El siervo del Maestro


person Autor: Pierre COMBE 19

flag Tema: El servicio


«La cosecha es mucha, pero los obreros son pocos; rogad, pues, al Señor de la cosecha, que envíe obreros a su cosecha» (Mat. 9:37-38).

Recorriendo esta tierra, el siervo perfecto trabajó solo, haciendo siempre las cosas que agradaban a quien le había enviado, yendo por todas las ciudades y aldeas, «enseñando en las sinagogas de ellos, proclamando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia» (Mat. 9:35).

Queriendo implicar a los suyos en su obra de amor, la Palabra nos dice que pasó toda la noche orando a Dios en el monte y «cuando amaneció, llamó a sus discípulos y escogió doce de ellos… los que él mismo quiso; y fueron a él. Designó a doce para que estuviesen con él, para enviarlos a predicar» (Lucas 6:12 y Marcos 3:13-14). Estos pasajes ponen de relieve, por una parte, la sabiduría y la perfecta dependencia del Señor a la hora de elegir y llamar a quienes él quiere enviar y, por otra, subrayan la obediencia de los discípulos al responder a la voz del Maestro. Nótese que la mención de su establecimiento para estar con él precede a la de su envío a predicar. En las páginas que siguen, quisiéramos considerar algunas de las enseñanzas que nos dan las Escrituras, relativas al llamado y a la formación del siervo, así como al comienzo del servicio y a su cumplimiento.

1 - El llamado del Señor

Como miembro del Cuerpo de Cristo, a cada creyente se le ha asignado una función en ese Cuerpo, que debe desempeñar con humildad, dependencia y utilidad, dondequiera y comoquiera que el Señor lo haya colocado (1 Cor. 12). Puede ser un ministerio público, del ejercicio de un don, pero también un servicio insignificante, ignorado por muchos, pero conocido y apreciado por el Señor. Sin embargo, como bien se ha escrito, el conocimiento de una necesidad o las circunstancias favorables para el ejercicio de una actividad no constituyen necesariamente un llamado del Señor. Solo la espiritualidad del creyente y su dependencia proporcionarán a su alma una profunda convicción sobre la naturaleza de la función que está llamado a desempeñar. En ausencia de estas disposiciones, se expone a ir sin ser llamado o a dejar de hacer lo que el Señor requiere de él, con pérdida de la bendición y aprobación divinas en ambos casos.

El capítulo 21 del Evangelio según Juan nos da una valiosa lección a este respecto. Simón Pedro dijo a los discípulos: «Voy a pescar. Le dijeron: Vamos nosotros también contigo» (v. 3). De esta empresa, que es figura de una actividad producida bajo el impulso del corazón natural, no se saca ningún provecho. A la pregunta formulada por el Señor, deben responder y reconocer que no tienen nada en sus redes. Qué diferencia cuando echan las redes a la orden del Señor y no pueden volver a sacarlas, ¡tan grande es la multitud de peces!

La Palabra nos ofrece muchos ejemplos de obreros del Señor llamados a servirlo, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Pero hay que tener en cuenta que los que son elegidos y llamados a menudo lo son en un momento inesperado de su trabajo normal. Por tanto, el Señor no habla a gente ociosa. Moisés fue llamado mientras apacentaba el rebaño de su suegro Jetro. Gedeón fue llamado mientras trillaba trigo en el lagar de Ofra, David cuidaba el ganado de su padre, Eliseo araba con doce yuntas de bueyes delante de él, Nehemías servía al rey Artajerjes, Daniel estaba ocupado en la corte real, Pedro y Juan eran pescadores, Mateo cumplía con su deber en la oficina de recaudación de impuestos, Lucas era médico. ¿Qué decir de Saulo de Tarso que, respirando amenazas y asesinatos contra los discípulos del Señor, se dedicaba sin descanso a perseguir a la Asamblea cuando fue detenido en el camino de Damasco? Sin embargo, era un vaso escogido, destinado a llevar el nombre del Señor ante las naciones y los hijos de Israel.

La naturaleza del llamado suele estar relacionada con la naturaleza del servicio confiado. Las palabras del Señor, hablando a Moisés desde la zarza ardiente que no se consume, describen la misión que le va a encomendar para liberar a su pueblo del opresor. El profeta Isaías, cuyo ministerio consistirá principalmente en volver a llevar a Israel al Dios verdadero, está imbuido de la santidad divina (cap. 6) en la visión que precede a su envío al servicio. ¿Qué les dice el Señor a Pedro y a Andrés? «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mat. 4:19). ¿No es sorprendente que, además, a Pablo, que perseguía al Señor poniendo su mano sobre los creyentes, le es revelado el pensamiento de Dios y le es confiado la enseñanza relativa a la unidad del Cuerpo de Cristo formado por todos los hijos de Dios en la tierra, indisolublemente unidos a Aquel que es la Cabeza del Cuerpo, glorificado en el cielo? Los pensamientos de Dios están por encima de los nuestros; él se sirve de quien quiere para hacer lo que quiere.

Podemos estar seguros, por un lado, de que el Señor llama y envía solo a aquellos que él ha elegido y formado para el servicio que les encomienda y, por otro lado, de que él proporciona la fuerza y los recursos para llevar a cabo la tarea de acuerdo con su pensamiento. Prestemos atención a su voz con espera paciente, humilde y sumisa, con deseo de obedecer, para que cuando oigamos su llamado podamos responder: «Habla, Jehová, porque tu siervo escucha» (1 Sam. 3:9), así como: «Heme aquí, envíame a mí» (Is. 6:8).

El llamado del Señor es individual; es un asunto entre el Maestro y el siervo. Si la asamblea local ha discernido en este a un hermano fiel y con espíritu de sumisión (Efe. 5:21) y una gran paciencia (2 Cor. 6:4), ella estará tranquila a propósito de él. Habiendo sido testigo de su desarrollo espiritual acompañado de humildad, habiendo visto en él un progreso evidente para todos, se sentirá feliz de darle su signo de comunión, tan necesario y tan precioso. Orará por este siervo para que su trabajo se lleve a cabo para gloria de Aquel que lo llamó, y para que contribuya a la bendición de las almas a las que se dirige.

2 - Reticencias, ánimos y advertencias

La tarea que el Señor quiere confiar a los suyos no siempre es fácil. Ella es prohibitiva para la carne, a menudo exige que renunciemos a nuestras comodidades; hay cosas que dejar atrás. A veces nos expone al oprobio, a la incomprensión e incluso a la oposición. Por eso, los que son llamados suelen poner objeciones, hablar de su incapacidad, aplazar la respuesta al llamado del Señor cuando dice: «Hijo, ve a trabajar hoy en la viña» (Mat. 21:28). También en este caso la Palabra es rica en ejemplos que son advertencias para nosotros.

Moisés fue llamado y dijo a Jehová: «¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes, ni desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua» (v. 10), persistiendo en su renuencia hasta que la ira de Jehová se encendió contra él (Éx. 4). Gedeón responde al ángel de Jehová: «¿Con qué salvaré yo a Israel?… Yo el menor en la casa de mi padre» (Jueces 6:15). ¿Qué le dice Jeremías a Jehová que lo había santificado antes de su nacimiento y lo había destinado a ser profeta de las naciones? –«No sé hablar, porque soy niño»; y Jehová replicó: «No digas: soy un niño; porque contigo estoy para librarte» (Jer. 1:4-8). También sabemos cómo respondió Jonás al llamado de su misión en Nínive. Arquipo corría el peligro de no cumplir el servicio que había recibido del Señor, por lo que el apóstol Pablo encarga a los colosenses que se lo recuerden en su nombre.

Nótese que las objeciones de los llamados se basan siempre en lo que ellos mismos son, mientras que la obediencia de la fe mira al Señor y confía en él. Si él confía una obra, ¿no proporcionará la fuerza para realizarla? ¿Sería glorificado abandonando a los que responden a su voz y lo esperan?

La gracia de Dios acompaña a menudo el llamado con palabras de aliento, especialmente en el Antiguo Testamento. Jehová dijo a un temeroso Moisés: «¿Quién dio la boca al hombre? … ¿No soy yo Jehová? Ahora pues, ve, y yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar» (Éx. 4:11-12). Si la conducción del pueblo en Canaán, confiada a Josué, va precedida de exhortaciones especiales, si está llamado a ser fuerte y muy firme, Jehová también le dice: «Como estuve con Moisés, estaré contigo; no te dejaré, ni te desampararé» (Josué 1:5). Al perplejo Gedeón, el ángel de Jehová le dijo: «Ve con esta tu fuerza, y salvarás a Israel de la mano de los madianitas» (6:14). Jeremías también escucha las palabras reconfortantes: «Contigo estoy para librarte» (1:8). Pero cuando los siervos del Señor son llamados a seguir a Aquel que sufrió en el camino, que fue despreciado, rechazado y crucificado, no se les oculta que su camino también estará marcado por el sufrimiento. ¿Cuál es el mensaje que Ananías debe dar a Saulo de Tarso, orando en casa de Judas? «Le enseñaré cuantas cosas tendrá que sufrir por mi nombre» (Hec. 9:16). A Timoteo, el apóstol Pablo le escribe: «Comparte sufrimientos como buen soldado de Cristo» (2 Tim. 2:3). Ciertamente, la fidelidad y la gracia del Señor rodean a los suyos con su cuidado y preocupación, pero si el siervo perfecto ha conocido el oprobio y el dolor, los que le siguen encontrarán los mismos obstáculos, pues el siervo no es mayor que su señor.

3 - La formación del siervo

(Entrar antes de salir)

El obrero del Señor no es más que un instrumento, objeto de la elección de su gracia, encargado de cumplir fielmente la tarea que se le ha confiado. Por lo tanto, debe conocer la voluntad del Maestro y, al mismo tiempo, estar animado por el deseo de ajustarse a ella. Así, el siervo no solo es llamado, sino también formado, en primer lugar, antes de entrar en el servicio, pero también a lo largo del desempeño del mismo.

Entonces, ¿dónde tiene lugar esta formación? o, más exactamente, ¿dónde se produce el conocimiento de la voluntad del Maestro? El versículo 14 del capítulo 3 de Marcos ofrece la respuesta. Es a los pies del Señor, en proximidad personal. Fue allí donde María de Betania aprendió en qué consistía el servicio que estaba llamada a cumplir. Hizo lo que estaba en su mano, porque el Señor, que da la fuerza, también da a cada uno según su medida. Ella hizo una buena obra para él, una obra que tenía a Cristo como objeto.

El primer capítulo del Evangelio según Juan (v. 35-40) nos proporciona valiosas enseñanzas a este respecto. Los discípulos de Juan el Bautista ven caminar a Jesús, lo oyen hablar y lo siguen. ¿Dónde llegan? Dónde él se alojaba. Contemplar al modelo perfecto, al Hombre aprobado por Dios por excelencia, oírlo hablar, es decir, aprender a conocer sus pensamientos y su voluntad para andar dignamente y servirlo fielmente (Col. 1:9-10), seguirlo en el camino de la obediencia, ser dirigidos solo por él, ¿no es la única escuela de teología que Él pueda reconocer? ¿Cómo pueden los hombres, ciertamente creyentes, piadosos y bien intencionados, pretender formar a siervos de Dios? Al decir esto, no debemos subestimar el valor y la oportunidad que pueden tener, especialmente para un joven siervo, los consejos fraternos y afectuosos dados por hombres espirituales, que se han beneficiado de las experiencias adquiridas en su camino con el Señor. Por el contrario, qué deseable es que los hermanos y hermanas jóvenes, los creyentes jóvenes, busquen la compañía y la comunión de los ancianos, los líderes del rebaño (Cant. 1:8). Pero queremos insistir en la importancia de una formación en el secreto, en la intimidad del santuario. La vida del rey David muestra la necesidad que tiene un alma espiritual de contemplar la belleza de Jehová e indagar diligentemente sobre él en su templo todos los días de su vida (Sal. 27:4). ¡Que el Señor produzca tal disposición en nuestros corazones!

Hoy en día, más que nunca, estamos expuestos a la idea de que todo se adquiere y debe lograrse en colectividad. Así, existe el peligro de emprender actividades colectivas en las que se haya descuidado la búsqueda del pensamiento de Dios. Si tal es el caso, la continuación o el final no dejarán de manifestar la naturaleza del principio. ¿Qué se había buscado? ¿La gloria del Señor en el camino de la humilde dependencia y la bendición de las almas uniéndolas a Cristo y a su Asamblea? ¿O se habían limitado a una satisfacción sentimental y pasajera, irreflexiva y superficial? Tengan cuidado, queridos jóvenes creyentes, desconfiemos de la carne que llevamos dentro y no ignoremos los designios del enemigo. No asociemos el nombre del Señor a un camino para el que no ha sido consultado, al camino de nuestra propia voluntad.

A menudo se ha señalado que, en el caso de Moisés, fue puesto de lado en el desierto durante 40 años antes de cumplir su misión como legislador en medio del pueblo terrenal de Dios. Durante este largo período de formación en secreto, Dios preparó a su obrero. Esta escuela hizo de Moisés el hombre más manso de la tierra (Núm. 12:3), mientras que la sabiduría de los egipcios en la que había sido educado lo había convertido en un hombre violento. Del mismo modo, Josué fue formado a lo largo del desierto. Ciertamente, lo encontramos activo muchas veces antes del cruce del Jordán, pero a la Palabra le gusta señalar que no salía de la tienda (Éx. 33:11). Allí, en el lugar de comunión y revelación de los pensamientos de Dios, escucha y aprende. Caminando con el pueblo junto al legislador, este instrumento está formado para el servicio que prestará en Canaán. El rey David también conoció un período doloroso antes de llegar al trono. Los Salmos dan testimonio de los sufrimientos que fueron su porción, especialmente cuando huía de sus enemigos, perseguido por Saúl. Su fe y su confianza fueron puestas a prueba, tuvo que dejarlo todo, vagar, esconderse, experimentar angustia y soledad. El Salmo 142 nos habla de esto de una manera especial. Tal fue la formación del que fue elocuente figura del Rey rechazado, la voz educadora que hizo de él el varón puesto en alto, el ungido del Dios de Jacob y el gentil salmista de Israel. Podríamos multiplicar los ejemplos hablando de Eliseo, Jeremías, Daniel, Ezequiel y tantos otros.

En el Nuevo Testamento, mencionaremos solo dos casos. La formación de Pedro tenía por objeto principalmente despojarlo de sus pretensiones. Antes de que el discípulo fuera llamado a cumplir un ministerio hacia los judíos, los samaritanos y los gentiles, el Señor le enseña que la carne estaba excluida en el servicio y que el camino de la obediencia requería una voluntad quebrantada: «Cuando eras joven, tú mismo te ceñías, y andabas por donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá, y te llevará adonde tú no quieres» (Juan 21:18). En cuanto al apóstol Pablo, no tomó consejo de carne y de sangre, ni subió a Jerusalén a los que fueron apóstoles antes que él, sino que fue a Arabia. Esta estancia, de la que no se dan detalles, fue sin duda un tiempo durante el cual el Señor preparó a este eminente siervo para su futuro ministerio. En soledad, pero en preciosa comunión con su Maestro, aprendió a conocerlo y le fue enseñado su propia nulidad.

Hay diversidad de servicio, pero también diversidad de madurez espiritual, para que el Señor moldee a cada uno de los suyos individual y apropiadamente, según su propósito. La escuela por la que pasó José no fue la misma que la de Jacob, y la formación de Pedro difiere de la de Juan.

El hombre natural es un vaso que, estropeado por el pecado, se ha vuelto inservible. Seamos en las manos del alfarero divino una arcilla maleable; dejémonos formar de manera que resulte otra vasija, como al alfarero le plazca hacerla (Jer. 18:4).

4 - La escuela de Dios durante el servicio

Como resultado de lo que acaba de ocuparnos, pero antes de detenernos en las condiciones en las que el siervo emprende y realiza su tarea, queremos dejar claro que su formación no se limita al periodo que precede a su entrada en el servicio propiamente dicho, sino que continúa durante todo el servicio. En efecto, el obrero del Señor está sometido a su escuela hasta el final de su peregrinación. Las lecciones que hay que aprender suelen ser más difíciles al final que al principio. El Señor quiere la bendición de los instrumentos que utiliza, por eso actúa para liberarlos de cualquier cosa que pueda obstaculizar su progreso espiritual, para que puedan dar más fruto.

El profeta Elías nos proporciona un ejemplo notable. Este hombre de Dios no era una persona excepcional, como atestigua el pasaje de Santiago 5:17-18, pero era un hombre de oración, que caminaba por la senda de la santidad y de la obediencia. Después de haber comunicado un mensaje muy breve al rey Acab (1 Reyes 17:1), Jehová le dijo: «Apártate de aquí, y vuélvete al oriente, y escóndete en el arroyo de Querit, que está frente al Jordán» (v. 3). Su misión, terminada por el momento, Jehová lo puso de lado, cuidando de él. Algún tiempo después, Jehová le ordenó que abandonara aquel lugar, que se había vuelto estéril, y se dirigiera a Sarepta, pues allí, y no en otro lugar, había ordenado a una mujer que le diera de comer, aunque estuviera desprovista de todo recurso. ¿Qué encontró en Sarepta? Miseria, indigencia. La soledad de Querit tenía su dulzura. Pero fue en Sarepta donde el ministerio de Elías fue confirmado y la Palabra de Jehová en su boca fue reconocida como verdad, probada por la resurrección. Tras la escena del Carmelo, en la que la energía del profeta alcanzó su punto álgido, Elías perdió el valor ante las amenazas de una mujer impía. Se marchó para salvar su vida, mientras pedía a Jehová que se la quitara. Incongruencia y contradicción en la mente del profeta, ¡salido del camino de la dependencia y de la obediencia! Decepcionado por el escaso resultado obtenido por su ministerio en Israel, se muestra lleno de amargura, al tiempo que declara dos veces: «He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos… y solo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida». ¿Cuál fue la respuesta divina? «Ve, vuélvete por tu camino… A Eliseo hijo de Safat, de Abel-mehola, ungirás para que sea profeta en tu lugar». Entonces Dios le revela la existencia de los 7.000 hombres que no doblaron la rodilla ante Baal (1 Reyes 19:14-19). Cuando un siervo piensa que es el único fiel, el Señor le muestra que ya no le necesita. Esta es una dolorosa lección, la más solemne de todas, que Elías no aprendió en el torrente de Querit, ni en Sarepta, y menos aún en el Carmelo. Tuvo que aprenderla antes de que su ministerio llegara a su fin. Al bajar del monte Horeb, vemos al profeta apresurado por echar el manto sobre los hombros de su sucesor. Recibida la enseñanza, Elías fue plenamente restablecido; su arrebato es un elocuente testimonio de ello.

Fue al final de una carrera bendecida y en la cárcel cuando el apóstol Pablo, con su gran preocupación diaria por todas las asambleas, sintió el dolor del aislamiento. En su última epístola, escribe a Timoteo: «En mi primera defensa nadie estuvo de mi parte; todos me abandonaron». Sin embargo, puede añadir: «El Señor estuvo junto a mí, y me dio poder» (2 Tim. 4:16-17).

Que el Señor nos conceda ser alumnos obedientes en la escuela del divino Maestro, en humilde sumisión a su Palabra, que es «útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia; a fin de que el hombre de Dios sea apto y equipado para toda buena obra» (2 Tim. 3:16-17).

5 - La entrada en el servicio y su cumplimiento

En las líneas precedentes, sobre la formación del siervo, hemos visto que el obrero del Señor, elegido y llamado, ha sido hecho apto para el servicio en virtud de una preparación espiritual personal, vivida en comunión con Aquel de quien depende, así como a la luz de las Escrituras. Esta realidad, sin embargo, no significa que el siervo pueda actuar con independencia de la Asamblea. Por el contrario, la Palabra no deja lugar a dudas a este respecto y subraya la importancia de la comunión de la Asamblea, y en primer lugar de la reunión local a la que está vinculado el siervo. Consideremos brevemente las condiciones en las que se emprende y realiza un servicio.

Tomemos el ejemplo de los levitas en Israel. Como recompensa por su fidelidad en el asunto del becerro de oro, se les concedió el servicio de la Casa de Jehová, en primer lugar, el del Tabernáculo en el desierto. El capítulo 8 del libro de los Números, que trata de su consagración, se abre con la mención del candelabro, mostrándonos cuán necesaria es la luz dada por el Espíritu Santo para comunicar el discernimiento requerido para la realización de cualquier servicio. Moisés debía rociar con el agua de la purificación a los levitas, mientras que ellos mismos debían pasar la navaja por toda su carne y lavar sus vestiduras. Figuras de una purificación de todo lo que la carne puede producir y de una santificación de nuestro testimonio, por el lavamiento de la Palabra. Después, se ofrecían los sacrificios y los levitas ponían sus manos sobre los toros, atestiguando con este acto su conciencia de la necesidad de la sangre. Luego, en el versículo 10, leemos que los hijos de Israel, a su vez, ponían sus manos sobre los levitas. ¿No tenemos en esto, en la expresión de la identificación del pueblo con el servicio de los levitas, una figura de la comunión de la Asamblea que acompaña a los obreros del Señor al principio y que se ha de buscar durante todo su servicio? Pero si tal deseo está en el corazón del siervo, la manifestación de esta feliz comunión será también objeto de un ejercicio por parte de la Asamblea. Después de esto, se nos dice, los levitas vendrán a servir en la tienda de reunión. Existe, por lo tanto, un curso normal y espiritual de los acontecimientos que condiciona la aprobación y la bendición del Señor que él desea que recaiga sobre la actividad de los que trabajan para él.

En Hechos 13:1-3, somos testigos de cuando Pablo y Bernabé salieron para la obra a la que el Señor los había llamado. El origen de tal llamado y el poder por el que se cumple el ministerio, es el Espíritu Santo. El siervo está a disposición del Maestro, esperando el “ahora”, el momento de Dios. Esta escena se desarrolla con notable dignidad. Se caracteriza por el ayuno y la oración, pues en esos momentos no hay nada que satisfaga a la carne. Además, la imposición de manos, de la que son objeto, traduce la asociación de la Asamblea a su servicio, una plena comunión con estos dos obreros del Señor. ¡Vaya comienzo! Tal vez la asamblea en Antioquía hubiera deseado conservar con ellos durante más tiempo a estos útiles instrumentos de bendición, ya que habían estado enseñando durante más de un año para la edificación de todos. Pero, ante la voluntad del Señor, se inclina con gratitud. Además, en esta asamblea no faltaban dones; había profetas y maestros.

Hay que señalar, además, que estas cosas suceden en una asamblea que se encuentra en un estado espiritual feliz. La carne, actuando bajo cualquier forma, es un obstáculo para la acción del Espíritu Santo, ella oscurece el discernimiento espiritual.

Continuando esta lectura, vemos que la comunión de la Asamblea se mantiene en el curso del ministerio de estos siervos. En el capítulo 14:24-28, Pablo y Bernabé, después de haber trabajado en diversos lugares, regresaron a Antioquía de donde habían salido, donde habían sido encomendados a la gracia de Dios, no para hablar de sí mismos, sino para contar todas las cosas que Dios había hecho con ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a las naciones. En el capítulo siguiente, saliendo con otros hermanos hacia Jerusalén, donde debía resolverse un asunto delicado, son «encaminados por la iglesia» (cap. 15:3). Al pasar por Fenicia y Samaría, informan de la conversión de las naciones, causando gran alegría a todos los hermanos.

La salida de Pablo y Bernabé, llamados a ejercer su ministerio entre los gentiles, adquiere sin duda una forma particularmente solemne. También es típica de las manifestaciones del Espíritu en aquellos primeros días de la Iglesia. Si, hoy, ya no se escucha públicamente y de forma similar el llamado del siervo, si tales circunstancias vividas en Antioquía no son hoy una regla práctica, el propósito de recordar esta escena es subrayar la importancia de la comunión de la Asamblea en el servicio. Debe sentirse como una necesidad, una bendición y una seguridad. Si los apóstoles comprobaron su valor, ¿cómo podemos prescindir de él? Por supuesto, la Asamblea no envía, no consagra en el servicio, porque el obrero depende del Señor y no de la Asamblea. Pero, si ha alcanzado la plena comunión con el siervo antes de su partida para la obra, se alegrará de reconocer su ministerio, de acompañarlo con sus oraciones y de recomendarlo al amor de los santos (Hec. 18:27).

Si las salidas al servicio y el ejercicio de este servicio fueran precedidas, además de acompañadas, por tales disposiciones de corazón, habría menos fracasos que deplorar, menos actividades detenidas, incluso a veces inquietantes. En la actualidad, ¿no es la comunión de la asamblea local, tan preciosa, a menudo subestimada, tal vez incluso impugnada? ¡Que el Señor nos preserve de un espíritu de independencia!

6 - La responsabilidad de la Asamblea

Los dones que se ejercen en dependencia del Señor no eximen a la Asamblea de su responsabilidad de ponerlos a prueba, de apreciar su valor. Está llamada a discernir si la enseñanza es bíblica, si honra al Señor y si contribuye a la edificación de las almas. Los de Berea examinaban diariamente las Escrituras para ver si la enseñanza de Pablo y Silas estaba de acuerdo con el pensamiento de Dios. Sin duda, su nobleza los llevó a hacerlo con espíritu de gracia (Hec. 17:11), y la convicción que adquirieron se tradujo en un mayor aprecio por la enseñanza de estos dos obreros del Señor. Puesto que la Escritura inspirada tiene la propiedad de hacer al hombre de Dios perfectamente equipado en toda buena obra (2 Tim. 3:16-17), no temerá que lo que expresa sea sometido y probado a la luz de las Escrituras, sino todo lo contrario. Si este es el caso, no juzguemos dura y definitivamente a un hermano cuyo ministerio es provechoso, sino adoptemos la manera de Aquila y Priscila hacia Apolos (Hec. 18:24-28). Aunque este siervo era elocuente, poderoso en las Escrituras, erudito en los caminos del Señor, ferviente en espíritu y enseñaba diligentemente, había una laguna en su enseñanza que esta pareja espiritual discernió. En lugar de contárselo a todo el mundo y desprestigiar su ministerio, le llevaron aparte y le explicaron el pensamiento de Dios con más precisión. ¿Cuál era el propósito de Aquila y Priscila? La gloria del Señor, la edificación de la Asamblea y la bendición de Apolos. Ese servicio fraterno requiere sabiduría y espíritu de gracia en quienes lo realizan, pero también humildad en quien es objeto de él. Si se lleva a cabo con amor y verdad, y si hay espiritualidad por ambas partes, el resultado será la bendición y un afecto fraternal más estrecho entre las dos partes. A raíz de esta intervención, quizá desconocida para los hermanos de Éfeso, estos recomiendan a Apolo en una carta a los creyentes de Acaya, hacia los que se propone ir, donde continúa su ministerio, contribuyendo al progreso de los que habían creído, basando su enseñanza en las Escrituras. ¡Qué comunión en el servicio!

La Asamblea también tiene el deber de reconocer a los siervos de Dios. Si son aprobados por el Señor, si su obra es confirmada por la Palabra, ¿cómo no recibirlos? Escribiendo a los filipenses, el apóstol Pablo se complace en recomendarles a su hijo Timoteo, así como a Epafrodito, invitándoles a recibir y honrar a tales hombres. En 1 Tesalonicenses 5:12, el mismo apóstol exhorta a los creyentes de Tesalónica, y a nosotros con ellos, a conocer a los que trabajan entre los santos, que tienen una responsabilidad entre nosotros en el Señor, que nos amonestan y a estimarlos altamente en amor por su obra. No se trata de una estima natural que expone al orgullo, sino de un aprecio guiado y producido por el amor según Dios, que reconoce el valor de su trabajo. Nótese que, en este pasaje, se habla de los siervos que nos advierten. Tal vez estemos dispuestos a apreciar a los instrumentos del Señor que nos comunican consuelo, aliento e incluso enseñanza de su parte, pero ¿qué estima tenemos por los que nos advierten, que llevan a cabo esta tarea con amor y verdad, buscando el bien de nuestras almas? El siervo debe hablar como oráculo de Dios, de modo que es responsable de cumplir plenamente la misión que ha recibido del Señor. A pesar del endurecimiento que caracterizó a Israel, que Dios nos acuerde que prestemos atención a las exhortaciones como en tiempos de Ageo: Escucharon la voz de Jehová, su Dios, y las palabras del profeta Ageo, según el encargo que le había hecho Jehová, su Dios; y el pueblo temió a Jehová (1:12-13). Si el siervo camina por una senda de santidad, separando lo precioso de lo vil, será como la boca de Jehová (Jer. 15:19), como un canal que extrae agua de su fuente y la vierte en toda su pureza. Quien la bebe, aprecia su frescura, además de su poder.

7 - Nada en el servicio debe ser de naturaleza que exalte al siervo

A la Palabra, que relata las actividades de muchos siervos, le gusta subrayar el valor insignificante de los medios que estos utilizaron, a menudo, para conseguir grandes victorias. ¿Qué tenía Moisés en la mano? Una vara; y sabemos lo que Dios produjo con esa vara, tanto en juicio en Egipto como en bendición para el pueblo de Dios. El libro de los Jueces nos ofrece muchos ejemplos de esta naturaleza. Samgar hirió a 600 hombres de los filisteos con una aguijada de bueyes (cap. 3:31), Gedeón derrotó al campamento de Madián y Amalec, que eran tan numerosos como la arena junto al mar, con 300 hombres que llevaban trompetas, cántaros vacíos y antorchas (cap. 7:16). Sansón utilizó chacales para destruir las cosechas de los filisteos y luego golpeó a mil hombres con la quijada de un asno (cap. 15:4, 15). David se acercó a Goliat con cinco piedras del arroyo en un zurrón de pastor y una honda, y lo derrotó (1 Sam. 17:40). El Señor también quiere alejar a sus siervos del orgullo espiritual. Pedro, subiendo al templo con Juan, puede decir al cojo que pide limosna: «Plata y oro no tengo, pero lo que tengo te doy: ¡En el nombre de Jesucristo, el Nazareno, levántate y anda!» (Hec. 3:6). Como David, Pedro declara que la gloria de esta liberación pertenece a Cristo. En cuanto al apóstol Pablo, que fue llevado al tercer cielo y oyó palabras inefables que al hombre no le está permitido expresar, a quien le fueron hechas revelaciones extraordinarias, el Señor le envió una espina en la carne, para que no se enorgulleciera. Tres veces suplica al Señor que se la quite, pero ¿qué respuesta recibe? «Mi gracia te basta; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Cor. 12:9). Aceptando esta disciplina preventiva, este siervo puede decir: «Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que habite en mí el poder de Cristo… Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (v. 10).

Que todo siervo haga realidad las palabras del mismo apóstol que escribe a los Gálatas: «Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (cap. 6:14).

8 - Comunión fraternal en la renovación del servicio

Si, por una parte, diversos pasajes de la Palabra nos han recordado algunas de las características del llamado y de la formación del siervo que depende del Señor, y si, por otra parte, ha fijado nuestra atención en la importancia de la comunión de la Asamblea, a las Escrituras les gusta subrayar también el valor de la comunión que debe realizarse entre los hermanos que han llegado al final de su servicio a causa de su edad y los jóvenes obreros que entran en el campo del Señor.

Qué deseable es que la renovación de las generaciones se realice de manera feliz, espiritual y fraternal. Tales condiciones requieren humildad y espíritu de gracia, así como respeto y conveniencia por ambas partes, especialmente por parte de los más jóvenes. También en este caso, la Palabra es rica en ejemplos. Moisés y Josué, ya mencionados varias veces, caminan juntos en auténtica comunión, a pesar de su notable diferencia de edad. Tras el paso del mar Rojo, el joven Josué sirve a Moisés y le acompaña al Sinaí, el monte donde Jehová dará la Ley.

Durante 6 días los dos hombres están juntos y a lo largo de 40 días Josué espera en soledad, mientras Moisés recibe las órdenes divinas y las instrucciones para la construcción del tabernáculo. En el capítulo 32 del libro del Éxodo, Josué baja de la montaña en compañía del legislador, portando las tablas escritas por el dedo de Dios. Al oír el ruido del pueblo desordenado, lo interpreta según su naturaleza guerrera; aún no tiene el discernimiento de Moisés. Será instruido dentro de la tienda. En el capítulo 11 del libro de los Números, que trata del establecimiento de los 70 ancianos llamados a llevar la carga del pueblo con Moisés, Josué, indignado por Eldad y Medad que no respondieron al llamado, movido por un verdadero celo y un profundo apego a Moisés, propone que se les impida profetizar. ¿Qué le responde Moisés? ¡Oh, que todo el pueblo de Jehová fuera profeta! ¡Que Jehová pusiera su Espíritu en ellos! Josué aún no era apto para el servicio para el que Jehová lo estaba formando. Se acerca el día de la muerte de Moisés; Dios se lo confirma al tiempo que le recuerda las causas del fin de su servicio. ¿Cuál es la reacción de este hombre de Dios, cuya dignidad brilla con especial fulgor en esta ocasión? Que Jehová, el Dios de los espíritus de toda carne, designe a un hombre para que salga delante de ellos y para que entre delante de ellos, y para que los saque y los meta; y que la congregación de Jehová no sea como un rebaño que no tiene pastor. Una vez más, Moisés se aparta, teniendo un solo deseo: la gloria de Jehová y el bien del pueblo. Josué, en quien está el Espíritu de Dios, es puesto delante de él. El legislador le impone las manos y le da órdenes, al tiempo que hace descansar sobre él su gloria, para que la asamblea de los hijos de Israel lo escuche (Núm. 27:12-23). No podemos deducir de esta escena que, actualmente, en la Asamblea, los siervos más antiguos deban presentar a los que están llamados a sucederles, pero aquí tenemos el carácter moral y espiritual de la sucesión en el servicio, lograda en la comunión fraternal. ¡Qué dulzura, qué dignidad, qué gloria para el Maestro y qué bendición para el pueblo de Dios!

Consideremos brevemente las condiciones en las que Jehová llama a Eliseo para suceder a Elías, aunque el carácter de estos dos profetas sea muy diferente. Cuando Elías, bajando del monte Horeb, echó el manto sobre los hombros de Eliseo, este aún no estaba en condiciones de usarlo. Los lazos naturales eran un obstáculo (1 Reyes 19:29). Durante algún tiempo servirá a Elías, derramando agua sobre sus manos, hasta el día en que pasarán juntos por diversos lugares, volviendo a trazar la historia, el camino de Israel. Antes de entrar en el servicio propiamente dicho, Eliseo debe estar imbuido de los caracteres de Gilgal, el lugar de la realización espiritual de nuestra posición en Cristo; de Betel, el lugar de las relaciones y promesas relacionadas con la Casa de Dios. Luego pasa a Jericó, figura del obstáculo superado por la fe en el poder de Dios, y finalmente cruza el Jordán, en cuyas aguas el hombre en la carne llega a su fin, dejando paso al hombre nuevo resucitado con Cristo. Elías deja atrás todos esos lugares que evocan la gracia y la fidelidad de Dios, pero también la infidelidad del pueblo. Para el joven profeta, este viaje es un recordatorio de las enseñanzas fundamentales que son la base de un ministerio bendecido y de bendición. Qué hermoso es ver a estos dos hombres de Dios caminando y hablando juntos hasta que Elías es arrebatado en un torbellino, mientras que Eliseo ve cumplido su deseo; la doble medida del espíritu de Elías reposará ahora sobre él y el manto del ministerio, que ha terminado, será ahora su parte. Ahora, Eliseo está en condiciones de llevarlo; los lazos naturales han dado paso a las relaciones celestiales y espirituales.

De nuevo, citamos al apóstol Pablo y a su hijo en la fe, Timoteo. Habiendo llegado al ocaso de una carrera bendita, el apóstol escribió todavía dos cartas a su amado hijo, dando testimonio de una comunión íntima y preciosa entre él, un anciano, y este joven «hombre de Dios». En la primera, le exhorta a reavivar el don de la gracia que hay en él para cumplir plenamente su servicio, y lo enseña y anima en el ejercicio personal de la piedad, en la lectura y la enseñanza, y en la perseverancia. Poco después, desde su prisión, próximo al martirio, le ordena que transmita a hombres fieles, capaces de instruir también a otros, las cosas que ha oído de su boca, ante varios testigos. Incluso le adjura ante Dios y Cristo Jesús a predicar la Palabra, a insistir a tiempo y fuera de tiempo, a convencer, a reprender, a exhortar con toda paciencia y doctrina (2 Tim. 4:1-2). El estado de la Iglesia, que llega a ser una gran casa, no permite a Timoteo cambiar la enseñanza que tiene la responsabilidad de transmitir. Al contrario, debe permanecer en las cosas que ha aprendido y de las que está plenamente convencido, sabiendo de quién las ha aprendido (2 Tim. 3:14). También debe procurar presentarse a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que expone rectamente la Palabra de verdad. Tal lenguaje dirigido a un joven siervo expresa el amor según Dios de Pablo por él, así como, el deseo ardiente y constante del apóstol, de que las asambleas fueran edificadas por medio de su ministerio. Lo había encomendado a los filipenses, ahora lo encomienda al cuidado del Señor Jesucristo, que estará, dice, con su espíritu.

Tales ejemplos de comunión en el servicio, y especialmente en la renovación de las generaciones, son instructivos. Que el Señor produzca en los corazones de los siervos, y de todos, un pensamiento común, un amor común, para que siendo de un mismo sentir pensemos en una sola y misma cosa. Que nada se haga por parcialidad o vanagloria; sino que, con humildad, cada uno estime al otro superior a sí mismo, no mirando lo suyo propio, sino lo ajeno (Fil. 2:2-4).

9 - El servicio de las mujeres

Hasta ahora nos hemos ocupado del servicio confiado a los hombres, al menos en lo que se refiere al ejercicio de un ministerio público. No quisiéramos cerrar estas líneas sin mencionar lo que el Señor confía a las mujeres, a las hermanas en la Asamblea. El Evangelio según Lucas señala de manera especial la actividad de aquellas que seguían, servían y asistían al Señor con sus cuidados. Si el ministerio público pertenece a los hombres, las mujeres muestran a menudo una devoción conmovedora al Señor; su esfera es la de los afectos por Cristo. Fue una mujer la que le ungió los pies. Varias de ellas se acercaron a la cruz y luego al sepulcro.

El Señor las honra. ¿No fue a una samaritana a la que enseñó el pensamiento de Dios en cuanto a la adoración; a la pecadora de Lucas 7, que regó sus pies con sus lágrimas, a la que proclamó por primera vez el Evangelio completo; a María de Betania a la que reveló que había embalsamado Su cuerpo para el día de su sepultura; a María de Magdala a la que comunicó la posición y la relación a la que son llevados los redimidos por su sangre?

Aunque el servicio de las mujeres ocupa un lugar especial en el Nuevo Testamento, los libros del Antiguo Testamento nos muestran la actividad de muchas siervas. Inmediatamente después del paso del mar Rojo, oímos a María, hermana de Aarón, con todas las mujeres, entonar el cántico de la liberación (Éx. 15:20). El capítulo 35 del Éxodo, que presenta al pueblo de Dios ocupado en la preparación del Tabernáculo, señala la actividad de las hábiles e inteligentes mujeres de Israel, a las que su corazón llevaba allí, hilando azul, púrpura, escarlata, lino fino y pelo de cabra. Qué bendición es para la congregación cuando las hermanas tejen en sus corazones, cultivan en el hogar y traen a la Asamblea lo que es de naturaleza para glorificar al Señor, así como la impermeabilidad contra el mal y el mundo con «pelo de cabra». Rut la moabita es la imagen de un corazón resuelto, dispuesto a recoger bendiciones allí donde el Señor se las proporciona. En humilde actividad, está alimentada, saciada y consolada a los pies de aquel en quien está la fuerza. Ana, la madre de Samuel, mujer piadosa y espiritual, solo tiene un deseo respecto a su hijo, y es llevarlo cuanto antes a la Casa de Dios, para que sea presentado a Jehová y habite allí para siempre. Fue lo que ella hizo. Podríamos considerar provechosamente la sabiduría de Abigail, el discernimiento de la sunamita y las virtudes de tantas otras mujeres mencionadas en las Escrituras.

Si la Palabra no permite a la mujer enseñar públicamente, si le ordena guardar silencio en la Asamblea, no es menos cierto que una hermana espiritual puede ser de gran utilidad en el ámbito privado, incluso entre los hermanos, con tal de que no se salga de su lugar, no haciendo uso de autoridad sobre el hombre. Aquila y Priscila estaban juntos cuando hablaron con Apolos, explicándole el camino de Dios (Hec. 18:26).

Pero la esfera de la mujer sigue siendo esencialmente la del hogar, de la familia. Pablo exhorta a las mujeres mayores a enseñar cosas buenas, instruyendo a las más jóvenes a amar a sus maridos, a amar a sus hijos, a ser prudentes, puras, ocupadas en el cuidado del hogar, buenas, sumisas a sus propios maridos, para que la Palabra de Dios no sea blasfemada. Aunque la piedad no es hereditaria, sino un ejercicio personal, la fe de Timoteo le fue inculcada sin duda por su abuela Loida y por su madre Eunice, al igual que la madre de Lemuel enseñó en su día a su hijo, a pesar de ser rey.

Que el Señor incline los corazones de las hermanas a cumplir, en el ámbito que les ha sido confiado, el precioso servicio que les ha encomendado. ¿No es también el hogar el lugar adecuado para la oración? Ciertamente, las ocupaciones diarias son aptas para llenar los días, pero la piedad producirá la energía espiritual y la diligencia para reservar el tiempo necesario para la oración. El resultado será un enriquecimiento personal, una atmósfera santificada en el hogar, así como una bendición para la Asamblea.

10 - Servir y esperar

Los tesalonicenses se habían convertido de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar del cielo a su Hijo, a quien resucitó de entre los muertos y que nos libra de la ira venidera. Su próximo regreso nos llevará a la Casa del Padre, donde nuestro servicio consistirá en la alabanza eterna a la gloria de Aquel que fue aquí en la tierra el Siervo perfecto. Que mientras tanto, nos sea concedido seguir sus huellas y servirlo humilde y fielmente. Que este sea el deseo de nuestros corazones, para que el día de la manifestación de todas las cosas pueda decirnos: «¡Muy bien, siervo bueno y fiel! En lo que es poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor» (Mat. 25:21).

El amor se deleita en servir. Después de dejarse traspasar en la cruz para ser siervo para siempre, el Señor mismo, el día de la boda, se deleitará en colmar a sus invitados con sus bendiciones eternas cuando, llevándolos a la mesa, los servirá (Lucas 12:37).

Haznos probar siempre cuán dulce es
Para cada hijo de Dios que en ti descansa,
Amarte y servirte.
«Para mí vivir es Cristo», que este sea el lema
De todos tus redimidos, que cada uno de ellos lo diga,
Y que todos sepan cumplirlo.

(Himnos y Cánticos, francés, n° 140, estrofa 2).

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1981, página 120