El amor propio
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Puede definirse como sigue: es la opinión favorable –demasiado favorable– que uno tiene de sí mismo. Está diametralmente opuesto a la humildad que debe caracterizar a los hijos de Dios, y a la cual somos insistentemente amonestados por su Palabra.
El amor propio procede del orgullo de la carne que reina en el mundo, hace presa en los hombres y los arrastra a la ruina y a la muerte.
Vemos este amor propio, inherente a nuestra vieja naturaleza, siempre dispuesto a enorgullecerse. ¿Hay algún creyente que esté exento de él? Dios nos demuestra que no: aún un hombre como Job, «perfecto y recto» a los ojos de Dios, está lleno del mismo. Que este ejemplo nos haga sondear nuestros corazones y juzgarlos profunda y sinceramente delante de Dios, en la divina luz de su Santidad y de su Poder. Indúzcanos Dios a exclamar como Job: «Me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (Job 42:6).
El amor propio se manifiesta de continuo en nuestra vida; daña al testimonio de humildad cristiana que somos llamados a dar. Nos ensalza en lugar de humillarnos, y como lo declara el Señor, nuestro perfecto modelo: «Porque todo el que se exalta, será humillado; y el que se humilla, será exaltado» (Lucas 14:11).
Nuestro amor propio choca con el de los demás, como también el de ellos topa con el nuestro; nos pone de continuo en conflicto los unos con los otros y enturbia nuestras relaciones, tanto en el círculo familiar como en el seno de la asamblea. Nada hay más susceptible en nuestro ser que el amor propio; es preciso reprimirlo. Hemos de cuidar asimismo de aquel de los demás para no excitarlo; cuando nos ocurre tropezar con él, hagámoslo con prudencia y mansedumbre. Las heridas ocasionadas de este modo son a menudo difíciles de curar, y resultan a veces incurables. Recordemos que el único remedio es el amor que nos viene de Dios; es también el único preventivo, el vestido protector del cual no debemos nunca despojarnos.
Es el amor propio un explosivo fácilmente inflamable, que prende fuego a la menor chispa. Vigilemos, pues, nuestra lengua, que es un fuego, como dice el apóstol Santiago. Meditemos también lo que escribe el apóstol Pablo a los corintios:
«El amor es paciente, el amor es servicial. El amor no tiene envidia, no es jactancioso, no es arrogante. No es indecoroso, ni busca su interés. No se irrita, ni toma en cuenta el mal; no se goza en la injusticia, pero se alegra con la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor. 13:4-7). Que este amor nos dirija en la familia y en la asamblea, y que nuestras relaciones estén impregnadas por él.
Volvamos a la extrema sensibilidad del amor propio: una amonestación que nos es dirigida, un reproche que nos es hecho, aunque sea merecido y justificado, ¿no provoca a menudo en primer lugar el descontento, mayormente cuando es hecho con cierta brusquedad? Es muy necesario también que aquellos que son calificados en la asamblea para ejercer en ella cuidados pastorales, y llamados a enseñar, a exhortar, a reprender, siguiendo las Escrituras, lo hagan con mansedumbre y con calma, con longanimidad, en el momento requerido, aprovechando la oportunidad, en un espíritu de gracia.
En cierto sentido, el amor propio puede extenderse a una familia considerada en su conjunto. Cuando uno de sus miembros comete una falta que pueda desacreditarle a los ojos de los demás, ocurre que miembros se solidarizan con él y, en lugar de ayudarle a que se humille, ellos manifiestan un amor propio de familia que puede producir celos, rozaduras, divisiones, e incluso la enemistad. Que el Señor nos guarde en nuestros vínculos de familia, que son de tan gran precio, a fin de que estos no dominen los vínculos que nos unen a Él.
El amor propio es el amor de sí mismo, del «Yo» que transformamos en un ídolo, el cual toma en nuestros corazones el lugar que solo Dios debería ocupar y que él desea conservar. Es el orgullo del hombre que mueve todo a su propia voluntad y no a la de Dios.
Prosternémonos humildemente delante de nuestro Señor Jesucristo, «manso y humilde de corazón» (Mat. 11:29), no teniendo otra voluntad que la del Padre, la cual hizo que se anonadara y humillara hasta la muerte, y muerte de cruz, desviando el amor de sí mismo para derramarlo sobre sus prójimos.
Revista «Vida cristiana», año 1954, N° 11 y 12