Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos; y ahora nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven nuestros ojos.
No había pasado mucho tiempo desde que el pueblo de Israel había salido de Egipto. Apenas un año antes habían sacrificado el cordero pascual y habían experimentado la liberación milagrosa de Dios a través del mar Rojo. Habían pasado varios meses productivos en un lugar mientras se construía el tabernáculo. Pero ahora, mientras se preparaban para emprender el viaje, miraban hacia atrás y anhelaban la comida de Egipto.
Por lo general, los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos suelen considerarse bastante útiles en la cocina. Hoy en día, todo cocinero aprende a usarlos a su favor en sus deliciosas preparaciones. Sin embargo, en este pasaje, el contexto habla fuertemente en contra del deseo del pueblo. ¿Por qué? Había dos problemas principales. En primer lugar, el pueblo había menospreciado el maná, el pan celestial que Dios mismo proveía. Su versatilidad, frescura y dulzura se habían vuelto monótonas para sus almas. ¡Oh, que seamos guardados de ver al Señor Jesús, el verdadero Pan del cielo, como algo aburrido y poco atractivo!
En segundo lugar, esos alimentos representan el sabor de la vida sin la sustancia. Si bien no hay nada malo en disfrutar de una comida sabrosa, ninguno de estos alimentos es un sustento para la vida. Son aditivos, no platos principales. No obstante, resulta sencillo caer en la búsqueda de nuevos sabores, por así decirlo, ansiosos por gustar siempre nuevas experiencias para satisfacer nuestros placeres, y sin obtener nada sustancial para nuestras almas. Además, estos alimentos crecen a ras de suelo o bajo tierra. ¡Qué contraste con el maná del cielo! Aquello que descansa en la tierra nunca nos proporcionará los nutrientes celestiales que nuestras almas necesitan.
Stephen Campbell