Índice general
La autoridad de las Escrituras
Autor:
Inspiración y autoridad, revelación de Dios
Tema:(Fuente: ediciones-biblicas.ch)
1 - Introducción
La Escritura es la Palabra de Dios, y ella juzga al hombre a fondo. Pone al desnudo las profundas raíces de su naturaleza, descubre los mismos cimientos de su ser moral. Es el único espejo fiel en el cual puede verse perfectamente reflejado. Esta es la razón por la cual al hombre no le gusta la Escritura; no puede soportar la Palabra; intenta ponerla a un lado; le encanta buscar defectos en ella; se atreve a juzgarla. No sucede lo mismo con otros libros. Los hombres no se preocupan tanto por descubrir y señalar errores y contradicciones en Homero, Herodoto, Aristóteles o Shakespeare. Pero la Escritura los juzga: juzga sus caminos, sus malos deseos. De ahí la enemistad de la mente natural contra ese precioso y maravilloso Libro que, como ya lo señalamos, lleva consigo sus propias credenciales para todo corazón divinamente preparado. Hay un poder en la Escritura que derriba todo lo que tiene ante ella. Todos, tarde o temprano, deberán inclinarse ante ella.
«Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que toda espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos; y ella discierne los pensamientos y propósitos del corazón. Y no hay criatura que no esté manifiesta ante él; sino que todo está desnudo y descubierto a los ojos de aquel a quien tenemos que rendir cuentas» (Hebr. 4:12-13).
2 - La Biblia, su suficiencia y supremacía
Algunos pretenden hacernos creer que las cosas están tan cambiadas desde que la Biblia fue escrita, que sería necesaria para nosotros otra guía distinta de la que nos proporcionan sus preciosas páginas. Esas personas nos dicen que la sociedad no es la misma ahora que la de entonces; que la Humanidad ha realizado progresos; que ha habido tal desarrollo de los poderes de la naturaleza, de los recursos de la ciencia y de las aplicaciones de la filosofía que sostener la suficiencia y supremacía de la Biblia en una época como la actual, solo puede ser tildado de bagatela, ignorancia o tontería.
Ahora bien, aquellos que nos dicen estas cosas pueden ser personas muy inteligentes e instruidas, pero no tenemos ningún reparo en decirles que, a este respecto, yerran «no conociendo las Escrituras, ni el poder de Dios» (Mat. 22:29). Por cierto que deseamos rendir el debido respeto al saber, al genio y al talento siempre que se encuentren en su justo lugar y en su debida labor; pero, cuando hallamos a tales individuos ensalzando sus arrogantes cabezas por encima de la Palabra de Dios, cuando les hallamos sentados como jueces, mancillando y desprestigiando aquella incomparable revelación, sentimos que no les debemos el menor respeto y les tratamos ciertamente como a tantos agentes del diablo que se esfuerzan por sacudir aquellos eternos pilares sobre los cuales ha descansado siempre la fe del pueblo de Dios. No podemos oír ni por un momento a hombres –por profundos que sean sus discursos y pensamientos– que osan tratar al Libro de Dios como si fuera un libro humano y hablar de esas páginas que fueron compuestas por el Dios todo sabio, todopoderoso y eterno, como si fueran producto de un mero mortal, débil y ciego.
Es importante que el lector vea claramente que los hombres o bien deben negar que la Biblia es la Palabra de Dios, o bien deben admitir su suficiencia y supremacía en todas las épocas y en todos los países, en todos los períodos y en todas las condiciones del género humano. Dios ha escrito un libro para la guía del hombre, y nosotros sostenemos que ese libro es ampliamente suficiente para ese fin, sin importar cuándo, dónde o cómo encontremos a su destinatario. «Toda la Escritura es inspirada por Dios… a fin de que el hombre de Dios sea apto (griego: artios) [1], y equipado para toda buena obra» (2 Tim. 3:16-17). Esto seguramente es suficiente. Ser perfecto y estar enteramente preparado debe necesariamente implicar la independencia del hombre de todos los argumentos humanos de la Filosofía y de la pretendida Ciencia.
[1] N. del A. (Nota del autor): El lector debe saber que la palabra vertida «apto» aparece únicamente aquí en todo el Nuevo Testamento. Esta palabra (en griego: artios) significa «dispuesto», «completo», «bien ajustado», como un instrumento con todas sus cuerdas, una máquina con todas sus partes, un cuerpo con todos sus miembros, coyunturas, músculos y nervios. El término corriente para «perfecto» es, en griego, teleios, el cual significa «el alcance del fin moral», en algo determinado (The man of God –El hombre de Dios).
Sabemos muy bien que al escribir así nos exponemos a la burla del instruido racionalista y del culto e ilustre filósofo. Pero no somos lo suficientemente susceptibles a sus críticas.
Admiramos en gran manera cómo una mujer piadosa –aunque, sin duda, muy ignorante– contestó a un hombre erudito que estaba intentando hacerle ver que el escritor inspirado había cometido un error al afirmar que Jonás estuvo en el vientre de una ballena [2]. Él le aseguraba que tal cosa no podría ser posible, ya que la historia natural de la ballena demuestra que ella no podría tragar algo tan grande. “Bueno –dijo la mujer– yo no conozco demasiado acerca de Historia Natural, pero sé esto: si la Biblia me dijera que Jonás se tragó el gran pez, yo le creería”. Ahora bien, es posible que muchos piensen que esta pobre mujer se hallaba bajo la influencia de la ignorancia y de la ciega credulidad; pero, por nuestra parte, preferiríamos ser la mujer ignorante que confiaba en la Palabra de Dios antes que el instruido racionalista que trataba de menoscabar la autoridad de esta última. No tenemos la menor duda en cuanto a quién se hallaba en la posición correcta.
[2] N. del T. (Nota del traductor): Nótese que la Biblia no habla de una ballena –como alegaba este hombre– sino de «un gran pez».
Pero no vaya a suponerse que preferimos la ignorancia al saber. Ninguno se imagine que menospreciamos los descubrimientos de la Ciencia o que tratamos con desdén los logros de la sana Filosofía. Lejos de ello. Les brindamos el mayor respeto en su propia esfera. Pero, por otro lado, no podríamos expresar cuánto apreciamos la labor de aquellos hombres versados que dedicaron sus energías al trabajo de desbrozar el texto sagrado de los diversos errores y alteraciones que, a través de los siglos, se habían deslizado en él, a causa del descuido y la flaqueza de los copistas, de lo cual el astuto y maligno enemigo supo sacar provecho. Todo esfuerzo realizado con miras a preservar, desarrollar, ilustrar y dar vigor a las preciosas verdades de la Escritura lo estimamos en muy alto grado; pero, por otro lado, cuando hallamos a hombres que hacen uso de su sabiduría, de su ciencia y de su filosofía con el objeto de socavar el sagrado edificio de la revelación divina, creemos que es nuestro deber alzar nuestras voces de la manera más fuerte y clara contra ellos y advertir al lector, muy solemnemente, contra la funesta influencia de tales individuos.
Creemos que la Biblia, tal como está escrita en las lenguas originales –hebreo y griego–, es la Palabra misma del sabio y único Dios verdadero, para quien un día es como mil años y mil años como un día, quien vio el fin desde el principio, y no solo el fin, sino todos los períodos del camino. Sería, pues, una positiva blasfemia afirmar que “hemos llegado a una etapa de nuestra carrera en la cual la Biblia ya no es suficiente”, o que “estamos obligados a seguir un rumbo fuera de sus límites para hallar una guía e instrucción amplias para el tiempo actual y para cada momento de nuestro peregrinaje terrenal”. La Biblia es un mapa perfecto en el cual cada exigencia del navegante cristiano ha sido prevista. Cada roca, cada banco de arena, cada escollo, cada cabo, cada isla, han sido cuidadosamente asentados. Todas las necesidades de la Iglesia de Dios para todos aquellos que la conforman, han sido plenamente provistas. ¿Cómo podría ser de otro modo si admitimos que la Biblia es la Palabra de Dios? ¿Podría la mente de Dios haber proyectado o su dedo haber trazado un mapa imperfecto? ¡Imposible! O bien debemos negar la divinidad, o bien admitir la suficiencia del «Libro». Nos aferramos tenazmente a la segunda opción. No existe término medio entre estas dos posibilidades. Si el libro es incompleto, no puede ser de Dios; si es de Dios, debe ser perfecto. Pero si nos vemos obligados a recurrir a otras fuentes para guía e instrucción referente a la Iglesia de Dios y a aquellos que la conforman –cualesquiera sean sus lugares– entonces la Biblia es incompleta y, por ende, no puede ser de Dios en modo alguno.
2.1 - La tradición
Querido lector, ¿qué debemos hacer entonces? ¿Adónde debemos recurrir? Si la Biblia no es el manual divino y, por tanto, no es plenamente suficiente, ¿qué queda? Algunos nos sugerirán que recurramos a la tradición. ¡Ay, qué guía miserable! Tan pronto como nos hayamos internado en el amplio campo de la tradición, nuestros oídos se verán sobresaltados por causa de diez mil extraños y discordantes sonidos. Puede ser que nos encontremos con una tradición que parezca muy auténtica, muy venerable, digna de todo respeto y confianza y nos encomendemos así a su guía; pero, no bien lo hagamos, otra tradición se cruzará por nuestro camino reclamando con fuerza nuestra atención y conduciéndonos en una dirección totalmente opuesta. Así sucede con la tradición. La mente se aturde y uno se acuerda del alboroto en Éfeso, respecto del cual leemos que «unos gritaban una cosa, y otros otra; porque la asamblea estaba en confusión» (Hec. 19:32). El caso es que necesitamos una norma perfecta, y esto solo puede hallarse en una revelación divina, la cual, como lo creemos, debe ser hallada en las páginas de nuestra tan preciosa Biblia. ¡Qué tesoro! ¡Cómo debemos bendecir a Dios por este don! ¡Cómo debemos alabar su nombre por su gran misericordia, la que no dejó a su Iglesia pendiente de la voluble tradición humana, sino de la segura luz divina! No necesitamos que la tradición asista la revelación, sino más bien utilizamos esta última para poner a prueba a aquella. Darle lugar a la tradición humana para que acuda en auxilio de la revelación divina, es lo mismo que si prendiéramos una débil vela con el objeto de ayudar a los potentes rayos solares del mediodía.
2.2 - La conveniencia
Pero existe aún otro muy engañoso y peligroso recurso presentado por el enemigo de la Biblia y, lamentablemente, aceptado por miles de integrantes del pueblo de Dios. Se trata de la conveniencia o del muy atractivo argumento de hacer todo el bien que podamos, sin prestar la debida atención a la manera en que hacemos tal bien. El árbol de la conveniencia es un árbol muy extendido, el cual produce los más atractivos frutos. Pero, ¡ah, querido lector, recuerde que esos frutos se sentirán amargos como el ajenjo al final! Sin duda, hacer todo el bien que podamos es algo bueno, pero reparemos con cuidado de qué manera lo hacemos. No nos engañemos a nosotros mismos por la vana ilusión de que Dios aceptará alguna vez servicios basados en una positiva desobediencia a su palabra. Mi «ofrenda a Dios», decían los antiguos, a la vez que pasaban por alto descaradamente el claro mandamiento de Dios, como si Él fuese a sentir agrado en una ofrenda presentada de acuerdo con tal principio. Hay una íntima relación entre el viejo «Corbán» y la moderna “conveniencia”, pues «nada hay nuevo debajo del sol» (Ecl. 1:9). La solemne responsabilidad de obedecer la Palabra de Dios era evadida mediante el plausible pretexto de «es Corbán», o «ofrenda a Dios» (Marcos 7:7-13).
Así sucedió antiguamente. El «Corbán» de los antiguos justificó –o procuró justificar– un sinnúmero de transgresiones a la ley de Dios; y la “conveniencia” de nuestros tiempos seduce a otros tantos para que traspasen el límite trazado por revelación divina.
Ahora bien, reconocemos totalmente que la conveniencia ofrece los atractivos más codiciables. Parece algo muy placentero hacer mucho bien, lograr los fines de una benevolencia totalmente desinteresada, lograr resultados tangibles. No sería asunto fácil, por cierto, estimar debidamente las seductoras influencias de tales cosas o la inmensa dificultad de arrojarlas por la borda. ¿Nunca nos hemos visto tentados, mientras nos manteníamos sobre la estrecha senda de la obediencia, a contemplar fuera de ella los brillantes campos de la conveniencia, a uno y otro lado, y exclamar: “¡Ay, estoy sacrificando mi utilidad por una idea!”? Sin duda; pero entonces, ¿qué ocurriría si tuviésemos un fundamento para esa «idea», así como lo tenemos para las doctrinas fundamentales de la salvación? La pregunta es: ¿Cuál es la idea? ¿Está ella basada sobre “así ha dicho el Señor” (Amós 5:16)? Si es así, entonces aferrémonos a ella tenazmente, aunque diez mil partidarios de la conveniencia estuvieren profiriendo contra nosotros el penoso cargo de ciego fanatismo. Hay un inmenso poder en la respuesta breve pero tajante dada a Saúl: «¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros» (1 Sam. 15:22).
La palabra de Saúl fue sacrificios, en cambio la de Samuel fue obediencia. Sin duda el balido de las ovejas y el bramido de los bueyes eran apasionantes y llamativos. Ellos serían considerados como pruebas sustanciales de que algo estaba siendo hecho; mientras que, por otro lado, la senda de la obediencia parecía estrecha, silenciosa, solitaria e infructuosa. Pero, ¡qué penetrantes aquellas palabras de Samuel: «El obedecer es mejor que los sacrificios»! ¡Qué victoriosa respuesta a los más elocuentes defensores de la conveniencia! Palabras concluyentes, de lo más convincentes, las cuales nos enseñan que es mejor mantenerse firme como una estatua de mármol sobre la senda de la obediencia que lograr los fines más deseables mediante la transgresión de un claro precepto de la Palabra de Dios.
Pero nadie vaya a suponer que uno debe ser como una estatua en aquella senda de la obediencia. Lejos de ello. Hay servicios preciosos y extraordinarios para ser realizados por los obedientes, servicios que solo pueden ser desempeñados por hombres así y que deben toda su preciosidad al hecho de ser fruto de la simple obediencia [3]. Ciertamente, esos servicios bien pueden no hallar lugar en el registro público de la ocupada y agitada actividad del hombre; pero ellos están registrados en lo alto y serán publicados a su debido tiempo. Como nos decía a menudo un querido amigo: “El cielo será el lugar más seguro y feliz para oír acerca de nuestra obra aquí abajo”. No perdamos esto de vista, y prosigamos nuestro camino con toda sencillez, acudiendo a Cristo, el Señor, para toda guía, poder y bendición. Que su bendita aprobación sea suficiente para nosotros. Que no se nos halle mirando de reojo con la intención de conseguir la aprobación de un pobre mortal, cuyo aliento está en sus narices, ni anhelando hallar nuestros nombres en medio del reluciente registro de los grandes hombres de la época. El siervo de Cristo debe poner su mirada lejos de todas estas cosas. Su gran ocupación es obedecer. Su objetivo no debe ser hacer todo lo posible, sino simplemente hacer lo que se le ordena. Esto hace que todo sea claro y, además, hará de la Biblia algo precioso como la depositaria de la voluntad del Maestro, a la cual él debe acudir continuamente para saber lo que tiene que hacer y cómo lo debe hacer. Ni la tradición, ni la conveniencia, serán de utilidad para el siervo de Cristo. La pregunta vital es: «¿Qué dice la Escritura?» (Rom. 4:3).
[3] ¡Qué modelo tenemos de esto en nuestro bendito Señor! Durante treinta años vivió sobre la tierra en el retiro, conocido por los hombres solo como «el carpintero» (Marcos 6:3), pero conocido por el Padre –y siendo Su deleite– como «el Santo de Dios», la ofrenda perfecta, completamente quemada sobre el altar (Lev. 6:19-33).
Esto lo resuelve todo. No debe haber ninguna apelación respecto de una decisión de la Palabra de Dios. Cuando Dios habla, al hombre le corresponde la sumisión. De ninguna manera es esto una cuestión de obstinada adhesión a las ideas propias del hombre. Es justamente todo lo contrario. Es una adhesión reverente a la Palabra de Dios. Que el lector advierta esto claramente. Con frecuencia sucede que, cuando uno está decidido, a través de la gracia, a obrar de acuerdo con la Escritura, será declarado dogmático, intolerante e impetuoso; y, sin duda, uno tiene que velar por su temperamento, espíritu y estilo, aun cuando procure obrar de conformidad con la Palabra de Dios. Pero téngase muy presente que la obediencia a los mandamientos de Cristo es justo lo contrario de la arrogancia, del dogmatismo y de la intolerancia.
No es de extrañar que, cuando un hombre consiente dócilmente en confiar su conciencia al cuidado de sus semejantes y en sujetar su inteligencia a las opiniones de los hombres, se lo considere como persona apacible, modesta y liberal; pero, no bien se someta con reverencia a la autoridad de la Santa Escritura, será tenido como alguien confiado en sí mismo, dogmático y de mentalidad estrecha. Que así sea. Viene rápidamente el tiempo en el cual la obediencia será llamada por su verdadero nombre y halle su reconocimiento y recompensa. El creyente fiel debe sentirse contento de esperar ese momento y, mientras lo aguarda, debe sentirse satisfecho de permitir que los hombres lo llamen como les plazca. «Jehová conoce los pensamientos de los hombres, que son vanidad» (Sal. 94:11).
2.3 - El racionalismo
Pero debemos finalizar nuestro tema, por lo cual añadiremos solamente, a modo de conclusión, que existe una tercera influencia hostil contra la cual el amante de la Biblia tendrá que estar en guardia. Se trata del racionalismo o la supremacía de la razón humana. El fiel discípulo de la Palabra de Dios deberá resistir a este audaz intruso con la más firme entereza. Este tiene la presunción de colocarse como juez de la Palabra de Dios y resolver en qué parte es digna de Dios y en qué parte no, prescribiendo límites a la inspiración. En vez de someterse con humildad a la autoridad de la Escritura, la cual se remonta de continuo a una región a la cual la pobre y ciega razón jamás la puede seguir, el racionalismo, con todo orgullo, procura hacer descender a la Escritura por debajo de Su verdadero nivel y acomodarla al de él. Si la Biblia declara algo que no concuerde aun en lo más mínimo con las conclusiones del racionalismo, entonces –se alega– algo le debe faltar. Si Dios dice algo que la pobre, ciega y pervertida razón no puede conciliar con sus propias conclusiones –las cuales, nótese, las más de las veces son los absurdos más groseros–, Él es excluido de su propio libro.
Y esto no lo es todo. El racionalismo nos priva de la única norma perfecta de verdad y nos conduce hacia una región en la cual prevalece la más tenebrosa incertidumbre. Procura socavar la autoridad de un libro del cual podemos creer todo y conducirnos hacia un campo de especulación en el cual no podemos estar seguros de nada. Bajo el dominio del racionalismo, el alma es como una embarcación desprendida de sus amarras de seguridad en el puerto de la revelación divina y que se verá bamboleada como un corcho sobre la turbulenta y devastadora corriente del escepticismo universal.
Ahora bien, no esperamos convencer a un consumado racionalista, aun cuando el mismo condescendiera a examinar nuestras modestas páginas, lo cual es algo muy improbable. Ni podríamos esperar ganar para nuestro modo de pensar al decidido defensor de la conveniencia, o al ardiente admirador de la tradición. Ni tenemos la competencia, ni el tiempo libre, ni el espacio para entrar en tal línea de argumento como sería necesario si fuésemos a procurar tales fines. Pero estamos deseosos de que el lector cristiano perciba, a partir de la lectura cuidadosa de este artículo, de un modo más profundo la preciosidad de su Biblia. Deseamos fervientemente que las palabras la Biblia: Su suficiencia y supremacía, se graben, en amplios y profundos caracteres, en la tabla del corazón del lector (véase Prov. 7:3).
Sentimos que tenemos un solemne deber que cumplir, en un tiempo como el presente, en el cual la superstición, la conveniencia y el racionalismo están todos en plena actividad, como tantos otros agentes del diablo, en sus esfuerzos por socavar los fundamentos de nuestra santísima fe. Esta la debemos a aquel bendito volumen inspirado del cual hemos bebido corrientes de vida y paz para dar nuestro débil testimonio a la divinidad de cada una de sus páginas, para dar expresión, de esta forma permanente, a nuestra profunda reverencia a su autoridad y a nuestra convicción por su suficiencia divina para todas las necesidades, ya sea del creyente individualmente o de la Iglesia colectivamente.
Instamos seriamente a nuestros lectores a valorar las Santas Escrituras más que nunca, y también, en los más acuciantes términos, a que se guarden de toda influencia –sea de la tradición, de la conveniencia o del racionalismo– que tienda a debilitar su confianza en aquellos oráculos celestiales. El espíritu y los principios que hoy prevalecen hacen que sea imperioso asirnos tenazmente a la Escritura, atesorarla en nuestros corazones y sujetarnos a su santa autoridad.
¡Quiera Dios, el Espíritu, el autor de la Biblia, producir en el escritor y en el lector de estas líneas un amor más ardiente por esa Biblia! Quiera Él acrecentar nuestro conocimiento práctico con su contenido y conducirnos a una sumisión más completa a sus enseñanzas en todas las cosas, para que Dios sea glorificado aún más en nosotros a través de Jesucristo nuestro Señor.
3 - Los títulos divinos
Es interesante, instructivo y edificante a la vez observar los diversos títulos con que Dios aparece en las Santas Escrituras, los cuales expresan ciertos caracteres y relaciones en que tuvo a bien revelarse a sí mismo al hombre. Estamos persuadidos de que el lector cristiano hallará un sólido provecho y un verdadero refresco espiritual con el estudio de este tema. En este breve artículo, no podemos sino ofrecer una o dos sugerencias al lector, dejando que él escudriñe las Escrituras por sí solo a fin de obtener un pleno entendimiento del verdadero significado y de la correcta aplicación de los diversos títulos.
En el primer capítulo del Génesis hallamos el primer gran título: «Dios» (Elohim). «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gén. 1:1).
Presenta a Dios en su inaccesible e incomprensible Deidad. «Nadie ha visto jamás a Dios» (Juan 1:18). Oímos su voz y vemos sus obras en la Creación. Pero en cuanto a él mismo, nadie le vio ni le puede ver. «Habita en una luz inaccesible» (1 Tim. 6:16).
Pero en Génesis 2 se le añade otro título: «Jehová». ¿A qué se debe esto? A que el hombre está ahora en el escenario, y Jehová expresa la relación de Dios con el hombre. ¡Preciosa verdad! Es imposible leer estos dos capítulos sin admirarse de la diferencia que hay entre los títulos de «Dios» y «Jehová Dios» –diferencia bella e instructiva a la vez– [4]. Génesis 7:16 presenta un interesante ejemplo: «Y los que vinieron, macho y hembra de toda carne vinieron, como le había mandado Dios; y Jehová le cerró la puerta». Dios, en su gobierno, iba a destruir la raza humana y todo ser viviente. Pero Jehová, en su infinita gracia, encerró a Noé en el arca. Nótese la diferencia. Si el que escribió la historia hubiese sido un simple hombre, podría haber transpuesto los diferentes títulos divinos sin ver de qué se trataba. Pero no así el Espíritu Santo, el cual revela la bella cuestión de la relación de Jehová con Noé. Elohim iba a juzgar al mundo; pero, en su carácter de Jehová, tenía sus ojos puestos en su amado siervo Noé, a quien resguardó por Su gracia en el arca de la misericordia. ¡Qué perfecta es la Escritura! ¡Qué edificante y refrescante es seguir la huella de las glorias morales del divino Volumen!
[4] Presentamos aquí los diversos títulos divinos que aparecen en las Escrituras. El lector, si es conducido por Dios a hacerlo, puede examinar por sí mismo los pasajes en que aparecen, y ver la manera en que se aplican. «Elohim»: Dios; «Jehová» (N. del T.: en la versión Reina-Valera 1960 se lo deja sin traducir). «Adonai»: Señor. Así se lo traduce, por ejemplo, en el Salmo 16:2, donde claramente se distingue de Jehová. Adonai, o Adon, quiere decir «Gobernante» o «Soberano», de la raíz «Dan»: juzgar. Más adelante, en Génesis 14:22, aparece «Elyon»: el Dios Altísimo. Este es su título milenario. Y en Génesis tenemos «Shaddai»: el Todopoderoso. «Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto» (17:1). En el Salmo 91:1-2 hallamos una muy bella aplicación: «El que habita al abrigo del Altísimo (Elyon), morará bajo la sombra del Omnipotente (Shaddai). Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; mi Dios (Elohim), en quien confiaré». Todo esto está lleno de preciosa instrucción, y esperamos que el lector sea animado a seguir el estudio por sí mismo. Casi ni hace falta agregar que para el inefable título y relación de «Padre», debemos dirigirnos al Nuevo Testamento.
Volvámonos a 1 Samuel 17, donde vemos el encuentro de David con Goliat. Valientemente le dice al gigante qué es lo que le iba a hacer tanto a él como al ejército de los filisteos: «y toda la tierra sabrá que hay Dios (Elohim) en Israel. Y sabrá toda esta congregación que Jehová no salva con espada y con lanza; porque de Jehová es la batalla, y él os entregará en nuestras manos» (v. 46-47).
«Toda la tierra» sabría y reconocería la presencia de Dios en medio de su pueblo. El mundo no podía saber nada de la preciosa relación que encerraba el título «Jehová». Solo la congregación de Israel lo podía saber. Ellos no solo debían conocer su presencia en medio de ellos, sino también su bendito modo de obrar. Para el mundo, él era Elohim; para su amado pueblo, Jehová.
¡Ojalá que estas exquisitas pinceladas de la inspirada pluma llenen de admiración nuestro corazón! ¡Las vivas profundidades, las glorias morales de esa inapreciable Revelación que nuestro Padre ha escrito en su gracia para nuestro consuelo y edificación! Debemos confesar que, para nosotros, es un deleite indecible detenernos en estas cosas y señalárselas al lector, en un tiempo de infidelidad como el presente, cuando la divina inspiración de las Escrituras es temerariamente cuestionada, en lugares donde menos lo esperaríamos. Pero tenemos algo mejor que hacer, precisamente hoy, que responder a los deleznables ataques de la infidelidad. Estamos plenamente persuadidos de que la salvaguardia más eficaz contra esos ataques radica en tener la Palabra de Cristo morando abundantemente en nosotros (Col. 3:16), en todo su poder formativo y vivo. A un corazón así lleno y fortalecido, los más poderosos y plausibles argumentos de todos los escritores infieles, no son sino como el suave golpeteo de la lluvia sobre la ventana.
Ofreceremos al lector una sola ilustración más del Antiguo Testamento sobre nuestro tema. La encontramos en la historia de Josafat (2 Crón. 18:31). «Cuando los capitanes de los carros vieron a Josafat, dijeron: Este es el rey de Israel. Y lo rodearon para pelear; mas Josafat clamó, y Jehová lo ayudó, y los apartó Dios (Elohim) de él».
Esto es profundamente conmovedor. Josafat se había colocado en una posición totalmente falsa. Se había unido con uno de los reyes más impíos de Israel. Había llegado a decir al malvado rey Acab: «Yo soy como tú, y mi pueblo como tu pueblo; iremos contigo a la guerra» (2 Crón. 18:3). No ha de asombrarnos, pues, si los capitanes sirios lo confundieron con Acab. Pero cuando fue reducido hasta el punto más bajo –cuando descendió hasta el mismo valle de «sombra de muerte»–, entonces «clamó», y ese clamor subió hasta los siempre atentos oídos de gracia de Jehová, quien dijo: «Invócame en el día de la angustia: Te libraré» (Sal. 50:15). ¡Preciosa gracia!
Notemos la bella precisión en el uso y aplicación de los títulos divinos –pues esa es nuestra tesis–: «Josafat clamó, y Jehová lo ayudó»; y ¿qué pasó luego? Un mero autor humano lo habría puesto seguramente de la siguiente manera: “Jehová lo ayudó, y los apartó”. Pero no dice exactamente así: Jehová no tenía nada que ver con sirios incircuncisos. Sus ojos estaban sobre su querido, aunque descarriado, siervo; Su corazón se inclinaba por él; Sus brazos eternos lo rodeaban. No había ningún vínculo entre Jehová y los sirios; sino que «los apartó Dios (Elohim)» –a quienes ellos no conocían– «de él».
¿Quién puede dejar de ver la belleza y perfección de todo esto? ¿No queda claro que el sello de la mano divina resulta visible en los tres pasajes que hemos considerado? En efecto, y así lo vemos de principio a fin en cada una de las cláusulas del texto sagrado. Nadie vaya a suponer que queremos ocupar a nuestros lectores con cosas curiosas, interesantes distinciones o críticas eruditas. Nada puede estar más lejos de nuestros pensamientos, y no escribiríamos una sola línea con este propósito. Dios es nuestro testigo de que escribimos estas líneas con el gran objetivo de profundizar en el corazón de nuestros lectores el sentido de la preciosidad, hermosura y excelencia de las Santas Escrituras dadas por Dios para la ayuda, guía y bendición de su pueblo en este mundo de tinieblas. Si logramos este objetivo, habremos obtenido un galardón completo.
No podemos concluir este artículo sin hacer referencia a las preciosas páginas del Nuevo Testamento. Le pedimos al lector que se vuelva a Romanos 15, donde se nos presenta a Dios bajo tres diferentes títulos, cada uno de los cuales se encuentra en perfecta y bella armonía con el asunto que nos ocupa. En los primeros versículos del capítulo, que en realidad pertenecen al capítulo 14, el inspirado apóstol urge en nosotros la necesidad de paciencia, respeto y consideración los unos por los otros.
Y ¿a quién nos encomienda para hallar el poder necesario para responder a aquellas santas y necesarias exhortaciones? Al «Dios de la paciencia y de la consolación» (Rom. 15:5). Pablo presenta a Dios en el mismo carácter en que lo necesitamos. Nuestra pequeña reserva de paciencia pronto se agotará cuando tengamos que toparnos con todo tipo de personajes que se cruzan por nuestro camino, incluso en nuestras relaciones con nuestros hermanos. Constantemente nuestra paciencia y respeto es puesta a prueba. Y seguramente otros también necesitan ejercitar la paciencia y respeto para con nosotros.
¿Dónde obtendremos los recursos necesarios para satisfacer todas estas demandas? En el inagotable tesoro: «el Dios de la paciencia y de la consolación». Nuestros pobres y pequeños manantiales pronto se secarán si no fueran abastecidos continuamente por la inagotable Fuente divina. El peso de una pluma vencería nuestra paciencia; ¡cuánto más las diez mil cosas que debemos de enfrentar, aun en la Iglesia de Dios!
De ahí la necesidad de la bella oración del apóstol: «Que el Dios de la paciencia y de la consolación os dé un mismo sentir entre vosotros, según Cristo Jesús; para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, recibíos unos a otros, así como Cristo también os recibió para gloria de Dios» (Rom. 15:5-7).
Aquí radica el gran secreto, el divino poder para recibirnos los unos a los otros y para andar juntos en santo amor, paciencia celestial y tierna compasión. No hay otro camino: solo con una habitual comunión con el Dios de la paciencia y de la consolación seremos capaces de elevarnos por encima de los innumerables obstáculos a la confianza y a la comunión que continuamente se nos presentan, y de andar en ferviente amor a todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo con sinceridad.
Pero debemos concluir este artículo, por lo que solo daremos un vistazo a los demás títulos divinos que se presentan en este capítulo. Cuando el apóstol habla de la gloria futura, su corazón se vuelve en seguida a Dios en el carácter que convenía al tema que está bajo su consideración. «Y el Dios de esperanza os llene de todo gozo y paz en el creer, para que abundéis en esperanza, por el poder del Espíritu Santo» (Rom. 15:13). Si tuviéramos la esperanza de gloria ardiendo en nuestra alma –y ciertamente es algo que necesitamos– deberíamos volver nuestros ojos hacia «el Dios de esperanza».
¡Qué notable y sorprendente es la aplicación de los títulos divinos, adondequiera que nos volvamos, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento! Según el carácter de nuestras necesidades, Dios se presenta a nuestro corazón de la manera más adecuada para satisfacerlas. Así, por ejemplo, al final del capítulo, cuando el apóstol vuelve sus ojos hacia Judea y a las dificultades y peligros que lo aguardaban, su corazón prorrumpe: ¡«El Dios de paz»! (Rom. 16:20). ¡Precioso recurso ante los diversos ejercicios, ansiedades, pesares y preocupaciones!
En una palabra, para cualquier cosa que necesitemos, solo debemos volvernos con simple fe a Dios, y hallar todo en él. Dios –bendito sea por siempre su Nombre– es la única gran respuesta que satisface plenamente todas nuestras necesidades, desde el punto de partida hasta la meta de nuestra carrera cristiana. ¡Que tengamos una fe sencilla que recurra a él!
4 - La vida y los tiempos de Josías
4.1 - La decadencia espiritual del pueblo de Israel cuando Josías llega al trono
El rey Josías vivió y gobernó dos mil quinientos años atrás. No obstante, su historia es muy instructiva, y nunca pierde su frescor y vigor. Ascendió al trono en un tiempo de particular oscuridad y zozobra. La ascendente marea de la corrupción había alcanzado el punto más alto; y la espada del juicio, que por tanto tiempo había permanecido guardada en la paciencia y longanimidad de Dios, estaba por caer, con terrible severidad, sobre la ciudad de David. El brillante reinado de Ezequías fue seguido por un largo y triste período de cincuenta y cinco años bajo el dominio de su hijo Manasés; y aunque «la vara de la corrección» había logrado conducir a este gran pecador al arrepentimiento y la restauración, tan pronto como el cetro cayó de su mano, fue tomado por su impío e impenitente hijo Amón, que «hizo lo malo ante los ojos de Jehová, como había hecho Manasés su padre; porque ofreció sacrificios y sirvió a todos los ídolos que su padre Manasés había hecho. Pero nunca se humilló delante de Jehová, como se humilló Manasés su padre; antes bien aumentó el pecado. Y conspiraron contra él sus siervos, y lo mataron en su casa… y el pueblo de la tierra puso por rey en su lugar a Josías su hijo» (2 Crón. 33:22-25).
Así pues, Josías, un niño de apenas ocho años, se halló en el trono de David rodeado de innumerables males y errores que habían dejado su padre y su abuelo; sí, de toda forma de corrupción que había sido introducida nada menos que por un personaje como el mismo Salomón. Si el lector simplemente se vuelve un momento a 2 Reyes 23, encontrará un maravilloso cuadro de la situación al inicio de la historia de Josías. Había «sacerdotes idólatras que habían puesto los reyes de Judá para que quemasen incienso en los lugares altos en las ciudades de Judá, y en los alrededores de Jerusalén; y asimismo a los que quemaban incienso a Baal, al sol y a la luna, y a los signos del zodíaco, y a todo el ejército de los cielos» (v. 5).
Lector, ¡considere esto! ¡Solo piense en los reyes de Judá, sucesores de David, poniendo sacerdotes para que quemen incienso a Baal! Tenga en cuenta también que cada uno de estos reyes de Judá era responsable de escribir «para sí en un libro una copia de esta ley», que debía guardar, y leer «en él todos los días de su vida, para que aprenda a temer a Jehová su Dios, para guardar todas las palabras de esta ley y estos estatutos, para ponerlos por obra» (Deut. 17:18-19). ¡Ay, cuán tristemente se habían apartado de «todas las palabras de esta ley» cuando se pusieron a ordenar sacerdotes para quemar incienso a dioses falsos!
Pero había también «caballos que los reyes de Judá habían dedicado al sol» y eso, además, «a la entrada del templo de Jehová», y también «carros del sol» y «lugares altos que… Salomón rey de Israel había edificado a Astoret ídolo abominable de los sidonios, a Quemos ídolo abominable de Moab, y a Milcom ídolo abominable de los hijos de Amón» (2 Reyes 23:11-13).
Todo esto es muy solemne y merece ser tenido seriamente en cuenta. No deberíamos considerarlo simplemente como historia antigua, como si leyésemos los registros históricos de Babilonia, Persia, Grecia o Roma. No nos sorprendería ver a los reyes de esas naciones quemando incienso a Baal, constituyendo sacerdotes idólatras y adorando al ejército de los cielos; pero cuando vemos a los reyes de Judá, a los hijos y sucesores de David, hijos de Abraham, hombres que tenían acceso al libro de la ley de Dios, y que eran responsables de estudiar minuciosa y continuamente ese libro; cuando vemos a tales hombres caer bajo el poder de una oscura y degradante superstición, resuena en nuestros oídos una voz de advertencia, a la cual no podemos desoír impunemente. Debemos tener en cuenta que todas estas cosas fueron escritas para nuestra enseñanza; y aunque puede decirse que no estamos en peligro de ser llevados a quemar incienso a Baal, o a adorar al ejército de los cielos, no obstante, debemos escuchar las advertencias y admoniciones que el Espíritu Santo nos ha dado en la historia del antiguo pueblo de Dios. «Y estas cosas les acontecían como ejemplos, y fueron escritas para advertirnos a nosotros, para quienes el fin de los siglos ha llegado» (1 Cor. 10:11). Si bien estas palabras se refieren directamente a las experiencias de Israel en el desierto, que pueden aplicarse a toda la historia de ese pueblo, ellas también tienen una enseñanza moral para nosotros, una historia llena de preciosas instrucciones desde el principio hasta el fin.
4.2 - La causa de la decadencia: El descuido de la Palabra de Dios
Pero ¿cómo explicar todos esos grandes y terribles males en los que Salomón y sus sucesores se vieron envueltos? ¿Cuál fue la causa de esta degradación? El descuido de la Palabra de Dios. Este era el motivo principal de tanto mal y dolor. ¡Que todos los cristianos profesos [5] recuerden esto, toda la Iglesia de Dios! El descuido de las Sagradas Escrituras constituye una fuente fecunda de errores e impurezas que manchan las páginas de la historia de Israel, y que hizo que recibieran muchos duros golpes de la vara gubernamental de Jehová. «En cuanto a las obras humanas, por la palabra de tus labios yo me he guardado de las sendas de los violentos». «Desde la niñez conoces las Santas Escrituras, que pueden hacerte sabio para la salvación mediante la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia; a fin de que el hombre de Dios sea apto y equipado para toda buena obra» (Sal. 17:4; 2 Tim. 3:15-17).
[5] N. del T.: En un sentido amplio, la profesión cristiana –también a veces la Iglesia profesa– abarca a todos los que llevan el nombre de “cristianos”, tanto a aquellos que lo son de verdad –o sea, a los que son salvos por la obra de Cristo– como a aquellos que lo son meramente de nombre, los que solo se llaman a sí mismos cristianos. Pero en un sentido estricto, el término de cristiano profeso se aplica a aquellos que solo tienen la apariencia exterior del cristianismo, pero sin tener la vida, sin la posesión de la salvación. Hay profesión, pero no posesión. Puede tratarse de personas muy religiosas y moralistas, pero que no han nacido de nuevo, no son convertidas. En este sentido, hay pues una diferencia sustancial entre un cristiano profeso y un cristiano nacido de nuevo (véase, por ejemplo, Mat. 15:8; Apoc. 3:1).
En estos dos textos, la Palabra de Dios se nos presenta en su doble poder: por un lado, nos guarda perfectamente del mal, y, por otro, nos prepara perfectamente para todo bien. Nos guarda de las sendas de los violentos, y nos guía en los caminos de Dios. ¡Qué importante es, pues, el estudio diligente, serio de la Biblia, con oración! ¡Cuán necesario es cultivar un espíritu de reverente sumisión en todas las cosas a la autoridad de la Palabra de Dios! ¡Cuán a menudo y con qué solicitud se le recalcó esto al antiguo pueblo de Dios! ¡Cuán a menudo sonaban en sus oídos acentos como los siguientes: «Ahora, pues, oh Israel, oye los estatutos y decretos que yo os enseño, para que los ejecutéis, y viváis, y entréis y poseáis la tierra que Jehová el Dios de vuestros padres os da. No añadiréis a la palabra que yo os mando, ni disminuiréis de ella, para que guardéis los mandamientos de Jehová vuestro Dios que yo os ordene… Mirad, yo os he enseñado estatutos y decretos, como Jehová mi Dios me mandó, para que hagáis así en medio de la tierra en la cual entráis para tomar posesión de ella. Guardadlos, pues, y ponedlos por obra; porque esta es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia ante los ojos de los pueblos, los cuales oirán todos estos estatutos, y dirán: Ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es esta. Porque ¿qué nación grande hay que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está Jehová nuestro Dios en todo cuanto le pedimos? Y ¿qué nación grande hay que tenga estatutos y juicios justos como es toda esta ley que yo pongo hoy delante de vosotros? Por tanto, guárdate, y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de las cosas que tus ojos han visto, ni se aparten de tu corazón todos los días de tu vida; antes bien, las enseñarás a tus hijos, y a los hijos de tus hijos» (Deut. 4:1-9)!
Notemos con cuidado que “sabiduría e inteligencia” consisten simplemente en guardar los mandamientos de Dios como un tesoro en el corazón. Esta, además, debía ser la base de la grandeza moral de Israel, en vista de las naciones de alrededor. No la ciencia de las escuelas de Egipto, ni de los caldeos. ¡No!, se trataba del conocimiento de la Palabra de Dios y de la atención a ella; del espíritu de absoluta obediencia en todas las cosas a los santos estatutos y juicios de Jehová su Dios. Esta era la sabiduría de Israel; su verdadera grandeza; su inexpugnable baluarte contra todos sus enemigos; su salvaguardia moral contra todo mal.
4.3 - La misma decadencia y la misma causa en la cristiandad de hoy
Y ¿acaso no es exactamente lo mismo con respecto al pueblo de Dios en la actualidad? ¿Acaso la Palabra de Dios no es nuestra obediencia, nuestra sabiduría, nuestra salvaguardia y el fundamento de toda verdadera grandeza moral? Sin duda. Nuestra sabiduría consiste en obedecer. El alma obediente está segura, es sabia, feliz y fructífera. Como fue en el pasado, así también es ahora. Si estudiamos la historia de David y sus sucesores, hallaremos sin excepción que aquellos que aceptaron obedecer los mandamientos de Dios estuvieron seguros y felices, fueron prósperos e influyentes. Y así será siempre. La obediencia dará siempre sus preciosos y fragantes frutos; y estos frutos no deben ser el motivo para prestar obediencia; se nos llama a ser obedientes, independientemente de cualquier otra consideración.
4.4 - El remedio
Ahora bien, es obvio que, para ser obedientes a la Palabra de Dios, debemos conocerla y, para conocerla, debemos estudiarla atentamente. Y ¿cómo debemos estudiarla? Con un ferviente deseo de entender su contenido, con profunda reverencia por su autoridad y con el sincero propósito de obedecerla, cueste lo que cueste. Si tenemos gracia para estudiar la Escritura de esta manera, en alguna pequeña medida, podemos esperar crecer en conocimiento y sabiduría.
Lamentablemente, ¡hay un considerable y terrible desconocimiento de las Escrituras en la iglesia profesa! Nos conmueve profundamente esta situación; y quisiera aprovechar aquí para decir al lector que nuestro principal objetivo al tratar “los tiempos de Josías” es despertar en su alma un intenso deseo por conocer más profundamente la santa Palabra de Dios, y una mayor sumisión de todo su ser moral –corazón, conciencia y entendimiento– a esa norma perfecta.
Sentimos la imperiosa importancia de este tema, y debemos cumplir lo que creemos que es un deber sagrado para con las almas de nuestros lectores y para con la verdad de Dios. Los poderes de las tinieblas nos rodean. El enemigo lamentablemente ha conseguido arrastrar los corazones hacia varias formas de error y mal, arrojar polvo en los ojos del pueblo de Dios y cegar las mentes de los hombres. Es verdad que no tenemos ídolos como Astoret, Quemos ni Milcom; pero tenemos el ritualismo, la infidelidad, el espiritismo, etc. No tenemos que alzar un grito de protesta porque se queme incienso a Baal y se adore al ejército de los cielos, pero tenemos algo mucho más peligroso y seductor. Tenemos al ritualista con sus ritos y ceremonias sensuales y atractivos; al racionalista con sus razonamientos eruditos y plausibles; al espiritista que se jacta de su pretendida conversación con los espíritus de los muertos, y ¡qué infinidad de otros engaños e insidiosos ataques contra la verdad!
Dudamos que los creyentes en general sean conscientes del verdadero carácter y alcance de estas terribles influencias. Hay en este momento millones de almas a lo largo y ancho de la Iglesia profesa que construyen sus esperanzas para la eternidad sobre el arenoso terreno de las ordenanzas, ritos y ceremonias. Hay una vuelta muy marcada a las «tradiciones de los Padres», como se las llama; un deseo intenso por aquellas cosas que satisfacen los sentidos: música, pinturas, arquitectura, vestiduras, luces, incienso y todos los demás aparatos y accesorios de una religión espléndida que contribuyen a satisfacer los placeres de los sentidos. La teología, adoración y disciplina de las diversas iglesias de la Reforma se consideran insuficientes para satisfacer el deseo religioso de la gente. Son demasiado simples para satisfacer corazones que buscan con ahínco algo tangible, que se pueda tocar, donde apoyarse y hallar consuelo; algo que alimente los sentidos y avive la llama de la devoción.
De ahí la fuerte tendencia del espíritu religioso hacia lo que se conoce como ritualismo. Si el alma no se ha apropiado de la verdad, si no hay un vínculo vivo con Cristo, si la autoridad suprema de la Santa Escritura no domina el corazón, no hay ninguna salvaguardia contra las poderosas y fascinantes influencias de la religiosidad ceremonial. Todos los esfuerzos del mero intelectualismo, la elocuencia, la lógica, los diversos encantos literarios, son completamente insuficientes para satisfacer a esa clase de espíritus a que nos referimos. Ellos buscan ávidamente las formas y oficios religiosos; a estos acudirán en masa, en torno a ellos se congregarán y sobre ellos edificarán.
Es interesante, aunque penoso, señalar los esfuerzos que se hacen de todas partes para actuar sobre las masas y mantener unida a la gente. Es evidente, para el cristiano reflexivo, que aquellos que llevan a cabo tales esfuerzos carecen tristemente de aquella profunda fe en el poder de la Palabra de Dios y de la cruz de Cristo que conquistó y dominó el corazón del apóstol Pablo. No son plenamente conscientes del solemne hecho de que el gran objetivo de Satanás es mantener a las almas en la ignorancia respecto de la revelación divina, ocultar de ellos la gloria de la cruz y de la persona de Cristo. Para eso él utiliza actualmente el ritualismo, el racionalismo y el espiritismo, como usó a Astoret, a Quemos y a Milcom en los días de Josías. «Nada hay nuevo debajo del sol» (Ecl. 1:9). El diablo siempre aborreció la verdad de Dios, y removerá cielo y tierra para impedir que esa verdad ejerza alguna influencia en el corazón del hombre. Por eso tiene ritos y ceremonias para unos, y el poder de la razón para otros; y, cuando se cansan de ambas cosas y comienzan a anhelar algo que los satisfaga, los conduce a conversar y tener comunión con los espíritus de los muertos. Por todas estas y otras cosas las almas son arrastradas lejos de las Escrituras y del bendito Salvador revelado en ellas.
Es solemne e indescriptiblemente conmovedor pensar en todo esto, lo mismo que contemplar el letargo y la indiferencia de aquellos que profesan tener la verdad. No nos detendremos para averiguar qué es lo que contribuye a este estado letárgico de muchos profesos. No es nuestro objetivo aquí. Lo que deseamos es que, por la gracia de Dios, despierten totalmente del letargo, y para esto llamamos su atención respecto de las influencias de afuera, y de la única salvaguardia divina contra ellas. Esto despierta sentimientos muy fuertes en nosotros por nuestros hijos, que crecen en un ambiente como el que actualmente nos rodea, y que se vuelve cada vez más oscuro. Anhelamos ver más fervor en los creyentes por hacer que los jóvenes atesoren en sus mentes y corazones el precioso conocimiento de la Palabra de Dios que salva el alma. El niño Josías y el niño Timoteo, deberían incitarnos a una mayor diligencia para educar a los jóvenes en el seno de la familia, en la escuela dominical o de cualquier manera en que podamos alcanzar sus corazones. De nada aprovechará cruzar brazos y decir: “Cuando el tiempo de Dios llegue, nuestros hijos se convertirán; y hasta entonces, todos nuestros esfuerzos son inútiles”. Este es un error fatal. Dios «recompensa a los que le buscan» (Hebr. 11:6).
Él bendice nuestros esfuerzos para educar a nuestros hijos con oración. Además, ¿quién puede estimar la bendición de ser conducidos desde temprana edad en el camino recto?, de tener el carácter formado por la santa influencia de la Palabra en el hogar, y la mente llena de lo que es verdadero, puro y amable. Por otro lado, ¿quién puede describir las malas consecuencias de dejar a nuestros hijos crecer en la ignorancia acerca de las cosas divinas? ¿Quién podría describir los males de una imaginación contaminada, de una mente llena de vanidad, insensatez y mentira, de un corazón familiarizado desde la infancia con escenas de degradación moral? No dudamos en decir que los creyentes son responsables de permitir que el enemigo mantenga ocupadas las mentes de sus hijos especialmente en un momento en que son más receptivos y maleables.
Es cierto que es necesario el poder vivificador del Espíritu Santo para que se conviertan. Es necesario nacer «de nuevo» (Juan 3:3, 7), es tan cierto para los hijos de los creyentes como lo es para todas las personas. Todos sabemos esto. Pero ¿acaso modifica en algo nuestra responsabilidad en relación con nuestros hijos? ¿Ha de paralizar nuestras energías o entorpecer nuestros esfuerzos? Sin duda que no. Todos los argumentos, tanto del lado divino como del humano, nos instan a proteger a nuestros preciosos niños de toda mala influencia, y a educarlos en lo que es bueno y santo. Y no solo debemos actuar así con respecto a nuestros propios hijos, sino también con respecto a miles de personas que nos rodean, que son «como ovejas que no tienen pastor» (Mat. 9:36), y que podrían ciertamente decir: No «hay quien cuide de mi vida» (Sal. 142:4). ¡Ojalá que el Espíritu de Dios utilice las páginas precedentes para actuar poderosamente en los corazones de todos aquellos que las lean, y pueda haber así un verdadero despertar del sentido de nuestra responsabilidad para con las almas que nos rodean, y una fuerte sacudida de ese terrible estado de adormecimiento y frialdad del que todos debemos lamentarnos!
4.5 - El valor y la autoridad de la Palabra de Dios
La historia de Josías nos enseña una lección sumamente importante: el valor y la autoridad de la Palabra de Dios. Es imposible calcular la importancia de tal lección para toda edad, ambiente y situación, para el creyente individual y para la iglesia de Dios en su conjunto. La suprema autoridad de las Escrituras debe estar profundamente grabada en cada corazón. Es la única salvaguardia contra las distintas formas de error y de mal que abundan por doquier. Los escritos humanos sin duda tienen su valor; pueden ser de interés como referencia, pero no tienen absolutamente ningún valor como autoridad.
Debemos recordar esto. Hay una fuerte tendencia en el corazón a apoyarse en la autoridad humana. Millones en la Iglesia profesa han sido prácticamente privados de la Palabra de Dios, precisamente por el hecho de haber vivido y muerto bajo el engaño de que no podían conocer la Palabra de Dios aparte de la autoridad humana. Esto, en realidad, es arrojar por la borda la Palabra de Dios. Si esa Palabra no puede existir sin la autoridad humana, entonces no es la Palabra de Dios. No importa, en el más mínimo grado, de qué autoridad se trate, el efecto es el mismo. La Palabra de Dios sola no se considera con suficiente autoridad si no está acompañada de algo humano que le dé la certeza de que es Dios el que habla. Este es un muy peligroso error, que está arraigado en el corazón humano mucho más de lo que pensamos. Cuando citamos un pasaje de la Escritura, a menudo se nos dice: “¿Cómo sabe usted que es la Palabra de Dios?” ¿Cuál es el sentido de esta pregunta? Claramente socavar la autoridad de la Palabra. Un corazón que plantea una pregunta de esa naturaleza, no quiere ser gobernado por la santa Escritura. La propia voluntad está involucrada. Ahí está el secreto. Uno es consciente de que la Palabra condena algo que el corazón quiere mantener y albergar; y esa es la verdadera razón para dejar de lado la Palabra.
Pero ¿cómo hemos de saber que el libro que llamamos la Biblia es la Palabra de Dios? Respondemos: La Biblia lleva en sí misma sus propias credenciales. Lleva sus propias pruebas en cada página, en cada párrafo, en cada línea. Pero solo por la enseñanza del Espíritu Santo, el Autor divino del libro, es posible reconocer las pruebas y apreciar las credenciales. No necesitamos que la voz del hombre acredite el libro de Dios; si lo hacemos, estamos sin duda sobre un terreno infiel respecto de la revelación divina. Si Dios no puede hablar directamente al corazón, si no puede dar la certeza de que él mismo habla, ¿dónde estamos entonces? ¿Adónde volveremos los ojos? Si Dios no puede hacerse oír ni entender, ¿puede un hombre hacerlo mejor? ¿Puede él superar a Dios? ¿Puede la voz del hombre darnos más certeza? ¿Puede la autoridad de la Iglesia, los decretos de los concilios generales, el juicio de los Padres, la opinión de los doctores de la Iglesia, darnos más certeza que Dios mismo? Si es así, estamos tan a la deriva, tan en la oscuridad, como si Dios no hubiese hablado en absoluto. Así que, si Dios no ha hablado, estamos completamente en la oscuridad; pero si ha hablado, y sin embargo no podemos conocer Su voz sin que la autoridad del hombre lo acredite, ¿dónde yace la diferencia? Si Dios en su gran misericordia nos ha dado una revelación, es evidente que esto por sí solo debe ser suficiente. Y es también evidente que cualquier revelación que por sí sola no es suficiente, no puede ser divina. Y si no podemos creer lo que Dios dice simplemente porque él lo dice, no tenemos un terreno más seguro sobre el que apoyarnos cuando el hombre pretende poner su sello de acreditación.
No quisiéramos ser mal comprendidos. En lo que hacemos hincapié es en la plena suficiencia de una revelación divina aparte y por encima de todo escrito humano, ya sea antiguo, medieval o moderno. Valoramos los escritos humanos; valoramos la crítica sana, la erudición profunda y minuciosa, la luz de la verdadera ciencia y la sana filosofía, el testimonio de los estudiosos piadosos que procuraron arrojar luz sobre el texto sagrado; valoramos todos los libros que desarrollan el interesante tema de las antigüedades y arqueología bíblicas; en una palabra, valoramos todo lo que nos pueda ayudar en el estudio de la Biblia; pero reiteramos con énfasis la plena suficiencia y supremacía de la Palabra de Dios. Debemos recibir esa Palabra sobre la base de su propia autoridad divina, sin ninguna recomendación por parte del hombre; de lo contrario, no es la Palabra de Dios dirigida a nosotros. Creemos que Dios puede dar la certeza a nuestra alma de que la Sagrada Escritura es su propia Palabra. Si él no la da, ningún hombre puede hacerlo; y si lo hace, no hay necesidad de que ninguno lo haga. El inspirado apóstol le dijo a su hijo Timoteo: «Pero tú, persevera en lo que aprendiste y fuiste persuadido, sabiendo de quién lo aprendiste; y que desde la niñez conoces las Santas Escrituras, que pueden hacerte sabio para la salvación mediante la fe que es en Cristo Jesús» (2 Tim. 3:14-15).
¿Cómo sabía Timoteo que las Sagradas Escrituras eran la Palabra de Dios? Por la enseñanza divina. Sabía de quién había aprendido. Aquí estaba el secreto. Había una relación viva entre su alma y Dios, y reconoció en la Escritura la voz misma de Dios. Así debe ser siempre. No es suficiente ser convencidos intelectualmente, con pruebas, apologías y argumentos humanos, de que la Biblia es la Palabra de Dios. Debemos experimentar su poder en el corazón y la conciencia por la enseñanza divina. Entonces no necesitaremos más pruebas humanas de la divinidad del libro, así como no necesitamos sacar una vela al mediodía para demostrar que el sol alumbra. Creeremos entonces lo que Dios dice porque él lo dice, y no porque el hombre lo acredite ni porque lo sentimos. «Abraham creyó a Dios, y le fue contado como justicia» (Rom. 4:3). No tuvo necesidad de ir a los caldeos o a los egipcios a fin de determinar si lo que había oído era realmente la Palabra de Dios. No, él sabía a quién había creído, y esto le dio una santa firmeza. Podía decir seguramente: “Dios ha establecido un vínculo entre él y mi alma mediante su Palabra, que ningún poder de la tierra ni de la Gehena puede jamás romper”. Este es el verdadero fundamento para todo creyente –hombre, mujer o niño–, en todos los tiempos y en todas las circunstancias. Fue el fundamento de Abraham, Josías, Lucas, Teófilo, Pablo y Timoteo; y ha de ser el fundamento del escritor y del lector, para poder estar firmes contra la creciente corriente de infidelidad que está arrasando con los mismos fundamentos sobre los cuales descansan miles de confesiones.
Pero podemos preguntarnos si simplemente profesar la religión del país, tener una fe adquirida por herencia, una mera educación religiosa, puede servir de apoyo al alma en presencia de un audaz escepticismo que razona acerca de todo y que no cree nada. ¡Imposible! Debemos pararnos delante del escéptico, del racionalista y de los que atacan la fe y, con toda la calma y dignidad de una fe divinamente forjada, decir: «Sé a quién he creído» (2 Tim. 1:12). Entonces no nos dejaremos mover por libros y autores que atacan la autoridad de las Escrituras (tales como The Phases of Faith, Essays and Reviews, Broken Lights, Ecce Homo o Colenso) [6].
[6] N. del T.: Si bien Mackintosh era una persona que por lo general evitaba la controversia, no por eso dejaba de estar al tanto y de refutar los errores comunes de su tiempo, como lo demuestra aquí al citar algunas obras conocidas de su época que atacaban la inspiración y autoridad de las Escrituras. El racionalismo –cuya norma suprema para la verdad es la razón– estaba entonces en auge. Mientras en Alemania la llamada «alta crítica» se alzaba contra la autoridad de la Biblia –augurando una «nueva época» del cristianismo–, el obispo Colenso, que cita Mackintosh, conocido por disputar la autenticidad del Pentateuco, fue uno de los que llevó a Inglaterra estas nuevas ideas modernistas que socavaban los fundamentos de la fe.
No serán para nosotros más que mosquitos al sol: no pueden ocultar de nuestras almas los rayos celestiales de la revelación de nuestro Padre. Dios ha hablado, y su voz llega al corazón. Ella se hace oír por encima del estruendo y la confusión de este mundo, y de las contiendas y controversias de los cristianos profesos. Da reposo, paz, fuerza y firmeza al corazón y a la mente del creyente. Las opiniones de los hombres pueden desconcertar y confundir. Puede que no podamos abrirnos paso a través de los laberintos de los sistemas teológicos humanos; pero la voz de Dios habla en la santa Escritura, habla al corazón, me habla a mí. Esto es vida y paz. Es todo lo que necesito. Ahora que tengo todo lo que necesito en la eterna fuente de la Inspiración –en el incomparable, precioso Libro de mi Dios–, puedo estimar los escritos humanos por lo que valen.
Volvámonos ahora a Josías y veamos cómo su vida y su tiempo ilustran todo lo que hemos estado considerando.
4.6 - La preparación de Josías antes de emprender su obra de reforma
«De ocho años era Josías cuando comenzó a reinar, y treinta y un años reinó en Jerusalén» (2 Crón. 34:1).
Esto revela algo importante acerca de la condición espiritual y los caminos del pueblo de Dios. El padre de Josías había sido asesinado por sus propios siervos, después de un breve reinado de dos años en que hizo lo malo ante los ojos de Jehová. Entonces solo tenía veinticuatro años. Tales cosas no deberían haber ocurrido. Eran el triste fruto del pecado y la insensatez de Judá, la prueba humillante de su apartamiento de Jehová. Pero Dios estaba sobre todas las cosas; y aunque nunca habríamos esperado encontrar a un niño de ocho años en el trono de David, no obstante, ese niño pudo encontrar un recurso seguro en el Dios de sus padres; de modo que aquí, como en cualquier otra circunstancia, «pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom. 5:20). El propio hecho de la juventud e inexperiencia de Josías, solo fue una ocasión para la manifestación de la gracia divina y la revelación del valor y el poder de la Palabra de Dios.
4.7 - Josías comenzó buscando a Dios
Este niño piadoso se halló en circunstancias y pruebas particularmente difíciles. Estaba rodeado de diversos errores que persistían desde mucho tiempo atrás; pero «Hizo lo recto ante los ojos de Jehová, y anduvo en los caminos de David su padre, sin apartarse a la derecha ni a la izquierda. A los ocho años de su reinado, siendo aún muchacho, comenzó a buscar al Dios de David su padre; y a los doce años comenzó a limpiar a Judá y a Jerusalén de los lugares altos, imágenes de Asera, esculturas, e imágenes fundidas» (2 Crón. 34:2-3).
Este fue un buen comienzo. Es muy importante cuando el corazón es aún joven y está lleno del temor de Jehová. Esto lo guardará de un sinnúmero de males y errores. «El temor de Jehová es el principio de la sabiduría» (Prov. 9:10), es lo que enseñó a este piadoso muchacho a conocer lo que era «recto», y a aferrarse siempre a ello con inquebrantable firmeza. Hay gran fuerza y valor en la expresión: «Hizo lo recto ante los ojos de Jehová». No hizo lo que era recto a sus propios ojos, ni a los ojos del pueblo, ni a los ojos de los que fueron antes de él; sino simplemente lo que es recto a los ojos de Jehová. Este es el sólido fundamento de toda acción justa. No puede haber nada justo, sabio y santo si el temor de Jehová no ha ocupado su verdadero lugar en el corazón. No lo puede haber justamente porque el temor de Jehová es el principio de la sabiduría. Podemos hacer muchas cosas por temor a los hombres, por costumbre, por influencias del ambiente; pero nunca podremos hacer lo que es verdaderamente recto a los ojos de Jehová a menos que nuestros corazones comprendan el temor de Su santo nombre. Este es el gran principio rector. Otorga seriedad, dignidad y realidad, ¡raras y admirables cualidades! Es una salvaguardia eficaz contra la frivolidad y la vanidad. Todo aquel que habitualmente anda en el temor de Dios es siempre serio y sincero, nunca se ocupa en cosas triviales, no es presuntuoso ni tiene necesidad de ningún tipo de grandilocuencia, porque la vida tiene un propósito, el corazón tiene un objeto, y esto le da fuerza a la vida y al carácter.
4.8 - Josías anduvo en los caminos de David su padre, sin apartarse a la derecha ni a la izquierda
Pero también se dice que Josías «anduvo en los caminos de David su padre, sin apartarse a la derecha ni a la izquierda». ¡Qué testimonio da el Espíritu Santo de un joven! ¡Cuánto anhelamos esta clara determinación! Es de inestimable valor en todo momento, pero sobre todo en un tiempo como el presente, caracterizado por la relajación y el indiferentismo, por una falsa liberalidad y una falsa caridad. Eso infunde una profunda paz en el corazón. El que vacila nunca tiene paz; siempre es sacudido de un lado a otro. «Hombre de ánimo doble, inconstante en todos sus caminos» (Sant. 1:8). Trata de satisfacer y agradar a todos, y termina por no complacer a nadie. El hombre decidido, al contrario, es el que siente que “Debe a Uno solo agradar” –como lo expresó el poeta–. Esto otorga unidad y firmeza a la vida y al carácter. Es un gran alivio dejar de agradar a los hombres y de servir cuando nos miran (Efe. 6:6), para poder fijar los ojos solamente en el Maestro y seguir el camino con él tanto en las condiciones favorables como en las adversas. Es cierto que podemos ser mal comprendidos y mal interpretados; pero ese, de hecho, es un asunto de poca importancia; lo principal es andar por la senda que Dios ha trazado, «sin apartarse a la derecha ni a la izquierda». Estamos convencidos de que una clara determinación es lo único que el siervo de Cristo puede hacer actualmente; pues tan pronto como el diablo nos encuentre titubeando, pondrá todas sus maquinaciones en acción para tratar de sacarnos del camino estrecho. ¡Que el Espíritu Santo obre más poderosamente en nosotros y nos dé una mayor capacidad para decir: «¡Pronto está mi corazón, oh Dios, mi corazón está dispuesto! cantaré y trovaré salmos» (Sal. 57:7)!
4.9 - La reforma de Josías
Vamos a considerar ahora la gran obra para la cual Josías fue levantado; pero antes de hacerlo, pedimos al lector que observe con particular atención las palabras que ya hemos citado: «A los ocho años de su reinado, siendo aún muchacho, comenzó a buscar al Dios de David su padre» (2 Crón. 34:3).
Aquí –podemos estar seguros– tenemos la verdadera base de todo el valioso servicio de Josías. Comenzó buscando a Dios. Que los jóvenes cristianos consideren esto seriamente. Cientos de personas hicieron naufragio por lanzarse prematuramente a la obra, según tememos. Se involucraron y se ocuparon de lleno en su servicio antes de que su corazón estuviera debidamente afirmado en el temor y el amor de Dios. Este ciertamente es un error muy serio, en el que muchos han caído, como lo hemos podido comprobar estos últimos tiempos. Siempre debemos recordar que al que Dios utiliza mucho en público, él lo prepara en secreto; y que Sus siervos más honrados, estuvieron más ocupados con su Maestro que con su propia obra. No estamos de ninguna manera subestimando el trabajo; pero lo que hemos encontrado es que todos aquellos que han sido notablemente reconocidos por Dios, y que han seguido un largo y firme camino de servicio y testimonio cristiano, comenzaron con mucho trabajo, y profundos ejercicios, en el corazón, en el secreto de la presencia divina. Y hemos notado también que cuando los hombres se lanzaron prematuramente a la obra en público –cuando comenzaron a dar clases antes de comenzar a aprender– rápidamente cayeron en la ruina y volvieron atrás.
4.10 - La limpieza de la idolatría
Es bueno que recordemos esto. Lo que Dios planta, se arraiga profundamente, y a menudo crece lentamente. Josías «comenzó a buscar a Dios» cuatro años antes de comenzar su obra en público. Primero tenía que haber una base firme de auténtica piedad personal, para luego poder construir sobre ella el servicio activo. Esto era sumamente necesario. Josías tenía que hacer un gran trabajo. «Lugares altos, imágenes de Asera, esculturas, e imágenes fundidas» abundaban por todas partes, y limpiarlos requería extraordinaria fidelidad y determinación. ¿Dónde las habría de obtener? En el tesoro divino, y allí solamente. Josías era solo un muchacho, y muchos de los que habían introducido la falsa adoración eran hombres de años y de experiencia. Pero él se puso a buscar al Señor. Halló su recurso en el Dios de su padre David. Acudió a la fuente de toda sabiduría y poder, y allí encontró la fuerza de la cual se ciñó para la obra que tenía por delante.
Esto, repetimos, era sumamente necesario; absolutamente indispensable. La basura acumulada de siglos y generaciones se presentaba ante él. Uno tras otro de los que le precedieron agregaron al montón de inmundicias; y a pesar de la reforma efectuada en los días de Ezequías, parecía que todo debía reconstruirse otra vez. Prestemos atención al espantoso catálogo de males y errores: «A los doce años comenzó a limpiar a Judá y a Jerusalén de los lugares altos, imágenes de Asera, esculturas, e imágenes fundidas. Y derribaron delante de él los altares de los baales, e hizo pedazos las imágenes del sol, que estaban puestas encima; despedazó también las imágenes de Asera, y las esculturas y estatuas fundidas, y las desmenuzó, y esparció el polvo sobre los sepulcros de los que les habían ofrecido sacrificio. Quemó además los huesos de los sacerdotes sobre sus altares, y limpió a Judá y a Jerusalén. Lo mismo hizo en las ciudades de Manasés, Efraín, Simeón, y hasta Neftalí, y en los lugares asolados alrededor. Y cuando hubo derribado los altares y las imágenes de Asera, y quebrado y desmenuzado las esculturas, y destruido todos los ídolos por toda la tierra de Israel, volvió a Jerusalén» (v. 3-7).
Léase también 2 Reyes 23, donde hay una lista mucho más detallada de las abominaciones con las cuales este devoto siervo de Dios tuvo que lidiar. No citaremos más pasajes. Con los que vimos es suficiente para mostrar hasta donde puede llegar el pueblo de Dios cuando se aparta, aun en el más mínimo grado, de la autoridad de la santa Escritura. Una lección especial para aprender de la interesante historia del mejor rey de Judá; confiamos en que se aprenderá de manera eficaz. Es verdaderamente una lección de inapreciable valor y fundamental importancia. En el momento que un hombre se aparta de la Escritura, aunque sea solo el ancho de un cabello, no hay manera de registrar todas las monstruosas extravagancias en que puede incurrir. Podemos asombrarnos de cómo un hombre como Salomón pudo alguna vez ser llevado a edificar lugares altos «a Astoret ídolo abominable de los sidonios, a Quemos ídolo abominable de Moab, y a Milcom ídolo abominable de los hijos de Amón» (2 Reyes 23:13). Pero podemos darnos cuenta al instante de cómo primero desobedeció la Palabra de su Señor al tomar mujeres de esas naciones y, en consecuencia, cayó muy fácilmente en el más profundo error de adoptar su culto a los ídolos.
Pero, lector cristiano, recordemos que todo mal, y corrupción, toda confusión, vergüenza y deshonra, todo reproche y blasfemia, tiene su origen en el descuido de la Palabra de Dios. Posiblemente no podamos ponderar este hecho tan profundo. Es solemne, notable y admonitorio más allá de toda expresión. Siempre ha sido el propósito especial de Satanás apartar de la Escritura al pueblo de Dios. Empleará para eso todos los recursos: la tradición, la llamada iglesia, la conveniencia, la razón humana, la opinión popular, la reputación y la influencia, el carácter, la posición y el utilitarismo. Se valdrá de todo esto para alejar el corazón y la conciencia de esta frase de oro: «Escrito está». Todo ese montón de errores que nuestro joven monarca fue capaz de desmenuzar y reducir a polvo, tuvo su origen en el descuido de esta preciosa frase. Poco le importó a Josías que todas estas cosas tuviesen el sello de la antigüedad y la autoridad de los padres de la nación judía. Tampoco fue movido por el pensamiento de que estos altares y lugares altos, estas imágenes y esculturas, fuesen considerados pruebas de anchura de corazón, de amplitud de miras y de un espíritu abierto y tolerante que rechaza la estrechez, el fanatismo y la intolerancia; que no quiere estar confinado dentro de los estrechos límites del prejuicio judío, sino ser abierto al mundo en su extensión y poder abrazar a todos en un círculo de caridad y hermandad. Ninguna de estas cosas, estamos convencidos, motivaron a Josías. Ninguna de estas cosas se fundaba en la frase: «Así dice Jehová»; una sola cosa debía hacer con ellas: reducirlas a polvo.
4.11 - La obediencia individual a la Palabra en tiempos de oscuridad
Los diversos períodos de la vida de Josías son claramente diferenciados. «A los ocho años de su reinado, siendo aún muchacho, comenzó a buscar al Dios de David su padre»; «a los doce años comenzó a limpiar a Judá y a Jerusalén de los lugares altos, imágenes de Asera, esculturas, e imágenes fundidas»; y «a los dieciocho años de su reinado, después de haber limpiado la tierra y la casa, envió a Safán hijo de Azalía, a Maasías gobernador de la ciudad, y a Joa hijo de Joacaz, canciller, para que reparasen la casa de Jehová su Dios» (v. 3, 8).
Ahora bien, en todo esto podemos observar el progreso que siempre resulta de un genuino propósito de corazón de servir al Señor. «La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto» (Prov. 4:18).
Esa era la senda de Josías; y puede ser también la de todo cristiano si tan solo es motivado por el mismo objetivo, sin importar las circunstancias. Podemos estar rodeados por las influencias más hostiles, como lo estuvo Josías en su tiempo; pero un corazón fiel, un espíritu serio, un objetivo fijo, por la gracia, nos elevará por encima de todo y nos permitirá avanzar de etapa en etapa por el camino del verdadero discípulo.
Si estudiamos los doce primeros capítulos del libro de Jeremías, podremos formarnos una idea del estado de cosas que prevalecía en los días de Josías. Allí encontramos pasajes como el siguiente: «Y a causa de toda su maldad, proferiré mis juicios contra los que me dejaron, e incensaron a dioses extraños, y la obra de sus manos adoraron. Tú, pues, ciñe tus lomos, levántate, y háblales todo cuanto te mande; no temas delante de ellos, para que no te haga yo quebrantar delante de ellos» (Jer. 1:16-17). «Por tanto, contenderé aún con vosotros, dijo Jehová, y con los hijos de vuestros hijos pleitearé. Porque pasad a las costas de Quitim y mirad; y enviad a Cedar, y considerad cuidadosamente, y ved si se ha hecho cosa semejante a esta. ¿Acaso alguna nación ha cambiado sus dioses, aunque ellos no son dioses? Sin embargo, mi pueblo ha trocado su gloria por lo que no aprovecha» (Jer. 2:9-11). Así también al comienzo de Jeremías 3, vemos terribles imágenes que ponen en evidencia la conducta vil de la «rebelde Israel» y «la desleal Judá» (v. 11). Prestemos atención al encendido lenguaje de Jeremías 4: «Tu camino y tus obras te hicieron esto; esta es tu maldad, por lo cual amargura penetrará hasta tu corazón. ¡Mis entrañas, mis entrañas! Me duelen las fibras de mi corazón; mi corazón se agita dentro de mí; no callaré; porque sonido de trompeta has oído, oh alma mía, pregón de guerra. Quebrantamiento sobre quebrantamiento es anunciado; porque toda la tierra es destruida; de repente son destruidas mis tiendas, en un momento mis cortinas. ¿Hasta cuándo he de ver bandera, he de oír sonido de trompeta? Porque mi pueblo es necio, no me conocieron; son hijos ignorantes y no son entendidos; sabios para hacer el mal, pero hacer el bien no supieron. Miré a la tierra, y he aquí que estaba asolada y vacía; y a los cielos, y no había en ellos luz. Miré a los montes, y he aquí que temblaban, y todos los collados fueron destruidos. Miré, y no había hombre, y todas las aves del cielo se habían ido. Miré, y he aquí el campo fértil era un desierto, y todas sus ciudades eran asoladas delante de Jehová, delante del ardor de su ira» (v. 18-26).
¡Qué lenguaje vivo! En la visión del profeta, toda la escena parece reducida al caos y la oscuridad primigenios. En síntesis, nada podría ser más sombrío que el cuadro que aquí se presenta. Deberíamos estudiar cuidadosamente estos primeros capítulos si queremos formarnos una justa apreciación de los tiempos en que vivió Josías. Evidentemente eran tiempos caracterizados por una corrupción profundamente arraigada y extendida, de todo tipo. Cualquiera sea la condición: alta o baja, rico o pobre, culto o ignorante, profetas, sacerdotes y el pueblo, todo presentaba un espantoso cuadro de hipocresía, engaño y despiadada maldad que solo una pluma inspirada puede retratar fielmente.
Pero ¿por qué detenernos en esto? ¿Por qué multiplicar citas para corroborar la baja condición moral de Israel y de Judá en los días del rey Josías? Principalmente para mostrar que, independientemente de cuáles sean las circunstancias que nos rodean, podemos servir al Señor individualmente, si solo nos proponemos de corazón hacerlo. En los tiempos más oscuros es cuando más intensamente resplandece la luz de la verdadera devoción, debido a la oscuridad que la rodea. Las circunstancias mismas que, la insensibilidad e infidelidad, usarían como pretexto para ceder a la corriente, son solo una oportunidad para que aquel que es fiel vaya contra ella. Si Josías hubiera mirado alrededor de él, ¿qué habría visto?: traición, engaño, corrupción y violencia. Tal era el estado moral del pueblo. Y en materia religiosa vio solo errores y males de toda forma posible. Algunos visiblemente decrépitos por el paso de los años. Habían sido instituidos por Salomón, y Ezequías los dejó intactos. Sus cimientos habían sido puestos durante el más espléndido gobierno de Israel, por el rey más sabio y rico; y el más piadoso y devoto predecesor de Josías los dejó tal como los encontró.
¿Quién, pues, era Josías para pretender derribar tan venerables instituciones? ¿Qué derecho tenía él –un simple joven, novato e inexperto–, a oponerse a hombres que en sabiduría, conocimiento y experiencia de vida estaban muy por encima de él? ¿Por qué mejor no dejar las cosas como las encontró? ¿Por qué no dejar que la corriente siga fluyendo sin problemas a través de los canales por donde se había conducido desde hacía siglos y generaciones? Romper lo establecido es peligroso. Derribar viejos prejuicios implica siempre un gran riesgo.
Estas y mil preguntas del mismo tipo indudablemente pueden haber ejercitado el corazón de Josías; pero la respuesta era simple, directa, clara y concluyente. No era el juicio de Josías contra el juicio de sus predecesores, sino el juicio de Dios contra todos. Este es un principio importante para todos los hijos de Dios y siervos de Cristo. Sin este principio, nunca podremos ir contra la corriente del mal que fluye alrededor de nosotros. Este principio fue el que sostuvo a Lutero en el terrible conflicto que tuvo que emprender contra toda la cristiandad. Como Josías, él también tuvo que poner el hacha a la raíz de los viejos prejuicios, y sacudir la base misma de las opiniones y doctrinas que habían dominado la Iglesia por más de mil años. ¿Cómo había de hacer esto? ¿Estableciendo el juicio de Martín Lutero contra el de papas y cardenales, concilios y colegios, obispos y doctores? Sin duda que no. Esto nunca habría dado origen a la Reforma. No fue Lutero contra la cristiandad, sino la Escritura contra el error.
Considere bien esto, querido lector. Sentimos que es una gran lección, sumamente importante para este momento, como seguramente lo fue para los días de Lutero y para los días de Josías. Anhelamos ver la supremacía de la santa Escritura –la autoridad suprema de la Palabra de Dios–, la absoluta soberanía de la revelación divina reverentemente reconocida a lo largo y ancho de la Iglesia de Dios. Estamos convencidos de que, en todas partes y por todos los medios, el enemigo trata diligentemente de socavar la autoridad de la Palabra y de debilitar su influencia sobre la conciencia. Y porque sentimos esto, queremos hacer, una y otra vez, una solemne llamada de advertencia, como también recalcar, según nuestra capacidad, la vital importancia de someterse, en todas las cosas, al testimonio inspirado –a la voz de Dios– en la Escritura. No es suficiente dar un asentimiento simplemente formal a la popular declaración: “La Biblia, y solo la Biblia, es la religión de los protestantes”. Necesitamos más que esto. Debemos ser en todas las cosas absolutamente gobernados por la autoridad de la Escritura; no por la interpretación de un mortal semejante a nosotros, sino por la Escritura misma. También debemos tener una conciencia en condiciones de dar, en todo momento, una verdadera respuesta a las enseñanzas de la Palabra divina.
4.12 - El descubrimiento del libro de la ley
Esto es lo que vemos tan vívidamente ilustrado en la vida y los tiempos de Josías, y particularmente en el decimoctavo año de su reinado, al cual ahora llamaremos la atención del lector. Este año fue uno de los más memorables, no solo en la historia de Josías, sino en los anales de Israel. Estuvo caracterizado por dos grandes hechos: el descubrimiento del libro de la ley y la celebración de la fiesta de la pascua de los judíos. ¡Maravillosos hechos!, hechos que dejaron su impronta sobre este importante período, haciéndolo especialmente rico en instrucción para el pueblo de Dios en todas las épocas.
Es de resaltar que el descubrimiento del libro de la ley tuvo lugar durante el progreso de las medidas de reforma de Josías. Ello es una de las tantas pruebas que ilustran el gran principio práctico de que al «que tiene, le será dado, y tendrá abundancia» (Mat. 25:29); y también: «Si alguno quiere hacer su voluntad, conocerá de mi enseñanza, si es de Dios» (Juan 7:17).
«A los dieciocho años de su reinado, después de haber limpiado la tierra y la casa, envió a Safán hijo de Azalía, a Maasías gobernador de la ciudad, y a Joa hijo de Joacaz, canciller, para que reparasen la casa de Jehová su Dios. Vinieron estos al sumo sacerdote Hilcías, y dieron el dinero que había sido traído a la casa de Jehová… Y al sacar el dinero que había sido traído a la casa de Jehová, el sacerdote Hilcías halló el libro de la ley de Jehová dada por medio de Moisés. Y dando cuenta Hilcías, dijo al escriba Safán: Yo he hallado el libro de la ley en la casa de Jehová. Y dio Hilcías el libro a Safán. Y Safán lo llevó al rey… Y leyó Safán en él delante del rey. Luego que el rey oyó las palabras de la ley, rasgó sus vestidos» (2 Crón. 34:8-19).
4.13 - La humillación de Josías
Aquí tenemos una conciencia sensible que se inclina ante la Palabra de Dios. Una belleza especial en el carácter de Josías. En verdad era un hombre de espíritu humilde y contrito, que temblaba ante la Palabra de Dios (Is. 66:2). ¡Todos deberíamos serlo! Es un valioso rasgo del carácter cristiano. Es ciertamente necesario que sintamos mucho más profundamente el peso, la autoridad y la seriedad de la Escritura. Josías no tenía absolutamente ninguna duda en cuanto a la autenticidad y autoridad de las palabras que Safán le había leído. No lo vemos preguntando: “¿Cómo sé si esta es la Palabra de Dios?” No; tiembla a Su palabra, se inclina ante ella y rasga sus vestiduras. No pretendió juzgar la Palabra de Dios, sino que dejó que la Palabra lo juzgue a él.
Así debería ser siempre. Si el hombre debe juzgar la Escritura, entonces la Escritura no es la Palabra de Dios en absoluto; pero si la Escritura es en verdad la Palabra de Dios, entonces ella debe juzgar al hombre. Y así lo es y así lo hace. La Escritura es la Palabra de Dios, y ella juzga al hombre a fondo. Pone al desnudo las profundas raíces de su naturaleza, descubre los mismos cimientos de su ser moral. Es el único espejo fiel en el cual puede verse perfectamente reflejado. Esta es la razón por la cual al hombre no le gusta la Escritura; no puede soportar la Palabra; intenta ponerla a un lado; le encanta buscar defectos en ella; se atreve a juzgarla. No sucede lo mismo con otros libros. Los hombres no se preocupan tanto por descubrir y señalar errores y contradicciones en Homero, Herodoto, Aristóteles o Shakespeare. Pero la Escritura los juzga: juzga sus caminos, sus malos deseos. De ahí la enemistad de la mente natural contra ese precioso y maravilloso Libro que, como ya lo señalamos, lleva consigo sus propias credenciales para todo corazón divinamente preparado. Hay un poder en la Escritura que derriba todo lo que tiene ante ella. Todos, tarde o temprano, deberán inclinarse ante ella.
«Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que toda espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos; y ella discierne los pensamientos y propósitos del corazón. Y no hay criatura que no esté manifiesta ante él; sino que todo está desnudo y descubierto a los ojos de aquel a quien tenemos que rendir cuentas» (Hebr. 4:12-13).
Josías también experimentó eso. La Palabra de Dios lo traspasó hasta el fondo. «Luego que el rey oyó las palabras de la ley, rasgó sus vestidos; y mandó a Hilcías y a Ahicam hijo de Safán, y a Abdón hijo de Micaía, y a Safán escriba, y a Asaías siervo del rey, diciendo: Andad, consultad a Jehová por mí, y por el remanente de Israel y de Judá, acerca de las palabras del libro que se ha hallado; porque grande es la ira de Jehová que ha caído sobre nosotros, por cuanto nuestros padres no guardaron la palabra de Jehová, para hacer conforme a todo lo que está escrito en este libro» (v. 19-21). ¡Qué asombroso contraste entre Josías, con un corazón contrito, una conciencia ejercitada y las vestiduras rasgadas, que se inclina bajo la poderosa acción de la Palabra de Dios, y los modernos escépticos e infieles, quienes, con espantosa audacia, osan juzgar esta misma Palabra!
¡Oh, si esos hombres fuesen realmente sabios e inclinaran sus corazones y conciencias en reverente sumisión a la Palabra del Dios vivo antes de que venga «el día grande y espantoso de Jehová» (Joel 2:31), en el que se verán obligados a inclinarse en medio del «llanto y el rechinar de dientes» (Mat. 8:12; 13:42)!
La Palabra de Dios permanece para siempre (Is. 40:8). Es inútil que el hombre se oponga a ella o intente buscar errores y contradicciones en ella por medio de razonamientos y conjeturas escépticas. «Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos». «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». «La palabra del Señor permanece para siempre» (Sal. 119:89; Mat. 24:35; 1 Pe. 1:25). ¿De qué, pues, servirá al hombre resistir a la Palabra de Dios? No ganará nada; pero ¿qué puede perder? Si el hombre pudiera demostrar que la Biblia es falsa, ¿qué ganaría? Pero si después de todo es verdadera, ¿qué pierde? ¡Solemne pregunta! ¡Ojalá que esto cale hondo en el lector que pueda estar bajo la influencia de nociones racionalistas o infieles!
Ahora seguiremos con nuestra historia.
«Entonces Hilcías y los del rey fueron a Hulda profetisa, mujer de Salum hijo de Ticva, hijo de Harhas, guarda de las vestiduras, la cual moraba en Jerusalén en el segundo barrio, y le dijeron las palabras antes dichas» (v. 22). Al comienzo de este escrito dijimos que el hecho de que un niño de ocho años ascendiera al trono de David ponía de manifiesto el estado en que se encontraba el pueblo de Dios. Aquí sorprende el hecho de que el oficio profético lo desempeñaba una mujer. Esto seguramente nos dice algo. Las condiciones no eran buenas; pero la gracia de Dios era inagotable y abundante, y Josías tenía el corazón tan quebrantado que estaba preparado para recibir la comunicación del pensamiento de Dios por medio de cualquier canal. Esto era moralmente bello. A los ojos de los hombres podía parecer muy humillante que un rey de Judá tuviese que recurrir a una mujer en busca de consejo; pero entonces esa mujer era la depositaria del pensamiento de Dios, y esto bastaba para un espíritu contrito y humillado como el de Josías. Hasta ahora había dado muestras de que su único gran deseo era conocer y hacer la voluntad de Dios, y por eso no le importaba el instrumento que Dios utilizaba para hacerle llegar Su voz. Estaba dispuesto a escuchar y obedecer.
Lector cristiano, consideremos esto. Podemos estar seguros de que aquí está el verdadero secreto de la guía divina. «Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera» (Sal. 25:9). Si tuviésemos más de este bendito espíritu de mansedumbre entre nosotros, habría menos confusión, menos controversias, menos contiendas sobre palabras, que para nada aprovecha. Si todos fuésemos mansos, seríamos divinamente guiados y enseñados, y entonces no habría ningún tipo de discordia entre nosotros, sentiríamos todos una misma cosa y hablaríamos una misma cosa, y evitaríamos muchas tristes y humillantes divisiones y rencillas.
Veamos qué respuesta completa el manso y contrito Josías recibió de Hulda la profetisa, tanto en cuanto a su pueblo como en cuanto a él: «Y ella respondió: Jehová Dios de Israel ha dicho así: Decid al varón que os ha enviado a mí, que así ha dicho Jehová: He aquí yo traigo mal sobre este lugar, y sobre los moradores de él, todas las maldiciones que están escritas en el libro que leyeron delante del rey de Judá: Por cuanto me han dejado, y han ofrecido sacrificios a dioses ajenos, provocándome a ira con todas las obras de sus manos; por tanto se derramará mi ira sobre este lugar, y no se apagará» (v. 23-25).
Todo esto no era sino la solemne reiteración y confirmación de lo que el rey de Judá ya había oído atentamente; pero venía ahora con renovada fuerza, énfasis e interés, como una comunicación personal para él, que comenzaba con esta frase: «Decid al varón que os ha enviado a mí» (v. 23).
Luego viene el mensaje de gracia que concierne directamente al mismo Josías: «Mas al rey de Judá, que os ha enviado a consultar a Jehová, así le diréis: Jehová el Dios de Israel ha dicho así: Por cuanto oíste las palabras del libro, y tu corazón se conmovió, y te humillaste delante de Dios al oír sus palabras sobre este lugar y sobre sus moradores, y te humillaste delante de mí, y rasgaste tus vestidos, y lloraste en mi presencia, yo también te he oído, dice Jehová. He aquí que yo te recogeré con tus padres, y serás recogido en tu sepulcro en paz, y tus ojos no verán todo el mal que yo traigo sobre este lugar y sobre los moradores de él. Y ellos refirieron al rey la respuesta» (2 Crón. 34:26-28).
Todo esto está lleno de instrucción y aliento para nosotros en estos tiempos malos y oscuros. Nos enseña el inmenso valor que tienen para Dios los profundos ejercicios personales del alma y un corazón contrito. Josías podía haber determinado que todo estaba perdido, que nada podía impedir que la poderosa marea de la ira y el juicio inunde la ciudad de Jerusalén y la tierra de Israel; que cualquier acción de su parte sería completamente inútil; que el designio divino estaba resuelto, el decreto en marcha, y que, en pocas palabras, solo debía cruzarse de brazos y dejar que las cosas sigan su curso. Pero Josías no razonó así. Él se inclinó ante el testimonio divino. Se humilló, rasgó sus vestidos y lloró. Dios tomó cuenta de esto. Sus lágrimas de arrepentimiento eran preciosas para Jehová, y aunque el terrible juicio debía seguir su curso, este arrepentido rey escapó de él. Y no solamente escapó él, sino que tuvo el honor de ser el instrumento en las manos de Jehová para que escapen otros también. No se entregó a la influencia de un pernicioso fatalismo, sino que, con un espíritu quebrantado y un corazón ferviente, se entregó en las manos de Dios, confesando sus pecados y los pecados de su pueblo. Y una vez seguro de su liberación personal, comenzó a buscar la liberación de sus hermanos también. Esta es una bella lección moral para el corazón. ¡Ojalá que la aprendamos bien!
4.14 - Josías conduce a otros a arrepentirse y humillarse
Es muy interesante e instructivo observar la manera en que actúa Josías cuando su corazón y su conciencia fueron sometidos a la poderosa influencia de la Palabra de Dios. No solo se inclinó él ante el poder de esa Palabra, sino que procuró llevar a otros a hacer lo mismo. Así ocurre siempre cuando hay un verdadero trabajo en el corazón. Es imposible que un hombre sienta el peso y la solemnidad de la verdad y que no procure comunicarla a otros. Se pueden sostener un sinnúmero de verdades intelectualmente, de manera superficial, teórica o simplemente especulativa; pero esto no tendrá ningún efecto práctico; no hablará al corazón y a la conciencia de un modo vivo a la manera de Dios; no se verá ninguna consecuencia en la vida y el carácter. Y al no afectar nuestras propias almas, lo más probable es que tampoco nuestro modo de presentarlas actúe con mucho poder sobre los demás. Es cierto que Dios es soberano, y que puede usar su Palabra incluso en boca de uno que nunca ha sentido realmente su influencia; pero hablamos ahora de lo que esperaríamos naturalmente; y podemos estar seguros de que la mejor manera de lograr que la verdad impacte profundamente en otros, es sintiendo profundamente su poder en nosotros.
Consideremos, por ejemplo, la gloriosa verdad de la segunda venida del Señor. Cuando alguien presenta esta verdad, ¿cuál será la forma más eficaz de que su mensaje cale hondo en sus oyentes? Sin duda haciendo él mismo realidad esta verdad en su vida. Si el corazón estuviese bajo el poder de esta solemne palabra: «!El Señor está cerca¡» (Fil. 4:5); si se viera puesta en práctica frente al mundo y sus atractivos –tanto por el creyente individual como por el conjunto de la Iglesia–, entonces seguramente moverá el corazón de los oyentes. Es fácil ver cuando un hombre siente lo que dice. Puede haber una exposición muy clara e inteligente de la doctrina de la segunda venida y de todas las verdades relacionadas con ella; pero si es fría y sin corazón, no producirá ningún efecto en los oídos de los oyentes. Para hablar a los corazones sobre cualquier tema, el corazón del que habla debe sentirlo. ¿Qué es lo que daba tanto poder y eficacia a los discursos de George Whitefield? No la profundidad ni la serie de verdades contenidas en ellos –como es obvio a todo lector inteligente– sino el hecho de que él sentía lo que decía. Whitefield lloraba sobre la gente, y no es sorprendente que la gente llorara con su mensaje. Solo un corazón muy endurecido puede permanecer impasible ante alguien que derrama lágrimas por la salvación de su alma.
No se nos malinterprete. Nada en la forma de cómo habla un predicador puede por sí solo convertir un alma. Las lágrimas no pueden dar vida, el fervor no puede regenerar. «No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová» (Zac. 4:6). Solo por la poderosa acción de la Palabra y el Espíritu de Dios puede un alma nacer de nuevo (véase Juan 3:5). Todo esto lo creemos plenamente y lo tenemos siempre presente. Pero también creemos que Dios bendice una predicación ferviente y que las almas sean conmovidas por ella. Nuestra predicación es demasiado mecánica; se limita a repetir la rutina. Se nota cuando estamos simplemente “obrando por pura fórmula”. Necesitamos más fervor, sentimientos más profundos, mayor intensidad, más poder para llorar sobre las almas de los hombres, un más influyente y permanente sentido del terrible destino de los pecadores no arrepentidos, del valor de un alma inmortal y de la solemne realidad de la eternidad. Se cuenta que un obispo una vez le preguntó al famoso dramaturgo David Garrick cómo hacía para obtener resultados más eficaces mediante su ficción que los que él obtenía mediante la predicación de la verdad. La respuesta del actor está colmada de fuerza: “Mi señor” –respondió– “la razón es obvia: Yo hablo de ficción como si fuera verdad, mientras que usted habla la verdad como si fuera ficción”.
Lamentablemente, es de temer que muchos de nosotros hablamos la verdad de la misma manera, y de ahí los pobres resultados. Estamos convencidos de que una predicación ferviente y fiel es una de las necesidades especiales de nuestro tiempo. Gracias a Dios, hay unos pocos por aquí y por allá, que parecen sentir cómo deben hacerlo; que hablan ante su audiencia como canales de comunicación entre Dios y sus semejantes; hombres realmente empeñados en su trabajo, y no solamente en la predicación y la enseñanza, sino en la salvación y bendición de las almas.
La principal tarea del evangelista es llevar las almas a Cristo; la del maestro y el pastor es mantenerlas unidas. Es verdad, una verdad sumamente bendita, que Dios es glorificado y Jesucristo engrandecido por la exposición de la verdad, «escuchen, o que dejen de escuchar» (Ez. 2:7); pero ¿acaso este hecho impide en alguna medida que tengamos un ardiente deseo por obtener resultados concretos en cuanto a las almas? No lo creemos. El predicador debe buscar resultados, y no debe estar satisfecho sin ellos, así como un agricultor no sigue sembrando año tras año sin obtener una cosecha. Hay predicadores cuyo único fin es predicar, y que luego se contentan con el texto: «Somos el grato olor de Cristo» (2 Cor. 2:15). Es un grave error, un fatal engaño. Lo que necesitamos es vivir en la presencia de Dios y esperar en él para ver los resultados de nuestro trabajo; librar intensas batallas en oración por las almas; volcar todas nuestras energías en la obra; predicar como si todo dependiera de nosotros, aunque sabemos perfectamente que no podemos hacer absolutamente nada, y que nuestras palabras serán como «la niebla de la mañana» (Oseas 13:3) si no son hincadas «como clavo en lugar firme» (Is. 22:23) por el gran Maestro de las asambleas. Estamos convencidos de que, en el orden divino, un trabajador activo debe tener el fruto de su labor; y que, conforme a su fe, así será. Puede haber excepciones, pero, en general, podemos estar seguros de que un fiel predicador, tarde o temprano, cosechará los frutos.
Estos pensamientos nos vinieron a la mente cuando consideramos la interesante escena de la vida de Josías al final de 2 Crónicas 34. Nos será de provecho detenernos en ella. Josías era un hombre serio que sentía el poder de la verdad en su propia alma, y que no podía estar satisfecho hasta no reunir al pueblo alrededor de él, a fin de que la luz que había brillado sobre él pudiera brillar también sobre ellos. No podía descansar en el hecho de que había de ser «recogido en su sepulcro en paz», de que sus ojos no verían el mal que vendría sobre Jerusalén, de que escaparía de la terrible marea del juicio que estaba por arrasar la tierra (véase 2 Crón. 34:28). No, él pensó en los demás; sintió compasión por la gente que lo rodeaba. Y como su propio rescate se basó en su sincero arrepentimiento y humillación bajo la poderosa mano de Dios y se vinculó con ello, buscó pues, por la acción de esa Palabra que había obrado tan poderosamente en su propio corazón, conducir a otros a arrepentirse y humillarse de igual manera.
«Entonces el rey envió y reunió todos los ancianos de Judá y de Jerusalén. Y subió el rey a la casa de Jehová, y con él todos los varones de Judá, y los moradores de Jerusalén, y los sacerdotes, los levitas y todo el pueblo desde el mayor hasta el más pequeño; y leyó a oídos de ellos todas las palabras del libro del pacto que había sido hallado en la casa de Jehová. Y estando el rey en pie en su sitio, hizo delante de Jehová pacto de caminar en pos de Jehová y de guardar sus mandamientos, sus testimonios y sus estatutos, con todo su corazón y con toda su alma, poniendo por obra las palabras del pacto que estaban escritas en aquel libro. E hizo que se obligaran a ello todos los que estaban en Jerusalén y en Benjamín; y los moradores de Jerusalén hicieron conforme al pacto de Dios, del Dios de sus padres. Y quitó Josías todas las abominaciones de toda la tierra de los hijos de Israel, e hizo que todos los que se hallaron en Israel sirviesen a Jehová su Dios. No se apartaron de en pos de Jehová el Dios de sus padres, todo el tiempo que él vivió» (2 Crón. 34:29-33).
Con toda nuestra luz, conocimiento y privilegios cristianos, hay en todo esto una exquisita lección moral que podemos aprender. Lo primero que nos sorprende es el hecho de que Josías sintió su responsabilidad para con aquellos que lo rodeaban. No puso su luz debajo de un almud, sino que dejó que alumbrara para beneficio y bendición de los demás. Esto es aún más asombroso si consideramos que la gran verdad práctica de la unidad de todos los creyentes en un Cuerpo era algo desconocido para Josías, algo que aún Dios no había revelado. La doctrina contenida en estas breves palabras: «un solo cuerpo, y un solo Espíritu» (Efe. 4:4) fue dada a conocer mucho tiempo después de la época de Josías, cuando Cristo resucitado, la Cabeza de la Iglesia, se sentó a la diestra de la Majestad en los cielos.
4.15 - La Palabra de Dios permanece inalterable a pesar de la ruina
Pero, aunque esta verdad era algo que estaba «escondido desde los siglos en Dios» (Efe. 3:9), sin embargo, existía la unidad de la nación de Israel. Aunque no existía la unidad de un cuerpo, sí había una unidad nacional. Esta unidad fue siempre reconocida por los fieles, a pesar de las condiciones externas del pueblo. Los doce panes de la proposición que estaban sobre la mesa en el santuario, eran el tipo divino de la perfecta unidad, e incluso de la perfecta distinción, de las doce tribus. El lector puede ver esto en Levítico 24. Es sumamente interesante, y debería ser considerado por todo estudioso de la Escritura y por todo aquel que ama los caminos de Dios. Durante las oscuras y silenciosas horas de la noche, las siete lámparas del candelero de oro alumbraban los doce panes puestos en dos hileras por la mano del sumo sacerdote según el mandamiento de Dios sobre la mesa limpia. ¡Significativa figura!
En esta gran verdad se apoyó Elías cuando construyó un altar en el monte Carmelo con doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido dada palabra de Jehová diciendo, Israel será tu nombre (1 Reyes 18:31).
Esta misma verdad tuvo en cuenta Ezequías cuando mandó «hacer el holocausto y la expiación… por todo Israel» (2 Crón. 29:24). Y también Pablo se refirió a ella en su día cuando en presencia del rey Agripa habló de «nuestras doce tribus, sirviendo a Dios con celo día y noche» (Hec. 26:7).
Ahora bien, si alguien le hubiera preguntado a uno de esos hombres de fe “¿Dónde están las doce tribus?” ¿Habría sido capaz de dar una respuesta? ¿Habría podido identificarlas? Sin duda que sí; pero no con la vista; no a los ojos del hombre, pues la nación estaba dividida, su unidad había desaparecido. En los días de Elías y Ezequías había diez tribus, por un lado, y dos por el otro; y en los días de Pablo las diez tribus estaban dispersas. En la tierra de Palestina solo había un remanente de las dos tribus bajo el dominio de la cuarta bestia de Daniel. ¿Y entonces? ¿Acaso la condición externa de Israel invalidó la verdad de Dios? ¡Lejos esté de nosotros ese pensamiento! «Nuestras doce tribus» es algo que nunca se ha de perder de vista. La unidad de la nación es una gran realidad para la fe. Es tan cierta hoy como cuando «Josué erigió en Gilgal las doce piedras» (Josué 4:20). «La Palabra de nuestro Dios permanece para siempre» (Is. 40:8). Ni una jota ni una tilde de lo que él ha hablado pasará jamás.
El cambio y la decadencia pueden dejar su huella en la historia de la humanidad; la muerte y la desolación pueden arrasar como un huracán las más bellas escenas de la tierra, pero Jehová hará que cada una de sus palabras se cumplan, y las doce tribus de Israel podrán disfrutar de la tierra prometida, en toda su longitud, anchura y plenitud. Ningún poder de la tierra ni de la Gehena podrá impedir que se llegue a esta feliz consumación. Y, ¿por qué? ¿Qué nos hace estar tan seguros de lo que decimos? ¿Cómo podemos hablar con tan absoluta certeza? Simplemente «porque la boca de Jehová ha hablado» (Is. 40:5). Podemos estar seguros de que las tribus de Israel gozarán de su justa heredad en Palestina, porque lo creemos sobre la base del testimonio de «Dios, que no miente» (Tito 1:2).
Es sumamente importante que tengamos claro este asunto, no solo por su relación particular con Israel y la tierra de Canaán, sino también porque afecta la integridad de la Escritura en su conjunto. Hay un modo impreciso de usar las Escrituras que es deshonroso para Dios y perjudicial para nosotros. Pasajes que se refieren específicamente a Jerusalén e Israel son erróneamente aplicados a la proclamación del Evangelio y la extensión de la Iglesia cristiana. Esto, a lo menos, es tomarse una libertad irresponsable en cuanto a la revelación divina. Nuestro Dios puede decir exactamente a qué se refiere cuando habla; él claramente expresa lo que quiere expresar; por eso, cuando habla de Israel y Jerusalén, no se refiere a la Iglesia; y cuando habla de la Iglesia, no se refiere a Israel ni a Jerusalén.
Los expositores y estudiantes de la Biblia deberían considerar esto. Que nadie vaya a suponer que se trata simplemente de una cuestión de interpretación profética. Es mucho más que esto. Se trata de la integridad, valor y poder de la Palabra de Dios. Si nos permitimos ser imprecisos y descuidados con cierto tipo de pasajes, probablemente seremos imprecisos y descuidados con otros, y entonces nuestro sentido del peso y la autoridad de toda la Escritura se verá tristemente debilitado.
Pero volvamos a Josías, y veamos cómo, según su medida, reconoció el gran principio sobre el cual hemos estado meditando. No fue una excepción a la regla general que rige para todos los reyes piadosos de Judá, a saber: el respeto que tenían por la unidad de la nación de Israel, y el hecho de que nunca limitaron sus pensamientos, simpatías y acciones a un círculo más estrecho que no incluyese a «nuestras doce tribus». Los doce panes sobre la mesa limpia, siempre estaban ante los ojos de Dios como así también ante los ojos de la fe. No se trataba de mera especulación, de un dogma estéril ni de letra muerta. No; en todos los casos fue una gran verdad práctica e influyente. «Y quitó Josías todas las abominaciones de todas las tierras de los hijos de Israel» (2 Crón. 34:33). Actuó en plena armonía con su piadoso predecesor, Ezequías, quien mandó hacer «por todo Israel… el holocausto y la ofrenda» (2 Crón. 29:24).
4.16 - Las apariencias externas no impiden que la verdad de la unidad pueda ponerse en práctica
Y ahora, querido lector cristiano, veamos la aplicación de todo esto para nuestro tiempo. ¿Cree de todo corazón, conforme a la autoridad divina, en la doctrina de la unidad del Cuerpo de Cristo? ¿Cree que existe ese Cuerpo hoy día sobre la tierra, unido a su Cabeza divina y viva en el cielo por el Espíritu Santo? ¿Sostiene esta gran verdad como algo que procede directamente de Dios mismo, sobre la autoridad de la santa Escritura? En una palabra, ¿sostiene como una verdad cardinal y fundamental del Nuevo Testamento la unidad indisoluble de la Iglesia de Dios? No se de vuelta y diga: “¿Dónde se puede ver eso?” Esta es la pregunta que siempre formula la incredulidad, cuando fija sus ojos en las innumerables denominaciones y partidos de la cristiandad. Pero la fe responde con los ojos puestos en esa frase imperecedera: Hay «un solo cuerpo y un solo Espíritu» (Efe. 4:4; comp. 1 Cor. 12:20). Nótese que esto es algo que existe ahora, no que existió en cierta época ni que habrá otra vez «un solo cuerpo». Tampoco se dice que tal cuerpo existe en el cielo; sino que hay «un solo cuerpo y un solo Espíritu» ahora en esta tierra (léase Efe. 4:4). ¿Puede esta verdad ser alterada por la condición de ruina que prevalece en la Iglesia profesa? ¿Ha dejado la Palabra de Dios de ser veraz porque el hombre ha dejado de ser fiel? ¿Se atreverá alguno a decir que la unidad del Cuerpo era solo una verdad para los tiempos apostólicos, y que no tiene ninguna aplicación para el tiempo actual, porque ya no es más visible?
Querido lector, no permita que su corazón abrigue sentimientos tan infieles como estos, los que, de hecho, son el fruto de la incredulidad en la Palabra de Dios. Sin duda, las apariencias niegan esta verdad; pero la fe jamás se apoyó en las apariencias.
¿Acaso Elías se basó en las apariencias cuando erigió su altar de doce piedras, según el número de las tribus de los hijos de Jacob? ¿Acaso el rey Ezequías se basó en las apariencias cuando ordenó que el holocausto y la ofrenda por el pecado habían de ser para todo Israel? ¿Se dejó guiar Josías por las apariencias cuando llevó a cabo sus reformas en “todas las tierras que pertenecían a los hijos de Israel”? Seguramente que no. Todos ellos actuaron sobre la base de la fiel Palabra del Dios de Israel. Esa Palabra era siempre veraz, ya sea que las tribus de Israel estuviesen dispersas o unidas. Si la verdad de Dios pudiese verse afectada por las apariencias externas, o por las acciones de los hombres, ¿dónde estaríamos entonces? ¿O qué habríamos de creer? El hecho es que, si nos dejamos arrastrar por las apariencias externas, entonces no queda ninguna verdad, en todo el ámbito de las Escrituras, en la cual podamos depositar nuestra confianza.
Querido lector, el único fundamento sobre el cual podemos creer algo lo constituye esa divina frase: «Escrito está». ¿La admite usted? ¿Se inclina ante ella con toda su alma? ¿La considera un principio de vital importancia? Creemos que, como cristiano, realmente la sostiene, la admite y la cree con profunda reverencia. Pues bien, escrito está: Hay «un solo cuerpo y un solo Espíritu» (Efe. 4:4). Y esto está tan claramente revelado en la Escritura como el pasaje que dice que somos «justificados, pues, por la fe» (Rom. 5:1), o como cualquier otra verdad. ¿Acaso las apariencias externas afectan la doctrina fundamental de la justificación por la fe? ¿Pondremos en tela de juicio esta preciosa verdad porque se ve tan poco su poder purificador en la vida de los creyentes? ¿Quién podría admitir un principio tan fatal como este? Si se admitiera, todos los fundamentos de nuestra fe se destruirían. Lo creemos, no porque se vea en el mundo, sino porque está escrito en la Palabra. Claro que debería manifestarse ante el mundo, y es nuestra culpa y vergüenza que ello no ocurra. Más adelante nos referiremos a esto con más detenimiento; pero debemos insistir en el hecho de que el fundamento de nuestra fe es la revelación divina; y cuando esto se comprende bien y se lo admite plenamente, se aplica tanto a la doctrina de la unidad del Cuerpo como a la de la justificación por la fe.
4.17 - La verdad de la unidad del Cuerpo de Cristo
Creemos que es sumamente importante insistir en este principio: que solo podemos creer una doctrina sobre la base de que está revelada en la Palabra de Dios. De esta forma creemos todas las grandes verdades del cristianismo. Todo lo que conocemos y creemos en el orden espiritual, celestial o divino es porque está revelado en la Palabra de Dios. ¿Cómo sé que soy un pecador? Porque la Biblia dice «todos han pecado» (Rom. 3:23). Sin duda siento que soy un pecador; pero no creo porque siento, sino que siento porque creo, y creo porque Dios ha hablado. La fe descansa sobre la revelación divina, no sobre sentimientos o razonamientos humanos. «Escrito está» es suficiente para la fe. No puede estar satisfecha con nada menos, y no necesita nada más. Dios habla, la fe cree. Ella cree simplemente porque Dios habla. No juzga la Palabra de Dios por las apariencias externas, sino que juzga estas últimas por la Palabra de Dios.
Lo mismo sucede con respecto a todas las verdades cardinales del cristianismo, como la Trinidad, la Deidad de nuestro Señor Jesucristo, su expiación, su sacerdocio, su advenimiento, la doctrina del pecado original, de la justificación por la fe, del juicio venidero, del castigo eterno. Creemos en estas grandes y solemnes verdades, no sobre la base de los sentimientos, de la razón o de las apariencias externas, sino simplemente sobre la base de la revelación divina.
Por eso, si nos preguntan: ¿Sobre qué base creemos en la doctrina de la unidad del Cuerpo?, contestamos: Sobre la misma base que creemos en la doctrina de la Trinidad, de la Deidad de Cristo y de la expiación. Lo creemos porque está revelado en diversos lugares del Nuevo Testamento. Por ejemplo, en 1 Corintios 12 leemos: «Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también es Cristo. Porque todos nosotros fuimos bautizados en un mismo Espíritu para constituir un solo cuerpo, seamos judíos o griegos, seamos esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un solo Espíritu». Y luego: «Dios ordenó el cuerpo, dando mayor honor al que le faltaba; para que no haya división en el cuerpo… Vosotros sois cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno en particular» (v. 12-13, 24-25, 27).
Aquí se sienta claramente la verdad de la unidad perfecta e indisoluble de la Iglesia de Dios, el Cuerpo de Cristo, precisamente sobre la misma autoridad que cualquier otra verdad comúnmente recibida entre nosotros; de modo que el fundamento es el mismo tanto para cuestionar la Deidad de Cristo como la unidad del Cuerpo. Uno es tan cierto como el otro; y ambos son divinamente revelados. Creemos que Jesucristo «¡el cual es, sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos!», porque la Escritura lo dice (Rom. 9:5); creemos que hay un solo Cuerpo porque la Escritura lo dice. No discutimos sobre una de las verdades, sino que la creemos y la reverenciamos; tampoco debemos discutir sobre la otra, sino creerla y reverenciarla. Hay «un solo cuerpo y un solo Espíritu» (Efe. 4:4).
4.18 - Somos llamados a andar conforme a la verdad de la unidad del Cuerpo
Ahora bien, debemos tener en cuenta que esta verdad de la unidad del cuerpo no es una mera abstracción –una especulación estéril–, un dogma muerto. Es una verdad práctica, formativa, influyente, a la luz de la cual somos llamados a andar y a juzgar todo alrededor de nosotros, como también juzgarnos a nosotros mismos. Así ocurrió con los fieles de Israel en la antigüedad. La unidad de la nación era una realidad para ellos, y no una mera teoría que se puede aceptar o rechazar según el gusto o la conveniencia de cada uno. Era una gran verdad formativa y poderosa. La nación era una en los pensamientos de Dios; y cuando no era visible, los fieles solo tenían que tomar el lugar del juicio propio, con espíritu quebrantado y con corazones contritos. Miremos los ejemplos de Ezequías, Josías, Daniel, Nehemías y Esdras. Estos hombres fieles nunca abandonaron la verdad de la unidad de Israel porque Israel haya fallado en mantenerla. Ellos no midieron la verdad de Dios según las acciones de los hombres, sino que juzgaron las acciones de los hombres –así como las de ellos mismos– según la verdad de Dios. Este era el único curso correcto de acción. Si la unidad visible de Israel se echó a perder por el pecado y la insensatez del hombre, los miembros sinceros de la congregación reconocieron el pecado y lloraron, lo confesaron como propio y buscaron a Dios. Y esto no fue todo. Sintieron su responsabilidad de actuar conforme a la verdad de Dios cualesquiera que fuesen las circunstancias externas.
Este, repetimos, era el significado del altar de doce piedras que erigió Elías ante los ochocientos falsos profetas de Jezabel, y a pesar de la división de la nación a los ojos de los hombres (1 Reyes 18). También era el significado de las cartas que Ezequías envió a todo Israel «para que viniesen a Jerusalén a la casa de Jehová para celebrar la pascua a Jehová Dios de Israel» (2 Crón. 30:1). Nada puede ser más conmovedor que el espíritu y el estilo de estas cartas. «Hijos de Israel, volveos a Jehová el Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel, y él se volverá al remanente que ha quedado de la mano de los reyes de Asiria. No seáis como vuestros padres y como vuestros hermanos, que se rebelaron contra Jehová el Dios de sus padres, y él los entregó a desolación, como vosotros veis. No endurezcáis, pues, ahora vuestra cerviz como vuestros padres; someteos a Jehová, y venid a su santuario, el cual él ha santificado para siempre; y servid a Jehová vuestro Dios, y el ardor de su ira se apartará de vosotros. Porque si os volviereis a Jehová, vuestros hermanos y vuestros hijos hallarán misericordia delante de los que los tienen cautivos, y volverán a esta tierra: porque Jehová vuestro Dios es clemente y misericordioso, y no apartará de vosotros su rostro, si vosotros os volviereis a él» (2 Crón. 30:6-9).
Esto no era otra cosa que la simple fe que actúa según la gran verdad eterna e inmutable de la unidad de la nación de Israel. La nación era una en los propósitos de Dios, y Ezequías la veía desde el punto de vista divino –como la fe lo hace siempre–, y actuó en consecuencia. «Pasaron, pues, los correos de ciudad en ciudad por la tierra de Efraín y Manasés, hasta Zabulón; mas se reían y burlaban de ellos» (v. 10).
Es muy triste, pero no debemos esperar otra cosa. Los actos de fe de seguro provocarán la burla y el desprecio de aquellos que no están a la altura de los pensamientos de Dios. Estos hombres de Efraín y Manasés seguramente consideraron el mensaje de Ezequías como un acto de presunción o de desmedida extravagancia. Quizás la gran verdad que actuaba con tanto poder en su alma, formando su carácter y gobernando su conducta, era, a juicio de ellos, un mito o, en el mejor de los casos, una teoría sin valor, algo del pasado, una institución de la antigüedad, que no tenía ninguna aplicación en el presente. Pero la fe no se mueve por los pensamientos de los hombres. Por eso Ezequías siguió con su trabajo y Dios lo honró y lo bendijo. Podía dejar que se rían y se burlen, mientras veía a algunos hombres de Aser, de Manasés y de Zabulón que se humillaban y venían a Jerusalén. Ezequías y todos los que se humillaron bajo la poderosa mano de Dios levantaron una rica cosecha de bendiciones, mientras que los burladores y escarnecedores quedaron sumidos en la esterilidad y muerte espiritual a causa de su incredulidad.
Notemos la fuerza de las palabras de Ezequías: «Si os volviereis a Jehová, vuestros hermanos y vuestros hijos hallarán misericordia delante de los que los tienen cautivos» (2 Crón. 30:9). ¿No se acerca mucho esto a la preciosa verdad del Nuevo Testamento de que somos miembros los unos de los otros, y que la conducta de un miembro afecta a todos los demás? La incredulidad puede plantear la cuestión de cómo es posible que las acciones de un individuo puedan afectar a otros que se encuentran lejos; sin embargo, así fue en Israel, y así también es ahora en la Iglesia de Dios.
Repasemos el caso de Acán en Josué 7. Un hombre pecó, pero, según el relato, toda la congregación ignoró el hecho. Sin embargo, leemos que «los hijos de Israel cometieron una prevaricación en cuanto al anatema» (v. 1); y de nuevo: «Israel ha pecado» (v. 11). ¿Cómo podía ser esto? Simplemente porque la nación era una, y Dios moraba en medio de ellos. Este era el fundamento de una doble responsabilidad: una responsabilidad ante Dios, y una responsabilidad ante la asamblea entera y cada miembro en particular. Era absolutamente imposible que un miembro de la congregación se deshiciera de esta elevada y santa responsabilidad. Una persona que vivía en Dan podía preguntarse cómo su conducta podía afectar a alguien que vivía en Beerseba; tal, sin embargo, era el hecho, y el fundamento de este hecho descansaba en la eterna verdad de la unidad indisoluble de Israel y de la morada de Jehová en medio de su asamblea redimida (véase Éx. 15:2, etc.).
No pretendemos enumerar todos los pasajes que hablan de la presencia de Dios en la congregación de Israel, de su morada en medio de ellos. Pero sí queremos señalar el importante hecho de que la lista de textos comienza con Éxodo 15. Solo cuando Israel, como pueblo redimido, estuvo del otro lado del mar Rojo –del lado de Canaán– pudo decir: «Jehová es mi fortaleza y mi cántico, ha sido mi salvación. Este es mi Dios, y lo alabaré (o le prepararé una habitación)» (Éx. 15:2). La redención sentó el fundamento de la morada de Dios en medio de su pueblo, y su presencia en medio de ellos aseguró su perfecta unidad. Por eso ningún miembro de la congregación podía considerarse como un individuo aislado e independiente. Cada uno debía considerarse como parte de un todo, y considerar su conducta en relación con el conjunto del que formaba parte.
Ahora bien, la razón nunca podría comprender una verdad como esta. Ella es absolutamente incomprensible para el intelecto humano más brillante. Solo la fe la puede aceptar y actuar de acuerdo con ella, y resulta de profundo interés ver que los fieles en Israel siempre la reconocieron y actuaron conforme a ella. ¿Por qué Ezequías envió cartas a «todo Israel»? ¿Por qué se expuso al escarnio y a la burla actuando de esta manera? ¿Por qué mandó que se hiciese «el holocausto y la ofrenda por el pecado» por todo Israel? (2 Crón. 29:24). ¿Por qué llevó Josías a cabo sus reformas en toda «la tierra de los hijos de Israel»? (2 Crón. 34:33). Porque estos hombres de Dios reconocieron la verdad divina de la unidad de Israel, y no pensaron arrojar esta gran realidad por la borda por el hecho de que solo unos pocos la comprendieron o procuraron ponerla en práctica. Este «pueblo habitará cnfiado», y Yo, (Jehová), «habitaré entre los hijos de Israel» (Núm. 23:9; Éx. 29:45). Estas verdades imperecederas, brillan como las más preciosas joyas del fulgor celestial a lo largo de todas las páginas del Antiguo Testamento. Allí siempre encontramos que, cuanto más cerca uno vivía de Dios –más cerca de la viva e inagotable fuente de vida, luz y amor–, cuanto más profundamente penetraba en los pensamientos, propósitos, simpatías y consejos del Dios de Israel, más aprendía y procuraba poner en práctica la verdad que Dios había declarado respecto de su pueblo, a pesar de toda la infidelidad que este último había mostrado para con Él.
Querido lector cristiano, quisiéramos hacerle una pregunta muy simple y puntual: ¿Reconoce en la unidad de la nación judía la figura de una unidad más elevada que ahora existe en un Cuerpo del cual Cristo es la Cabeza? Esperamos que sí. De todo corazón esperamos que todo su ser moral se incline, con reverente sumisión, ante la poderosa verdad de que hay «un solo cuerpo». Pero bien podemos imaginar que se sienta un poco perplejo y confundido cuando mira a su alrededor, a lo largo y ancho de la iglesia profesa, en busca de una positiva expresión de esta unidad, y encuentra a los cristianos dispersos en innumerables denominaciones y partidos; y quizás lo que más perplejo lo deje es ver, a los que profesan creer y actuar según la verdad de la unidad del Cuerpo, divididos entre ellos y no ofreciendo otra cosa que un espectáculo de unidad y armonía. Todo esto, lo confesamos, es muy confuso para uno que lo mira simplemente desde un punto de vista humano. No nos sorprende que la gente tambalee y se vea paralizada por estas cosas. «Pero el sólido fundamento de Dios está firme» (2 Tim. 2:19).
La verdad de Dios es totalmente indestructible; y si contemplamos con admiración a los ilustres hombres de fe de una época pasada que creyeron y confesaron la unidad de Israel cuando no había el menor rastro de aquella unidad visible a los ojos de los mortales, ¿por qué no habríamos de creer de todo corazón y dar con toda diligencia expresión práctica a la unidad más elevada del solo Cuerpo de Cristo? Hay «un solo cuerpo y un solo Espíritu». Esta es la base de la responsabilidad que tenemos unos con otros y con Dios. ¿Abandonaremos esta verdad tan importante porque los cristianos se hallan dispersos y divididos? Dios no lo quiera. Es una verdad tan real y preciosa como formativa e influyente. Tenemos la obligación de actuar conforme a la verdad de Dios, independientemente de las consecuencias y circunstancias externas. No nos corresponde decir, como afirman muchos: “Es un caso perdido: todo está hecho pedazos. Es imposible dar expresión práctica a la verdad de Dios en medio de grandes montañas de escombros y desperdicios alrededor de nosotros. La unidad del Cuerpo era una cosa del pasado; puede ser una cosa del futuro, pero no puede ser una cosa del presente. Debemos abandonar la idea de unidad por ser algo utópico que no puede sostenerse ante las innumerables denominaciones y partidos de la cristiandad. Lo único que queda ahora es que cada uno busque al Señor por sí solo, y haga todo lo que pueda en su propia esfera individual y según los dictados de su propia conciencia y juicio”.
Tal es, en sustancia, el pensamiento de cientos de cristianos verdaderos, pertenecientes al pueblo de Dios; y así como es su pensamiento, así también es su marcha práctica. Pero debemos hablar claramente, y no dudamos en decir que estos razonamientos son una clara muestra de que no se cree en aquella gran verdad cardinal de la unidad del Cuerpo; y si nos dejamos gobernar por ellos, tendríamos la misma autoridad para rechazar tanto la preciosa doctrina de la Deidad de Cristo, de su perfecta humanidad o de su sacrificio vicario, como la verdad de la perfecta unidad de su Cuerpo, puesto que esta última descansa precisamente en el mismo fundamento que las demás, es decir, en la eterna verdad de Dios: en la absoluta declaración de las Santas Escrituras. ¿Qué derecho tenemos nosotros para dejar de lado alguna verdad de la revelación divina?
¿Qué autoridad tenemos para seleccionar una determinada verdad de la Palabra de Dios y decir que ella no se aplica más? Tenemos la obligación de recibir toda la verdad, y de someter nuestras almas a su autoridad. Es algo peligroso admitir por un momento la idea de que una determinada verdad de Dios debe ser dejada de lado, con el argumento de que no puede ser puesta en práctica. Para nosotros basta que esté revelada en las Santas Escrituras: solo tenemos que creer y obedecer. ¿Declara la Escritura que hay «un solo cuerpo»? Por cierto, que sí. Esto es suficiente. Somos responsables de mantener esta verdad, cueste lo que cueste; no podemos aceptar nada más, nada menos, ni nada diferente. Estamos obligados, por la lealtad que debemos a Cristo la Cabeza, a testificar, prácticamente, contra todo lo que milita contra la verdad de la unidad indisoluble de la Iglesia de Dios, y a procurar dar, ferviente y constantemente, una fiel expresión de aquella unidad.
Es verdad que, por un lado, tenemos que luchar contra la falsa unidad y, por el otro, contra el individualismo; pero solo tenemos que retener y confesar la verdad de Dios, poniendo nuestros ojos en él, con un espíritu humilde y con un ferviente «corazón firme» (Hec. 11:23), y él nos sostendrá en el camino, sin importar cuáles sean las dificultades. Sin duda que hay dificultades en el camino; dificultades graves que no podemos enfrentar con nuestra propia fuerza. El mero hecho de que se nos diga que debemos ser «Solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Efe. 4:3), es suficiente para demostrar que hay dificultades en el camino; pero la gracia de nuestro Señor Jesucristo es ampliamente suficiente para suplir todas las necesidades que se presenten si procuramos actuar conforme a esta preciosa verdad.
Al contemplar la condición actual de la iglesia profesa, podemos distinguir dos grupos: En primer lugar, los que buscan la unidad sobre una base falsa; y, en segundo lugar, los que la buscan sobre la base establecida en el Nuevo Testamento. La última es claramente una unidad espiritual, viva y divina, que se halla en fuerte contraste con todas las formas de unidad que el hombre ha intentado establecer, ya sea nacional, eclesiástica, ceremonial o doctrinal. La Iglesia de Dios no es una nación, ni un sistema eclesiástico o político. Es un Cuerpo unido a su Cabeza divina en el cielo por la presencia del Espíritu Santo. Esto es lo que era, y lo que es actualmente. Hay «un solo cuerpo y un solo Espíritu», sigue siendo tan cierto como al principio; tan válido hoy, como cuando el inspirado apóstol escribió Efesios 4:3. Por eso, todo lo que tienda a poner trabas a esta verdad o a desvirtuarla, debe necesariamente ser malo, y tenemos la obligación de mantenernos separados de estas cosas y de testificar contra ellas. Tratar de unir a los cristianos sobre una base diferente de la unidad del Cuerpo, es evidentemente contrario al pensamiento de Dios revelado en su Palabra. Puede parecer muy atractivo, muy deseable, muy razonable, correcto y conveniente; pero es contrario a Dios, y eso debería bastarnos. La Palabra de Dios habla solamente de la unidad del Cuerpo y de la unidad del Espíritu. No reconoce ninguna otra unidad: tampoco nosotros deberíamos hacerlo.
La Iglesia de Dios, aunque está compuesta de muchos miembros, es una. No es local ni geográfica; es corporativa. Todos los miembros tienen una doble responsabilidad: son responsables ante la Cabeza, y son responsables entre sí. Es completamente imposible ignorar esta responsabilidad. Los hombres pueden tratar de eludirla o de negarla; pueden afirmar sus derechos individuales, y actuar según su propia razón, juicio o voluntad; pero no pueden deshacerse de la responsabilidad fundada sobre el hecho de que hay un solo Cuerpo. Ellos tienen que ver con la Cabeza en el cielo y con los miembros en la tierra. Se hallan en esta doble relación; el Espíritu Santo los introdujo en ella, y negarla equivale a negar su propia existencia espiritual. Se basa en la vida, está formada por el Espíritu y es enseñada y mantenida por las Santas Escrituras. No existe independencia. Los cristianos no pueden considerarse como meros individuos, como elementos aislados. Somos «miembros unos de otros» (Efe. 4:25; Rom. 12:5), es tan cierto como el hecho de que somos «justificados, pues, por la fe» (Rom. 5:1). Es cierto que en algunas cosas conservamos el carácter de individuos, como por ejemplo en nuestro arrepentimiento, en nuestra fe, en nuestra justificación, en nuestra senda con Dios y en nuestro servicio para Cristo; nuestra recompensa por este servicio la recibiremos como individuos, porque cada uno recibirá una piedrecita blanca y un nombre nuevo esculpido en ella que solo él conoce. Todo esto es absolutamente cierto, pero de ningún modo altera la otra gran verdad práctica de nuestra unión con la Cabeza en el cielo y con todos y cada uno de los miembros aquí en la tierra.
Y quisiéramos señalar aquí dos líneas de verdad muy diferenciadas que surgen de los dos títulos de nuestro adorable Señor: el de Cabeza y el de Señor. Él es la Cabeza de su Cuerpo, la Iglesia (Col. 1:18), y es Señor de todos (Hec. 10:36), es decir, de cada individuo. Ahora bien, cuando consideramos a Cristo como Señor, pensamos en nuestra responsabilidad individual hacia él por el servicio al que nos llamó en su soberana gracia. En todas las cosas debemos depender de él. Todos nuestros planes, actividades y deseos deben someterse al control de esas importantes palabras, a menudo tomadas a la ligera: «Si el Señor quiere» (Sant. 4:15). Y, además, nadie tiene el derecho de interponerse entre la conciencia de un siervo y el mandamiento de su Señor. Todo esto es divinamente cierto y de suma importancia. El señorío de Cristo es una verdad de inestimable valor.
Pero debemos tener en cuenta que Cristo es tanto Cabeza como Señor; es Cabeza de su Cuerpo, así como Señor de los miembros individuales. Estas cosas no deben confundirse. La verdad de que Cristo es Señor no debe tomarse como única, de modo que anule la verdad de que él es Cabeza. Si pensamos en Cristo solo como Señor y en nosotros mismos como personas responsables ante él, entonces perderemos de vista el hecho de que él es Cabeza, y de que nosotros somos responsables ante cada miembro de aquel Cuerpo del cual él es la Cabeza. Debemos guardarnos celosamente de esto. No podemos considerarnos como individuos aislados e independientes; si pensamos en Cristo como Cabeza, entonces debemos pensar en todos sus miembros, y esto abre un amplio espectro de verdad práctica. Tenemos santos deberes que cumplir tanto hacia nuestros compañeros miembros, como hacia nuestro Amo y Señor; y podemos estar seguros de que nadie que ande en comunión con Cristo perderá alguna vez de vista el gran hecho de su relación con cada miembro de su Cuerpo. Siempre tendrá presente que su andar y sus caminos ejercen una influencia sobre los demás creyentes que habitan en el extremo opuesto de la tierra. Es un maravilloso misterio, pero es divinamente cierto. «Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él» (1 Cor. 12:26).
No podemos limitar el Cuerpo de Cristo a algo local: el Cuerpo es uno, y somos llamados a guardar esta verdad en la práctica de todas las formas posibles, y a dar un decidido testimonio contra todo lo que tienda a impedir la expresión de la unidad perfecta del Cuerpo, ya sea una falsa unidad o un falso individualismo. El enemigo busca asociar a los creyentes sobre una base falsa, y reunirlos alrededor de un centro falso; y si no logra este objetivo, hará que queden a la deriva en el vasto y agitado océano de un incierto individualismo. Estamos convencidos, delante de Dios, de que la única salvaguardia contra estos dos falsos y peligrosos extremos, es la fe divina en la gran verdad fundamental de la unidad del Cuerpo de Cristo.
4.19 - La unidad del Cuerpo en la práctica
En este punto nos parece apropiado formular la siguiente pregunta: ¿Cuál debería ser la actitud de los cristianos respecto de la gran verdad fundamental de la unidad del Cuerpo? No puede cuestionarse que se trata de una verdad claramente establecida en el Nuevo Testamento. Si el lector no tuviese un conocimiento sólido de esta verdad, y una firme creencia en ella, puede estudiar, con oración, los siguientes pasajes: 1 Corintios 12 y 14, Efesios 2 y 4 y Colosenses 2 y 3. El inicio del capítulo 12 de la Epístola a los Romanos se refiere a esta doctrina de un modo práctico, aunque no es el propósito del Espíritu Santo hacer un desarrollo detallado de la verdad de la Iglesia en esta magnífica epístola. Lo que debemos buscar en ella es más bien la relación del alma con Dios a través de la muerte y resurrección de Cristo. Podríamos leer la epístola hasta el capítulo 11 y no saber que hay algo llamado la Iglesia de Dios, el Cuerpo de Cristo; y cuando llegamos al capítulo 12, la doctrina acerca de «un solo cuerpo» se da por sabida, pero no encontramos un tratamiento detallado de ella.
Hay, pues, «un solo cuerpo» en la tierra, formado por «un solo Espíritu», y unido a la Cabeza viva en el cielo. Esta verdad no puede ser contradicha. Puede que algunos no la vean; para otros puede resultar muy difícil aceptarla, dadas las circunstancias actuales. Sin embargo, sigue siendo una verdad divinamente establecida que hay «un solo cuerpo», y la pregunta es: ¿Cómo nos afecta personalmente esta verdad? Es tan imposible evadir las responsabilidades que ella conlleva, como dejar de lado la verdad misma. Si hay un Cuerpo del cual somos miembros, entonces, así como estamos en una santa relación con la Cabeza en el cielo, así también lo estamos con cada miembro en la tierra; y esta relación, como cualquier otra, tiene sus afectos, privilegios y responsabilidades característicos.
Y téngase presente que no nos referimos ahora al tema de la asociación con una compañía particular de creyentes, sino a todo el Cuerpo de Cristo en la tierra. Por cierto, que toda compañía de cristianos, dondequiera que esté reunida, debe ser la expresión local del Cuerpo entero. Deberían reunirse y regirse por un orden tal –sobre la autoridad de la Palabra y por el poder del Espíritu Santo–, que todos los miembros de Cristo que andan en verdad y santidad puedan encontrar gratamente su lugar allí. Si una asamblea no se reuniese de esta forma ni tuviese este orden, no estaría sobre el terreno de la unidad del Cuerpo en absoluto. Si hubiese algo, no importa qué, ya en cuanto a disciplina, doctrina o práctica, que significase un obstáculo para la presencia de cualquier miembro de Cristo cuya fe y práctica son según la Palabra de Dios, entonces la unidad del Cuerpo sería prácticamente negada. Tenemos la solemne responsabilidad de reconocer la verdad de la unidad del Cuerpo. Deberíamos reunirnos de tal manera que todos los miembros del Cuerpo de Cristo puedan, simplemente como tales, sentarse con nosotros y ejercer cualquier don que la Cabeza de la Iglesia les haya otorgado. El Cuerpo es uno. Sus miembros están dispersos por toda la tierra. La distancia no significa nada. La localidad no dice nada. Puede tratarse de Nueva Zelanda, Londres, París o Edimburgo: no tiene importancia. Un miembro del Cuerpo en un lugar es un miembro del Cuerpo en todas partes, pues no hay sino «un solo cuerpo y un solo Espíritu». El Espíritu es el que forma el Cuerpo, y une a los miembros con la Cabeza y entre sí. Por eso, si un creyente viene de Nueva Zelanda a Londres, debería esperar encontrar una asamblea reunida de tal forma que sea una expresión fiel de la unidad del Cuerpo, con la cual pueda relacionarse; y además, todo creyente debería encontrar su lugar en el seno de esa asamblea, siempre y cuando no haya nada en la doctrina o en la práctica que impida su calurosa recepción.
Tal es el orden divino, como consta en 1 Corintios 12 y 14; Efesios 2 y 4, y dado por hecho en Romanos 12. En efecto, no podemos estudiar el Nuevo Testamento y no ver esta bendita verdad. Encontramos en varias ciudades y pueblos, santos congregados por el Espíritu Santo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, como, por ejemplo, en Roma, Corinto, Éfeso, Filipos, Colosas y Tesalónica. No eran asambleas independientes, aisladas, fragmentarias, sino parte del un solo Cuerpo, de modo que aquel que era miembro de la Iglesia en un lugar, era también miembro de la Iglesia en todas partes. Cada asamblea, bajo la guía de «un solo Espíritu», y bajo las órdenes de «un solo Señor», actuaba seguramente en todos los asuntos locales, tales como la recepción a la comunión, poniendo fuera a toda persona perversa que estuviere en medio de ella, satisfaciendo las necesidades de los pobres de su entorno, y otras cosas similares; pero podemos estar seguros de que el acto de la asamblea en Corinto era reconocido por todas las demás asambleas, de modo que si uno era separado de la comunión en Corinto –siempre que se conociera el caso– sería rechazado en todos los demás lugares; actuar de otra manera sería una clara negación de la unidad del Cuerpo. Nada hace suponer que la asamblea de Corinto se haya comunicado con las demás asambleas, o consultado con ellas, antes de excomulgar al «malvado» de 1 Corintios 5, pero debemos creer que ese acto fue debidamente reconocido y aprobado por toda asamblea en la tierra, y que la asamblea que a sabiendas hubiese recibido al hombre excomulgado, habría denigrado la asamblea de Corinto, y prácticamente negado la unidad del Cuerpo.
Creemos que esta es la clara enseñanza del Nuevo Testamento, la doctrina que todo estudiante sencillo y sincero aprendería de esta parte de la Biblia. Que la Iglesia ha fallado en poner en práctica esta preciosa verdad, es lamentablemente cierto; y que todos somos parte de este fracaso, es igualmente cierto. El solo hecho de pensar en esto, debería humillarnos profundamente delante de Dios. Nadie puede arrojar una piedra al otro, ya que todos somos culpables en este asunto. No vaya a suponer el lector que escribimos estas líneas con el afán de establecer pretensiones eclesiásticas altas o alentar vanas presunciones ante el manifiesto pecado y fracaso. ¡Dios nos libre! Lo decimos desde lo más profundo de nuestro corazón. Creemos que hay un urgente llamado a todo el pueblo de Dios para que se humille hasta el polvo a causa de nuestro triste apartamiento de la verdad tan claramente establecida en la Palabra de Dios.
Así ocurrió con el piadoso y fiel rey Josías, cuya vida y época sugirieron toda esta línea de pensamiento que desarrollamos. Josías encontró el libro de la ley, y descubrió en sus sagradas páginas una enseñanza totalmente diferente de lo que veía a su alrededor. Y ¿cómo actuó? ¿Se contentó diciendo: “Todo está perdido: la nación ha ido demasiado lejos; la ruina se ha hecho presente y es completamente inútil pensar que podemos estar a la altura de la norma divina; debemos dejar las cosas como están, y solamente hacer lo mejor que podamos”? No; ese no fue el lenguaje de Josías ni su manera de obrar; él se humilló delante de Dios, e instó a los demás a hacer lo mismo. Y no solo eso, sino que procuró poner en práctica la verdad de Dios. Aspiró a alcanzar el nivel más elevado, y, como consecuencia, leemos que «Nunca fue celebrada una pascua como esta en Israel desde los días de Samuel el profeta; ni ningún rey de Israel celebró pascua tal como la que celebró el rey Josías» (2 Crón. 35:18).
Tal fue el resultado de remitirse fielmente a la Palabra de Dios y aferrarse a ella. Y siempre será así, pues Dios «recompensa a los que le buscan» (Hebr. 11:6). Fijémonos qué hizo el remanente cuando regresó de Babilonia en los días de Esdras y Nehemías: Colocaron el altar de Dios «sobre su base» (Esd. 3:3), reconstruyeron el templo y restauraron los muros de Jerusalén. En otras palabras, se ocuparon de la verdadera adoración del Dios de Israel, y del gran centro o punto de reunión de su pueblo. Y estaba bien, pues es lo que la fe siempre hace, independientemente de las circunstancias. Si el remanente hubiera mirado las circunstancias, no habría podido actuar. Eran un pobre y desdeñable puñado de hombres, bajo el dominio de los gentiles incircuncisos. Se hallaban rodeados de enemigos activos por todos lados, quienes, instigados por el enemigo de Dios, de Su ciudad y de Su pueblo, no ahorraban esfuerzos para impedir que llevaran a cabo su bendita obra. Estos enemigos los ridiculizaron y dijeron: «¿Qué hacen estos débiles judíos? ¿Se les permitirá volver a ofrecer sus sacrificios? ¿Acabarán en un día? ¿Resucitarán de los montones del polvo las piedras que fueron quemadas?» (Neh. 4:2).
Pero no solo tenían que luchar con poderosos enemigos de afuera, sino también con debilidades internas, pues «dijo Judá: Las fuerzas de los acarreadores se han debilitado, y el escombro es mucho, y no podemos edificar el muro» (Neh. 4:10). Todo esto era muy deprimente. Muy diferente de los brillantes y gloriosos días de Salomón, el cual tenía muchos hombres fuertes que llevaban las cargas, y no había escombros que cubriesen las «piedras grandes, piedras costosas» (1 Reyes 5:17) con las cuales edificó la casa de Dios, ni ningún enemigo que se burlase de su obra. Con todo, había ciertos rasgos especiales vinculados a la obra de Esdras y Nehemías que no los encontramos en los días de Salomón. Su misma debilidad, las pilas de escombros que tenían ante ellos y sus enemigos en derredor que los injuriaban, conferían a su obra un particular halo de gloria. Edificaban y prosperaban, y Dios era glorificado, e hizo resonar en sus oídos estas alentadoras palabras: «La gloria postrera de esta casa será mayor que la primera, ha dicho Jehová de los ejércitos; y daré paz en este lugar, dice Jehová de los ejércitos» (Hageo 2:9).
Es importante, en relación con el tema que ha estado ocupando nuestra atención, que el lector estudie con cuidado los libros de Esdras y Nehemías, Hageo y Zacarías. Están llenos de instrucción, consuelo y aliento en un tiempo como el presente. Muchos hoy probablemente sonrían ante la sola mención de un tema tal como el de la unidad del Cuerpo; pero deben preguntarse si es una sonrisa de calma confianza o la burla de la incredulidad. Una cosa es cierta: el diablo, así como aborrece toda doctrina de la revelación divina, también aborrece la doctrina de la unidad del Cuerpo, y tratará de impedir cualquier intento por llevarla a cabo, de la misma forma que procuró impedir la reconstrucción de Jerusalén en los días de Nehemías. Pero no debemos desalentarnos, pues nos basta encontrar en la Palabra de Dios la preciosa verdad del «un solo cuerpo». Dejemos que la luz de la verdad alumbre sobre la presente condición de la iglesia profesa, y veamos qué revela a nuestros ojos. Seguramente abatirá nuestros rostros en el polvo delante de nuestro Dios a causa de nuestros caminos; pero, al mismo tiempo, elevará nuestros corazones de modo que podamos ver la norma divina por la cual hemos de medir las cosas. Iluminará y elevará nuestras almas de tal manera que nos dejará totalmente disconformes con todo lo que no representa una expresión, por débil que fuera, de la unidad del Cuerpo de Cristo. Es totalmente imposible que alguien asimile la verdad del «un solo cuerpo» en lo profundo de su alma y se contente con cualquier cosa que no sea el reconocimiento práctico de ella. Es verdad que debe estar decidido a sufrir los embates de la oposición del enemigo. Encontrará un Sanbalat aquí y un Rehum allí; pero la fe puede decir, como escribió el poeta:
Dios es por mí, no temeré;
Aunque todos contra mí se unan,
A Cristo el Salvador invoco,
Y las huestes del mal se esfuman.
Hay pleno consuelo para nuestras almas en la Palabra de Dios. Cuando vemos a Josías, justo antes de la cautividad, vemos a un hombre que simplemente toma la Palabra como su guía –que se juzga a sí mismo y que juzga todas las cosas a su alrededor a la luz de esa Palabra–, que rechaza todo lo que es contrario a ella y que busca, con un ferviente propósito de corazón, poner en práctica lo que encontró escrito en ella. Y ¿cuál fue el resultado? Una pascua tal que nunca fue celebrada en Israel desde los días de Samuel el profeta (2 Crón. 35:28).
Si vemos a Daniel, durante la cautividad, vemos a un hombre que actúa simplemente conforme a la verdad de Dios y que ora con las ventanas abiertas hacia Jerusalén, aunque sabía que la muerte lo miraría de frente como consecuencia de tal acción (Dan. 6). ¿Cuál fue el resultado? Un testimonio glorioso al Dios de Israel y la destrucción de los enemigos de Daniel.
Por último, si vemos al remanente, después de la cautividad, vemos hombres enfrentando terribles dificultades que reconstruyen la ciudad que era, y que será, el centro terrenal de Dios. Y ¿cuál fue el resultado? La jubilosa celebración de la fiesta de los tabernáculos, la cual nunca había sido celebrada desde los días de Josué, hijo de Nun (Neh. 8:17).
Ahora bien, si tomamos cualquiera de estos interesantes casos, y preguntamos qué efecto produjo en ellos el hecho de mirar las circunstancias de alrededor, ¿qué respuesta obtendremos? Tomemos, por ejemplo, el caso de Daniel; ¿por qué abrió su ventana hacia Jerusalén? ¿Por qué miró hacia una ciudad en ruinas? ¿Por qué señaló un lugar que solo daba testimonio del pecado y la vergüenza de Israel? ¿No habría sido mejor dejar que el nombre de Jerusalén se hunda en el olvido? ¡Ah, podemos imaginar la respuesta de Daniel a todas esas preguntas! Los hombres podrán reírse de él, y considerarlo un entusiasta visionario; pero Daniel sabía lo que hacía. Su corazón estaba ocupado con el centro de Dios, con la ciudad de David, el gran punto de reunión de las doce tribus de Israel. ¿Había de abandonar la verdad de Dios a causa de las circunstancias externas? Seguramente que no. No podía consentir en bajar el nivel de la norma divina ni siquiera en el grueso de un cabello. Podía llorar, orar, ayunar y humillarse ante Dios, pero nunca bajar el nivel. ¿Había de resignar los pensamientos de Dios acerca de Sion porque Israel había sido infiel? No; sabía que nunca podía hacer tal cosa. Sus ojos estaban fijos en la eterna verdad de Dios, y, aunque estaba en el polvo a causa de sus propios pecados y los de su pueblo, la bandera divina ondeaba sobre su cabeza en su gloria inmarcesible.
De la misma forma, querido lector cristiano, somos hoy llamados a fijar la mirada de fe en la imperecedera verdad del «un solo cuerpo»; y no solo a contemplarla, sino también a llevarla a la práctica en nuestra débil medida. Este debería ser siempre nuestro constante objetivo. Debemos buscar única y continuamente la expresión de la unidad del Cuerpo. No debemos preguntar: «¿Cómo puede ser esto?» (Juan 3:9). La fe nunca dice «¿Cómo?» en presencia de la revelación divina; ella cree y actúa. No debemos abandonar la verdad de Dios con el argumento de que no podemos llevarla a la práctica. La verdad ha sido revelada, y somos llamados a inclinarnos ante ella. No se llama a formar la unidad del Cuerpo. Muchos parecen pensar que esta unidad es algo que ellos mismos deben establecer o formar de una manera u otra. Esto es un error. La unidad existe. Ella es el resultado de la presencia del Espíritu Santo en el Cuerpo, y debemos reconocerla y andar a la luz de ella. Esto dará gran firmeza a nuestra marcha. Es siempre muy importante tener un objetivo claro en el corazón, y obrar en relación directa con él. Miremos a Pablo, el más devoto de los obreros. ¿Cuál era su objetivo? ¿Para que trabajaba? Oigamos la respuesta en sus propias palabras: «Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros, y estoy completando en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia; de la que fui hecho ministro, conforme a la administración de Dios, que me fue dada para con vosotros, para completar la palabra de Dios; el misterio que ha estado oculto desde los siglos y desde las generaciones, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos; a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria. Él es a quien anunciamos, amonestando a todo hombre y enseñando a todo hombre con toda sabiduría, para que presentemos a todo hombre perfecto en Cristo; para lo cual también trabajo, luchando según la fuerza que obra en mí con poder» (Col. 1:24-29).
Ahora bien, esto abarca mucho más que la sola conversión de las almas –algo precioso, por cierto. Pablo predicó el Evangelio con miras al Cuerpo de Cristo; y este es el modelo para todos los evangelistas. No deberíamos descansar en el mero hecho de que las almas son despertadas y reciben la vida; debemos tener en cuenta su incorporación, por el «un solo Espíritu», en el «un solo cuerpo». Esto nos preservará eficazmente del peligro de formar una secta –de predicar para engrosar las filas de un partido– de tratar de captar personas para que se unan a esta o aquella denominación. No deberíamos saber absolutamente nada excepto de «un solo cuerpo», porque no encontramos nada más en el Nuevo Testamento. Si este se pierde de vista, el evangelista no sabrá qué hacer con las almas cuando se conviertan. Un hombre puede ser utilizado en la conversión de cientos de almas –un muy precioso trabajo, por cierto– precioso más allá de toda ponderación; pero si no ve la unidad del Cuerpo, se verá totalmente perplejo en cuanto al rumbo posterior de las almas. Esto es muy serio, tanto en lo que respecta a él como a ellos, y también en cuanto al testimonio para Cristo.
¡Que el Espíritu de Dios conduzca a los creyentes a ver esta gran verdad en todo su alcance! Solo la hemos examinado rápidamente en relación con nuestro tema; pero demanda la más seria atención en la actualidad. Puede que algunos de nuestros lectores pongan reparos a lo que podrían considerar una larga digresión del tema de “la vida y los tiempos de Josías”; pero en realidad no debería ser considerado una digresión, sino una línea de verdad que fluye naturalmente de ese tema, cuya importancia no puede sobrestimarse.
4.20 - Josías celebra la pascua
Para concluir nuestros comentarios sobre “La vida y los tiempos de Josías” llamaremos la atención sobre dos cosas: en primer lugar, la celebración de la pascua; y, en segundo lugar, el solemne final de su vida. Si las omitiéramos, nuestro bosquejo de este período realmente interesante quedaría incompleto.
Lo primero, pues, es el hecho tan interesante y alentador de que al final de la historia de Israel tuviese lugar uno de los momentos más brillantes que ese pueblo haya conocido jamás. ¿Qué nos enseña esto? Que en los tiempos más oscuros los fieles tienen el privilegio de actuar conforme a los principios divinos y gozar de los privilegios divinos. Consideramos que este es un hecho muy importante para todas las épocas, pero especialmente para un tiempo como el presente. Si con este breve escrito sobre Josías solo lográramos hacer que este gran hecho quede grabado en la mente y el corazón del lector, no habremos escrito en vano. Si Josías se hubiese dejado influenciar por el espíritu y los principios que lamentablemente animan a tantos en nuestros días, jamás hubiera hecho ningún intento por celebrar la pascua. Se habría quedado con los brazos cruzados, diciendo: “Es inútil pensar que podemos seguir manteniendo nuestras grandes instituciones nacionales. Intentar la celebración de esa ordenanza que fue establecida con el objeto de representar la liberación de Israel del juicio por la sangre del cordero, cuando la unidad de Israel está rota y su gloria nacional apagada y desvanecida, solo puede ser considerado pura presunción”.
Pero Josías no razonó de esta forma; él simplemente actuó conforme a la verdad de Dios. Estudió las Escrituras, y entonces rechazó lo malo e hizo lo recto. Además, «Josías celebró la pascua a Jehová en Jerusalén, y sacrificaron la pascua a los catorce días del mes primero» (2 Crón. 35:1).
Puso sus pies en un terreno más elevado que el de Ezequías, pues este último celebró su pascua «a los catorce días del mes segundo» (2 Crón. 30:15). Ezequías, como sabemos, se valió de los recursos que la gracia había provisto para los casos de contaminación (véase Núm. 9:9-11). Sin embargo, el orden divino había determinado que fuese «el mes primero» el período en que correspondía su celebración, y a este orden pudo conformarse Josías. Asumió el terreno más elevado, conforme a la verdad de Dios, a la vez que se postraba con un profundo sentimiento de miseria y fracaso personal y nacional. Este es siempre el camino de la fe.
«Puso también a los sacerdotes en sus oficios, y los confirmó en el ministerio de la casa de Jehová. Y dijo a los levitas que enseñaban a todo Israel, y que estaban dedicados a Jehová: Poned el arca santa en la casa que edificó Salomón hijo de David, rey de Israel, para que no la carguéis más sobre los hombros. Ahora servid a Jehová vuestro Dios, y a su pueblo Israel. Preparaos según las familias de vuestros padres, por vuestros turnos, como lo ordenaron David rey de Israel y Salomón su hijo. Estad en el santuario según la distribución de las familias de vuestros hermanos los hijos del pueblo, y según la distribución de la familia de los levitas. Sacrificad luego la pascua; y después de santificaros, preparad a vuestros hermanos, para que hagan conforme a la palabra de Jehová dada por medio de Moisés» (2 Crón. 35:2-6).
Aquí vemos a Josías asumiendo el terreno más elevado y actuando con la máxima autoridad. El lector más superficial, con solo una cierta atención al pasaje recién citado, no puede pasar por alto los nombres de «Salomón», «David», «Moisés», «todo Israel», y sobre todo la expresión –tan llena de dignidad, peso y poder–: «Para que hagan conforme a la palabra de Jehová dada por medio de Moisés». ¡Memorables palabras! ¡Que puedan calar hondo en nuestros oídos y en nuestros corazones! Josías sintió que era su elevado y santo privilegio conformarse a la norma divina, a pesar de todos los errores y males que se habían introducido solapadamente a través de los siglos. La verdad de Dios permanece para siempre (Is. 40:8). La fe reconoce y actúa conforme a este precioso hecho, y cosecha los correspondientes frutos. Nada puede ser más precioso que la escena que se desarrolla en las circunstancias a las que nos referimos.
La adhesión estricta de Josías a la Palabra de Dios es tan admirable como su cordial devoción y liberalidad. «Y dio el rey Josías a los del pueblo ovejas, corderos, y cabritos de los rebaños, en número de treinta mil, y tres mil bueyes, todo para la pascua, para todos los que se hallaron presentes; esto de la hacienda del rey. También sus príncipes dieron con liberalidad al pueblo y a los sacerdotes y levitas… Preparado así el servicio, los sacerdotes se colocaron en sus puestos, y asimismo los levitas en sus turnos, conforme al mandamiento del rey… Asimismo los cantores hijos de Asaf estaban en su puesto, conforme al mandamiento de David, de Asaf y de Hemán, y de Jedutún vidente del rey; también los porteros estaban a cada puerta; y no era necesario que se apartasen de su ministerio, porque sus hermanos los levitas preparaban para ellos. Así fue preparado todo el servicio de Jehová en aquel día, para celebrar la pascua, y para sacrificar los holocaustos sobre el altar de Jehová, conforme al mandamiento del rey Josías. Y los hijos de Israel que estaban allí, celebraron la pascua en aquel tiempo, y la fiesta solemne de los panes sin levadura por siete días. Nunca fue celebrada una pascua como esta en Israel desde los días de Samuel el profeta; ni ningún rey de Israel celebró pascua tal como la que celebró el rey Josías, con los sacerdotes y levitas, y todo Judá e Israel, los que se hallaron allí, juntamente con los moradores de Jerusalén. Esta pascua fue celebrada en el año dieciocho del rey Josías» (2 Crón. 35:7-19).
¡Qué cuadro! El rey, los príncipes, los sacerdotes, los levitas, los cantores, los porteros, todo Israel, Judá y los habitantes de Jerusalén –todos juntos– cada uno en su correspondiente lugar y cumpliendo la obra que tenía asignada, «conforme a la palabra de Jehová», y todo esto «en el año dieciocho del rey Josías», cuando todo el régimen político judío estaba en vísperas de su disolución. Seguramente esto debe hablar con fuerza al corazón del lector reflexivo. Tiene para nosotros un precioso significado y nos enseña una lección particular. Nos dice que ninguna época, ni ninguna circunstancia, ni ninguna influencia podrá jamás cambiar la verdad de Dios o nublar los ojos de la fe. «La palabra del Señor permanece para siempre» (1 Pe. 1:25), y la fe echa mano de esa Palabra y se aferra tenazmente a ella en cualquier circunstancia. El creyente tiene el privilegio de tener que ver con Dios y con su verdad eterna; y, además, debe aspirar a alcanzar el nivel más elevado de acción, y no conformarse con algo menos.
La incredulidad tomará la situación a nuestro alrededor como excusa para bajar el nivel, debilitar nuestra tenacidad, aminorar la marcha, bajar el tono. La fe dice “¡No, rotundamente no!” Inclinemos nuestras cabezas con vergüenza y dolor a causa de nuestro pecado y fracaso, pero mantengamos firmemente la norma divina. El fracaso es nuestro, la norma es de Dios. Josías lloró y rasgó sus vestidos, pero no renunció a la verdad de Dios. Sintió y reconoció que él, sus hermanos y sus padres habían pecado, pero ese no era un motivo para no celebrar la pascua conforme al orden divino. El deber de obrar rectamente se le imponía tanto a él como a Salomón, David o Moisés. Nuestro objetivo es obedecer la Palabra de Dios, y al hacerlo seguramente seremos bendecidos. Esta es una gran lección que aprendemos de la vida y los tiempos de Josías, y sin duda muy oportuna para nuestros días. ¡Ojalá que la aprendamos a fondo! ¡Ojalá que aprendamos a aferrarnos, con santa decisión, al terreno en el que nos ha colocado la verdad de Dios, y a ocupar ese terreno con una mayor devoción a Cristo y su causa!
4.21 - El triste final de Josías
Nos gustaría detenernos en la brillante y alentadora escena que se nos presenta en los primeros versículos del capítulo 35 de 2 Crónicas, pero debemos concluir este escrito, y simplemente daremos un vistazo al solemne y admonitorio final de la historia de Josías, el cual contrasta tristemente con todo el resto de su interesante carrera, y hace resonar en nuestros oídos una nota de advertencia a la cual debemos prestar la más seria atención. No podemos hacer mucho más que citar el pasaje, y dejar que el lector reflexione sobre él, con oración y humildad, en la presencia de Dios.
«Después de todas estas cosas, luego de haber reparado Josías la casa de Jehová, Necao rey de Egipto subió para hacer guerra en Carquemis junto al Éufrates; y salió Josías contra él. Y Necao le envió mensajeros, diciendo: ¿Qué tengo yo contigo, rey de Judá? Yo no vengo contra ti hoy, sino contra la casa que me hace guerra: y Dios me ha dicho que me apresure. Deja de oponerte a Dios, quien está conmigo, no sea que él te destruya. Mas Josías no se retiró, sino que se disfrazó para darle batalla, y no atendió a las palabras de Necao, que eran de boca de Dios; y vino a darle la batalla en el campo de Meguido. Y los flecheros tiraron contra el rey Josías. Entonces dijo el rey a sus siervos: Quitadme de aquí, porque estoy herido gravemente. Entonces sus siervos lo sacaron de aquel carro, y lo pusieron en un segundo carro que tenía, y lo llevaron a Jerusalén, donde murió; y lo sepultaron en los sepulcros de sus padres. Y todo Judá y Jerusalén hicieron duelo por Josías» (2 Crón. 35:20-24).
Todo esto es muy triste y humillante. No queremos extendernos en ello más allá de lo necesario para nuestra instrucción y advertencia. El Espíritu Santo no se explaya, pero sí lo ha registrado para nuestra enseñanza. Es siempre el camino del Espíritu de Dios presentarnos a los hombres tal como son –escribir la historia de «sus hechos, primeros y postreros» (2 Crón. 35:27), sus buenas y malas obras–. En cuanto a los hechos «primeros», nos habla de la piedad de Josías, y en cuanto a los «postreros», hace referencia a su obstinación. Nos muestra que siempre que Josías anduvo en la luz de la revelación divina, su camino fue iluminado por los brillantes rayos del rostro divino; pero en cuanto intentó actuar por sí mismo –en cuanto se dejó guiar por la luz de sus propios ojos–, en cuanto se apartó del estrecho y angosto camino de la simple obediencia, se vio rodeado de densas y oscuras nubes que lo envolvían, y el camino que había comenzado a transitar con un sol radiante, terminó en tinieblas. Josías salió contra Necao sin que Dios se lo hubiera mandado; actuó en directa oposición a las palabras «que eran de boca de Dios». Se metió en un conflicto ajeno (véase Prov. 26:17) y cosechó las consecuencias.
«Se disfrazó». Si era consciente de estar obrando para Dios, ¿qué necesidad tenía de disfrazarse? Si marchaba en la senda que Dios le había trazado, ¿por qué llevaba una máscara? Lamentablemente, Josías faltó en esto, y de su falta aprendemos una saludable lección. ¡Ojalá que podamos sacar provecho de ella! ¡Ojalá que aprendamos, más que nunca, a buscar la autoridad divina para todo lo que hacemos, y que no hagamos nada sin ella! Podemos contar con Dios en la medida más amplia posible si andamos en sus caminos, pero si nos apartamos de la senda divinamente trazada, no tendremos ninguna seguridad respecto de nada. Josías no tenía ningún mandato para luchar en Meguido, y, por tanto, no podía contar con la protección divina. «Se disfrazó», pero esto no lo protegió de las flechas del enemigo. «Los flecheros tiraron contra» él; le provocaron una herida mortal, y cayó, entre las lágrimas y lamentos de un pueblo del que se había hecho querer por una vida de genuina piedad y ferviente devoción.
¡Dios quiera darnos gracia para imitarlo en su piedad y devoción, y para guardarnos de su obstinación! Es cosa grave para un hijo de Dios persistir en hacer su propia voluntad. Josías fue a Meguido, en vez de haberse quedado en Jerusalén, y los flecheros tiraron contra él, y murió; Jonás fue a Tarsis, en lugar de haber ido a Nínive, y fue arrojado a lo profundo; Pablo persistió en ir a Jerusalén, aunque el Espíritu le dijo que no fuese, y cayó en manos de los romanos. Ahora bien, todos estos eran verdaderos, fervientes y devotos siervos de Dios; pero faltaron en estas cosas; y aunque Dios se sirvió de sus faltas para bendición, tuvieron que recoger el fruto de sus propias faltas, porque «nuestro Dios es fuego que consume» (Hebr. 12:29).
5 - Una firme decisión por Cristo
Al enfocar este tema, hay dos o tres obstáculos –dos o tres dificultades– en torno a él, que en lo posible quisiéramos eliminar para que el lector pueda considerarlo en su propio terreno y apreciarlo en su verdadero alcance.
En primer lugar, encontramos serias dificultades en el hecho de que muy pocos de nosotros nos hallamos en un estado de alma capaz de apreciar el tema o de soportar una palabra de exhortación sobre él. La mayoría de nosotros estamos más ocupados con el asunto de nuestra salvación personal, demasiado pendientes de cosas que nos afectan a nosotros mismos: nuestra paz, nuestra libertad, nuestro consuelo, nuestra liberación de la ira venidera, nuestros intereses en Cristo, Su nombre, su Persona, Su causa, Su gloria.
Hay dos cosas que constituyen el fundamento de toda verdadera decisión por Cristo: una conciencia purificada por la sangre de Jesús, y un corazón que se inclina con reverente sumisión a la autoridad de su Palabra en todas las cosas. No es nuestra intención aquí detenernos en estos puntos; primero porque deseamos abordar inmediatamente el tema que nos hemos propuesto, y segundo porque ya hemos tratado en varias ocasiones el asunto de una conciencia sólidamente asentada en la paz del Evangelio y presentado al corazón las solemnes demandas de la Palabra de Dios. Aquí, solo nos referimos a ello para recordar al lector que estas dos cosas constituyen los elementos absolutamente esenciales que forman la base de un corazón firmemente decidido por Cristo. Si mi conciencia no está en reposo, si tengo dudas en cuanto a mi salvación, si me perturba la idea de saber si soy o no un hijo de Dios, no puede haber ninguna decisión del corazón por Cristo. Debo saber que Cristo murió por mí antes de vivir por él, de manera inteligente y feliz.
Por otro lado, si hay alguna reserva en el corazón en cuanto a mi entera sujeción a Cristo como mi Señor; si mantengo alguna de las recámaras de mi corazón –aun la más pequeña– cerrada a la luz de su Palabra, ello seguramente impedirá mi decisión incondicional por Él en este mundo. En una palabra, debo saber que Cristo es mío y yo suyo, antes de que mi marcha aquí en la tierra esté caracterizada por una inflexible e inquebrantable decisión por él. Si el lector no está seguro en cuanto a esto, si todavía está sumergido en dudas y tinieblas, deténgase y vuélvase directamente a la cruz del Hijo de Dios, y escuche lo que el Espíritu Santo declara en cuanto a aquellos que ponen simplemente su confianza en ella: «Hermanos, sabed que en su nombre se os predica perdón de pecados, y de todo lo que no pudisteis ser justificados por la ley de Moisés, por él es justificado todo aquel que cree» (Hec. 13:38-39). Sí, querido lector, estas son buenas nuevas para usted: todos pueden ser justificados de todo, por la fe en un Cristo crucificado y resucitado.
Pero vemos otro obstáculo que se interpone en nuestro tema. Mucho tememos que, al hablar de decisión por Cristo, algunos de nuestros lectores vayan a suponer que estamos contendiendo a favor de una idea o conjunto de ideas propias, o que insistimos en algunos puntos de vista o principios particulares a los que vana y neciamente osamos aplicar el título de una firme decisión por Cristo. Todo esto lo rechazamos de la manera más rotunda. Las palabras que constituyen el título de este escrito, son la simple expresión de nuestra tesis. No bregamos por una mera adhesión a una secta, un partido o una denominación, o para que se abracen doctrinas o mandamientos de hombres (Mat. 15:9). Escribimos en la inmediata presencia de Aquel que escudriña los corazones y prueba los pensamientos más íntimos de los hijos de los hombres, y confesamos con toda claridad que nuestro único objetivo es insistir ante el lector cristiano en la necesidad de una firme decisión por Cristo.
No escribiríamos una sola línea para engrosar las filas de un partido o para intentar captar adeptos a un determinado credo doctrinal o a una forma particular de política eclesiástica. Tenemos la firme convicción de que cuando Cristo tiene su debido lugar en el corazón, todo irá bien; pero cuando no lo tiene, no hay nada que vaya bien. Creemos además que nada sino una clara y firme decisión por Cristo es lo que puede preservar efectivamente el alma de las fatales influencias que obran sobre nosotros en la iglesia profesa. La sana ortodoxia no puede preservarnos. Una escrupulosa atención a las formas religiosas no servirá de nada en la terrible lucha actual. Se trata –de eso estamos persuadidos– de una simple cuestión de tener a Cristo como nuestra vida y como nuestro objeto. ¡Que el Espíritu Santo nos permita sopesar correctamente el tema de una firme decisión por Cristo!
Es bueno tener presente que hay ciertas verdades importantes –ciertos principios inmutables– que subyacen en todas las dispensaciones de Dios a lo largo de los siglos, y que permanecen inalterables a pesar del fracaso, la insensatez y el pecado del hombre. De estas grandes verdades morales, de estos principios fundamentales, la fe echa mano, y en ellos encuentra su fuerza y sustento.
Las dispensaciones cambian y pasan; los hombres dan muestras de su infidelidad en las diversas posiciones de administración y responsabilidad en que fueron colocados; pero la Palabra del Señor permanece para siempre. Nunca cambia, nunca falla. «Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos» (Sal. 119:89); y también: «Has engrandecido tu nombre, y tu palabra sobre todas las cosas» (Sal. 138:2). Nada puede afectar a la eterna verdad de Dios. Por tanto, lo que necesitamos es dar en todo tiempo a esa verdad su debido lugar en nuestros corazones; dejar que actúe en nuestra conciencia, que forme nuestro carácter y moldee nuestro camino.
«En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti». «No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Sal. 119:11; Mat. 4:4). Aquí radica la verdadera seguridad. Aquí yace el verdadero secreto de una firme decisión por Cristo. Lo que Dios ha hablado debe gobernar nuestros corazones de la manera más absoluta, antes de que nuestra senda pueda catalogarse como una senda de clara y firme decisión. Puede que haya una tenaz adhesión a nuestras propias ideas, un obstinado apego a los prejuicios de la época, una ciega devoción a ciertas doctrinas y prácticas que descansan en bases tradicionales, ciertas opiniones que hemos recibido y que sostenemos sin habernos jamás preguntado si tienen algún sustento en las Santas Escrituras. Puede haber todo esto, y mucho más, y faltar una auténtica decisión por Cristo.
Creemos que lo mejor que podemos hacer es ofrecer a nuestros lectores uno o dos ejemplos tomados de las páginas de la historia inspirada que ilustrarán con mucha más fuerza y eficacia nuestro tema. En primer lugar, entonces, volvámonos al libro de Ester, y consideremos unos momentos la instructiva historia del judío Mardoqueo.
5.1 - Mardoqueo, el judío
Este notable hombre vivió en una época en que la economía judaica había fracasado por la infidelidad y desobediencia del pueblo judío. El gentil estaba en el poder. La relación entre Jehová e Israel ya no podía ser reconocida públicamente, y el fiel judío solo tuvo que colgar su arpa sobre los sauces y derramar sus lágrimas por el brillo empañado de sus días pasados (véase el Sal. 137). La simiente escogida estaba en el exilio. La ciudad y el templo donde sus padres adoraron, estaban en ruinas, y los utensilios de la casa de Jehová estaban en tierra extranjera. Tal era el estado exterior de las cosas en el tiempo que le tocó vivir a Mardoqueo. Pero, además, había un hombre, muy cercano al trono, que ocupaba nada menos que el segundo lugar del Imperio, que se sentaba al lado de la misma fuente de autoridad, que poseía riquezas principescas y que ejercía una influencia casi ilimitada. Ante este gran hombre –resulta extraño decirlo– el pobre exiliado judío rehusó con firme decisión inclinarse. Nada lo inducirá a rendir una sola señal de respeto al segundo hombre más poderoso del reino. Mardoqueo salvará la vida del rey Asuero (véase Ester 2:21-23), pero no se inclinará ante Amán (Ester 3:2).
¿Cuál era la razón de esto? ¿Se trataba de una ciega obstinación o de una valiente y enérgica decisión? Para responder a esto, debemos examinar la verdadera raíz o causa que llevó a Mardoqueo a actuar de esa manera. Si no había en la ley de Dios nada que justificara su conducta, entonces debemos concluir de inmediato que se trató de ciega obstinación, necio orgullo o, tal vez, envidia por aquel que estaba en el poder. Pero si, por otro lado, Mardoqueo contaba con la autoridad contenida en los cinco libros de Moisés para justificar su conducta en este asunto, entonces debemos concluir, sin titubeos, que su comportamiento es el fruto singular y exquisito de su fidelidad a la ley de Dios y de una inflexible decisión por Él y por su santa autoridad.
Esto marca toda la diferencia. Si solo se tratase de una cuestión de opinión privada –de una cuestión respecto de la cual cada uno puede legítimamente adoptar su propio punto de vista–, entonces semejante línea de conducta no puede considerarse sino como el más estúpido fanatismo y estrechez de miras. Hoy se oye hablar mucho de estrechez de miras, por un lado, y de magnanimidad, por otro. Pero, como exclamó un orador romano hace más de dos mil años atrás en la Curia Romana: “Padres conscriptos, desde hace mucho tiempo hemos perdido el verdadero nombre de las cosas”, así también nosotros –en el seno de la iglesia profesa, más de dos mil años después– podemos repetir con mucha más fuerza: “Desde hace mucho tiempo hemos perdido el verdadero nombre de las cosas”. Porque, ¿a qué llaman hoy los hombres fanatismo y mente estrecha? A la fiel obediencia y puesta en práctica de «Así dice el Señor». Y, ¿a qué llaman magnanimidad? A la disposición por sacrificar la verdad sobre el altar de la cortesía y la urbanidad.
Querido lector, tenga la plena seguridad de que esto es lo que ocurre ahora. No queremos ser agrios ni cínicos, ásperos ni melancólicos. Pero debemos decir la verdad. Desearíamos que la lengua calle, y que la pluma caiga de nuestras manos, antes que minimizar la pura y simple verdad por temor a espantar al lector o para evadir la burla del infiel. No podemos cerrar los ojos ante el solemne hecho de que la verdad de Dios está siendo pisoteada en el polvo, de que el Nombre de Jesús es despreciado y desechado. Basta con recorrer pueblos y ciudades para corroborar esta triste realidad. La verdad es rechazada con desdeñosa frialdad. El Nombre de Jesús es tenido en poca estima. Por otro lado, el hombre es exaltado, su razón endiosada y su voluntad complacida. ¿Dónde terminará todo esto? En «la oscuridad de las tinieblas para siempre» (Judas 1:13).
Frente a todo esto, ¡qué refrescante es considerar la historia de Mardoqueo, el judío! Está muy claro que él sabía poco, y menos aún le importaba, lo que pensaban los hombres acerca de la estrechez de miras. Él obedeció la palabra del Señor, y a esto debemos llamar verdadera amplitud de mente, verdadera grandeza de corazón. Porque, ¿qué es, después de todo, una mente estrecha? Nosotros sostenemos que una mente estrecha es una mente que rehúsa abrirse para recibir la verdad de Dios. Y ¿qué es un corazón ancho y liberal? Es un corazón ensanchado por la verdad y la gracia de Dios. No tenemos que dejarnos espantar y desviar del camino de la firme y simple decisión, a causa de los despectivos epítetos con que los hombres califican a ese camino. Es un camino de paz y pureza, un camino donde se disfruta la luz de una conciencia aprobadora, y sobre el cual los rayos del favor divino siempre brillan con luminoso esplendor.
Pero, ¿por qué Mardoqueo rehusó inclinarse ante Amán? ¿Estaba en juego algún gran principio? ¿Se trataba simplemente de un capricho personal? ¿Contaba él con la autoridad de «Así dice el Señor» para rehusar hacer la más leve reverencia al orgulloso amalecita? Efectivamente; en el capítulo 17 del libro del Éxodo leemos: «Y Jehová dijo a Moisés: Escribe esto para memoria en un libro, y di a Josué que raeré del todo la memoria de Amalec de debajo del cielo. Y Moisés edificó un altar, y llamó su nombre Jehová-nisi; y dijo: Por cuanto la mano de Amalec se levantó contra el trono de Jehová, Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación» (v. 14-16) [7].
[7] Es sumamente interesante notar que ni el mejor Amigo de los judíos, ni su peor enemigo es alguna vez formalmente mencionado en el Libro de Ester; pero la fe podía reconocer tanto a uno como a otro.
Aquí, pues, estaba la autoridad de Mardoqueo para no inclinarse ante Amán el agagueo. Un judío fiel no podía hacer reverencia a uno con quien Jehová estaba en guerra. El corazón podía haber alegado mil excusas y argüido mil razones. Podría haber hallado una vía de escape fácil con el argumento de que el sistema judío estaba en ruinas, y el amalecita en el poder y que, por lo tanto, era absurdo y totalmente inútil mantener tan elevado terreno cuando la gloria de Israel se había apartado, y el amalecita ocupaba el lugar de autoridad. Podría haberse argumentado de la siguiente manera: “¿De qué sirve mantener el nivel dado por Dios cuando todo se ha derrumbado? El obstinado rechazo a inclinar la cabeza solo haría más notoria nuestra degradación. ¿No sería mejor conceder una simple inclinación de cabeza? Eso resolvería todo el asunto. Amán quedaría satisfecho, y tanto Mardoqueo como el pueblo estarían a salvo. No hay que ser obstinados. Hay que mostrarse amables. No hay que defender de manera tenaz cosas que no son esenciales. Además, debemos recordar que el mandamiento de Éxodo 17, solo debía resonar en los oídos de Josué, y solo tenía verdadera aplicación en sus días prósperos y brillantes. Nunca tuvo el propósito de dirigirse a los oídos de un exiliado, ni de aplicarse en los días de la desolación de Israel”.
Todo esto, y mucho más, podía haber apremiado a Mardoqueo; pero, ¡ah!, la respuesta era simple: “Dios ha hablado. Esto me basta. Es cierto que somos un pueblo disperso; pero la palabra del Señor no está dispersa. Él no había anulado su palabra respecto de Amalec, ni había hecho un tratado de paz con él. Jehová y Amalec están todavía en guerra, y tengo ante mí a Amalec en la persona de este arrogante agagueo. ¿Cómo puedo inclinarme ante aquel con quien Jehová está en guerra? ¿Cómo puedo rendir homenaje a un hombre a quien el fiel Samuel había cortado en pedazos delante de Jehová? (1 Sam. 15:33)”.
Pues bien, también podían haber apremiado a este fiel judío argumentos tales como: “Todos serán destruidos. Usted debe inclinarse o perecer”. La respuesta es aún más sencilla: “Yo no tengo nada que ver con consecuencias. Ellas están en las manos de Dios. La obediencia es mi camino, los resultados están con Él. Es mejor morir con una buena conciencia que vivir con una mala. Es mejor ir al cielo con un corazón que no condena, que quedarse en la tierra con un corazón que me haría cobarde. Dios ha hablado. No puedo obrar de otro modo. ¡Que el Señor me ayude! Amén”.
Podemos comprender cómo el enemigo atacaría a este fiel judío. Nada sino la gracia de Dios podía hacer que uno mantenga una conducta firme y decidida, en un momento en que todo, tanto adentro como alrededor de nosotros, está contra nosotros. Sabemos que es mejor padecer cualquier cosa por causa de nuestro Señor que negarlo o ir en contra de sus mandamientos; sin embargo, ¡qué pocos de nosotros estamos dispuestos a soportar el menor desprecio, la más insignificante mirada o actitud despectiva, por amor a Cristo! Y, quizás, pocas cosas sean más difíciles, para algunos de nosotros al menos, que soportar el vituperio a causa de estrechez de miras y fanatismo. Naturalmente nos gusta ser considerados liberales y de corazón grande; que los demás nos vean como personas de mente iluminada, de sano juicio, con una visión y criterio amplios. Pero debemos recordar que no tenemos ningún derecho de ser liberales en detrimento de nuestro Señor. Simplemente debemos obedecer.
Así sucedió con Mardoqueo. Se mantuvo firme como una roca y dejó que toda la corriente de dificultades y oposición lo arrollara. Propuso no inclinarse ante el amalecita, sin importarle las consecuencias. La obediencia era su camino. Los resultados estaban con Dios. Y ¡miremos los resultados! En un momento, la corriente cambió de dirección. El orgulloso amalecita cayó de su elevada posición, y el exiliado judío fue elevado desde el cilicio y las cenizas, y colocado junto al trono. La riqueza y dignidad de Amán fueron cambiadas por una horca; y el cilicio de Mardoqueo fue cambiado por ropas reales.
Ahora bien, puede que no siempre suceda que la recompensa a la simple obediencia sea tan rápida y notable como en el caso de Mardoqueo. Y, además, podemos decir que no somos Mardoqueo, ni estamos colocados en su posición. Pero el principio se aplica sin importar quiénes seamos y dónde estemos. Cada uno de nosotros, por insignificantes o desconocidos que seamos, tiene una esfera de actividad en la cual nuestra influencia se hace sentir para bien o para mal. Y, además, independientemente de nuestras circunstancias y de los resultados manifiestos de nuestra conducta, somos llamados a obedecer implícitamente la palabra del Señor, a atesorar su palabra en nuestros corazones (Sal. 119:11), a negarnos, con firme decisión, a hacer o decir algo que la palabra del Dios vivo condena. «¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?» (Gén. 39:9).
Este debería ser nuestro lenguaje, ya sea que se trate de un niño tentado a robar un caramelo, o del más trascendental paso en el mal que uno pueda ser tentado a dar. La fuerza y la seguridad moral de la posición de Mardoqueo radican en el hecho de que él tenía como autoridad la Palabra de Dios. De no haber sido así, su conducta no habría tenido el menor sentido. Haber rechazado la expresión habitual de respeto a uno que estaba en eminencia, sin un motivo verdaderamente significativo, solo podría ser considerado como la obstinación más absurda. Pero tan pronto como interponemos un «Así dice el Señor», el asunto cambia completamente. «La palabra del Señor permanece para siempre» (1 Pe. 1:25). Los testimonios divinos no se desvanecen ni cambian con los tiempos y las edades. El cielo y la tierra pasarán, pero ni una jota ni una tilde de lo que nuestro Dios ha hablado pasará jamás (Mat. 5:18). Por eso, lo que resonó en los oídos de Josué, cuando salió victorioso bajo la bandera de Jehová (véase Éx. 17:8-16), tuvo por objeto gobernar la conducta de Mardoqueo, por más que estuviera vestido de cilicio como exiliado en la ciudad de Susa.
Pasaron siglos y generaciones; transcurrieron los días de los Jueces y de los Reyes; pero el mandamiento del Señor en lo concerniente a Amalec no había perdido –ni podía perder– en lo más mínimo su fuerza. «Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación» (Éx. 17:16), no simplemente en los días de Josué, ni en los días de los Jueces, ni en los días de los Reyes, sino «de generación en generación». Tal era el testimonio, el imperecedero e inmutable testimonio escrito, de Dios, y el simple, sólido e incuestionable fundamento de la conducta de Mardoqueo.
Y permítasenos decir aquí unas palabras en cuanto a la inmensa importancia de una entera sumisión a la palabra de Dios. Vivimos en un tiempo claramente caracterizado por el dominio de la voluntad propia. La razón del hombre, su voluntad y sus propios intereses, cooperan con tremendo éxito para ignorar la autoridad de las Santas Escrituras. Mientras las declaraciones de la Palabra de Dios concuerden con la razón del hombre, mientras no vayan en contra de su voluntad y no se opongan a sus intereses, él puede entonces tolerarlas, e incluso citarlas con una medida de respeto, o, al menos, con satisfacción; pero desde el momento que se vuelve una cuestión de Escritura contra razón, voluntad o intereses personales, la Escritura es o bien silenciosamente ignorada o despectivamente rechazada. Este es un rasgo muy característico y solemne del tiempo que vivimos.
Todos los creyentes deben ser conscientes de esto, y estar apostados en su atalaya. Tememos que muy pocos sean realmente conscientes del verdadero estado de la atmósfera moral que envuelve el mundo religioso. No nos referimos tanto aquí a los temerarios ataques de los escritores incrédulos. Ya hemos hecho alusión a ellos en otra parte [8]. Lo que ahora tenemos ante nosotros es más bien la fría indiferencia por parte de la profesión cristiana hacia la Escritura; el escaso poder que la pura verdad ejerce sobre la conciencia; la manera en que el filo de la Escritura es embotado o soslayado. Usted cita un pasaje tras otro del inspirado Volumen, pero parece como el suave golpeteo de la lluvia sobre la ventana; la razón está operando, la voluntad domina, el propio interés está en juego, las opiniones humanas prevalecen, la verdad de Dios es prácticamente, si no explícitamente, dejada de lado.
[8] Al hacer referencia a los escritores incrédulos o infieles, debemos recordar que los más peligrosos son los que se llaman cristianos. En otro tiempo, cuando oíamos la palabra incrédulo, pensábamos en seguida en Tomás Paine o en Voltaire; ahora, lamentablemente, hemos de pensar en los llamados ministros y maestros de la iglesia profesa. ¡Terrible hecho! (Estudios sobre el libro del Deuteronomio, Introducción).
Todo esto es muy serio. Sabemos de pocas cosas más peligrosas que la familiaridad intelectual con la letra de la Escritura cuando el espíritu de ella no gobierna la conciencia, no forma el carácter ni moldea la marcha. Necesitamos temblar a la palabra de Dios (Is. 66:2), inclinarnos, en reverente sumisión, a su santa autoridad en todas las cosas. Una sola línea de la Escritura debería ser suficiente para nuestras almas, sobre cualquier punto, aun cuando, para llevarla a la práctica, hayamos de obrar en directa oposición a las opiniones de los hombres más respetables y de los mejores que pueda haber. Que el Señor levante muchos testigos fieles y sinceros en estos postreros días, hombres como el fiel Mardoqueo, quien hubiera preferido ser colgado en una horca antes que inclinarse ante un amalecita.
Para otra ilustración de nuestro tema, rogaremos al lector que se remita al capítulo 6 del libro de Daniel. Hay un encanto y un interés especial en la historia de estos ejemplos vivos que nos presentan las Escrituras. Nos relatan cómo hombres sujetos a pasiones semejantes a las nuestras (Sant. 5:17), en días pasados, obraron conforme a la verdad de Dios. Nos demuestran que en toda época hubo hombres que apreciaron la verdad y reverenciaron la Palabra del Dios viviente de tal manera que prefirieron enfrentar la muerte en sus formas más espantosas, antes que apartarse el ancho de un cabello de la estrecha línea establecida por la voz autorizada de su Amo y Señor. Es siempre saludable ser puestos en contacto con tales hombres, pero más particularmente en un tiempo como el presente, cuando hay tanta relajación y profesión hueca e indiferente; tanta teoría sin realidad práctica; cuando a cada uno se le permite seguir su propio camino y sostener su propia opinión, siempre que no interfiera con las opiniones de su prójimo; cuando los mandamientos de Dios parecen tener tan poco peso, tan poco poder sobre el corazón y la conciencia.
La tradición tendrá quien la oiga, y la opinión pública quien la respete; en fin, cualquier cosa menos las simples y positivas declaraciones de la Palabra de Dios, tendrá un lugar en los pensamientos y las opiniones de los hombres. En tales circunstancias, lo repetimos, es saludable y edificante a la vez reflexionar sobre la historia de hombres como Mardoqueo el judío y Daniel el profeta, y muchos otros, a cuyos ojos una sola línea de las Escrituras tenía infinitamente más valor que todos los pensamientos de los hombres, los decretos de los gobernadores y los estatutos de los reyes, y que declararon claramente que no tenían absolutamente nada que ver con consecuencias cuando se trataba de la palabra del Señor. La sumisión absoluta al mandamiento divino es lo único que conviene a la criatura.
No es cuestión, notémoslo bien, de que cualquier hombre o cualquier número de hombres tengan derecho a demandar sumisión a todas sus decisiones o decretos, sobretodo, cuando estos son contrarios a lo que Dios nos enseña y nos pide; esto debe ser rechazado con toda la fuerza. Ningún hombre tiene derecho a imponer sus opiniones a su semejante. Esto está demasiado claro, y debemos bendecir a Dios por el inestimable privilegio que tenemos de estar enseñados a poder decir como los apóstoles, cuando se les pedía de no hablar o enseñar en el nombre de Jesús: «¡Juzgad vosotros si es justo ante Dios escucharos a vosotros más bien qua a Dios!» (Hec. 4:19).
Pero lo que queremos ahora es insistir en una firme decisión por Cristo y un sometimiento implícito a su autoridad, independientemente de todo, y de todas las consecuencias. Esto es lo que más ardientemente deseamos para nosotros y para todo el pueblo de Dios en estos postreros días. Suspiramos por ese estado de alma, esa actitud de corazón, esa calidad de conciencia, que nos llevará a inclinarnos con implícita sumisión a los mandamientos de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Sin duda nos encontraremos con dificultades, tropiezos e influencias hostiles. Puede argüirse, por ejemplo, que “es muy difícil para uno, hoy día, saber lo que es realmente verdadero y correcto. Hay muchas opiniones y maneras de ver las cosas; buenos hombres tienen diferencias de opinión sobre los temas más simples y claros, y, sin embargo, todos profesan reconocer que la Biblia es la única norma de apelación. Además, todos declaran que su único deseo es hacer lo correcto y servir al Señor en su época y generación. ¿Cómo, pues, uno va a saber lo que es verdadero o falso, cuando ve a los mejores de los hombres situados en lados opuestos del mismo asunto?”
La respuesta a todo esto es muy simple. «La lámpara del cuerpo es el ojo; así que si tu ojo es simple, todo tu cuerpo estará lleno de luz» (Mat. 6:22). Pero seguramente mi ojo no es sencillo si miro a los hombres, y razono sobre lo que veo en ellos. Un ojo sencillo descansa simplemente en el Señor y su palabra. Los hombres discrepan, sin duda; han discrepado y siempre lo harán; pero yo debo escuchar la voz de mi Señor y hacer su voluntad. Su palabra debe ser mi luz y mi autoridad, el cinto de mis lomos en acción, la fuerza de mi corazón en el servicio, mi única autoridad para moverme a uno y a otro lado, el fundamento inquebrantable de todos mis caminos. Si yo intentara moldear mi camino según los pensamientos de los hombres, ¿dónde estaría? ¡Cuán incierto e insatisfactorio sería mi rumbo! Gracias a Dios, él lo ha hecho todo llano, tan simple que «el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará» (Is. 35:8); y todo lo que necesito es un ojo sencillo, una voluntad sumisa, un espíritu dócil, ser conducido rectamente. Si realmente quiero ser guiado rectamente, mi Dios seguramente me guiará; pero si miro a los hombres, si soy gobernado por motivos mezclados, si busco mis propios objetivos e intereses, si busco complacer a mis semejantes, entonces, indudablemente, mi cuerpo estará lleno de oscuridad, densas nubes se asentarán sobre mi sendero, y la incertidumbre caracterizará todas mis idas y venidas.
Lector cristiano, piense en estas cosas. Piense profundamente en ellas. Tenga la plena seguridad de que ellas reclaman justamente su atención. ¿Tiene usted el ferviente deseo de seguir a su Señor? ¿Realmente apunta a algo más allá de la mera profesión hueca, la fría ortodoxia o la religiosidad mecánica? ¿Suspira usted por la realidad, la profundidad, la energía, el fervor y la devoción incondicional? Entonces haga de Cristo su único objeto, de Su palabra su regla y de Su gloria su objetivo.
¡Ojalá que esto sea una realidad tanto en el escritor como en el lector de estas líneas! ¡Ay, cómo hemos fallado en estas cosas!
¡Solo Dios lo sabe! Pero, bendito sea su Nombre, él es «amplio en perdonar» y «da una gracia más grande» (Is. 55:7; Sant. 4:6), de modo que podemos contar con él para restaurar nuestras almas, reavivar Su obra en nuestros corazones y concedernos la gracia de andar más cerca de él, de una manera que jamás antes habíamos conocido. ¡Que el bendito Espíritu tenga a bien usar nuestra meditación sobre el interesante relato del profeta Daniel para promover estos objetivos!
5.2 - Daniel, el profeta
«Pareció bien a Darío constituir sobre el reino ciento veinte sátrapas, que gobernasen en todo el reino. Y sobre ellos tres gobernadores, de los cuales Daniel era uno, a quienes estos sátrapas diesen cuenta, para que el rey no fuese perjudicado. Pero Daniel mismo era superior a estos sátrapas y gobernadores, porque había en él un espíritu superior; y el rey pensó en ponerlo sobre todo el reino. Entonces los gobernadores y sátrapas buscaban ocasión para acusar a Daniel en lo relacionado al reino; mas no podían hallar ocasión alguna o falta, porque él era fiel, y ningún vicio ni falta fue hallado en él» (Dan. 6:1-4).
¡Qué testimonio! ¡Qué refrescante para el corazón! ¡«Ningún vicio ni falta»! Ni sus más acérrimos enemigos podían señalar una sola falta en su carácter, o algún defecto en su marcha práctica. Realmente se trataba de un carácter raro y admirable; era un testimonio brillante para el Dios de Israel, en los oscuros días del cautiverio babilónico; una prueba irrefutable del hecho de que independientemente de dónde estemos situados, de las circunstancias en que nos hallemos, de lo desfavorable que sea nuestra posición o de cuán oscuro sea el tiempo que nos toca vivir, es nuestro feliz privilegio comportarnos de tal modo, en todos los detalles de la vida diaria, que no demos «al adversario ningún motivo de hablar mal» (1 Tim. 5:14).
¡Qué triste cuando vemos lo contrario! ¡Qué humillante cuando a aquellos que hacen una alta profesión se los encuentra siempre en falta en los asuntos más comunes de la vida doméstica y comercial! Hay pocas cosas que desalientan más el corazón que oír –como lamentablemente se hace tan a menudo– que los cristianos, así llamados, son las peores personas con las que se puede tener algún trato; que son patrones malos, empleados malos o comerciantes malos; que no se dedican bien a su negocio, que cobran precios más altos y peores valores que aquellos que no hacen ninguna profesión. Esto es más deplorable cuando se dan justas razones para tales declaraciones.
La gente del mundo está siempre lista a encontrar algún motivo de acusación contra los que profesan el Nombre de Jesús. Además, no debemos olvidar que “toda cuestión tiene dos caras”, y que, a menudo, se debe dejar un amplio margen para la exageración, la tergiversación y las falsas impresiones. No obstante, en todo oficio en que se desempeñe y en todas las relaciones de la vida, el creyente tiene el deber de andar de manera tal que «ningún vicio ni falta» pueda hallarse en él. No debemos excusarnos de nuestras obligaciones naturales. Debemos cumplir, escrupulosamente, con las obligaciones de nuestro empleo o actividad comercial, independientemente de cuál sea. Una conducta poco cuidadosa, una apariencia desaliñada y descuidada, prácticas profesionales o comerciales sin principios, de parte de un creyente, provoca un daño serio a la causa de Cristo y una deshonra a su santo nombre. Por otra parte, diligencia, seriedad, puntualidad y fidelidad, dan gloria a ese Nombre.
Este debe ser siempre el objetivo del creyente. No debe procurar conducirse bien en su familia y en el oficio que desempeña en esta vida solo con miras a sus propios intereses, su propia reputación o su propio progreso. Es verdad que ser recto y diligente en todos sus caminos, promoverá sus intereses, afianzará su reputación y favorecerá su progreso; pero ninguna de estas cosas debería ser jamás su motivo. Él siempre debe ser gobernado por una sola cosa: agradar y honrar a su Amo y Señor. La norma que el Espíritu Santo ha puesto ante nosotros en cuanto a todas estas cosas, está en esta porción de la Epístola a los Filipenses: «Para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación depravada y perversa, entre los cuales resplandecéis como lumbreras en el mundo» (Fil. 2:15). No deberíamos contentarnos con nada menos que esto. «No podían hallar ocasión alguna o falta, porque él era fiel, y ningún vicio ni falta fue hallado en él» (Dan. 6:4).
¡Qué noble testimonio! ¡Ojalá que esto se suscite más en nuestros días, por la conducta, los hábitos, el carácter y los caminos de todos aquellos que profesan ser cristianos y que así se llaman a sí mismos!
Pero había un punto en el que los enemigos de Daniel vieron una ocasión para atraparlo. «Entonces dijeron aquellos hombres: No hallaremos contra este Daniel ocasión alguna para acusarle, si no la hallamos contra él en relación con la ley de su Dios» (Dan. 6:5). He aquí algo que podría servir de pretexto para arruinar a este querido y honrado siervo de Dios. Parece que Daniel tenía la costumbre de orar tres veces por día, con su ventana abierta hacia Jerusalén. Este hecho era conocido, y rápidamente se lo aprovechó. «Entonces estos gobernadores y sátrapas se juntaron delante del rey, y le dijeron así: ¡Rey Darío, para siempre vive! Todos los gobernadores del reino, magistrados, sátrapas, príncipes y capitanes han acordado por consejo que promulgues un edicto real y lo confirmes, que cualquiera que en el espacio de treinta días demande petición de cualquier dios u hombre fuera de ti, oh rey, sea echado en el foso de los leones. Ahora, oh rey, confirma el edicto y fírmalo, para que no pueda ser revocado, conforme a la ley de Media y de Persia, la cual no puede ser abrogada. Firmó, pues, el rey Darío el edicto y la prohibición» (Dan. 6:6-9).
He aquí, pues, una trampa sutil, una profunda trama urdida contra el intachable e inofensivo Daniel. ¿Qué debía hacer Daniel ante todo esto? ¿No habría pensado que lo correcto era bajar el nivel? Ahora bien, si el nivel era algo suyo, seguramente podía haberlo bajado, y tal vez es lo que debía haber hecho. Pero si era algo divino, si su conducta estaba basada en la verdad de Dios, entonces claramente su deber era mantenerlo tan alto como siempre, independientemente de estatutos, decretos y documentos firmados y rubricados. Toda la cuestión dependía de esto. Así como en el caso de Mardoqueo el judío la cuestión dependía de una sola cosa –de si tenía autorización divina para rehusar inclinarse ante Amán–, así también, en el caso de Daniel, la cuestión era si tenía autoridad divina para orar en dirección a Jerusalén. Seguramente esto parecía extraño y singular. Muchos podrían haberle dicho: “¿Por qué persistir en esta práctica? ¿Qué necesidad tiene de abrir su ventana y orar hacia Jerusalén, de tal manera pública? ¿No podía esperar hasta que cayese la cortina negra de la noche, y la puerta de su cámara se haya cerrado, y luego derramar su corazón delante de su Dios? Esto sería prudente, juicioso y conveniente. Y seguramente que su Dios no exige esto de usted. Él no tiene en cuenta el tiempo, el lugar o la actitud. Toda ocasión y todo lugar es lo mismo para Él. ¿Es usted sabio, tiene razón, en proseguir tal línea de acción, en tales circunstancias? Todo estaba muy bien antes de que se firmase este decreto, cuando podía orar en el momento que quisiera y cuando bien le parecía; pero seguir ahora así parecería como la más culpable presunción y ciega obstinación; es como ir en busca del martirio”.
Todo esto, y mucho más, que podemos concebir fácilmente, pudo haber sido sugerido a la mente del fiel judío; pero, no obstante, subsiste la gran pregunta: «¿Qué dice la Escritura?» (Rom. 4:3). ¿Había alguna razón divina para que Daniel orara hacia Jerusalén? ¡Sin duda que sí! En primer lugar, Jehová había dicho a Salomón, con respecto al templo en Jerusalén: «Mis ojos y mi corazón estarán ahí para siempre» (2 Crón. 7:16). Jerusalén era el centro de Dios. Lo era, lo es y lo será siempre. Es verdad que estaba en ruinas; que el templo estaba en ruinas; pero la Palabra de Dios no estaba en ruinas, y esta es una simple pero sólida razón para la fe. El rey Salomón, en la dedicación del templo, cientos de años antes de los tiempos de Daniel, había dicho: «Si pecaren contra ti, (pues no hay hombre que no peque,) y te enojares contra ellos, y los entregares delante de sus enemigos, para que los que los tomaren los lleven cautivos a tierra de enemigos, lejos o cerca, y ellos volvieren en sí en la tierra donde fueren llevados cautivos; si se convirtieren, y oraren a ti en la tierra de su cautividad, y dijeren: Pecamos, hemos hecho inicuamente, impíamente hemos hecho; si se convirtieren a ti de todo su corazón y de toda su alma en la tierra de su cautividad, donde los hubieren llevado cautivos, y oraren hacia la tierra que tú diste a sus padres, hacia la ciudad que tu elegiste, y hacia la casa que he edificado a tu nombre; tú oirás desde los cielos, desde el lugar de tu morada, su oración y su ruego, y ampararás su causa, y perdonarás a tu pueblo que pecó contra ti» (2 Crón. 6:36-39).
Ahora bien, esto era precisamente lo que Daniel hacía. Sobre ese fundamento había puesto sus pies. Era un exiliado cautivo, pero su corazón estaba en Jerusalén, y sus ojos siguieron a su corazón. Si bien no podía cantar los cánticos de Sion, al menos podía exhalar sus oraciones hacia el monte de Sion. Aunque su arpa estaba colgada sobre los sauces en Babilonia, sus tiernos afectos estaban vueltos hacia la ciudad de Dios, que ahora está reducida a un montón de ruinas, pero que dentro de poco será convertida en una joya de excelencia eterna, en el gozo de toda la tierra (Is. 60:15). A Daniel no le importó que un decreto firmado por el mayor monarca de la tierra le prohibiera orar hacia la ciudad de sus padres y al Dios de sus padres. No le importó que el foso de los leones abriera su boca para recibirlo, y las mandíbulas de los leones estuviesen listas para devorarlo. Como su hermano Mardoqueo, nada tenía que ver con consecuencias. Mardoqueo hubiera preferido ser colgado de la horca antes que inclinarse ante Amán, y Daniel prefería descender al foso de los leones antes que dejar de orar a Jehová. Estos, ciertamente, eran los hombres ilustres –los gigantes espirituales– de otros tiempos. Eran hombres de buena pasta, hombres verdaderos, francos y cabales, cuyos corazones y conciencias fueron plenamente gobernados por la Palabra de Dios. El mundo podrá tacharlos de fanáticos y locos; pero, ¡cuánto suspira el corazón por esos fanáticos y locos, en estos días de falsa liberalidad y sabiduría!
Podría habérseles dicho a Mardoqueo y a Daniel que estaban contendiendo por simples detalles menores, por cosas totalmente indistintas y no esenciales. Este es un argumento bastante usado; pero, ¡ah! no tiene ningún valor para un corazón honesto y piadoso. No hay nada más detestable, a juicio de toda persona que ama verdaderamente a Jesús, que el principio que pretende clasificar la norma divina en cosas esenciales y cosas no esenciales. Lo podríamos describir simplemente así: “Todo lo que concierne a mi salvación es esencial; todo lo que meramente afecta la gloria de Cristo es no esencial”. ¡Qué terrible es esto! Lector, ¿no considera esto como algo totalmente despreciable? ¿Aceptaremos la salvación como el fruto de la muerte de nuestro Señor, y estimaremos todo lo que concierne a él como no esencial? Dios no lo permita. Antes bien, invirtamos totalmente el asunto y consideremos todo lo que atañe al honor y la gloria del Nombre de Jesús, a la verdad de Su palabra y a la integridad de Su causa, como vital, esencial y fundamental; y todo lo que meramente concierne a nosotros mismos como no esencial e indistinto. ¡Que Dios nos conceda este sentir! ¡Que nada que tenga por fundamento la Palabra del Dios viviente lo consideremos trivial!
Así ocurrió con aquellos hombres devotos a cuya historia hemos dado una mirada. Ni Mardoqueo inclinó su cabeza, ni Daniel cerró su ventana. ¡Hombres bienaventurados! ¡Sea bendecido el Señor por ellos, y por el registro inspirado de sus actos! Mardoqueo hubiera preferido dar su vida antes que apartarse de la verdad de Dios, y lo mismo Daniel, antes que apartarse del centro de Dios. Jehová había dicho que tendría «guerra con Amalec de generación en generación», y por eso Mardoqueo no se inclinaría ante Amán. Jehová había dicho de Jerusalén: «Mis ojos y mi corazón estarán ahí para siempre», por lo que Daniel no dejaría de orar hacia ese centro bendito.
«La palabra del Señor permanece para siempre», y la fe se apoya sobre ese imperecedero fundamento. Hay un frescor eterno en cada palabra que proviene del Señor. Su verdad es válida en todas las generaciones; su lustre jamás puede ser empañado, su luz extinguida ni su filo embotado. ¡Alabado sea Su santo nombre!
Pero veamos un momento el resultado de la fidelidad de Daniel. El rey había quedado sumido en la más profunda tristeza cuando descubrió su error. «Le pesó en gran manera» (Dan. 6:14). Y era comprensible, pues había caído en una trampa; pero Daniel estaba en buenas manos. En todo le iba bien. «Torre fuerte es el nombre de Jehová; a el correrá el justo, y será levantado» (Prov. 18:10). No importa si se trata del foso de un león en Babilonia o de una prisión en Filipos, la fe y una buena conciencia pueden hacer a un hombre feliz en cualquiera de las dos circunstancias. Nos preguntamos si Daniel pasó alguna vez una noche más feliz en esta tierra, que la noche que pasó en el foso de los leones. Él estaba allí para Dios, y Dios estaba allí con él. Estaba allí con una conciencia aprobadora y con un corazón que no lo condenaba. Podía alzar la mirada desde el fondo mismo de ese foso y dirigirla directamente al cielo; en efecto, para su feliz espíritu, ese foso era el cielo en la tierra. ¿Quién no preferiría ser Daniel en el foso a Darío en el palacio? El primero estaba feliz en Dios, el otro, profundamente afligido. Darío quería que todos hicieran oraciones a él; Daniel no oraría a nadie sino a Dios. Darío estaba sujeto a su precipitado decreto; Daniel solo estaba sujeto a la palabra del Dios vivo. ¡Qué contraste!
Y fijémonos qué gran honra recibió Daniel al final. Estuvo públicamente identificado con el único Dios vivo y verdadero. «¡Daniel» –exclamó el rey– «siervo del Dios viviente!» (Dan. 6:20). Él se ganó ciertamente este título. Era, incuestionablemente, un devoto y decidido siervo de Dios. Había visto echar a sus tres hermanos en un horno de fuego ardiendo por adorar solamente al Dios verdadero, y él mismo había sido echado en el foso de los leones por orar solamente a Él; pero el Señor se les apareció tanto a ellos como a él, y les dio un glorioso triunfo. Les permitió experimentar esa preciosa promesa que había hecho en otro tiempo a sus padres: que ellos serían la cabeza y sus enemigos la cola (Deut. 28:13, 44); que ellos estarían arriba y sus enemigos debajo. Nada podría ser más sorprendente ni ilustrar más vivamente el valor que Dios atribuye a una firme decisión y sincera devoción, sin importar dónde, cuándo o quién lo manifieste. ¡Ojalá que haya corazones ardientes en estos días de tibieza! ¡Que el Señor reavive su obra!
6 - El Dios vivo y una fe viva, Josafat
Hay un hecho grandioso y sustancial que se destaca prominentemente en cada página de la Santa Biblia y del que tenemos ejemplos en cada etapa de la historia del pueblo de Dios; un hecho de inmensa importancia y de poder espiritual para todos los tiempos, pero especialmente en momentos de oscuridad, dificultad y desánimo, ocasionados por la baja condición espiritual de muchos que profesan estar del lado de Dios. El hecho es este: La fe siempre puede contar con Dios, y Dios siempre responde a la fe.
Tal es el hecho, y tal es nuestra tesis; y si el lector nos acompaña, por unos momentos, a fijarnos en 2 Crónicas 20, hallará un ejemplo muy hermoso e impresionante de esto.
Ese capítulo nos muestra al rey Josafat en un aprieto realmente grave; nos informa de un momento oscuro en su vida. «Aconteció que los hijos de Moab y de Amón, y con ellos otros de los amonitas, vinieron contra Josafat a la guerra. Y acudieron algunos y dieron aviso a Josafat» –pues la gente siempre se da prisa para dar malas noticias– «diciendo: Contra ti viene una gran multitud del otro lado del mar, y de Siria» (v. 1-2).
Aquí se presentaba una dificultad de naturaleza poco corriente. Estas huestes invasoras estaban formadas por descendientes de Lot y de Esaú; y este hecho podía hacer surgir en la mente de Josafat una multitud de pensamientos contradictorios y de preguntas difíciles. No eran egipcios ni asirios, respecto a los cuales no cabía ninguna cuestión; pero, tanto Esaú como Lot, tenían parentesco con Israel, y pendía en el aire la pregunta de hasta qué punto había que reconocer tal parentesco.
Y no solo eso. El estado práctico de toda la nación de Israel –la condición en que se hallaba entonces el pueblo de Dios–, era como para dar lugar a los recelos más serios. Israel no presentaba ya un frente compacto al enemigo invasor. Su unidad visible había desaparecido. En sus fortificaciones se había abierto una brecha tremenda. Diez tribus se habían desgarrado de las otras dos. La condición de las primeras era terrible, y la de las segundas se tambaleaba demasiado.
Así pues, las circunstancias del rey Josafat eran sumamente oscuras y desalentadoras; y en cuanto a él mismo y su vida práctica, acababa de levantarse de las consecuencias de una caída humillante, de forma que sus recuerdos serían tan tristes como sus actuales circunstancias.
Pero es precisamente aquí donde nuestro hecho grandioso y sustancial se presenta a los ojos de la fe y arroja un haz de luz sobre toda la escena. No hay duda de que las cosas parecían lúgubres, pero había que tener en cuenta a Dios, y la fe podía contar con él, pues es un recurso que nunca falla: una gran realidad en todo tiempo y en cualquier circunstancia. «Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar; aunque bramen y se turben sus aguas, y tiemblen los montes a causa de su braveza. Del río sus corrientes alegran la ciudad de Dios, el santuario de las moradas del Altísimo. Dios está en medio de ella; no será conmovida. Dios la ayudará al clarear la mañana. Bramaron las naciones, titubearon los reinos; dio él su voz, se derritió la tierra. Jehová de los ejércitos está con nosotros; nuestro refugio es el Dios de Jacob» (Sal. 46:1-7).
Aquí estaba el recurso de Josafat el día de su aflicción; y a él se encomendó Josafat de inmediato con esa fe viva que nunca fracasa en sacar poder y bendición del Dios vivo y verdadero, para remediar todo lo que necesitemos en nuestro camino. «Entonces él tuvo temor; y Josafat humilló su rostro para consultar a Jehová, e hizo pregonar ayuno a todo Judá. Y se reunieron los de Judá para pedir socorro a Jehová; y también de todas las ciudades de Judá vinieron a pedir ayuda a Jehová. Entonces Josafat se puso en pie en la asamblea de Judá y de Jerusalén, en la casa de Jehová, delante del atrio nuevo; y dijo: Jehová Dios de nuestros padres, ¿no eres tú Dios en los cielos, y tienes dominio sobre todos los reinos de las naciones? ¿No está en tu mano tal fuerza y poder, que no hay quien te resista? Dios nuestro, ¿no echaste tú los moradores de esta tierra delante de tu pueblo Israel, y la diste a la descendencia de Abraham tu amigo para siempre?» (v. 3-7).
Así es como respira la fe, la que permite al alma emplazarse sobre el terreno más elevado posible. No importaba qué asuntos podía haber sin arreglar entre Esaú y Jacob; no había ninguno entre Abraham y el Dios Todopoderoso. Dios había entregado la tierra a Abraham, su amigo. ¿Por cuánto tiempo? Para siempre. Con eso bastaba. «Irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:29). Dios nunca revocará su llamamiento ni retirará un don. Este es un principio fundamental establecido; y sobre esto, la fe siempre se sostiene con firme decisión.
Quizás el enemigo proponga mil insinuaciones; y quizá se enrede el pobre corazón en mil razonamientos. Podría parecer una presunción y una arrogancia, de parte de Josafat, plantar su pie en una plataforma tan alta. Todo eso estaba suficientemente bien en los días de David, de Salomón o de Josué, cuando la unidad de la nación se mantenía sin rotura, y la bandera de Jehová se cernía erguida y triunfante sobre las doce tribus de Israel. Pero tristemente las cosas habían cambiado; y podía parecer inconveniente en las circunstancias de Josafat usar un lenguaje tan altivo o arrogarse el ocupar una posición tan elevada.
¿Cuál es la respuesta de la fe a todo eso? Una muy sencilla, pero muy poderosa: Dios no cambia nunca. Es el mismo ayer, hoy y por siempre. ¿No le había regalado a Abraham la tierra de Canaán? ¿No la había otorgado a su descendencia para siempre? ¿No había ratificado el don con su palabra y su juramento –dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta–? Pero entonces, ¿qué hacemos con la ley? ¿No efectuó ningún cambio? Absolutamente ninguno respecto al don y a la promesa de Dios. La gran transacción fijada y establecida para siempre entre el Dios Todopoderoso y su amigo Abraham precedió por cuatro siglos a la entrega de la ley. Así que ninguna cosa puede alterarla. No fue propuesta a Abraham ninguna condición legal. Todo fue de pura y absoluta gracia. Dios le regaló la tierra por promesa y no por ley, en ninguna forma o figura.
Ahora bien, esa promesa original fue el terreno en que Josafat tomó su posición; y estaba en lo cierto. Era lo único que tenía que hacer. No tenía ni la anchura de un cabello de base sólida en que apoyarse, fuera de estas palabras de oro: «La diste a la descendencia de Abraham tu amigo para siempre» (v. 7). O era esto o nada. Una fe viva siempre echa mano del Dios vivo. Nunca puede dejar de alcanzarlo, pues no se fija en los hombres ni en las circunstancias; no tiene en cuenta los cambios ni los azares de esta vida mortal; vive, se mueve y tiene su ser en la presencia del Dios vivo; se regocija en la luz de su bendita faz; lleva a cabo todos sus razonamientos sinceros dentro del santuario, y saca todas sus conclusiones felices de los hechos que ha descubierto en el santuario. No rebaja sus normas de acuerdo con la condición de las cosas que la rodean, sino que toma su posición, con denuedo y decisión, en el terreno más elevado.
Y este modo de obrar de la fe es siempre muy grato al corazón de Dios. El Dios vivo se deleita en una fe viva. Podemos estar completamente seguros de que, cuanto más audazmente la fe se apropia de Dios y sus promesas, tanto más lo aprecia Dios. Jamás debemos suponer que el Señor se satisfaga o sea glorificado con las obras de una mente legalista. No, sino que se goza en ser creído sin sombra de reserva o desconfianza; se deleita en que se cuente completamente con él y cuanto más profunda sea la necesidad, y más oscura la lobreguez circundante, tanto más glorificado es Dios por la fe que se apoya en él.
De ahí que podamos afirmar, con toda confianza, que la actitud y las expresiones de Josafat, en la escena que tenemos delante, estaban de completo acuerdo con el pensamiento de Dios. Hay una belleza especial en verle abrir, por decirlo así, el documento de donación y poner el dedo en aquella cláusula en virtud de la cual Israel es reconocido para siempre como el terrateniente ante Dios. No hay nada que pueda abolir esa cláusula o destruir ese documento. Ahí no cabe tachadura. Todo quedó bien ordenado y asegurado: «La diste a la descendencia de Abraham tu amigo para siempre».
Este sí que era un fundamento sólido –el fundamento de Dios–, fundamento de la fe, que no puede ser sacudido jamás por el poder del enemigo. Es cierto que el enemigo podía haber traído a la memoria de Josafat su pecado, insensatez, fracaso y deslealtad. Más aún, podía haber sugerido a Josafat que el hecho mismo de la amenaza de invasión probaba que Israel había caído, porque si no hubiera sido así, no habría ni enemigo ni calamidad.
Pero también para esto la gracia había provisto una respuesta; una respuesta que la fe sabía bien cómo apropiársela. Josafat le menciona a Jehová la casa que Salomón había edificado a Su nombre: «Te han edificado en ella (la tierra) santuario a tu nombre, diciendo: Si mal viniere sobre nosotros, o espada de castigo, o pestilencia, o hambre, nos presentaremos delante de esta casa, y delante de ti (porque tu nombre está en esta casa), y a causa de nuestras tribulaciones clamaremos a ti, y tú nos oirás y salvarás. Ahora, pues, he aquí los hijos de Amón y de Moab, y los del monte de Seir, a cuya tierra no quisiste que pasase Israel cuando venía de la tierra de Egipto, sino que se apartase de ellos, y no los destruyese; he aquí ellos nos dan el pago viniendo a arrojarnos de la heredad que tú nos diste en posesión. ¡Oh Dios nuestro! ¿No los juzgarás tú? Porque en nosotros no hay fuerza contra tan grande multitud que viene contra nosotros; no sabemos qué hacer, y a ti volvemos nuestros ojos» (v. 8-12).
En verdad, aquí hay una fe viva tratando con el Dios vivo. No es una profesión vacía –no es un credo sin vida–, no es una teoría fría y sin eficacia. No es alguien que «dice que tiene fe» (Sant. 2:14). Tales cosas no podrán jamás tenerse en pie el día de la batalla. Pueden marchar bastante bien cuando todo está en calma; pero cuando hay que luchar con dificultades –cuando hay que encarar de frente al enemigo–, toda fe que es meramente de nombre, toda profesión de labios para fuera, demostrarán ser como hojas de otoño a punto de ser arrastradas por el viento. Nada podrá resistir la prueba de un conflicto real, excepto una fe viva y personal en un Dios Salvador vivo y personal. Esto es lo que se necesita. Solo esto puede sostener el corazón, venga lo que venga. La fe introduce a Dios en escena, y todo es fuerza, victoria y paz perfecta.
Esto ocurrió con el rey de Judá en los días de 2 Crónicas 20. «En nosotros no hay fuerza… No sabemos qué hacer, y a ti volvemos nuestros ojos». Esta es la manera de ocupar el terreno de Dios, con los ojos fijos en el mismo Dios. Este es el secreto verdadero de la estabilidad y de la paz. El diablo no dejará piedra sin mover para sacarnos del verdadero terreno que, como cristianos, deberíamos ocupar en estos últimos días; y, en lo que respecta a nosotros, no tenemos ninguna fuerza contra él. Nuestro único recurso está en el Dios vivo. Si nuestros ojos están fijos en él, nada podrá hacernos daño. «Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado» (Is. 26:3).
¿Está usted en el terreno de Dios? ¿Puede pronunciar un «así dice Jehová» para la posición que usted ocupa en este momento? ¿Está conscientemente parado sobre el sólido cimiento de la santa Escritura? ¿Hay algo ambiguo o cuestionable en sus circunstancias o asociaciones? Le rogamos que sopese estas preguntas solemnemente en la presencia de Dios. Estamos pasando por circunstancias muy críticas. Los hombres toman partido por una causa u otra. Los diversos principios están actuando y se acercan a una confrontación. Nunca se ha necesitado tanto, como ahora, estar totalmente y sin equívocos del lado del Señor.
Josafat jamás habría podido enfrentarse con los amonitas, moabitas y edomitas, si no hubiese estado persuadido de que sus pies se asentaban en el mismo terreno que Dios había dado a Abraham. Si el enemigo hubiese podido sacudir su confianza respecto a esto, habría podido obtener sobre él una victoria fácil. Pero Josafat sabía dónde estaba y qué terreno pisaba; comprendía su situación y, por consiguiente, podía fijar confiadamente sus ojos en el Dios vivo. No abrigaba recelos en cuanto a su posición; no dijo, como dicen muchos hoy: “No estoy del todo seguro; pienso que puedo confiar; pero a veces vienen las nubes sobre mi alma y me hacen dudar de si realmente estoy en el terreno de Dios”.
¡Ah, no! El rey de Judá no habría entendido tal lenguaje. Para él, todo estaba claro. Sus ojos descansaban en lo que Dios había dado al principio; estaba seguro de que pisaba el terreno verdadero del Israel de Dios; y aunque no todo Israel estaba allí con él, Dios estaba con él y eso le bastaba. Tenía una fe viva en el Dios vivo: lo único que puede tenerse en pie el día de la prueba.
Hay algo en la actitud y en las expresiones del rey de Judá en esa memorable ocasión, que merece mucho la profunda atención del lector. Sus pies estaban firmemente fijos en el terreno de Dios, y sus ojos estaban fijos en Dios mismo; además de esto, tenía un sentido profundo de su propia nada. No tenía ni sombra de duda respecto al hecho de estar en posesión de la heredad misma que Dios le había dado. Sabía que estaba en su debido lugar; no lo dudaba, ni aun lo esperaba, ¡lo sabía! Podía decir: «Sé a quien he creído, y estoy convencido» (2 Tim. 1:12).
Esto es de la mayor importancia. No podemos hacer frente al enemigo si hay equívocos en nuestra posición. Si hay algún recelo secreto en cuanto a si estamos en nuestro debido lugar, si no podemos pronunciar un «así dice Jehová» por la posición que ocupamos, la senda que pisamos, las asociaciones que mantenemos o la obra en que estamos metidos, de seguro que seremos débiles en la hora del conflicto. No hay duda de que Satanás se aprovechará de la menor flaqueza que halle en el alma. Si queremos estar dispuestos a enfrentarnos con el enemigo, hemos de tener todo bien asegurado respecto a nuestra situación. Es menester que haya una plena confianza respecto a nuestra posición real delante de Dios; de lo contrario, el enemigo obtendrá una victoria fácil.
Es precisamente aquí donde se hace evidente tanta debilidad entre los hijos de Dios. Muy pocos, relativamente, tienen claridad, sanidad y firmeza en cuanto a su fundamento; muy pocos pueden, sin reservas, descansar sobre la base bendita de haber sido lavados en la sangre de Cristo y sellados con el Espíritu Santo. En algunos momentos, abrigan ciertas esperanzas acerca de ello. Cuando las cosas les marchan bien; cuando pasaron buenos momentos en el retiro de su aposento privado; cuando han disfrutado de una cercanía especial con Dios en la oración y en la lectura de la Palabra; cuando están sentados escuchando un ministerio de la Palabra lleno de claridad, fervor y poder, es posible que en tales momentos se atrevan a hablar confiadamente de sí mismos.
Pero las negras nubes no tardan en aglomerarse y sienten de nuevo la operación del pecado que mora en su interior; son afligidos por el desvarío de sus pensamientos; o quizá han sucumbido a alguna ligereza de espíritu o algún arranque de mal humor. Entonces comienzan a razonar acerca de sí mismos y a poner en duda si son o no, en realidad, hijos de Dios. Y de los razonamientos y perplejidades, muy pronto se deslizan hasta la incredulidad y se zambullen en la densa oscuridad de una desconfianza lindante con la desesperación.
Todo esto es muy triste. Deshonra a Dios y, al mismo tiempo, destruye la paz del alma; en tal condición, no cabe duda de que no pueden hacer ningún progreso. ¿Cómo se puede comenzar una carrera sin despejar antes el punto de salida? ¿Cómo levantar un edificio sin echar antes los cimientos? Por el mismo principio, ¿cómo puede uno crecer en la vida divina, si está siempre inclinado a dudar de si tiene o no esa vida?
Pero es posible que algún lector pregunte: “¿Cómo puedo asegurarme de que estoy en el terreno de Dios, de que estoy lavado en la sangre de Cristo y sellado con el Espíritu Santo?” A esto respondemos: ¿Cómo sabe usted que es un pecador perdido? ¿Es porque lo siente así? ¿La base de su fe es un mero sentimiento? Si es así, no es una fe verdadera, porque la verdadera fe se basa únicamente en el testimonio de la Sagrada Escritura. No hay duda de que esta fe viva solo puede ejercitarse por medio de la energía que el Espíritu Santo otorga en gracia; pero ahora estamos hablando del verdadero terreno de la fe, de la autoridad, la base en que se asienta, y esta es sencillamente la Sagrada Escritura, que, como nos dice el inspirado apóstol, puede hacernos sabios para la salvación, y que hasta un niño puede conocer, independientemente de la iglesia, el clero, los Padres de la Iglesia, los doctores, los concilios, los seminarios y de cualquier otra intervención humana (2 Tim. 3:15-17).
«Abraham creyó a Dios» (Gál. 3:6). Esta era una fe divina; no fue cosa de sentimientos. En realidad, si Abraham se hubiese guiado por sus sentimientos, habría sido escéptico en vez de creyente, pues ¿qué fundamento podía hallar en sí mismo? ¿«Su mismo cuerpo, ya muerto»? ¡Pobre cimiento, de seguro, donde descansar su fe en la promesa de una descendencia innumerable! Pero se nos dice: «No se debilitó en la fe, ni consideró su mismo cuerpo, ya muerto»(Rom. 4:19).
¿Qué, pues, consideró? Consideró la palabra del Dios vivo, y en ella descansó. Esto es fe. Nótese lo que añade el apóstol: Tampoco «dudó con incredulidad» (pues la incredulidad es siempre una vacilación), «ante la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando así gloria a Dios, plenamente persuadido de que lo que Dios había prometido, también era poderoso para cumplirlo; por lo cual también le fue contada como justicia» (v. 20-22).
Pero el angustiado lector podrá decir: “¡Ah!, ¿y qué tiene que ver todo eso con mi caso? Yo no soy un Abraham, no puedo esperar una revelación especial de Dios. ¿Cómo puedo saber que Dios me ha hablado? ¿Cómo puedo poseer esa fe preciosa?” Querido amigo, fíjese en lo que el apóstol dice a continuación: «Y no solo con respecto a él fue escrito que le fue contada, sino también con respecto a nosotros, a quienes será contada», –¿a quiénes? ¿A los que sentimos, los que nos damos cuenta, a los que experimentamos algo en nosotros mismos? ¡No!, sino– «a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras ofensas, y resucitado para nuestra justificación» (v. 23-25).
Todo esto está lleno de sólido consuelo y de la más rica consolación, pues nos asegura que disponemos de la misma base y autoridad que tenía Abraham para apoyarse, pero con muchísima más luz arrojada sobre esa base, puesto que Abraham fue llamado a creer en una promesa, mientras que nosotros tenemos el privilegio de creer en un hecho consumado. Él hubo de mirar hacia adelante, a lo que tenía que ser llevado a cabo; nosotros miramos hacia atrás, a lo que ya está hecho, hacia una redención cumplida, atestiguada por el hecho de un Salvador resucitado y glorificado a la diestra de la Majestad en las alturas.
Pero respecto a la base o autoridad sobre la cual somos llamados a apoyarnos, es la misma en nuestro caso que en el de Abraham y el de todos los verdaderos creyentes de todas las épocas: es la Palabra de Dios, las Sagradas Escrituras. No existe ningún otro fundamento de la fe que no sea este; y la fe que se apoya en cualquier otro fundamento, no es de ningún modo la fe verdadera. Una fe que se apoye en la tradición humana, en la autoridad de la Iglesia o de los llamados concilios generales, en el clero o en hombres eruditos, no es fe divina, sino mera superstición; es una fe fundada «en sabiduría de hombres», no «en el poder de Dios» (1 Cor. 2:5).
No hay pluma humana ni lengua mortal que pueda dar demasiado valor o importancia a este gran principio: el de una fe viva. Su valor en los momentos actuales es sencillamente indecible. Creemos que es el antídoto divino contra la mayoría, si no todos, de los principales errores, males e influjos hostiles del tiempo en que vivimos. Se produce en torno nuestro un sacudimiento tremendo. Las mentes están agitadas. Las fuerzas perturbadoras extendidas por doquier. Se resquebrajan los cimientos. Las antiguas instituciones, a las que se aferra la mente humana como la hiedra a la encina, se bambolean por todos los lados; muchas, de hecho, se han caído; y miles de almas que han procurado hallar refugio en ellas, no encuentran su lugar y se ven asustadas, sin saber a qué lado dirigirse. Hay quienes dicen: «Los ladrillos cayeron, pero edificaremos de cantería» (Is. 9:10). Pero otros se hallan en total perplejidad. La mayoría, enteramente desasosegados.
Y no es esto todo; hay una clase numerosa, formada en su mayor parte por los que no están tan preocupados por la condición y el destino de las instituciones religiosas ni de los sistemas eclesiásticos, como por la condición y el destino de su alma inmortal: son los que no se turban por cosas como “la iglesia ancha, alta o baja”, “la iglesia estatal”, o “la iglesia libre”, sino solo por esta gran cuestión: «¿Qué debo hacer para ser salvo?» (Hec. 16:30). ¿Qué tenemos que decir a estos últimos?
¿Cuál es la verdadera necesidad de su alma? Sencillamente esta: «Una fe viva en el Dios vivo». Esto es lo que necesitan todos los que están turbados por lo que ven fuera o sienten dentro. Nuestros recursos inagotables están en el Dios vivo y en su Hijo Jesucristo, según nos es revelado por el Espíritu Santo en las Sagradas Escrituras.
Aquí está el verdadero lugar de reposo de la fe y a eso invitamos, con la mayor seriedad, urgencia y solemnidad, al lector angustiado. En otras palabras, le rogamos que se apoye por entero en la Palabra de Dios, la Santa Biblia. Ahí tenemos la autoridad para todo lo que necesitamos saber, creer y hacer.
¿Estamos angustiados por nuestra salvación eterna? Oigamos estas palabras: «Por tanto, Jehová el Señor dice así: He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable; el que creyere, no se apresure» (Is. 28:16).
Estas preciosas palabras, tan llenas de poder tranquilizador, son citadas por el inspirado apóstol Pedro en el Nuevo Testamento: «Porque encontramos en la Escritura: He aquí, pongo en Sion una piedra angular, escogida, preciosa; y el que crea en ella jamás será avergonzado» (1 Pe. 2:6).
¡Qué sólido consuelo! ¡Qué reposo tan profundo y asegurado para el alma angustiada! Dios ha puesto el fundamento; y ese fundamento es nada menos que su Hijo eterno, el Hijo que ha morado desde la eternidad en el seno del Padre. Este fundamento es, en todo, suficiente para sostener el peso entero de los consejos y propósitos del eterno Tres en Uno; para satisfacer todas las demandas de la naturaleza, el carácter y el trono de Dios.
Al ser así ese fundamento, por fuerza ha de ser también suficiente para satisfacer todas las necesidades de un alma angustiada, sean cuales sean tales necesidades. Si Cristo es suficiente para Dios, por fuerza ha de ser suficiente para el hombre –para cualquier hombre–, para el lector. La porción misma que acabamos de citar prueba que es suficiente. Cristo es el fundamento de Dios, puesto por sus propias manos, la base y el centro de ese sistema glorioso de la gracia regia y victoriosa, implícita en la palabra «Sion» (Hebr. 12:22-24). Él es la piedra preciosa, probada, angular, de Dios, ese Salvador adorable que bajó hasta las aguas oscuras de la muerte, que llevó sobre sí el pesado juicio y la ira terrible de Dios contra el pecado, que privó de su aguijón a la muerte y de su victoria al sepulcro, que destruyó al que tenía el imperio de la muerte: arrebató de las garras del enemigo esa arma tremenda con la que le había armado el pecado, e hizo de ella el instrumento mismo de su derrota y confusión eterna. Y después de llevar a cabo todo esto, fue recibido en gloria y está sentado a la diestra de la Majestad en los cielos.
Tal es el fundamento puesto por Dios, y hacia ese fundamento, él, en gracia, llama la atención de todo el que realmente sienta la necesidad de algo divinamente sólido sobre lo cual edificar, en vista de la superficialidad e inconsistencia de las cosas de este mundo, y con la perspectiva de las serias realidades de la eternidad. Se le invita ahora, lector, a edificar sobre ese fundamento. Tenga por seguro que es para usted, tan positiva y claramente como si oyese una voz del cielo que le habla personalmente. La palabra del Dios vivo se dirige a «toda la creación bajo del cielo»; todo «el que quiera» es invitado a venir (Col. 1:23; Apoc. 22:17).
El Libro inspirado ha sido puesto en manos de usted y abierto delante de sus ojos; y, ¿para qué piensa que está ahí? ¿Para mofarse de usted o excitar su apetito por cosas que no ha de obtener? ¡Oh, no! No es así como obra Dios. ¿Envía él su sol y su lluvia para burlarse y no satisfacer nuestra hambre, o para darnos alegría y refrigerio? ¿Puede usted poner en duda las enseñanzas que le ofrece el Libro de la Creación? De seguro que no; sin embargo, podría haber algún fundamento para tales dudas, puesto que, desde que ese maravilloso volumen de la creación fue compuesto, ha entrado el pecado y ha echado sus negras manchas sobre él.
Pero, a pesar del pecado en todas sus formas y consecuencias, y del poder y la malicia de Satanás, Dios ha hablado, haciendo que su voz se oiga en este mundo oscuro y pecador. ¿Y qué ha dicho? «He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra» (Is. 28:16). Esto es algo totalmente nuevo. Es como si nuestro bendito Dios, lleno de amor y de gracia, nos hubiera dicho: “Aquí he comenzado algo nuevo. He puesto un fundamento sobre la base de la redención, que no puede echarse a perder por nada del mundo: ni por el pecado, ni por Satanás, ni por ninguna otra cosa. Yo pongo el fundamento y empeño mi palabra de que todo el que crea –todo el que se entregue, con fe confiada, como un niño, sin reservas, a mi fundamento–, todo el que descanse en mi Cristo y se satisfaga con mi piedra angular, preciosa y probada, nunca, ¡nunca! será confundido ni avergonzado, no quedará jamás decepcionado, jamás se perderá, por la eternidad”.
Querido lector, ¿todavía está usted perplejo? Solemnemente le aseguramos que no vemos ni sombra de motivo alguno por el que haya de dudar aún. Si hubiera algún otro problema que resolver, alguna otra condición que cumplir o algún obstáculo que remover, habría motivo para que estuviese perplejo. Si hubiera un solo prerrequisito que tuviese que cumplir –si fuera cuestión de sentimientos o experiencia, o de alguna otra cosa que usted pudiera hacer, sentir o ser–, habría entonces realmente motivo justo para que pudiese demorarse. Pero no hay nada de eso. Están el Cristo de Dios y la Palabra de Dios, y entonces, ¿qué? Todo «el que cree en él, no será avergonzado» (Rom. 10:11).
En otras palabras, se trata sencillamente de “una fe viva en el Dios vivo”. Se trata de tomar a Dios por su palabra; de creer lo que él dice, porque lo dice él. Se trata de entregar el alma a la palabra de Aquel que no puede mentir. Lo que hizo Abraham cuando creyó a Dios y le fue contado por justicia. Lo que hizo Josafat cuando plantó firmemente sus pies sobre aquellas palabras inmortales: «La diste a la descendencia de Abraham tu amigo para siempre». Y es también lo que hicieron los patriarcas, los profetas, los apóstoles y los santos de todas las épocas, cuando descansaron, para el tiempo y para la eternidad, sobre esa Palabra que «para siempre, oh Jehová, permanece… en los cielos» (Sal. 119:89), y vivieron de ese modo en paz, y murieron con la esperanza de una resurrección gloriosa. Es descansar con calma y dulzura en la roca inconmovible de la Sagrada Escritura, probando así la virtud divina y sustentadora de aquello que nunca le ha fallado a nadie que haya confiado en ella, y no le fallará ni puede fallarle jamás.
¡Oh, la bendición inefable de tener tal fundamento en un mundo como este, donde todo está marcado por la muerte, el deterioro y el cambio! Donde los lazos más estimados de la amistad quedan rotos en un abrir y cerrar de ojos por la mano cruel de la muerte; donde todo lo que parece más estable, a los ojos de la naturaleza, está expuesto a ser barrido en un momento por la encrespada marea de una revolución popular; donde no hay absolutamente nada que pueda servir de soporte al corazón y animarnos a decir: “He hallado ahora un reposo permanente”. ¡Qué merced, en tales circunstancias, es tener “una fe viva en el Dios vivo”! «No se avergonzarán los que esperan en mí» (Is. 49:23).
Tal es la grandiosa declaración del Dios vivo; una declaración hecha realidad en la experiencia de todos los que han sido fortalecidos por la gracia para ejercitar la fe viva. Pero entonces hemos de recordar lo mucho que está implicado en esas tres palabras: «esperan en mí». La espera debe ser un hecho real. No nos servirá decir que esperamos en Dios, si, en realidad, nuestros ojos miran de soslayo hacia algún apoyo humano y ponen su confianza en una criatura. Debemos estar absolutamente recluidos con Dios. Debemos acabar definitivamente tanto con el yo como con las circunstancias que lo rodean, para probar plenamente lo que es la vida de fe y lo que son los recursos de Dios. Dios y la criatura nunca pueden ocupar una misma plataforma. Tiene que estar solamente Dios. «Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza. Él solamente es mi roca y mi salvación. Es mi refugio, no resbalaré» (Sal. 62:5-6).
Así ocurrió con Josafat en la escena que se nos narra en 2 Crónicas 20. Dependía enteramente de Dios. Para él, era o Dios o nada. «En nosotros no hay fuerza». Entonces, ¿qué?, «a ti volvemos nuestros ojos». Con eso bastaba. Bien le vino a Josafat no tener ni un solo átomo de fuerza, ni un solo rayo de luz de conocimiento natural, porque así estaba en la mejor actitud y en la mejor condición posible para probar lo que Dios era. Habría sido una pérdida incalculable para él poder disponer de la menor partícula de fuerza o sabiduría humana, ya que eso habría demostrado ser solo un obstáculo para apoyarse únicamente en el brazo y el consejo del Dios Todopoderoso. Si el ojo de la fe se fija en el Dios vivo, si Dios llena todo el ámbito de la visión del alma, ¿para qué queremos entonces nuestra fuerza o nuestro conocimiento? ¿Quién pensaría en descansar en lo humano, cuando puede tener lo divino? ¿Quién se apoyaría «en el hombre» (Jer. 17:5), cuando puede apoyarse en el brazo del Dios vivo?
¿Está usted ahora en algún aprieto, en alguna prueba, necesidad o dificultad? Si es así, permítanos rogarle que mire sencilla y únicamente al Dios vivo. Quite completamente sus ojos de la criatura: «Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz» (Is. 2:22). Deje que su fe eche mano ahora de la fuerza del mismo Dios. Ponga su caso enteramente en Su mano omnipotente. Eche sobre él su carga, cualquiera que fuera, sin reservas. Él quiere y puede llevarla, usted solo tiene que confiar plenamente en él. Le gusta que se confíe en Él y se complace en servir. Su mayor gozo –bendito sea su nombre–, es dar una respuesta rápida y completa al llamado de la fe. Vale la pena tener una carga encima, para conocer la bendición de echarla sobre él. Así lo halló el rey de Judá en el día de su apuro, y así lo hallará también el creyente ahora. Dios no falla nunca a un corazón confiado: «No se avergonzarán los que esperan en mí» (Is. 49:23). ¡Preciosas palabras! Notemos cómo se cumplen en el relato que tenemos delante.
Tan pronto como Josafat se puso enteramente en las manos del Señor, vino a sus oídos, con claridad y poder, la respuesta divina: «Oíd, Judá todo, y vosotros moradores de Jerusalén, y tú, rey Josafat. Jehová os dice así: No temáis ni os amedrentéis delante de esta multitud tan grande, porque no es vuestra la guerra, sino de Dios… No habrá para que peleéis vosotros en este caso; paraos, estad quietos, y ved la salvación de Jehová con vosotros. Oh Judá y Jerusalén, no temáis ni desmayéis; salid mañana contra ellos, porque Jehová estará con vosotros» (2 Crón. 20:15-17).
¡Qué respuesta! «No es vuestra la guerra, sino de Dios». Seguramente que no podía caber ninguna duda respecto al resultado de tal guerra. Josafat había puesto todo el asunto en manos de Dios, y Dios lo tomó e hizo que fuese enteramente asunto suyo. Así ocurre siempre. La fe pone en manos de Dios la dificultad, la prueba y la carga, y deja que él actúe. Con eso basta, pues Dios nunca rehúsa responder al llamado de la fe; más aún, se deleita en responder. Josafat había puesto el caso entre Dios y el enemigo, pues había dicho: Vienen «a arrojarnos de la heredad que tú nos diste en posesión».
No podía haber nada más sencillo. Dios le había dado a Israel la tierra y podía guardarlos en ella, a pesar de diez mil enemigos. Así es como razona la fe. La misma Mano que los había colocado en la tierra, podía guardarlos allí; era sencillamente asunto del poder divino: «¡Oh Dios nuestro! ¿No los juzgarás tú? Porque en nosotros no hay fuerza contra tan grande multitud que viene contra nosotros; no sabemos qué hacer, y a ti volvemos nuestros ojos».
Es un punto admirable en la historia de cualquier alma cuando llega a decir: «En mí no hay fuerza». Eso es el precursor seguro de la liberación divina. Cuando una persona es llevada a descubrir su total impotencia, la palabra divina es: «Estad quietos, y ved» la salvación de Dios (Éx. 14:13). No se necesita «fuerza» para estar «quietos». Ni se necesita ningún esfuerzo para ver «la salvación» de Dios. Esto es también valedero respecto al pecador, cuando viene a Cristo por primera vez; e igualmente es valedero respecto al cristiano en todo el curso de su vida, de principio a fin. La gran dificultad está en perder enteramente la confianza en nuestras fuerzas. Una vez allí, todo está resuelto.
Quizás haya que luchar y ejercitarse antes de que tengamos que decir: «¡No tengo fuerzas!». Pero, en el momento en que pisamos ese terreno, la palabra es: «Estad quietos, y ved la salvación de Jehová». El esfuerzo del hombre, en cualquier forma o figura, solo sirve para levantar una barrera entre él y la salvación de Dios. Si Dios ha tomado a su cargo el caso, bien podemos estar quietos. ¿Y no lo ha hecho? Sí, sea bendito su santo nombre, él ha tomado a su cargo todo lo que nos concierne respecto al tiempo y a la eternidad; de ahí que solo necesitemos dejar que él actúe por nosotros en todas las cosas. Es nuestro feliz privilegio dejar que él vaya delante de nosotros, mientras vamos detrás, como dice el poeta, “en admiración, amor y alabanza”.
Así ocurrió en esta interesante e instructiva escena que hemos contemplado: «Entonces Josafat se inclinó rostro a tierra, y asimismo todo Judá y los moradores de Jerusalén se postraron delante de Jehová, y adoraron a Jehová. Y se levantaron los levitas de los hijos de Coat y de los hijos de Coré, para alabar a Jehová el Dios de Israel con fuerte y alta voz» (2 Crón. 20:18-19).
Aquí tenemos la genuina actitud y la ocupación adecuada del creyente. Josafat retiró su vista de aquella «grande multitud» que venía contra él (2 Crón. 20:12), y fijó sus ojos en el Dios vivo. Jehová acudió y se interpuso entre su pueblo y el enemigo, justamente como lo hizo el día del éxodo, junto al mar Rojo, para que se fijasen en él, en vez de mirar las dificultades.
Este es el secreto de la victoria en todo tiempo y en todas las circunstancias. Esto es lo que llena de alabanza y gratitud el corazón y hace inclinar la cabeza en adoración llena de asombro. Hay algo muy hermoso en la actitud de Josafat y de la congregación en este caso. Es evidente que estaban impresionados con el pensamiento de que no tenían nada que hacer, sino alabar a Dios. Y estaban en lo cierto. ¿No les había dicho él: «No habrá para qué peleéis»? (2 Crón. 20:17). ¿Qué tenían que hacer entonces? ¿Qué les quedaba? Nada, sino la alabanza. Jehová salía delante de ellos a pelear; solo tenían que ir detrás de él en adoración reverente.
«Y cuando se levantaron por la mañana, salieron al desierto de Tecoa. Y mientras ellos salían, Josafat, estando en pie, dijo: Oídme, Judá y moradores de Jerusalén. Creed en Jehová vuestro Dios, y estaréis seguros; creed a sus profetas, y seréis prosperados» (2 Crón. 20:20).
Es sumamente importante que la Palabra de Dios tenga siempre su lugar prominente en el corazón del cristiano. Dios ha hablado y nos ha dado su Palabra; nuestro deber es apoyarnos en ella con toda firmeza. No necesitamos más, porque la Palabra divina es ampliamente suficiente para dar al alma confianza, paz y estabilidad. No es preciso que los hombres nos den pruebas para demostrar la verdad de la Palabra de Dios, pues esa Palabra lleva consigo sus propias pruebas. Pensar que necesitamos testimonios humanos para demostrar que la Palabra de Dios es verdadera equivale a insinuar que la palabra del hombre es más válida, más fiable y más autoritativa que la Palabra de Dios. Si necesitamos una voz de hombre que nos interprete, ratifique y ponga al alcance de la mano la revelación de Dios, nos quedamos prácticamente privados de tal revelación.
Llamamos seriamente la atención del lector sobre este punto, pues tiene que ver con la integridad de la Santa Biblia. La gran cuestión es: ¿Es la Palabra de Dios suficiente o no lo es? ¿Necesitamos realmente la autoridad de un hombre para asegurarnos de que Dios ha hablado? ¡Lejos de nosotros tal pensamiento! Eso equivaldría a poner la palabra del hombre por encima de la Palabra de Dios, despojándonos así del único fundamento sólido donde apoyar nuestra alma.
Esto es precisamente lo que el diablo ha intentado desde el principio y continúa intentando hoy. Quiere remover de debajo de nuestros pies la sólida roca de la revelación divina y darnos, en vez de ella, el cimiento de arena de la autoridad humana. Por eso urgimos tan seriamente a nuestros lectores a que se persuadan de la necesidad de ceñirse a la Palabra de Dios con una fe sencilla y sin reservas, pues ese es realmente el secreto verdadero de la estabilidad y de la paz. Si no nos basta con la Palabra de Dios, sin interferencias humanas, nos quedamos sin ninguna base firme para la confianza de nuestra alma; más aún, nos quedamos flotando a la deriva en las tempestuosas y sucias aguas del escepticismo, hasta hundirnos en la duda y en la incertidumbre más oscura: ¡somos miserables en extremo! Pero, gracias a Dios, no es así. «Creed en Jehová vuestro Dios, y estaréis seguros; creed a sus profetas, y seréis prosperados».
He aquí el lugar de reposo de la fe en todas las épocas: La Palabra eterna de Dios, firmemente establecida para siempre en el cielo, la que Dios ha engrandecido conforme a su santo nombre y se presenta con toda su dignidad y suficiencia divina ante los ojos de la fe. Rechacemos totalmente la idea de que haya algo en la autoridad humana, en las demostraciones o en los sentimientos humanos, que sea necesario para hacer que el testimonio de Dios tenga su peso debido en la balanza del alma.
Concédanos usted solo esto: que Dios ha hablado, y le aseguraremos con toda franqueza que no se necesita ninguna otra cosa para cimentar una fe genuina. Si queremos estar firmes y prosperar, debemos simplemente creer en Jehová nuestro Dios. Esto fue lo que hizo que Josafat inclinara su cabeza en santa adoración; esto fue lo que hizo que alabase a Dios por la victoria antes de asestar al enemigo un solo golpe, y esto fue también lo que le condujo al «valle de Beraca» (bendición) y le proporcionó un botín mucho mayor que el que podía transportar.
Y ahora tenemos el informe animador: «Y habido consejo con el pueblo, puso a algunos que cantasen y alabasen a Jehová, vestidos de ornamentos sagrados, mientras salía la gente armada, y que dijesen: Glorificad a Jehová, porque su misericordia es para siempre» (v. 21). ¡Qué vanguardia tan extraña para un ejército! ¡Una compañía de cantores! Tal es la estrategia de la fe para preparar una batalla.
«Y cuando comenzaron a entonar cantos de alabanza, Jehová puso contra los hijos de Amón, de Moab y del monte de Seir, las emboscadas de ellos mismos que venían contra Judá, y se mataron los unos a los otros» (v. 22). ¡Con solo pensar en el Señor poniendo emboscadas! ¡Pensar en él metiéndose en asuntos de tácticas militares! ¡Qué maravilloso! Dios hará cualquier cosa que su pueblo necesite, si este confía en él y se entrega absolutamente en sus manos.
«Y luego que vino Judá a la torre del desierto, miraron hacia la multitud, y he aquí yacían ellos en tierra muertos, pues ninguno había escapado» (v. 24). Tal fue el final de aquella «grande multitud», de aquel enemigo tan formidable. Todos se desvanecieron ante la presencia del Dios de Israel. Sí, y aunque hubieran sido un millón de veces más numerosos y formidables, el resultado habría sido el mismo, porque contra el Dios vivo, contra una fe viva, nada pueden las circunstancias. Cuando Dios llena la visión del alma, se desvanecen las dificultades, y los labios gozosos estallan en cánticos de alabanza.
«Viniendo entonces Josafat y su pueblo a despojarlos» (pues eso fue todo lo que tuvieron que hacer) «hallaron entre los cadáveres muchas riquezas, así vestidos como alhajas preciosas, que tomaron para sí, tantos, que no los podían llevar; tres días estuvieron recogiendo el botín, porque era mucho. Y al cuarto día se juntaron en el valle de Beraca; porque allí bendijeron a Jehová» (v. 25-26).
Tal tiene que ser siempre el resultado de una fe viva en el Dios vivo. Han pasado más de dos mil quinientos años desde que ocurrió el suceso que hemos estado meditando; pero el relato conserva el mismo frescor de siempre. Ningún cambio se ha operado en el Dios vivo ni en la fe viva que siempre echa mano de la fuerza de Dios y se apoya en su fidelidad. Tan cierto es hoy como lo fue en los días de Josafat, que los que creen en Jehová nuestro Dios estarán seguros y serán prosperados. Serán revestidos de fuerza, coronados de victoria, provistos de botín y llenos de cánticos de alabanza. ¡Ojalá, pues, que siempre podamos, por el poder del Espíritu Santo, ejercitar una fe viva en el Dios vivo!
7 - Un Salvador resucitado
El período durante el cual nuestro adorable Señor estuvo en la tumba debió ser un momento oscuro y desconcertante para muchos de los «que esperaban la redención en Jerusalén» (Lucas 2:38). Demandaba una fe tranquila, clara y vigorosa para levantar el corazón por encima de las espesas nubes que se acumulaban por entonces en el horizonte del pueblo de Dios, y no parece que muchos tuvieran esa fe en ese momento de prueba.
Podemos considerar a los dos discípulos que viajaron juntos a Emaús como ejemplo de la condición de muchos, por no decir de todos, los amados santos de Dios durante los tres días y tres noches que nuestro amado Señor estuvo en el corazón de la tierra (Mat. 12:40). Estaban totalmente desconcertados, sin saber qué hacer. «Y hablaban entre sí acerca de todos los acontecimientos. Mientras hablaban y discutían, Jesús mismo se acercó y caminaba con ellos. Pero tenían los ojos impedidos para no reconocerlo» (Lucas 24:14-16).
Sus mentes estaban llenas de pensamientos acerca de las circunstancias que los rodeaban. Toda esperanza parecía haberse disipado. Las expectativas que abrigaban se desvanecieron. Toda la escena estaba cubierta por la oscura sombra de la muerte, y sus pobres corazones estaban tristes. Pero notemos cómo las palabras de amonestación y aliento del Salvador resucitado retumban en sus alicaídos espíritus: «Él les dijo: ¿De qué estáis hablando entre vosotros mientras camináis, para que estéis tan tristes?» (Lucas 24:17).
Seguramente esta era una razonable e importante pregunta para esos queridos discípulos; una pregunta cuyo principal objetivo era hacerles entrar en razón, como decimos. Era justamente lo que precisaban en ese momento, ocupados, como estaban, en las circunstancias en vez de descansar en la eterna e inmutable verdad de Dios. Las Escrituras eran suficientemente claras y simples si hubieran escuchado su voz. Pero en vez de escuchar solamente el claro testimonio del Espíritu eterno en la Palabra, dejaron que sus mentes quedasen expuestas a la acción e influencia de las circunstancias externas. En vez de mantenerse con pie firme sobre la roca eterna de la revelación divina, luchaban en medio de las olas del tempestuoso océano de la vida. En una palabra, en cuanto a su mente, habían caído por un momento bajo el poder de la muerte, y no ha de asombrarnos el hecho de que sus corazones y sus pláticas estuvieran llenas de tristeza y penumbra.
Y ¿no sucede a veces que nosotros también caemos del mismo modo bajo el poder de las cosas visibles y temporales, en vez de vivir por la fe a la luz de las cosas que no se ven y que son eternas? Sí, nosotros, que profesamos conocer y creer en un Salvador resucitado, que creemos que hemos muerto y resucitado con él, que tenemos el Espíritu Santo que mora en nosotros, ¿no nos debilitamos y nos dejamos abatir a veces? Y, en esos momentos, ¿no necesitamos las palabras de amonestación y aliento de un Salvador resucitado? ¿Acaso ese precioso y adorable Salvador no tiene a menudo la ocasión de hacer la pregunta a nuestros corazones: «¿De qué estáis hablando entre vosotros mientras camináis, para que estéis tan tristes?» (Lucas 24:17)? ¿Acaso no sucede a menudo que cuando nos reunimos o cuando andamos por el camino, nuestras «conversaciones» son cualquier cosa menos lo que deberían ser? Puede que estemos tristemente preocupados por las deprimentes circunstancias que nos rodean: por el tiempo, las perspectivas del país, el estado de la economía, nuestra pobre salud, las dificultades para conseguir lo suficiente para vivir, por todo, en definitiva, menos por lo más excelente.
En efecto, tan ocupados estamos con estas cosas, que nuestros ojos espirituales «están velados», y no reconocemos a aquella bendita Persona que, en su fiel y tierno amor, está a nuestro lado, y que tiene que mover y reprender nuestro errante corazón con su penetrante y poderosa pregunta: «¿De qué estáis hablando entre vosotros mientras camináis, para que estéis tan tristes?» Pensemos en esto. Demanda realmente nuestra consideración. Somos demasiado propensos a dejar que nuestras mentes caigan bajo el poder y la presión de las circunstancias, en vez de vivir en el poder de la fe. Vivimos ocupados de cuanto nos rodea en vez de poner «la mira en las cosas de arriba» (Col. 3:2), en aquellas benditas y brillantes realidades que son nuestras en Cristo. Y ¿cuál es el resultado? ¿Mejoramos nuestras circunstancias o nuestras perspectivas preocupándonos por ellas con un aire sombrío? ¡En lo más mínimo! ¿Qué, pues? Simplemente nos hacemos desdichados a nosotros y nuestras conversaciones se tornan desalentadoras; y lo peor de todo es que deshonramos la causa de Cristo.
Los cristianos olvidan lo importante que es su temperamento, su porte, su apariencia y su conducta en la vida diaria. Olvidamos que la gloria del Señor está íntimamente ligada a nuestro comportamiento de cada día. Todos sabemos que, en la vida social, juzgamos el carácter del jefe de una casa por lo que vemos en sus hijos y criados. Si los hijos lucen miserables y abatidos, podemos inferir que su padre es de genio áspero, severo y arbitrario con ellos. Si vemos a los criados agobiados y molidos, consideramos al patrón duro de corazón y opresor. En pocas palabras, por lo general usted puede hacer una estimación medianamente razonable del jefe de una casa por el tono, espíritu, estilo y conducta de los miembros de su casa.
¡Con cuánta más seriedad y fervor, pues, deberíamos, como miembros de la casa de Dios, dar una correcta impresión de lo que Él es, por nuestro temperamento, espíritu, estilo y conducta! Si los hombres del mundo –aquellos con quienes tenemos trato a diario en los detalles prácticos de la vida– ven en nosotros personas agrias, malhumoradas, abatidas; si nos oyen quejándonos de esto y de aquello; si nos ven ocupados en nuestros propios asuntos, codiciando, rapiñando y realizando los más ventajosos negocios como cualquier otro comerciante; si nos ven oprimiendo a nuestros empleados con trabajos pesados, bajos salarios y viandas miserables, ¿qué estimación pueden formarse de Aquel a quien llamamos nuestro Padre y Amo en el cielo?
No menospreciemos ni demos la espalda a estas simples palabras. Podemos estar seguros de que las necesitamos en un tiempo como el presente de tanta profesión. Hoy se hace mucho uso meramente intelectual de la verdad de Dios, que no alcanza la conciencia, no toca el corazón, ni afecta la vida. Sabemos que hemos muerto y resucitado; pero cuando ocurre algo que nos afecta en nuestras personas, en nuestras relaciones o nuestros intereses, en seguida demostramos el poco poder que esa preciosa verdad tiene sobre nosotros.
Que el Señor nos conceda la gracia de aplicar fervientemente nuestros corazones a estas cosas, de modo que pueda reflejarse más fielmente en nuestra marcha diaria un auténtico cristianismo, que glorifique a nuestro Dios y Padre de gracia, y a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, y que también permita que aquellos con quienes tratamos a diario puedan ver en nosotros un fiel reflejo de lo que es realmente la religión pura en su acción sobre toda nuestra marcha y carácter.
Todos podemos experimentar más la presencia de un Salvador resucitado, y hallar allí una victoriosa respuesta a todas las oscuras sugerencias del enemigo, los deprimentes razonamientos de nuestros corazones y las fatales influencias de las circunstancias que nos rodean. ¡Que Dios, en su infinita gracia, nos conceda estas cosas, por amor a Jesús!
Es imposible leer esta encantadora porción del Libro inspirado (Lucas 24) sin dejar de sentirnos conmovidos ante lo que podríamos aventurarnos a llamar el poder de reunión de la voz y presencia de un Salvador resucitado. Vemos a los queridos discípulos dispersos acá y allá, llenos de dudas y perplejidad, temor y desaliento, algunos corriendo al sepulcro, otros viniendo de él; unos yendo a Emaús, y otros amontonados en Jerusalén, en varios estados y condiciones. Pero la voz y la presencia experimentada de Jesús reunían, reconfortaban y animaban a todos, y congregaban a todos alrededor de su propia Persona bendita en adoración, amor y alabanza. Había un indescriptible poder en Su presencia para satisfacer cualquier estado del corazón y la mente. Así fue, así es, y así será siempre. ¡Bendito y loado sea su precioso Nombre! Hay poder en la presencia de un Salvador resucitado para resolver nuestras dificultades, disipar nuestras incertidumbres, calmar nuestros temores, aliviar nuestras cargas, secar nuestras lágrimas, satisfacer cada una de nuestras necesidades, calmar nuestros espíritus y saciar todos los anhelos de nuestro corazón.
Jesús, tú bastas para todo
Llenas la mente y el corazón
Tu vida calma el alma ansiosa
Tu amor disipa su temor.
Los dos discípulos que iban camino a Emaús probaron algo de esto, a juzgar por las encendidas palabras que intercambiaban entre sí. «¿No ardía nuestro corazón en nosotros mientras nos hablaba por el camino y nos abría las Escrituras?» (Lucas 24:32).
En efecto, aquí radicaba el profundo y precioso secreto: El Señor Jesús «nos hablaba» y «nos abría las Escrituras». ¡Qué plácidos momentos! ¡Qué sublime comunión! ¡Qué amoroso ministerio! Un Salvador resucitado que reúne sus corazones por Sus maravillosas palabras y poderosa exposición de las Escrituras.
¿Cuál fue el efecto, el resultado necesario? Los dos viajeros en seguida volvieron a Jerusalén para buscar a sus hermanos. No podía ser de otra manera. Si perdemos de vista al Salvador resucitado seguramente nos alejaremos de nuestros hermanos, y nos volcaremos a nuestros propios intereses; seguiremos nuestro propio camino y caeremos en la indiferencia fría, muerta y egoísta. Por otra parte, desde el momento que entramos realmente en la presencia de Cristo, cuando oímos su voz y sentimos el dulzor y poder de su amor, cuando nuestros corazones son sometidos a la poderosa influencia moral de Su precioso y amoroso ministerio, entonces seremos guiados con un verdadero afecto e interés hacia todos nuestros hermanos con el vivo deseo de encontrar nuestro lugar en medio de ellos para comunicarles el profundo gozo que llena nuestras almas. Podemos establecer como principio fundamental, como axioma espiritual, que es absolutamente imposible respirar la atmósfera de la presencia de un Salvador resucitado y permanecer en una condición aislada, independiente o fragmentaria. Su querida presencia derrite necesariamente el corazón haciéndolo fluir como una fuente de afecto y bendición hacia todos aquellos que le pertenecen. Pero prosigamos con nuestro capítulo.
«Y levantándose al instante» –demostrando así que no tenían grandes afectos en Emaús, o lo supremo que era el bendito objeto que ahora tenían ante ellos– «volvieron a Jerusalén y hallaron reunidos a los once y a los que estaban con ellos; los cuales decían: Verdaderamente resucitó el Señor, y Simón lo ha visto. Ellos contaron lo que les había sucedido en el camino, y cómo lo reconocieron cuando partió el pan. Mientras hablaban de estas cosas, él se puso en medio de ellos y les dijo: Paz a vosotros. Pero ellos, asombrados y llenos de temor, creían ver un espíritu» (v. 33-37).
Ellos también necesitaban las palabras de amonestación y aliento de un Salvador resucitado para despertar sus sentidos, calmar sus miedos y levantar su ánimo caído. Necesitaban comprender el poder de su presencia como el Resucitado. Acababan de declarar a sus dos hermanos de Emaús que «Verdaderamente resucitó el Señor»; sin embargo, cuando su Señor resucitado les apareció, ellos no le conocieron, y él tuvo que desafiar sus corazones con estas palabras conmovedoras: «¿Por qué estáis turbados? ¿Y por qué esos pensamientos se agitan en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpadme y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró sus manos y sus pies. Y como todavía, asombrados y gozosos no creían, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Y le dieron parte de un pescado asado y de un panal de miel. Él, tomándolo, comió delante de ellos» (v. 38-43).
¡Qué tierno amor! ¡Qué misericordiosa condescendencia hacia sus debilidades y necesidades! ¡Qué compasiva penetración en todos sus sentimientos, a pesar de la insensatez e incredulidad de ellos! ¡Misericordioso Salvador! ¿Quién no habría de amarte? ¿Quién no habría de confiar en ti? ¡Que el corazón entero pueda estar lleno de ti! ¡Que la vida entera esté dedicada, con todo el corazón, a tu bendito servicio! ¡Que todas nuestras energías estén puestas en tu causa! ¡Que todo lo que tenemos, y todo lo que amamos, sea puesto sobre tu altar como «culto racional»! ¡Que el Espíritu eterno obre en nosotros para la realización de estos grandes y añorados objetivos!
Pero antes de concluir este breve artículo, hay un punto de especial interés y valor sobre el cual debemos llamar la atención: la manera en que el Salvador resucitado honra la Palabra escrita. Él reprendió a los dos viajeros por ser tardos de corazón para creer las Escrituras. «Comenzando desde Moisés y todos los Profetas, les interpretó en todas las Escrituras las cosas que a él se refieren» (v. 27).
Lo mismo vemos en su entrevista con los once y con el resto en Jerusalén. Tan pronto como reveló Su identidad ante ellos, procuró conducir sus almas a la misma autoridad divina: a las Sagradas Escrituras. «Y les dijo: Estas son mis palabras que os hablé estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito acerca de mí en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos. Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras; y les dijo: Está escrito, y así era necesario, que el Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día; y que en su nombre se predicase el arrepentimiento para perdón de pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén» (v. 44-47).
Todo esto es de la mayor importancia para nuestro tiempo. Estamos convencidos de que el corazón de los cristianos profesos de todas partes necesita ser despertado ante las demandas supremas de la Palabra de Dios, su absoluta autoridad sobre la conciencia, su poder formativo, su plena influencia sobre toda la marcha, carácter y conducta.
Es de temer, y mucho, que la Biblia esté perdiendo rápidamente su lugar divino en los corazones de los que profesan tenerla como regla divina de fe y práctica. Siempre hemos oído la tan a menudo repetida consigna: “la Biblia, y solo la Biblia, es la religión de los protestantes”. ¡Ay!, si este lema fuese, como dice, siempre cierto, tememos que la verdad que comunica sea más que cuestionable en este momento. Muy pocos, comparativamente, incluso los que ocupan una alta posición en su profesión, parecen admitir –y menos todavía reconocer prácticamente–, que en todas las cosas –ya sea en cuanto a fe o a práctica–, en todos los detalles prácticos de la vida, de la Iglesia, de la familia, del negocio y de nuestra marcha privada de cada día, debemos ser gobernados absolutamente por esa preceptiva, poderosa y gloriosa sentencia: «Escrito está» (Mat. 4:4, 7, 10), una sentencia sumamente acrecentada en valor y realzada en su gloria moral por el elocuente hecho de haber sido utilizada tres veces por nuestro adorable Señor al comienzo de su ministerio público, durante su conflicto con el adversario, y que resonó en los oídos de Sus amados cuando estaba por ascender al cielo.
En efecto, mi querido lector cristiano, «Escrito está» era una de las sentencias predilectas de nuestro divino Maestro y Señor. Él siempre obedeció la Palabra. Se sometió incondicionalmente y de corazón a su santa autoridad en todas las cosas. Vivió de ella y por ella desde el principio hasta el fin. Siempre anduvo conforme a ella y nunca actuó sin ella. No discutía ni cuestionaba, no suponía ni deducía, no le añadía ni le quitaba ni la calificaba en modo alguno: solo obedeció. Sí; él, el Hijo eterno del Padre, que es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos, hecho hombre, vivió de las Escrituras y anduvo regido por ellas continuamente. Ellas constituían el alimento de su alma, la sustancia y la base de su maravilloso ministerio, la autoridad divina de su camino perfecto.
En todo esto él fue nuestro gran ejemplo. ¡Quiera Dios que sigamos sus benditas pisadas! ¡Que sometamos nuestros caminos, nuestros hábitos, nuestras asociaciones, a nosotros mismos y cuanto nos rodea, a la prueba de la Santa Escritura, y rechacemos, con inquebrantable decisión, sin importar qué se proponga o quien lo haga, todo lo que no soporte aquella luz escrutadora!
Estamos plenamente convencidos de que en cientos de miles de casos el objetivo primordial debe ser cambiar la actitud del corazón hacia la Palabra de Dios, reconocer plenamente la autoridad absoluta de la Palabra de Dios y someterse a ella. Es una positiva pérdida de tiempo y esfuerzo argumentar y discutir con hombres que no dan a la Escritura el mismo lugar que le dio nuestro Señor Jesucristo. Y cuando un hombre le da este lugar, no se necesita ningún argumento. Lo que realmente se necesita es hacer de la Palabra de Dios la base de nuestra paz personal y la autoridad de nuestra senda individual. ¡Que todos podamos hacerlo así!