Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos.
Con frecuencia nos asemejamos al caballo o la mula, debido a que nuestras almas no han experimentado la ardua labor del arado divino. Cuando la voluntad humana está en acción, el Señor nos trata como a las bestias de carga, sujetándonos. Sin embargo, cuando cada parte de nuestro corazón se encuentra en comunión con él, nos guía con su mirada amorosa.
“La lámpara del cuerpo es el ojo; cuando tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz; pero cuando tu ojo es maligno, también tu cuerpo está en tinieblas” (Lc. 11:34). Si nuestro “ojo” no está en buenas condiciones, entonces no habrá una plena comunión del corazón y los afectos con Dios; como resultado, nuestra voluntad no se sujetará y no nos dejaremos conducir solamente por Dios. No obstante, cuando nuestro corazón se encuentra en un estado correcto, todo nuestro ser está “lleno de luz” y experimentamos una rápida comprensión de la voluntad de Dios. Él nos guiará con sus ojos puestos en nosotros y nos “hará entender” diligentemente en su temor (Is. 11:3). Esta es nuestra porción, pues poseemos al Espíritu Santo habitando en nosotros, otorgándonos entender diligentemente en el temor del Señor, con corazones que no tienen otro objetivo más que la voluntad y la gloria de Dios. Esto es precisamente lo que Cristo demostró: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Sa. 40:8; He. 10:7). Cuando nos encontramos en esta condición, es posible que enfrentemos amargura y dolor en las circunstancias de nuestro camino, pero en medio de ello experimentamos el gozo de la obediencia. Siempre hay gozo y, como consecuencia, Dios nos guía con su mirada.
Sin embargo, el Señor se ocupa de nosotros moralmente y no permitirá que comprendamos plenamente su camino a menos que poseamos el espíritu de la obediencia. Esta es la obediencia de la fe. El corazón debe estar en un estado de obediencia, tal como lo estuvo el corazón de Cristo.
J. N. Darby