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Los gritos del Señor
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Toda la Escritura nos habla del Señor, que es el pensamiento dominante, de ahí el provecho que el creyente saca de sondearlas, según la invitación que el mismo Jesús nos dirige. Descubriremos entonces algo de las infinitas bellezas de su persona y de la perfección de su obra. Los profetas, guiados por el Espíritu, testificaron de antemano de los sufrimientos que iban a ser su porción y de las glorias que le seguirían (1 Pe. 1:11). Isaías, de quien se nos dice que vio su gloria y habló de él (Juan 12:41), habla de una manera particularmente elocuente y conmovedora de la persona de Cristo, el varón de dolores, mencionando incluso la apariencia física y externa de Aquel que había de venir para ser la víctima santa y el ejecutor perfecto de los propósitos de Dios, tanto en gracia como en juicio.
En el capítulo 42 de su libro dice: «He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones. No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles» (Is. 1 - 2). No gritará. En esto contrasta con el hombre natural, tan a menudo ruidoso, exuberante, que manifiesta sus sentimientos en desenfrenadas manifestaciones externas. En el Testigo fiel, todo es perfección, dignidad, sobriedad, sabiduría. Él no era el hombre popular de aquí abajo, sino el de nobleza y humildad de corazón, el que se acercaba a su criatura y se dejaba acercar.
¿Nunca gritó? Ciertamente, lo hizo en varias ocasiones y de diversas maneras. Es edificante considerar las circunstancias y los motivos que llevaron al Señor a clamar, él el hombre perfecto.
1 - Los gritos anunciando el juicio
Los profetas, especialmente Isaías y Jeremías, evocan el grito de venganza y de juicio que resonará en el futuro, cuando Jehová golpee a su pueblo y a las naciones. Cuando el tiempo de su paciencia llegue a su fin, «Jehová rugirá desde lo alto, y desde su morada santa dará su voz; rugirá fuertemente contra su morada; canción de lagareros cantará contra todos los moradores de la tierra» (Jer. 25:30). Cuando el juicio golpeará a los judíos que han reconstruido el templo de Jerusalén para rendir un culto abominable, bajo el dominio del imperio romano reconstituido, entonces se cumplirá la sentencia pronunciada por Isaías: «Traeré sobre ellos lo que temieron; porque llamé, y nadie respondió; hablé, y no oyeron, sino que hicieron lo malo delante de mis ojos, y escogieron lo que me desagrada» (Is. 66:1-4).
Sin embargo, en ese momento el Señor mirará a los que son un remanente fiel, al que es de espíritu contrito y tiembla ante su palabra. Después de mucha paciencia, Jehová, en la persona del Señor mismo, montado en un caballo blanco (Apoc. 19:11-16), saldrá a ejercer su juicio guerrero. Entonces se cumplirá lo que también predijo el profeta: «Jehová saldrá como gigante, y como hombre de guerra despertará celo; gritará, voceará, se esforzará sobre sus enemigos. Desde el siglo he callado, he guardado silencio, y me he detenido; daré voces como la que está de parto; asolaré y devoraré juntamente». El juez de unos será el liberador de otros, de su remanente que esperará la liberación, la introducción en el disfrute de las bendiciones milenarias. La victoria obtenida por el Rey de reyes, el Señor de señores, producirá el cántico de alabanza que subirá de toda la tierra, y se elevará un cántico nuevo para alabanza de nuestro Dios (Is. 42:10-14; Sal. 40:3).
Así, ya en el Antiguo Testamento escuchamos las llamadas urgentes de la bondad de Dios a todo el que tenga sed para que se acerque a las aguas de las que él es la única fuente (Is. 55:1-3), pero también los gritos solemnes que anuncian el juicio final sobre los que se nieguen a venir y escuchar.
2 - Los gritos del Señor durante su ministerio
El Señor gritó durante su ministerio en la tierra. En el capítulo 7 del Evangelio según Juan se menciona esto dos veces. Subió a Jerusalén en la fiesta de los Tabernáculos, no públicamente sino como en secreto, y enseñó en la sinagoga, enfrentado a la perplejidad e incredulidad de los judíos. «Jesús entonces clamó en el templo, mientras enseñaba, diciendo: A mí me conocéis, y sabéis también de dónde soy; y yo no he venido de mí mismo; pero el que me envió es verdadero, a quien vosotros no conocéis» (v. 28). Es con autoridad y firmeza, que el Señor sitúa a sus oyentes, tanto dirigentes como pueblo, ante su responsabilidad de recibirle y escucharle a él, el verdadero pastor que había entrado en el redil de la ley para sacar a sus ovejas. En el último y gran día de la fiesta, «En el último día, el gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y clamó, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de adentro de él fluirán ríos de agua viva» (v. 37-38). Al final de su ministerio, renovó sus apremiantes llamamientos, dirigiéndose a los incrédulos y a los tímidos dirigentes del pueblo que dudaban de que él fuera el enviado del Padre. Él «clamó y dijo: Quien en mí cree, no cree en mí, sino en aquel que me envió. Y el que me ve, ve al que me envió» (Juan 12:44-45).
3 - Los gritos del Señor ante la muerte
En dos ocasiones oímos al Señor clamar ante la muerte, ordenando la resurrección. La primera vez fue con ocasión de la muerte de la hija de Jairo, jefe de una sinagoga. Jesús, respondiendo a la súplica de este hombre de fe, había entrado en la casa enlutada. Haciendo salir a los flautistas, Aquel que tiene vida en sí mismo se acercó a la que se había «dormido» y, tomándola de la mano, la llamó: «¡Muchacha, levántate!» (Mat. 9:18-26; Lucas 8:40-56). La resurrección sigue inmediatamente a la palabra del Señor. Anticipándose a sus necesidades, ordena que la alimenten, lo que llama nuestra atención sobre la necesidad de alimentar a un alma que ha pasado por el nuevo nacimiento.
La escena se repite en la tumba de Lázaro, donde el Señor se estremece en su interior ante las consecuencias del pecado, que son la muerte y la corrupción. El aparente retraso de su venida a Betania después de la muerte de este amigo tenía tres propósitos: Primero, la gloria de Dios, que el Señor siempre había tenido ante sí; y a través de la resurrección de Lázaro, Él mismo también sería glorificado (v. 4). En segundo lugar, era necesario que las dos hermanas experimentaran la simpatía del Señor antes de que pudieran ver su poder en la resurrección (v. 35) y, en tercer lugar, era para que la fe de los discípulos fuera fortalecida y la multitud creyera que el Padre había enviado al Hijo (v. 15, 42). Después de dar gracias a su Padre, clamó a gran voz: «¡Lázaro, ven fuera!». Y el muerto salió. Una vez más, no hay espera; la muerte debe ceder a la voz de Aquel que es la resurrección y la vida. Lázaro va a ser desatado para que pueda caminar.
4 - Los gritos del Señor antes de su obra
El Señor llega al final de su ministerio. La cruz está ante él, de forma que puede decir, en la agitación de su alma: «¡Padre, sálvame de esta hora!», pero, añade, «Pero para esto vine a esta hora. ¡Padre, glorifica tu nombre!» (Juan 12:27). «Entonces vino una voz del cielo, que decía: Ya lo he glorificado, y otra vez lo glorificaré» (v. 28). El camino del Señor se hace cada vez más solitario, hasta que el divino grano de trigo debe morir en total abandono, para dar mucho fruto, en resurrección. Los sufrimientos por anticipación adquieren una intensidad creciente. No podemos entrar en ellas que en pequeña medida, de modo que, como los discípulos, también nosotros nos quedamos a un tiro de piedra.
El Hombre obediente por excelencia, y que lo será hasta la muerte, entra en el huerto de Getsemaní. Allí experimentará la lucha singular que recuerda la Epístola a los Hebreos, cuando nos dice que «en los días de su carne ofreció oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía librarle de la muerte» (5:7). Como se ha dicho, el primer hombre, colocado en un jardín de delicias, se exaltó a sí mismo y fue desobediente hasta la muerte, mientras que el segundo hombre, entrado en el jardín del sufrimiento, se humilló a sí mismo y fue obediente hasta la muerte. Tres veces le pide a su Padre si es posible que pase de él esta copa, pero en perfecta sumisión la tomará. ¿No dijo él a Pedro: «La copa que me ha dado el Padre, ¿acaso no la he de beber?» (Juan 18:11)? Nuestro Salvador la bebió en la cruz, en las horas oscuras de la expiación, hasta la hez. La perspectiva de ser hecho pecado era aterradora para el Señor, que no lo había conocido ni cometido, en quien no se había encontrado. Sin embargo, nada podía hacerle retroceder de este camino de obediencia que iba hasta ahí. Descenderá «a lo profundo, en medio de los mares», «a los cimientos de los montes», donde la corriente lo rodeará, donde todas las olas y el oleaje pasarán por encima de él (Jonás 2:4, 7). Y es porque el amor es fuerte como la muerte, y que muchas aguas no pueden apagarlo, y los ríos no pueden sumergirlo (Cant. 8:6-7).
5 - Los gritos del Señor en la cruz
Ha llegado la hora por la que su alma estaba turbada, embargada de tristeza hasta la muerte. La santa víctima se presenta. Poniendo a salvo a sus discípulos, diciendo: «Si me buscáis a mí, dejad que estos se vayan» (Juan 18:8). En el Salmo 69, David, guiado por el Espíritu para hablar proféticamente del varón de dolores, aquel en cuya alma han entrado las aguas, que está hundido en un fango profundo donde no hay punto de apoyo, que sirve de canción a los bebedores y cuyo corazón está destrozado por el oprobio, evoca su sufrimiento con estas palabras profundamente conmovedoras: «Estoy cansado de gritar; mi garganta está seca; mis ojos se consumen, mientras espero a mi Dios» (v. 3). Él, que se compadecía al ver el sufrimiento de su criatura, no encontró consolador, ni nadie que se compadeciera de él. El Salmo 142 menciona este doloroso aislamiento: «Mira a mi diestra y observa, pues no hay quien me quiera conocer; no tengo refugio, ni hay quien cuide de mi vida» (v. 4).
El Salmo 88, reflejando el futuro sufrimiento del remanente de Israel, consciente del juicio que se avecina sobre la nación apóstata, hace cuatro referencias a su clamor a su Dios por la liberación (v. 1, 2, 9, 13). Estos gritos del afligido, que no van seguidos de ninguna mención de consuelo ni de perspectiva de liberación, también se aplican al Señor. Podía decir en previsión: «Te cubriste de nube para que no pasase la oración nuestra» (Lam. 3:44). Durante las tres horas de la expiación, cuando la santa víctima está aislada de todo lo que le rodea, cuando Satanás se ha retirado y el odio brutal de los hombres se ha alejado, cuando nuestro Salvador, hecho pecado, está solo ante un Dios santo, grita. El cordero sin defecto y sin mancha está consumido sobre el altar. Abandonado por todos, fue el único justo abandonado por Dios, y esto en el mismo momento en que cumplía perfectamente su voluntad. A causa de su santidad, Dios tuvo que apartar su rostro de él. Convenía a esta santidad, a la majestad de Dios, que aquel que tomaba la causa de los pecadores ante sí fuera hecho apto para el título y oficio de Salvador por el sufrimiento, por el abandono y por la muerte. Habiendo ganado la victoria, se convirtió en Jefe, el autor de la salvación eterna, llevando a muchos hijos a la gloria. ¡Un misterio de amor, ante el que nos inclinamos con adoración, con gratitud!
En el silencio de aquella noche, única en los anales de la eternidad, resonó este grito, oído por Dios y por los hombres: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46). Durante esas horas en que la sequía es solo sobre el vellón, para que haya rocío sobre toda la tierra (véase Jueces 6:36-40), el Señor realiza la obra de la reconciliación todas las cosas, pues en él, como hombre, habitaba toda la plenitud de la deidad. La víctima perfecta hizo la paz mediante la sangre de su cruz, satisfaciendo las justas exigencias de un Dios santo con una sola ofrenda.
La obra habiendo sido hecha, la cuestión del pecado resuelta para siempre ante Dios, Jesús grita de nuevo a gran voz antes de entregar el espíritu. Es entonces el grito del vencedor que va a entrar en la fortaleza del hombre fuerte, el dominio de la muerte. El Señor no murió por el suplicio de la cruz, sino porque su obra estaba terminada. Su grito de victoria acompaña así a su muerte, que era necesaria y formaba parte de su obra. Los tres primeros Evangelios mencionan este grito. En Mateo, le siguen tres manifestaciones gloriosas:
1. «La cortina del santuario se rasgó en dos, de arriba hasta abajo» (Mat. 27:51). Este primer acto que sigue a la expiación es de la mayor importancia para la fe. Dios está satisfecho con la cuestión del pecado, el camino hacia los lugares santos está ahora abierto. Los creyentes están invitados a entrar en los lugares santos con plena libertad a través del velo rasgado (no quitado), tomando el camino nuevo y vivo, abierto por la sangre de Jesús (Hebr. 10:19). La obra de Cristo, que abrió este acceso, rasgando el velo que nunca más será cerrado para los redimidos, abolió también ante Dios el pecado que nos excluía de él. Ahora, el deseo de Dios está satisfecho. Los pecadores salvados por gracia, revestidos de Aquel en quien son hechos aceptables, pueden presentarse ante él.
2. «La tierra tembló y las rocas se partieron». La creación reacciona, pues esta obra la concierne, mediante la cual la reconciliación de las cosas ha sido adquirida. Llegará el día en que esta creación, que hoy suspira a causa de las consecuencias del pecado, también será «liberada de la servidumbre de la corrupción» (Rom. 8:20-21). Entonces los ríos aplaudirán y los montes cantarán de gozo (Sal. 98:8).
3. «Los sepulcros se abrieron; y muchos cuerpos de santos, que habían dormido, resucitaron» (Mat. 27:52). Entrando en la ciudad después de la resurrección del Señor (pues él debe ser el primero en todo, según Col. 1:18), aparecieron a muchos.
Así, en cuanto obtuvo la victoria, en cuanto se oyó el grito del vencedor y el Señor entregó el espíritu, tres ámbitos dieron una respuesta significativa: el cielo se abre a la fe, la creación se beneficiará de esta obra de reconciliación y la muerte está derrotada.
El Evangelio según Juan no menciona este grito del Señor. Su obra no está descrita en relación con el pecado y las necesidades de la criatura perdida. El Señor no está visto como la víctima expiatoria, ni como el siervo perfecto que fue «al poste» (Éx. 21:5-6), ni como el único hombre que fue obediente hasta la muerte. En este evangelio donde el Señor se ofrece como holocausto, no encontramos la mención del huerto de Getsemaní, ni el abandono de Dios, ni el velo rasgado. Jesús mismo sella su obra diciendo: «¡Cumplido está!» (Juan 19:30). No teniendo ninguna razón para permanecer más tiempo en la cruz, él mismo separa su espíritu de su cuerpo. Este es el Hijo de Dios.
Ahora nuestro divino Salvador, habiendo terminado para gloria de Dios su camino de hombre en la tierra, habiendo terminado la obra que el Padre le había encomendado, habiendo descansado del pecado, habiendo resucitado de entre los muertos, está sentado a la diestra de la Majestad, garante de la redención que ha obtenido.
6 - El grito de mando, de la gran reunión
Puesto que los sufrimientos del Señor pertenecen al pasado, ¿volverá a gritar? Sí, una vez más. Y este grito lo esperamos, porque pondrá fin tanto a la paciencia de Dios, que es salvación, como a la bendita esperanza que la gracia ha puesto en los corazones de los redimidos. En 1 Tesalonicenses 4, leemos: «Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivamos, los que quedamos, seremos arrebatados con ellos en las nubes para el encuentro del Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, los unos a los otros con estas palabras» (v. 16-18).
Este grito de autoridad, pero también de amor, será escuchado por todos los que serán de Cristo, en su venida. Los que han dormido en Jesús, los que han muerto en la fe desde el Génesis o están vivos en la tierra, todos serán reunidos con él (2 Tes. 2:1). Este no es el grito de medianoche del que nos habla la parábola de Mateo 25. Allí el grito: «¡He aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!» (v. 6), que ya se ha escuchado, se dirige a la profesión cristiana dormida, y apela a la responsabilidad individual. En esta parábola, el grito precede a la venida del esposo, mientras que el grito de 1 Tesalonicenses 4:16 acompaña a la venida del Señor y forma parte de lo que sucederá en un abrir y cerrar de ojos.
Esperamos y anhelamos este grito de mando para todos los que le pertenecen. Entonces, seremos introducidos a la casa del Padre, para ocupar el lugar que él ha preparado, adquirido a costa de sus sufrimientos, de sus gritos, de sus lágrimas, de su muerte ignominiosa. Introducidos en el goce eterno de los resultados de su obra, los santos glorificados conocerán una dicha inalterable, donde todo lo que pertenecía a las cosas anteriores, duelos, llantos y dolores, habrá terminado para siempre. Entonces también, nuestro Señor, Cabeza y consumador de nuestra fe, quien, por el gozo puesto delante de él soportó la cruz, menospreciando el oprobio (Hebr. 12:2), verá el fruto del trabajo de su alma y quedará satisfecho (Is. 53:11).
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1995, página 9