4 - Capítulo 4
La Epístola de Santiago
La última nota que sonó al cerrar el capítulo 3 fue la de la paz. La primera nota del capítulo 4 es exactamente la opuesta, la de la guerra. Lo que había detrás de la paz era la pureza, que es la primera marca de la sabiduría que viene de lo alto. Así que ahora descubrimos que lo que hay detrás de las guerras y peleas, que son tan comunes entre el profeso pueblo de Dios, es la lujuria impura del corazón humano, la codicia conectada con esa sabiduría que es terrenal, sensual, diabólica.
Notará que la lectura marginal para «pasiones», en los versículos 1 y 3, es «placeres». Eso es porque la palabra usada significa el placer que viene de la gratificación de nuestros deseos, o codicias, en vez de los deseos mismos. Si nuestros deseos se desbocan y encontramos un placer pecaminoso en su gratificación, de inmediato tenemos la raíz de contiendas y guerras interminables.
Los versículos 2 y 3 nos dicen cómo funciona este mal. En primer lugar, está el deseo de lo que no tenemos. Ahora bien, este deseo puede llevar a un hombre hasta el punto de matar para lograr su fin, pero en cualquier caso lo llena de envidia si no puede cumplir su deseo. Y después de todo, hay una manera muy sencilla de recibir lo que deseamos, si es que somos cristianos. Podemos luchar y esforzarnos y mover cielo y tierra, y sin embargo no recibir nada. Sin embargo, el Salvador mismo nos ha dicho que pidamos y recibiremos. No tenemos, porque no pedimos.
Dice alguien en tono algo agraviado: “¡Pero si he pedido una y otra vez, y sin embargo nunca he recibido!” La explicación puede ser que ustedes han pedido «mal» o malvadamente, siendo su objeto al pedir simplemente la gratificación de sus propios deseos. Si lo hubiera recibido, lo habría gastado en sus propios placeres. De ahí que Dios le haya negado su deseo.
Esto nos enseña claramente que Dios mira el corazón. Él escudriña el motivo que hay detrás de la petición. Esto es muy escrutador, y explica muchas oraciones sin respuesta. Podemos pedir cosas totalmente correctas y que se nos nieguen, porque pedimos por motivos totalmente equivocados.
Puede que estén ustedes sirviendo al Señor. Tal vez han comenzado a predicar el Evangelio, y entonces ciertamente desean que sus palabras estén marcadas por la gracia y el poder. ¿No es cierto? Es eminentemente correcto, pero cuidado, no sea que pidan esto solo porque tienen un deseo desmedido de ser predicadores exitosos. Su oración sonará muy hermosa para todos nosotros, pero Dios conocerá el pensamiento que hay detrás de ella.
Aquí estoy, escribiendo este artículo. He pedido al Señor que me guíe para que pueda traer luz y ayuda a muchos. Sin embargo, me pregunto muy seriamente: ¿Por qué he pedido esto? ¿Es que me preocupo de verdad por la prosperidad espiritual de los demás, o es solo para mejorar mi reputación como escritor de artículos religiosos para revistas? Vuelvo a decir que esto es muy inquisitivo.
El versículo 4 trae otra consideración. No podemos dedicarnos a nuestros propios placeres sin enredarnos con el mundo. El mundo es, por así decirlo, el escenario donde se encuentran los placeres, y donde toda codicia que encuentra un lugar en el corazón del hombre puede ser satisfecha. Ahora bien, para el creyente la alianza con el mundo es adulterio en su forma espiritual.
El apóstol Santiago es sumamente claro sobre este punto. El mundo está en un estado de abierta rebelión contra Dios. Siempre fue así desde que el hombre cayó, pero su terrible enemistad solo salió plenamente a la luz cuando Cristo se manifestó. Fue entonces cuando el mundo lo vio y lo odió a él y a su Padre. Fue entonces cuando la brecha se cerró irrevocablemente.
Hablamos, por supuesto, del sistema-mundo. Si se trata de los hombres del mundo, entonces leemos: «Dios amó tanto al mundo» (vean Juan 3:16). El sistema-mundo es el punto aquí, y está en un estado de mortal hostilidad hacia Dios; tanto que la amistad con uno implica enemistad con respecto al otro. El lenguaje es muy fuerte. Literalmente se leería: «Aquel que quiere ser amigo del mundo, se hace enemigo de Dios». No dice que Dios sea su enemigo, sino que la brecha es tan completa por parte del mundo que la amistad con él solo es posible sobre la base de la enemistad contra Dios. ¡No lo olvidemos nunca!
Y no olvidemos nunca que nosotros, como creyentes, entramos en relaciones tan estrechas e íntimas con Dios que, si le engañamos y entramos en una alianza culpable con el mundo, el único pecado entre la humanidad con el que se puede comparar es el terrible adulterio.
El versículo 5 es difícil, incluso en cuanto a su traducción: «¿O pensáis que la Escritura habla en vano? ¿Tiene deseos envidiosos el Espíritu que hizo habitar en nosotros?». La fuerza entonces parecería ser –¿No os ha advertido la Escritura de estas cosas, y no siempre quiere decir lo que dice? ¿Pueden por un momento imaginar que el Espíritu Santo de Dios tiene algo que ver con estos deseos impíos? Si lo leemos como en nuestra versión (VM 2020) deberíamos entender que todo el tiempo la Escritura había testificado que el propio espíritu del hombre es la fuente de sus deseos envidiosos. La verdad a la que nos lleva es la misma, cualquiera que sea la forma en que la leamos.
El capítulo se abrió con los deseos de la carne. Pasó a advertir contra la alianza con el mundo. Ahora en el versículo 7 se menciona al diablo, y se nos dice que si se le resiste huirá. Pero cuán agradecidos debemos estar por el versículo que precede a esta mención del diablo, que contiene la seguridad de que «¡él da una gracia más grande!». La carne, el mundo, el diablo pueden ejercer contra nosotros un poder que es mucho. Dios nos da más gracia. Y si el poder contra nosotros se hace más y abunda, entonces la gracia sobreabunda. La gran cosa es estar en ese estado que es verdaderamente receptivo de la gracia de Dios.
¿Qué es ese estado? Es esa condición de humildad que conduce a la sumisión a Dios y a la consiguiente cercanía a él. Esto se ve muy claramente en estos versículos. Dios da gracia a los humildes mientras que resiste a los orgullosos. El rey sabio de la antigüedad había notado el hecho de que «Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu» (Prov. 16:18); aunque no nos dice por qué es así. Aquí tenemos la explicación. Los soberbios no reciben gracia de Dios, sino resistencia. No es de extrañar que caigan. Y con ninguno es la caída tan manifiesta como con los creyentes orgullosos, puesto que Dios trata prontamente con sus hijos en la forma de gobierno. Al mundano a menudo lo deja intacto hasta que llega el choque final, cuando se alcanza la eternidad.
Si nos caracterizamos por la humildad, no tendremos dificultad en someternos a Dios, y al someternos a Dios podremos resistir al diablo. Con demasiada frecuencia las cosas funcionan al revés con nosotros. Comenzamos sometiéndonos al diablo, lo que nos lleva a desarrollar el orgullo que lo caracteriza y, en consecuencia, a resistir a Dios; y como resultado de ello Dios se resiste a nosotros y la caída se hace inevitable, con la consiguiente humillación. Si fuéramos humildes nos libraríamos de muchas humillaciones.
El orden, pues, es claro. Primero, humildad. Luego, sumisión a Dios, que implica resistencia frente al demonio. Tercero, acercarse a Dios. Por supuesto, nadie puede acercarse a Dios si no está sometiéndose felizmente a él. Acercándonos a él, él se acercará a nosotros. Esta es la forma de su gobierno. Si sembramos la semilla de una búsqueda diligente de su rostro, cosecharemos una cosecha de luz y bendición de un sentimiento realizado de su cercanía a nosotros.
Mantengamos siempre clara la distinción entre la gracia de Dios y su gobierno. En su gracia él tomó la iniciativa y se acercó a nosotros, cuando a nosotros no nos importaba nada. De ahí ha fluido todo. Pero salvados por la gracia estamos puestos bajo el santo gobierno de Dios, y aquí cosechamos lo que sembramos. Si lo buscamos, él será hallado por nosotros, y cuanto más nos acerquemos a él, mayor será nuestro disfrute de su cercanía y de todos sus beneficios.
En cuanto pensamos en acercarnos a Dios, se plantea la cuestión de nuestra idoneidad moral. ¿Cómo podemos acercarnos si no es como limpios y purificados? De ahí lo que encontramos en la última parte del versículo 8 y en los versículos 9 y 10. Santiago habla muy enérgicamente del estado de aquellos a quienes escribía, acusándoles de pecado y doblez y de una buena dosis de indiferencia hacia su verdadera condición, de modo que estaban llenos de risa y jolgorio a pesar de su lamentable estado. Lo que necesitaban era purificarse no solo externamente –las «manos»– sino internamente –los «corazones»– y también arrepentirse, humillándose ante Dios.
¿Somos conscientes a veces de que nuestros corazones están lejos de Dios? ¿Sentimos a veces como si nos fuera imposible acercarnos a él? Estos versículos nos lo explicarán y nos mostrarán el camino. El único camino hacia la presencia divina que está disponible para nosotros es el de la purificación, tanto interior como exterior del arrepentimiento y de humillarnos ante Dios. Entonces él nos elevará y disfrutaremos plenamente de la luz de su rostro.
En los versículos 11 y 12, Santiago vuelve de nuevo a la cuestión de la lengua. No hay pecado más común entre los cristianos que el de hablar mal de sus hermanos. Ahora bien, aquellos a quienes él escribía estaban muy familiarizados con la Ley y reverenciaban mucho sus mandamientos, por lo que les recuerda cuán claramente la Ley había hablado sobre este mismo punto. Sabiendo lo que la Ley había dicho, hablar mal de su hermano y juzgarlo equivaldría a hablar mal de la Ley que lo prohibía y juzgarla. En lugar de obedecer la Ley, estarían legislando para sí mismos. Estos primeros cristianos de Jerusalén eran «todos ellos son celosos por la ley» (Hec. 21:20). Pero eso no hacía más que agravar el asunto para ellos. No estamos bajo la Ley, sino bajo la gracia, pero nos hará bien a todos recordar la palabra que Jehová dirigió a Moisés diciendo: «No andarás chismeando entre tu pueblo» (Lev. 19:16).
Otra triste característica de aquellos días era la falta de piedad, y en cuanto a esto Santiago pronuncia palabras de reprimenda en el párrafo que se extiende desde el versículo 13 hasta el final del capítulo. El judío, fiel a su naturaleza, buscaba ganancias y se movía de ciudad en ciudad comprando y vendiendo. Si era inconverso, no pensaba en otra cosa que en las exigencias de su negocio y trazaba sus planes en consecuencia. El judío convertido, sin embargo, tenía pretensiones más elevadas que las de los negocios. Tenía un Señor en el cielo ante el cual era responsable, y cada movimiento debía estar planeado y sometido a Su voluntad.
La verdadera piedad introduce a Dios y su voluntad en todo. Es saludable reconocer nuestra propia pequeñez y la brevedad de nuestros días. En un espíritu jactancioso podemos empezar a legislar para nuestro propio futuro, pero es una obra perversa. No tenemos poder para legislar, ya que ni siquiera podemos ordenar lo que sucederá mañana. Pero, ¿por qué habríamos de querer legislar cuando somos del Señor, y él tiene una voluntad sobre nosotros? ¿No deberíamos reconocer su dirección y contentarnos con ella?
No solo debemos reconocer su guía, sino que debemos alegrarnos de reconocerla en todos nuestros caminos y también de palabra. Debemos decir: «Si el Señor quiere viviremos y haremos esto o aquello». Y observen por favor que es: «En vez de decir». No es algo que podamos decir, y encontrar que Dios lo aprueba. Es algo que debemos decir si deseamos darle a él su lugar apropiado en nuestras vidas.
Sabiendo esto, tengamos cuidado de hacerlo, porque una declaración muy sorprendente cierra nuestro capítulo. El pecado no es solo hacer lo que está mal, sino también no hacer lo que sabemos que está bien. Por lo tanto, saber es una gran responsabilidad.
¿Debemos, pues, rehuir el conocimiento? Pero eso solo empeoraría las cosas, en la medida en que implicaría cerrar nuestros ojos a la luz; y los que hacen eso no tendrán motivo de queja contra Dios, si él hace por ellos lo que hace mucho tiempo hizo por otros, y los encerró en una oscuridad sin esperanza. No, demos la bienvenida a la luz, y consideremos la responsabilidad de poner en práctica el bien que conocemos, como un privilegio muy grande.