Abram restaurado


person Autor: Charles Henry MACKINTOSH 88

flag Tema: Abraham


«Subió, pues, Abram de Egipto hacia el Neguev, él y su mujer, con todo lo que tenía, y con él Lot. Y Abram era riquísimo en ganado, en plata y en oro. Y volvió por sus jornadas desde el Neguev hacia Bet-el, hasta el lugar donde había estado antes su tienda entre Bet-el y Hai, al lugar del altar que había hecho allí antes; e invocó allí Abram el nombre de Jehová» (Génesis 13:1-4).

El principio de este capítulo 13 nos presenta un asunto de la mayor importancia para el corazón. Cuando, de un modo u otro, el estado espiritual del creyente haya entrado en decadencia y haya perdido la comunión con Dios, corre el riesgo de no asirse de la gracia tal cual es, desde el momento que haya empezado a despertar la conciencia, y no entrar plenamente en la realidad de su restauración delante de Dios.

Ahora bien, sabemos que todo lo que Dios hace, lo hace de un modo digno de su persona; ya sea en creación o en salvación, ya sea que convierta o restaure, no puede obrar sino en conformidad con su ca­rácter, glorificando su nombre en todos sus caminos. Esto es para gran dicha nuestra, que estamos siempre dispuestos a «provocar al Santo de Israel» (Sal. 78:41), haciéndolo así sobre todo cuan­do se trata de la gracia restauradora.

En la porción que nos ocupa, vemos que Abram no solo subió del país de Egipto, sino que fue conducido «hasta el lugar donde ha­bía estado antes su tienda... al lugar del altar que había hecho allí antes; e invocó allí Abram el nombre de Jehová» (Gén. 13:3-4). Respecto al desvío, Dios no está satisfecho hasta haberle llevado al camino derecho, y haberlo restablecido perfectamente en su co­munión. Nuestro corazón, lleno de justicia propia, pensaría natural­mente que un lugar menos elevado que el anterior convendría a tal persona; y así, en realidad, sucedería, si se tratara de nuestros méritos o de nuestro carácter; pero como se trata tan solo de la gracia, pertenece a Dios determinar la medida de la altura de la elevación; y esta medida se nos ofrece en el siguiente pasaje: «Si te volvieres, oh Israel, dice Jehová, vuélvete a mí» (Jer. 4:1).

Así es como Dios levanta al caído: hacerlo de otro modo sería indigno de él. O no restaura, o lo hace de un modo que queden ensalzadas y glorificadas las riquezas de su gracia. Cuando el leproso curado fuese admitido de nuevo al campamento, se le conducía hasta «la puerta del tabernáculo de reunión» (Lev. 14:11); cuando el hijo pródigo volvió a la casa paterna, el padre lo hizo sentar consigo a su propia mesa; cuando Pedro había sido levantado de su caída, pudo decir a los hombres de Israel: «vosotros negasteis al Santo y Justo» (Hec. 3:14), acusándoles precisamente de lo que había hecho él mismo, bajo las circunstancias más agravantes. En cada uno de estos casos, y en muchos otros, vemos que Dios restaura de un modo perfecto: conduce siempre de nuevo el alma a Sí mismo, en todo el poder de su gracia y en toda la confianza de la fe. «Si te volvieres… vuélvetemí» (Jer. 4:1)Abram volvió «hasta el lugar donde había estado antes su tienda».

Por otra parte, es infinitamente práctico el resultado de la restau­ración divina del alma. Si por su carácter confunde al legalismo, por el efecto que produce, confunde al antinomianismo (que niega la obli­gación de la ley, o, mejor dicho que rechaza toda clase de ley o su­jeción). El alma levantada de su caída tiene un sentimiento vivo y profundo del mal del que ha quedado salva, y este sentimiento se mani­fiesta por el espíritu de vigilancia, de oración, de santidad y de pru­dencia que ahora la distingue. Dios no nos levanta para que otra vez tomemos el pecado a la ligera, cayendo de nuevo en él, pues dice: «Vete; y en adelante no peques más» (Juan 8:11).

Cuánto más profundo sea el sentimiento de la gracia restauradora de Dios, tanto más profundo es el sentimiento de la santidad de la elevación. Esto es un principio establecido y enseñado desde el comienzo hasta el fin de la Escritura, pero especialmente en dos pa­sajes bien conocidos: «Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre» (Sal. 23:3), y «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Juan 1:9).

El sendero que conviene al alma restaurada, son las «sendas de jus­ticia». Disfrutar de la gracia produce una vida justa: hablar de la gracia y vivir en la injusticia es convertir «la gracia de nuestro Dios en libertinaje» (Judas 4). Si la gracia reina por la justicia para vida eterna (Rom. 5:21), se manifiesta también en obras de justicia, que son el fruto de esta vida. La gracia que nos perdona nuestros pecados, nos limpia también de toda maldad. Estas dos cosas nunca deben separarse. Son dos cosas que juntas confunden, como hemos dicho, tanto al legalismo como al antinomianismo del corazón humano.

Revista «Vida cristiana», año 1956, N° 22


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