor, las Escrituras dan testimonio de la acción y el poder del Espíritu Santo. Sin embargo, el Espíritu como persona, el Consolador, solo podía ser enviado después de la ascensión de Jesús al cielo. Esto sucedió en Pentecostés. A partir de entonces, los discípulos pudieron llevar a cabo su servicio, revestidos del poder de lo alto, bajo la dirección de este Espíritu que conduce a toda la verdad. Como la Palabra nos invita a hacer, consideremos con adoración a aquel que tiene la preeminencia en la familia sacerdotal, que fue ungido con un óleo de gozo por encima de sus compañeros (Sal. 45:7), y que fue aclamado por Dios como Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec (Hebr. 5:10). Por estrecha e íntima que sea nuestra unión con Cristo, en todas las cosas él debe ocupar el primer lugar. Y él es antes de todas las cosas, y por él todas las cosas subsisten; y él es la cabeza del Cuerpo, la Asamblea, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos (Col. 1:17-18).
¿Cuál es el significado de la santa unción con la que se ungían las vestiduras de los sacerdotes? Nos habla de una Persona, del Amado. Este «un perfume según el arte del perfumador, bien mezclado, puro y santo» (Éx. 30:35), estaba compuesto de cuatro perfumes. Su aspersión sobre la tienda de reunión y su mobiliario, así como sobre los sacerdotes, es una expresión de la fragancia del nombre de Jesús, de la que el Espíritu Santo da testimonio en la Casa de Dios y entre los suyos. Este espíritu de verdad, que procede del Padre, da testimonio de Cristo (Juan 15:26). Se complace en hablarnos de los sufrimientos del Señor (la mirra), de la belleza y perfecciones de su persona (el canelo o árbol oloroso; Cant. 4:14 y Prov. 7:17, lo mencionan). Nos habla de la fragancia de aquel que no tiene apariencia alguna que nos haga desearlo, que no tiene forma ni lustre y que sí mismo se ha humillado (la caña aromática), pero que es, para quienes lo disciernen, más hermoso que los hijos de los hombres, la huella de la sustancia de Dios y el resplandor de su gloria (la casia).
Así, revestidos de Cristo, bautizados con un mismo Espíritu, podemos entrar en los lugares santos a través del velo rasgado para ejercer las funciones de adoradores, nuestro santo sacerdocio. Por gracia, esta es la porción de todos los redimidos y ya no de una sola familia, como ocurría en Israel. Por desgracia, pocos son los que se benefician de este privilegio.
Aunque el culto no es el tema de estas líneas, que se ocupan de las vestiduras y adornos de quienes pueden rendirlo, puede ser útil recordar un pensamiento al respecto, revelado en el curso de las Escrituras, tanto por los tipos del Antiguo Testamento como por las enseñanzas apostólicas, a saber, que el culto consiste ante todo en presentar Cristo a Dios. Si el recuerdo de nuestro estado miserable tiene su lugar en la medida en que produce el cántico de la liberación, la alabanza en la evocación de la gracia de la que hemos sido objeto (Deut. 26:1-11), el culto nos lleva por encima de lo que nos concierne.
Después de haber pasado del altar de bronce, donde Dios se manifiesta en justicia al mismo tiempo que se encuentra con el pecador en amor mediante el sacrificio de Cristo, y de habernos detenido ante la fuente de bronce, donde se efectúa la purificación de las impurezas contraídas en el camino, entramos en el santuario. En plena libertad, entramos en los lugares santos por la sangre de Jesús, por el camino nuevo y vivo que él nos ha consagrado a través del velo, es decir, su carne (Hebr. 10:19-20). La gracia nos concede presentarnos ante el trono de Dios y hacer fumar en el altar de oro el incienso compuesto cuyos cuatro componentes, estacte, uña aromática, gálbano e incienso puro, siguen hablando de la persona del Señor y de su obra. Como adoradores vestidos con el manto de la alabanza (Is. 61:3), nuestra parte más alta es proclamar las virtudes de Aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pe. 2:9). ¿No es la exaltación de las gloriosas perfecciones de su Hijo lo que alegra el corazón de Dios? Y tal es el lenguaje del incienso compuesto, donde todo es de igual peso, machacado muy fino, sin prescripción en cuanto a la cantidad de cada componente (Éx. 30:34-38). Esta mezcla de drogas odoríferas, obra de un perfumista, nos habla de las perfecciones iguales de Cristo, que son para Dios una fragancia de buen olor que sus hijos tienen el privilegio de hacer subir al santuario. Esto es lo más excelente que el creyente puede ofrecer, y esto debe ser la sustancia de nuestros sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo.
José, tipo del Señor, expresa este pensamiento en el mensaje que da a sus hermanos en su camino hacia Jacob: «Haréis saber a mi padre toda mi gloria» (Gén. 45:13). Esto es la adoración. Igualmente, David, en sus notables palabras de 1 Crónicas 29:10-16: «Todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos». ¿Qué mejor cosa podemos ofrecer a Dios que lo que su mano, su corazón, su amor nos ha dado?: ¡Su Hijo amado! Gedeón, habiendo presentado su ofrenda, vio subir el fuego de la roca y consumirla (Juec. 6:21). El Señor es tanto el motivo de nuestra adoración, como la aceptación de nuestro sacrificio. Él es quien, mejor que Aarón, carga con la iniquidad de las cosas santas (Éx. 28:38) y hace que nuestros sacrificios espirituales sean agradables a Dios. En la medida en que nuestros corazones estén llenos de Aquel cuya persona entera es deseable, que rebosarán de buenas palabras y podrán expresar, con el estilo de un escritor hábil, lo que han compuesto sobre él (Sal. 45:1-2).
Por último, digamos unas palabras sobre nuestros cuerpos, considerados en relación con el tema de la ropa. En el capítulo 1:27 del Génesis leemos: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó», mientras que el apóstol Pablo escribe en 1 Corintios 15:47: El primer hombre fue tomado de la tierra –polvo. Job dice: «Acuérdate que como a barro me diste forma; ¿Y en polvo me has de volver?… Me vestiste de piel y carne, y me tejiste con huesos y nervios» (10:9, 11). Así, en la actualidad, estamos revestidos de un cuerpo que pertenece a esta creación, casa terrenal en la que, a causa del pecado y sus consecuencias, gemimos (2 Cor. 5:2). Pero la fe tiene certeza, y sabemos, dice la Escritura, que, si nuestra casa terrenal, que es solo una tienda está destruía, tenemos un edificio de parte de Dios, una casa no hecha de manos, eterna, en el cielo (v. 1). ¡Es una gracia conocer y poseer por la fe!
Nuestro cuerpo, esta tienda, morada temporal del Espíritu Santo en la debilidad, pronto dará paso al edificio que no es de esta creación, una morada celestial y eterna en la que el Espíritu Santo habitará en gloria. Esto es lo que está ante nosotros. En la tierra, somos transformados gradualmente en la misma imagen, de gloria en gloria, como por el Señor en el Espíritu, en la medida en que contemplamos la gloria del Señor con el rostro descubierto (2 Cor. 3:18). Pero al sonido de la trompeta y del grito de mando de Dios, el cuerpo de nuestra humillación será transformado por él en la conformidad del cuerpo de su gloria, según la operación del poder que tiene para someter a sí mismo todas las cosas (Fil. 3:21). Esta transformación tendrá lugar en un abrir y cerrar de ojos. Mirando al cielo, nos llenamos de confianza y de paz, sabiendo por la fe que un Hombre ocupa ya tan glorioso edificio y que –según las promesas inmutables de su Palabra que él es poderoso para cumplir– seremos semejantes a él, pues le veremos tal como es (1 Juan 3:2). Como dice el apóstol, no deseamos ser despojados de nuestros cuerpos actuales, sino que deseamos estar revestidos de nuestros cuerpos gloriosos, para que lo que es mortal sea absorbido por la vida (2 Cor. 5:4). Esta es la vestidura de gloria con la que seremos revestidos cuando estemos alrededor del trono, cantando el cántico nuevo y proclamando la dignidad del Cordero que fue inmolado (Apoc. 5). Si el creyente pasa por el desalojo, estando ausente del cuerpo y presente con el Señor, ya sabe lo que es ganancia, lo que es mucho mejor. A Pablo le gusta más estar ausente del cuerpo y presente con el Señor, pero lo que anhela, es ser revestido, ser hecho semejante a Él.
En el Apocalipsis encontramos varias menciones sobre las vestiduras. En el capítulo 6, en la apertura del quinto sello, las almas de los que fueron sacrificados por la Palabra de Dios y por el testimonio dado claman bajo el altar diciendo: «¿Hasta cuándo, Soberano, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que habitan la tierra? Y le fue dado a cada uno un vestido blanco; y se les dijo que descansaran aún un poco de tiempo, hasta que también se completaran sus consiervos, y sus hermanos que iban a ser matados como ellos» (6:9-11). Las almas de los mártires de las primeras persecuciones del periodo apocalíptico reclaman venganza del amo soberano. Reconocida por Dios la justicia de su derecho, se les da un gran manto blanco. Habiendo recibido el Evangelio del reino, habiendo sufrido y muerto por el testimonio dado a su Dios, son reconocidos como justos y reciben un manto blanco. El objeto de su oración, la llamada a la venganza, muestra que no son ni mártires cristianos de la economía eclesiástica ni creyentes glorificados, sino los del tiempo que sigue a la venida del Señor y precede a su aparición en gloria. Su número aún no está completo, por lo que deben descansar un poco más hasta el momento de la retribución judicial de Dios.
En el capítulo 7 del mismo libro, versículos 9 al 17, vemos una gran multitud que nadie puede contar, de todas las naciones y tribus y pueblos y lenguas, de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos con largas túnicas blancas y con palmas en las manos. El anciano dijo a Juan: «Estos son los que salen de la gran tribulación; han lavado y han blanqueado sus vestidos en la sangre del Cordero» (v. 14). Tampoco son santos glorificados en el cielo en este pasaje, aunque considerados en su posición ante el trono y el Cordero. Tampoco son todos los santos del período apocalíptico, pues se distinguen los 144.000, que representan el remanente completo de Israel, ni los del período milenario. Estos son aquellos entre las naciones que serán alcanzados y tocados por el Evangelio del reino, y que, viviendo en la tierra, serán preservados durante la gran tribulación. Según su carácter, están vistos en relación con el trono. Aquel que lo ocupa les asegura su protección, recursos y consuelos que responden al sufrimiento de los que están en la tierra. Al estar puestos en beneficio de la obra de la redención, están vestidos con largas túnicas blancas.
En el capítulo 19, después del juicio final de Babilonia, la gran ramera, oímos como una voz de una gran multitud diciendo: «¡Aleluya!, porque el Señor nuestro Dios, el Todopoderoso, reina. ¡Alegrémonos y regocijémonos, y démosle gloria! Porque han llegado las bodas del Cordero, y su mujer se ha preparado. Y a ella le fue dado ser vestida de lino fino, resplandeciente y puro; porque el lino fino son las acciones justas de los santos» (v. 6-8). Aquí asistimos a la consumación del amor divino, en gloria. La que antes era llamada la esposa, ahora es llamada la esposa del Cordero. Ella se ha preparado para este momento; está vestida de lino fino, brillante y puro, un vestido que no representa la justicia con la que está revestida en él, sino los actos o hechos justos realizados por ella y para él. Este adorno no deja de ser un don: ¡se le dio de estar vestida! En esta escena, el adorno de la Iglesia, como conjunto, es una justicia personal, producida por la acción del Espíritu de Cristo.
Presentándose a sí mismo esta Iglesia sin mancha ni arruga ni cosa semejante, el Señor saboreará entonces en su perfecta y eterna madurez el fruto del trabajo de su alma; conocerá también el gozo que le precedía desde hacía mucho tiempo y por el cual soportó la cruz, despreciando el oprobio (Hebr. 12:2).
¿Acaso la adoración no es agradable en los corazones de quienes, por gracia, están cubiertos con el manto de la justicia y revestidos con la vestidura de la salvación y la alabanza? Como David, podemos decir: «Todo es tuyo», a lo que añadimos las palabras del apóstol Pablo: «De él, y por medio de él, y para él son todas las cosas» (Rom. 11:36). A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
En ti revestidos de justicia
Lavados por tu preciosa sangre
Recordamos tu sacrificio
Que nos abrió el acceso al cielo.(H. y C., Himnario francés, n° 24, estrofa 3).
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1971, página 234