Los testigos pusieron sus ropas a los pies de un joven que se llamaba Saulo.
El joven Saulo de Tarso había sido una estrella de rápido ascenso en los círculos rabínicos del judaísmo. Fue educado a los pies del gran rabino Gamaliel (Hch. 22:3); era miembro de la rama más estricta de la secta de los fariseos; y estaba muy orgulloso de su linaje hebreo (Hch. 26:5; Fil. 3:5). Todo esto lo llevó por un camino de persecución violenta y odio hacia aquellos que confesaban a Jesús como Mesías, cumpliendo así las palabras proféticas de Cristo de que, al matar a sus discípulos, tal perseguidor “pensará que rinde servicio a Dios” (Jn. 16:2; véase Gá. 1:13; Fil. 3:6). Tal era el rabino Saulo de Tarso. Pero mientras iba de camino a Damasco, con el fin de capturar a más creyentes, él mismo fue capturado por el Señor Jesús, quien le dijo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hch. 9:4). Es difícil apreciar plenamente el efecto que esta voz y la “luz del cielo” tuvieron sobre este fariseo tan inteligente, aunque religiosamente intolerante. ¡Al perseguir a los discípulos de Jesús nazareno, él había estado persiguiendo al Señor de gloria! Su conversión se transformó así en un anticipo de su posterior ministerio: él enseñaría la doctrina de que los creyentes son miembros del Cuerpo de Cristo y que están unidos a su Cabeza en el cielo. A esta doctrina, Pablo la llamaría más tarde el “misterio de Cristo” (Ef. 3:4).
El joven Saulo era muy celoso de la religión de sus padres. Tenía “celo de Dios, pero no conforme a ciencia” (Ro. 10:2). Participó activamente en la muerte de Esteban, cuyas ropas fueron depositadas a sus pies. Pero después de su conversión, su fervor no disminuyó, sino que ahora fue redirigido para predicar el evangelio de la gracia salvadora de Cristo. La lección para nosotros es que el celo es algo bueno si tiene el objetivo correcto y es dirigido por el Espíritu Santo.
Brian Reynolds