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¡Poned en práctica la Palabra!
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Se nos invita a recibir la Palabra de Dios con toda buena voluntad, como los cristianos de Berea (Hec. 17:11). Esta semilla que tiene vida se planta en nuestros corazones, nos santifica y todo nuestro ser interior se transforma por la acción del Espíritu Santo. Esta es la obra profunda de la gracia de Dios.
1 - La enseñanza de Santiago
«Recibid con mansedumbre la palabra implantada, que es poderosa para salvar vuestras almas. Poned la palabra en práctica y no os contentéis solo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno es oidor de la palabra y no hacedor, este es semejante a un hombre que observa su rostro natural en un espejo; porque se considera a sí mismo y se marcha, y luego olvida cómo era. Pero el que mira fijamente en la ley perfecta, la de la libertad, y persevera, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, este será dichoso en lo que hace» (Sant. 1:21-25).
Poner en práctica la Palabra de Dios es el tema esencial de la Epístola de Santiago. A menudo resulta difícil, en medio de la cacofonía que reina en este mundo, escuchar la voz de Dios Todopoderoso, lo que pone de relieve la gran necesidad que tenemos de entrar en contacto diario con la Escritura. Necesitamos encontrar tiempo para considerarla con atención y oración.
Pongamos en práctica en nuestra vida las enseñanzas que contiene. Leer o escuchar la Palabra, sin que repercuta en nuestra conducta, es engañarnos a nosotros mismos, hacernos ilusiones sobre nuestro estado real. Un peligro sutil es contentarse con leer o escuchar la Palabra de Dios, sin tener en cuenta las exhortaciones y advertencias que me hace. El Señor siempre tiene algo que decirme (Lucas 7:40). Tengamos el firme deseo de retener todas las enseñanzas de la Palabra y, con la ayuda de lo alto, ponerlas en práctica en nuestra vida cotidiana.
En el Sermón del Monte, Jesús dijo a la multitud: «Pero todo aquel que oye estas palabras mías, y no las cumple, será comparado a un hombre insensato que edificó su casa sobre la arena. Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron vientos, dieron con ímpetu contra aquella casa y se derrumbó; y grande fue su ruina» (Mat. 7:26-27).
Podemos sentir cierto placer al escuchar a alguien exponer y comentar la Palabra de Dios –sobre todo si ese siervo de Dios es elocuente, como lo fue Apolos (Hec. 18:24)–, pero sin sacar consecuencias y sin tratar de arreglar nuestros caminos ante el Señor. Nuestro «conocimiento» no debe quedarse en la «teoría»; debe tener un efecto positivo en nuestra vida. El Señor dijo a todos sus discípulos: «Si sabéis estas cosas, dichosos sois si las hacéis» (Juan 13:17).
La imagen utilizada por Santiago, la de un espejo, es buena: la Palabra me muestra tal como soy… y no en mi provecho. Revela los recovecos más ocultos de mi ser para mantenerme en la luz de Dios. Quiere que vea las cosas como él las ve.
Si ignoro esta imagen fiel de mí mismo reflejada en el espejo de la Palabra de Dios, olvido fácilmente lo que el Espíritu quiere enderezar en mi vida, y esquivo el filo de la espada (Hebr. 4:12-13). Pero Jesús dijo: «Si permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Juan 8:31-32). La Palabra recibida libera al hombre del poder del pecado y nos da la fuerza que necesitamos para perseverar en la obediencia a la voluntad de Dios.
2 - La responsabilidad de advertir y la de recibir el mensaje de la Escritura
El Señor sintió que debía advertir a su siervo Ezequiel: no debía dejarse engañar por el número de cautivos que escuchaban sus mensajes y parecían prestar atención. El Espíritu de Dios condujo a este sacerdote, que formaba parte del primer convoy de cautivos, a alojarse en Tel-abib, cerca del río Quebar. Se había sentado, asombrado, donde los prisioneros también lo estaban (3:15). Lleno de compasión por ellos, quiso ponerse “a su nivel” y hacerles comprender que simpatizaba con su miseria: ¡quería sufrir con ellos!
Dios pidió a este profeta que fuera uno de sus centinelas (3:17; 33:7); debía hablarles como «oráculo de Dios» (1 Pe. 4:11). Sus advertencias tenían, pues, un carácter solemne, pero paradójicamente sus compatriotas las consideraban más bien como una especie de agradable “entretenimiento”.
El centinela debe dar respuestas claras a los que le interrogan. En particular, a quienes se preguntan ansiosamente a qué nuevos excesos conducirá la pesadilla moral imperante. Otro profeta, Isaías, dice: «Me dan voces de Seir: Guarda, ¿qué de la noche? Guarda, ¿qué de la noche? El guarda respondió: La mañana viene, y después la noche; preguntad si queréis, preguntad; volved, venid» (Is. 21:11-12).
Todo malvado debe ser advertido; la responsabilidad de escuchar es individual y la del siervo de Dios es dejar claro lo que dice la Escritura: «Acaso ellos escuchen; pero si no escucharen» (Ez. 2:5, 7; 3:21, 27). ¡Ay, Israel era una «casa rebelde»! Dios no valora a los que ha enviado en función de los “resultados obtenidos’: así se hacen las cosas en este mundo. El Señor tiene en cuenta su fidelidad (1 Cor. 4:2).
No nos desanimemos si algunas personas desdeñan la Palabra de vida presentada. Cada creyente debe ser un centinela; debe dar cuenta a su Señor. ¿Cómo llevamos a cabo nuestro servicio? Cada creyente lo tiene, y Dios nos pesa en la balanza de la justicia (Job 31:6).
Aquellos cautivos en Babilonia hablaban entre sí, diciendo: «Venid ahora, y oíd qué palabra viene de Jehová» (Ez. 33:30). Se había convertido en una especie de distracción, pero en el fondo odiaban a Ezequiel. Acudían a él, se sentaban ante él, como si realmente formaran parte de aquellos a los que Dios llamaba «pueblo mío». Pero Dios les hablaba a través de este profeta. Escuchaban sus palabras, ¡pero no las ponían en práctica! Hacían «halagos con sus bocas», pero sus corazones iban «en pos de su avaricia» (v. 31). Dios conocía su doblez. Él sabe cuál es nuestro estado personal; nada se le escapa, todo está desnudo y descubierto ante él (Hebr. 4:13).
Dios advirtió a su siervo: «He aquí que tú eres a ellos como cantor de amores, hermoso de voz y que canta bien». Y repite: «Oirán tus palabras, pero no las pondrán por obra» (v. 32). Esta advertencia es también a veces muy útil para otros siervos de nuestro tiempo.
Un terrible juicio estaba a punto de caer sobre Jerusalén. Dios dijo: «Conocerán que hubo profeta entre ellos» (2:5) ¡y que no le escucharon! Temamos que este sea también nuestro caso.
No se dieron cuenta de la seriedad y de la importancia de las palabras que escucharon; solo apreciaron su «belleza». Es el caso de muchas personas hoy: oyen leer la Biblia con cierto placer, pero sin dejarse penetrar por las graves llamadas que Dios dirige a su conciencia y a su corazón. Y, sin embargo, está escrito en la Escritura: «Hombres de Dios hablaron guiados por el Espíritu Santo» (2 Pe. 1:21). De ahí la importancia de recibirlas «de Dios mismo».
Queridos lectores cristianos, comprendamos la importancia de todos los «dones» que Dios pone a nuestra disposición, incluidos los «dones escritos» de siervos cualificados. Si no escuchamos lo que el Señor nos dice a través de ellos, la pérdida para nosotros será permanente. No tendremos una entrada rica en el cielo, ¡seremos salvados «a través del fuego»!
Esta indiferencia tiene consecuencias aún más graves para un incrédulo; ¡sin arrepentimiento de su parte, sufrirá una terrible eternidad lejos de Dios! Ha “dejado pasar el tiempo”, como Faraón (Jer. 47:16). Este ateo tuvo la oportunidad –quizá la única oportunidad– de oír la Palabra de Dios, pero no se dejó instruir por ella. Cerró sus oídos y su corazón.
Queridos lectores, si este es su caso, deben confesar sus pecados ante Dios hoy mismo; creer en la salvación ofrecida en Cristo y así recibir de él la vida eterna (Rom. 10:9).
3 - Saber «estas cosas» y «ser bienaventurados» si las hacemos
Todos los redimidos del Señor deben guardar con amor la Palabra de Dios en su corazón y ponerla en práctica en su caminar diario. El Señor ha adquirido todos los derechos sobre sus corazones por su obra en la cruz (2 Cor. 5:15).
Acumular conocimientos bíblicos utilizando nuestra inteligencia no sirve para nada e incluso puede ser una gran trampa: ¡qué locura imaginar que eso podría bastar! El corazón y la conciencia deben ser tocados absolutamente por la Palabra de Dios. ¿De qué serviría, por ejemplo, poder hablar eruditamente de la necesidad de un despertar religioso y de las condiciones necesarias para que se produzca, si nosotros mismos no hemos cumplido todavía esas condiciones que tan bien sabemos exponer? Podemos conocerlas perfectamente, pero si no tenemos la vida de Dios, no sirve de nada: hay que empezar por tener paz con Él.
Cuando el Señor quiso enseñar a sus discípulos con el «lavado de pies» (Juan 13), empezó por adoptar la posición humilde que conviene para hacer tal servicio. Él sigue siendo nuestro modelo perfecto de cómo lavarnos moralmente los pies unos a otros (v. 4-12). Luego preguntó a sus discípulos: «¿Sabéis lo que he hecho con vosotros?… Si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque os he dado ejemplo… para que vosotros también hagáis como yo he hecho con vosotros… El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado mayor que aquel que le envió» (v. 12-16).
Recordemos su conclusión: «Si sabéis estas cosas, dichosos sois si las hacéis» (v. 17). Poner en práctica estas cosas es de suma importancia en nuestra vida “cristiana”, y sin embargo a menudo se descuida.
Es a nuestro corazón y a sus afectos por Él que Dios mira. Para Israel, cuando evoca el comienzo de su viaje por el desierto, Jehová puede decir: «Me he acordado de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en el desierto, en tierra no sembrada. Santo era Israel a Jehová, primicias de sus nuevos frutos» (Jer. 2:1-2). Su caminar entonces era bueno, pero pronto se manifestó un declive y su relación con Jehová se fue agriando poco a poco. Pronto se quedaron cojos. Ya no se sometían “enteramente” a los mandamientos divinos. Y el resultado final de todo esto fue una espantosa derrota, que se puede ver claramente cuando leemos el libro de Malaquías.
Es una lectura muy triste; la primera pregunta que Israel se atreve a formular: «¿En qué nos amaste?» (Mal. 1:2) pone ya de manifiesto su profunda ruina espiritual. Todas las preguntas que siguen son del mismo estilo –agresivas y audaces– y el libro termina con esta palabra solemne: maldición. El juicio, largamente suspendido por la paciencia de nuestro Dios, era ahora inevitable.
Sin embargo, el Señor, como siempre, se reserva un pequeño «remanente» (un resto fiel) en medio de esta gran miseria: «Entonces los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero; y Jehová escuchó y oyó, y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre. Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe; y los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve» (Mal. 3:16-17).
Las palabras, y sobre todo el caminar práctico de todos los verdaderos creyentes, no pueden dejar de mostrar afectos reales por el Señor. En la hora del juicio «discerniréis la diferencia entre el justo y el malo, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve» (v. 18).
4 - Escuchar lo que el Espíritu dice a las asambleas
En medio de la inmensa decadencia de la cristiandad, escuchemos «lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Apoc. 2 y 3). Por grande que sea hoy la ruina del testimonio que se nos ha confiado, por humillante que sea, cada uno de nosotros debe sacar primero de ella las lecciones personales necesarias. De este modo, el Señor llama a sí a los «fieles» que pueden reavivar la lámpara de su testimonio en el mundo. ¿Hacemos nosotros, por gracia, parte de esto, poniendo cuidadosamente en práctica su Palabra en nuestras vidas?
A partir de Éfeso y de la pérdida del primer amor, Dios dejó de ver, a pesar de toda la actividad del cristianismo, una respuesta a su amor. De la desaparición de este primer amor vino toda la decadencia que siguió en Esmirna, Tiatira, Sardis…
En la última asamblea, Laodicea, el Señor se presenta como «el Amén, el Testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios» (3:14).
A esta asamblea le faltan 3 cosas cruciales:
- oro, es decir, la verdadera justicia según Dios;
- vestiduras blancas: el resultado de un buen testimonio práctico –un ejercicio que nos concierne a todos;
- colirio, imagen del discernimiento dado por el Espíritu Santo.
Sin embargo, aún no es demasiado tarde para los que escuchan: Dios se dirige a ellos en cada una de las 7 llamadas de estos capítulos del Apocalipsis.
El Señor da sucesivamente a Laodicea:
- un consejo: cada uno debe apresurarse a adquirir de Cristo todo aquello que tanto le falta (vean Mat. 25:3);
- un gran estímulo: son aquellos que el Señor ama a los que reprende y castiga;
- una exhortación a ser celosos, a arrepentirse;
- una promesa sin precio: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (v. 20; comp. Juan 14:23).
Los que han recibido a Jesús en su corazón serán a su vez recibidos por él en su cielo y en su trono. «Al que venciere, le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono» (v. 21).
Laodicea es tibia; sus corazones no hierven por Cristo. La falta de amor es el peor de todos los males. Se manifiesta en la indiferencia hacia el Señor y sus intereses. Ya no buscamos agradarle en todo (Col. 1:10).
Aquí encontramos 2 imágenes totalmente diferentes de Laodicea:
- en primer lugar, su estimación personal: se cree rica, enriquecida; está convencida de que nada necesita;
- la valoración que Cristo hace de ella: ¡Es desdichada, miserable, pobre, ciega y desnuda! Esta asamblea –y lo sigue siendo– no es consciente de su condición, como tampoco lo era Sansón; ni él sabía que Jehová se había apartado de él (Jueces 16:20). Tampoco Efraín; el profeta Oseas concluye: «Devoraron extraños su fuerza, y él no lo supo; y aun canas le han cubierto, y él no lo supo» (7:9).
El Señor se presenta a Filadelfia –nombre que significa “amor de los hermanos”– como «el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David» (3:7), llave que utiliza con soberanía.
La fidelidad de Filadelfia se manifiesta en medio de este mundo, en aparente pequeñez e impotencia. Observemos lo que la caracteriza:
- poca fuerza, pero el Señor tiene abierta ante ella la puerta del Evangelio;
- fidelidad al Señor: Él será fiel a su promesa: «Vengo pronto» (v. 11);
- adhesión a su Palabra; su «nombre nuevo» (v. 12) será la parte de los que pertenecen a ella;
- el oprobio del mundo; se encontrará con la aprobación pública: «para que sepan que yo te he amado» (v. 9).
Esta Iglesia no es reprobada, como tampoco lo es Esmirna. Pero estamos entre los “herederos responsables” de Filadelfia. Que el Señor nos ayude a mostrar nuestro carácter, y así no perder nuestra corona (v. 11). Porque a él le agrada más dar la corona que recibirla.
Escuchemos la preciosa declaración: «Al que venciere, haré que sea una columna en el templo de mi Dios, y no saldrá más de allí; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, que desciende del cielo, de mi Dios, y mi nombre nuevo» (v. 12).
El Señor puede permitir un despertar –parcial– antes de su muy próxima venida. Pero esto presupone una confesión real de nuestra tibieza y de todas nuestras faltas personales. Ciertamente, debemos reconocer ante él nuestro retraso en poner en práctica –para su gloria– las enseñanzas de la maravillosa Palabra de Dios.
La presencia del Señor en medio de su pueblo reunido es real. Quiere hacer arder nuestros corazones como lo hizo con aquellos 2 discípulos de Emaús. Entró en su casa para quedarse con ellos, y allí al fin le reconocieron (Lucas 24:31). ¿Hace arder hoy realmente nuestro corazón? Solo él lo merece.