Jacob a solas con Dios

Génesis 32:24-32


person Autor: Charles Henry MACKINTOSH 89

flag Tema: Juzgarse a sí mismo


Al trazar la historia de Jacob y contemplar su carácter natural, recordamos constantemente la gracia expresada en las palabras: «Amé a Jacob» (Mal. 12). La pregunta de por qué Dios pudo amar a semejante ser solo puede ser respondida por la gracia ilimitada y soberana de Aquel que pone su amor en objetos que no tienen valor en sí mismos, y «que llama lo que no existe como si existente» (Rom. 4:17), «para que ninguna carne se gloríe ante Dios» (1 Cor. 1:29). El carácter natural de Jacob era bastante insoportable; su nombre, de hecho, era una expresión de lo que era: “un suplantador”. Comenzó su carrera desarrollando esta disposición, y hasta que estuvo quebrantado por completo, como en estos versículos, siguió una carrera de regateo.

Al dejar la casa de su padre, hizo un trato con Dios. «Si fuere Dios conmigo, y me guardare en este viaje en que voy, y me diere pan para comer y vestido para vestir, y si volviere en paz a casa de mi padre, Jehová será mi Dios. Y esta piedra que he puesto por señal, será casa de Dios; y de todo lo que me dieres, el diezmo apartaré para ti» (Gén. 28:20-22). Aquí lo encontramos haciendo un trato con Dios mismo, que demuestra plenamente su verdadero carácter. Luego obsérvenlo durante el período de su estancia con Labán; vean qué planes, qué maquinaciones artificiosas para lograr sus fines. Cuán obvio es que el «yo» era el gran objetivo de su mente, en todo lo que emprendía. Lo mismo sucede en este capítulo 32. Está profundamente involucrado en planes para desviar la temida ira de su hermano Esaú, más viril, aunque maltratado.

Pero hay una circunstancia sobre Jacob en este capítulo que merece atención. Le vemos sufrir los dolorosos efectos de una conciencia culpable hacia su hermano; sabía que había actuado con él de un modo susceptible de excitar su ira y su venganza, y por eso le inquietaba la idea de encontrarse con él. Pero Dios tenía un problema con Jacob. Tenía que enseñarle que «toda carne es como la hierba» (1 Pe. 1:24). El único pensamiento de Jacob era apaciguar a Esaú con un regalo. Es cierto que en este capítulo se aparta para confesar y orar, pero está claro que su corazón estaba ocupado principalmente en sus propios arreglos para apaciguar a Esaú. Pero Dios lo observaba en todo esto, y le estaba preparando una disciplina saludable, para enseñarle lo que había en su corazón. Por eso «se quedó Jacob solo». Toda su compañía, organizada según su propio plan, se había marchado, y él mismo esperaba esta temida entrevista con gran ansiedad. Hay una fuerza especial en las palabras «se quedó Jacob solo». Así sucede con todos los que han sido formados en la escuela de Dios; han sido llevados a la quietud y soledad de la presencia divina, para examinarse a sí mismos y sus caminos, donde solo ellos pueden ver las cosas correctamente. Si Jacob hubiera continuado su camino entre el balido de las ovejas y el bramido de los bueyes, de ningún modo habría podido disfrutar de la misma visión tranquila y sobria de sí mismo y de su conducta pasada, a la que fue conducido en el secreto de la presencia de Dios. «Se quedó Jacob solo». Oh, no hay momento más importante en la historia de un hombre que cuando está conducido a la soledad de la presencia de Dios; es allí donde comprende cosas que antes eran oscuras e inexplicables. Es allí donde puede juzgar a los hombres y a las cosas bajo su verdadera luz; es también allí donde puede juzgarse a sí mismo y ver su nada y su bajeza.

En el Salmo 73, encontramos un alma que mira al mundo y razona sobre lo que ve en él, hasta tal punto que casi está tentada de decir que es inútil servir al Señor.

En el Salmo 77, encontramos un alma que mira hacia dentro de sí mismo y razona sobre lo que ve allí, hasta el punto de cuestionar la bondad perdurable de Dios.

¿Cuál era el remedio en ambos casos? «El santuario». «Hasta que entrando en el santuario de Dios, comprendí el fin de ellos» (Sal. 73:17). Así sucedió con Jacob; su «santuario» fue el lugar solitario donde Dios luchó con él hasta el amanecer.

El lector atento verá que este pasaje, tomado al pie de la letra, no tiene fundamento para la idea popular de que es un ejemplo del poder de la oración de un creyente como Jacob. La frase «luchó con él un varón» deja claro desde el principio que no se trata de tal idea; no dice que él luchó con el hombre, lo que daría a la escena un aspecto totalmente distinto. Creo que, lejos de probar el poder de Jacob a través de la oración, más bien prueba la intensidad de su apego a las obras de su carne y a todo lo relacionado con ellas. Tan firmemente mantenía su «confianza en la carne» que la lucha duró toda la noche. El “suplantador” se mantuvo firme, y Jacob no cedió hasta que el asiento mismo de su fuerza fue tocado, y finalmente pudo sentir que «toda carne es como hierba».

Esta es la clara enseñanza de esta importantísima Escritura. En lugar de la paciencia y perseverancia de Jacob en la oración, aquí tenemos la paciencia de Dios con alguien que necesitaba que su «viejo hombre» fuera aplastado hasta convertirse en polvo antes de que Dios pudiera hacer algo con él. Esta escena trascendental nos ofrece el gran punto de inflexión en la vida de este hombre extraordinario. La conversión de Saulo puede evocarse aquí; Jacob, con la cavidad de la cadera afectada, es como Saulo postrado en el polvo entre Jerusalén y Damasco. Vemos, por una parte, los fragmentos rotos del “suplantador” y la primera lección fundamental del poderoso “Príncipe” de Dios; y por otra, los fragmentos de un perseguidor e injuriador y la primera lección del poderoso apóstol de Dios.

Podemos preguntarnos qué significa la expresión: «No te dejaré, si no me bendices» (32:26). ¿Qué significa, sino la expresión de alguien que había hecho el maravilloso descubrimiento de que estaba “sin fuerzas”? Jacob se dio cuenta en esta lucha de toda la debilidad humana, y sintió plenamente lo que era la fuerza divina. Ya no piensa en sus hermosos planes y arreglos, en sus regalos para apaciguar a su hermano Esaú. No, está de pie, quebrantado y tembloroso, ante Aquel que lo ha humillado, y grita: «No te dejaré, si no me bendices». Esta es la puerta del cielo. Jacob ha llegado, por así decirlo, al final de la carne; ya no es «yo», sino «Tú». Se aferra a Jehová como el pobre náufrago se aferra a la roca. Toda la confianza en sí mismo ha desaparecido, todas las expectativas de sí mismo y del mundo se han hecho añicos, todas las precauciones auto concebidas se han desvanecido como una nube matutina ante los rayos del sol. Todos sus regateos fueron en vano. ¡Cuán miserable le pareció todo lo que había hecho, incluso su ofrecimiento de dar el diezmo a Dios, cuando se encontró en el suelo, en el polvo de la humillación y de la extrema debilidad! El poderoso luchador dice: «Déjame ir, porque raya el alba». Qué expresión tan sorprendente: «¡Déjame ir!» Estaba decidido a poner de manifiesto el estado del alma de Jacob. Si Jacob le hubiera dejado ir inmediatamente, habría demostrado que su corazón seguía envuelto en sus planes y proyectos mundanos; pero, por el contrario, al gritar: «No te dejaré», declara que solo Dios era ahora la fuente de todo gozo y la fuerza de su alma. En realidad, está diciendo: “¿Qué otra cosa tengo en el cielo sino a ti? y nada deseo sino a ti en la tierra”; o, con los 12 discípulos, en el capítulo 6 de Juan: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes las palabras de vida eterna» (v. 68).

¡Feliz experiencia! La de aquella pobre alma condenada; pudo en el pasado confiarse en su propia justicia, como Jacob en sus hermosos proyectos bien concebidos; pudo apoyarse en su vida moral; pero cuando la atravesó la flecha de la condenación, se puso a desnudo y contó a Dios todo lo que había hecho. Entonces ya no confía en sí misma, sino que grita como Job: «Ahora mis ojos te ven. Por tanto, me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (Job 42:6). «No te dejaré, si no me bendices». Este será siempre el feliz efecto de un conocimiento cabal de nuestro propio corazón.

Jacob cambia ahora de nombre: ya no se le conocerá como “el suplantador”, sino como “un príncipe”, que tiene poder ante Dios por el conocimiento mismo de su debilidad; porque «cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor. 12:10). Nunca somos tan fuertes como cuando nos sentimos débiles, como «aguas derramadas por tierra, que no pueden volver a recogerse» (2 Sam. 14:14); y, por el contrario, nunca somos tan débiles como cuando nos creemos fuertes. Pedro nunca mostró una debilidad más lamentable que cuando se imaginó que tenía una fuerza fuera de lo común: si hubiera sentido algo de la feliz condición de Jacob cuando sus tendones se contrajeron, habría pensado, actuado y hablado de manera diferente.

No deberíamos dejar este pasaje sin ver claramente al menos lo que dio a Jacob “la victoria sobre Dios y los hombres” (32:28). Fue la plena conciencia de su propia nada. Quien escuche por un momento estas preciosas palabras: «No te dejaré, si no me bendices», y vea al humilde patriarca aferrado estrechamente a Aquel que lo había quebrantado, vea que el “poder” de Jacob consistía en su “debilidad”. No hay nada aquí del poder de Jacob en la oración. No: todo lo que vemos es primero la fuerza de Jacob en la carne, y Dios debilitándolo; luego su debilidad en la carne, y Dios fortaleciéndolo. Esa es la gran lección de este pasaje. Jacob fue bendecido al hacer este “alto” en su viaje, porque aprendió el secreto de la verdadera fortaleza. Fue capaz de seguir adelante, comprendiendo las palabras pronunciadas más tarde por el apóstol Pablo: «Por lo cual me complazco en las debilidades, para que habite en mí el poder de Cristo». Sí, «mis debilidades», por una parte, y «el poder de Cristo», por otra, constituyen la cumbre de la vida de un cristiano.

Observo que parece haber una marcada relación entre el espíritu de este instructivo pasaje y el de Gálatas 6:16: «A todos los que viven según esta regla, paz sobre ellos y misericordia, y sobre el Israel de Dios». ¿Qué regla? «La cruz de nuestro Señor Jesucristo». Esta es la regla de Dios. No se trata de «circuncisión o incircuncisión, sino una nueva creación» (griego : kaine ktisis). Esta es la regla que distingue al Israel de Dios; es la gran distinción entre “los suplantadores” y “los príncipes”: los primeros confían en la carne, los segundos «en la cruz». El Israel de Dios siempre se ha identificado con la debilidad en sí mismo, como Jacob, que ahora cojea con la sentencia de muerte escrita en su carne. Por eso continúa el apóstol: «En adelante, que nadie me moleste; porque llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús» (stigmata tou kuriou) (Gál. 6:17). Jacob llevaba, pues, por así decirlo, en su «cuerpo las marcas de Jesús». Y no se avergonzaba de ellas, pues si eran las marcas de la debilidad de Jacob, eran también las marcas de la fuerza de Israel. ¡Feliz fuerza! Que podamos conocerla más cada día.

Para concluir, solo diré que Esaú no se encontró entonces con Jacob, sino con Israel. Como resultado, todo fue paz y luz: la dificultad se desvaneció y el peligro desapareció. Dios, que había quebrantado al «viejo hombre» de Jacob, ejerció una influencia sobre el espíritu de Esaú, sin la cual las consecuencias podrían haber sido terribles. ¡Qué alegría es para nosotros encontrar así las dificultades al otro lado de la cruz! Jacob había estado a solas con Dios y, por tanto, podía estar a solas con Esaú.


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