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Un Espíritu de poder
2 Timoteo 1:7
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
Desde su nuevo nacimiento, el creyente tiene necesidad de poder, a fin de andar «en vida nueva» (Rom. 6:4), es decir, para poder manifestar la vida de Dios en cada una de las circunstancias que tenga que atravesar. Pero en sí mismo no posee ninguna fuerza, de manera que, si tuviese que contar únicamente con sus recursos, estaría condenado a la impotencia y a la esterilidad. Pero Dios, en su gracia, le ha dado el Espíritu Santo para que tenga «espíritu… de poder, de amor y de dominio propio» (2 Tim. 1:7).
Aunque, a causa de la ruina del testimonio de la Iglesia, hoy en día no poseamos más la plenitud de poder que se manifestaba en los albores del cristianismo, la promesa del Señor Jesús sigue siendo plenamente valedera para cada creyente que por la fe se apoya en la Persona y en la obra de Cristo, y puede decir: «¡Abba, Padre!», pues el Espíritu mora con nosotros y está en nosotros (Juan 14:15-17) como poder de la vida de Cristo que obra entre nosotros y en nosotros. «Si vivimos por el Espíritu» (Gál. 5:25), por medio de él somos «fortalecidos con poder en el hombre interior»; él es «el poder que actúa en nosotros» (Efe. 3:16, 20).
Por medio de la fe en el Señor Jesús, el pecador llega a ser un hijo de Dios y, como tal, recibe el don del Espíritu Santo, sello y arras de su redención. En efecto, según 1 Juan 2:13, la característica y el privilegio de «los hijitos» consisten en su conocimiento del Padre. Lo conocen porque poseen el Espíritu de adopción, el cual, dando testimonio con sus espíritus de que ellos son hijos de Dios, les permite exclamar: «Abba, Padre» (Rom. 8:15). Conocemos y proclamamos, pues, esta preciosa relación por el Espíritu y con el Espíritu. Este privilegio pertenece no solamente a los «padres», sino también a los «hijitos», a los recién nacidos en la fe, incluso si su conciencia de ese privilegio es débil. Efectivamente, la existencia de nuestra relación filial con Dios –como la de todos nuestros demás privilegios– no depende de la conciencia que tengamos de ella o del gozo que ella nos proporcione.
La única condición a la cual está subordinado el don del Espíritu Santo es haber recibido «el evangelio de nuestra salvación» (Efe. 1:13), por medio de la fe en Cristo, como el Salvador muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. «Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12). Aquellos que creen en el Señor Jesús son hechos, pues, hijos de Dios y reciben el Espíritu, puesto sobre ellos como sello distintivo de esta relación en la cual han sido puestos. La Escritura da testimonio de este hecho repetidas veces. Así Pedro declara en Hechos 11:17: «Dios, pues, les concedió también (a los gentiles) el mismo don (del Espíritu Santo) que a nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo». Y en Hechos 15:8-9: «Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones». El apóstol Pablo confirma este hecho al recordar a los efesios que después de haber oído la palabra de verdad y creído el evangelio de su salvación, ellos habían sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa (1:13). Un «creyente» privado del único poder por el que es capacitado para andar en vida nueva no podría hacer nada: ni andar (Gál. 5:16), ni ministrar (1 Pe. 4:11), ni adorar (Fil. 3:3, V.M.), ni orar (Efe. 6:18), ni dar testimonio (Hec. 1:8), ni conocer la verdad (1 Juan 2:20, 27), ni tener entrada al Padre (Efe. 2:18), ni realizar su vocación celestial (Efe. 1:14), ni abundar en esperanza (Rom. 15:13), ni afrontar las luchas y las pruebas del camino, ni conseguir la victoria sobre Satanás y las concupiscencias de la carne (Efe. 6:10 y siguientes; Gál. 5:17).
Pero, gracias a Dios, todos aquellos que creen en el Señor Jesús y descansan sobre la obra que él cumplió son sellados con el Espíritu Santo de la promesa, quien, así como lo ha expresado un creyente en otro tiempo, «es la fuerza para vivir, pues la fuerza está enteramente en el Espíritu». El «Padre… os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre… y estará en vosotros» (Juan 14:16-17).
No obstante, el creyente no debe buscar de ninguna manera el sentimiento del poder en sí mismo. Al contrario, el Señor obra por diversos medios para llevarlo a reconocer la muerte de sí mismo y su total falta de poder. Así aprenderá que Su gracia le es suficiente y que Su poder se perfecciona en la debilidad. Entonces podrá decir con el apóstol: «cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor. 12:9-10), pues el sentimiento de su debilidad lo llevará a recurrir solo a Cristo, en quien encontrará fuerza y victoria por medio del Espíritu Santo. «Tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros» (2 Cor. 4:7).
Este poder le es indispensable al creyente en su marcha, en su servicio y en su testimonio, y es también la única fuerza para luchar y orar; finalmente, es la fuente de su adoración y el sostén de su esperanza.
1 - El Espíritu, poder para andar
«Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne… Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu» (Gál. 5:16, 25). «Nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu» (Rom. 8:4). El creyente, liberado del poder del pecado y de la muerte, es exhortado a andar por el Espíritu, quien lo hace capaz de no satisfacer más los deseos de la carne y manifestar el fruto del Espíritu (Gál. 5:22). Como ha «crucificado la carne con sus pasiones y deseos» (v. 24), puede tenerse por muerto al pecado, pero por vivo para Dios en Cristo Jesús (Rom. 6:11). Anda gracias al poder del Espíritu Santo, con los ojos puestos en Cristo, el corazón pendiente de él, gozando de una comunión ininterrumpida con él. Está liberado de sí mismo y vive de la vida de Cristo, por el Espíritu; mantiene la carne en el lugar que Dios le ha asignado –el de la muerte–, de forma que el Espíritu Santo, no entristecido por las manifestaciones de aquella, puede desplegar todo su poder y producir su fruto para gloria de Dios.
Así, por medio del Espíritu que obra en nosotros, manifestamos la vida de Cristo en nuestro andar. Ni esfuerzos ni buenas intenciones pueden hacernos capaces para ello, pues solo contribuyen para volvernos a poner bajo la esclavitud de la carne. Únicamente el Espíritu nos introduce en la bienaventurada libertad de hijos de Dios y produce una verdadera santidad en nuestra vida cotidiana. Entonces, si andamos por el Espíritu conseguiremos una victoria total y constante, pues es él quien por su poder triunfa en nosotros sobre el poder de nuestros enemigos. Pero guardémonos de entristecerlo y de ponerle obstáculos a causa de nuestra propia voluntad, la que en realidad es la de la carne. La obediencia es, efectivamente, la condición indispensable del poder del Espíritu en el creyente.
Para esto es necesario que nos alimentemos de la Palabra y que busquemos, mediante la oración, la voluntad de Dios. Guardémonos de «andar a la luz de nuestro fuego, y de las teas que encendimos», si no Dios en dolor nos sepultará (Is. 50:11).
Al igual que Israel, durante la travesía del desierto, debía dejarse conducir por la nube (Núm. 9:15-23), el creyente posee el Espíritu Santo para que lo dirija, lo proteja y alumbre su camino hasta el día en que sea recogido en la Casa del Padre. Ojalá podamos echar mano de este privilegio por la fe y, abandonando toda propia voluntad, dejarnos conducir por el Espíritu hacia el país de la promesa. Y si el camino está sembrado de pruebas diversas, el Espíritu de poder, fiel Consolador de nuestras almas, nos liberará de todo temor y nos ayudará a depositar toda nuestra inquietud en Dios, cuya paz guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús.
2 - El Espíritu, poder del servicio
«Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él» (Juan 7:37-39). Aquel que está lleno del Espíritu, tiene el inmenso privilegio de ser un conducto de bendición. Todos aquellos que, habiendo oído el llamamiento del Señor, han acudido a él y han bebido de la fuente que su amor les ha abierto, son responsables de comunicar a otros las gracias recibidas de Dios. Según la medida en que somos conscientes de esta responsabilidad, nos convertimos en instrumentos de los cuales el Señor puede servirse para hacer brotar, por medio del poder del Espíritu, ríos de agua viva: el mensaje que anuncie la salvación por Cristo, la paz, el gozo, la exhortación, la consolación, la esperanza. La mujer del pozo de Sicar es un conmovedor ejemplo de ello. Después de que el Señor se revela a su alma, ella deja su cántaro y se va a la ciudad, anunciando por todas partes: «Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será este el Cristo?». Y la Escritura añade: «Muchos de los samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer, que daba testimonio diciendo: Me dijo todo lo que he hecho» (Juan 4:29, 39).
¿Hemos pensado ya en la larga cadena de testigos fieles que, desde los apóstoles hasta nosotros, a través de los siglos y a pesar de todos los obstáculos, han transmitido el mensaje de salvación? El vaso, ciertamente, nada es, pero ¡qué gracia nos es dada para que podamos ser canales por los cuales el agua de vida llegue a aquellos que tienen sed! Si el Señor nos deja aquí abajo, es para que estemos llenos hasta desbordar. ¿Cómo puede ser que las aguas de la bendición fluyan tan débilmente de tantos creyentes? ¿No es porque el Espíritu está entristecido por la actividad de la carne? Si nuestro corazón está vacío y reseco a causa del amor que sentimos por las cosas del mundo, no puede llevar ningún refrigerio a otros. Pero cuando un creyente sin cesar apaga su sed en la fuente de las aguas vivas, Cristo lo llena del Espíritu Santo, el que llega a ser en él una potestad comunicativa y le revela gracias tan abundantes que puede compartirlas con otros.
Para ello hace falta, no obstante, que todo nuestro ser esté sometido a la acción del Espíritu Santo. Entonces estaremos preparados para obedecer a Dios, y el Espíritu producirá en nosotros una gozosa y confiada dependencia, unida al poder. Así realizaremos la exhortación de 1 Pedro 4:11: «Si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo». Nuestros recursos naturales no serán más el fundamento de nuestra actividad y serviremos únicamente por el poder del Espíritu.
Este camino es difícil, pues implica la muerte de todo lo que es del hombre. Pero solo así la vida de Jesús será manifestada en nosotros y nuestro servicio producirá fruto para él. Por eso el Señor no nos confía jamás una labor que tengamos que realizarla por medio de nuestras propias fuerzas. No emplea más que vasos quebrados, a través de los cuales efectúa su obra valiéndose del poder del Espíritu. Por eso debemos sentir, en todo servicio para el Señor, un verdadero temor de nosotros mismos, con el fin de que seamos guardados de confiar en la carne y obrar por medio de nuestros propios recursos. El socorro y el poder siempre están en Dios y no en nosotros. Él da lo que hace falta a medida que las necesidades se hacen sentir, de forma que la potestad para el servicio esté ligada a una dependencia permanente respecto del Espíritu Santo.
3 - El Espíritu, poder del testimonio
«Cuando venga el Consolador… dará testimonio acerca de mí… tomará de lo mío, y os lo hará saber» (Juan 15:26; 16:14). «El Espíritu es el que da testimonio; porque el Espíritu es la verdad» (1 Juan 5:6). El Espíritu por todas partes da testimonio de Cristo, el hombre glorificado a la diestra de Dios. Es un testimonio respecto de un Cristo celestial, el que se añade al testimonio dado por los apóstoles acerca de un Cristo al que habían conocido y seguido en la tierra (Juan 15:27).
Nosotros también somos exhortados a ser los testigos del Señor en un mundo que lo ha rechazado y a proclamar la salvación que él ofrece a los pecadores. «Me seréis testigos… hasta lo último de la tierra» (Hec. 1:8; véase igualmente Mat. 28:19 y Marcos 16:15). Si nuestro corazón está lleno de Cristo, no tendremos dificultad para hablar de él, pues «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mat. 12:34). Recordemos también estas solemnes declaraciones del Señor: «El que se avergonzare de mí y de mis palabras, de este se avergonzará el Hijo del hombre cuando venga en su gloria»; y «aquel que me confesare delante de los hombres, también el Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de Dios; mas el que me negare delante de los hombres, será negado delante de los ángeles de Dios» (Lucas 9:26; 12:8-9). Alguien dijo que todo creyente es un ciudadano del cielo que está cumpliendo una misión en la tierra. Por eso nuestra vida solo puede ser feliz si es un testimonio prestado para Cristo.
Pero únicamente podemos cumplir esta elevada misión por medio del Espíritu Santo. El Señor dijo a sus discípulos: «Vosotros sois testigos de estas cosas. He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto»; y «recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos» (Lucas 24:48-49; Hec. 1:8). Para los discípulos habría sido imposible –como para nosotros también– dar un fiel testimonio sin tal poder de lo alto.
Sabemos lo que le ocurrió a Pedro. En el momento en el que habría debido dar testimonio a favor de Cristo, dijo: «No conozco al hombre» (Mat. 26:74). Más tarde, después de haber recibido el Espíritu Santo, la intrepidez de la que hizo gala llenó de asombro al concilio. Ya no se trataba de su debilidad –por cierto, tan real como antes– sino del poder del Espíritu que obraba en él (Hec. 4:8 y siguientes). Lo mismo ocurre con los otros discípulos, quienes, fortalecidos por dicho poder, no conocen más el temor, sino que consiguen victoria tras victoria y proclaman: «nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen» (Hec. 5:32).
De Esteban dice la Palabra que sus adversarios «no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba» (6:10). En cuanto a Pablo, él declara: «Ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder» (1 Cor. 2:4); y en otra parte: «Nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre» (1 Tes. 1:5).
Ojalá podamos, como esos testigos de antaño, apoyarnos en el poder del Espíritu Santo, con el fin de que nuestro testimonio sea firme y fructuoso y podamos esparcir en este mundo sediento las refrescantes aguas del amor divino.
4 - El Espíritu, poder para luchar
Mientras esté en la tierra, el creyente debe sostener una incesante lucha, no contra sangre y carne, sino contra huestes espirituales de maldad que están en las regiones celestiales y, muy particularmente, contra las asechanzas del diablo (Efe. 6:11-12). Para conseguir la victoria, tiene necesidad de vestir toda la armadura de Dios y de ser fortalecido con poder en el hombre interior (3:16). «Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios» (o divinamente poderosas) (2 Cor. 10:4). Por cierto, que no es la carne, sino el Espíritu quien tiene poder para luchar contra Satanás.
El arma preferida por el enemigo está constituida por las codicias, por la voluntad de la carne, pero el Espíritu tiene el poder de subyugarla, pues, como está escrito en Romanos 8:2: «La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte». La ley del Espíritu de vida es tan potente que vence a aquella del pecado y de la muerte. Es una ley de vida «en Cristo Jesús» la que mora en nuestros corazones por el Espíritu Santo. La Palabra declara: «Mayor es el que está en vosotros, que el que está en el mundo» (1 Juan 4:4). Entonces, si dejamos obrar al Espíritu en nosotros seremos liberados de la antigua ley del pecado y de la muerte y «guardados por el poder de Dios» (1 Pe. 1:5). Por eso la vida victoriosa no es algo que debamos adquirir, sino que la recibimos como un don de Dios en Cristo, como un fruto de «la abundancia de la gracia» (Rom. 5:17).
Como estamos muertos con Cristo, tenemos el privilegio –mediante el poder del Espíritu Santo– de tenernos por muertos a la carne y al pecado. Pero también hemos resucitado con él, de forma que, por efecto del mismo poder, podemos vivir de su vida (Rom. 6:4, 11). De modo que el Espíritu produce realmente en nosotros lo que Cristo nos ha adquirido por su obra de la cruz, donde no solamente expió nuestros pecados por medio de su sangre, sino que también soportó en su cuerpo la condenación de Dios contra el pecado (8:3). «Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado» (6:6-7).
Según la medida en que el Espíritu no sea obstaculizado por la carne, hará que para nosotros sea una realidad la condición de muertos al pecado y la de vivos para justicia. «Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (8:13).
En otras palabras, el Espíritu Santo tiene el poder de conformar la vida del creyente a la voluntad de Dios, mientras que antes la carne le hacía esclavo del pecado (6:20-23).
No obstante, la naturaleza del viejo hombre no ha cambiado: si, en lugar de tenerla por muerta mediante la fe, la dejamos obrar a su gusto, inmediatamente manifestará malignidad con tanta energía como anteriormente. Solo el poder del Espíritu Santo puede mantenerla crucificada y así liberarnos de su tiranía. ¡Velemos, pues!, porque escrito está: «el que piensa estar firme, mire que no caiga» (1 Cor. 10:12).
5 - El Espíritu, poder de la oración
¿Qué es la oración, se ha preguntado, sino la voz del Espíritu Santo que en nuestro corazón llama a Dios? Como con frecuencia no sabemos lo que hace falta pedir como conviene, «el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos» (Rom. 8:26-27). Sin el socorro del Espíritu Santo, nuestras oraciones son frías, insípidas, formalistas. Tales oraciones llegan al extremo de ofender a Dios, están desprovistas de toda eficacia y dejan el corazón más miserable que antes. En cambio, si somos conducidos por el Espíritu, nuestras oraciones serán vivas y constantemente renovadas, tanto en su sustancia como en su expresión. Y, lo que es mucho más, la propia voluntad que en ellas se manifiesta muy a menudo, dejará su lugar a la de Dios, de forma que, incluso en nuestras demandas más instantes, desearemos ante todo lo que Dios quiere. Nuestra oración se convierte entonces en un reposo en Dios. El alma, segura de su fidelidad y de su gracia, espera su socorro con la serenidad que da la fe. «En quietud y en confianza será vuestra fortaleza» (Is. 30:15). «Bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová» (Lam. 3:26).
La dependencia del Espíritu en la oración es cuestión de fe. Si creemos que el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad e intercede por nosotros, experimentaremos la realidad de su intervención. Aprenderemos a orar según el pensamiento de Dios, pues el Espíritu Santo conformará nuestras demandas a ese pensamiento divino. Pero es muy importante que no sea entristecido por un pecado no juzgado. Por eso, si sentimos alguna falta de libertad, debemos buscar inmediatamente la causa de ese impedimento y juzgarnos a la luz divina (Efe. 5:13; 1 Juan 3:19-22). Una vez que el mal haya sido así descubierto y confesado, se recobrará el poder del Espíritu Santo.
La Palabra también nos exhorta a orar con perseverancia, y el Espíritu nos incita y nos ayuda a hacerlo así. «Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos» (Efe. 6:18). Esta exhortación es hoy más apropiada que nunca, pues cuán fácilmente nos dejamos sumergir por nuestras ocupaciones cotidianas, hasta el extremo de no tomarnos el tiempo necesario para acercarnos regularmente al trono de la gracia. Escuchemos la voz del Espíritu que nos invita a ello. Los hombres de fe de todos los tiempos han sido hombres de oración. Pensemos en Daniel, quien se arrodillaba tres veces al día en la corte del rey Darío (Dan. 6:10). ¡Qué perfecto modelo fue también el Señor en ese sentido! Lo vemos especialmente en el evangelio de Lucas.
Pero el pasaje de Efesios 6 atrae aún nuestra atención sobre un punto importante: guardémonos de limitar nuestras demandas a la expresión de nuestras necesidades personales, y velemos por que la intercesión tenga en ella un amplio lugar para la «súplica por todos los santos». Si oramos por el Espíritu, él producirá esta intercesión despertando su necesidad en nuestros corazones. La visión que él nos dará al respecto, cómo ampliará el horizonte de nuestras oraciones, a menudo tan egoístas y desprovistas de discernimiento. Además, la intercesión contribuye a afirmar el amor fraterno, pues ella obra como antídoto contra el espíritu de juicio y de maledicencia. ¡Qué fuente de bendiciones es la oración por el Espíritu! ¡Qué comunión preciosa es la parte de aquel que, orando de esta manera, expresa el mismo pensamiento del Espíritu!
6 - El Espíritu, poder del culto
Después de haber exhortado a los efesios a ser llenos del Espíritu, el apóstol añade: «hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones» (5:18-19). Esto muestra que la plenitud del Espíritu Santo produce en primer lugar la alabanza y la adoración, que es la forma más elevada del servicio, puesto que ella es el homenaje que dirigimos a Dios por lo que él es en sí mismo y por lo que él es para nosotros. El Espíritu, fuente de agua que salta para vida eterna (Juan 4:14), nos hace capaces de gozar de Dios y de adorarle en espíritu –es decir, según su naturaleza– y en verdad –según la revelación que él nos ha dado de sí mismo por medio de su Palabra y en su Hijo. «Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren» (Juan 4:24). Nuestra adoración, despojada de todo ritualismo, es producida y conducida por el Espíritu, poder de la vida divina en nosotros. «Por el Espíritu de Dios damos culto» (Fil. 3:3, según la traducción literal del texto griego). Es él quien nos revela las glorias de Dios el Padre y de Cristo, su Hijo amado, como así también las maravillas de la gracia desplegada a nuestro favor; él hace nacer en nuestros corazones el agradecimiento, el amor, la alabanza, la adoración que expresamos por medio de himnos y de acciones de gracias.
La adoración es, pues, el privilegio exclusivo de aquellos que, poseyendo la vida eterna y el Espíritu Santo, así son hechos capaces de ofrecer a Dios, conocido como Padre, el único culto que puede aceptar, es decir, la adoración en espíritu y en verdad. «Porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren» (Juan 4:23).
Además de su acción como fuente y poder de la adoración, el Espíritu produce en los corazones de los verdaderos adoradores una plenitud de comunión recíproca: comunión de amor hacia el Padre y el Hijo, de gozo, de felicidad, de pensamiento y de expresión. Esta comunión no conoce límites de lugar ni de tiempo; ella es la parte de aquellos que, reunidos alrededor del Señor, gustan la dulzura de ese privilegio y –como lo expresa un himno– conocen «la felicidad de adorar todos juntos y de anunciar su muerte y su retorno». Hechos perpetuamente perfectos, unidos a Cristo, objetos del mismo amor, introducidos en la presencia misma de Dios el Padre, adoran juntos por medio del Espíritu. «Porque por medio de él (Cristo) los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre» (Efe. 2:18). Qué gracia es poder, ya aquí abajo, cumplir ese servicio como miembros de la misma familia y del mismo cuerpo, anticipando el día en que lo cumpliremos de manera perfecta en la gloria y en la felicidad eternas.
7 - El Espíritu, poder de la esperanza
Como un divino Eliezer, el Espíritu Santo nos habla, durante todo el viaje, del cielo de donde vino y hacia donde nos acompaña. Como «arras de nuestra herencia» (Efe. 1:13-14), él es el poder por medio del cual gozamos desde ahora de las cosas de lo alto, es decir, de la gloria que compartiremos con Cristo y de la vida abundante que tendremos cuando Dios vivifique nuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en nosotros (2 Tim. 2:11; Rom. 8:11). Ciertamente, el creyente no posee todavía la herencia, pero el Espíritu Santo le recuerda constantemente la realidad y el precio de ella; aun más, él le da la posibilidad de saborearla por anticipado y le garantiza la promesa de tal heredad. Así, él nos permite anticipar el gozo y la bendición venideros, aunque permanezcamos todavía en la tierra. En una palabra, él se dedica a hacer que nuestro corazón esté en el cielo, a fin de que el cielo esté en nuestro corazón. De tal manera, el Dios de esperanza nos llena de todo gozo y paz en el creer, para que abundemos en esperanza por el poder del Espíritu Santo (Rom. 15:13).
Este gozo procede de la certidumbre de que pronto vamos a entrar en posesión de la herencia. «Nosotros por el Espíritu aguardamos por fe la esperanza de la justicia» (Gál. 5:5). Cristo ya está glorificado y nosotros compartiremos su gloria. Esta esperanza, que el Espíritu afianza en nuestros corazones, «no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado» (Rom. 5:5).
Al derramar en nosotros el amor de Dios, el Espíritu nos Lo revela en la esencia de su ser y nos da un completo gozo de la esperanza que pronto será una gloriosa realidad. Desde ahora el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre nosotros (1 Pe. 4:14). Es él quien, dirigiéndose al Señor Jesús, dice con la Esposa: ¡«Ven»! También es él quien obra en cada uno de nosotros con el fin de que unamos nuestras voces a la suya y digamos: ¡«Amén; sí, ven, Señor Jesús»! (Apoc. 22:17, 20).
Después de haber considerado en alguna medida la operación del poder del Espíritu Santo en el creyente, tenemos motivos para dar gracias a Dios de que haya proveído, de forma admirable, a las necesidades de los santos, de manera que puedan contar con una plenitud de poder, de victoria y de gozo, a pesar de su debilidad. ¡Ojalá él nos acuerde la gracia de beber sin cesar de esta fuente divina y de velar para no privarnos de ningún modo, por falta de vigilancia, de las bendiciones que provienen de ella!