Inédito Nuevo

1 - Capítulo 1

La Epístola de Santiago


La Epístola no está escrita a ninguna asamblea particular de creyentes, ni siquiera a toda la Iglesia de Dios. Se dirige más bien a «las doce tribus que están en la dispersión», lo que explica su carácter insólito. Intentemos captar el punto de vista desde el que Santiago habla antes de considerar ninguno de sus detalles.

Aunque el Evangelio comenzó en Jerusalén y allí obtuvo sus primeros triunfos, los cristianos de esa ciudad fueron más lentos que otros en entrar en el verdadero carácter de la fe que habían abrazado. Se aferraban con gran tenacidad a la Ley de Moisés y a todo el orden religioso que habían recibido a través de él, como lo demuestran pasajes tales como Hechos 15 y 21:20-25. Esto no es sorprendente, porque el Señor no vino a destruir la Ley y los profetas, sino más bien a darles plenitud, como él dijo. Esto lo sabían, pero lo que tardaron en ver fue que, habiendo obtenido ahora la sustancia en Cristo, las sombras de la Ley habían perdido su valor. La imposición de ese hecho es el tema principal de la Epístola a los Hebreos, que nos dice: «Da por anticuado al primero, y lo que es anticuado y envejece, pronto desaparecerá» (8:13). Poco después de que se escribieran esas palabras, todo el sistema judío –templo, altar, sacrificios, sacerdotes– desapareció con la destrucción de Jerusalén por los romanos.

Hasta ese momento, sin embargo, se consideraban una parte más del pueblo judío, solo que con nuevas esperanzas centradas en un Mesías que había resucitado de entre los muertos. La misma idea era común entre los judíos convertidos a Cristo, dondequiera que se encontrasen y, en consecuencia, su tendencia era seguir apegados a sus sinagogas. Una excepción a este estado de cosas se encontró donde el apóstol Pablo trabajaba y enseñaba «todo el consejo de Dios» (Hec. 20:27). En tales casos se puso de manifiesto el verdadero carácter del cristianismo y los discípulos judíos se separaron de sus sinagogas, como vemos en Hechos 19:8-9. Santiago, como hemos visto, permaneció en Jerusalén y escribió su Epístola desde este punto de vista jerosolimitano, que era correcto hasta donde llegaba y en la época en que la escribió.

Podríamos plantear la cuestión de otro modo, diciendo que los primeros años del cristianismo abarcaron un período de transición. La historia de esos años, que revela la transición, se nos da en los Hechos, que comienza con la incorporación de la iglesia en Jerusalén, formada exclusivamente por judíos, y termina con la sentencia de ceguera pronunciada finalmente sobre los judíos como pueblo y el Evangelio enviado especialmente a los gentiles. Santiago escribe desde el punto de vista que era habitual entre los cristianos judíos a mediados de ese período. Esto explica las características peculiares de su Epístola.

Aunque el apóstol se dirige a toda su nación dispersa, no oculta ni por un momento su propia posición como siervo del Señor Jesucristo, que todavía era rechazado por la mayoría de su pueblo. Además, a medida que avanzamos en la lectura, pronto nos damos cuenta de que los creyentes de su pueblo están realmente en su mente y que lo que tiene que decir se dirige principalmente a ellos. Aquí y allá encontraremos observaciones dirigidas específicamente a la masa incrédula, así como otras observaciones que tienen en cuenta a los incrédulos, aunque no se dirijan directamente a ellos.

Tomemos, por ejemplo, las palabras iniciales del versículo 2. Cuando dice: «Hermanos», no estaba pensando en ellos simplemente como sus hermanos según la carne, como compañeros judíos, sino como hermanos en la fe de Cristo. Esto es evidente si nos fijamos en el versículo siguiente, donde se menciona su fe. Era la fe en Cristo, y solo eso, lo que en aquel momento los diferenciaba de la masa incrédula de la nación. Para el observador casual todos podían parecer iguales, porque todos estaban esperando en los mismos servicios del templo en Jerusalén o asistiendo a las mismas sinagogas en las muchas ciudades de su dispersión, sin embargo, existía esta inmensa línea de división. La minoría creía en Cristo, la mayoría lo rechazaba. Esta línea divisoria se manifestó en vida del Señor Jesús, pues leemos: «Hubo, pues, una división entre el pueblo a causa de él» (Juan 7:43). Se perpetuó y amplió en la época en que Santiago escribió, y como siempre la minoría cristiana sufría persecución a manos de la mayoría.

Fueron en este tiempo «enfrentados a diversas pruebas». De diferentes partes les sobrevinieron pruebas que, si hubieran sucumbido a ellas, los habrían tentado a apartarse de la sencillez de su fe en Cristo. Por otra parte, si en vez de sucumbir las atravesaban con Dios, se fortalecerían al soportarlas, y esto sería una gran ganancia en la que bien podrían regocijarse.

Por eso, cuando llegaban las pruebas, en vez de deprimirse por ellas, debían considerarlas como ocasión de alegría. ¡Qué palabra es esta para nosotros hoy! Una palabra ampliamente corroborada por los apóstoles Pablo y Pedro (vean Rom. 5:3-5; 1 Pe. 1:7).

Estas tentaciones fueron permitidas por Dios para probar su fe y dieron como resultado el desarrollo de la resistencia. Pero la resistencia, a su vez, se hizo operativa en ellos, y si se le permitía hacer su obra perfecta, llevaría a término la obra de Dios en sus corazones. El lenguaje es muy fuerte, «su obra completa, para que seáis perfectos y cabales, sin que nada os falte». A la luz de estas palabras podemos decir con seguridad que la tentación o la prueba desempeñan un papel muy importante en nuestra educación espiritual. Es como un tutor en la escuela de Dios, que es muy capaz de instruirnos y desarrollar nuestras mentes hasta el punto en que nos graduamos como el producto terminado de la escuela. Y, sin embargo, ¡cuánto nos asusta la prueba! ¡Cuánto nos esforzamos por evitarla! Nos parecemos a los niños que, con gran ingenio, se las imaginan para faltar a la escuela y acaban convirtiéndose en zopencos. ¿No somos tontos? ¿Y no tenemos aquí una explicación de por qué tantos de nosotros progresamos tan poco en las cosas de Dios?

Muchos de nosotros replicaríamos sin duda: “Sí, pero estas pruebas exigen tanto de uno. Una y otra vez uno se ve enredado en los problemas más desconcertantes que necesitan de una sabiduría sobrehumana para su solución”. Así es, y por eso Santiago instruye a continuación sobre lo que se debe hacer en estas situaciones desconcertantes. A falta de sabiduría, simplemente debemos pedírsela a Dios, y podemos estar seguros de una respuesta generosa sin una palabra de reproche; porque no se espera que tengamos en nosotros mismos la sabiduría que está en Dios, y que viene de lo alto. Podemos pedir a Dios lo que nos falta y esperar una respuesta generosa, aunque otra cosa es si la obtendremos siempre sin una palabra de reproche. Hubo ocasiones en que los discípulos pidieron al Señor Jesús cosas que no obtuvieron sin una palabra gentil de reprensión: vean, por ejemplo, Lucas 8:24-25; 17:5-10. Pero entonces estas eran ocasiones en que lo que se pedía era fe, y eso, siendo creyentes, ciertamente debíamos poseerlo.

Cuán definida y cierta es la palabra: «Le será dada». Tomen nota de ello, porque cuanto más se hunda en nuestros corazones la certeza de ello, más dispuestos estaremos a pedir sabiduría con fe, sin «ninguna duda». Esta fe sencilla e incuestionable, que toma a Dios absolutamente al pie de la letra, es sumamente necesaria. Si dudamos, nos volvemos de doble ánimo, inestables en todos nuestros caminos. Nos volvemos como las olas del mar sacudidas por todos los vientos, impulsadas primero en esta dirección y luego en aquella, a veces hacia arriba y a veces hacia abajo. Primero nuestras esperanzas se disparan y luego nos llenamos de presentimientos y temores. Si esta es nuestra condición, podemos pedir sabiduría, pero no tenemos motivos para esperarla, o cualquier otra cosa, del Señor.

Más bien pensamos que el versículo 7 también pretende transmitirnos este pensamiento: que quien pide a Dios, y sin embargo lo hace con una mente dudosa, no es probable que, sea lo que sea lo que reciba, lo tome como del Señor. Se pide a Dios sabiduría, guía o cualquier otra cosa. En lugar de confiar tranquilamente en su Palabra, la mente está llena de interrogantes y se debate entre esperanzas y temores. ¿Cómo se puede recibir verdadera sabiduría y guía? Y si se concede algún tipo de ayuda, ¿cómo puede recibirse como si procediera de Dios? ¿No explica esto en gran medida por qué tantos cristianos están preocupados por cuestiones relativas a la orientación? Y cuando la misericordiosa providencia de Dios se ejerce hacia ellos y las cosas llegan a feliz término, no ven su mano en ello ni lo reciben como de él. Lo atribuyen a su buena fortuna: dicen, como diría el mundo: “¡Mi suerte estaba echada!”.

Los versículos 9 al 12 forman un pequeño párrafo por sí mismos y nos proporcionan un ejemplo instructivo del punto de vista que adopta Santiago. Contrasta al «hermano de humilde condición» con «el rico», y no, como cabría esperar, con “el hermano de alta condición”. Los ricos, cómo Santiago utiliza el término, significan los ricos incrédulos, los principales hombres de riqueza e influencia y santidad religiosa, que estaban casi todos en mortal oposición a Cristo, como se nos muestra a lo largo de los Hechos de los Apóstoles. Dios había escogido a los pobres de este mundo y los ricos desempeñaban el papel de sus opresores, como se afirma en el capítulo 2 de nuestra Epístola, versículos 5 y 6. ¡Cuán claramente advierte el apóstol a los ricos opresores de su nación de lo que les espera! Podían ser grandes a los ojos de sus semejantes, pero eran como la hierba a los ojos de Dios. La hierba produce flores y su aspecto tiene mucha gracia, pero bajo el ardiente calor del sol todo se marchita rápidamente. Así, estos grandes líderes judíos podían ser muy hermosos a los ojos de sus contemporáneos, pero pronto se marchitarían.

Y cuando los ricos se desvanecen, aquí está este «hermano», este cristiano, emergiendo de sus pruebas y recibiendo una corona de vida. La exaltación lo alcanzó incluso durante su vida de trabajo y pruebas, en la medida en que Dios lo consideró digno de ser probado. Los hombres no prueban el barro, a menos que sea esa clase de arcilla azul en la que se encuentran los diamantes. Los metales comunes no se echan en el crisol del refinador, pero el oro sí. Dios toma a este pobre hermano de baja condición, que habría sido considerado por los ricos de su nación como el lodo de las calles (vean Juan 7:47-49), y lo exalta proclamándolo como un objeto compuesto de oro. En consecuencia, él permite que sea refinado por las pruebas. Si realmente comprendemos esto, podremos decir de todo corazón: «Dichoso el hombre que soporta la prueba». El proceso de la prueba en sí no es gozoso, sino doloroso, como nos dice el apóstol Pedro, pero por medio de él se hace lugar en nuestros corazones para el resplandor del amor de Dios, y llegamos a caracterizarnos como los que aman al Señor. Por consiguiente, la prueba se traduce en una corona de vida cuando aparece la gloria. El santo probado puede haber perdido su vida en este mundo, pero es coronado con la vida en el mundo venidero.

Aunque el pensamiento primordial de este pasaje es la prueba que Dios permite que caiga sobre los creyentes, no podemos descartar por completo la idea de tentación, ya que toda prueba trae consigo la tentación de sucumbir, gratificándonos a nosotros mismos en lugar de glorificar a Dios. Por eso, cuando Dios nos prueba, podemos ser tan insensatos como para acusarle de tentarnos. Esto es lo que nos lleva al siguiente párrafo, versículos 13 al 15.

Dios mismo está por encima de todo mal. Es absolutamente ajeno a su naturaleza. Le es tan imposible ser tentado con el mal como mentir. Del mismo modo, es imposible que él tiente a nadie con el mal, aunque puede permitir que los suyos sean tentados con el mal, sabiendo bien cómo anular incluso eso para su bien final. La verdadera raíz de toda tentación está en nosotros mismos, en nuestros propios deseos. Podemos culpar a la cosa tentadora que desde fuera se nos presentó, pero el problema realmente reside en los deseos de la carne interior.

Aferrémonos a este hecho y afrontémoslo honestamente. Cuando pecamos, tendemos a culpar en gran medida a nuestras circunstancias o, en todo caso, a las cosas externas, cuando si fuéramos honestos ante Dios, no tendríamos nada ni nadie a quien culpar sino a nosotros mismos. Cuán importante es que seamos honestos ante Dios y nos juzguemos correctamente en su presencia, porque ese es el camino más alto hacia la recuperación del alma. Además, nos ayudará a juzgar y rechazar las concupiscencias de nuestro corazón, y así el pecado será cortado de raíz. La lujuria es la madre del pecado. Si obra, produce pecado, y el pecado llevado a su consumación engendra la muerte.

El pecado en este versículo 15 es claramente pecado en el acto: porque otras Escrituras, como por ejemplo Romanos 7:7, nos muestran que la lujuria misma es pecado en la naturaleza. Solo deja que el pecado en la naturaleza conciba, y el pecado en el acto es engendrado.

En este punto haremos bien en pensar en nuestro Señor Jesús y recordar lo que se dice de él en Hebreos 4:15. Él también fue tentado de la misma manera que nosotros, y no solo eso, sino que fue tentado como nosotros «en todo». Y luego viene esa calificación de toda importancia, «excepto en el pecado», o más exactamente, «aparte del pecado». No había pecado, ni lujuria en él. Cosas que para nosotros habrían sido de lo más seductoras, no encontraron absolutamente ninguna respuesta en él, y sin embargo «padeció siendo tentado» como nos dice Hebreos 2:18.

Es fácil comprender cómo la tentación, si la rechazamos, comporta sufrimiento para nosotros. Porque solo nos apartamos de ella a costa de rechazar los deseos naturales de nuestro corazón. Quizá no nos resulte tan fácil comprender cómo la tentación le trajo sufrimiento a él. La explicación reside en el hecho de que no solo no había pecado en él, sino que estaba lleno de santidad. Siendo Dios era infinitamente santo, y habiéndose hecho Hombre fue ungido por el Espíritu de Dios, y se enfrentó a toda tentación lleno del Espíritu. Por lo tanto, el pecado le era infinitamente aborrecible, y la mera presentación de este ante él, como una tentación externa, le causaba un sufrimiento agudo. Nosotros, ¡ay! teniendo el pecado dentro de nosotros, y habiéndonos acostumbrados tanto a él, somos muy poco capaces de sentirlo como él lo sintió.

Dios, pues, lejos de originar la tentación, es la Fuente y el Dador de todo don bueno y perfecto. El apóstol es muy enfático en este punto; de ninguna manera quiere que nos equivoquemos al respecto. Los versículos 16 al 18 son otro párrafo corto, en el que Dios es presentado ante nosotros de una manera muy notable. No solo es la Fuente de todo don bueno y perfecto, sino también de todo lo que puede llamarse luz. La luz de la creación procede de Él. Todo rayo de luz verdadera para el corazón, la conciencia o el intelecto procede de él. Lo que realmente sabemos lo sabemos como el resultado de la revelación divina, y él es el «Padre» o la «Fuente» de toda esa luz. Las luces del hombre son muy inciertas. La luz de la llamada “ciencia” es muy variable. Arde intensamente, se apaga, reaparece, se enciende, se apaga finalmente, extinguida por una generación que se aproxima y que se siente segura de saber más que la generación saliente. Con el Padre de las luces, y por tanto con toda la luz que realmente procede de él, no hay variabilidad ni sombra de cambio. ¡Bendito sea Dios por ello!

Sin embargo, hay una tercera cosa en este breve párrafo. Dios no es solo la Fuente de los dones que son buenos y perfectos y de las luces que no varían, sino también de su pueblo mismo. Nosotros también hemos brotado de él como engendrados por él según su propia voluntad. Somos lo que somos según su soberana complacencia y no según nuestros pensamientos o nuestras voluntades, que por naturaleza son caídos y degradados, y también según la «palabra de verdad» por la que hemos nacido de él.

El diablo es el padre de la mentira. El mundo de hoy es lo que él ha hecho, y él lo comenzó con la mentira de Génesis 3:4. A diferencia de esto, el cristiano es alguien que ha sido engendrado por la palabra de verdad. Dentro de poco Dios tendrá un mundo de verdad, pero mientras tanto nosotros debemos ser una especie de primicias de esa nueva creación.

¿No es esto maravilloso? Un lector reflexivo podría haber deducido el hecho de que un cristiano debe ser un ser maravilloso, en la medida en que es engendrado por Dios. Podríamos haber dicho: “Si Dios es la Fuente de los dones y esos dones son buenos y perfectos; si él es la Fuente de las luces y esas luces son sin variación o giro; entonces si él se convierte en la Fuente de los seres esos seres están seguros de ser igualmente maravillosos”. Sin embargo, no se nos deja deducirlo. Se nos dice claramente; y de ello se derivan resultados muy importantes, como veremos.

El versículo 19 comienza con la palabra «sabed», que indica que ahora se nos van a presentar los resultados que fluyen de la verdad del versículo anterior. Debido a que somos una especie de primicias de las criaturas de Dios, como engendrados de él por la Palabra de Verdad, debemos ser «pronto para oír, tardo para hablar, tardo para la ira».

Toda criatura inteligente no caída se caracteriza por la obediencia a la voz del Creador. El hombre caído, por desgracia, cierra el oído a la voz de Dios e insiste en hablar. Le gustaría legislar para sí mismo y para todos los demás, y de ahí vienen la ira y las luchas que llenan la tierra. Siempre fuimos criaturas, pero ahora, nacidos de Dios, somos una especie de primicias de sus criaturas. Por tanto, lo que debería caracterizar a todas las criaturas debería ser especialmente característico de nosotros. Oír la palabra de Dios debería atraernos. Deberíamos correr ansiosamente hacia ella como aquellos que se deleitan en escuchar a Dios.

Solo hablamos correctamente cuando nuestros pensamientos están controlados por Dios. Si pensamos los pensamientos de Dios, seremos capaces de decir cosas correctas. Pero, aunque seamos rápidos para escuchar los pensamientos de Dios, solo los diremos cuando primero los hayamos asimilado para nosotros y los hayamos hecho nuestros. Los asimilamos con lentitud y, por lo tanto, debemos hablar con lentitud. Un sano sentido de lo poco que hemos asimilado todavía en la mente de Dios nos librará de esa confianza en nosotros mismos y de esa superficial autoafirmación que hace que los hombres estén listos para hablar de inmediato sobre cualquier asunto.

Además, debemos ser lentos para la ira. El hombre auto afirmativo, que difícilmente puede detenerse a escuchar algo, sino que debe decir de inmediato su propia opinión, es propenso a enojarse mucho cuando descubre que otros no aceptan su opinión en la alta valoración que él le da. Por otro lado, aquí puede haber un creyente de vida piadosa que presta gran atención a la palabra de Dios, y solo habla con consideración y oración, y, sin embargo, su opinión es igualmente desechada. Pues bien, que sea lento para la ira, pues si es simplemente la ira del hombre, no logra nada que sea justo a los ojos de Dios. La ira divina servirá a su justa causa, pero no la ira del hombre.

Debemos recordar también que somos una primicia de las criaturas de Dios como nacidos de él. Por tanto, no solo debemos ser criaturas modelo, sino que, como criaturas, debemos mostrar la semejanza de Aquel que es nuestro Padre. Debemos dejar a un lado todo mal y recibir la palabra con mansedumbre. En primer lugar, somos engendrados por la Palabra; luego, con mansedumbre, continuamos recibiéndola. Estas 2 cosas también aparecen en 1 Pedro 1:23 al 2:2, donde se dice que nacemos de nuevo… «por la palabra de Dios», y también se nos exhorta como a niños recién nacidos a «desear la leche espiritual pura».

Aquí se habla de la Palabra como «injertada» o «implantada». Esto supone que ha echado raíces en nosotros y ha crecido hasta formar parte de nosotros mismos. Es todo lo contrario de “entrar por un oído y salir por el otro”. Si la Palabra fluye meramente a través de nuestras mentes, logra poco o nada para nosotros. Si se implanta en nosotros, salva nuestras almas. El pensamiento principal aquí es la salvación de nuestras almas de las trampas del mundo, la carne y el diablo, una salvación que todos necesitamos momento a momento.

En el versículo 22 tenemos una tercera cosa. No solo debemos ser prontos para oír la palabra de Dios, no solo tiene que estar implantada en nosotros, sino que debemos llegar a ser hacedores de ella. Primero el oído para oír. Luego el corazón, en el cual se implanta. Luego la mano que se rige por ella, para que se manifieste a través de nosotros. Y es solo cuando se alcanza esta tercera cosa que la Palabra es vitalmente operativa en nosotros. Si nuestro oír no resulta en hacer, nuestro oír es en vano.

Para reforzar este hecho, Santiago utiliza una ilustración muy gráfica. Cuando un hombre se para frente a un espejo, su imagen se refleja en él mientras permanece allí. Pero no hay nada implantado en el espejo. Su rostro se refleja en él, pero sin ningún efecto subjetivo en el espejo, que permanece absolutamente inmutable, aunque 10.000 cosas se reflejen a su vez en su cara. El hombre se va, su imagen se desvanece y todo se olvida. Lo mismo ocurre si un hombre se limita a escuchar la Palabra sin pensar en obedecerla. Contempla la Palabra y luego se va y la olvida. Si, por el contrario, no solo contemplamos la verdad, sino que permanecemos en ella y, por tanto, nos convertimos en hacedores de la obra que está de acuerdo con la verdad, seremos bendecidos en nuestro obrar. Santiago se refiere a este asunto con más detalle en el capítulo siguiente, cuando habla de la fe y de las obras.

No debemos dejar de notar la expresión que utiliza para describir la revelación que les había llegado en Cristo. La revelación que el judío había conocido a través de Moisés era una ley y, al escribir a los judíos, Santiago utiliza el mismo término. También se puede hablar del cristianismo como ley –la ley de Cristo–, aunque es mucho más que eso. Sin embargo, a diferencia de la Ley de Moisés, es la ley perfecta de la libertad. La Ley de Moisés era imperfecta y esclavizadora.

La Ley de Moisés era, por supuesto, perfecta hasta donde llegaba. Era imperfecta en el sentido de que no llegaba hasta el final. Exponía el mínimo de las exigencias de Dios, de modo que si el hombre se quedaba corto en lo más mínimo –ofendiendo en «un solo precepto» (Sant. 2:10)– quedaba totalmente condenado. Si queremos el máximo de los pensamientos de Dios para el hombre, tenemos que dirigirnos a Cristo, que lo mostró plenamente en su vida y muerte incomparables, que fueron mucho más allá de las simples exigencias de la Ley de Moisés. También en sus primeras enseñanzas mostró claramente que la Ley de Moisés no era completa y perfecta (vean Mat. 5:17-48).

En Cristo tenemos la ley perfecta, incluso la de la libertad. Podríamos haber imaginado que, si la exposición del mínimo de Dios (la Ley) producía esclavitud, la revelación de su máximo (el Evangelio) habría significado una esclavitud aún mayor. Pero no. El mínimo nos llegó en lo que podemos llamar la ley de la demanda, y generó esclavitud. El máximo nos alcanzó en conexión con la ley de la oferta en Cristo, y por lo tanto todo aquí es libertad. Las normas más elevadas posibles se nos presentan en el cristianismo, pero en conexión con un poder que somete nuestros corazones y nos da una naturaleza que ama hacer lo que la revelación nos ordena. Si se impusiera a un perro la ley de que debe comer heno, sería para el pobre animal una ley de esclavitud; pero si se impusiera la misma ley a un caballo, sería una ley de libertad.

Queda claro, pues, en el versículo 25, que debemos ser hacedores de la obra y no meros oidores de la Palabra. Incluso nuestras obras, sin embargo, necesitan ser probadas, porque un hombre puede parecer religioso, celoso en todas sus obras y, sin embargo, su religión se prueba vana por el hecho de que no refrena su lengua. No ha aprendido a ser «tardo para hablar», como ordena el versículo 19. Al dar rienda suelta a su lengua se está dando rienda suelta a sí mismo.

Ahora bien, la religión pura y sin mácula, que permanecerá en la presencia de Dios, es del tipo que excluye al yo. El que visita a los huérfanos y a las viudas en su aflicción no encontrará mucho que ministre a la importancia o a la conveniencia del yo. Si se mueve entre esta gente afligida y pobre, tendrá que estar ministrando continuamente en lugar de encontrar lo que le ministre a sí mismo. El mundo podría ministrarse a sí mismo en él. Sí, pero él se mantiene separado del mundo para no ser manchado por sus contaminaciones.

«Sin mancha del mundo» es una forma contundente de decirlo. El mundo es como un lugar cenagoso en el que a muchos les gusta divertirse (vean 2 Pe. 2:22). El verdadero cristiano no se revuelca en el fango. Es cierto. Pero si practica una religión pura, va más allá. Camina tan apartado del lodazal que ni siquiera las salpicaduras del lodo le alcanzan.

¡Ay! Por la debilidad de nuestra religión. Si consistiera en observancias externas, en ritos, en ceremonias, en sacramentos y servicios, la cristiandad podría hacer una buena demostración de ella. Pero en realidad consiste en la efusión de amor divino que se expresa en compasión y servicio a los que no tienen la capacidad de reafirmarse de nuevo, y en una santa separación del profanado sistema-mundo que nos rodea.


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