Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones.
Al atravesar las aguas profundas de la aflicción, el corazón puede a veces sentirse dispuesto a exclamar: “¿Por qué el Señor no actúa con poder para liberarme?”. La respuesta es que no es aún “el día de su poder”. Podría prevenir esta enfermedad, hacer desaparecer tal o cual dificultad, aligerar las cargas, impedir esta catástrofe o preservar de la muerte a este ser querido. Pero, en vez de desplegar su poder, deja que las cosas sigan su curso, y derrama su dulce simpatía en el corazón oprimido y quebrantado, de tal manera que no dudamos en reconocer que no quisiéramos que se nos dejase sin esta prueba por nada del mundo, debido a la abundancia de la consolación. Esta es la manera en que nuestro Señor Jesús actúa ahora. Dentro de poco desplegará su poder, y desnudará el brazo de su santidad; pero, por el momento, ahora es el tiempo de dar a conocer el profundo amor de su corazón. ¿Está usted satisfecho de que sea así? ¿Es suficiente la simpatía de Cristo para su corazón, incluso en medio de las más profundas angustias y de la más viva aflicción?
Nuestro corazón inquieto, la impaciencia de nuestro espíritu y nuestra voluntad no quebrantada, nos inducirían siempre a desear escapar de las pruebas, las dificultades o las cargas que nos agobian; pero no puede ser así, ya que implicaría una pérdida incalculable para nosotros. Debemos pasar por cada una de las clases de la escuela; pero el Maestro nos acompaña, mientras que la luz de su rostro y la tierna simpatía de su corazón nos sostienen cuando pasamos por las experiencias más penosas.
¿Qué es lo que resta? Simplemente esto: ¡Vivir para Cristo! ¡Oh, procuremos ser fieles a nuestro bendito Señor! No nos desanimemos por el estado de ruina de todo lo que nos rodea. Es nuestro privilegio gozar del compañerismo con el bendito Señor Jesús, tanto como si estuviésemos en los gloriosos días del testimonio apostólico.
C. H. Mackintosh