Índice general
La posición, la marcha y la fe
2 Corintios 12:19; Filipenses 2:15; Colosenses 1:23
Autor:
El lugar del creyente delante de Dios
Tema:(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
1 - «Delante de Dios en Cristo» (2 Cor. 12:19)
«El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo… nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor» (Efe. 1:3-5). Los creyentes son, pues, el objeto de una elección libre y soberana por parte de Dios, hecha en y por la eternidad. Nos quiere revestidos de caracteres que reflejen los suyos: la santidad, que excluye y aparta todo aquello que no es la voluntad divina, –ser irreprensibles (sin mancha), lo cual es propio de caminos perfectamente conformes a esa voluntad– y esto, además, en lo que Él es en sí mismo, es decir «en amor». Estos caracteres son los de Cristo, en quien Dios se complace y a quien nos asocia en sus consejos eternos. No podíamos ser santos y sin mancha sino en Cristo. Nuestro carácter está ligado a nuestra posición en Él, en quien hemos sido bendecidos «con toda bendición espiritual en los lugares celestiales» (v. 3). Fuera de Él no seríamos más que criaturas, caídas del estado de inocencia al de pecado, mancilladas y culpables. Pero Dios nos ve en Cristo tal como él es, y así seremos efectiva y exclusivamente algún día.
El creyente puede hablar con seguridad de tal posición y de semejante carácter. La base sobre la cual se hallan fundados de forma inconmovible constituye la intención de Dios. No hay aquí incertidumbre alguna, ninguna condición impuesta, ninguna reserva. Dios ha dado a conocer su voluntad; ¿acaso no tendría medios para cumplir en el tiempo el plan concebido por él solo en la eternidad? Nada podría ser un obstáculo para él o, mejor dicho, el triunfo sobre todos los obstáculos se halla implícito en el consejo divino mismo, que tiene a Cristo por agente: «Vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hebr. 10:7). La ejecución de ese plan divino incluye nuestra adopción como «hijos suyos por medio de Jesucristo» (Efe. 1:5), y esta adopción es hecha posible mediante la redención. Ahora todo se halla cumplido, la obra es perfecta, Cristo comparece por nosotros delante de Dios, «nos hizo aceptos en el Amado», todo es «para alabanza de la gloria de su gracia». Nos hallamos sentados «en los lugares celestiales con Cristo Jesús» (1:5-7; 2:6) y aguardamos el momento de estar allí con él. Pero el carácter impreso sobre nosotros es en él; lo era antes que nosotros fuésemos, desde la eternidad, como lo es para toda la eternidad.
2 - «En medio de una generación maligna y perversa» (Fil. 2:15)
Los creyentes manifiestan ese carácter en este mundo por el Espíritu Santo que les ha sido dado. Son colocados como nueva creación en medio de la antigua a la cual todavía pertenecen corporalmente, «en medio de una generación maligna y perversa», en medio de la cual les es dicho: «resplandecéis como luminares». Su posición en Cristo y su relación con Dios como Padre –«hijos de Dios»– son inmutables, pero se hallan en la tierra como pruebas vivas de la obra de Dios en medio de las obras de los hombres, llevando la luz que Cristo ha traído en medio de las tinieblas de este mundo. Su presencia demuestra los efectos de la Palabra de vida en los hombres.
¿Somos todo esto de un modo efectivo y visible? Este testimonio ¿es dado de un modo claro? La Palabra misma, por el mismo Espíritu, enseña al nuevo hombre, le advierte, le despierta, para que toda actividad del viejo hombre sea inmediatamente juzgada, pues el pecado permanece en nosotros mientras estemos en estos cuerpos. Sin embargo, nada puede cambiar nuestra vocación presente, la cual consiste en ser «irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha». Frente al mundo, Dios nos reviste de este título sin igual: hijos suyos. Lo hemos recibido por gracia, por la fe en el nombre del Verbo hecho carne. Si tenemos el privilegio de tomar tal nombre, nuestra responsabilidad consiste en llevarlo. Un hijo de Dios debe ser sin mácula si quiere reivindicar su título sin condenarse a sí mismo a los ojos de este mundo que, a veces, ve mejor que nosotros cuáles son las obligaciones de nuestra nobleza. Un cristiano cuya conducta justifique que se le hagan reproches, que participa de la corrupción, desluce su carácter, a la vez que contrista «al Espíritu Santo de Dios, con el cual fue sellado para el día de la redención» (Efe. 4:30).
Conscientes de que, en la práctica, nos hallamos expuestos sin cesar a renegar de nuestro carácter, debemos conducirnos con temor y ocuparnos en nuestra «salvación con temor y temblor» (Fil. 2:12). No que podamos en modo alguno ser nuestros propios salvadores, ni que nuestro Salvador pueda perder a alguno de los suyos, sino que somos llamados a andar como salvos, y salvos por Él solo. El temor santificador que llena el corazón una vez que este ha tomado conciencia, por poco que fuere, del valor del Señor Jesús, es el de perder contacto con Él, soltarse de su mano y ser llevado lejos de él. Hallaremos el secreto para ser así guardados, en un tercer pasaje que nos habla también de personas «santas y sin mancha e irreprensibles».
3 - «Si en verdad…» (Col. 1:23)
En la epístola a los Colosenses, los cristianos son considerados como habiendo sido «en otro tiempo extraños y enemigos en su mente, haciendo malas obras», por lo tanto, no solo alejados de Dios, sino alejados por culpa de sí mismos, en oposición a Él. Ahora, en virtud de la muerte de Cristo, se hallan sobre el terreno enteramente nuevo de la reconciliación. Encontramos el mismo fin divino que en Efesios 1:4, a saber, «presentarlos santos y sin mancha e irreprensibles delante de él». Pero mientras que en Efesios este fin es enunciado en relación con el propósito de Dios, la elección antes de la fundación del mundo, aquí se nombra con relación al medio por el cual fuimos reconciliados, es decir, el «cuerpo de carne» de Cristo, en el cual murió por nosotros, para gloria de Dios. El medio, así como el propósito, son perfectos. Nuestra presentación como santos y sin mancha es tan segura, en virtud de la eficacia de ese medio, como lo es la soberanía del designio eterno del cual procede. No depende de nosotros sino de Dios, quien se manifestó y obró en Cristo. Todo aquello que exigía nuestro estado ha sido llevado a cabo, y nada puede añadirse a semejante obra. Cristo tendrá a los suyos consigo en la gloria, perfectos como él mismo. Él es quien los presentará. Mientras se hallan todavía en la tierra, muertos con él, resucitados con él, su vida está escondida con él en Dios, y cuando él sea manifestado entonces, ellos también serán manifestados con él en gloria. Pero ¿en virtud de qué participan de cosas tan elevadas? Por el hecho de ser creyentes; y las poseen en esperanza. De lo único que han de preocuparse (en esto consiste su responsabilidad) es de no abandonar la fe ni la esperanza cristianas, pues de lo contrario no les queda nada.
Solo pueden captar algo de la parte que les corresponde permaneciendo «fundados y firmes en la fe, y sin moverse de la esperanza del evangelio» que han oído y creído cuando recibieron la palabra de verdad (véase 1:5-6, 23). La vida del cristiano en la práctica procederá con toda naturalidad de esa fe y esa esperanza firmes. Tanto una como otra se nutren de las cosas de arriba, y de nada más. Las cosas de la tierra les sientan fatal. Por eso hallamos estas palabras: «Si en verdad…», saludable puesta en guardia, preciosa y para nada inquietante. Sería un contrasentido decirle a un incrédulo que está reconciliado y que será presentado santo y sin mancha. También lo sería decirle lo mismo a alguien que se hubiese apartado de la fe, ya sea apostatando de lo que había confesado, probando así que no había fe en el corazón, o bien escuchando otro Evangelio que presente otro Cristo, y se halle «caído… de la gracia». El apóstol no podía hablar así a los gálatas (véase 1:6; 5:4). Las certezas y las promesas pertenecen únicamente a la fe; y esta se muestra por sus obras.
Conviene estar siempre atentos a esto: la marcha no produce la fe ni la esperanza, sino que la fe y la esperanza producen una marcha conforme a lo que la obra de Cristo ha hecho de nosotros y que pronto será manifestado. Si pensamos en las cosas de arriba, no pensaremos en las de la tierra, y tendremos el discernimiento y la energía necesarios para «hacer morir… lo terrenal en nosotros» (Col. 3:5).
¿Cuáles son, pues, esas cosas de arriba de las que se ocupa la fe y que alimentan la esperanza? Las que conciernen a Cristo. Constan de todo lo que los versículos precedentes del primer capítulo nos dicen acerca de él, de sus primacías, sus glorias, su obra y los resultados de la misma. Necesitamos progresar en ese conocimiento, con el corazón y la mente. No son cosas que basta con oírlas una vez, que se creen de una vez para no volver a ocuparse de ellas. Por el contrario, hay que volver sobre ellas continuamente. Es necesario que nuestras raíces se hundan en el suelo, firme y nutritivo al mismo tiempo (2:7), de manera que crezcamos en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Es siempre la misma persona, pero mejor conocida, de un modo más íntimo. No tenemos que aprender una lección triste y muerta, sino vivir, y vivir de la «plenitud» misma.
Así, la enseñanza impartida a los colosenses (mediante la expresión «si en verdad» relativa a nuestra responsabilidad) viene a incorporar a la vida cristiana práctica, de la cual trata la epístola a los Filipenses, nuestra posición en Cristo, de la cual se ocupa la epístola a los Efesios. Seremos tal como Pablo deseaba ver a los filipenses, «irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha» (2:15), solo en la medida que hagamos lo que exhorta a los colosenses, a saber, retener por la fe y en la esperanza la bienaventurada realidad puesta por Dios como inmutable, querida por él desde antes de la fundación del mundo y adquirida por la obra de Cristo, la de ser «santos y sin mancha delante de él, en amor» (Efe. 1:4-5). La fe y la esperanza se hallan puestas en Él, que opera en nosotros tanto «el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Fil. 2:13).
«A aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén» (Judas 24-25).