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Símbolos para la Palabra de Dios
Autor:
Símbolos para la Palabra de Dios
Tema:Traducido del alemán de «Gottes kostbare Gedanken» p.177-233
La Sagrada Escritura, tanto en el Nuevo Testamento como en el Antiguo, contiene un gran número de imágenes, de símbolos y de comparaciones que nos ayudan a comprender el contenido espiritual. Basta pensar en los acontecimientos, objetos, personas o prescripciones del Antiguo Testamento que tienen un carácter prefigurado o profético para nosotros hoy (por ejemplo, la historia de José, los sacrificios, el tabernáculo). No es infrecuente que Dios mismo se compare con un ser humano y sus acciones (por ejemplo, el hombre, el padre, la madre). En el Nuevo Testamento, son sobre todo las parábolas en las que el Señor utiliza el lenguaje de las imágenes.
Probablemente no estamos suficientemente agradecidos a Dios por hablarnos de esta manera pictórica. De hecho, gracias a ella hemos podido comprender mejor ciertas verdades profundas.
Pero no es de estas imágenes de lo que estamos hablando aquí. Quizá algunos lectores aún no hayan captado del todo el hecho de que la Sagrada Escritura habla de sí misma en forma simbólica. En otras palabras, el Espíritu Santo también utilizó imágenes o símbolos de la propia Palabra de Dios para ayudarnos a captar su grandeza y su carácter. No cabe duda de que estas descripciones pictóricas de la Palabra de Dios son tan inspiradas como las Escrituras en general. Además, son muy significativas y están llenas de enseñanzas para todos nosotros. ¿Quién podría ignorar que su autor es divino?
En una pequeña serie de secciones, queremos echar un vistazo a los diversos símbolos y tratar de captar su significado espiritual para nosotros. Primero veremos los símbolos que se relacionan directamente con nosotros mismos, y luego pasaremos a los que muestran la bendición a través de nosotros para los otros.
1 - Un Examinador-Juez
Como primer ejemplo de cómo Dios describe su Palabra a través de una imagen, veamos un pasaje de la Epístola a los Hebreos (4:12): «Porque la palabra de Dios… discierne los pensamientos y propósitos del corazón».
La palabra «discernir» procede del griego «kritikos», que significa “capaz de juzgar y decidir”. La palabra derivada “criticar”, sin embargo, tiene una connotación negativa que no se encuentra en la palabra griega. Por eso parece más apropiado el término “examinador”.
La Palabra de Dios –un examinador– juzga el corazón. Esto muestra claramente que la Biblia no puede ser leída como un libro humano normal. Habla directamente al corazón y a la conciencia de la persona como ningún otro libro en el mundo. Y lo hace con autoridad y perfección divinas. Por eso debemos leer la Sagrada Escritura con recogimiento y con el corazón abierto, teniendo siempre presente que Dios nos habla a través de ellas.
El corazón es el centro moral de nuestro ser, de nuestra personalidad. No solo es la sede de nuestros afectos, sino también donde se toman las decisiones sobre nuestra vida. Por eso el libro de los Proverbios nos exhorta: «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida» (Prov. 4:23).
En efecto, es de suma importancia que los pensamientos y las intenciones de nuestro corazón estén sometidos a un control saludable. Pero esto solo puede hacerse por medio de la Palabra de Dios. Solo a través de ella que los procesos de nuestro corazón son iluminados por la luz divina, y solo a través de ella que son juzgados nuestros motivos más íntimos. Debemos aceptar esto, aunque a veces el “Examinador-Juez” no deba proteger nuestra propia voluntad, sino testificar contra ella. ¿Y no es una bendición inestimable que nuestros pensamientos sean probados antes de que se conviertan en palabras, y que nuestras intenciones sean probadas antes de que se conviertan en hechos? ¡Cuántos problemas y sinsabores nos habríamos ahorrado si hubiéramos permitido que la Palabra pusiera a prueba nuestros pensamientos e intenciones!
Ya en la antigüedad, el poeta del Salmo 139 pedía a Dios este favor: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno» (139:23-24). Hoy estamos bajo la gracia, y sabemos que el Señor Jesús ha sido juzgado por todo el mal que Dios ve en nosotros. Por tanto, si queremos seguirle en la práctica, ¿no deberíamos acoger a este “Examinador-Juez? Capaz de descubrir el mal en nuestro corazón a la raíz, y eliminarlo. Poseemos la vida nueva, la vida eterna, y esta vida quiere obedecer a Dios. Pero también tenemos la vieja naturaleza, que siempre trata de exhibirse y empujarnos al mal. ¡Qué gracia, entonces, tener en la Palabra de Dios un juez que hace una separación en el corazón entre lo que es de Dios y lo que no es de Él!
Pero, una vez más, debemos ponernos conscientemente a la luz de la Palabra de Dios, si queremos experimentar sus efectos beneficiosos. Esto puede hacernos humildes, pero no hay nada más bendito. Solo así puede Dios apartarnos de caminos dolorosos y mantenernos disfrutando de la comunión con él mismo.
En Hebreos 4:12, la Palabra de Dios aparece como una Persona que realiza obras, es decir como examinando y juzgando aquí nuestros pensamientos y motivos. En realidad, nos lleva directamente a la presencia de Dios, como aclara el versículo siguiente: «No hay criatura que no esté manifiesta ante él; sino que todo está desnudo y descubierto a los ojos de aquel a quien tenemos que rendir cuentas» (4:13). La transición sin fisuras de la Palabra de Dios a Dios mismo es sumamente impresionante. Si estamos tratando con la Palabra de Dios, estamos tratando con Dios mismo. ¡Es una parte bendita que no deberíamos permitir que nos roben!
2 - Una lámpara y una luz
En el Salmo 119, la Palabra de Dios está comparada con una lámpara y una luz: «Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino» (119:105). Una idea similar se expresa en Proverbios 6: «Porque el mandamiento es lámpara, y la enseñanza es luz» (6:23).
La lámpara y la luz son necesarias cuando hay oscuridad. Esto es tan cierto en el mundo natural como en el espiritual. Ahora bien, apenas hay un hecho más atestiguado en las Sagradas Escrituras que el hecho de que el hombre natural está en tinieblas. Está bajo el «poder de las tinieblas» (Col. 1:13) y está controlado por los «gobernantes del mundo de las tinieblas» (Efe. 6:12). La Palabra de Dios describe a los hombres como teniendo «el entendimiento obscurecido» y añade: «ajenos a la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos» (Efe. 4:18). Porque las tinieblas han obstruido los ojos de los hombres, están en tinieblas, caminan en tinieblas y no saben a dónde van (1 Juan 2:11). Un juicio condenatorio sobre los ciudadanos de la tierra, incluidos los modernos con toda su astucia y alejamiento de Dios: “¡No saben a dónde van”!
El término «tinieblas» describe claramente un estado moral –como se desprende de los pasajes citados– que, por lo que respecta al hombre, se caracteriza por la ignorancia de Dios y de las cosas divinas.
Si los hombres permanecen en este estado, les serán «reservadas la oscuridad de las tinieblas para siempre» (Judas 13). Solo la intervención o interposición de Dios puede cambiar este estado de cosas. Así, después de la creación, la tierra cayó en un estado de desolación y vacío y «las tinieblas estaban sobre la faz del abismo»; el Creador, para restaurarla, ordenó primero: «Sea la luz» (Gén. 1:2-3); lo mismo sucede en el ámbito espiritual: Dios ha hecho brillar la luz en el corazón oscurecido del hombre para la «iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (2 Cor. 4:6).
El medio que Dios ha utilizado para ello es únicamente su Palabra, en particular la Palabra del Evangelio (Hec. 15:7; 2 Cor. 4:4; Efe. 1:13; 1 Pe. 1:23). Dios envía a sus siervos, con esta Palabra, a los hombres «para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; para que reciban el perdón de los pecados» (Hec. 26:18). El hombre es responsable de someterse a la luz de la Palabra de Dios. Si lo hace, sucede también lo que dice el Salmo 119: «La exposición de tus palabras alumbra; hace entender a los simples» (119:130). El equivalente de esta bendición en el Nuevo Testamento se encuentra en Efesios 5, donde se dice que los que antes eran tinieblas ahora son luz en el Señor (Efe. 5:8). Tener luz, ser luz en el Señor, es poder reconocer a Dios y sus pensamientos.
Hay algo maravilloso a propósito de la Palabra de Dios. Podemos compararla con la estrella de oriente, cuya luz en otro tiempo quería alumbrar a los que estaban más alejados –una luz que, aún hoy, conduce a Cristo a todos los que buscan sinceramente (Mat. 2:2, 9-10).
Quería comenzar presentando esta consideración sobre la luz y las tinieblas y mostrar que es la primera exigencia para el hombre pecador. Las palabras del Salmo 119 versículo 105, que encabezan esta sección, reflejan el lenguaje de un creyente. Para él, la Palabra de Dios es una lámpara para su pie y una luz para su camino.
Me parece que estos 2 símbolos de la Palabra de Dios no expresan exactamente lo mismo. La lámpara es para la noche, la luz para el día.
Quedémonos primero con la lámpara. Mientras que en el Salmo 19 el mandamiento del Señor ilumina los ojos (v. 8), aquí la Palabra habla de una lámpara para los pies (119:105). La primera comparación habla de la capacidad de ver, de comprender; la segunda, de un poste indicador.
En nuestra vida, nos enfrentamos constantemente a decisiones que tomar. Pueden parecernos insignificantes o cargadas de consecuencias, pero siempre deberían ser tomadas acertadamente. De hecho, ¿quién de nosotros sabe si lo que hoy nos parece menor no tendrá mañana consecuencias más graves de lo que pensábamos? Cuando estamos enfrentamos a decisiones difíciles, puede llegar que se oscurezca mucho nuestra alma, sobre todo si las circunstancias que nos rodean tampoco arrojan ninguna luz. ¿Dónde poner el pie para dar el siguiente paso?
Entonces, ¡cuánto necesitamos una «lámpara» para nuestro pie! Dios quiere mostrarnos el camino con su Palabra, quiere aconsejarnos con su mirada (Sal. 32:9). ¡Dichosa la persona que ha aprendido a buscar el consejo de Dios incluso en los asuntos pequeños! Así tendrá menos problemas para hacerlo cuando se trate de cosas grandes. ¿No necesitamos a veces esta advertencia?: «No seáis como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento». Si no buscamos su dirección, sino que tomamos decisiones por nuestra cuenta, probablemente él tendrá que usar «el cabestro y el freno» para mantenernos en el camino o hacernos retroceder dolorosamente. ¡Cuánto mejor es tener su Palabra como lámpara a nuestro pie!
Dios no nos da instrucciones precisas para cada caso particular de nuestra vida, ni da una respuesta directa a cada pregunta. Su Palabra no es un libro de recetas. Más bien, Dios nos guía con principios morales –líneas directrices que están registradas en la Sagrada Escritura y que debemos hacer nuestras. ¡Que Dios nos dé, estando alentados por esas líneas, que nos interroguemos cada vez más acerca de su voluntad!
Pero su Palabra es también una luz para nuestro camino. Despierta en nosotros la idea de un día luminoso con un camino claramente reconocible ante nosotros. En su gracia, Dios no solo nos da luz para los próximos pasos, sino que inunda todo el camino que tenemos que recorrer con una luz clara. Es muy reconfortante. Ya se trate de nuestro camino personal como cristianos o del camino colectivo como asamblea de Dios, su Palabra nos muestra el camino en su conjunto, y nos indica la salida y la meta.
En este sentido, «luz» va más allá que el pensamiento de «lámpara». Puede verse como el equivalente de «revelación». Mientras que nuestro camino personal se presenta a nosotros como algo desconocido, que exige constantemente nuevas decisiones, existe el camino abierto ante nosotros, por ejemplo, el de la Asamblea. La Palabra de Dios lo traza claramente en sus diferentes perspectivas, y no necesitamos preguntarnos cada vez adónde nos lleva. Dios lo ha revelado claramente en su Palabra. Lo mismo ocurre con nuestro camino como hijos de Dios. ¿No sabemos –entre otras muchas cosas– que conduce a la gloria a través del sufrimiento?
Una diferencia similar a la que existe aquí entre «luz» y «lámpara» la encontramos en el Salmo 103 entre «caminos» y «obras» (v. 7). Mientras que Moisés recibía comprensión de Dios sobre Sus caminos –es decir, la revelación–, el conocimiento de los hijos de Israel para Moisés se limitaba a Sus obras.
«La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto. El camino de los impíos es como la oscuridad; no saben en qué tropiezan» (Prov. 4:18-19).
3 - Un espejo
Después del “examinador-juez” y de la «lámpara», encontramos en la Epístola de Santiago otro símbolo de la Palabra de Dios: el «espejo». Tras la exhortación a ser personas que ponen en práctica la Palabra, y no simples oyentes que se engañan a sí mismos, se añade: «Porque si alguno es oidor la palabra y no hacedor, este es semejante a un hombre que observa su rostro natural en un espejo; porque se considera a sí mismo y se marcha, y luego olvida cómo era» (Sant. 1:23-24).
Para comprender bien este pasaje, debemos fijarnos en el contexto en el que se encuentra. Santiago había hecho la importante afirmación de que fue Dios mismo quien, por su propia voluntad, nos engendró por medio de la Palabra de verdad (Sant. 1:18). Fue una operación de su propia voluntad y de su amor sin límites. Y la generación que él engendró representa las primicias (primeros frutos) de algunas de sus criaturas, es decir, de esa nueva creación que se revelará plenamente a su debido tiempo (Rom. 8:21-23; 2 Cor. 5:17).
Como Santiago todavía tiene ante sí la práctica de la vida cristiana, insiste para que los frutos de la nueva naturaleza sean visibles en la vida del creyente. Todo lo que no corresponde a la justicia práctica en la que Dios se deleita, debe ser evitado y rechazado (Sant. 1:19-21).
Por un acto de gracia soberana, Dios ha «implantado» la Palabra, y esta Palabra actúa dentro del creyente y tiene el poder de salvar las almas. Este es el lado de Dios.
Nuestro lado se describe con la invitación: «Recibid con mansedumbre la palabra implantada» (1:21b). Santiago escribe esto para sus «amados hermanos» (1:19), es decir, para los creyentes. La Palabra de Dios ya ha sido implantada en ellos. No les dice que deban recibirla o aceptarla por primera vez. Más bien, tienen que seguir recibiendo la Palabra implantada con mansedumbre. Como muestra el versículo 22, se trata de una aceptación efectiva y completa de la Palabra de Dios, que no se limita a escuchar, sino que también incluye ponerla en práctica. Lo que quiere decir es que debemos aceptar la Palabra completamente y sin reservas, –la Palabra que ya hemos escuchado y que seguiremos escuchando en el futuro. Cuando la Palabra implantada está aceptada con dulzura, nuestros pensamientos naturales se dejan a un lado, y Cristo llena nuestros corazones. Y esto nos lleva a ser hacedores de obra, practicantes de la Palabra.
Si alguien solo escucha la Palabra y no la pone en práctica, no tiene verdadero conocimiento de sí mismo. Santiago dice que, si alguien escucha la Palabra y no la pone en práctica, es como un hombre que se mira en un espejo y se va y olvida cómo está constituido, es decir, a qué es semejante. No tiene ningún conocimiento de sí mismo. La palabra no ha tenido ningún efecto. Ser un mero oyente, es escuchar sin verdadera fe. Contemplar –alejarse– olvidar: eso es lo que caracteriza a un mero oyente. Solo la fuerza del Espíritu Santo puede suscitar en el corazón el discernimiento necesario. En este caso, sin embargo, falta totalmente el discernimiento; la conciencia no ha entrado verdaderamente en la luz de Dios.
No se puede decir lo mismo de la persona que mira atentamente la ley perfecta, la ley de la libertad, y persevera en ella (1:25). Será bienaventurado en su hacer (en su poner en práctica), porque no es un oidor olvidadizo, sino un hacedor de obras (1:25).
La Palabra de Dios actúa a veces como un espejo. Muestra al hombre cómo lo ve el Juez incorruptible: no lo que él considera que es, sino cómo está constituido ante Dios. Por eso el hombre natural es reacio a mirarse en ella. Y, sin embargo, es esencial verse como nos muestra este espejo: es el primer paso en el verdadero camino que conduce a Dios.
Un día, un misionero en China leyó el primer capítulo de la Epístola a los Romanos a un numeroso público local. Al final de la lectura, se acercó un chino. Comentó que le parecía mal e impropio que ese demonio extranjero (como llamaban a los misioneros) viniera aquí, descubriera todos sus pecados ocultos, los escribiera en un libro y luego los leyera en público de esa manera.
Sí, la Biblia es un espejo.
Por supuesto, esto también se aplica a los creyentes. Lo que se dice en principio sobre el oyente olvidadizo, deberíamos aplicarlo también a nosotros mismos. ¿No deberíamos temer y confesar que muchas veces nos hemos encontrado cara a cara con la Palabra de Dios y nos hemos visto puestos a su luz, pero que rápidamente hemos olvidado cómo estábamos “constituidos”? Han surgido 1.000 cosas que nos han parecido más importantes. Y, el resultado, es que hemos perdido totalmente las impresiones que Dios quería darnos. Es como si, en tal o cual punto, o en tal o cual ocasión, nunca hubiéramos oído o visto nada. ¡Oyentes olvidadizos!
Esto nos recuerda la parábola del sembrador en Mateo 13. Parte de la semilla cayó junto al camino, y vinieron los pájaros y la picotearon (13:4). Si nuestro corazón se asemeja a un camino endurecido por frecuentar el mundo, y la semilla de la Palabra de Dios queda desatendida, el maligno se sale con la suya. Viene y arrebata lo que se ha sembrado en el corazón, pero que no era bienvenido allí (13:19).
Así pues, observemos de cerca la ley perfecta, la ley de la libertad, ¡y perseveremos en ella! ¿Qué es la ley de la libertad? Es la Palabra de Dios por la cual el creyente ha nacido de nuevo. Es la Palabra implantada que enseña, instruye, guía y conduce, y que nos fortalece en aquello en lo que la nueva vida encuentra su gozo y culminación.
4 - El agua
Uno de los símbolos más conocidos de la Palabra de Dios es el «agua». El Señor mismo lo utilizó en su conversación con Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo, a menos que el hombre nazca de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Juan 3:5).
4.1 - La purificación única (inicial)
Aquí Jesús habla del nuevo nacimiento y muestra cómo se produce: del agua y del Espíritu. El «agua» es una imagen de la Palabra de Dios en su carácter purificador. El Espíritu Santo la utiliza y la aplica al corazón y a la conciencia del hombre. El estado interior del hombre está descubierto por la Palabra de Dios revelada, y por ella están introducidos pensamientos celestiales y divinos. De este modo, el corazón está purificado del punto de vista moral.
El hecho de que «agua» no se refiere al bautismo, sino a la Palabra de Dios, queda confirmado por numerosos pasajes del Nuevo Testamento. Por ejemplo, el apóstol Pablo dice que engendró a los creyentes corintios en Cristo Jesús «por medio del evangelio» (1 Cor. 4:15). Santiago se refiere a la voluntad de Dios como la fuente o causa del nuevo nacimiento y dice: «De su propia voluntad él nos engendró con la Palabra de verdad, para que seamos como primicias de sus criaturas» (Sant. 1:18). Y, por último, Pedro describe la generación de una vida nueva y divina: «… No habiendo renacido de simiente corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios» (1 Pe. 1:23). Aquí, además, encontramos otro símbolo de la Palabra de Dios, la «semilla», que trataremos más detenidamente más adelante.
El nuevo nacimiento es lo más importante en la vida del hombre. Sin él, no se puede entrar ni ver el Reino de Dios. Es el Espíritu quien vivifica (da vida; Juan 6:63), pero él usa la Palabra. Ningún pecador es despertado a la vida sin la Palabra de Dios. «La fe viene del oír; y el oír, por la palabra de Dios» (Rom. 10:17). Hay una purificación fundamental al recibir la vida divina. Porque la nueva naturaleza aborrece el mal y lo condena. Ama el bien y lo practica. Y es así como Dios da al corazón nuevos pensamientos y afectos, y nuevos sentimientos, que tienen a él mismo como fuente. Esta purificación solo tiene lugar una vez, del mismo modo que el nuevo nacimiento no puede repetirse.
4.2 - Una purificación que continúa
Además de la purificación básica de nuestros pensamientos y corazones al comienzo de nuestro camino cristiano, seguimos necesitando una purificación continua. Uno de los pasajes de la Escritura que nos enseña esto es Efesios 5:26. Después de hablar del amor de Cristo por su Asamblea, según el cual él mismo se entregó por ella, se añade: «… Para santificarla, purificándola con el lavamiento de agua por la Palabra».
Mientras que el versículo 25 habla del amor de Cristo en el pasado, el versículo 26 muestra cómo se manifiesta su amor en el presente. Nos conmueve el hecho de que el Señor Jesús viva y actúe por nosotros hoy, y que sea particularmente activo en santificar y purificar a la Asamblea mediante el lavamiento con agua por la Palabra. Aunque tengamos aquí el aspecto corporativo, está claro que él realiza esta obra en el corazón de cada creyente individualmente, porque son ellos los que forman la Asamblea.
Ahora bien, la «santificación» y la «purificación» no son exactamente lo mismo. La santificación consiste en volver nuestro corazón hacia Cristo, mientras que la purificación consiste en eliminar lo que no corresponde a Dios en nuestra vida. Ambas se consiguen mediante la aplicación de la Palabra de Dios. Tomemos muy a pecho, amados, este servicio de nuestro Señor. Por medio de la revelación de sí mismo y de la plenitud del pensamiento divino, él quiere elevar nuestros afectos hacia sí mismo en el cielo, y desprendernos así del mundo y de sus atracciones. «Santifícalos en la verdad», pidió el Hijo a su Padre, antes de añadir: «Tu palabra es [la] verdad… por ellos me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad» (Juan 17:17-19).
Cristo nunca dejará de amarnos, aunque seamos culpables de alguna falta. Es entonces cuando necesitamos el servicio de un Abogado ante el Padre (1 Juan 2:1). Y, alabado sea su nombre, él nos lo concede. A través de la Palabra de Dios, él nos hará conscientes de nuestra impureza y nos llevará a confesar nuestro pecado ante Dios. Pero también nos mostrará que nos ama a pesar de todo, que estamos en la gracia (o favor) de Dios sin cambio, y que él pagó toda la deuda en la cruz. Así pues, cuando se trata de purificación, la Palabra de Dios sirve para descubrir el mal y, al mismo tiempo, para alejarnos del desánimo.
«Santificación» y «purificación»: estos son los frutos benditos de la actividad del Señor hacia nosotros.
4.3 - El lavado de los pies
Este servicio tan lleno de gracia del Señor está presentado también en el lavado de los pies de Juan 13. El relato tiene evidentes paralelismos con lo que se ha dicho hasta ahora, e incluso es una ilustración de ello. Como en Efesios 5, se hace referencia al amor del Señor Jesús: «… habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (13:1). Allí, como aquí, el servicio del Señor se hace sin que le haya sido pedido. Lo hace por voluntad propia, por amor a los suyos que aún están «en el mundo». Y una vez más, encontramos el «agua» que el Maestro utiliza con respecto a sus discípulos: el lavado con agua por medio de la Palabra.
Cuando Pedro, ignorante del verdadero significado de la acción de su Señor, se negó con vehemencia a que le lavara los pies, recibió esta significativa respuesta: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo» (13:8). De eso se trata: de tener parte con él, de disfrutar en la práctica de la comunión con él. El Señor estaba a punto de dejarlos e irse hacia su Padre. Pero su corazón no los abandonaba y no dejaría de servirlos. Como el «siervo hebreo», dijo: «No saldré libre» (Éx. 21:2-6). Al Amor le gusta servir –por la eternidad. Y aunque tuviera que dejarlos en el mundo, donde corrían el peligro constante de mancillarse, su servicio les permitiría gozar de la presencia y de la gloria de Dios.
Como señal de ello, el Señor, que en ese momento se encontraba en el aposento alto, lavó los pies de los discípulos –no las manos que hablan de acción, sino los pies que hablan de caminar. Nuestro camino como hijos de Dios pasa por un mundo malvado lleno de pruebas, y es muy fácil mancharse por el pecado bajo una u otra forma. Esto nos hace perder el disfrute práctico de la comunión con él. Es por eso que necesitamos ser purificados del pecado. Que gracia por parte del Señor que haya previsto de antemano para estos graves casos, como lo indica el lavado de los pies. Ya hemos visto, en relación con Efesios 5, cómo él nos aplica la Palabra de Dios, y lo que sigue.
Pero aún debemos al Señor una respuesta más a la impulsividad de Pedro, que, cayendo de un extremo a otro, quiso luego que le lavaran también las manos y la cabeza: «El que está bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, ya que está todo limpio» (13:10). Con el término «bañado» (= todo el cuerpo lavado) y su resultado «está todo limpio», el Señor se refiere al nuevo nacimiento del agua y del Espíritu, como vimos en Juan 3. Esta purificación tiene lugar una sola vez y es la base. Los discípulos habían creído en él y habían nacido de nuevo, a excepción de Judas, a quien se refiere el Señor cuando añade: «… pero no todos» (13:10). Los demás ya eran puros por la Palabra que él les había dicho (Juan 15:3).
4.4 - Agua, no sangre
Hasta ahora solo hemos hablado de la purificación por el agua, no por la «sangre». Pero ambas son necesarias. El Señor Jesús vino «por agua y sangre» (1 Juan 5:6). El agua habla de purificación moral, la sangre de la expiación por nuestras faltas. Mientras que el agua se dirige al creyente, la sangre se dirige a Dios. Una es purificación moral, la otra purificación judicial. De hecho, la purificación también está vinculada a la sangre de Jesucristo y a la fe en él, como se dice en 1 Juan 1:7: «La sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado». También podemos pensar en el precioso cántico de alabanza del Apocalipsis 1: «Al que nos ama, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre… a él sea la gloria» (v. 5-6).
Aunque nuestro tema actual sea el del «agua», tenía al menos que mencionar el lado tan importante de la sangre. En efecto, el hecho de que debamos todo a nuestro Señor Jesucristo, a su vida y a su muerte, nos hace felices y agradecidos.
5 - Alimentos, nutrimento
En la Sagrada Escritura, las palabras de Dios se comparan repetidamente con alguna forma de alimento o de nutrimento. Así como el cuerpo necesita alimento para crecer, fortalecerse y mantenerse en buena salud, también el alma humana necesita alimento, alimento espiritual, para su bienestar con vistas a la eternidad. Solo puede encontrarse en la Palabra de Dios.
Cuando el Señor Jesús hace decir al “hijo pródigo” en la parábola: «¡Y yo aquí muero de hambre!» (Lucas 15:17), se trata de una alusión al hambre interior del hombre en general. El hombre sin Dios tiene “hambre”, sea o no consciente de ello, como el hijo pródigo. Dios ha puesto la eternidad en su corazón (Ecl. 3:11). Por eso, en su corazón hay un anhelo secreto de algo mejor, de algo superior. Intenta apaciguar esta hambre de todas las maneras posibles, sin éxito.
En un sentido más elevado, el cristiano creyente, si todo le va bien, también tiene un deseo por las cosas divinas y eternas. La vida nueva y eterna que hay en él las desea. Sin embargo, también él puede ser tan insensato como para buscar la satisfacción de su corazón en los bienes terrenales y efímeros en lugar de hacerlo en la Palabra de Dios. Esto provoca síntomas de deficiencia espiritual, y el crecimiento en el Señor se ve obstaculizado. Veremos enseguida que Dios, en su gracia, también ha provisto para tal caso. Pero nada funciona sin su Palabra, cuyo centro es Cristo.
5.1 - La leche
Los creyentes de Corinto son un ejemplo de aquellos cristianos a los que se les dio a beber «leche». A primera vista, esto podría parecer algo bueno, pero el contexto muestra lo contrario. Como estaban en un estado carnal, el apóstol no podía hablarles como «a espirituales», sino que tenía que utilizar un lenguaje y una enseñanza apropiados para «niños» inmaduros en Cristo. Por eso tuvo que reprenderles: «Os di a beber leche, no alimento sólido; porque no lo podíais soportar, y ni aun ahora lo podéis, porque aún sois carnales» (1 Cor. 3:2-3).
A causa de su inferior condición espiritual, el apóstol Pablo no podía hacerlos entrar en las verdades profundas de la Palabra de Dios, no podía presentarles el misterio de la sabiduría de Dios en Cristo glorificado (2:6-7). No habrían podido asimilar este «alimento sólido», porque todavía eran niños en términos espirituales. De hecho, este alimento podría incluso haberles hecho daño. Así que lo único que Pablo podía hacer era empezar de nuevo a familiarizarlos con los fundamentos de la fe cristiana: les daba a beber leche.
Es notable que a los corintios no se les calificara de niños pequeños o inmaduros porque acababan de llegar a la fe –como los «niños» de 1 Juan 2:14. No, fue su mal estado espiritual lo que hizo que se les llamara niños.
Lo mismo ocurría con los creyentes hebreos. En aquel tiempo, deberían haber sido maestros capaces de instruir a otros. Pero como se habían vuelto perezosos para escuchar, necesitaban que se les enseñaran de nuevo los «rudimentos de los oráculos de Dios». Así, se habían vuelto tales que necesitaban leche y no alimento sólido. Porque el que usa leche es inexperto en la palabra de justicia, pues es un niño pequeño (Hebr. 5:12-13).
Así que tanto los corintios como los hebreos necesitaban leche debido a su bajo estado espiritual. Sin embargo, esta condición humillante en sí misma no debe hacernos perder de vista el hecho reconfortante de que la leche también se encuentra en la Palabra de Dios. Qué gozo saber que hay partes de la Biblia que son como la leche, tan sencillas que los niños pueden entenderlas. En efecto, la Palabra de Dios es un libro que se dirige a los niños y a los que aún son jóvenes en la fe. No debemos imponerles una materia demasiado densa. Por otra parte, los jóvenes creyentes no deberían esforzarse con pasajes de la Palabra de Dios que aún les resultan cerrados. Si permanecemos cerca del Señor, él nos abrirá, con el tiempo, puerta tras puerta en la comprensión de la Sagrada Escritura.
Una vez más, ¡qué bien y qué gracia que haya «leche» para los que todavía están en los comienzos, así como para los que han retrocedido por su propia culpa! Pero en todos los casos, es la Palabra de Dios la que el Espíritu Santo utiliza para la edificación y la restauración.
En la Primera Epístola de Pedro, se menciona de nuevo la «leche», pero en un sentido más general. «Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, para que con ella crezcáis para salvación» (1 Pe. 2:2). Del mismo modo que un niño pequeño desea ansiosamente la leche de su madre, también un cristiano debe desear ansiosamente el alimento de la Palabra de Dios, para crecer con ella hacia la salvación. Este alimento es puro, libre de toda mezcla humana (“no adulterado”), y es también “razonable” (o sensato, reflexivo). Este segundo adjetivo calificativo deriva en griego de «logos» = «palabra», por lo que podríamos traducir: “conforme a la Palabra”, “ofrecido por la Palabra”. Esto subraya el hecho de que la leche de la que se trata aquí es la Palabra de Dios como tal. El apóstol no está haciendo un reproche, solo utiliza una imagen.
5.2 - El alimento sólido
Si los corintios y los hebreos todavía necesitaban «leche», esto significa que hasta ahora no habían tenido «alimento sólido» o «nutrimento sólido». En la Epístola a los Hebreos encontramos además el siguiente añadido interesante: «El alimento sólido es para los que alcanzan madurez; para los que por medio del uso tienen sus sentidos ejercitados para discernir el bien y el mal» (Hebr. 5:14).
Sin entrar en detalles, aprendemos aquí que, además de la leche, existe el alimento sólido, y que este está destinado a los adultos.
Adultos» –u hombres maduros– son los creyentes que han alcanzado cierta madurez en el conocimiento de los pensamientos de Dios. Por el poder del Espíritu Santo, son capaces de absorber y saborear el alimento sólido, toda la verdad del cristianismo. A través del uso constante de las Escrituras, sus sentidos están experimentados y entrenados para distinguir el bien del mal.
Dios no quiere que sigamos siendo niños pequeños toda la vida, contentándonos con las verdades más sencillas. Quiere llevarnos al alimento sólido de su Palabra, al que alude en la Primera Epístola de Juan: «Os escribí, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros» (1 Juan 2:14).
Nunca debemos olvidar que la Biblia no es solo un libro de leche. Pues, aunque contiene partes tan sencillas que un niño puede entenderlas (2 Tim. 3:15), también contiene alturas y profundidades de tal grandeza y elevación que ninguna mente humana ha sido capaz de medirlas y comprenderlas plenamente.
5.3 - El pan
Cuando en ciertos pasajes se compara la Palabra de Dios con el pan, se indica que el hambre del alma solo puede saciarse con esta Palabra.
«… Para hacerte saber que no solo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre» (Deut. 8:3).
«¿Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan, y vuestro trabajo en lo que no sacia? Oídme atentamente, y comed del bien, y se deleitará vuestra alma con grosura» (Is. 55:2).
5.4 - La miel
Dios ofrece a su pueblo, en su Palabra, como una mesa bien surtida, no solo lo estrictamente necesario para sobrevivir, sino también “bocados selectos” que ofrecen un placer especial. La Biblia contiene palabras tan preciosas que cualquiera que las encuentre puede exclamar con el salmista: «¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca» (Sal. 119:103; comp. también Sal. 19:10).
Cada uno de nosotros conoce pasajes que nos han llegado a ser particularmente preciosos, que nos han aportado un dulce consuelo, un profundo gozo y nuevas fuerzas para continuar el camino.
Demos gracias a Dios por habernos preparado toda clase de alimentos, para satisfacer todas nuestras necesidades. –Pero, ¿consideramos también de cerca su preciosa Palabra? ¿Buscamos a Cristo en ella?
6 - El oro
Cuando hemos considerado la Palabra de Dios como alimento y nutrimento, vimos que David, en el Salmo 19:10, compara los juicios o decisiones del Señor con «miel» o «la que destila del panal». En cuanto a su sabor, son para él «más dulces» que la miel más pura y dulce. Pero en el mismo versículo habla también de su estimación del valor de los oráculos de Dios, y dice de ellos: «Deseables son más que el oro, y más que mucho oro afinado». Del mismo modo, en el Salmo 119, el salmista expresa: «Mejor me es la ley de tu boca que millares de oro y plata» (119:72).
«El oro» es el metal más noble que se nombra en la Sagrada Escritura. Representa lo que es muy valioso y sumamente precioso. En el Nuevo Testamento, 2 pasajes pueden servir de ejemplo para la mención del oro y para el hecho de que algo se considere aún más valioso que el oro. En 1 Pedro 1:7, se dice que la prueba de nuestra fe es «mucho más preciosa que el oro perecedero que es probado con el fuego». Unos versículos más adelante, se muestra cuán extraordinariamente precioso es el precio que se ha pagado por nuestra redención: «Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir que vuestros padres os enseñaron, no con cosas corruptibles, como plata u oro, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin defecto y sin mancha» (1 Pe. 1:18). La palabra «oro» también se utiliza para describir la riqueza excesiva (Apoc. 18:16).
Si los creyentes del Antiguo Testamento, que no poseían bendiciones espirituales tan elevadas como las nuestras, ya valoraban las palabras de Dios como se indica en los 2 pasajes de los Salmos, cuánto más debería ser así para nosotros. David no solo las valoraba como equivalentes al oro, sino que muestra que son «más preciosas» y «mejores» que el oro.
De hecho, el valor de estas palabras de Dios es inconmensurable. Cuanto más las estudiemos y meditemos en oración, más nos daremos cuenta de que se trata de algo que supera cualquier medida de valor terrenal. La preciosidad de lo que Dios ha dicho llenará nuestro corazón de gozo, y nos sucederá como al salmista: «Me regocijo en tu palabra como el que halla muchos despojos» (Sal. 119:162).
Además del gozo, la sabiduría y la inteligencia son también resultados particulares del hecho de estar ocupados con la Palabra de Dios.
«Bienaventurado el hombre que halla la sabiduría, y que obtiene la inteligencia; porque su ganancia es mejor que la ganancia de la plata, y sus frutos más que el oro fino. Más preciosa es que las piedras preciosas; y todo lo que puedes desear, no se puede comparar a ella» (Prov. 3:13-15). ¡Palabras dignas de reflexión!
La Palabra de Dios contiene auténticas riquezas tan insondables que todas las riquezas de este mundo no son nada comparadas con ellas. Este es el sentido de la expresión «mejor que la ganancia de la plata, y sus frutos más que el oro fino». Sí, queridos amigos, la Palabra de Dios nos hace ricos, infinitamente ricos. En general, los hijos de Dios no se cuentan entre los ricos de esta tierra. En ciertos momentos, incluso han pasado por grandes tribulaciones y se han visto privados de muchas cosas. Pero Dios nunca es deudor del hombre. Precisamente a los cristianos de la época de Esmirna, que amaban su Palabra y la guardaban en días de gran angustia, les dijo: «Conozco tu tribulación y tu pobreza (pero eres rico)» (Apoc. 2:9). Tengamos la seguridad de que, si renunciamos a cualquier cosa por él, aunque solo sea por poco tiempo, Dios también nos colmará de las riquezas de su Palabra. ¡Hagamos la prueba!
7 - El fuego
Hasta ahora nos hemos ocupado de los símbolos de la Palabra de Dios, que muestran lo que esa Palabra puede, e incluso debería, ser para cada ser humano, para su propio uso y beneficio personal. La cuestión de nuestra responsabilidad estaba estrechamente relacionada con esta manera de ver las cosas.
Pero los símbolos que vamos a ver ahora no nos dicen lo que las Escrituras significan para nosotros, sino lo que pueden ser para los demás a través de nosotros, si oramos con fervor y las utilizamos con inteligencia.
Las promesas de Dios a Abraham eran dobles. Primero, «te bendeciré», y segundo, «serás bendición» para los demás (Gén. 12:2). Es un principio que recorre toda la Biblia. Así, por un lado, estamos exhortados a recibir la palabra implantada con mansedumbre (Sant. 1:21), y a retener la palabra fiel según la doctrina (Tito 1:9). Pero, por otra parte, también debemos exponer rectamente la Palabra de verdad (2 Tim. 2:15), presentándola como Palabra de vida ante los demás (Fil. 2:16). Así pues, con la ayuda del Señor, pasaremos ahora a los símbolos permanentes de la Palabra de Dios.
La Palabra de Dios, que es un examinador-juez de nuestros corazones, que es luz y lámpara para nuestro camino, que actúa como un espejo, que purifica como el agua, que nos alimenta, que nos enriquece –esta Palabra se convierte ahora en fuego interior. Es un fuego que arde en nuestro corazón y nos impulsa a comunicar a los demás las buenas palabras de Dios. Cualesquiera que fuesen las circunstancias particulares que hicieron que David guardase silencio “respecto al bien”, confesó: «Se enardeció mi corazón dentro de mí; en mi meditación se encendió fuego; y así proferí con mi lengua» (Sal. 39:3-4).
La situación de Jeremías era diferente de la de David. Pero también él se planteó guardar silencio ante la resistencia de los burladores. La Palabra de Jehová se había vuelto contra él en burla y escarnio durante todo el día. Pero entonces, estalla con estas palabras estremecedoras: «Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos» (Jer. 20:9). De hecho, el silencio habría sido más sencillo y cómodo. Pero el deseo del profeta de servir fielmente a Dios en todo y el amor por su pueblo no le dieron tregua; tenía que hablar.
Incluso hoy, muchos opositores solo tienen una ligera sonrisa burlona para los fieles mensajeros de Dios, sobre todo porque la gente prefiere oír fábulas antes que la verdad. ¿Significa esto que debemos guardar silencio y dejar de hablar “en su Nombre”? No, porque eso es precisamente lo que el diablo quiere conseguir: acallar la voz de la verdad. Más bien, ¡que Dios nos dé un corazón ardiente, para que no nos sea posible no hablar «de las cosas que hemos visto y oído» (Hec. 4:20)! Y aunque los hombres de los últimos tiempos «no podrán soportar» la sana doctrina, la misión de Dios es y sigue siendo la misma: «Predica su palabra» (2 Tim. 4:2).
Una vez más encontramos el símbolo solemne del «fuego» en el profeta Jeremías: «¿No es mi palabra como fuego, dice Jehová? (Jer. 23:29).
Ya entonces había muchos falsos profetas entre el pueblo, que profetizaban mentiras y se contaban sus sueños unos a otros. Jehová enfrenta a los profetas verdaderos con los falsos. Casi a regañadientes, ordena: «El profeta que tuviere un sueño, cuente el sueño; y aquel a quien fuere mi palabra, cuente mi palabra verdadera. ¿Qué tiene que ver la paja con el trigo? dice Jehová» (23:28). Luego viene la cita que acabamos de mencionar, que habla de la Palabra de Dios como fuego.
¡Qué enorme diferencia entre la Palabra del Señor y las mentiras y vanas elucubraciones de estos falsos profetas! La primera es como un fuego que devora la paja de los que hablan mentiras. Incluso hoy en día, se dicen muchas cosas afirmando que se dicen “en el nombre del Señor”, cuando solo provienen de los corazones deshonestos de falsos maestros cristianos. Como la paja, no resistirán el fuego de la Palabra de Dios. ¡Así que estemos tranquilos! Si tenemos su Palabra, ¡proclamemos su Palabra en verdad!
8 - Un martillo
El símbolo del fuego está estrechamente relacionado con el del martillo. Hasta ahora, solo hemos citado una parte del versículo 29 de Jeremías 23. Su texto completo es este: «¿No es mi palabra como fuego, dice el Señor, y como martillo que quebranta la piedra?».
Ya hemos hablado del trasfondo de estas palabras. Los 2 símbolos de la Palabra de Dios están en la misma línea. Ambos hablan de la autoridad y el poder de la Palabra divina, ante la que debe ceder toda resistencia.
En general, podemos decir que el corazón humano suele ser muy duro, duro como una roca. Por eso es necesario el «martillo» y toda la fuerza espiritual del obrero si quiere tener éxito con este «martillo». A veces, parece que el trabajo en el alma no progresa en absoluto, los resultados parecen muy inciertos. No queremos dejarnos desanimar por esto. Golpe tras golpe, el «martillo» acabará alcanzando su objetivo.
No son solo los corazones de los incrédulos los que se resisten a la Palabra de Dios. Nosotros también, como hijos de Dios, no siempre estamos dispuestos a escuchar las enseñanzas o nociones de Dios sobre un tema determinado. Nuestro propio pensamiento y nuestra voluntad se oponen; o estamos ocupados con otras cosas que nos hacen sordos a la voz de Dios. Entonces puede ser que un golpe de «martillo» nos alcance, y de repente comprendemos de qué se trata.
Dios había enviado al profeta Natán con un mensaje para el culpable rey David. Pero David no entendía lo que Dios le decía. Entonces el martillo de Dios le golpeó: «¡Tú eres aquel hombre!» (2 Sam. 12:7), y de repente su conciencia fue alcanzada: «Pequé contra Jehová» (12:13).
El Salvador había conversado pacientemente con la mujer en el pozo de Sicar, y había discutido con ella altas verdades espirituales. Ella no entendía nada de esto. Solo pensaba en su cántaro de agua. Pero entonces: «Anda, llama a tu marido, y ven acá» Esta palabra del Señor fue como un golpe de martillo que alcanzó su conciencia y la puso en la luz de Dios: «No tengo marido… Señor, percibo que eres profeta» (Juan 4:16-19).
«¿No es mi palabra … como martillo que quebranta la piedra?».
9 - Una espada
De los símbolos que nos presentan la Palabra de Dios como un medio para nosotros de obrar sobre los otros, hemos visto 2 hasta ahora: El fuego y el martillo. La Palabra de Dios parece tener una incidencia aún mayor en cuanto a la doctrina y a la práctica bajo el símbolo de la espada. De eso vamos a ocuparnos ahora.
En 2 pasajes del Nuevo Testamento, es cuestión de la Palabra de Dios como una espada: en Hebreos 4 como una espada de 2 filos y en Efesios 6 como la espada del Espíritu. El primer punto de vista es el más general. Por ahí empezaremos.
9.1 - Una espada de 2 filos
«Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que toda espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos» (Hebr. 4:12).
El «porque» al principio de la frase enlaza nuestro texto con la exhortación y la advertencia del versículo anterior. Si queremos entrar en el reposo de Dios, si queremos evitar caer en la desobediencia, debemos prestar atención a la Palabra de Dios. Para dar mayor peso a la exhortación a creer y obedecer la Palabra de Dios, se le dan aquí 4 o 5 atributos (caracteres). Muestran con creciente urgencia la fuerza con la que puede actuar en el alma del individuo. De este modo, el autor de la Epístola pasa paso a paso de lo que es altamente general a lo que es altamente personal. ¡Un proceso extraordinario!
a) En primer lugar, se dice que la Palabra de Dios está viva. Procede del Dios vivo y es como su fuente: viva. Pedro habla de la Palabra de Dios «viva y permanente» como el medio por el que Dios nos ha regenerado (1 Pe. 1:23). El sentido es que la Palabra es eficaz y permanece eficaz; que ejerce una fuerza viva, que llama a la existencia y que es tan válida hoy como lo era cuando vino a nosotros por voluntad de Dios.
b) Siguiendo con la sucesión de caracteres, el siguiente atributo mencionado para la Palabra es que es operante. Esto significa que es activa, que actúa sobre el alma, que produce efectos –los resultados para los que fue dada. «Así será mi palabra que sale de mi boca» había dicho Dios por medio del profeta, «no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié» (Is. 55:11).
c) En la expresión «más cortante que toda espada de dos filos», el énfasis no está tanto en el hecho de los 2 filos (como con la espada de Aod en Jueces 3:16) que sobre el carácter cortante de esa espada. Como se dice en Proverbios 5: «Mas su fin es amargo como el ajenjo, agudo como espada de dos filos» (Prov. 5:4). En cualquier caso, se refuerza así el énfasis para mostrar más claramente el alcance de su eficacia.
d) «… Penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos». Si el «alma» y el «espíritu» están así directamente yuxtapuestos, solo puede tratarse de las 2 partes invisibles del ser humano (comp. también 1 Tes. 5:23). El alma es la parte inferior, sensible, afectiva, y también la verdadera sede de la personalidad y de la responsabilidad. El espíritu, en cambio, es lo que tiene conocimiento en el hombre, la parte más elevada que nos ha dado el Creador. «Pues, ¿quién de los hombres conoce las cosas de un hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?» (1 Cor. 2:11).
Ahora bien, no es raro que el espíritu del creyente esté demasiado presionado incluso dominado por el alma, lo que puede nublar su juicio. Es entonces una bendición si la espada afilada de 2 filos penetra hasta el alma y el espíritu y pone las cosas en su sitio. Por eso, un cristiano fiel no subestimará esta penetración de la Palabra de Dios en lo más íntimo de su ser, a pesar de las humillaciones que conlleva. El hecho de que la Palabra se convierta entonces en “Examinador-Juez” «de los pensamientos y propósitos del corazón» (Hebr. 4:12b) ya nos ha ocupado al principio.
Se trata de la última etapa, la más íntima, en la exploración de nuestro ser interior. ¿Damos gracias a Dios por ello?
9.2 - La espada del Espíritu
Después de haber tratado de la Palabra de Dios como espada de dos filos, ahora tenemos ante nosotros otra forma de ver la Palabra como espada, que tiene que ver con el manejo de la espada. En Efesios 6, el apóstol Pablo habla de la guerra cristiana. Esta batalla no es contra hombres de carne y hueso, sino «contra los principados, contra las potestades, contra los gobernadores del mundo de las tinieblas, contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales» (Efe. 6:12). Satanás y sus ángeles persiguen constantemente el objetivo de robarnos el disfrute de nuestras bendiciones espirituales en Cristo, e incluso la comunión con Dios mismo. Las herramientas humanas como la lógica, la perspicacia, la fuerza de carácter y la inteligencia son absolutamente inútiles para resistir los astutos intentos del diablo. Solo podemos ser fuertes fortaleciéndonos en el Señor y en el poder de su fuerza (Efe. 6:10). Y solo podemos tener éxito en esta batalla que si hemos revestido de «toda la armadura» que Dios ha puesto a nuestra disposición.
Esta armadura de Dios consta de 6 piezas (Efe. 6:14-17). Solo la última de estas piezas nos conduce a la «espada del Espíritu», la única arma ofensiva de esta lista. «Tomad también… la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios». Antes de que esta espada pueda blandirse de la manera correcta contra el diablo, el propio combatiente debe estar primero en la condición espiritual correcta. De lo contrario, la espada se convierte en un arma sin empuñadura: uno se hiere a sí mismo. Por ejemplo, ¡cómo podemos usar con éxito la Palabra de Dios contra el enemigo sin veracidad (el cinturón de la verdad), sin una buena conciencia (la coraza de la justicia), sin confianza en el amor de Dios (el escudo de la fe) y sin certeza de la salvación (el yelmo de la salvación)! Si el cristiano no vive en la feliz conciencia de estar enteramente ante Dios y para Dios, no tendrá nada que oponer a Satanás cuando venga a tentarlo. Por eso el escudo y el yelmo vienen antes que la espada.
Esta arma ofensiva –se utiliza también para la defensa, pero es la única que nos permite vencer al enemigo–, esta espada se llama «la espada del Espíritu». Solo el Espíritu de Dios dentro de nosotros puede dirigir la espada. ¿No hemos experimentado ya cómo el Espíritu nos ha dado el pasaje adecuado de la Escritura en el momento oportuno, cuando estábamos en apuros y tentados? No confiemos en nosotros mismos ni en nuestro conocimiento de las Escrituras, sino en el Espíritu Santo que habita en nosotros. Por supuesto, también necesitamos conocer la Palabra para poder usarla. Pero ese es otro tema.
Nótese, sin embargo, la afirmación que se añade: «Tomad… la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios». Esta es la lección que debemos aprender: solo la Palabra de Dios aplicada con el poder del Espíritu Santo puede hacer algo contra el adversario. Lo veremos inmediatamente en el ejemplo perfecto de nuestro Señor. Pero entonces, el texto griego utiliza un término diferente para «palabra» que Hebreos 4:12, de lo que hemos hablado precedentemente. Mientras que en Hebreos 4, el término utilizado es la más amplio «logos», la palabra utilizada aquí en Efesios 6 significa “expresión, declaración, comunicación” (griego rhema). No es cuestión aquí de la Palabra de Dios como un todo, sino de declaraciones específicas de Dios sacadas de la Palabra escrita. Ya hemos considerado que el Espíritu de Dios trae a la memoria la palabra adecuada en el momento oportuno. No es toda la Palabra, sino una expresión precisa de la boca de Dios lo que necesitamos, y es el Espíritu quien nos la da.
Cuando el Señor Jesús fue tentado por el diablo en el desierto, respondió siempre con la Palabra de Dios, con el «escrito está». Pero cada vez citaba solo una frase adecuada a la situación. A la primera tentación, respondió con una cita de Deuteronomio 8: «No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra (griego rhema) que sale de la boca de Dios» (Mat. 4:4). Es interesante observar que también aquí «toda palabra» se refiere a afirmaciones concretas que salen de la boca de Dios. La fórmula de Efesios 6:17: «Que es la Palabra de Dios» (o: expresión, declaración) se refiere, por tanto, a una palabra concreta que el Espíritu de Dios pone en nuestro corazón en nuestra lucha contra el enemigo. Y es precisamente el hecho de que salga de la boca de Dios lo que la convierte en «espada del Espíritu», capaz de vencer al adversario de Dios y de los hombres. ¿No nos da valor y confianza esta conciencia? Sin embargo, siempre debemos tener cuidado de utilizar las expresiones de Dios sin alterarlas, tal como Dios las ha formulado. Cualquier modificación debilita su fuerza y priva a la espada de su filo.
La Palabra de Dios: es un arma poderosa que el Señor ha puesto en nuestras manos. Pero solo si estamos firmemente asentados en la fuerza del Espíritu que podremos utilizarla correctamente y, resistiendo a las 1.000 tentaciones de Satanás, vencer al maligno para que huya de nosotros (Sant. 4:7). ¡Que el Señor nos ayude a hacer esto en nuestros días graves y malos!
10 - Una semilla
En el Antiguo Testamento, como en el Nuevo, encontramos en varios pasajes el término «semilla» como símbolo de la Palabra de Dios –semilla en el sentido de lo que se siembra. Podemos distinguir 2 puntos de vista en el uso de la palabra. Aunque están estrechamente relacionados, no significan exactamente lo mismo.
10.1 - La semilla como medio del nuevo nacimiento
La primera forma de ver la «semilla» está en relación con el nuevo nacimiento, tal como lo describe Pedro en su Primera Epístola. El apóstol había hablado del amor fraternal sin hipocresía y mostrado que nuestra capacidad de amar reside en la naturaleza divina que hemos recibido mediante el nuevo nacimiento. Continúa con más detalle este proceso único, elaborado por el Espíritu de Dios, diciendo: «… no habiendo renacido (JND: regenerados), de simiente corruptible, sino incorruptible, por la Palabra viva y permanente de Dios» (1 Pe. 1:23).
Ya hemos tenido ocasión de tratar del nuevo nacimiento, de su importancia, de su significado y de su realización; el agua era entonces el símbolo utilizado para la Palabra de Dios. Así que ahora podemos limitarnos a lo que nuestro pasaje de la Primera Epístola de Pedro nos dice sobre el proceso del nuevo nacimiento.
Lo primero que aprendemos, es que es la semilla incorruptible de la Palabra de Dios la que produce la vida eterna. En el versículo 3 del mismo capítulo, el énfasis estaba en la Persona de Aquel que nos regeneró y el propósito por el cual nos regeneró. Pero ahora el énfasis está en la semilla divina, por la cual hemos nacido de nuevo y hechos hijos de Dios. No se trata de una semilla corruptible (perecedera). Tal semilla solo podría producir una vida pasajera. No, hemos nacido de nuevo (regenerados) por una semilla incorruptible (imperecedera), y se añade: «… por la palabra viva y permanente de Dios».
«No habiendo renacido… de (griego ex) simiente corruptible, sino (griego ex) incorruptible… por (griego dia) la Palabra viva y permanente de Dios». En español se utiliza cada vez la misma preposición por, mientras que en griego se utilizan 2 preposiciones distintas. La primera vez «por (= de = griego ex) la simiente corruptible / incorruptible, el Espíritu Santo indica la fuente de la vida espiritual: se origina en la semilla. El último «por» (griego dia; «por la Palabra de Dios») añade la idea de que esta semilla es también el medio real de nuestro nuevo nacimiento. El hecho de que el Espíritu de Dios sea en todo esto el «agente» activo que se sirve de la Palabra de Dios, no está mencionado aquí –como sí ocurre en Santiago 1:18.
Y entonces, una vez más, se hace hincapié en lo que realmente es esta semilla: la viva y permanente Palabra de Dios. ¡Qué precioso es, amados, saber que la vida y las relaciones que fluyen del nuevo nacimiento son tan imperecederas y eternas como la Palabra de Dios que las produjo! Nada ni nadie puede tocarlas, ni siquiera la muerte. En cambio, la carne es como la hierba que se seca. Por eso es tan importante tener como fundamento de nuestra vida y de nuestra fe únicamente la Palabra del Señor, que permanece para siempre (1 Pe. 1:25).
10.2 - La semilla como medio de siembra
en la segunda forma de ver la semilla, consiste en la siembra, es decir, esparcir la semilla. Aquí, el Señor Jesús es el modelo perfecto para nosotros. En la parábola del sembrador de Mateo 13, él se presenta como el Sembrador que sale a sembrar (13:3). Él esparce su semilla dondequiera que caiga. No examina la tierra para ver si es buena o mala. Simplemente esparce la semilla en la tierra. ¿Y qué es la «semilla»? Es la «palabra del reino», según explica el Señor un poco más adelante (13:18). En el Evangelio según Lucas se dice simplemente: «La semilla es la Palabra de Dios» (Lucas 8:11); en Marcos: «El sembrador siembra la palabra» (Marcos 4:14). Así pues, esta es la «semilla» que da vida: la Palabra de Dios.
En este contexto, es significativo ver cómo, en la parábola de Mateo 13, en cada uno de los 4 casos (de los 4 terrenos de los campos), tanto en el momento de la escucha como después, se presenta la actitud de escucha del oyente en relación con la Palabra:
• El que está sembrado en el camino no entiende la Palabra.
• El que está sembrado en terreno pedregoso recibe la Palabra con gozo; pero cuando surge la tribulación a causa de la Palabra, se escandaliza (se irrita).
• En el tercer caso, los espinos ahogan la palabra.
• En el cuarto caso, el de la buena tierra, la palabra es escuchada y comprendida.
De lo anterior podemos deducir 2 cosas.
La primera ya la hemos tocado: Lo que el Señor Jesús ha esparcido como semilla es la Palabra de Dios. En segundo lugar, solo la actitud de las personas ante esta Palabra determina su bienestar o su desgracia.
Incluso hoy, el Señor Jesús sigue siendo el Sembrador, aunque, en nuestro tiempo, ya no esparza personalmente la semilla, sino que se sirve de sus siervos con el poder del Espíritu Santo para hacerlo. Pero, ¡qué responsabilidad la nuestra de solo llevar a los hombres la Palabra de Dios! Eso es lo que deben oír en todo momento y en toda circunstancia. Pero los hombres siempre han intentado, y siguen intentando, introducir otras cosas. El corazón humano anhela algo nuevo, algo que excite los sentidos, algo especulativo. No, queridos amigos, lo que hay que sembrar es la Palabra y solo la Palabra.
Al final de su vida, con los «últimos días» y los «tiempos difíciles» ante él, ¿qué ordenó Pablo a su fiel hijo Timoteo? ¿Le aconsejaba que pensara en formas nuevas y más eficaces de difundir el Evangelio, ya que la gente se apartaría de la verdad y se volvería a las fábulas? ¡1.000 veces no! Testificó solemnemente «Te requiero delante de Dios y de Cristo Jesús que juzgará a vivos y muertos… Predica su Palabra» (2 Tim. 4:1-4).
Por último, citemos otros 3 pasajes del Antiguo Testamento que también tratan de la siembra. Proféticamente, se refieren en parte a Israel y en parte al propio Cristo. Pero queremos dejar que nos hablen personalmente, para fortalecernos y animarnos. Nos recuerdan 3 cosas:
1. Que debemos sembrar en todos los lugares: «Dichosos vosotros los que sembráis junto a todas las aguas» (Is. 32:20);
2. que debemos sembrar en todo tiempo: «Por la mañana siembra tu semilla, y a la tarde no dejes reposar tu mano; porque no sabes cuál es lo mejor, si esto o aquello, o si lo uno y lo otro es igualmente bueno» (Ecl. 11:6);
3. que hay que sembrar con lágrimas de amor, de compasión y de aflicción, para preparar el terreno y tener la seguridad de una cosecha abundante: «Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas» (Sal. 126:5-6).
11 - La lluvia y la nieve
Los 2 últimos símbolos para la Palabra de Dios de los que nos ocupamos –«la lluvia» y «la nieve»– son particularmente bellos. A lo largo de los siglos, innumerables predicadores de la Palabra de Dios se han apoyado con fe y confianza en el pasaje de Isaías 55 donde aparecen los 2 símbolos. Ya fueran evangelistas, pastores o maestros, todos ellos confiaban, y siguen confiando hoy, en que Dios cumplirá sus promesas respecto a ellos y a su ministerio. ¡Cuántos suspiros profundos han subido al Señor antes de una predicación de la Palabra para que se acordara de la lluvia y de la nieve y para que se cumpliera lo que había prometido!
«Porque como desciende de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve allá, sino que riega la tierra, y la hace germinar y producir, y da semilla al que siembra, y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié» (Is. 55:10-11).
Lo primero que llama la atención es el ciclo de la naturaleza descrito aquí, el conocido ciclo del agua. Lo que cae del cielo a la tierra en forma de precipitaciones, vuelve al cielo cuando termina su tarea. Pero aquí aprendemos más que eso: lo que emana de Dios no se pierde, en cualquier caso, vuelve a él. Ya en lo que es natural, la forma en que aparece la cosa desempeña solo un papel subordinado; no cambia nada en el principio. Lo que es fluido en forma de lluvia y sólido en forma de nieve, vuelve al cielo en forma de vapor. Es un ciclo perpetuo. Así lo estableció Dios en la Creación.
Pero la imagen de la lluvia y la nieve, tomada de la naturaleza, contiene varias lecciones más. Poco antes de la creación del hombre, encontramos en la Palabra de Dios la interesante indicación de que Dios no había hecho llover sobre la tierra y que no había hombre para cultivar el suelo. Un vapor subía de la tierra y regaba toda la superficie del suelo (Gén. 2:5-6). Hoy en día, hay muchos hombres en la tierra y cultivan el suelo. Aunque todos han caído en el pecado y se han alejado de su Creador, él sigue haciendo salir su sol sobre malos y buenos, y «hace llover sobre justos e injustos» (Mat. 5:45). Tanto si remontamos a los primeros días de la historia de la humanidad como si pensamos en todo el tiempo transcurrido desde entonces, siempre es Dios quien hace llover. En su bondad, él tiene varios objetivos. Riega la tierra, la hace producir y germinar. 3 etapas sucesivas que serían impensables sin la lluvia. Pero eso no es todo. Dios quiere dar: para el futuro, semilla al sembrador, y para el presente, pan al que come. Todo forma parte del plan de Dios cuando, como preservador de todos los hombres (1 Tim. 4:10), «hace llover» (hace caer) la lluvia y la nieve sobre la tierra. ¿Le estamos agradecidos?
El conjunto nos ofrece una excelente imagen de la Palabra de Dios y de su eficacia: «… así será mi palabra que sale de mi boca». No volverá sin efecto. Muy pronto en la Sagrada Escritura, la proclamación de la palabra profética fue comparada con la lluvia. «Escuchad, cielos, y hablaré; y oiga la tierra los dichos de mi boca. Goteará como la lluvia mi enseñanza; destilará como el rocío mi razonamiento; como la llovizna sobre la grama, y como las gotas sobre la hierba» (Deut. 32:2). ¿Puede describirse de modo más penetrante el precioso valor de la Palabra de Dios para el alma del hombre: «como lluvia – como rocío – como llovizna – como gotas»?
En segundo lugar, la Palabra de Dios es vista como un mensajero que Dios envía con algo que transmitir. Esto es lo que sucede en nuestro pasaje de Isaías 55 y en el Salmo 107: «Envió su palabra, y los sanó; y los libró de su ruina» (107:20). Cuando los hombres claman al Señor en su angustia, es su Palabra la que les trae la curación y la liberación. El Salmo 147 añade: «Él envía su palabra a la tierra; velozmente corre su palabra… Enviará su palabra, y los derretirá; soplará su viento, y fluirán las aguas» (v. 15-18). Sí, Dios envía su Palabra a la tierra; la envía al corazón de nuestras circunstancias. Dependiendo de esas circunstancias, produce diversos efectos bienaventurados en el corazón cuando es acogida con fe y confianza.
Por eso, queridos amigos, queremos confiar plenamente en la eficacia de su Palabra, de la que Dios ha dado testimonio: «Hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié». Del mismo modo que la lluvia y la nieve son las causas indirectas del crecimiento y también del disfrute de lo que se cosecha, así la Palabra de Dios ablanda y refresca las profundidades del corazón de los hombres y les permite germinar. Además, esta Palabra da la semilla que ha de esparcir el siervo de Dios, que es como un sembrador. Y trae consigo el pan que alimenta el alma. ¡Qué maravilloso es todo esto, tanto en su imagen como en su cumplimiento!
Y finalmente, esto: la Palabra que sale de su boca no volverá a él sin efecto. Cuando Dios da una bendición en la tierra, no puede sino hacer que los corazones de los que la han recibido se eleven en acción de gracias y adoración hacia Aquel de quien todo procede. Así como la lluvia vuelve al cielo por evaporación, también la Palabra volverá a Dios, no sola, sino acompañada de los cánticos de alabanza de los redimidos. Es un «ciclo» divino, un ciclo eterno, en el que nosotros también estamos implicados. Todo conducirá finalmente a Dios y a su glorificación sin fin por medio de Cristo Jesús, nuestro Señor y Redentor.
«A él sea la gloria, ahora y hasta el día de la eternidad» (2 Pe. 3:18).