Calamidades – Refugio – El primer amor

27 de marzo de 2020

El comienzo de las penas para la tierra

«Todas estas cosas son el principio de dolores» (Mateo 24:8).

Una serie aparentemente interminable de desastres (terremotos, maremotos, huracanes, epidemias, actos terroristas, guerras…) continúa llenando los titulares y llamando nuestra atención. ¿Qué es lo que está pasando? ¿Está Dios involucrado en estos trastornos que vemos a nuestro alrededor? Todas estas cosas fueron predichas hace cerca de 2.000 años por un Hombre, vestido con un humilde traje galileo. Mientras sus discípulos contemplaban los edificios del templo, este gran Profeta (Deut. 18:15), sentado en el monte de los Olivos, hizo desfilar apaciblemente ante ellos una visión de los acontecimientos futuros (Mat. 24:3-44).

Siempre ha habido guerras y terremotos, pero en sus palabras el Señor predijo que se intensificarían considerablemente en el tiempo del fin. Describía estos eventos como «el principio de dolores» –el término dolores aquí significa literalmente: la «angustia» del parto (Juan 16:21). Esta es la imagen de una mujer en trabajo de parto para dar a luz, y cuyos dolores se hacen cada vez más frecuentes e intensos hasta el parto. La «gran tribulación» seguirá a estos eventos y los juicios aumentarán en intensidad (Mat. 24:21). No se puede negar que estas calamidades vienen directamente de Dios. Sin embargo, los hombres no se arrepentirán; al contrario, continuarán blasfemando (Apoc. 16:9).

Hoy en día, a menudo se dan explicaciones naturales para estos desastres: los terremotos son causados por el desplazamiento de las placas tectónicas, o la frecuencia de los ciclones está relacionada con el calentamiento global. Sería un error negar las explicaciones físicas de estos fenómenos, pero ¿qué hay realmente detrás del aumento de estos cataclismos? Al final, no habrá necesidad de explicaciones científicas, porque Dios mismo sacudirá violentamente la tierra «en aquel día», y los hombres reconocerán esto como siendo «la ira del Cordero» (Is. 24:18-21; Apoc. 6:16). Dios lleva a cabo sus planes, tanto en los eventos actuales del mundo, como cuando traerá los «dolores» del parto que llevan a la gran tribulación. Alguien dijo, “Dios está detrás de la escena, y él es el que la anima.

Según B. Reynolds

A salvo del terror

«¡Entra en la peña y escóndete en el polvo, a causa del pavor de Jehová y de la gloria de su majestad! Los ojos altivos del hombre serán abatidos, y la soberbia de los hombres será humillada, y Jehová solo será ensalzado en aquel día» (Isaías 2:10-11).

Estas palabras fueron dirigidas a la nación de Israel, que se había alejado de Jehová y era tan culpable como las otras naciones. Por lo tanto, este consejo dado a Israel también se aplica a las naciones, porque el mundo entero se ha hecho culpable ante Dios. ¡Qué solemne y aterrador es «el pavor de Jehová»! Hoy en día la gente está horrorizada por las acciones de los terroristas, que bajo ninguna circunstancia tienen derecho a aterrorizar a otros. Solo Dios tiene ese derecho. Aquellos que con razón serán sometidos a Su terror pueden aterrorizarse ante la perspectiva de caer bajo el terrible fuego de su juicio.

«Entra en la peña». Es un buen consejo. Esta roca es Cristo, el Hijo de Dios (véase 1 Cor. 10:4): por su gran sacrificio en la cruz del Calvario, cuando murió por nuestros pecados, proporcionó una seguridad perfecta para la humanidad. Pero debemos «entrar en la Peña»; y entrar en ella es recibirlo como Señor y Salvador. En esta Roca, al abrigo de todo temor de juicio, encontramos a Aquel que es digno de nuestra fe y plena confianza, Aquel que es la protección perfecta.

Por otro lado, esconderse «en el polvo» significa arrepentirse humildemente ante Dios y reconocer toda nuestra culpabilidad. Esto contrasta con el orgullo que caracteriza a todos los hombres, y que debe ser absolutamente humillado para escapar del terror del juicio de Dios. En efecto, el orgullo del hombre le lleva a pensar que es más grande que el mismo Señor Jesús; pero esta actitud lo destina a un fin terrible, pues el Señor no permitirá que se le insulte con tal arrogancia. Si no queremos humillarnos, no solo nos humillará, sino que nos humillará exponiendo nuestra miserable locura.

«Y Jehová solo será ensalzado en aquel día». El creyente espera ese día con gran alegría.

¿Eres un creyente, o eres uno de los que sufrirán «el pavor de Jehová»?

Según L. M. Grant

¿Cómo volver a encontrar el primer amor?

«Pero tengo contra ti, que has dejado tu primer amor. ¡Recuerda de dónde has caído! Arrepiéntete y haz las primeras obras» (Apocalipsis 2:4-5).

Para conocer el carácter de nuestro fracaso, o el alcance de nuestra distancia o abandono de la verdad, debemos siempre volver al principio. Por ejemplo, el estado de la Iglesia hoy en día solo puede ser verdaderamente discernido si se compara, o más bien contrasta, con lo que era cuando la Iglesia fue fundada al principio, en Pentecostés. De la misma manera, Éfeso debía recordar de dónde había caído (v. 1, 5); solo así podía medir el alcance de su fracaso. Al mismo tiempo, debería haber arrepentimiento. En efecto, una vez que hayamos descubierto, por gracia, la profundidad de nuestra caída, el juicio de nosotros mismos seguirá necesariamente; viendo nuestro estado como el Señor mismo lo ve, lo confesaremos con corazones arrepentidos.

Además, «las primeras obras» pueden ser hechas. Cuando hayamos tomado nuestro verdadero lugar ante Dios en una verdadera humillación, el Señor puede volver a obrar poderosamente entre su pueblo para devolver a los creyentes a su «primer amor». Por lo tanto, una iglesia no puede hacer estas «primeras obras» con la energía del Espíritu y tener un verdadero testimonio para Cristo, a menos que haya recuperado el afecto por Él. Puede haber fe, una fe que puede incluso mover montañas; sin embargo, si no hay también amor, será inútil. La caridad ejercida regularmente, pero sin amor no será de ningún beneficio (1 Cor. 13).

Sin el primer amor, la Iglesia nunca logrará reproducir, en cierta medida ante el mundo, el corazón de Cristo, así como la gracia de Dios.

Según E. Dennett