Índice general
Libro de Ester
Unas lecciones para nosotros
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
0 - Introducción
El libro de Ester se sitúa históricamente entre los capítulos 6 y 7 del libro de Esdras, cuando finaliza la restauración del templo, después del primer retorno de los judíos a Jerusalén. La acción tiene lugar en Susa, durante el reinado de Jerjes; este es conocido como el hijo de Darío, el persa.
A este rey se le llamaba Asuero, así como todos los reyes de Egipto llevaban el título de Faraón. El libro de Daniel hace alusión a ese poderoso monarca y a sus grandes riquezas (11:2). Notemos que en el libro de Ester abundan las fechas. El relato se sitúa entre el tercero y el duodécimo año del reinado de Asuero (1:3; 3:7).
No se menciona el nombre de Dios (Jehová) en el libro de Ester, pero su mano obra constantemente, de forma misteriosa, en favor de los suyos (comp. con Dan. 4:35; Sal. 121:3-4). También, al considerar este libro, hablaremos libremente de Dios, buscando poner de relieve sus poderosas pero secretas intervenciones.
Los judíos estaban esparcidos entre los pueblos a causa de su desobediencia. Habían perdido toda posición reconocida por Dios, pero Su amor y su fidelidad con respecto a ellos permanecían inmutables (Ester 3:8; 2 Crón. 36:16). Es un hecho muy conmovedor.
1 - Capítulo 1
El primer capítulo describe la fastuosidad de la que este rey amaba rodearse. El orgullo de Asuero era a la medida de su imperio. ¿No reinaba sobre 127 provincias, desde la India hasta Etiopía? (Sal. 73:6-8). Sin alcanzar un lujo de tal amplitud, en nuestra época no faltan fiestas o exposiciones grandiosas, por las que una nación o una persona buscan deslumbrar o eclipsar a su entorno. El hombre siempre procura enaltecerse.
Pero se presenta una seria pregunta, que nadie puede eludir: «¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?» (Mat. 16:26).
Al banquete que Asuero ofreció a todos sus príncipes y a todos sus siervos durante 180 días, sucedió otro banquete de siete días, ofrecido a todo el pueblo que vivía en Susa (v. 5). Este tipo de festividades era frecuente en el mundo (Éx. 32:6).
Como Daniel (Dan. 1:8; 5:1-5), un hijo de Dios fiel no se asociará a estas cosas. Había «mucho vino real, de acuerdo con la generosidad del rey» (v. 7). Este era servido en vasos de oro. El rico drapeado, con los colores reales (comp. con 8:15) y los reclinatorios de oro y plata también son descritos con detalle (v. 4-8).
«La bebida era según esta ley: Que nadie fuese obligado a beber; porque así lo había mandado el rey a todos los mayordomos de su casa, que se hiciese según la voluntad de cada uno» (v. 8; Jer. 18:12). El hombre natural rechaza todas las obligaciones; el deseo del corazón natural es hacer únicamente lo que le place (Oseas 5:11).
La reina Vasti, también, hizo por su lado un banquete para todas las mujeres de la casa real.
Pero la embriaguez engendra los excesos (Prov. 20:1; 23:29-31). «Estando el corazón del rey alegre del vino» (v. 10), quiso que los grandes dignatarios de entre sus eunucos trajeran a la reina Vasti «para mostrar a los pueblos y a los príncipes su belleza» (v. 11). Pero ella rehusó absolutamente seguirlos y ser mostrada públicamente como un juguete del cual el rey estaba particularmente orgulloso.
Ante esta inesperada resistencia, Asuero se enojó mucho (v. 12). No era en él una señal de autoridad, sino más bien de debilidad (Prov. 14:17; 16:32). Además, la abierta desobediencia de Vasti ponía en evidencia los límites de su despotismo.
El cristiano sabe por experiencia qué difícil es controlar sus reacciones cuando los temas de contrariedad se acumulan. Solo el Señor puede y quiere ayudar a los suyos a no ceder a la ira, ese fruto tan evidente de la carne, siempre dispuesto a manifestarse (Gál. 5:20).
Así humillado, Asuero se dirigió a «los sabios que conocían los tiempos» (v. 13). Estos afirmaron que la actitud de Vasti no dejaría de ser conocida en todas las provincias y que todos los maridos serían despreciados a los ojos de sus mujeres. Hacía falta que el rey mantuviera firmemente su autoridad (v. 16-17). Según ese consejo, Asuero decidió entonces quitar la dignidad real a Vasti y darla a otra que fuere mejor que ella (v. 19).
Hay aquí, bajo una forma escondida, una alusión profética. Los «tiempos de los gentiles» (Lucas 21:24) deben llegar a su fin con el arrebatamiento de la Iglesia. El pueblo judío será llamado a ocupar de nuevo el primer lugar, como aquí esta joven judía de la tribu de Benjamín.
Dios está detrás de la escena, cumpliendo sus designios. Aquí se sirvió de este monarca pagano, débil y vanidoso (Prov. 21:1).
2 - Capítulo 2
Ester estaba entre las jóvenes vírgenes escogidas para que una de entre ellas llegara a ser reina. Era de hermosa figura y de buen parecer, y «ganaba… el favor de todos los que la veían» (v. 15). Fue conducida a su vez al rey Asuero y enseguida «el rey amó a Ester (es la única mención del amor en este libro)… y halló ella gracia y benevolencia delante de él» (v. 17). Le puso sobre la cabeza la corona del reino. Esta joven reservada, modesta y respetuosa de la autoridad, llegó a ser la reina. En adelante, se encontró en el lugar necesario para desempeñar el extraordinario papel para el cual Dios iba a llamarla.
No crean, queridas jovencitas de familias cristianas que, al imitar las maneras de comportarse de las jóvenes de este mundo, llevar sus vestidos y adoptar sus actitudes mundanas (Is. 3:16-24) van a asegurar su felicidad. ¡Muy al contrario! ¿A quién desean agradar ante todo? ¿Al Señor? ¡En esto radica toda la cuestión!
Peligros mayores acechan a aquellos cuyo aspecto físico es particularmente atractivo. Por eso José, que «era… de hermoso semblante y bella presencia» atrajo rápidamente la atención de una mujer hacia una conducta inmoral. Pero, apoyándose en Dios, fue hecho capaz de resistirle (Gén. 39:6-12).
Sara, Rebeca, Betsabé y Tamar (hija de David) eran de gran belleza. Se encontraron en situaciones peligrosas.
Aquellos que piensan tener cierto atractivo o una bella apariencia, deben estar más particularmente en guardia. Lo que cada uno debe desear, es poseer belleza espiritual, la cual es «de grande estima delante de Dios» (1 Pe. 3:3-4; Prov. 31:30).
La belleza de Ester y, sobre todo, su modestia, eran reales. No buscaba embellecerse con los adornos que las otras candidatas reclamaban antes de ser presentadas al rey. Y, no obstante, conquistó de inmediato el afecto de Asuero.
En este mismo capítulo resalta varias veces Mardoqueo. La genealogía de este hombre está cuidadosamente establecida. Era «hijo de Jair, hijo de Simei, hijo de Cis, del linaje de Benjamín». Había sido transportado de Jerusalén con los cautivos, y en Susa pertenecía a este pueblo despreciado y humillado, cuya miseria contrastaba tanto con la fastuosidad de la corte imperial.
Estos cautivos no habían sabido aprovechar la ocasión de retornar al país de sus padres, aunque Dios les había abierto el camino despertando el espíritu de Ciro, rey de Persia (Esdras 1:3). Quizá habían temido los peligros de ese largo viaje y las grandes destrucciones de las cuales Jerusalén había sido objeto. La fe, la energía y el afecto por la casa de Dios sin duda habían faltado.
¿Los abandonará Dios en esta miserable condición? No, fiel a sus promesas, él continuaba velando por ellos, pero de forma escondida (Sal. 13:1-2; Is. 49:16). Vemos el lugar que siempre ocupaba este pueblo en sus pensamientos.
Mardoqueo había adoptado y educado con abnegación a Ester, una joven pariente huérfana. Su nombre hebreo, Hadasa, significa mirto, pero se la llamaba Ester, es decir, estrella (v. 7). Mardoqueo le había encomendado sabiamente que no hiciese conocer su pueblo ni su parentela (v. 10 y 20). Ahora bien, Ester siempre se mostraba obediente y hacía todo lo que él le decía (v. 20).
Todos podían ver a Mardoqueo pasearse cada día delante del patio de la casa de las mujeres. Estaba preocupado por el bienestar de Ester y deseaba saber cómo la trataban (v. 10-11). La conducta de Mardoqueo, tal como nos la presenta este libro, era siempre espiritual. La manera como cuidaba de Ester y la dirigía es notable.
Cuando las vírgenes eran reunidas la segunda vez, Mardoqueo estaba sentado a la puerta del rey (v. 19). Fue ahí donde oyó que dos eunucos de la guardia de la puerta, Bigtán y Teres, conspiraban contra el rey y querían matarlo.
Ester se lo dijo a Asuero en nombre de Mardoqueo. Este buscaba la paz de la ciudad a la cual había sido transportado (Jer. 29:7). El rey hizo una investigación y el hecho se reveló con exactitud. Los dos eunucos fueron colgados y todo fue escrito en el libro de las crónicas del rey (v. 21-23).
El coronamiento de Ester fue un evento público y, además, la ocasión de uno de esos grandes banquetes, tan frecuentes en el reino. El favor que Mardoqueo había hecho al rey era, al contrario, más bien de orden privado. Pero pronto Dios iba a servirse de ambos hechos para cumplir sus designios y salvar a su pueblo de la destrucción. Dios no solo interviene en lo que estimamos como acontecimientos importantes de la vida. «Todas ellas (las cosas) te sirven» (Sal. 119:91), por pequeñas que fueren a nuestra débil apreciación.
Mardoqueo no había recibido una pronta recompensa por haber salvado la vida del rey. Pero Dios iba a permitir que el rey se acordara de ello en el tiempo oportuno (6:3). Simplemente hagamos de corazón las buenas obras que Él pone hoy ante nosotros y dejemos en sus manos el desenlace.
3 - Capítulo 3
«Después de estas cosas el rey Asuero engrandeció a Amán hijo de Hamedata agagueo». Este era un miembro de la familia real de Amalec. Asuero engrandeció a este hombre vanidoso, «y puso su silla (o su trono) sobre todos los príncipes que estaban con él». «Todos los siervos del rey que estaban a la puerta del rey se arrodillaban y se inclinaban ante Amán, porque así lo había mandado el rey» (v. 1-2). El propósito que perseguía Satanás, este «Lucero, hijo de la mañana», era el de ser «semejante al Altísimo» (Is. 14:12-14). Nada extraño era que sus esclavos, entre los que estaba Amán, fueran gobernados por el mismo orgullo.
Pero ante Amán, «Mardoqueo ni se arrodillaba ni se humillaba» (v. 2; véase Dan. 3:12; 6:13). Todos se asombraban de esta actitud, insensata según ellos. Le preguntaban a Mardoqueo cada día, pero él no los escuchaba. Finalmente, estos lo denunciaron a Amán «para ver si Mardoqueo se mantendría firme en su dicho; porque ya él les había declarado que era judío» (v. 4).
La delación es frecuente en este mundo. Y, a causa de ello, el temor puede hacer que los hijos de Dios se retraigan de confesar abiertamente a Cristo, ya sea en la escuela, en el trabajo o en el vecindario. Nuestra conducta debería mostrar a nuestro entorno que somos cristianos (Hec. 11:26). Pero, ¿estamos dispuestos a sufrir como tales? (1 Pe. 4:16).
Para comprender los motivos de la actitud de Mardoqueo, hay que recordar que Dios, al principio de la marcha de Israel en el desierto, había declarado: «Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación» (Éx. 17:16). Más tarde, había dicho a su pueblo: «Acuérdate de lo que hizo Amalec contigo en el camino, cuando salías de Egipto; de cómo te salió al encuentro en el camino, y te desbarató la retaguardia de todos los débiles que iban detrás de ti, cuando tú estabas cansado y trabajado; y no tuvo ningún temor de Dios». Israel debía borrar la memoria de Amalec de debajo del cielo: «No lo olvides» (Deut. 25:17-19; 1 Sam. 15:3). Estos preceptos divinos impedían a un fiel israelita mostrar la mínima señal de deferencia hacia un enemigo de Dios y de su pueblo. Como Daniel (Dan. 6:10), Mardoqueo deseaba obedecer la palabra de Dios, sin preocuparse de las consecuencias. Esta debería ser nuestra actitud, dictada por nuestro afecto hacia Cristo (Hec. 5:29).
Aún en la actualidad, el Señor también advierte a los suyos: «Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros» (Juan 15:18).
Pero, ¿tiene el mundo verdaderamente motivos para aborrecernos? Con frecuencia nos parece haber olvidado que no somos del mundo, ese sistema organizado sin Dios, cuyo jefe es Satanás. Y el mundo nos atrae más bien por sus principios y por su manera de vivir, seductores para la carne (Juan 16:11).
Amán estaba herido en su orgullo. Estaba lleno de furor, pero le parecía despreciable poner la mano solo sobre Mardoqueo. Por eso iba a intentar destruir a todos los judíos que vivían en el reino, «el pueblo de Mardoqueo» (v. 5-6). Halagó hábilmente a Asuero: «Si place al rey…» (v. 9). En su declaración, involuntariamente dio un buen testimonio con respecto al pueblo disperso entre todas las provincias del imperio. Efectivamente, expuso al rey que: «sus leyes son diferentes de las de todo pueblo, y no guardan las leyes del rey» (v. 8; Hec. 16:20-21). Amán sabía que ningún soberano desearía tener en su reino a personas susceptibles de perturbar el orden público.
¿Cuál fue la conclusión de Amán? Al rey nada le beneficia ese pueblo, ¡que sean destruidos! Generoso cuando se trataba de ayudar al mal, se declaró dispuesto a dar para ese propósito diez mil talentos de plata, una cantidad enorme. Propuso traerlos a los tesoros del rey (v. 9). Sin ofrecer resistencia, ni buscar informarse, el rey le dio su anillo a Amán el agagueo, el enemigo de los judíos. Este entonces tenía «plenos poderes» (comp. con Gén. 41:42). El rey incluso añadió: «La plata que ofreces sea para ti, y asimismo el pueblo, para que hagas de él lo que bien te pareciere» (v. 11). Vemos cuál es la maléfica influencia de este agente de Satanás sobre el rey. Creía triunfar, ¡pero acababa de firmar su propia condena! (Sal. 10:2).
Supersticioso, como muchos incrédulos (Ez. 21:21), y, desgraciadamente, como algunos creyentes también, Amán quiso buscar un día favorable para ejecutar su funesto designio. Entonces se confió en la suerte para decidir la fecha de la matanza: sería el día trece del duodécimo mes, en el mes de Adar. Pero ignoraba que si bien «la suerte se echa en el regazo… de Jehová es la decisión de ella» (Prov. 16:33). Este largo plazo (once meses) iba a permitir el cumplimiento de los designios de Dios en gracia para con los suyos, por más que al presente fuesen «Lo-ammi», es decir, «no pueblo mío» (Oseas 1:9).
Para satisfacer la mortífera locura de Amán, el edicto fue rápidamente preparado y firmado en nombre de Asuero. Según las leyes de Media y Persia, como también lo recordaron los enemigos de Daniel, el edicto no podía ser revocado (8:8; Dan. 6:8, 12).
Luego, los correos reales «salieron… prontamente por mandato del rey» y lo llevaron hasta las lejanas provincias del imperio. El edicto ordenaba «destruir, matar y exterminar a todos los judíos, jóvenes y ancianos, niños y mujeres» y, además, apoderarse de sus bienes (v. 13-15).
Sabemos cuál ha sido el perpetuo odio de Satanás, sus inauditos esfuerzos, sirviéndose de diversos instrumentos, para destruir enteramente –si eso hubiese sido posible– a los judíos, el pueblo del Mesías. El enemigo teme, y con razón, el advenimiento de Cristo, el que sellará definitivamente su derrota.
Mientras que una vez más el rey y Amán estaban sentados bebiendo, la ciudad de Susa, en la cual se encontraban muchos judíos, estaba conmovida (v. 15). Pero, tales periodos de prueba ¿no son permitidos para que cada uno se examine y tenga una apreciación más justa de su anterior conducta? «Al que ordenare su camino, le mostraré la salvación de Dios» (Salmo 50:23).
4 - Capítulo 4
Mardoqueo supo todo lo que se había hecho. Rasgó sus vestidos y se vistió de cilicio y de ceniza. Luego, salió por la ciudad y clamó con grande y amargo clamor. ¿Cómo esconder su dolor ante tan diabólico plan? Este gran duelo era compartido por todos los judíos. Estaban dispersos, pero, objetos de los cuidados providenciales de Dios, no se habían mezclado con los pueblos en medio de los cuales se encontraban; habían conservado su identidad (v. 1-5).
Aquí parece evidente, como en el tiempo de la gran tribulación que seguirá al arrebatamiento de la Iglesia, que no había ningún rayo de esperanza. Pero Dios se había reservado la esfera de lo imposible.
Ester, ya reina desde hacía casi cuatro años, ¿no podría interceder ante su esposo? Esta dramática circunstancia iba a constituir la ocasión de mostrar la audacia de su fe.
Más tarde, haría falta la crucifixión para que José de Arimatea se atreva a darse a conocer como discípulo, pidiendo a Poncio Pilato el cuerpo de Jesús (Juan 19:38). No olvidemos las palabras del Señor: «El que se avergonzare de mí y de mis palabras… el Hijo del Hombre se avergonzará también de él» (Marcos 8:38).
Ester aceptó cumplir una misión importante en el plan de Dios a favor de los suyos. Su ejemplo debe animarnos a seguirlo al costo que fuere. No nos dejemos vencer por lo que parece un pesado obstáculo o un sacrificio demasiado grande: obedezcamos al Señor. Su poder se perfeccionará en nuestra debilidad (2 Cor. 12:9). Dios puede cambiar en bien lo que, al principio, parecía ser una tragedia (comp. con Gén. 50:20).
Encerrada en el palacio, sin contacto con el mundo exterior, Ester ignoraba el genocidio que se preparaba. Pero sus doncellas la advirtieron y «la reina tuvo gran dolor» (v. 4). Intentó que Mardoqueo aceptara los vestidos que le enviaba, pero los rechazó. Entonces, le envió un eunuco, Hatac, y se enteró de manera más precisa de lo que había ocurrido. Incluso recibió de Mardoqueo una copia del decreto real hecho con el propósito de destruir a los judíos.
Su padre adoptivo le encargó «que fuese ante el rey a suplicarle y a interceder delante de él por su pueblo» (v. 4-8). La primera reacción de Ester fue más bien negativa. Hizo decir a Mardoqueo que nadie podía entrar en la presencia del rey «sin ser llamado». Porque la ley prescribía darle muerte, a menos que el rey le extendiera el cetro de oro para que viviera. Para motivar sus reticencias, y hacer sobresalir todo el riesgo que implicaba este procedimiento, Ester añadió: «Y yo no he sido llamada para ver al rey estos treinta días» (v. 11).
Estas eran las razones que ella adelantaba. También la «esposa» de los Cantares esgrimía razones para no abrir a su Amado: «Me he desnudado de mi ropa; ¿cómo me he de vestir? He lavado mis pies; ¿cómo los he de ensuciar?» (Cant. 5:3).
El sacerdote y el levita igualmente tenían razones para pasar de largo por aquel camino, en lugar de aproximarse y cuidar de un hombre medio muerto, lleno de heridas, despojado por ladrones (Lucas 10:31-32). Incluso eran razones de orden religioso. Debían velar para no contaminarse. Así cada uno es capaz de encontrar razones pertinentes para evadir las buenas obras que Dios prepara de antemano para que andemos en ellas (Efe. 2:10).
No obstante, algunos elementos iban a alentar a la reina para que diese ese paso decisivo. Mardoqueo hizo decir a Ester: «No pienses que escaparás en la casa del rey más que cualquier otro judío. Porque si callas absolutamente en este tiempo, respiro y liberación vendrá de alguna otra parte para los judíos; mas tú y la casa de tu padre pereceréis» (Ester 4:13-14).
Mardoqueo no faltaba de fe, ni de discernimiento, ni de firmeza. Recordaba a su protegida que sus indecisiones y sus temores no impedirían la intervención de la Providencia. Ester debía comprender cuánto su posición de reina aumentaba su responsabilidad. «¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?» (v. 14). Estas advertencias también nos conciernen: Cada uno de nosotros debe tener claro que Dios lo ha puesto en el lugar donde está con un propósito preciso. Como David, está llamado a «servir a su propia generación según la voluntad de Dios» (Hec. 13:36; Efe. 2:10). Si somos tentados a permanecer pasivos, debemos recordar a Ester. Retengamos esta solemne exhortación: «Libra a los que son llevados a la muerte; salva a los que están en peligro de muerte. Porque si dijeres: Ciertamente no lo supimos, ¿acaso no lo entenderá el que pesa los corazones? El que mira por tu alma, él lo conocerá, y dará al hombre según sus obras» (Prov. 24:11-12). Como Ester, seamos conscientes de que, si rehusamos asumir nuestras responsabilidades, otro será llamado a ocupar nuestro lugar en el servicio, pero sentiremos una pérdida. Sea como fuere, el propósito de Dios siempre se cumplirá.
Otro punto ha tenido ciertamente una influencia capital sobre Ester. Mardoqueo le recuerda que los judíos eran su pueblo; y ella debía interceder ante el rey a favor de ellos (v. 8). Entonces, se hizo audaz, porque sintió fuertemente los lazos que tenía con este pueblo sobre el cual pesaba esta terrible amenaza.
Al tomar algunas expresiones del Nuevo Testamento, podemos decir que Ester estaba dispuesta en adelante a «poner su vida por los hermanos» (1 Juan 3:16). Priscila y Aquila, también Epafrodito, en su tiempo «expusieron su vida» (Rom. 16:3-4; Fil. 2:30) por la vida del apóstol Pablo. Hermanos y hermanas en Cristo, que podamos decir en verdad con Pablo: «Yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas» (2 Cor. 12:15).
Firmemente decidida, Ester necesitaba una preparación particular antes de acercarse al rey. Y no se trataba aquí de atavíos, como al principio (Ester 2:9). Pidió a Mardoqueo que todos los judíos de Susa ayunaran por ella, durante tres días y tres noches. Por su lado, ella haría lo mismo con sus doncellas (v. 15-16). Ayunar es, o debiera ser, la señal de una gran humillación ante Dios (Is. 58:3, 5-6). Hay que aprender a obrar sin precipitación. Daniel constituye un bello ejemplo a este respecto (Dan. 2:12, 17-19, 23, 27-29). Hoy, cuando las circunstancias son apremiantes, la iglesia puede reunirse para orar (Hec. 12:12).
Pero, ¡qué contraste entre este Asuero inabordable y Aquel que siempre está dispuesto a compadecerse de nuestras debilidades! «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro» (Hebr. 4:15-16). Ester consideraba con mucho valor las posibles consecuencias de su acción: «Y si perezco, que perezca» (Ester 4:16; Hec. 20:24).
5 - Capítulo 5
El tercer día, vestida con su vestimenta real, Ester se presentó en el patio interior de la casa del rey. Tan pronto como Asuero la vio, obtuvo gracia ante sus ojos (v. 2). Le extendió el cetro de oro y ella lo tocó. Entonces le dijo: «¿Qué tienes, reina Ester, y cuál es tu petición? Hasta la mitad del reino se te dará» (v. 3).
La respuesta de Ester sorprende: «Si place al rey, vengan hoy el rey y Amán al banquete que he preparado para el rey» (v. 4). Asuero aceptó y mandó que con rapidez llamaran a Amán.
Mientras bebían vino, el rey volvió a preguntar a Ester: ¿Cuál es tu petición? Pero en vez de responder de inmediato, se contentó con volver a invitarlos y prometió: «Mañana haré conforme a lo que el rey ha mandado» (v. 6-8). Ese día, Amán salió contento y alegre de corazón. Tenía vértigo en su espíritu cuando consideraba la rapidez de su ascenso, lo que respondía a sus más alocados deseos. Pero cuando pasaba, ese miserable Mardoqueo, sentado a la puerta del rey, no se levantaba ni se movía de su lugar (v. 9). ¡Era verdaderamente intolerable! Y de nuevo Amán se llenó de furor contra Mardoqueo.
Se refrenó y volvió a su casa. Ahí, contó con complacencia a sus amigos y a su mujer, el número de sus hijos, la importancia de sus riquezas y todos los honores de los cuales era objeto (Prov. 18:12). Contó cómo la reina Ester incluso lo invitó a él solo al banquete que ella había ofrecido al rey. ¡Era, además, el único invitado para el nuevo banquete, el día siguiente! (v. 9-12).
Pero fue incapaz de esconder el odio que llenaba su corazón respecto de Mardoqueo, y afirmó: «Pero todo esto de nada me sirve cada vez que veo al judío Mardoqueo sentado a la puerta del rey» (v. 13; comp. con 1 Reyes 21:4-7). En su boca, la expresión «al judío» se trataba de un epíteto despectivo. Este mismo epíteto, tomará después, en este mismo libro, un significado muy diferente, triunfal (8:7; 9:29, 31).
En la cumbre de los honores de este mundo, este hombre estaba constantemente roído interiormente por el odio. Qué sorprendente escena de las insospechadas profundidades del corazón del hombre natural (Jer. 17:9-10). ¡Que el tal no prevalezca! Su mujer y su entorno le aconsejaron preparar una horca de 50 codos de altura (cerca de 23 metros) para colgar a Mardoqueo en ella. ¡Su suplicio tendría así un carácter más humillante y se vería desde lejos!
Esto recuerda la cruz de nuestro Señor Jesucristo, levantada por los hombres en ese lugar llamado la Calavera, ante la cual toda la multitud estaba presente, atraída por el espectáculo (Lucas 23:48).
Estaba determinado; Amán iría a hablar al rey por la mañana temprano. Con seguridad, después de haberlo autorizado tan fácilmente a exterminar a todo el pueblo judío, Asuero no tendría ninguna dificultad en aceptar el inmediato suplicio de este judío insolente y despreciable. Su mujer, al desempeñar el papel cerca de él como Jesabel cerca de Acab, añadió: «Entra alegre con el rey al banquete». La proposición agradó a los ojos de Amán e hizo preparar la horca… pero no sería para el judío (v. 14; 7:10).
Ester había sido dirigida por la «sabiduría que es de lo alto» (Sant. 3:17) empezando por invitar al rey a esos dos banquetes consecutivos. Nuestra manera de obrar es a menudo muy diferente. Buscamos ser liberados lo más rápidamente posible de lo que nos oprime. Hay un evidente contraste entre la calma y determinada actitud de Ester y todo lo que, en este libro, se hace de prisa.
6 - Capítulo 6
Todo había sido dirigido según un admirable eslabonamiento. Dios no se mostraba, pero obraba continuamente en favor de su pueblo, al que quería salvar de la destrucción.
Primero, entre los dos banquetes, tiene lugar el insomnio del rey. Era un incidente en apariencia insignificante, pero Dios, aunque invisible, dirigía los pensamientos de Asuero. Lo incitó a ordenar a sus siervos a leerle el libro de las memorias y crónicas del reino (v. 1). Justamente condujo a estos a leer lo que concernía a Mardoqueo, lo que hizo en el pasado en favor del rey (v. 2; 2:23).
Entonces Asuero preguntó: «¿Qué honra o qué distinción se hizo a Mardoqueo por esto?» Los servidores debieron responder: «Nada se ha hecho con él» (comp. con Ecl. 9:15). Luego, el rey se informó: «¿Quién está en el patio?» En ese preciso momento Amán entraba en el patio. Todo era dirigido, regulado minuciosamente por una mano soberana (v. 2-4).
Los incrédulos juzgarán improbable tal concurso de circunstancias, pero, como creyentes, ello no nos sorprende en absoluto. Conocemos bien, por propia experiencia, la divina intervención que hace que todas las cosas ayuden a bien a los que aman a Dios (Rom. 8:28).
Tanto odiaba Amán al «judío», que se había levantado temprano «para hablarle al rey para que hiciese colgar a Mardoqueo en la horca que él le tenía preparada» (v. 4). El rey dijo: «Que entre» y le preguntó a Amán: «¿Qué se hará al hombre cuya honra desea el rey?» Cegado por su insensato orgullo, Amán estaba convencido de que era él en quien pensaba el rey. Propuso toda una serie de distinciones honoríficas, de las cuales solo una habría impresionado a un hombre durante toda la vida (v. 6-9).
«Entonces el rey dijo a Amán: Date prisa, toma el vestido y el caballo, como tú has dicho, y hazlo así con el judío Mardoqueo, que se sienta a la puerta real; no omitas nada de todo lo que has dicho» (v. 10; comp. con 1 Sam. 2:7-8). ¡Qué caída para ese malvado! (véase Sal. 73:18). De la misma mano de este enemigo horrorizado, pero con la obligación de obedecer, Mardoqueo, el judío, recibió estos honores reales. Luego, volvió modestamente a su lugar habitual, a la puerta del rey (v. 10-12). Como Daniel (Dan. 5:17), no se dejó deslumbrar por los vanos honores del mundo.
También aquí, Mardoqueo hace recordar a uno mayor que él. El Señor respondió a Satanás –quien se comprometía a darle «todos los reinos del mundo y la gloria de ellos» si tan solo le adoraba–, de la siguiente manera: «Vete, Satanás» (Mat. 4:8-10).
Al ver así a Mardoqueo atravesar Susa, con su peor enemigo obligado a sostener la brida de su caballo, pensamos en alguien mayor que él. El Señor fue despreciado y rechazado, pero saldrá victorioso (Apoc. 19:11-13). Toda rodilla de los que estarán en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra deberá doblarse ante él, y confesar que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Fil. 2:10-11).
Ya otras personas en las Escrituras habían sido sombras de la gloria venidera del Rey de reyes. Tenemos el ejemplo de José, subido en un carro de Faraón, mientras que delante de él se pregonaba: «¡Doblad la rodilla!» (Gén. 41:43), o también de Salomón, montado sobre la mula de David, en el momento en que recibió la unción real (1 Reyes 1:33).
Amán tuvo que llevar a cabo precisamente esta tarea tan humillante para él. No obstante, esto era solo el preludio de su completa ruina. Luego, regresó de prisa a su casa, triste y con la cabeza cubierta (v. 12; Is. 21:4). ¿Estaba lleno de un sentimiento de vergüenza o simplemente tenía el deseo de no ser reconocido? Contó a su mujer y a todos sus amigos lo que acababa de ocurrir. Su misma mujer, Zeres, que incluso el día anterior lo había incitado a la venganza, hace sonar en sus oídos el toque final de su grandeza (Prov. 16:18). Ella presagió que no se podía resistir a esta raza de los judíos y concluyó: «Caerás por cierto delante de él» (v. 13; comp. con Prov. 28:18). Iba a volver a ver a su marido solo en el momento de su ahorcamiento (7:9).
Según los consejos divinos, Israel pronto iba a ser por cabeza y las naciones por cola (Deut. 28:10-13). Si en ese momento no lo fue, se debió a su desobediencia (28:15-44). Para Amán, el desenlace estaba ahora muy cerca (v. 13). «Pues de aquí a poco no existirá el malo» (Sal. 37:10).
El siguiente versículo (v. 14) resalta aún más la manera en que se aceleraba el ritmo de la acción: «Aún estaban ellos hablando con él, cuando los eunucos del rey llegaron apresurados, para llevar a Amán al banquete que Ester había dispuesto». No había más escapatoria posible (Prov. 7:23; Deut. 32:35-36).
7 - Capítulo 7
Durante este banquete, mientras bebían vino una vez más, el rey preguntó de nuevo: «¿Cuál es tu petición, reina Ester…?» (v. 2). Y esta vez, sin renunciar a su humildad, la reina fue directo al grano: Pidió al rey que le concediera su vida y la de su pueblo. Se identificaba claramente, como Moisés (Hebr. 11:25), con su despreciado pueblo. Añadió, usando las palabras del edicto: «Hemos sido vendidos, yo y mi pueblo, para ser destruidos, para ser muertos y exterminados». Afirmó que habría callado, si solo hubiesen sido vendidos para ser esclavos y esclavas, «pero nuestra muerte sería para el rey un daño irreparable» (v. 4).
Hasta ahora se había guardado de revelar la identidad de este enemigo. Había sabido esperar la pregunta del rey. A quien pide, Dios le da la sabiduría necesaria, en palabras y en hechos, en el momento oportuno (Sant. 1:5). Asuero se preguntó: ¿Puede ser que alguien busque tocar a la que él ama y a su pueblo? Y añade: «¿Quién es, y dónde está, el que ha ensoberbecido su corazón para hacer esto?» La reina lo señaló, por decirlo así, con el dedo: «El enemigo y adversario es este malvado Amán» (v. 6). Son tres nombres que la Palabra de Dios da al mismo diablo (Mat. 13:39; 1 Pe. 5:8; Efe. 6:16: maligno o malvado).
Amán estuvo aterrorizado ante el rey y la reina. Todo se desmoronó para él en un instante (Sal. 73:17-19). «Vio que estaba resuelto para él el mal de parte del rey». Mientras Asuero, encendido en ira, se fue al huerto del palacio (véase Prov. 16:14), Amán intentó hacer un último esfuerzo y pidió por su vida ante la reina. En su desesperación, cayó sobre el lecho en que estaba Ester.
El rey volvió, y dio voluntariamente a ese insólito espectáculo la peor interpretación posible. Ordenó que se le cubriera el rostro a Amán, señal de que estaba condenado. Un eunuco, Harbona, intervino para señalar que justamente había una «horca» erigida en la casa de Amán, que había sido preparada para Mardoqueo (Sal. 7:14-15). «Colgadlo en ella» replicó el rey, y su ira solo se apaciguó cuando Amán fue colgado (v. 7-10).
Mardoqueo había rehusado arrodillarse ante Amán. Cristo fue el único hombre que no se arrodilló ante Satanás. Recordamos sus palabras durante la tentación en el desierto: «Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás» (Mat. 4:9-10). Nada podía doblegar al Hombre perfecto. El enemigo redobló sus esfuerzos contra él (Jer. 11:19). Levantó a los hombres contra él, los incitó a crucificarlo, así como Amán había preparado una horca para Mardoqueo.
Ahora bien, precisamente esta cruz, en la cual Satanás pensaba triunfar y acabar de una vez por todas con Cristo, había marcado su definitiva derrota (Col. 2:15; Hebr. 2:14).
8 - Capítulo 8
Dios había intervenido, y el curso de los acontecimientos había cambiado. Ester recibió todos los bienes de Amán, el enemigo de los judíos. Con el consentimiento del rey, estableció a Mardoqueo el judío –ahora era un título de gloria– intendente sobre toda la casa de Amán (v. 1-2). La época en la cual Mardoqueo se sentaba humildemente a la puerta del rey, pertenecía al pasado. Entraba ante el rey, puesto que Ester hizo conocer a Asuero cuáles eran sus relaciones de familia.
«Se quitó el rey el anillo que recogió de Amán, y lo dio a Mardoqueo» (v. 2). Pero ¿qué sería de este pueblo de Israel, que estaba condenado a muerte? El rey, ligado por su propio sello, no podía anular el funesto edicto. Entonces Ester lloró ante él y le suplicó: «¿Cómo podré yo ver la destrucción de mi nación?» (v. 6).
También ahí Dios iba a inclinar el corazón de Asuero. «Escribid, pues, vosotros… en nombre del rey», dice él (v. 8). Dejó a Ester y a Mardoqueo el cuidado de atenuar las consecuencias de la trama de Amán, y así anular indirectamente el alcance del edicto. Los escribanos fueron llamados y, esta vez, escribieron sobre todo a los judíos de las 127 provincias cartas selladas con el sello del rey. Poco más de dos meses habían pasado ya desde el primer edicto.
El nuevo edicto también se dio a conocer en Susa, la capital. Hay un riguroso paralelismo entre esta parte del relato y el que se encuentra en el capítulo 3, versículos 12-15. Visiblemente, el narrador quería mostrar detalladamente hasta qué punto la situación se había invertido por completo. A la hora de Amán sucedió la de Mardoqueo.
¡Qué gozo para los hijos de Dios saber que pronto será esa la porción de Cristo, nuestro Señor, sobre esta tierra! Es necesario que reine, allí donde fue despreciado por el hombre y abominado por la nación, hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies (1 Cor. 15:25; Is. 49:7).
Las cartas, llevadas por correos montados sobre caballos veloces, acordaban a los judíos la facultad de actuar en defensa de sus vidas y de hacer perecer cualquier fuerza armada del pueblo o de la provincia que los oprimiera, el día trece del mes duodécimo, que es el mes de Adar (v. 10-12).
Los cristianos también hemos recibido los medios para combatir eficazmente a nuestros enemigos (Efe. 6:12). Hagamos uso de todos los medios que Dios pone a nuestra disposición, particularmente su Palabra, la espada del Espíritu, y la oración.
Podemos agregar que, todavía hoy, cada hijo de Dios es un enviado que sale a toda prisa por la orden del rey (v. 14). Es responsable de difundir las Buenas Nuevas de la salvación por toda la tierra (Mat. 28:19). Así, aquellos que, a causa de sus pecados, estaban bajo la justa condenación de Dios, pueden ahora escapar de la muerte eterna, poniéndose al amparo de la obra de la cruz (Rom. 6:23).
Después de los sufrimientos llegaban las glorias: «Salió Mardoqueo de delante del rey con vestido real de azul y blanco, y una gran corona de oro, y un manto de lino y púrpura» (v. 15). Asuero le confirió gloria, majestad, honor y poder. Esta escena es una imagen de la elevación del Señor Jesucristo, a quien veremos aparecer resplandeciente de gloria. Contemplemos por la fe, con adoración, el triunfo de Jesús. Su aparición traerá la destrucción de todos sus enemigos (Sal. 66:3-4).
«La ciudad de Susa entonces se alegró y regocijó; y los judíos tuvieron luz y alegría, y gozo y honra». Muchos se hicieron judíos «porque el temor de los judíos había caído sobre ellos» (v. 15-17; Deut. 2:25; 11:25; Zac. 8:20-23).
9 - Capítulo 9
Los diez hijos de Amán, de los cuales estaba tan orgulloso, murieron (5:11; 9:7-10; Is. 14:20). Los dos últimos capítulos del libro muestran que los enemigos del pueblo de Dios eran numerosos, incluso en Susa. Siempre ha sido así a través de los siglos. No sabemos de qué manera estos enemigos habían perseguido a los judíos, pero el día de las retribuciones (Is. 35:4) también había llegado para ellos.
Ester no es una imagen de los designios de Dios para con la Iglesia. Este libro, en figura, muestra, con la destitución de Vasti, a las naciones puestas de lado, y, con el reemplazo de Ester, a los judíos llamados a compartir los honores del reino. La gracia es el carácter divino puesto actualmente en evidencia mediante la Iglesia. La ejecución de una venganza es absolutamente incompatible con el llamamiento del cristiano (Rom. 12:19).
En cambio, durante el reino milenario de justicia y verdad, el ejercicio de una justa venganza estará totalmente en su lugar. Cuando el Mesías reine y Jerusalén sea «la reina», entonces se cumplirá lo que la Palabra de Dios anuncia: «La nación o el reino que no te sirviere perecerá» (Is. 60:12).
Los enemigos no solo serán castigados al principio del reinado, otros golpes luego les serán asestados. Los adversarios serán destruidos (Miq. 5:9) así como aquellos que se hayan sometido con disimulo (Sal. 18:44; versión francesa J.N. Darby). «De mañana destruiré a todos los impíos de la tierra» (Sal. 101:8).
De esta manera, el día que debía marcar la desaparición de Israel fue, al contrario, el día de su triunfo y de la destrucción de sus enemigos. No impunemente se ataca al pueblo de Dios (Zac. 2:8; Sal. 105:12-15).
Año tras año, la gran liberación de la cual el pueblo había sido objeto debía ser conmemorada con la fiesta de Purim; esta se celebra todavía: serán días de gran alegría (v. 22, 27; comp. con Sal. 30:11-12).
Israel, bajo la disciplina divina, tiene todavía hoy ese carácter de «una nación tirada y despojada… una nación medida y hollada» (Is. 18:2, VM). Pero, al mismo tiempo, a los ojos de Dios, es un pueblo «de elevada estatura y tez brillante», en medio del cual nació el Salvador del mundo. Y nosotros, que pertenecemos al pueblo celestial, a la esposa de Cristo, ¿somos acaso objetos de menos ternura?
El Señor murió por esta nación judía, pero también «para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Juan 11:52). Todos los que hoy pueden decir en verdad «¡Abba, Padre!», forman juntos el solo Cuerpo de Cristo (1 Cor. 12:12, 27). Pero actualmente también se hallan dispersos, a causa de sus pecados y de su desobediencia a la Palabra, y en una gran miseria. Esperan la liberación que el Señor les concederá con su venida.
10 - Capítulo 10
Ya hemos visto que «Mardoqueo era grande en la casa del rey», y que él «iba engrandeciéndose más y más» (Ester 9:4). Expresiones semejantes se emplean respecto de Moisés: «También Moisés era tenido por gran varón en la tierra de Egipto, a los ojos de los siervos de Faraón, y a los ojos del pueblo» (Éx. 11:3).
El libro de Ester termina hablando aún de la grandeza de Mardoqueo. Era «grande entre los judíos, y estimado por la multitud de sus hermanos, porque procuró el bienestar de su pueblo y habló paz para todo su linaje» (v. 3).
Estas figuras, por imperfectas que fueren, recuerdan que el lugar supremo pertenece a Jesús, quien se humilló a sí mismo hasta la muerte de la cruz, pero que ahora el cielo ha recibido, hasta que llegue la hora tan próxima de la exaltación (Hec. 3:21). Será puesto muy en alto (Is. 52:13); recibió un nombre que es sobre todo nombre (Fil. 2:9-11). Escudriñemos las Escrituras, ellas dan testimonio de él (Juan 5:39). Al declararles en todas las Escrituras lo que de él decían, hizo arder el corazón de los discípulos de Emaús (Lucas 24:27, 32). Es digno de ocupar el primer lugar en nuestros pensamientos y en nuestros afectos (Col. 1:18). Nuestros corazones, ¿le pertenecen enteramente a él?