Inédito Nuevo

2 - Capítulo 2

La Epístola de Santiago


Estos primeros cristianos judíos estaban demasiado influenciados por los pensamientos ordinarios del mundo, y como consecuencia de estar manchados por el mundo, despreciaban a los pobres. Deberían haber sido influenciados por la fe del Señor Jesús, y no por las normas y costumbres del mundo. Aunque era el Señor de gloria, siempre se inclinó hacia los pobres y los huérfanos. La pobreza y la necesidad pueden ser incompatibles con la gloria humana, pero son muy compatibles con la gloria divina.

En consecuencia, cuando algún judío rico entraba pomposamente en su “asamblea” o “sinagoga” –esta última es la palabra correcta– ataviado con todas sus galas, era recibido con una atención servil, tanto por los cristianos como por los no cristianos aparentemente. Cuando entraba un pobre, se le colocaba sin ceremonias en un lugar oscuro. Muy natural, por supuesto, según el modo de ser del mundo; pero muy ajeno a la fe de Cristo. Podían constituirse en jueces de los hombres de esta manera, pero con ello solo demostraban ser “jueces de malos pensamientos” o “jueces que tienen malos razonamientos”.

En los versículos 5 al 7 Santiago recuerda a sus hermanos cuál era realmente la situación. Los judíos ricos eran en su mayoría los orgullosos opositores de Cristo y de su pueblo, blasfemos de su digno nombre. La elección de Dios había recaído en su mayoría sobre los pobres; y con esto concuerdan las palabras del apóstol de los gentiles, en 1 Corintios 1:26-31. Estos pobres elegidos –los verdaderos cristianos– eran ricos en fe y herederos del reino venidero. Cuando se prestaba una atención servil a los orgullosos blasfemos y perseguidores, porque eran ricos, y se despreciaba a los seguidores de Cristo porque eran pobres, solo se demostraba la ceguera y la insensatez de los que así actuaban. Veían tanto a los ricos como a los pobres con la mirada superficial del mundo, y no con el ojo penetrante de la fe.

Nótese que se dice que el Reino se «prometió a los que le aman». La mayoría de aquellos a los que Santiago escribió habrían sostenido con firmeza que el Reino estaba prometido al judío nacionalmente, y eso de una manera exclusiva. Ahora se veía que esto era un error. Se promete a los amantes de Dios, y eso tanto si son judíos como gentiles, como encontramos en los escritos de Pablo.

Fíjense también en la expresión: «De manera digna del llamamiento con que fuisteis llamados» (Efe. 4:1). El judío rico lo blasfemó, pero Dios lo declara un nombre digno. Por él fueron llamados –esto parece indicar que, cuando Santiago escribió, el nombre cristiano había viajado desde Antioquía, donde se acuñó por primera vez (Hec. 11:26), hasta Jerusalén. Los pobres eran objeto de persecución, no tanto porque fueran pobres, sino porque se identificaban con Cristo, y él era el objeto del odio del mundo.

Esta acepción de personas no solo es contraria a la fe de Cristo, sino incluso a la misma Ley que nos ordena amar al prójimo como a nosotros mismos. En el versículo 8 se la llama ley «real». Resume en una palabra lo que debe observar todo rey que quiera reinar rectamente y gobernar según Dios. Hacer acepción de personas es quebrantar esa Ley y ser condenado como transgresor.

Si nos presentamos ante Dios sobre la base de la observancia de la Ley y somos condenados en un punto por infringirla, ¿cuál es el efecto?

Nada podría ser más radical que la afirmación del versículo 10, y a primera vista algunos de nosotros podríamos sentirnos inclinados a cuestionar lo acertado de la misma. Debemos recordar, sin embargo, que la Ley se trata como un todo, uno e indivisible. Un recadero, que lleva una cesta de botellas, puede resbalar y romper una botella en su caída, y su patrón no puede con ninguna justicia acusarle de romperlas todas, porque cada botella es separada y distinta de cada una de las otras. Sin embargo, si el muchacho llevaba la cesta colgada del hombro con una cadena y, al caer, también rompió un eslabón de la cadena, su patrón podría decirle con razón que había roto la cadena. Si, además, se dedicó a jugar bruscamente con otros muchachos y, lanzando una piedra, la hizo atravesar un gran escaparate, se habla con razón de escaparate roto.

Así ocurre con la Ley. La cadena puede tener muchos eslabones, pero es una sola cadena. La ventana puede tener muchos metros cuadrados de vidrio, pero es un solo cristal. La Ley tiene muchos mandamientos, pero es una sola Ley. Un mandamiento puede ser observado cuidadosamente como dice el versículo 11, de hecho, muchos mandamientos pueden ser guardados, pero si un mandamiento es roto la Ley es transgredida.

Si es así, entonces todos debemos declararnos culpables, y podríamos empezar a preguntarnos si, después de todo, debemos comparecer ante Dios y ser juzgados por él sobre la base de la Ley de Moisés. A esta pregunta responde Santiago en el versículo 12. Estamos ante Dios y seremos juzgados sobre la base de la «ley de la libertad», expresión que significa la revelación de la voluntad de Dios que nos ha llegado en Cristo, como vimos al considerar el versículo 25 del capítulo anterior. Tendremos que responder como estando en la luz mucho más plena que aporta el cristianismo. Estando a la luz de la suprema manifestación de la misericordia de Dios en Cristo, somos responsables de mostrar misericordia nosotros mismos. Este pensamiento nos devuelve al asunto con el que comenzaba el párrafo. El trato que habían dispensado al «pobre con vestido andrajoso» no había sido conforme a la misericordia manifestada en el Evangelio. Se erigieron en «jueces de malos pensamientos», pero ¡he aquí! que se encontrarían bajo juicio.

Una posición muy seria. ¿Nos encontramos nosotros en una situación similar? Tendremos que responder ante Dios como a la luz de la misericordia evangélica y bajo la ley de la libertad, igual que ellos.

Observa que la última frase del versículo 13 no es: «La misericordia se gloria frente a la justicia», sino: «frente al juicio». La misericordia divina va de la mano con la justicia, y así triunfa contra el juicio que de otra manera nos hubiera correspondido.

El cambio de tema que encontramos en el versículo 14 puede parecernos un tanto brusco, pero en realidad fluye con toda naturalidad de la profunda percepción que Santiago tenía por el Espíritu del funcionamiento insensato del corazón humano. Comenzó el capítulo diciendo: «Hermanos no hagáis diferencias… en la fe». Ellos podrían rebatir su afirmación diciendo: “¡Oh, sí! la tenemos. Tenemos la fe del Señor Jesús tanto como vosotros”. ¿Existe alguna prueba cierta que nos permita comprobar estas afirmaciones contrarias y descubrir dónde está la verdad?

Ciertamente la hay. Estriba en el hecho de que la verdadera fe es algo vivo que manifiesta su vida en las obras. De este modo puede distinguirse de esa fe muerta que consiste solo en la aceptación de los hechos, sin que el corazón esté bajo el poder de ellos. Podemos profesar que aceptamos las enseñanzas de Cristo, pero a menos que lo que creemos controle nuestras acciones, no puede decirse que tengamos realmente la fe de Cristo. De ahí que la última parte de este segundo capítulo sea de inmensa importancia.

Debe observarse cuidadosamente que las obras en las que Santiago insiste tan enérgicamente en estos versículos son las obras de la fe. Habiendo notado esto, haremos bien en volver inmediatamente a Romanos 3 y 4, y también a Gálatas 3, donde el apóstol Pablo demuestra tan convincentemente que nuestra justificación es por fe y no por obras. Sin embargo, estas obras que Pablo elimina tan completamente son las obras de la Ley.

Mucha gente ha supuesto que existe un choque y una contradicción entre los 2 apóstoles sobre este asunto, pero no es así. La distinción que acabamos de señalar ayuda en gran medida a eliminar la dificultad que se siente. Ambos hablan de obras, pero hay una inmensa diferencia entre las obras de la Ley y las obras de la fe.

Las obras de la Ley, de las que habla Pablo, son obras hechas en obediencia a la demanda de la Ley de Moisés, por la cual, se espera, una justicia puede ser forjada que pasará en la presencia de Dios. «Haz esto y vivirás» (Lucas 10:28), dice la Ley, y las obras se hacen con la esperanza de obtener así la vida –la vida en la tierra– que se ofrece. Ninguno de nosotros obtuvo jamás esta vida terrenal duradera mediante la observancia de la Ley, ya que, como Santiago acaba de decirnos, nos convertimos en totalmente culpables directamente por haber transgredido en un punto. Por lo tanto, todos estamos por naturaleza bajo la sentencia de muerte, y las obras de la Ley son obras muertas, aunque se hagan en un esfuerzo por obtener la vida.

Las obras de la fe, de las que habla Santiago, son las que brotan de una fe viva como su expresión directa y su resultado. Son una prueba de la vitalidad de la fe, como las flores y los frutos prueban la vitalidad y también la naturaleza de un árbol. Si no hay tales obras, entonces nuestra fe es proclamada como muerta, estando sola.

¿Hay alguna contradicción entre estas 2 afirmaciones? En absoluto. De hecho, son totalmente complementarias la una de la otra, y nuestra visión del asunto no está completa sin ambas. Las obras realizadas para la justificación están rigurosamente excluidas. Se insiste enérgicamente en las obras que fluyen de la fe que justifica, y esto no solo por Santiago, sino también por Pablo; pues al escribir a Tito dice: «Sobre estas cosas quiero que insistas con firmeza, para que los que han creído a Dios sean solícitos en practicar buenas obras» (Tito 3:8). Las obras que han de mantenerse son las que hacen «los que han creído»; es decir, son las obras de la fe.

Las consideraciones anteriores no eliminan por completo la dificultad, pues subsisten ciertas contradicciones verbales, tales como: «Concluimos, entonces, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley» (Rom. 3:28), y en nuestro pasaje: «Veis que por obras es justificado el hombre, y no solo a base de fe». De nuevo leemos: «Si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué glorificarse; pero no ante Dios» (Rom. 4:2), y en nuestro pasaje: Abraham, nuestro padre, «¿no fue justificado por obras al ofrecer a su hijo Isaac sobre el altar?». Algún lector perplejo querrá preguntarnos si podemos salir de las conclusiones contradictorias de que en el pasado distante Abraham fue y no fue justificado por las obras; y además que en el presente un hombre es justificado por la fe sin las obras, y también por las obras y no solo por la fe.

Debemos responder que, en realidad, no hay ninguna dificultad de la que podamos salir. Solo tenemos que observar que en Santiago todo el punto es lo que es válido ante el hombre, como muestra el versículo 18 de nuestro capítulo. Un hombre tiene derecho a exigir que mostremos nuestra fe en nuestras obras, justificándonos así a nosotros mismos y a nuestra fe ante él. En Romanos todo el punto es lo que es válido ante Dios. Las mismas palabras «ante Dios» aparecen en Romanos 4:2, como hemos visto. Nuestra fe es bastante aparente a Su ojo que todo lo ve. Él no tiene que esperar la exhibición de las obras que son el fruto de la fe, para estar seguro de que la fe realmente existe.

En el mundo de los hombres, sin embargo, las obras son una necesidad, pues de ninguna otra manera podemos estar seguros de que existe una fe viva. Las ilustraciones de los versículos 14 al 16 son bastante concluyentes. Podemos profesar fe en el cuidado de Dios por su pueblo en las cosas temporales, pero a menos que nuestra fe en ese cuidado nos lleve a estar dispuestos a ser el canal a través del cual pueda fluir, nuestra fe no es de provecho para el hermano o la hermana necesitados; ni siquiera para nosotros mismos. Nuestra fe en cuanto a ese punto en particular está muerta y, por consiguiente, es inoperante, como nos dice el versículo 17, y no debemos sorprendernos si otros la cuestionan.

Un hombre puede acercarse a ustedes y decirles: “Bueno, ustedes dicen que creen, pero no presentan evidencia visible de su fe, por lo tanto, tengan la bondad de presentar su fe misma para que yo la vea”. ¿Qué podrían ustedes hacer? Evidentemente, ¡nada! Podrían seguir repitiendo: “Tenemos fe. Tenemos fe”. ¿Pero de qué serviría eso? Su confusión aumentaría si él dijera, además: “En todo caso, he estado haciendo tal y tal cosa, y tal y tal otra, lo cual evidencia de manera clara que personalmente sí creo, aunque no tengo el hábito de hablar de mi fe”.

Hasta ahora Santiago ha insistido en estas consideraciones muy prácticas en relación con asuntos de la vida cotidiana en el mundo, pero son igualmente ciertas en relación con asuntos de doctrina, asuntos relacionados con toda la fe del Evangelio. En el versículo 19 se plantea el punto fundamental de la fe en la existencia del único Dios verdadero. “Oh, sí”, exclamamos todos: “¡Yo creo en él!”. Eso es bueno; pero tal fe, si es real, está destinada a afectarnos. Por lo menos temblaremos, pues hasta los demonios, que saben muy bien que Dios existe y lo odian, llegan hasta ahí. Las multitudes que aceptan lánguidamente la idea de la existencia de Dios y, sin embargo, no se conmueven en absoluto por ella, tienen una fe que está muerta.

“¿Qué?”, comentará alguien, “¿acaso temblar se cuenta como una obra?”. Ciertamente lo es. Y esto nos lleva a observar que Santiago habla simplemente de obras, y no de buenas obras. No se trata de que todo verdadero creyente deba hacer una serie de acciones bondadosas y caritativas –aunque, por supuesto, es bueno y correcto que las haga–, sino de que sus obras han de ser tales que muestren su fe en acción, si los hombres han de ver que su fe es verdadera. Este es un punto importante: asegurémonos todos de aprovecharlo.

Supongamos, por ejemplo, que ustedes van a visitar a un amigo enfermo. Al preguntarle por su salud, él les asegura que se va a poner perfectamente bien. Como parece muy alegre, le preguntan qué le ha dado esa seguridad, en qué se basa su fe. Les responde que tiene una medicina maravillosa, de la que ha leído cientos de testimonios halagüeños, y les señala un gran frasco que está sobre la repisa de la chimenea. Ustedes se dan cuenta de que el frasco está bastante lleno, así que le preguntan cuánto tiempo lleva tomándolo, ¡y les sorprende diciéndoles que no ha tomado nada! ¿No le dirían?: “¡Amigo mío, no puede creer realmente que esta medicina le curará sin falta, de lo contrario habría empezado a tomarla”!

Sin embargo, más les sorprendería aún, en respuesta a esto, si les dijera tranquilamente: “Oh, pero mi fe en ella es muy real, como puede verse por el hecho de que acabo de enviar 5 libras para ayudar a nuestras organizaciones benéficas locales”. “¿Y eso qué tiene que ver?”, exclamarían ustedes. “Su regalo parece demostrar que tiene un corazón bondadoso y que cree en las organizaciones benéficas locales, pero no prueba nada en cuanto a su creencia en la medicina. Empiece a tomar la medicina: ¡eso demostrará que cree en ella!».

Hay un hombre rico que, cuando se lo piden, saca su talonario de cheques y firma grandes sumas para servicios caritativos. Hay una mujer pobre que es asombrosamente amable y servicial con sus vecinos igualmente humildes. ¿Qué demuestran sus obras? ¿Su fe en Cristo? No con certeza. Es cierto que su espíritu bondadoso puede ser el resultado de su conversión, pero, por otra parte, puede surgir solo de un deseo de notoriedad o de la aprobación de sus semejantes. Pero supongamos que ambos comienzan a mostrar gran interés por la Palabra de Dios, junto con una obediencia sincera a sus instrucciones, y un afecto real por todo el pueblo de Dios. Ahora podemos deducir con seguridad que realmente creen en Cristo, porque esa es la única raíz de la que brota un fruto como este.

En los versículos 21 al 25 se citan 2 casos: Abraham y Rahab. Son contrastes en casi todos los aspectos. El uno, el padre de los judíos, un honrado siervo de Dios. La otra, una gentil, una pobre mujer de vocación deshonrosa. Sin embargo, ambos ilustran este asunto. Ambos tenían fe, y ambos tenían obras –las obras exactamente apropiadas a la fe particular que poseían, y que consecuentemente la mostraban a otros.

El caso de Abraham es particularmente instructivo, ya que Pablo también lo cita en Romanos 4 para establecer su versión de esta gran cuestión; refiriéndose a lo que sucedió al amparo de la noche tranquila y estrellada, cuando Dios hizo su gran promesa y Abraham la aceptó con simple fe. Santiago se refiere al mismo capítulo (Gén. 15) en nuestro versículo 23; pero lo cita como cumplido años después, cuando ofreció «a Isaac su hijo sobre el altar», según consta en Génesis 22. La ofrenda de Isaac fue la obra por la cual Abraham mostró la fe que había estado por largo tiempo en su corazón.

Muchos críticos se inclinan a objetar la ofrenda de Isaac y a denunciarla como indigna de ser llamada una “buena obra”. Esto se debe a que están completamente ciegos ante el punto que acabamos de tratar de exponer. Cuando Abraham creyó a Dios en aquella noche estrellada, creyó que iba a levantar a un niño vivo de padres muertos. ¿Cómo pudo haber creído así, excepto que había creído que Dios era capaz de resucitar a los muertos? ¿Y qué demostró su ofrenda de Isaac? Demostró que realmente creía en Dios, solo de esa manera. Lo ofreció «estimando que Dios podía resucitarle aun de entre los muertos» (Hebr. 11:19). Su obra mostró su fe de la manera más precisa y exacta.

Con Rahab ocurrió exactamente lo mismo. Ella recibió a los espías de Josué y los envió por otro camino. Una vez más, nuestro crítico no está nada contento. Denuncia su acción. ¡Fue antipatriótica! ¡Fue traición! Dijo mentiras. Pobrecita, no era más que un miembro depravado de una raza maldita, que buscaba a tientas el camino hacia la luz. Sus acciones pueden ser fácilmente criticadas, pero tenían un mérito supremo: demostraban claramente que había perdido la fe en los sucios dioses de su tierra natal y había empezado a creer en el poder y la misericordia del Dios de Israel. Este era exactamente el punto, porque la fe que ella profesó a los espías fue: «Yo sé que Jehová os ha dado esta tierra… porque Jehová vuestro Dios es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra» (Josué 2:9-11). ¿Lo creía? Sí, porque sus obras lo demostraron. Arriesgó su propio cuello para identificarse con el pueblo que tenía a Jehová como su Dios.

¿No es todo esto una verdad muy sana e importante? En efecto, lo es. Se dice que Lutero fue traicionado al hablar de Santiago con desprecio, y al referirse a su Epístola como “la Epístola de paja”. Si es así, el gran Reformador se equivocó y no comprendió la verdadera fuerza de estos pasajes. Si hemos captado su fuerza, ciertamente confesaremos que es más bien “una Epístola de hierro”. Hay una franqueza de mazo en Santiago difícilmente igualada por algún otro escritor del Nuevo Testamento.

El resumen del asunto que hemos estado considerando es este: «Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin las obras está muerta». Podemos hablar de nuestra fe en Cristo, o de nuestra fe en este, aquel y el otro detalle de la verdad cristiana; pero a menos que nuestra fe se exprese en obras apropiadas, ¡está muerta! ¡Eso es un mazazo! Dejemos que ejerza todo su efecto en nuestras conciencias.


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