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Seguid la santidad


person Autor: Marc TAPERNOUX 8

flag Tema: La santidad

(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)


0 - Prefacio

Este libro surgió después de una serie de conversaciones fraternales durante las cuales hemos considerado la función que cumple la santidad en la vida del cristiano, o sea, el hecho de ser apartado para Dios. Dios realizó esta obra de forma absoluta en Cristo, y también la realiza progresivamente en nosotros; el hecho de ser apartados acondiciona y marca todo lo que concierne a los «santos»: la posición en Cristo, el andar, la lucha y el testimonio.

En estas conversaciones nos propusimos, pues, meditar las enseñanzas de la Palabra de Dios que conciernen a la santidad absoluta del creyente en Cristo, la realización práctica de esta santidad, así como la liberación del poder del pecado. Sin embargo, nos pareció útil también examinar las dificultades y los obstáculos que el creyente encuentra en la santificación.

Con este propósito, hemos estudiado algunas porciones de las Escrituras que muestran las condiciones morales de la preparación para la lucha, los enemigos que tenemos que enfrentar, pero también los preciosos recursos de la fe. El doloroso ejemplo de David nos ayudó a sacar a la luz las causas principales de una caída, así como la manera en que Dios, por su gracia todopoderosa, restaura a quien se arrepiente y confiesa su pecado.

Para terminar, hemos considerado unos pasajes que describen las victorias logradas por algunos hombres de Dios, lo que nos permitió hacer resaltar las características de la victoria sobre el enemigo y sus artimañas, así como las condiciones morales de las cuales ella depende.

Este escrito está destinado a jóvenes creyentes. ¡Que sea útil a quienes anhelan glorificar al Señor Jesús mediante una vida de santidad y de obediencia a la Palabra de Dios! Sin embargo, también deseamos que sea de bendición a los creyentes de cualquier edad, que anhelan «seguir… la santidad» (Hebr. 12:14) y, de esta manera, asemejarse cada día más al divino Modelo, mientras aguardan el glorioso día en el cual seremos semejantes a él en perfección.

1 - La santificación

1.1 - ¿Qué es la santificación?

La santificación es la acción por la cual Dios aparta para sí a quienes llama.

1.1.1 - La santidad absoluta del creyente en Cristo

Este hecho de ser apartado tiene lugar en el momento del nuevo nacimiento. El creyente es un «santo llamado» o «santo por llamamiento» (véase 1 Cor. 1:2 en la versión Reina-Valera, revisión 1909), es decir, que ha sido santificado en virtud del llamamiento de Dios y de la obra de la cruz. «Somos de Dios» (1 Juan 5:19). «Por él estáis vosotros en Cristo Jesús» (1 Cor. 1:30). «Ya habéis sido santificados» (6:11).

Esta santidad absoluta es la parte bendita e inalterable de toda alma salvada. Dios mismo la ha otorgado en Cristo, y el creyente la recibe y goza de ella por la fe. «Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho… santificación» (1:30). Nos «escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor» (Efe. 1:4-5). Este aspecto de la santidad se fundamenta en la obra de la cruz: «Somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre… Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (Hebr. 10:10, 14).

Tal es la posición del redimido: puesto que está en Cristo, a los ojos de Dios está revestido de la santidad de Cristo.

Cada uno de nosotros puede, pues, entre otras cosas, apoderarse de esta gloriosa revelación en plena certidumbre de fe y por el poder del Espíritu: Cristo, mi santidad. No busquemos nada fuera de él, sino regocijémonos de estar en él, ser uno con él y, por consiguiente, gozar de todo lo que él es en sí mismo para nosotros.

¡Qué privilegio tan glorioso tenemos de poseer la santidad misma de Cristo! Al aceptar esto por la fe, veremos que es realidad.

1.1.2 - La realización práctica de esta posición

La misma gracia y la misma justicia que nos aseguran una posición aparte delante de Dios en el cielo, nos dan una posición en la tierra, con la consiguiente responsabilidad que implica [1]. Después de haber liberado a un alma de la muerte y del poder de Satanás, Dios la forma para hacerla siempre más semejante a Cristo. Es preciso quitar mucha materia inútil de la «piedra bruta»; sin embargo, Dios en su gracia trabaja sin cesar, para producir progresivamente en cada uno de los suyos una santificación práctica en todo: afectos, costumbres, el andar, etc. Por tal motivo, la Palabra nos exhorta a «seguir… la santidad» (Hebr. 12:14). No se trata de «seguirla» porque no la poseemos; sino porque, siendo santos, hemos de manifestar lo que somos en virtud de nuestra posición en Cristo. «Sois luz en el Señor; andad como hijos de luz» (Efe. 5:8). El creyente posee una nueva naturaleza, santa (1 Juan 3:9 y 5:18), con móviles nuevos; gracias a esta nueva naturaleza, es posible realizar esta santificación práctica. Sin embargo, esta es gradual, ya que la vieja naturaleza sigue aún presente, incorregible. Si la realizamos, habrá fruto en nuestra vida, para gloria del Señor, gozaremos de su comunión y él se verá reflejado en nosotros. Cuando la santidad práctica falta, el Espíritu Santo está contristado, y el testimonio del creyente se ve impedido: no hay en él gozo, paz ni poder. Tal cristiano es «carnal», pues la carne obra en él y no el Espíritu. En vez de ser un «varón perfecto», es un «niño» que no soporta la «vianda» (Efe. 4:13; Hebr. 5:12-14; 1 Cor. 3:1-3). No «ve» a Cristo, con esta visión actual, privilegio de quien «sigue la santidad».

[1] La santidad del creyente aquí abajo tiene dos caracteres distintos: la santificación progresiva –tema de este estudio– y la santidad llamada «posicional», o sea, la que deriva de la posición dada a los cristianos (Hebr. 13:12) o a los hijos de Dios (1 Cor. 7:14).

1.2 - ¿Cómo se produce la santificación práctica?

1.2.1 - Por la obra de Dios en nosotros

Dios mismo obra en nosotros por su gracia para producir nuestra identificación progresiva con Cristo, para que «Cristo sea formado en nosotros» (Gál. 4:19). Esta obra se sigue llevando a cabo diariamente y culminará en el día de Cristo: «Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo». «Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Fil. 1:6 y 2:13). El creyente puede, pues, poner toda su confianza en Dios y en su promesa de guardarlo irreprensible –espíritu, alma y cuerpo– hasta la venida del Señor. «Fiel es el que os llama, el cual también lo hará» (1 Tes. 5:23-24).

Pero si por nuestra desobediencia estorbamos esta acción de gracia en nosotros, Dios debe recurrir a la disciplina, para nuestro provecho y para que participemos de su santidad. Entonces nos trata como a hijos, porque «¿qué hijo es aquel a quien el Padre no disciplina?» Esta disciplina es la expresión del amor de Dios para con nosotros. «El Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo». Cuando esta disciplina ha obrado en nosotros, «da fruto apacible de justicia», y es manifestada por la santificación práctica.

Por eso somos exhortados a no menospreciar la disciplina del Señor, ni a desmayar cuando el Señor nos reprende (Hebr. 12:4-11). Al contrario, podemos bendecir el amor que nos educa y pedir como David: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno» (Sal. 139:23-24).

1.2.2 - Por la intercesión de Cristo

Cristo, nuestro sumo sacerdote, intercede por los suyos junto al Padre, a fin de que sean guardados de caer. «Permanece para siempre… por lo cual puede también salvar perpetuamente (hasta el fin de nuestra vida terrenal) a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos» (Hebr. 7:24-25). No permitirá que uno solo de los redimidos se pierda durante la travesía del desierto, sino que los salvará a todos enteramente por su poderosa intercesión. ¡Qué consuelo es para el creyente poseer a un Cristo vivo que ora por él!

1.2.3 - Por la acción del Espíritu Santo

Por el Espíritu, el creyente «hace morir las obras de la carne» (Rom. 8:13), o sea las manifestaciones de la carne que mora en él. Su cuerpo es templo del Espíritu Santo y ya no le pertenece, pues ha sido comprado por gran precio: la sangre preciosa de Cristo. Por eso tiene que vigilar para no estorbar la acción del Espíritu en él, para «glorificar a Dios en su cuerpo» (1 Cor. 6:19-20).

1.2.4 - Por la acción de la Palabra de Dios

El creyente que se somete humildemente a la acción de la Palabra, progresa en la santificación. «Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hebr. 4:12). ¡Cuidémonos de no apartarnos del filo de esta espada! En su oración sacerdotal, el Señor Jesús pide a Dios santificar a los suyos en su verdad, y añade: «Tu palabra es verdad» (Juan 17:17). «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra» (2 Tim. 3:16-17).

Sin embargo, si deseamos que la Palabra produzca esta santificación de todo nuestro ser, es preciso que la conozcamos y que la obedezcamos. El salmista pudo decir: «En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti» (Sal. 119:11). Hace falta, pues, que nos alimentemos de ella, que la «comamos», como lo decía Jeremías (Jer. 15:16).

Y, como ya lo dijimos, hace falta obedecer a la Palabra. Cuando esta obediencia falta, la Palabra no puede ejercer su acción santificadora y el corazón se endurece, y uno se engaña a sí mismo. «Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos» (Sant. 1:22). El Señor Jesús insistió varias veces en la necesidad de «guardar» su palabra, sus mandamientos (Juan 14:15, 21, 23-24).

La Palabra nos da advertencias solemnes sobre esto: «El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él» (1 Juan 2:3-6; véase también 3:24; 5:3-4).

1.2.5 - Por la contemplación de la gloria de Cristo

La santificación práctica siempre está ligada a un Cristo en la gloria. El Señor Jesús se «santificó» por los suyos, o sea que se puso aparte como hombre en la gloria, «para que también ellos sean santificados en la verdad» (Juan 17:19).

En la medida que no contristemos al Espíritu Santo, él dirigirá nuestros afectos hacia un Cristo glorificado, para hacernos más semejantes a él cada día.

El apóstol Pablo deseaba que el Señor afirme los corazones de los tesalonicenses, «irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos» (1 Tes. 3:13, véase también 1 Juan 3:2-3). El creyente cuyo tesoro es Cristo, necesariamente tendrá su corazón en el cielo (Mat. 6:21).

Esta contemplación de Cristo en la gloria produce en el cristiano una conformidad progresiva con su divino Modelo. «Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta… la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:18). Si hacemos de su gloriosa persona el objeto de nuestra contemplación habitual, sus perfecciones se reflejarán necesariamente en nosotros, por la fe que las reproducirá en el hombre interior y en nuestra vida.

De hecho, esta conformidad con Cristo se manifiesta en todo el comportamiento del creyente, quien se convierte así en una «carta de Cristo», conocida y leída por todos los hombres (2 Cor. 3:2-3).

1.3 - La aplicación de la santificación

La santificación se aplica a todo lo que somos y a todo lo que hacemos.

1.3.1 - A nuestro cuerpo

La Palabra declara que nuestro cuerpo es «para el Señor» (1 Cor. 6:13). Es el templo del Espíritu Santo; por eso tenemos que «glorificar a Dios en nuestro cuerpo» (6:19-20). El creyente es exhortado a «señorearse de su propio cuerpo, en santificación y honra, no en la pasión de concupiscencia… Porque no nos ha llamado Dios a vivir en inmundicia, sino a santidad» (1 Tes. 4:4-7; V.M.). Tenemos el precioso privilegio de «presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios», es decir consagrarlos por completo a su servicio (Rom. 12:1; véase 6:13).

1.3.2 - A nuestros pensamientos

Dios exhorta a la santificación «del hombre interior» (Efe. 3:16): «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón» (léase Prov. 4:23-27). David proclama: «He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo» (Sal. 51:6). El apóstol Pablo instaba a los corintios a limpiarse de toda contaminación de carne y de espíritu, «perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Cor. 7:1). La vida de Cristo en nosotros no puede hallar su gozo en donde Cristo no hallaría el suyo. El Espíritu de Cristo, en nosotros, no puede ser distinto del Espíritu que moraba en Cristo. «El que se une al Señor, un espíritu es con él» (1 Cor. 6:17).

1.3.3 - A nuestras palabras

La santificación de nuestras palabras resultará de la santificación de nuestros pensamientos. Hemos de evitar tres escollos:

¡Cuántas disensiones y divisiones fueron provocadas por las maledicencias! Uno de nuestros antiguos hermanos escribió: «Nada es más indicativo de nuestro deplorable estado del corazón, ni puede constituir un mayor impedimento para la bendición, que un espíritu de censura y de crítica». La Palabra condena de manera igualmente severa las «palabras deshonestas, las necedades y las truhanerías». La mentira, finalmente, de la cual Satanás es el padre, es incompatible con la santidad. «No mintáis los unos a los otros» (Col. 3:9). «Desechando todo engaño» (1 Pe. 2:1). La mentira es el reflejo de una falsedad interior de la que Dios se horroriza, ya que él ama la verdad en lo íntimo (Sal. 51:6).

1.3.4 - A nuestro andar

El creyente es llamado a manifestar la santidad en todo su andar, según el modelo perfecto que el Señor nos ha dejado. «El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo» (1 Juan 2:6). Se ha dicho que todo lo que es indigno de Cristo, es indigno de un cristiano. Esta santidad estará caracterizada por la luz en nuestro comportamiento entero. «Sois luz en el Señor; andad como hijos de luz… comprobando lo que es agradable al Señor» (Efe. 5:8, 10).

La meta de la santificación es, pues, que el creyente se asemeje más y más a Cristo en esta tierra. La perfección se alcanzará en el cielo, pues allá «seremos semejantes a él». Entonces ya no habrá diferencia entre el Modelo y los que han sido santificados. La meta gloriosa de Dios habrá sido plenamente alcanzada: seremos «hechos conformes a la imagen de su Hijo», quien habrá «transformado el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya» (1 Juan 3:2; Rom. 8:29; Fil. 3:21). La obra de Cristo en la cruz hace posible el cumplimiento de este admirable designio de Dios. Progresaremos en la santificación en la medida que apreciemos el valor de esta obra. Tal es el deseo del Señor: que todos sus amados lleguen a «un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» y que crezcan «en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo» (Efe. 4:12-15).

2 - La liberación

(Rom. 6:14-23; 7:14-25; 8:1-4, 12-17)

2.1 - ¿Qué es la liberación?

En la antigua Roma, la emancipación era un acto jurídico por el cual un esclavo adquiría la libertad. En el plano espiritual, la emancipación [2] es la liberación del poder del pecado [3]. El hombre no regenerado tiene una única naturaleza en sí: la naturaleza adámica, que como fruto únicamente produce pecados. Por la operación del Espíritu Santo que viene a morar en él, el hombre regenerado recibe de Dios una nueva naturaleza, divina, perfecta, semejante a Cristo, la cual no puede pecar, porque es «conforme a la imagen del que la creó» (Col. 3:10). El poder de esta vida nueva es el Espíritu Santo.

[2] La palabra griega «eleutheroô», es decir “hacer libre”, “librar” o “libertar”, se halla en los sguientes pasajes: Juan 8:32, 36; Romanos 6:18, 22; 8:2, 21; Gálatas 5:1.

[3] Puesto que esta liberación incluye todo lo que se refiere a la vieja naturaleza, se puede aplicar esta expresión a la carne (Gál. 5:24; Col. 3:3), al «yo» (o sea a la voluntad propia, a la confianza en sí mismo; 2 Cor. 1:9; 12:11), a la ley y a su principio (Gál. 2:19; Rom. 7:9), y, por último, al mundo (del cual el creyente es librado cuando, por la fe, se da cuenta de que en Cristo ha sido crucificado al mundo; Gál. 6:14; Col. 2:20).

Sin embargo, el nuevo nacimiento no suprime la vieja naturaleza. Esta, pues, subsiste en el creyente hasta el final de su vida y, además, se esfuerza constantemente en subyugar a la nueva naturaleza. Así pues, hay una lucha permanente en el creyente, no entre él y la carne, sino entre el Espíritu y la carne. «Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu (o sea que tiene deseos opuestos a los del Espíritu), y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis» (o sea la voluntad de la carne) (Gál. 5:17). Esta lucha es atribuible al hecho de que la carne no soporta ser puesta de lado conforme al juicio que Dios pronunció y ejecutó contra ella en la cruz, en Cristo, cuando «condenó al pecado en la carne» (Rom. 8:3). Pero los que, por la fe, aceptan con agradecimiento este juicio contra la carne, tienen el derecho y el poder de considerarse muertos, porque Cristo murió y ellos viven de Su vida de resurrección.

Pero, lamentablemente, sucede demasiado a menudo que la carne vence e incluso domina tan completamente al creyente que el Espíritu no puede en ningún caso manifestar su poder en él. Tal hombre es un creyente carnal, cuyo comportamiento no se distingue, o tan solo muy poco, del de los hombres no regenerados. Tal era, por ejemplo, el caso de los corintios, a quienes el apóstol Pablo tuvo que decir: «¿No sois carnales, y andáis como hombres?» (1 Cor. 3:1-4).

Hay, pues, creyentes carnales y creyentes espirituales – los primeros, esclavizados por la carne, los otros guiados por el Espíritu; niños en Cristo y hombres maduros– los primeros soportan solo leche, los segundos se alimentan con «vianda», «alimento sólido». Simbólicamente, hay unas tribus que se quedaron de este lado del Jordán y otras que, después de haberlo pasado –figura de la muerte con Cristo– entraron en la tierra prometida; pero las primeras no conocen ni la crucifixión de la carne en Cristo, ni el poder de una vida de resurrección en él, ni el gozo de la bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo (Efe. 1:3).

Sin embargo, esto no es lo que Dios quiere para los suyos. Él quiere que sean hombres espirituales, maduros, que vivan una vida de resurrección, de gozo, de poder, y que gocen realmente de sus bendiciones celestiales en Cristo. Y ¿cómo se logra esto? Librándolos del poder del pecado, llevándolos a considerarse muertos al pecado, porque han muerto con Cristo, pero haciéndolos al mismo tiempo aptos para vivir la vida nueva que les ha dado, porque han resucitado con Cristo. El creyente es, pues, llamado a apropiarse por la fe de una triple verdad y a vivir conforme a ella en su realidad cotidiana:

1) Ha muerto al pecado, porque ha sido crucificado con Cristo (Rom. 6:2, 6) (ha sido sumergido en el Jordán).

2) Ha resucitado con Cristo por el poder del Espíritu Santo (Colosenses 3:1-4) (ha sido sacado fuera del Jordán).

3) Está sentado en los lugares celestiales con Cristo (Efe. 2:4-7), posición que realiza y de la cual goza por el poder del Espíritu Santo en él (es introducido en Canaán) [4]. La Palabra hace resaltar esta conformidad del creyente con Cristo, usando varias veces la preposición con:

[4] La verdad de la muerte del creyente con Cristo (punto 1) la encontramos en la Epístola a los Romanos, la de su resurrección con Cristo (punto 2) en la Epístola a los Colosenses, y la de su introducción en los lugares celestiales con Cristo (punto 3) en la Epístola a los Efesios.

«Fuimos plantados juntamente con él» (Rom. 6:5) en su muerte, así como en su resurrección (plantados, en el sentido de unidos o identificados con él). Uno con él en su muerte, significa que estamos realmente muertos; uno con él en su resurrección, que estamos realmente viviendo de su vida. El juicio de Dios nos ha alcanzado en la persona del Señor Jesús en la cruz; sin embargo, habiendo sido ya ejecutado este juicio, somos ahora enteramente libres de toda condenación (Rom. 8:1); el juicio quedó a nuestras espaldas y, resucitados con Cristo, vivimos de su vida. «Como él es, así somos nosotros» (1 Juan 4:17).

Así estamos unidos a Cristo en la cruz, en el sepulcro y en los lugares celestiales, de manera que compartimos con él la victoria de su cruz, el poder de su resurrección y la plenitud de su vida gloriosa.

Al asirnos de esta realidad por la fe, tomamos posesión de ella como de una porción bendita que nos pertenece. No se trata, pues, de procurar adquirirla por nuestros propios esfuerzos, puesto que ya la hemos obtenido en Cristo. Cuando, por el Espíritu, hemos recibido esta preciosa verdad en nuestro corazón, ya no nos ocupamos más en nuestro viejo hombre delante de Dios esperando sacar algo bueno de él, y dejamos de exclamar: «¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom. 7:24). Esto, como ya se ha dicho, es esperar algo que nunca va a llegar, porque ya ha llegado en Cristo. El viejo hombre ha sido crucificado juntamente con Cristo (6:6), de manera que ya no existe delante de Dios. Por la gracia, el viejo hombre ha sido puesto en el sepulcro hace 20 siglos; por la fe, lo mantenemos allí. El tirano ha sido destronado por la victoria que Cristo obtuvo en la cruz, y Cristo es el que reina y vive en nosotros. En otras palabras, la liberación manifiesta en el creyente la vida y el poder divinos:

La vida. Al anunciar a sus discípulos la venida del Consolador, el Señor Jesús les dice: «En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros» (Juan 14:20). Si «vosotros en mí» expresa nuestra posición en Cristo, tal como Dios nos ve y nos recibe en él, «yo en vosotros» expresa la vida nueva que el creyente posee. Por la fe, yo sé que Cristo vive en mí.

El poder de esta vida nueva es el Espíritu Santo con el cual el creyente fue sellado (Efe. 1:13; 4:30), pero del cual debería estar lleno [5] como de un poder que obra, que manifiesta la realidad y los frutos de la vida nueva que posee.

[5] Efesios 5:18. «Estar llenos del Espíritu Santo no resulta de ninguna manera del hecho de haber sido sellados con Él» (J.N. Darby).

2.2 - ¿Cómo se produce la liberación?

Para gozar del poder de estas verdades, no solo tenemos que recibirlas como doctrinas, sino también aprenderlas experimentalmente, lo que de ninguna manera significa que debamos aprenderlas con pecados y caídas (como Pedro, por ejemplo). Al contrario, un corazón piadoso y apegado al Señor las aprenderá en presencia del Señor, en comunión con él y dejándose enseñar por el Espíritu Santo. Tal fue el caso del apóstol Pablo.

En Romanos 7 hallamos una descripción de tales experiencias [6]. El creyente debe aprender:

[6] No todos las hacen de la misma manera, ni necesariamente de la manera que se describe en Romanos 7.

1) Que hay en él una naturaleza enteramente corrompida. «Yo soy carnal, vendido al pecado» (v. 14). «Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien» (v. 18). Este descubrimiento es doloroso y produce en nosotros una profunda decepción. Mientras el creyente no haya reconocido que no solamente los frutos del árbol son malos (los pecados producidos por la carne), sino que el árbol mismo está enteramente corrompido, no puede ser librado de él, porque siempre intentará entablar una lucha con el viejo hombre, para tratar por todos los medios de mejorarlo, lo que es un intento totalmente infructuoso. Esta es la segunda experiencia:

2) Que no tiene ningún poder para dominar la carne ni mejorarla. «Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago» (v. 15). «Porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo» (v. 18). «Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago» (v. 19). La carne es, pues, una naturaleza indómita e indomable (8:7). Esta es la razón por la que Dios no intentó mejorarla, sino que, por la ley, demostró su total impotencia y su corrupción irremediable. No espera que sus hijos se esfuercen por corregirla, sino, al contrario, que estén de acuerdo con Él en esto. El apóstol Pablo mismo tuvo que experimentar que la carne en él era tan incorregible que Dios se vio obligado a mandarle «un aguijón en su carne, un mensajero de Satanás que le abofetee, para que no se enaltezca sobremanera» por la grandeza de las revelaciones que le fueron hechas cuando fue arrebatado hasta el tercer cielo (2 Cor. 12:2-10).

3) Que el pecado ligado a esta naturaleza, y no el creyente mismo, hace lo que este no quiere. «De manera que ya no soy yo (es decir, no es mi mente con la que sirvo a la ley de Dios, (Rom. 7:25) quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí» (v. 17). «Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí» (v. 20). El creyente descubre que la carne en él es una naturaleza pecadora que solo puede actuar en conformidad con lo que es y que solo puede producir pecados. Pero tiene el privilegio de reconocer solamente a la nueva naturaleza en él; la vieja naturaleza es solo un enemigo, y hay que tratarla como tal.

4) La conclusión de estas observaciones tan penosas y humillantes es la siguiente: «Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (v. 21-24). Pero en seguida, el apóstol Pablo da gracias a Dios por la liberación que Dios ha realizado en Cristo, y cuyos resultados gloriosos los expone en el capítulo 8. Mientras que en el capítulo 7 los pronombres «yo» y «mí» aparecen gran número de veces, y el Espíritu Santo no es mencionado ni una sola vez, en el capítulo 8, en cambio, solo se los encuentra en tres ocasiones, y el Espíritu Santo es mencionado nada menos que dieciséis veces: el «yo» es dejado de lado, y el poder del Espíritu Santo lo reemplaza en la vida del creyente liberado: «La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte» (Rom. 8:2). Un poder dado por Dios, el Espíritu de vida, interviene en el creyente y lo libera de este poder que lo obligaba a pecar: el creyente, en esta nueva condición, es librado del poder del pecado; sabe que ya no está obligado a pecar, que ya no es esclavo del pecado, que es libre y que, como tal, es hecho siervo de la justicia.

Como ilustración de esta realidad se ha mencionado una grúa que tiene un poderoso electroimán que se utiliza para descargar chatarra. En el momento en que la corriente actúa en el electroimán, la chatarra queda librada de la ley de la gravedad y entonces la grúa puede transportarla de un lado a otro. Cuando la corriente se interrumpe, la carga, por efecto de la gravedad, cae en el lugar asignado. La ley del pecado –la gravedad en nuestro ejemplo– siempre hará que uno peque. Pero, de la misma manera que la corriente anula la gravedad, la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús nos libra de la ley del pecado y de la muerte. Mientras dejamos que el Espíritu actúe, la ley del pecado está como neutralizada. Pero si se corta un cable, el electroimán ya no recibe corriente y su fuerza de atracción cesa. De la misma manera, si el Espíritu está paralizado por la manifestación de la voluntad propia o contristado por la actividad de la carne, su acción se suspende: entonces perdemos fuerza y dejamos de dar fruto. «Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne» (Gál. 5:16). «Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma» (1 Pe. 2:11).

2.3 - ¿Cuáles son los efectos de la liberación?

El creyente realiza prácticamente:

  • que está muerto con Cristo,
  • que ha resucitado con él,
  • que posee el Espíritu, el poder de la vida nueva en Cristo.

Vamos a considerar, a la luz de las Escrituras, las consecuencias que resultan de estos tres hechos.

2.3.1 - Los efectos de la muerte con Cristo

Por su identificación con Cristo en Su muerte, el creyente, librado de la ley del pecado y de la muerte, ya no está bajo condenación. «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Rom. 8:1). No se condena a un muerto. Ni los pecados cometidos, ni el pecado que aún habita en ellos, pueden exponer nunca más a los que están en Cristo a ninguna condenación. Su juicio ha pasado enteramente, porque Cristo lo sufrió en su lugar: murió y resucitó por ellos. «Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (Hebr. 10:14). «A los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó, a estos también glorificó» (Rom. 8:30).

En el Resucitado gozamos de una posición perfecta e inquebrantable. A pesar de que la carne esté todavía en nosotros, ya no estamos en la carne, sino en Cristo, o sea hemos muerto al pecado, así como él, pero viviendo de su vida. «Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne» (8:12). El pecado no tiene ningún derecho sobre nosotros. Es cierto que todavía está en nosotros, pero no tiene poder sobre nosotros. Antes éramos sus esclavos, pero ahora, por nuestra muerte con Cristo, somos librados de esta esclavitud, no somos más esclavos. Así será para todo creyente que, por gracia, se considera constantemente muerto al pecado y vivo para Dios en Cristo Jesús. Si Dios nos pide que nos consideremos muertos, no es para que muramos, sino porque hemos muerto. Dios nunca nos pide reconocer algo que no corresponde a la realidad.

La carne, pues, ha sido juzgada, y tan completamente que en Cristo poseemos una redención real y total. Nuestra liberación ha sido efectuada de una manera perfecta, porque todo lo que Dios hace, solo puede ser perfecto. No podía contentarse con perdonar nuestros pecados, y, al mismo tiempo, dejarnos bajo el poder del pecado. Una liberación tan incompleta solo habría proporcionado a nuestros corazones una paz precaria. Se nos ha asegurado una liberación total: el perdón de los pecados, por un lado, y la liberación del poder del pecado, por el otro. Dios, en su amor, ha provisto tanto lo uno como lo otro por el don de su Hijo.

La identificación del creyente con la muerte de Cristo también tiene como resultado librarlo de la sujeción a todo tipo de legalismo. «Si habéis muerto con Cristo… ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques…? pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne» (Col. 2:20-23). A la carne le gusta prescribir preceptos, cuya observación parece conferirle algún mérito, a los ojos de Dios, al que se somete a ellos. El creyente, crucificado con Cristo, no está más sometido a ninguno de tales preceptos: está muerto a la ley y a todas sus ordenanzas. «Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios» (Rom. 7:4-6). «Porque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios» (Gál. 2:19). Una ley no tiene efecto ni autoridad sobre un muerto. Por nuestra muerte con Cristo, hemos sido absueltos del poder de la ley; y no solo de la ley dada por Dios en el Sinaí, sino también de todo principio legal, es decir de todo sistema que pretende establecer la justicia del hombre delante de Dios por medio de obras. No nos equivoquemos: el legalismo es innato en el corazón del hombre, sea judío o no, y si no velamos, estamos en peligro de seguir el ejemplo de los colosenses y de establecer preceptos para satisfacer los apetitos de la carne. Ahora bien, a los ojos de Dios, las obras así llamadas religiosas son tan abominables como las demás obras de la carne. Solo los frutos del Espíritu Santo lo glorifican, porque son producidos, no por el esfuerzo del hombre, sino por el poder divino. Así, nosotros ya no tenemos nada más que ver con la ley. Sin embargo, esto no significa que estemos sin ley en cuanto a Dios, sino que estamos bajo la ley de Cristo (1 Cor. 9:21). De esta manera, las justas exigencias de la ley de Dios se hallan realizadas en aquellos que, sin estar sometidos a la autoridad y a la maldición de la ley, no andan conforme a la carne sino conforme al Espíritu (Rom. 8:4), siguiendo las benditas pisadas del perfecto Modelo.

Una tercera consecuencia de nuestra muerte con Cristo es que debemos hacer morir los miembros de la carne en nosotros (Col. 3:5-7). Del verbo griego «necroo^», que significa «hacer morir», deriva la palabra española «necrosis». Cuando un miembro u órgano ya no recibe los nutrientes necesarios que lo mantienen con vida, se produce necrosis: decae y muere. Esto es precisamente lo que el creyente debe hacer en la práctica con respecto a los miembros de la carne (fornicación, impureza, pasiones desordenadas, etc.): tiene que privarlos de todo alimento.

El creyente también tiene que renunciar a otras manifestaciones de la carne («ira, enojo, malicia, blasfemia», etc., v. 8). Aunque no sean concupiscencias tan poderosas como las anteriores, tal vez sean más insidiosas, y el cristiano necesita la energía del Espíritu para dejarlas. Sin embargo, debemos tener claro que el creyente no efectúa esta mortificación para morir al pecado, sino porque ha muerto y resucitado con Cristo. Es, pues, el resultado bendito de nuestra identificación con la muerte y la resurrección del Señor.

Finalmente, una cuarta consecuencia de nuestra muerte con Cristo es nuestra liberación del mundo. El apóstol Pablo dijo: «Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo» (Gál. 6:14). La cruz condena de manera absoluta al mundo, el cual ha rechazado a Cristo. Por un lado, revela el carácter verdadero del mundo: es enemigo de Dios y cualquiera que es amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios (Sant. 4:4). Por otro lado, es un obstáculo infranqueable entre el mundo y el cristiano: la cruz es el poste fronterizo, más allá del cual se halla el territorio del enemigo. El creyente no se aventurará allí, sino que se acordará de que ha muerto al mundo con Cristo, y que no es del mundo, como tampoco Él era del mundo (Juan 17:14, 16).

El cristiano que verdaderamente pone en práctica que es un ser celestial, considera como mancha cualquier marca del mundo en su vida. Si estamos conscientes de que el mundo ha rechazado y crucificado a nuestro Señor, solo tendremos el deseo de compartir el rechazo y la cruz de Cristo. Entonces, nos consideraremos prácticamente como muertos al mundo, y este nos verá como muertos a los que no logra atraer por sus concupiscencias. Tengamos cuidado, pues el mundo se desliza muy fácilmente en nuestros corazones. Ahora bien, un corazón dividido pierde el gozo y la comunión en Cristo. «Si la sal se desvaneciere», nuestro testimonio carece de poder, porque tal vez a pesar de nuestras palabras, nuestros hechos demuestran que un Cristo rechazado tiene poco valor a nuestros ojos.

2.3.2 - Los efectos de la resurrección con Cristo

El creyente no solamente ha sido identificado con Cristo en su muerte, sino también en su resurrección (Rom. 6:5; Col. 2:12; Efe.2:6). Por consiguiente, hay en él una vida nueva, la de Cristo. «Dios… nos dio vida juntamente con Cristo» (Efe. 2:4-5). «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gál. 2:20) [7].

[7] Muchos cristianos dieron su vida por aferrarse a esta preciosa verdad. Así es como Ignacio, antiguo discípulo del apóstol Juan, obispo de Antioquía desde el año 70 aproximadamente, fue condenado a muerte más o menos en el año 107 por el emperador Trajano quien pronunció la siguiente sentencia: «Puesto que Ignacio confiesa que lleva en él a aquel que fue crucificado, ordenamos que sea llevado, atado por los soldados, a la Gran Roma, a fin de que sea desgarrado por las bestias, para diversión del pueblo».

Resucitados juntamente con Cristo, Dios nos ve ahora en el Cristo resucitado. Por nuestra muerte con él, hemos sido librados de nuestra vieja condición natural. Por nuestra resurrección con él, nos representa para siempre, en una nueva posición, delante de Dios. Por la fe nos apropiamos de estas verdades y, por el poder del Espíritu Santo, somos hechos capaces de ponerlas en práctica en nuestra vida diaria. Entonces podemos andar de una manera conforme a nuestra posición de resucitados en Cristo. No podemos obtener esta posición de perfección delante de Dios por nuestro andar, sino que ella nos es conferida en virtud de la obra de Cristo. Por poseer una posición perfecta, somos capaces de manifestar esta perfección en nuestro andar. Es importante que cada uno de nosotros comprenda que, fuera de sí mismo, en el Cristo resucitado, hay una plenitud de vida y de poder que tenemos por la fe en él.

Esta vida nueva nos pertenece, pero está en Cristo, escondida con él en Dios, segura en su eterna fuente. El mundo no puede conocerla, pero verá los frutos que produce en nosotros si somos fieles. «Los hombres no pueden ver la fuente, pero es preciso que vean correr el agua» (J.N. Darby). En Cristo hallamos una fuerza viva que nos libra de la ley del pecado y de la muerte (Rom. 8:2). Por nuestra unión con él tenemos pues la vida y el poder.

¿Cuáles son los efectos prácticos de nuestra resurrección con Cristo?

«No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal… ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia» (6:12-13). «Así que, hermanos, os ruego… que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional» (12:1).

El creyente se pone, pues, enteramente a disposición del Señor. Sabe que ya no se pertenece más a sí mismo porque ha sido comprado por la sangre preciosa de Cristo, de manera que tiene el privilegio de glorificar a Dios en su cuerpo (1 Cor. 6:19-20). Cristo «por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor. 5:15). No le entregamos, pues, nuestra vida para ser suyos, sino porque somos suyos.

«Como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva» (Rom. 6:4). Mientras aún estábamos en la carne, servíamos al pecado y llevábamos fruto para muerte. Pero por nuestra resurrección con Cristo, hemos venido a ser siervos de la justicia, a fin de que llevemos fruto para Dios. Nuestro servicio es totalmente distinto: Antes era el pecado, hoy es la justicia. El fruto de este servicio es igualmente muy distinto: Antes era la muerte; ahora es la santidad para la vida eterna (6:22). Esta liberación de la esclavitud del pecado y esta vida según la voluntad de Dios solo pueden ser realizadas por la fe y en el poder del Espíritu Santo.

Esta consagración al Señor se extiende a todos los miembros de nuestro cuerpo. Todo está incluido, nada es omitido. Se produce fundamentalmente en el momento del nuevo nacimiento, pero debe ser renovada a diario. Cada día, como si fuera la primera vez, tenemos que abrir la puerta de nuestro corazón al Señor, y decirle: «Señor, ven a hacer tu morada en mí; ¡estás aquí en tu casa!». Igualmente, para el servicio, debemos decirle al principio de cada día: «Señor, ¡heme aquí! ¿Qué quieres que haga para ti?». Tenemos el ejemplo del apóstol Pablo quien, sabiendo que todavía no había alcanzado la perfección, proseguía a la meta, para ver si lograba asir el premio (Fil. 3:12-14); era un esfuerzo constante. En cuanto a la identificación con la muerte de Cristo –fundamento de la liberación– dijo: «Llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos» (2 Cor. 4:10). Era algo que se renovaba permanentemente en su andar diario. «Siempre por todas partes»: ¡que estas palabras se graben en nuestros corazones!

2.3.3 - Los efectos de la presencia del Espíritu Santo en el creyente

El Espíritu Santo que mora en el creyente lo hace consciente de su posición de hijo y le confiere el gozo de su relación con el Padre. «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios» (Rom. 8:14). El gozo de esta relación es muy precioso, porque por medio de él el creyente liberado experimenta plenamente el amor de Dios en la perfecta libertad de un hijo. «Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo» (Gál. 4:6-7). Ya no somos esclavos, no hemos recibido un espíritu de esclavitud, no somos esclavos que un amo severo ha vendido a otro amo tan duro como él, sino que somos hijos; hemos recibido el Espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! (Rom. 8:15). Este Espíritu de adopción nos permite acercarnos a Dios con confianza, como a un Padre con un corazón que ama, porque sabemos que Dios es por nosotros, que ninguna condenación hay para los que están en Cristo, que nada puede separarnos del amor de Dios. Estamos en Cristo, y Dios nos ama como ama a Cristo. «Los has amado a ellos como también a mí me has amado… para que el amor con que me has amado, esté en ellos» (Juan 17:23, 26). Pero cada creyente tiene que hacer suyas personalmente estas preciosas verdades: «Ya no eres esclavo, sino hijo». Desde el momento que puede clamar «¡Abba, Padre!» ha recibido el Espíritu de adopción, porque es preciso ser hijo primeramente para recibir el Espíritu de adopción.

El creyente liberado anda en el Espíritu, lo que lo hace capaz de no satisfacer los deseos de la carne (Gál. 5:16). «No andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu» (Rom. 8:4). Librado del pecado, libre ante Dios, el creyente «por el Espíritu hace morir las obras de la carne» (8:13). En vez de hacer las obras de la carne, manifestará el fruto del Espíritu: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza (Gál. 5:22-23). Y ¿cómo es posible? Porque ha «crucificado la carne con sus pasiones y deseos» (5:24), y puede considerarse muerto al pecado, pero vivo para Dios en Cristo Jesús (Rom. 6:11). El cristiano que vive por el Espíritu ha entendido que Cristo es su vida y que está unido a él por el Espíritu Santo. Mientras el Espíritu no esté contristado, nos hace gozar de una comunión ininterrumpida con Cristo, quien es nuestra vida. De esta manera andamos por el Espíritu, puestos los ojos en Jesús, y con el corazón tan lleno de él que permanecemos fuera de la carne y de sus apetitos. Nuestra alma vive ocupada en Cristo, contemplándole, hablando con él; es, por decirlo así, librada de sí misma y vive de la vida de otro, por el Espíritu. La carne es mantenida en el lugar que Dios le asignó: en el silencio de la muerte, el Espíritu Santo manifiesta todo su poder y produce en nosotros su fruto para la gloria de Dios.

La posesión del Espíritu de Dios es, por fin, la garantía de la resurrección del cuerpo. «Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros» (Rom. 8:11). Nuestro cuerpo también tiene parte en el poder de la resurrección. Llegará el día en que estará en armonía con la vida nueva que tenemos por el Espíritu Santo.

La liberación del poder del pecado es, para la vida práctica del creyente, uno de los resultados más gloriosos de la obra de Cristo. El cristiano librado anda en el poder del Espíritu, lo que lo vuelve capaz de vivir una vida de victoria y de santidad, en una conformidad siempre mayor con Cristo. La vida de Cristo se manifiesta en él, y el poder del Espíritu anima esta vida y produce fruto para gloria de Dios.

3 - Velar las armas

(1 Pe. 1:13-25; 5:8-11; 2 Pe. 3:11-14, 17-18)

El creyente que desea «seguir la santidad» hallará en su camino obstáculos, dificultades, tentaciones, enemigos interiores y exteriores. Tendrá que luchar. Por cierto, esta lucha no representa el único aspecto del combate cristiano; sin embargo, la experiencia demuestra que el combate contra el pecado ocupa un lugar importante, y más particularmente tal vez en la vida del joven creyente. En el presente capítulo, queremos examinar lo que la Palabra enseña sobre la preparación para este aspecto del combate cristiano.

La lucha puede ser ocasional; el creyente debe hacer frente a tentaciones particulares y poco frecuentes; el enemigo lanza un ataque inesperado, repentino, violento. Pero también hay una lucha permanente, que tenemos que librar contra nuestros defectos, en nuestro andar de cada día.

¿Qué recursos pone Dios a disposición de los suyos para prepararlos para esta lucha y hacerlos capaces de salir vencedores? ¿Cuál ha de ser la actitud de los creyentes frente al combate? ¿Cómo han de entrenarse para afrontarlo como vencedores?

En efecto, es preciso prepararse para la lucha, entrenarse metódicamente, vivir absteniéndose de todo (1 Cor. 9:25), entrenamiento que tiene por objeto hacer del creyente un combatiente. Ello se debe a que Satanás, el mundo y la carne se esfuerzan por impedirnos manifestar lo que somos en Cristo. Poseemos la vida de Cristo, somos santos. Por consiguiente, la meta de nuestra lucha no es hacernos santos, sino demostrar lo que Dios hizo de nosotros, o sea, hombres santificados. Dios nos ha llamado «en santidad» (véase 1 Tesalonicenses 4:7, VM), no, como dicen otras versiones, «a» santidad. Es importante entender claramente esta verdad a fin de que nuestra preparación para la lucha –y la lucha misma– no se convierta en algo legal que dé importancia a la carne.

3.1 - Las condiciones morales de la preparación par la lucha

Los pasajes de las epístolas de Pedro, citados al principio de nuestro capítulo, sacan a la luz un conjunto de condiciones morales que el creyente tiene que observar si quiere ser un verdadero combatiente. En otras palabras, se trata de su responsabilidad.

3.1.1 - La obediencia

Este carácter es recordado tres veces. «Elegidos… en santificación del Espíritu, para obedecer… Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia… Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad» (1 Pe. 1:2, 14, 22). Dios requiere obediencia de sus elegidos. Esta se manifiesta por un espíritu de dependencia que pone la voluntad propia a un lado. «Las cualidades predominantes de la nueva naturaleza son la dependencia y la sumisión» (J. N. Darby). Nuestras almas fueron purificadas, no por el conocimiento de la verdad, sino por la obediencia a ella. Y de la misma manera nuestras almas serán purificadas por la obediencia a la verdad (la Palabra de Dios) en el andar cotidiano. Se trata de una gozosa adhesión de corazón a la voluntad de Dios, y no de sumisión por fuerza. «No ceder, sino obedecer» (Vinet). Amar al Señor, es guardar sus mandamientos y buscar lo que le agrada (2 Cor. 5:9; Efe. 5:10; Col. 1:10).

3.1.2 - La vigilancia y la sobriedad

El Señor exhortó varias veces a sus discípulos a ser vigilantes, particularmente en el huerto de Getsemaní. A pesar de que les pidió que velasen con él, se durmieron. Por eso debe decirles: «Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil» (Mat. 26:41). El espíritu está dispuesto: deseamos velar con el Señor. Pero la carne es débil: está sin fuerza y no puede hacer nada. Es preciso velar y orar. La vigilancia está ligada a la oración. «Perseverad en la oración, velando en ella» (Col. 4:2). «Velad en oración» (1 Pe. 4:7). En el evangelio de Marcos, el Señor termina sus enseñanzas con una solemne exhortación a la vigilancia: «Velad, pues… Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad» (Marcos 13:35, 37).

En cuanto a la sobriedad, constituye una de las condiciones morales más importantes de la preparación para la lucha. No solo se aplica a la comida y la bebida, sino que implica un control de sí mismo en todas las cosas de la vida. Los pasajes citados al principio de nuestro capítulo nos exhortan dos veces a este respecto (1 Pe. 1:13; 5:8). También se nos dice que nos conduzcamos «en temor» (1 Pe. 1:17). La sobriedad es una de las características de los hijos del día. Puesto que somos del día, dice el apóstol Pablo, «velemos y seamos sobrios» (1 Tes. 5:5-6).

3.1.3 - La firmeza

Esta cualidad es citada tres veces en nuestros pasajes: «Firmes en la fe… Mas el Dios de toda gracia… os… afirme, fortalezca… Guardaos, no sea que arrastrados por el error de los inicuos, caigáis de vuestra firmeza» (1 Pe. 5:9-10; 2 Pe. 3:17). Para hacer frente a la lucha, el creyente debe estar firmemente cimentado en la fe, es decir en la verdad. Vemos, por las enseñanzas del apóstol Pablo a Timoteo, que uno puede desviarse de la fe (1 Tim. 1:5-6; 6:21); desviarse de la verdad (2 Tim. 2:18), y también extraviarse (1 Tim. 6:10), lo que lleva a naufragar en cuanto a la fe (1 Tim. 1:19), a negarla (5:8), a quebrantarla (5:12); en los últimos días, los pretendidos cristianos apostatarán de la fe y serán así reprobados en cuanto a ella (1 Tim. 4:1; 2 Tim. 3:8).

En contraste con esta evolución del mal, al creyente se le exhorta a mantener la fe (1 Tim. 1:19), a guardarla (2 Tim. 4:7), a seguirla (1 Tim. 6:11; 2 Tim. 2:22), a ser ejemplo en fe (1 Tim. 4:12), a pelear la buena batalla de la fe (1 Tim. 6:12), de manera a ganar para sí mucha confianza en la fe que es en Cristo Jesús (3:13).

¿Cómo podemos esperar vencer en la lucha sin que nuestros corazones estén firmemente apegados a la verdad? Si falta esto, uno se dejará muy pronto «arrastrar por el error de los inicuos» (2 Pe. 3:17).

3.1.4 - La piedad

Es preciso que el creyente mantenga una comunión constante con el Señor, perseverando en la oración, alimentándose con la Palabra, sirviéndole con celo y devoción, depositando toda su confianza en él para las circunstancias del camino, y siendo diligente en hacer lo que le agrada. Un corazón que se mantiene constantemente cerca de la fuente de su felicidad experimentará que su Señor está con él en medio de la tentación. Alguien dijo: Aunque la tormenta y la tempestad hagan temblar a veces la aguja de la brújula, sin embargo, ella siempre permanece orientada hacia el norte.

Igualmente, el corazón de aquel que vive constantemente cerca del Señor, que lo ama y goza de su amor, siempre se vuelve a él para mantenerse firme en medio de las pruebas y las dificultades.

Sin embargo, mantener la piedad requiere energía y constancia. Por eso, el apóstol le decía a Timoteo: «Ejercítate para la piedad» (1 Tim. 4:7). Igualmente, tenemos la exclamación del apóstol Pedro: «¡Cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir…!» (2 Pe. 3:11).

3.1.5 - La espera de la venida del Señor

El pensamiento de que el Señor va a regresar pronto, la esperanza viva de su venida, es muy apropiado para hacernos progresar en la santificación, haciendo que nuestros corazones se aferren al Señor y se desvíen de las cosas visibles. Si vivimos en la esperanza constante de la aparición de Cristo, no tendremos dificultad para estar separados de lo que será juzgado y destruido cuando venga.

La institución del jubileo nos proporciona una enseñanza instructiva a este respecto. Cada 50 años, las tierras vendidas volvían a sus propietarios anteriores. Por eso, el precio se fijaba en proporción de los años que faltaban hasta el jubileo; se evaluaban las cosechas posibles hasta el jubileo; cuanto más cerca estaba el jubileo, tanto más se disminuía el precio del campo (Lev. 25:8-16). ¡Que la proximidad del regreso del Señor haga, pues, que nuestros corazones pierdan el atractivo por las cosas de la tierra! Y que, conforme a la exhortación del apóstol Pedro, esperemos por completo en la gracia que se nos traerá cuando Jesucristo sea manifestado (1 Pe. 1:13). Cuanto más esperemos al Señor de una manera viva y real, tanto más estaremos liberados de la influencia de las vanidades terrestres.

¡Velemos por el estado de nuestros corazones a este respecto! El siervo malo dijo en su corazón: Mi señor tarda en venir. Este olvido del regreso del Señor produce un doble efecto: desprecio y hostilidad hacia los demás (comienza a golpear a sus consiervos), y sometimiento a las concupiscencias carnales (come y bebe con los borrachos) (Mat. 24:48-51). Eso hace resaltar la importancia de la espera del Señor para procurar la santidad. «Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Juan 3:3). El apóstol Pedro hasta declara que podemos, por nuestra santa y piadosa manera de vivir, «apresurar el advenimiento del día de Dios» (2 Pe. 3:12, VM).

3.1.6 - La actitud respecto al mal

En 1 Pedro 1:15-16 leímos: «Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo». El creyente que desea glorificar al Señor y superar todas las trampas del enemigo, tiene pues que mantenerse alejado de «toda especie de mal». «Aborreced lo malo, seguid lo bueno» (1 Tes. 5:22; Rom. 12:9). Ante todo, es importante evitar todo tipo de circunstancias en las cuales uno esté expuesto a tentaciones, ya sea respecto de compañías, de distracciones o de determinadas lecturas.

También es preciso abstenerse de todas las cosas que nos alejen de Dios. La exhortación del apóstol Pedro ya citada pone la mira en esto: «Procurad con diligencia ser hallados por él sin mancha e irreprensibles, en paz» (2 Pe. 3:14).

3.2 - Nuestros enemigos

Los mencionados en los pasajes que llaman nuestra atención forman parte de nuestros adversarios de cada día. Hacemos bien en estar atentos a ellos, porque si nos descuidamos, estaremos sin fuerza en el día de la tentación y de la lucha.

3.2.1 - La voluntad propia

Se la llama también el «yo». Es la manifestación de la voluntad de la carne que desea dominar, dirigir, desempeñar un papel que le dé importancia y que protesta cuando no lo logra. Mientras el «yo» mande en nosotros, no habremos aceptado plenamente la posición en que Dios nos ha colocado como «muertos con Cristo». «No hay mayor liberación que haber terminado consigo mismo, de manera que uno ya no tiene importancia a sus propios ojos. Entonces se puede estar feliz frente a Dios» (J. N. Darby). Para Pablo, este «yo» culpable y tiránico era considerado como borrado de la lista de los vivos. «Ya no vivo yo» (Gál. 2:20). Todo lo que no era de Cristo, era del «yo» y no podía considerarse como vivo. Dios no nos pide que mejoremos el «yo»; nos dice que ha muerto. ¿Estamos dispuestos a aceptar esta declaración por la fe? Es un gran privilegio saber que, para Dios y para la fe, Cristo puso fin por la cruz a este «yo» tan vanidoso y detestable.

Pero la obra de Cristo no solo tuvo el efecto de poner al «yo» de lado; lo reemplaza en nosotros por otra cabeza: Cristo. Por eso, el apóstol añade: «Mas vive Cristo en mí». Cristo resucitado es la vida de todo aquel que cree, de manera que el cristiano vive en Cristo y por Cristo, delante de Dios. El poder de esta vida es el Espíritu Santo que está en el creyente (1 Cor. 6:19); constituye el vínculo que lo une vitalmente a Cristo y manifiesta la vida de Cristo en él. El gran asunto para nosotros es aceptar estas declaraciones divinas por la fe. Entonces el «yo» estará realmente destronado, muerto y sepultado.

3.2.2 - Los deseos que antes teníamos

«No os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia» (1 Pe. 1:14). Esto se refiere a personas que antes habían vivido en el mundo, ignorando al Señor y sus pensamientos (1 Pe. 4:2). Aquellos que tuvieron el privilegio de nacer y ser educados en una familia cristiana fueron preservados de muchas concupiscencias. Por tanto, se produce en ellos un cambio más bien interior que exterior. Todos somos exhortados a no conformarnos a este siglo, sino a transformarnos porque nuestro entendimiento ha sido renovado (Rom. 12:2). No olvidemos nunca que «nuestro Señor Jesucristo… se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre» (Gál. 1:4). Por esta razón hemos de renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos y vivir en este siglo sobria, justa y piadosamente (Tito 2:12). Al mundo este comportamiento le puede parecer cosa extraña (1 Pe. 4:4), y algunas veces se tienen que soportar burlas y oprobios.

3.2.3 - El sueño espiritual

Si somos exhortados a velar, es porque siempre estamos expuestos al peligro de dejarnos vencer por el sueño espiritual. «Un poco de sueño, un poco de dormitar, y cruzar por un poco las manos para reposo; así vendrá tu necesidad como caminante, y tu pobreza como hombre armado» (Prov. 6:10-11; 24:33-34). Uno no tiene la intención de dormir, sino que solo desea descansar un poco. Alguna mañana renunciará a levantarse bien temprano para pasar unos momentos de recogimiento con el Señor. «¿Será tan grave, por una vez?». Una noche, no se tienen ganas de asistir a la reunión, y uno se queda en casa. Se deja llevar por un poco de mundanalidad. Y así sucesivamente, hasta el momento en que se cae en un sueño espiritual profundo con sus primeras consecuencias –la pobreza, la necesidad– las cuales, en el día de la lucha, conducirán inevitablemente a la derrota, a la vergüenza, y tal vez a las lágrimas.

3.2.4 - El desaliento

El apóstol Pedro nos exhorta a que no «caigamos de nuestra firmeza» (2 Pe. 3:17). El creyente puede atravesar períodos de desaliento, ya sea en su servicio o como consecuencia de una prueba personal. Por eso Pablo animaba a Timoteo a avivar el fuego del don de Dios que estaba en él (2 Tim. 1:6). El Señor es el mismo tanto en los días de gozo como en los de sufrimiento. El apóstol Pablo, que pasó por tantas pruebas, había aprendido a estar contento en su corazón (es decir, no se trataba solamente de una actitud exterior), cualquiera que fuera su situación (Fil. 4:11). Si estamos desalentados, examinemos las razones de nuestro desaliento y descarguemos nuestras penas a los pies de Aquel que conoció las mismas pruebas y que se compadece de nuestras debilidades (Hebr. 2:18; 4:15), y haremos así la experiencia de Pablo, quien, a pesar de haber sido desamparado por todos, no estaba desesperado, sino que decía: «El Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas» (2 Tim. 4:17; véase también 2 Cor. 4:8-9).

De esta manera, no seremos como aquellos de quienes la Palabra dice: «Si desfallecieres en el día de adversidad, escasa es tu fuerza» (Prov. 24:10, VM).

3.2.5 - La serpiente y el león

Satanás recurre a dos formas de acción, una simbolizada por la serpiente, la otra por el «león rugiente» (1 Pe. 5:8). Bajo la primera forma, usa la astucia, la mentira; «se disfraza como ángel de luz» (2 Cor. 11:14) para sembrar el error. Es el engañador que se esfuerza por corromper los pensamientos aun de los creyentes. En vez de aceptar con sencillez y con fe la revelación, se le agrega o se le quita algo, se la mezcla con las propias opiniones. Y, poco a poco, los sentidos se extravían de la sincera fidelidad a Cristo (2 Cor. 11:3). El joven creyente, particularmente el que está estudiando, debe permanecer en guardia para no dejarse llevar por «el error de los inicuos» (2 Pe. 3:17).

Cuando se manifiesta como león rugiente, el diablo recurre a la violencia, a la persecución, al homicidio. Aun cuando ya hace tiempo que en nuestras regiones no lo conozcamos bajo este carácter, permanezcamos sin embargo vigilantes.

3.3 - Nuestros recursos

3.3.1 - La gracia de Dios

El apóstol Pedro la había experimentado personalmente, ya que había sido plenamente restaurado por esta gracia, después de haber negado al Señor Jesús. Por eso pudo «testificar que esta es la verdadera gracia de Dios, en la cual estamos» (1 Pe. 5:12). «El Dios de toda gracia» afirmará a los suyos y los fortalecerá (v. 10). «Esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús» escribió Pablo a Timoteo (2 Tim. 2:1). Este es el principal recurso del creyente.

La gracia de Dios no tiene por objeto sustraernos de las tentaciones, sino hacernos triunfar sobre ellas. Dios nos promete dos cosas a este respecto:

1) No nos dejará ser tentados más de lo que podamos resistir.

2) Dará también juntamente con la tentación la salida, para que podamos soportar (1 Cor. 10:13). Mientras mayor sea nuestra debilidad, más se manifestará su poder.

Abstengámonos de buscar en nosotros mismos fuerza y sabiduría; entreguémonos más bien enteramente a la gracia divina que nos ha perdonado, la que nos fortalece y nos enseña. «Poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra» (2 Cor. 9:8). «No hay ninguna posición en que pueda encontrarse un creyente, y en la cual no pueda buscar la presencia de Dios para ser socorrido» (J. N. Darby).

3.3.2 - La Palabra de Dios

Entre los recursos que Dios, en su gracia, pone a nuestra disposición para permitirnos enfrentar como vencedores el combate de la fe, la Palabra que vive y permanece para siempre es ciertamente uno de los más eficaces. Las exhortaciones de la Palabra forman parte de los cuidados de Dios en vista de limpiarnos de toda contaminación de carne y de espíritu (2 Cor. 7:1). La Palabra obra en nuestra conciencia por el poder del Espíritu Santo que produce en nosotros unos santos afectos y nos libra del dominio del pecado. Por eso, poco tiempo antes de dejar a los suyos, el Señor mismo pidió a Dios: «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad» (Juan 17:17).

3.3.3 - La oración

«Siendo aún muy oscuro» Jesús iba a un lugar desierto para orar (Marcos 1:35). Al final del día, en el monte, aún estaba orando (6:46). Cuántas veces repitió a los suyos: «Velad y orad».

Por haber dejado de hacerlo, Pedro «entró en tentación», mientras su Maestro, en la agonía de Getsemaní, «oraba más intensamente» (Lucas 22:44). Solo gracias a la oración de Jesús pudo estar plenamente restaurado para poder «confirmar a sus hermanos» (Lucas 22:32) y «apacentar la grey de Dios» (Juan 21:17; 1 Pe. 5:2).

Jesús nos dejó «ejemplo, para que sigamos sus pisadas» (1 Pe. 2:21).

3.3.4 - La comunión fraternal

El afecto fraternal es un recurso muy precioso para la confirmación del creyente. En efecto, qué aliento se halla en la exhortación mutua, tanto colectiva como individual, en la amistad que une en Cristo a jóvenes creyentes que pueden orar juntos, intercambiar sus experiencias, sus problemas; ponerse de acuerdo, por ejemplo, para leer cada uno el mismo libro de la Palabra y luego intercambiar pensamientos por correspondencia o en ocasión de un encuentro; combatir juntos, aun lejos los unos de los otros, por medio de una intercesión consciente de las necesidades personales. No podemos insistir lo suficiente en el valor de la comunión fraternal en la vida práctica, en relación con la santificación.

«Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro» (1 Pe. 1:22).

3.3.5 - La esperanza de la liberación

El creyente experimenta una preparación interior aquí abajo en vista del momento glorioso en que será introducido en la presencia del Señor. En la medida en que esperamos realmente su regreso, el Espíritu Santo desvía nuestras miradas de las demás cosas y las fija en Cristo. Somos llamados a purificarnos en vista de su próxima venida. «Esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado» (1 Pe. 1:13). «Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 Pe. 3:13). La meta suprema de nuestra salvación es la gloria del Señor. Esta gloria brillará con todo su esplendor «cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron» (2 Tes. 1:10). Esta esperanza gloriosa, de la cual la fe echa mano, es un poderoso recurso en el camino de la santificación: «Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Juan 3:3).

3.3.6 - El apego al Señor

La última exhortación del apóstol Pedro es que crezcamos en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2 Pe. 3:18). La santidad tiene su modelo en Cristo. ¡Que conozcamos pues mejor al Señor y nos asemejemos siempre más a Él! La esencia de la santidad en nosotros, reiteramos, es la vida nueva que hemos recibido de Cristo resucitado, con el Espíritu Santo que nos ha unido a él, de la misma manera que el pámpano unido a la vid constituye una sola planta con ella y vive de su vida. Esta vida de Cristo es en nosotros lo que él mismo es: invulnerable al poder del mal. «Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios» (1 Juan 3:9). Cristo, quien es ahora nuestra vida, es el modelo, la fuente y la fuerza de la santificación en nosotros.

La santificación práctica resulta del apego del corazón al Señor. Este apego se traduce por una vida de comunión diaria con él y de consagración a su servicio. Pero el Señor no fuerza a nadie y espera que le abramos la puerta de nuestro corazón. Entonces entrará en nuestra vida, se encargará de ella y será su Amo. «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20).

4 - La lucha

(Efe. 6:12; Sant. 1:2-4, 12-15)

La Palabra de Dios declara que «no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes» (Efe. 6:12). O sea que nuestros adversarios son Satanás y sus agentes visibles e invisibles. En esta lucha, la fe cuenta con el Vencedor, con el Amigo todopoderoso con el cual podemos contar en todo tiempo. Él es quien pelea nuestras batallas (2 Crón. 32:8) y quien obtiene todas las victorias.

4.1 - Los propósitos de Satanás

Satanás intenta lograr tres objetivos:

  • Privar al creyente del gozo de su posición en Cristo y de todas las bendiciones relacionadas con ella. Es lo que representaban simbólicamente los enemigos que ocupaban el país de Canaán y a los cuales Israel tenía que vencer para poder entrar allí y gozar de él.
  • Turbar al creyente mediante todo tipo de artimañas para desviar, en lo posible, su corazón del Señor Jesús. Un corazón cuyo objeto no es más el Señor Jesús, está listo para sucumbir.
  • Llevar al creyente a que peque y, de esta manera, a deshonrar al Señor. El creyente, una vez privado del gozo de la comunión con su Señor, pierde todo gozo y todo poder porque el Espíritu Santo está contristado en él.

4.2 - Las armas de Satanás

El enemigo –considerado bajo su carácter de serpiente y no de león rugiente– utiliza dos armas distintas: los deseos de la carne y los deseos mundanos.

4.2.1 - Los deseos de la carne

La carne, que es la naturaleza caída heredada de Adán [8], también llamada el viejo hombre o el pecado, tiene «deseos». Son los del viejo hombre. Si estos deseos se satisfacen, producen «las obras de la carne» [9] que son pecados, sin ninguna excepción. Por eso el Señor ponía en guardia a sus discípulos: «Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida» (Lucas 21:34).

(8) Efesios 4:22: «El viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos». Romanos 7:8: «El pecado… produjo en mí toda codicia».

(9) Descritas también en Gálatas 5:19-21 y en Colosenses 3:5-7.

4.2.2 - Los deseos mundanos

El mundo es el dominio de Satanás, su príncipe (Juan 14:30). Es un sistema amplio, organizado para la satisfacción de los deseos humanos, y que desecha a Dios completamente, aun en sus manifestaciones religiosas. «Todo lo que hay en el mundo… no proviene del Padre» (1 Juan 2:16). Son los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida. Existe un paralelismo entre estas tres cosas, por una parte, y los tres elementos de la tentación de Eva, por otra (Génesis 3:6). Ella vio que el fruto era:

  • bueno para comer (deseos de la carne, o sea los malos deseos que llevan a la satisfacción de los sentidos, ya sea que se trate de placeres refinados o groseros);
  • agradable a los ojos (los deseos de los ojos: la excitación de los malos deseos por lo que se ve);
  • codiciable para alcanzar la sabiduría (la vanagloria de la vida: el deseo del hombre de hacerse «igual a Dios», de elevarse por encima de los demás, la vanidad, el espíritu de dominación).

Frente a ciertas decisiones, se le requiere al creyente discernir qué es un deseo malo y qué un deseo legítimo. Fuimos llamados a libertad; sin embargo, hemos de vigilar que no usemos «la libertad como ocasión para la carne» (Gál. 5:13). La libertad a la cual fuimos llamados es la libertad de servir y glorificar a Dios. Por otra parte, si bien todo es lícito, no todo conviene ni tampoco edifica (1 Cor. 10:23). Durante toda su vida, pues, el creyente está llamado a escoger (Deut. 30:19-20). Si tiene discernimiento espiritual y teme a Dios, no tendrá dificultad en conocer la voluntad de Dios, pues «la comunión íntima de Jehová es con los que le temen» (Sal. 25:14). El apóstol Pablo no cesaba de pedir a Dios que los colosenses fuesen «llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual» para que anduviesen «como es digno del Señor, agradándole en todo» (Col. 1:9-10). Esta sabiduría y esta inteligencia son de origen espiritual. Cuanto más cerca de Dios vivamos, tanto mejor conoceremos su voluntad. Pero cuando prevalece la voluntad propia o la ignorancia, entonces faltará la luz.

Cuando tenemos que tomar una decisión, haremos bien en preguntarnos lo siguiente:

4.2.3 - ¿Qué dice la Palabra?

«Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15), dice el Señor Jesús. El creyente se abstiene sin dudar de todo lo que la Palabra prohíbe expresamente (véase por ejemplo Efe. 5:3…). Donde no hay una prohibición expresa, tiene que preguntarse:

4.2.4 - ¿Es esto para la gloria de Dios? ¿Le agradará al Señor?

En efecto, la Palabra nos dice: «Si, pues, coméis o bebéis (o sea, en las cosas más comunes de la existencia), o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios» (1 Cor. 10:31). Por otro lado, nos exhorta en muchos otros pasajes a buscar cómo agradar al Señor en todo, a comprobar (averiguar) lo que le agrada (Col. 1:10; Efe. 5:10; 2 Cor. 5:9). En fin, el Señor quiere ser nuestro Ejemplo en todo. «El discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro» (Lucas 6:40). De esta manera «también la vida de Jesús se manifestará en nuestros cuerpos» (2 Cor. 4:10).

4.2.5 - ¿Será provechoso para el nuevo hombre o para la carne?

Es fácil contestar a esta pregunta, pues se discernirá sin dificultad alguna si lo que uno se propone hacer es del «añejo» o del «nuevo» (Lucas 5:39), si constituye un alimento para la carne (Rom. 13:14) o para el nuevo hombre.

4.2.6 - ¿Estoy libre en cuanto a la conciencia de mi hermano?

Este es un criterio que se descuida demasiado fácilmente, por egoísmo: por el hecho de tener plena libertad para hacer tal o cual cosa, no nos importa si herimos la conciencia de nuestro hermano o si siquiera somos un motivo de tropiezo para él.

Y, sin embargo, cada uno de nosotros es exhortado a «no poner tropiezo a mi hermano» (1 Cor. 8:13). «Ninguno busque su propio bien, sino el del otro» y respete «la conciencia… del otro» (1 Cor. 10:24, 29). Nunca olvidemos este principio fundamental: «Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación» (Rom. 15:2).

4.3 - Nuestras armas

En su lucha contra las «huestes espirituales de maldad en las regiones celestes» (Efe. 6:12), el creyente no tiene que perder de vista el hecho capital que tiene que ver con enemigos vencidos. «Hijitos, vosotros sois de Dios, y los habéis vencido; porque mayor es el que está en vosotros, que el que está en el mundo» (1 Juan 4:4). «El que está en vosotros» es Cristo en el poder del Espíritu, Cristo, el gran Vencedor de Satanás. Lo destruyó (Hebr. 2:14), lo despojó (Col. 2:15) (de sus armas), lo llevó cautivo (Efe. 4:8). Dios pronto lo aplastará completamente, con la participación de los santos: «El Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies» (Rom. 16:20).

El creyente, pues, no tiene ningún motivo para entregarse al derrotismo y atribuir a Satanás un poder desmedido. No solo está del lado del Vencedor, sino que tiene aún la promesa de que en Cristo puede ser más que vencedor: «En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó» (Rom. 8:37). Este último pasaje hace resaltar la condición primordial de la victoria, a la cual ya aludimos al principio de este capítulo: para ser victorioso, el creyente tiene que permanecer en Cristo y no apoyarse en sus propias fuerzas. Entonces, tendrá la misma experiencia que el apóstol Pablo: «Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor. 12:10). Débil en sí mismo, fuerte en cuanto a Cristo. «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Fil. 4:13).

Para enfrentar al enemigo, es indispensable vestir las armas que Dios pone a nuestra disposición, «armas… no… carnales, sino poderosas en Dios» (2 Cor. 10:4). Hay tres clases de armas:

4.3.1 - Las armas de la luz

La Palabra nos invita a desechar las obras de las tinieblas y a vestir las armas de la luz (Rom. 13:11-14), a ser «hijos del día» (1 Tes. 5:5), a andar como hijos de luz, puesto que somos luz en el Señor (Efe. 5:8). En efecto, el cristiano es llamado a permanecer aquí abajo en la santa presencia de Dios, en la luz.

Fue engendrado por Dios, quien es luz, para ser un «hijo de luz», de manera que todo lo que no es compatible con la luz de la presencia de Dios tiene que ser juzgado como manifestación de la carne. Aquel que permanece en esta luz discierne en seguida todo lo que no está de acuerdo con ella y no tarda en confesarlo. «Porque la luz es lo que manifiesta todo» (Efe. 5:13).

Cuando nuestro estado espiritual es bueno, no tenemos ningún temor de esta luz, porque ¿qué motivo tendríamos de ocultar algo a Dios? Al contrario, nos agrada mantenernos en su luz para que penetre en los recovecos más secretos de nuestro ser interior y manifieste todo lo que pueda ser un «camino de perversidad» (Sal. 139:23-24). La luz es la armadura de nuestra alma y, al revestirnos de ella, seremos preservados de la perniciosa influencia de las tinieblas que nos rodean; veremos las cosas como Dios las ve; las apreciaremos en su verdadero valor. ¿Qué tendrá aún valor, de todas las actividades que realizamos aquí abajo, cuando todo salga a luz ante el tribunal de Cristo?

4.3.2 - La coraza de fe y de amor, el yelmo de la esperanza de salvación (1 Tes. 5:8)

El creyente debe fijar su mirada en Cristo, el objeto de la fe. El amor permite que este objeto more en el corazón, el cual, al estar lleno de él, es guardado de las vanidades del mundo, por las cuales el enemigo se esfuerza en apartarlo del Señor. El yelmo de la esperanza de salvación está destinado a proteger nuestros pensamientos, de manera que, ocupados en las cosas invisibles y eternas, no se desvíen de la esperanza viva del Señor.

4.3.3 - Toda la armadura de Dios (Efe. 6:10-20)

Esta armadura está compuesta de siete piezas: el cinturón de la verdad, la coraza de justicia, las sandalias que se calzan a fin de estar preparados para anunciar el Evangelio de la paz, el escudo de la fe con el cual podemos apagar todos los dardos de fuego del maligno, el yelmo de la salvación, la espada del Espíritu (la Palabra de Dios) y la oración. Esta armadura es necesaria para librar victoriosamente la lucha contra las huestes de maldad que procuran privar al creyente del gozo de su herencia celestial.

4.4 - Ejemplos de hombres que libraron la lucha [10]

[10] Aparte del caso de José, la lucha que libran los hombres cuyo ejemplo se relata aquí, no concierne a la santificación. Esto también es válido para los ejemplos de victorias citadas en el capítulo 6 de este artículo. Sin embargo, permiten extraer algunas enseñanzas generales que también se aplican a la lucha contra el pecado. Por eso, su meditación será de provecho para todo creyente deseoso de «seguir la santidad».

4.4.1 - José (Gén. 39:7-12)

José rehúsa (v. 8, V.M.), teme a Dios (v. 9), no escucha a la tentadora (v. 10), huye (v. 12). La victoria consiste a menudo en un categórico y definitivo «no», cueste lo que costare.

4.4.2 - Moisés (Éx. 17:8-16)

El pueblo, redimido de la muerte por la sangre del cordero pascual, es, en figura, librado de la servidumbre de Egipto por el cruce del mar Rojo. Entonces, se abre paso por el desierto y encuentra un temible enemigo, Amalec, que es una imagen de la carne, y el creyente descubre su peligroso poder después de su conversión. El pueblo emprende la lucha y Moisés sube la cumbre del collado para combatir con él por medio de la intercesión. Este combate de Moisés nos enseña cuatro lecciones:

1) Moisés recurre al poder divino, simbolizado por la vara de Dios (v. 9).

2) Recurre a la comunión: sube junto con Aarón y Hur (v. 10). Luchar juntos es un recurso precioso para la fe. «Combatiendo unánimes por la fe del evangelio, y en nada intimidados por los que se oponen» (Fil. 1:27). No nos olvidemos de prestar nuestra ayuda (ya sea mediante oraciones, o dando ánimo directamente) a los que luchan: «Decid a los de corazón apocado: Esforzaos, no temáis» (Is. 35:4). Cuán benéfico es el ministerio de los que saben «levantar las manos caídas y las rodillas paralizadas» (Hebr. 12:12-13).

3) Por la intercesión, Moisés se asocia a la lucha de Israel (v. 11). No luchamos solos; Cristo intercede por nosotros (Rom. 8:34; Hebr. 7:25). «Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados» (Hebr. 2:18).

4) Permanece firme (v. 12) «hasta que se puso el sol». No nos desanimemos porque la lucha sea larga, antes bien seamos «fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para toda paciencia y longanimidad; con gozo» (Col. 1:11-12).

4.4.3 - Israel

La historia de Israel, a menudo caracterizada por la guerra, contiene numerosas enseñanzas para nosotros.

En los días de Débora, la idolatría había progresado de tal manera que Israel ya no pensaba en prepararse para la lucha. «Cuando escogían nuevos dioses, la guerra estaba a las puertas; ¿Se veía escudo o lanza entre cuarenta mil en Israel?» (Jueces 5:8).

Algunos que habrían podido combatir se habían quedado del otro lado del Jordán, perdiendo todo vínculo con sus hermanos, mientras que otros permanecieron indiferentes frente a la condición miserable del pueblo: «Galaad se quedó al otro lado del Jordán; y Dan, ¿por qué se estuvo junto a las naves? Se mantuvo Aser a la ribera del mar, y se quedó en sus puertos» (Jueces 5:17). ¡Cuántas veces nos caracteriza esta indiferencia para con nuestros hermanos que están en la lucha!: egoísmo, falta de comunión y de afecto fraternal. Imitemos el ejemplo de los fieles Zabulón y Neftalí: «El pueblo de Zabulón expuso su vida a la muerte, y Neftalí en las alturas del campo» (Jueces 5:18).

Al principio del reino de Saúl, la ruina del pueblo era tal que hasta la voluntad de defenderse había desaparecido. El enemigo había causado tan astuto enredo que ya no había herreros en todo el país de Israel. «Porque los filisteos habían dicho: Para que los hebreos no hagan espada o lanza… Así aconteció que en el día de la batalla no se halló espada ni lanza en mano de ninguno del pueblo» (1 Sam. 13:19, 22). Es la astucia suprema de Satanás: Llevarnos a abandonar nuestra armadura para tenernos a su merced.

También puede suceder que, a pesar de estar bien armados, los que combaten vuelvan la espalda en el día de la batalla y huyan: «Los hijos de Efraín, arqueros armados, volvieron las espaldas en el día de la batalla» (Sal. 78:9). La Palabra nos exhorta a estar firmes antes, durante y después del combate (Efe. 6:11, 13, 14).

5 - Caída y restauración

(2 Sam. 11:27; 12:1-9, 13-23; Sal. 51)

5.1 - Causas y origen de una caída

Las causas más frecuentes son las siguientes:

5.1.1 - Falta de vigilancia y de firmeza

Entre las condiciones morales necesarias para la preparación del creyente para la lucha, revisten primordial importancia la vigilancia, la firmeza y la sobriedad. Si faltan, el enemigo nos sorprenderá con alguna tentación que no discernimos, por falta de vigilancia. Tengamos cuidado, pues, con las circunstancias en que nos hallamos o en las que nos involucramos deliberadamente. Natán, en su parábola (2 Sam. 12:1-6), habla de un caminante: surge un acontecimiento inesperado, se presenta una oportunidad. Los Proverbios nos hablan del joven ocioso que pasaba por la calle, a la tarde del día, y que entró en casa de una mujer de mala vida (Prov. 7:6 y siguientes). Una mirada de concupiscencia, y el corazón se ve atraído; luego, los pies siguen al corazón. Por eso el Señor Jesús nos exhorta a «sacar» nuestro ojo, y a «cortar» nuestra mano o nuestro pie si son ocasión de caer (Mat. 5:29-30; 18:8-9; Marcos 9:43-48): el ojo por el cual la tentación entró en el corazón, la mano que comete el acto malo, el pie que nos lleva a un lugar adonde el Señor no puede acompañarnos.

5.1.2 - La pereza y el sueño espirituales

Estos son los mismos caracteres, pero más acentuados: el mal interior es más grave. David, en vez de encabezar su ejército cuando salió en campaña, «se quedó en Jerusalén» (2 Sam. 11:1). Y estaba ocioso. «Y sucedió un día, al caer la tarde, que se levantó David de su lecho» (v. 2). Esto es una trampa a la cual Satanás recurre bastante a menudo: darnos el deseo de no hacer nada. Huyamos, pues, de la ociosidad, especialmente al final del día, sobre todo si estamos solos, tal vez en una ciudad extranjera. El «lecho» fue para David –y a menudo lo es también para nosotros–, el punto de partida de la tentación, que trae la caída, la vergüenza, el castigo.

¡Velemos, pues! Si estamos activos para el Señor, seremos preservados de muchas tentaciones. Abstengámonos de la pereza y de la somnolencia. Varios pasajes describen el comportamiento del perezoso y las consecuencias de su pereza. Primero, en vez de hacer como la hormiga que prepara en verano su comida, el perezoso duerme en el tiempo de la siega (Prov. 6:6, 8; 10:5). Deberíamos aprovechar el tiempo para alimentarnos de la Palabra de Dios y acumular así comida durante el verano de la vida, para llenar una memoria aún joven de este «pan» que podría hallarse «después de muchos días» (Ecl. 11:1), para alimentarse uno mismo y compartirlo con otros; pero se teme el esfuerzo que implica semejante estudio y se «duerme en el tiempo de la siega».

Es cierto que uno lee la Biblia cada día y asiste a las reuniones, pero no se asimila lo que se oye. «Metió su mano en el plato», pero «ni aun a su boca se la llevó» (Prov. 19:24). Uno oye «una buena meditación», pero en seguida se la olvida. «El indolente ni aun asará lo que ha cazado; pero haber precioso del hombre es la diligencia» (Prov. 12:27).

De esta manera, ciertos cristianos llegan a contentarse con una vida espiritual «rebajada» y no hacen ningún progreso. «Como la puerta gira sobre sus quicios, así el perezoso se vuelve en su cama» (Prov. 26:14). Año tras año, se halla siempre en el mismo punto, como una puerta que, a pesar de sus múltiples rotaciones, no adelanta ni un centímetro. Y ¿qué diremos de los que tienen miedo de testificar de su fe y de aquellos cuya única preocupación es no asumir ningún compromiso con Cristo? En vez de «bajar a la calle», prefieren permanecer a buen resguardo, ya que «dice el perezoso: El león está en el camino; el león está en las calles» (Prov. 22:13; 26:13).

Desde siempre, el sueño espiritual ha sido la causa principal del debilitamiento del testimonio colectivo e individual, y el origen de muchas caídas en la vida de los creyentes. Escuchemos esta solemne exhortación: «Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo» (Efe. 5:14).

5.1.3 - El orgullo y la confianza en sí mismo

«¡Esto no me sucederá a mí!» Es lo que pensamos en nosotros mismos cuando oímos hablar de la caída de uno de nuestros hermanos. Pedro, lleno de confianza en sí mismo, afirma: «Aunque todos se escandalicen, yo no» (Marcos 14:29). Uno juzga severamente a los demás; hasta tiene la pretensión de enseñarles, y la Palabra nos dice: «Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo?» (Rom. 2:21). A veces, el Señor tiene que dejarnos seguir un camino de voluntad propia para que, por una dolorosa experiencia, aprendamos en qué desemboca. «Antes del quebrantamiento es la soberbia» (Prov. 16:18).

5.1.4 - Falta de comunión y de piedad

No le toma mucho tiempo a nuestro corazón dejarse dominar por las vanidades, por las cosas que se ven, pero que son temporales (2 Cor. 4:18). El diablo se sirve de todas las cosas para apartarnos del Señor, aun de las que se llaman legítimas: ocupaciones profesionales, afectos naturales, etc. Uno ya no emplea el tiempo para alimentar su alma con la Palabra de Dios y para cultivar la comunión por medio de la oración. Si el Señor no interviene en su gracia para despertarnos por el Espíritu, la carne gana ventaja. En David, con todas sus maquinaciones en contra de Urías, tenemos un ejemplo. El creyente carnal puede caer más bajo que un hombre del mundo. David se vuelve criminal sin que, aparentemente, su conciencia reaccione durante más o menos un año, hasta que Dios le dijera por la boca de Natán: «Tú eres aquel hombre» (2 Sam. 12:7).

5.1.5 - Las influencias

El creyente tiene que cuidarse de las influencias que el entorno ejerce sobre él y tal vez también sobre los que lo rodean. Así Abraham, temiendo el hambre, se fue a Egipto sin que Dios lo enviara allí. En ese país, miente por miedo a los egipcios y estos lo expulsan de allí. Pero de Egipto trae consigo a Agar, la sierva que, durante más de veinticinco años, será la causa de graves disturbios en su familia, hasta que se ve obligado a echarla fuera en condiciones poco honorables. Lot se acordaba de las llanuras de Egipto, que eran de riego y verdes. Cuando él y su tío tienen que separarse, Abraham lo invita a escoger, Lot alza sus ojos y ve toda la llanura del Jordán, que toda ella era de riego, como la tierra de Egipto, y escoge Sodoma. Esto lo lleva a su ruina espiritual y material (Gén. 12:9-20; 13:10-12). La influencia de Egipto había penetrado en la familia de Abraham.

Que los que tienen personas a su cargo, especialmente los padres de niños jóvenes, tengan cuidado de preservar a su familia de la atmósfera del mundo. Por otra parte, que cada uno de los esposos sea consciente de la influencia, buena o desfavorable, que ejerce sobre su cónyuge. Y finalmente, que los jóvenes creyentes tengan cuidado para que no se dejen arrastrar por amigos o compañeros mundanos.

5.2 - La restauración

David tenía aproximadamente cincuenta y cinco años cuando tuvo la terrible caída que acabamos de considerar. A lo largo de su vida, Dios le había colmado de numerosos favores, que Natán trae a su memoria (2 Sam. 12:7-8). Esto lo hacía aún más culpable de haber actuado como lo hizo. Y, sin embargo, Dios lo perdonó y restauró su alma. Tal es la gracia divina que, después de habernos salvado, nos acompaña a lo largo de nuestra carrera para enseñarnos, guardarnos de caídas y, si hemos caído, restaurarnos. Pero la restauración implica un profundo trabajo en el alma.

5.2.1 - La acción del Espíritu Santo

Toda caída interrumpe la comunión con el Señor y contrista al Espíritu Santo. El Espíritu, simbolizado aquí por Natán, trabaja en nosotros para despertarnos, convencernos de pecado y llevarnos a juzgarnos a nosotros mismos. Dios puede utilizar varios medios para convencernos de pecado: la Palabra, el ministerio de un hermano, la prueba, etc. David había perseverado mucho tiempo en el mal sin haberse dado cuenta, aparentemente, de que había ofendido a Dios gravemente por dos crímenes horribles. A la acción del Espíritu Santo se agrega también la intercesión de Cristo: «Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 2:1-2). No le pedimos nosotros que interceda a favor de nosotros; él lo hace por su propia cuenta a causa de su inmutable amor para con nosotros.

5.2.2 - Arrepentimiento y confesión

El arrepentimiento, según el sentido de la palabra griega «metanoia», denota un «cambio de mente o de espíritu». Es el juicio que uno emite sobre sí mismo y sobre sus hechos pasados, a la luz de Dios. El culpable reconoce en su corazón que ha actuado mal y lo declara abiertamente. Por eso el arrepentimiento y la confesión están íntimamente ligados y son igualmente indispensables para la restauración del alma. Sin ellos, la comunión con Dios no puede ser restablecida. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados» (1 Juan 1:9). Dios pide la confesión y no oraciones rituales, y mucho menos penitencias.

«Entonces dijo David a Natán: Pequé contra Jehová» (2 Sam. 12:13). Luego se dirige directamente a Dios: «Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos» (Sal. 51:4). El arrepentimiento se caracteriza por un sentimiento profundo, sincero, doloroso, de que, por nuestro pecado, hemos ofendido a Dios mismo y atentado contra su santidad y gloria. No debemos contentarnos con un sentimiento superficial de culpabilidad. «Posiblemente no haya nada que endurezca más el corazón que la costumbre de confesar el pecado sin sentirlo» (J. N. Darby). Semejante ligereza no nos caracterizará si recordamos que Dios tuvo que castigar a su Amado y abandonarlo en la cruz a causa de nuestros pecados. «En ti hay perdón, para que seas reverenciado» (Sal. 130:4).

En cuanto a la confesión, debe ser precisa y designar el pecado cometido por su nombre. También es importante examinar con cuidado, en la presencia de Dios, el origen de este pecado, a fin de que sean juzgados, no solo el fruto, sino también la raíz del mal, y que un trabajo profundo y duradero se produzca en el alma. Es preciso que estemos completamente de acuerdo con Dios sobre lo que está mal y que sintamos un santo horror al respecto. Cuando hayamos hecho un daño a alguien, también es necesario confesárselo (Mat. 5:24). También puede haber una confesión recíproca de los pecados (Sant. 5:16).

5.2.3 - Perdón y restauración

El creyente que se arrepiente y que confiesa su falta puede estar seguro de recibir el perdón inmediato y absoluto de Dios. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9). Por su perdón, Dios nos libera de nuestra culpabilidad; la purificación quita la mancha producida por el pecado. Dios es «justo» actuando así, porque la sangre de Cristo hizo propiciación por nosotros. «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado… él es la propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 1:7; 2:2). Ante todo, el sacrificio de Cristo hace que el perdón y la restauración sean posibles. En los sacrificios que se ofrecían por los pecados bajo el antiguo pacto, tenemos, en figura, este perdón que era concedido a aquel que, habiendo pecado, confesaba su falta y traía un sacrificio. Dios declara cada vez: «así hará el sacerdote expiación por él, y obtendrá perdón» (Lev. 4:20, 26, 31, 35; 5:6, 10, 13, 16, 18; 6:7). El perdón estaba asegurado tan pronto como el sacrificio había sido ofrecido. La restauración solo es posible si uno se da cuenta por la fe de que Cristo murió también por este pecado; Dios es justo para con Cristo para perdonar al culpable que se arrepiente y que pone toda su confianza en la obra de la cruz. Dios puede así perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad porque el valor de la expiación, de la eficacia de la sangre de Cristo y del poder de la intercesión de nuestro divino Abogado, es ilimitado.

David pudo experimentar este perdón inmediato de Dios: acabó de confesar su pecado, y Natán le declara: «También Jehová ha remitido tu pecado; no morirás» (2 Sam. 12:13). Dios había provisto de antemano para el perdón de David. Satanás hace todo tipo de esfuerzos para impedir que lleguemos a Dios y le confesemos nuestro pecado, porque quiere mantenernos en el estado de debilidad, esterilidad y tristeza que nos caracteriza mientras el pecado no es confesado. Sin embargo, como el esquiador que se levanta después de una caída y no se queda tirado en la nieve, no prestaremos oído a las sugerencias de Satanás: conociendo el corazón de Dios y los recursos de su gracia, iremos a él sin tardar y le confesaremos nuestro pecado en un espíritu de arrepentimiento y contrición. «Porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse» (Prov. 24:16).

La restauración del creyente que ha pecado puede efectuarse en varias etapas. En el caso de Pedro, lo primero que tuvo lugar fue la mirada que Jesús le dirigió en el pretorio, la que le provocó amargas lágrimas (Lucas 22:60-62). Luego, el Señor le apareció personalmente después de su resurrección, sin que las Escrituras nos revelen la conversación que tuvo con su discípulo (Lucas 24:34; 1 Cor. 15:5). Finalmente, Jesús efectuó una restauración completa, después de la cual pudo confiar una nueva misión a Pedro: «Apacienta mis corderos… Apacienta mis ovejas… Sígueme» (Juan 21:15-19). Igualmente, David, completamente restaurado, puede decir: «Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti» (Sal. 51:13). Una vez que la restauración es completa, la comunión es restablecida, el pecado perdonado, cubierto y olvidado.

Si tal es el caso a los ojos de Dios, debe ser lo mismo para el antiguo culpable. A veces dudamos del alcance de la gracia divina y de la perfección de la obra que efectúa en nosotros cuando nos restaura. Como el hijo pródigo, nos contentamos diciendo: «Hazme como a uno de tus jornaleros» (Lucas 15:19), ignorando que, en cuanto a nosotros, no tenemos más derecho al lugar de jornaleros que al de hijos, y que, por otra parte, semejante posición sería incompatible con la gracia de Dios. Aceptemos entonces con agradecimiento el perdón completo que Dios nos concede y la restauración completa y entera de la comunión con él.

5.2.4 - Los frutos de la humillación

«Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios» (Sal. 51:17). El perdón da la conciencia de la gracia de Dios y crea un espíritu humilde. Pedro pasó por esta experiencia. Por eso exhortaba a la humildad, «porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes» (1 Pe. 5:5). El gozo de la salvación y la comunión se volvieron a encontrar (Sal. 51:12). El Señor Jesús dijo a Pedro: «Si no te lavare, no tendrás parte conmigo» (Juan 13:8). Pero una vez que nuestros pies han sido lavados de la suciedad del camino, el alma goza de una «parte» bendita con el Señor. Aquel que pasó por esta experiencia redoblará su vigilancia, desconfiará de sí mismo, se mantendrá más cerca que nunca del Señor y pondrá toda su confianza en él. «Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor. 12:10).

5.2.5 - El gobierno de Dios

La historia de David pone en evidencia el gobierno de Dios respecto al pecado cometido por uno de sus hijos. Natán anunció a David cuál había de ser el castigo de Dios: «No se apartará jamás de tu casa la espada» y «el hijo que te ha nacido ciertamente morirá» (2 Sam. 12:10-12, 14). David se sometió a la voluntad de Dios (v. 16 y siguientes). Había dicho a Natán: «El que tal hizo es digno de muerte. Y debe pagar la cordera con cuatro tantos» (v. 5-6), pronunciando así un juicio en contra de sí mismo. De hecho, poco tiempo después lo vemos pagando «la cordera con cuatro tantos» (v. 6):

1) «Entonces David rogó a Dios por el niño; y ayunó David, y entró, y pasó la noche acostado en tierra» (2 Sam. 12:16).

2) En el momento del asesinato de Amnón por Absalón: «Entonces levantándose David, rasgó sus vestidos, y se echó en tierra» (13:31).

3) En el momento de la muerte de Absalón: «Entonces el rey se turbó, y subió a la sala de la puerta, y lloró; y yendo, decía así: ¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!» (18:33).

4) Al final de la vida del rey, Adonías, a quien «su padre nunca le había entristecido» (1 Reyes 1:6), quiso hacerse rey en el lugar de su padre, mientras este aún estaba reinando. Sin la intervención de Salomón, hubiera muerto en seguida; lo cual sucedió poco después de la muerte de David (1 Reyes 1:53; 2:25).

Estas conmovedoras palabras, ¿no nos recuerdan la solemne declaración de las Escrituras: «No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará» (Gál. 6:7)?

5.3 - Recaídas

Por falta de vigilancia, podemos, en efecto, dejarnos seducir de nuevo por la carne si olvidamos «llevar en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús» (2 Cor. 4:10). Para tomar nuevamente una imagen conocida, la carne debe ser tratada como un siervo infiel a quien se le debe retirar toda confianza. Lamentablemente, sucede a veces que, por descuido, se deja abierta la puerta de un escritorio y el siervo infiel en seguida se apodera del dinero que allí se encuentra. El creyente jamás debe perder de vista que la carne en él es una naturaleza corrompida y enemiga. Pero puede contar con la gracia de Dios, porque «poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra» (2 Cor. 9:8). Aquel que libró nuestras almas de la muerte, ¿no guardará nuestros pies de caída, para que andemos «delante de Dios en la luz de los que viven» (Sal. 56:13)? Más de un creyente puede proclamar por propia experiencia: «Tú has librado mi alma de la muerte, mis ojos de lágrimas, y mis pies de resbalar» (Sal. 116:8). ¡Sí, Dios es poderoso para guardarnos sin caída! (Judas 24).

Por cierto, la perfección, o sea nuestra semejanza a Cristo, solo se alcanzará en la gloria. El apóstol Pablo lo decía de si mismo: «No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo…» (Fil. 3:12). Vamos, pues, firmes y adelante, con los ojos fijos en Jesús, y depositando toda nuestra confianza en él. Él quiere hacer su morada en nosotros y, si la tentación golpea aún a la puerta de nuestro corazón, él es poderoso para guardarnos de ella.

6 - La victoria

(Sal. 17:5; Rom. 8:37; 14:4; 2 Cor. 12:9-10; Fil. 4:13)

6.1 - Las características de la victoria

1) Siempre es obtenida por Cristo mismo. «Sustenta mis pasos en tus caminos, para que mis pies no resbalen» (Sal. 17:5). «En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó» (Rom. 8:37). «Estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme» (14:4).

2) La victoria produce: gozo: «Porque has sido mi socorro, y así en la sombra de tus alas me regocijaré» (Sal. 63:7); agradecimiento y alabanza: «Pronto está mi corazón, oh Dios, mi corazón está dispuesto; cantaré, y trovaré salmos» (Sal. 57:7).

3) Nunca debe producir orgullo: «Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga» (1 Cor. 10:12).

4) La victoria no se logra de una vez para siempre, ya que el enemigo nunca se da por vencido, sino que siempre anda alrededor de nosotros, esperando el momento que le parezca propicio para lanzar un nuevo ataque (1 Pe. 5:8). Por eso el creyente, después de una victoria, debe redoblar la vigilancia y la firmeza para, una vez acabado todo, estar firme (Efe. 6:13).

En ningún lugar se nos dice que podemos deponer la armadura en algún momento. Gozaremos del reposo en el cielo; no hemos de buscarlo en la tierra. «Estad así firmes en el Señor, amados» (Fil. 4:1). Esta firmeza se demuestra por la constancia y la perseverancia en el combate, a pesar de todos los obstáculos y peligros. Por eso, necesitamos ser «fortalecidos con todo poder… para toda paciencia y longanimidad; con gozo» (Col. 1:11). Sabemos donde se halla esta fuerza: en el Señor. «Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza» (Efe. 6:10). «Pero fiel es el Señor, que os afirmará y guardará del mal» (2 Tes. 3:3).

Aquel que nos guardó de cometer un pecado en una ocasión, puede preservarnos en todo tiempo. «Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús» (2 Cor. 2:14).

5) El Señor promete una recompensa al vencedor. «Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman» (Sant. 1:12). «No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón; porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa» (Hebr. 10:35-36). También en Apocalipsis 2 y 3 hallamos varias recompensas prometidas al que venciere.

Sin embargo, la más bella recompensa del redimido será la glorificación de Cristo en su venida. «Aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe… sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo» (1 Pe. 1:6-7).

6.2 - Varios tipos de victoria

Hemos visto que nuestra lucha es contra Satanás y sus agentes (huestes espirituales de maldad) y que el enemigo se sirve de diversos medios para seducirnos. La Palabra menciona diversas victorias.

6.2.1 - La victoria sobre Satanás

«Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno» (1 Juan 2:14). ¿De dónde, pues, los «jóvenes» obtuvieron la fuerza que les permitió vencer al maligno? De la Palabra de Dios que permanecía en ellos. La eficacia de esta espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios, fue demostrada plenamente por el Señor Jesús mismo. Cuando fue tentado por el diablo en el desierto, no lo venció invocando su autoridad divina, como bien lo podía haber hecho. Pero, como Hombre perfecto y obediente, solo recurrió a la autoridad de la Palabra de Dios, oponiéndola a cada una de las tentaciones por las cuales Satanás se esforzaba en hacerle abandonar la posición de dependencia respecto de Dios. Imitemos este ejemplo y venceremos como él, diciendo con fe: «Escrito está».

Otra fuente de poder para vencer a Satanás se halla en la sangre del Cordero. «Nuestros hermanos… le han vencido por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos» (Apoc. 12:10-11). Cristo logró la victoria sobre Satanás en la cruz. «Para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (Hebr. 2:14). El creyente siempre puede apoyarse en esta victoria de Cristo, porque es suya, puesto que ha muerto y resucitado con Cristo. Triunfa en la cruz de Cristo, como él mismo triunfó sobre el poder de Satanás por la victoria en la cruz. La sangre del Cordero posee un poder inmutable, poder de «la sangre del pacto eterno» (13:20), la que despliega sus efectos tanto para la salvación de los pecadores como para el andar del creyente. «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7).

6.2.2 - La victoria sobre el error

En la cristiandad hay espíritus «que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne» (1 Juan 4:3). ¿Cómo distinguirlos y vencerlos? Por el poder del Espíritu Santo que nos «guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere» (Juan 16:13-14). «Hijitos, vosotros sois de Dios, y los habéis vencido (a los espíritus de error); porque mayor es el que está en vosotros (el Espíritu Santo), que el que está en el mundo» (1 Juan 4:4).

6.2.3 - La victoria sobre el mundo

El Señor Jesús mismo venció al mundo (Juan 16:33). ¿Cómo puede el cristiano, a su vez, lograr la victoria sobre este sistema diabólico? Por la fe. «Todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Juan 5:4-5). De esto, tenemos un ejemplo en Abraham. Cuando tuvo que separarse de Lot, no alzó sus ojos hacia Sodoma. Dios le había hecho promesas y su corazón estaba tan apegado a ellas por la fe que no pensaba en la llanura del Jordán. Sucede lo mismo con nosotros hoy en día: en la medida en que nuestros corazones estén apegados a las promesas de Dios por la fe, podremos vencer al mundo.

6.2.4 - La victoria sobre la adversidad

El apóstol Pablo enumera varias circunstancias o manifestaciones de poder que el creyente encuentra en su carrera, las cuales deberá vencer para que no lo separen del amor de Cristo ni del amor de Dios (Rom. 8:35-39). Estas circunstancias y poderes adversos, ¿podrán ser superados victoriosamente, o nos aplastarán hasta tal punto que ya no gozaremos de este amor? El apóstol Pablo dice: «Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó». Es más que una victoria; es el triunfo de la fe que se apoya enteramente en Jesús, el gran vencedor. La fe no busca cómo evitar la adversidad, sino que la afronta con la certidumbre de que todo lo puede en Aquel que lo fortalece (Fil. 4:13). Tal es el poder que permitió a innumerables mártires permanecer firmes y felices hasta la muerte [11].

[11] Tal fue el caso, al principio del siglo III, de una joven viuda que pertenecía a la nobleza cartaginesa, llamada Vibia Perpetua. Tenía 22 años y, a causa de su fe cristiana, fue condenada a ser arrojada a una vaca furiosa, en la arena. Al ir al suplicio entonó un salmo. Igualmente, Jerónimo de Praga, a quien quemaron en Constanza el 30 de mayo de 1416, fue a la hoguera «como a una fiesta alegre», tal como lo describe el futuro papa Pío II. De entre las llamas se pudo oír claramente que cantaba en latín el himno de Pascuas: «¡Oh, día de fiesta para el mundo digno de ser celebrado con perpetuo culto y veneración!». Se podrían relatar un gran número de otros hechos similares.

6.3 - Ejemplos de victoria

Es instructivo estudiar algunos ejemplos de hombres de Dios que triunfaron; este estudio hace resaltar ante todo cuáles son las condiciones morales de la victoria, condiciones válidas en todo tiempo.

6.3.1 - Gedeón (Lea Jueces 6:11-16; 7:1, 2, 7, 15-22; 8:28)

Gedeón se dio cuenta de la ruina de su pueblo (6:13), pero tuvo cuidado de poner a salvo el alimento necesario para sí mismo y los suyos (v. 11). Es importante alimentarse de la Palabra desde la juventud y almacenarla.

Gedeón manifestaba humildad y reconocía su debilidad (v. 15).

Conocía a Dios y tuvo la experiencia de su gracia, de su bondad. Le edificó un altar y lo llamó «Jehová-salom» (nota: Jehová es paz) (v. 24).

Obedeció a Dios y destruyó los ídolos de su padre, dando así testimonio de su fe (v. 25-32).

Fortalecido de esta manera, vino sobre él el Espíritu de Jehová y llamó al pueblo al combate (v. 34-35).

Su fe fue puesta a dura prueba: de los 32.000 hombres que se habían presentado para la batalla, Dios solo conservó 300 (¡menos de 1%!) (7:1-8). Allí también se manifestó la obediencia de Gedeón que prueba su fe en la promesa de Dios al despedir al resto del pueblo.

Todo debía ser de Dios. Antes de la batalla, fortaleció a Gedeón (v. 9-14). Un pan de cebada, figura de un Gedeón sin fuerza ni valor a los ojos de los hombres, aniquiló el campamento de Madián. Gedeón adoró (v. 15).

Trescientos hombres, cargando cántaros vacíos con teas ardiendo dentro, y trompetas, pero sin armas, permaneciendo cada uno en su puesto, quebraron sus cántaros, tocaron las trompetas y gritaron: «¡Por la espada de Jehová y de Gedeón!» (v. 20). Los enemigos se mataron unos a otros, la victoria fue completa; Dios solo la logró, utilizando un instrumento sin fuerza, pero obediente. La victoria de Gedeón es la victoria de la fe.

6.3.2 - Samuel (Lea 1 Sam. 7:1-14)

Samuel empezó por reunir al pueblo en Mizpa, donde ayunaron y confesaron sus pecados. Si toleramos el pecado en nuestro andar, no tendremos comunión con el Señor, ni poder para triunfar. La confesión debe ir acompañada de una verdadera humillación (Israel ayunó y derramó agua delante de Dios) (v. 5-6).

Samuel, en presencia del enemigo, ofreció un cordero en holocausto a Dios e intercedió por Israel. Él no tenía parte alguna en los pecados del pueblo. Así pudo acercarse a Dios e invocar su socorro. «Y Jehová le oyó» (v. 7-9). En esta circunstancia, Samuel es una hermosa figura del Señor: Jesucristo, el justo, es nuestro abogado para con el Padre, y la propiciación por nuestros pecados (1 Juan 2:1-2).

Dios intervino en persona y atemorizó a los filisteos. Samuel reconoció que la victoria era la consecuencia de esta intervención en gracia: alzó la piedra de Eben-Ezer y dijo: «Hasta aquí nos ayudó Jehová» (v. 10-12).

6.3.3 - David (Lea 1 Sam. 17)

La victoria de David sobre Goliat hizo resaltar dos hechos primordiales que condicionaron esta victoria:

• Su confianza absoluta en Dios: «Jehová, que me ha librado de las garras del león y de las garras del oso, él también me librará de la mano de este filisteo» (v. 37). Esta confianza inquebrantable en Dios caracterizó a David durante toda su vida y la expresó varias veces en sus Salmos. Es la primera condición para la victoria, pues sin la fe en el poder de Dios vamos al encuentro de la derrota. «Una vez habló Dios; dos veces he oído esto: que de Dios es el poder» (Sal. 62:11).

• David solo tenía en vista la gloria de Dios. Dijo a Goliat: «Yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado… y toda la tierra sabrá que hay Dios en Israel» (1 Sam. 17:45-46). ¡Ojalá tengamos siempre la gloria de Dios en vista, en el momento en el cual el enemigo se acerca para pelear con nosotros!

6.3.4 - Josafat (Lea 2 Crón. 20:1-30)

La victoria extraordinaria de Josafat –pero ¿no son extraordinarias todas las victorias de la fe?– hace resaltar unas lecciones muy instructivas para nosotros.

Primeramente, hallamos en Josafat, como también en los hombres de Dios ya mencionados, una absoluta confianza en Dios. Cuando le anunciaron que el enemigo se estaba acercando con una gran fuerza, no buscó un socorro humano (por ejemplo, haciendo un pacto con un rey extranjero), sino que «humilló su rostro para consultar a Jehová, e hizo pregonar ayuno a todo Judá» (v. 3-4).

Josafat sabía de qué manera hablar a Dios. Subió, como quien dice, hasta la fuente, recordándole a Dios su promesa a Abraham «tu amigo», y la manera cómo Dios había cumplido esta promesa, dando la tierra de Canaán a Israel para siempre (v. 7-11). ¡Qué reposo para el corazón del cristiano, comprometido en la lucha, poder hablar al Señor y recordarle sus promesas!

La confianza de Josafat se tradujo en una serenidad total, a diferencia de la incredulidad de la carne que se agita febrilmente y hace mil arreglos a fin de «conseguir las mayores ventajas para sí» (véase por ejemplo a Jacob en muchas circunstancias). «En nosotros no hay fuerza contra tan grande multitud que viene contra nosotros; no sabemos qué hacer, y a ti volvemos nuestros ojos» (v. 12). Dios contestó por boca de Jahaziel: «No es vuestra la guerra, sino de Dios… No habrá para qué peleéis vosotros en este caso; paraos, estad quietos, y ved la salvación de Jehová con vosotros» (v. 14-17). ¿Qué hizo Josafat? Adoró, con el pueblo entero, y dio gracias ¡por una victoria futura! Estableció cantores que proclamaban ante las tropas: «Glorificad a Jehová, porque su misericordia es para siempre» (v. 18-21). Josafat tenía una confianza tal en la Palabra de Dios que, para su fe, la victoria ya se había logrado. ¡Qué ejemplo es esta fe del corazón! La cual es «la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve» (Hebr. 11:1) Por ella, nos apoderamos de las promesas de Dios, estando «plenamente convencidos de que es también poderoso para hacer todo lo que ha prometido» (Rom. 4:21).

6.4 - Algunos consejos

Las enseñanzas de la Palabra expuestas en las páginas que preceden habrán permitido al lector recibir muchas exhortaciones. Sin embargo, queremos darle aún, como conclusión, algunos consejos concernientes a la santidad en la vida práctica.

6.4.1 - Nuestra identificación con Cristo

En primer lugar, recordemos que la santidad tiene por objeto volvernos cada vez más semejantes a Cristo, y transformarnos de gloria en gloria en la misma imagen. Esta identificación solo será perfecta cuando estemos en el cielo. Pero, mientras estemos en la tierra, se realiza en tres puntos:

Cristo ha muerto y el creyente ha muerto con él. Por consiguiente, tiene el inmenso privilegio de considerarse muerto cuando la carne quiere obrar, y esto por el poder del Espíritu Santo. Mantener la carne en la muerte, no solo es hacer caso omiso de sus deseos, sino también negarse a entablar una lucha con ella. «Cuando atendemos las demandas de la carne, o, incluso, si entramos en lucha con ella, reconocemos como vivo algo que deberíamos considerar muerto. No hacer caso de las pretensiones de la carne, constituye el verdadero combate, el que siempre logra la victoria» (J. N. Darby).

Cristo ha resucitado y el creyente ha resucitado con él. Por consiguiente, tiene el privilegio de vivir de la vida de Cristo, en el poder del Espíritu Santo, y de estar apegado a las cosas del cielo. Cristo está en él. De manera que, cuando Satanás procura seducirlo con alguna tentación, siempre puede contestarle con la firmeza de la fe: «¡No, tengo algo mucho mejor!» El gozo de las cosas celestiales y, ante todo, de Cristo mismo, colman el corazón con tal plenitud que las vanidades que el diablo puede ofrecer aparecen entonces claramente como lo que son: basura.

Cristo está sentado en los lugares celestiales, y el creyente está sentado allí en él. Su meta es, pues, la gloria en la cual será introducido pronto para estar allí con Cristo, y ya no solo estar en él. Mientras espera ese día, recordará que, en esta tierra, ya está en Él, y que solo este glorioso privilegio, del que se echa mano y se hace realidad por la fe, le da poder para llevar fruto, «porque separados de mí nada podéis hacer» (Juan 15:5).

6.4.2 - Cultivar la vida nueva en Cristo

Nuestro cuerpo necesita cuidados, sin los cuales se debilita y enferma; igualmente, la salud y el vigor del nuevo hombre dependen de que se cumplan ciertas reglas que se podrían llamar «higiene espiritual». Lo mismo que el cuerpo físico, el nuevo hombre necesita alimento, aire, ejercicio y aseo corporal.

El alimento del nuevo hombre es la Palabra de Dios. Tengamos cuidado de no privarlo de él, sino al contrario, velemos para que no se aparte de nuestra boca, como Dios le ordenó a Josué (Josué 1:8).

El aire necesario para el nuevo hombre es la oración, esa respiración del alma. Sin ella, aparece progresivamente la asfixia. Por eso, muchos pasajes nos exhortan a «perseverar en la oración» (Col. 4:2), a «velar y orar» (Marcos 14:38; Lucas 21:36), a «orar sin cesar» (1 Tes. 5:17), a orar «en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia» (Efe. 6:18).

El ejercicio, es el servicio para el Señor. Allí donde no hay celo para Cristo, la vida espiritual no tarda en declinar, mientras que un servicio cumplido fielmente, y en la dependencia del Señor, constituye un poderoso factor de fuerza y gozo. El Señor desea confiar «a cada uno su obra» (Marcos 13:34) y cuenta con que le sirvamos gozosos, conforme al poder que Dios da. «En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor» (Rom. 12:11). «Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano» (1 Cor. 15:58). ¿Puede haber una ambición más noble, especialmente para un joven discípulo, que la de ser un instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra? (2 Tim. 2:21). La meta de Dios para nosotros es, como alguien lo dijo, tener en este mundo un pueblo que, purificado de obras muertas por la sangre de Jesucristo (véase Hebr. 9:14), le sirva voluntariamente, un pueblo celoso de buenas obras. «Quita las escorias de la plata, y saldrá alhaja al fundidor» (Prov. 25:4).

El aseo corporal es el juicio de sí mismo. Si un creyente lleva consigo un mal no juzgado, el Espíritu Santo estará contristado, y la derrota estará asegurada. Si la comunión está interrumpida, no hay fuerza para la lucha. Lo que interrumpe la comunión y paraliza al Espíritu debe ser reconocido, confesado, juzgado y abandonado. Entonces el Espíritu es liberado, la comunión restablecida y, con ella, la fuerza, el gozo y la paz. El juicio de sí mismo es uno de los ejercicios más saludables de la vida cristiana. Por eso hay que repetirlo constantemente, porque nos lleva a juzgar la mancha en nosotros y nos preserva de caídas [12]. En general, debemos tener cuidado de no apartarnos de la santidad interior, pues cuando el corazón se aleja del Señor, nos privamos de la luz de lo alto, y nuestro camino se torna peligroso. «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida» (Prov. 4:23).

[12] Es preciso no confundir el juicio de sí mismo con la ocupación de sí mismo. Lo primero tiende a la santidad práctica, lo segundo busca dar importancia al «yo», ponerlo ante el alma como objeto de su contemplación, tanto para glorificarlo como para denigrarlo. La ocupación de sí mismo es una fuente de debilidad y de esterilidad, y hace imposible toda comunión con el Señor. No hay pues una ocupación más perniciosa.

Ojalá que todos, cualquiera sea nuestra edad, podamos hacer de Cristo el Señor de nuestra vida, y decir como el apóstol Pablo: «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gál. 2:20); entregarnos enteramente a él, sin condiciones. Entonces Cristo mismo vivirá en nosotros una vida de victoria. ¿Acaso el último deseo que expresó en su oración sacerdotal, no fue: «para que… yo (esté) en ellos»? Nuestro deseo, entonces, ¿no será el que expresó Juan el Bautista?: «Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe» (Juan 3:30).