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El fariseo y el publicano

Lucas 18:10-14


person Autor: H. H. SNELL 5

flag Temas: El nuevo nacimiento: la fe, el arrepentimiento, la paz con Dios Las parábolas


«Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo y el otro cobrador de impuestos. El fariseo oraba de pie para sí mismo: Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni siquiera como este cobrador de impuestos. Ayuno dos veces por semana; doy diezmos de cuanto poseo. Pero el cobrador de impuestos, estando lejos y de pie, no quería ni alzar los ojos al cielo; sino que se daba golpes de pecho, diciendo: ¡Dios, ten misericordia de mí, pecador! Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro; porque todo aquel que se exalta, será humillado; pero el que se humilla, será exaltado» (Lucas 18:10-14).

El Señor sabía lo que había en el hombre. Sus palabras eran poderosas, sondeaban los corazones. Siempre marcaba la diferencia entre las meras palabras, puramente formales, y lo que expresa un verdadero ejercicio de conciencia ante Dios. Entonces, como ahora, muchos se extraviaron porque no conocían las Escrituras y el poder de Dios (Mat. 22:29). No creían en la verdad de la total ruina y depravación del hombre. Por eso pensaban constantemente que tenían que hacer algo para asegurarse el favor de Dios, u ofrecer fruto de sus propios méritos para ser aceptados ante Dios, en vez de confesar que eran pobres pecadores perdidos, solo merecedores en toda justicia de su ira eterna. Por eso la gente no podía entender a Jesús. No veían belleza en él (Is. 53:2). Constantemente malinterpretaban lo que él decía, y no comprendían que él era exactamente lo que necesitaban, porque había venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lucas 19:10).

En el capítulo que tenemos ante nosotros, nuestro amado Señor se dirige a los fariseos sobre el tema de la oración. Les muestra su manera hipócrita de acercarse a Dios, y la inmensa diferencia que hay entre recitar oraciones y orar de verdad. Sus oraciones podían contar con la aprobación de los hombres en general, pero ¿qué valían ante Dios? Acababa de hablarles de la impiedad que caracterizaría al mundo cuando se manifestara el Hijo del hombre, un mundo tan desprovisto de vida verdadera que solo podría compararse con el mundo anterior al diluvio o con el de la época de Lot. Antes les a expuesto la parábola del «juez injusto» (18:1-8), enseñándoles que “los hombres deben orar siempre y no cansarse”, al tiempo que les asegura que Dios escucha la oración, y solo puede asumir la defensa de los suyos en respuesta a sus clamores. Por último, formula esta pregunta solemnísima: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿hallará fe en la tierra?» (Lucas 18:8). Pero, para mostrarles la necesidad de «orar siempre» (Lucas 18:1), en la parábola del fariseo y el publicano les explicó la diferencia absoluta entre la oración puramente formal y la verdadera oración.

Esto debió de interpelar profundamente a los que estaban imbuidos de su propia justicia. La mayoría de los hombres reconocen que deben orar. No hacerlo es generalmente condenado. De hecho, orar se ha convertido en una ley en casi todos los países. Los idólatras invocan a sus dioses. Los musulmanes recitan sus oraciones a horas fijas. Los socinianos [1] reconocen la necesidad de orar. Los judíos tienen sus propias oraciones, los católicos romanos repiten las suyas. Los fariseos se distinguían por sus largas oraciones. Saulo de Tarso destacaba en ello, pero no fue hasta que vio al Señor Jesús que se dijo de él: «¡Está orando!» (véase Hec. 9:11).

[1] La doctrina sociniana es antitrinitaria y considera que en Dios hay una única persona y que Jesús de Nazaret no existía antes de su nacimiento, aunque nació milagrosamente de la Virgen María por voluntad divina.

El que no ora se encuentra en un triste estado de incredulidad, pues ciertamente es deber de toda criatura inteligente reconocer la bondad del Creador. Pero hay una diferencia entre un hombre que no ora y otro que reconoce a Dios como su Creador y Benefactor, aunque estos 2 hombres estén muertos en sus faltas y pecados. El primero es un infiel, en el sentido de que no reconoce a Dios más que una bestia no inteligente. El segundo reconoce a Dios en la creación y en el hecho de que él provee a sus necesidades, pero, porque desprecia su gracia como Redentor, no es perdonado ni salvado. Muchos hablan de la bondad providencial de Dios, pero no creen en el glorioso Evangelio de la salvación en Cristo. Y así permanecen en sus pecados, ya condenados, pues «esta es la condenación, que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas… El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que no obedece al Hijo, no verá la vida; sino que la ira de Dios permanece sobre él» (Juan 3:19, 36).

La parábola del fariseo y el publicano nos ofrece un cuadro muy llamativo de 2 categorías de personas muy comunes en este mundo: los que recitan oraciones y los que oran de verdad. Este cuadro va acompañado de una valoración divina de estas 2 categorías.

Aparentemente, hay un gran parecido entre el fariseo y el publicano. Un pagano idólatra podría haberlos visto a ambos yendo al mismo templo. Ambos iban a orar. Ambos dirigían sus oraciones a «Dios». A los ojos de los hombres, perseguían el mismo objetivo. A diferencia de los que se quedaban fuera, estos 2 adoraban dentro del templo. De la misma manera, hoy en día, entre un cristiano nominal y un verdadero cristiano, a menudo hay poca diferencia en el exterior, pero a los ojos de Dios ¡qué contraste!

1 - El fariseo

En primer lugar, veamos al fariseo. Me parece verlo, con su gran filacteria, corriendo por las calles atestadas de gente, a menudo saludado con el halagador nombre de «Rabí». Se detiene de vez en cuando en una esquina para repetir su oración habitual, y se cruza con más de un publicano desesperado. Por fin se acerca al templo sagrado. ¡Con qué audacia entró en él! ¡Con qué confianza entró en el corazón del lugar santo! ¡Cómo se enderezó! ¡Qué miradas furtivas lanzó a la multitud que lo contemplaba, para asegurarse de que era realmente objeto de su admiración y estima, y con qué desprecio miró a los pecadores que lloraban a su alrededor! Entonces se puso a orar: «Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni siquiera como este cobrador de impuestos. Ayuno dos veces por semana; doy diezmos de cuanto poseo». Esta es la oración del fariseo. Se nos dice que «oraba… para sí mismo». Así que apela a todos los recursos del yo, de los que está llena su oración: exaltación del yo, amor al yo, justicia propia. Dice: «Te doy gracias», «No soy como los demás hombres», «Ayuno», «Doy», «Poseo». En toda su oración, el «yo» ocupa un lugar privilegiado. Pero el «yo», sea cual sea la forma que adopte, nunca se eleva por encima de sí mismo. El fariseo da gracias a Dios porque es mejor que los demás. ¿Por qué? ¿Es porque ayuna y da limosna? Entonces, ¿por qué da gracias a Dios? ¿No sucede lo mismo con la ofrenda de Caín, los frutos de la tierra que había cultivado con sus propias manos y que habían madurado con la ayuda de Dios? Sí, ese es el error del fariseísmo: cultivar el yo, pero declarando que es con la ayuda de Dios. Eso no es la salvación; no es la limpieza de una conciencia culpable, sino solo la poda superficial del árbol corrompido e incapaz de dar buenos frutos, y esa poda anula la afirmación evangélica: «A menos que el hombre nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios» (Juan 3:3).

El fariseo da gracias a Dios por no ser como el resto de la humanidad. Dios dice que todos han pecado, que todos se han extraviado (Rom. 3:9-12), que todos son culpables ante él, y que: «Como en el agua el rostro corresponde al rostro, así el corazón del hombre al del hombre» (Prov. 27:19). Es muy posible que el fariseo se hubiera preservado de los pecados externos en los que el publicano había perseverado tanto tiempo, y en los que tantos hombres a su alrededor se complacían abundantemente; pero poco pensaba en el hecho de que «Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón» (1 Sam. 16:7). El fariseo no conocía el pecado que consistía en solo honrar a Dios solo con los labios, mientras que el corazón está lejos de él (Mat. 15:8). ¿Cuál era el estado del corazón del fariseo? Hablaba como si fuera justo y nunca hubiera pecado, pero esto era falso, pues la Escritura dice que «no hay justo, ni aun uno» (Rom. 3:10), y que todos somos inmundos, concebidos en pecado y formados en iniquidad (Sal. 51:5).

Pensaba, como muchos hoy, que solo las cosas exteriores contaminan al hombre, mientras que nuestro Señor dijo que son las cosas malas del interior las que contaminan al hombre: «Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen malos pensamientos, inmoralidades sexuales, robos, homicidios, adulterios, codicias, maldades, engaño, lascivia, ojo maligno, blasfemia, soberbia, insensatez. Todas estas cosas malas, de dentro salen y contaminan al hombre» (Marcos 7:21-23). El fariseo, ¿no era, en su corazón, un «codicioso»? ¿No había deseado y obtenido una y otra vez las gracias providenciales de Dios, con el pretexto de honrar a Dios, cuando en realidad era para exaltarse a sí mismo a los ojos de los hombres? ¿No fue «injusto» al no creer en el testimonio del santo y verdadero Hijo de Dios? ¿No era «adúltero» en su corazón?, fingiendo amar a Dios, llamando «su» Dios al Dios vivo y verdadero, cuando solo pensaba en exaltarse y adorarse a sí mismo. ¡Pobre fariseo lleno de ilusiones! ¡Pobre pecador inconverso, no perdonado, cegado por Satanás! ¡Cómo te ha engañado tu propio corazón perverso! El Señor dijo de ti: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque os parecéis a sepulcros blanqueados, que a la verdad parecen hermosos por fuera, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia. Así también vosotros a la verdad por fuera parecéis justos a los hombres; pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad» (Mat. 23:27-28).

Tal es la oración del fariseo, que no expresa ningún sentimiento de necesidad, ninguna esperanza de recibir algo de Dios, ninguna convicción de indignidad, ningún arrepentimiento, ninguna confesión de pecado. Pensaba que Dios exigía algo de él, y se lisonjeaba de que podía satisfacerlo. Ignoraba esta verdad, que «Dios no es servido por manos humanas, como si necesitara algo, puesto que es él mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas… y ahora ordena a los hombres que todos, en todas partes, se arrepientan» (Hec. 17:25, 30).

2 - El publicano

Consideremos ahora al publicano. Aquí tenemos a un hombre ejercitado en su corazón, no en lo que es a los ojos de los hombres, sino en lo que es ante Dios. Así es siempre como el Espíritu Santo opera en un alma. El publicano sabe que es a Dios, a quien nada puede ocultarse, a quien debe rendir cuentas. Con pasos temblorosos y el corazón oprimido, entra en el templo. Está profundamente contrito, abrumado por el sentimiento de que es totalmente indigno de la gracia de Dios, y, estando lejos, se pregunta cómo puede acercarse a Dios, porque sabe que es un pecador, que realmente ha transgredido los mandamientos de Dios. Está convencido de ello y, por tanto, profundamente humillado. Le atormenta el recuerdo de sus actos de codicia y extorsión, y es consciente de que todo pecado es realmente «contra Dios». «Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos» (Sal. 51:4) es el grito de su corazón. Siente que ni siquiera puede «alzar los ojos al cielo», porque sabe que Dios es santo y justo, que de ninguna manera quitará la culpabilidad (Éx. 34:7), y que tiene el poder de destruir tanto el cuerpo como el alma en la Gehena (Mat. 10:28).

Es profundamente consciente de haber quebrantado sus mandamientos. Pero, además, Dios remonta hasta la fuente del pecado. Poniendo su mano temblorosa sobre su corazón, el publicano «se daba golpes de pecho» como diciendo: ¡Qué pensamientos tan horribles, qué deseos tan viles, qué sugestiones tan abominables habitan en este pobre corazón! ¡Desdichado de mí, infame transgresor, irreductible enemigo de Dios! ¡Cuántas gracias he recibido de este divino Benefactor! Y, sin embargo, ¡cuán rebelde y desobediente he sido, malgastando mi tiempo, mi salud, mis fuerzas y tantos otros dones en fines egoístas! Sí, incluso he usado los dones del Todopoderoso persiguiendo la felicidad y la gloria, lejos del divino Dador. ¡Qué impiedad! ¡Qué pecado! Pero no hay palabras suficientemente fuertes para describir semejante obra del Espíritu en la conciencia de una persona.

La pregunta que el publicano se hace en su corazón es si tal pecador puede ser salvado. ¿Hay alguna esperanza de salvación para un hombre que merece tanto la ira de Dios? Si la hay, está convencido de que solo puede estar en Dios mismo, porque su experiencia de su propia debilidad e indignidad le priva de toda esperanza de encontrarla en sí mismo, o incluso en otra parte que no sea la gracia divina. ¿Puede y quiere Dios mostrar su gracia a un pecador tan grande? Ha oído hablar de la gracia de Dios y siente que solo ella puede satisfacer su necesidad.

Pero, ¿puede ser, él, objeto de la gracia? Esta es la pregunta que se hace con angustia. Se aventura, sin embargo, y pone todas sus esperanzas en este amor gratuito e inmerecido: «¡Dios, ten misericordia de mí, pecador!» Obsérvese el carácter de esta oración: 1) su súplica se dirige a Dios mismo, 2) reconoce su culpa de pecador, 3) confía únicamente en la gracia divina… «ten misericordia», 4) expresa la profunda necesidad de su corazón: «Ten misericordia de mí». No trae más que una carga de pecados que perdonar, una conciencia oprimida por la culpa que purificar, un corazón que sufre en extremo y espera consuelo, un alma hambrienta que alimentar. No tiene ningún mérito personal que presentar a Dios, pero lo espera todo de él. Siente que, si Dios no lo salva, está perdido para siempre: «¡Dios, ten misericordia de mí, pecador!».

¡Qué diferencia entre estas 2 oraciones! El fariseo, lleno de sí mismo, no tiene necesidades, mientras que el publicano, profundamente humillado, lo necesita todo. El primero está atrapado en un formalismo sin vida; el segundo está bajo la influencia de una vida espiritual.

3 - El veredicto divino

Habiendo puesto ante nosotros un ejemplo de estas 2 categorías de personas tan extendidas en el mundo desde los días de Caín, nuestro amado Señor añade que el publicano «descendió a su casa justificado». Este es el sentido inequívoco del pasaje, no que el fariseo estuviera justificado en modo alguno. De estas 2 personas, fue el publicano quien pudo ser declarado «justificado». ¡Qué bendición! Qué glorioso despliegue de las riquezas de la gracia de Dios: un pecador, condenado por su propia confesión, confiando en la gracia soberana y gratuita de Dios, ¡tal pecador justificado! ¿No ha sido siempre así con Dios? En tiempos de Job, Eliú fue guiado por el Espíritu para decir: «Él mira sobre los hombres; y al que dijere: Pequé, y pervertí lo recto, y no me ha aprovechado, Dios redimirá su alma para que no pase al sepulcro, y su vida se verá en luz» (Job 33:27-28).

Sin embargo, estar justificado no solo significa estar perdonado, sino también estar contado entre los justos –justos ante Dios. Por eso Cristo murió y resucitó: «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:21). De ahí el mandato dado a los creyentes colosenses de dar «gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz; que nos liberó del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor; en quien tenemos redención, el perdón de nuestros pecados» (Col. 1:12-14). Esta es la obra para la que Jesús bajó del Padre «para presentarse a sí mismo la iglesia gloriosa, que no tenga mancha, ni arruga, ni nada semejante» (Efe. 5:27). Tal es la gracia de Dios para con el hombre pecador. Él justifica a los impíos que creen, lo cual puede hacer de acuerdo con su propia santidad y justicia, mediante la obra expiatoria del Señor Jesucristo.

El único sacrificio por el pecado aún no había sido ofrecido cuando Jesús expuso esta parábola. En otra ocasión, nos dice que estaba «angustiado», es decir, incapaz de revelar plenamente la gracia y la paz de Dios al hombre perdido y pecador hasta que su muerte se hubiera consumado realmente. «Pero tengo que ser bautizado con un bautismo, ¡y cómo me angustio hasta que se cumpla» (Lucas 12:50). Pero los propósitos y pensamientos de la gracia redentora de Dios nunca variaron. Podía ver a Abel, Noé y Abraham como justificados por la fe, mirando hacia adelante, hacia la cruz, del mismo modo que ahora justifica a un pecador mirando hacia atrás, hacia la obra ya realizada de Cristo. Por medio de Cristo, todos los que creen son justificados de todos los pecados de los que la Ley de Moisés no podía justificarlos (Hec. 13:39).

Nuestro Señor añadió a esta parábola la regla divina de que «todo aquel que se exalta, será humillado; pero el que se humilla, será exaltado» (Lucas 18:14). En otras 2 ocasiones, nuestro Señor hizo esta misma declaración solemne, cada vez en relación con la búsqueda de honores y distinciones entre los hombres. Aquí, sin embargo, la presenta a sus oyentes como una doctrina de importancia eterna. Cualquier hombre que se exalte a sí mismo proclamando, con presunción carnal, su propia justicia y prepotencia, Dios solo puede considerarlo digno del destierro eterno de su presencia. Presentarse ante Dios sin haber revestido el manto nupcial –sin esa justicia impecable e infinitamente perfecta que Cristo es para todo el que cree– es exponerse a la justa indignación del Rey de reyes: Él debe abatir a tal hombre, cuya sentencia solo puede ser: «Atadlo de pies y manos, y echadlo a la oscuridad de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes» (Mat. 22:13). ¡Cuán grande será este descenso, fuente de amargos y eternos sufrimientos! En cambio, «el que se humilla, será exaltado». Tales hombres no defienden sus propias opiniones en las cosas de Dios. No se jactan de sus propios talentos o éxitos. Creen que «Dios es más grande que el hombre». Dejan de lado sus propias ideas. Le dan a Dios el lugar que le corresponde. Inclinan su oído hacia él y escuchan su Palabra.

Enseñados por su Espíritu, e iluminados por la Palabra de verdad, reconocen que todas sus justicias son como harapos, y confiesan que están impuros y perdidos. Son esas almas las que Dios resucitará, porque «Él levanta del polvo al pobre, y del muladar exalta al menesteroso, para hacerle sentarse con príncipes y heredar un sitio de honor» (1 Sam. 2:8). Aquí mismo, en la tierra, reciben «óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado» (Is. 61:3). Son conscientes de que han sido elevados por encima de los viles placeres de la codicia carnal, para gozar de la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. A partir de este momento son liberados de su condición de esclavos de Satanás, para gustar su libertad de hijos en la presencia de Dios. Y cuando el Señor Jesús regrese, mientras muchos quedarán en la tierra para soportar sus terribles juicios, ellos serán elevados y compartirán su reinado de gloria. Verán su rostro, serán semejantes a él y compartirán su gloria para siempre. ¡Qué elevación tan santa y perfecta, y qué felicidad tan inmutable!

Y ahora, querido lector, permítame que le pida con todo afecto que reflexione sobre estas cosas. ¿Es usted de los que no oran? ¿Come, bebe y disfruta de los tesoros de la naturaleza y de la providencia de Dios, sin arrodillarse jamás ante Él y reconocer sus beneficios? ¿Es realmente así? Pero entonces, ¿en qué se diferencia de los pobres paganos o de la bestia cuyo espíritu desciende abajo (Ecles. 3:21)? No tiene profesión religiosa, dice usted. Pero, ¿cómo puede? Dios le colma cada día de sus beneficios providenciales y que, además, envió a su Hijo único para morir por los pecadores y salvarlos de la ira venidera derramando su preciosa sangre, ¡y usted no hace profesión de conocerle! Como si una gracia y un amor tan maravillosos no merecieran su atención. ¡Qué vergüenza, querido lector! Arrepiéntase pronto, vuélvase a Dios, acepte su perdón por la ingratitud y el pecado suyos, mediante la muerte expiatoria y la obra consumada del Señor Jesucristo.

Pero quizá diga: “Yo no soy de los que nunca oran. No podría acostarme por la noche, ni levantarme por la mañana, sin mi oración habitual. Nunca me siento a la mesa sin dar gracias, y confieso que Dios me ha bendecido mucho en mi familia, en mis negocios y en mis posesiones”. Querido lector, todo esto puede ser perfectamente cierto, pero ¿y su alma, su alma inmortal? ¿No descansa en sus deberes religiosos habituales, reconociendo el cuidado providencial de Dios, pero no su gracia que salva a los pecadores mediante la muerte de su Hijo? ¿No descuida así la salvación de su alma? ¿Qué dará un hombre a cambio de su alma? Puede confesar su fe en Dios, pero como pecador perdido, ¿cree en su Hijo Jesucristo para la salvación de su alma? Esa es la pregunta esencial.

Pero otros de mis lectores pueden decir: “Ninguno de estos casos es el mío. Por más que oro, no lo consigo. A menudo tengo miedo de dormir por la noche, por temor a despertar en la Gehena. Y cuando veo relámpagos y oigo truenos, temo que sea Cristo que viene a juzgarme para destruirme. Pensaba seriamente en estas cosas cuando era niño, luego se me pasó, y viví muchos años en pecado. Otras personas hablan de gozo, pero yo paso semanas y meses sufriendo. A veces me siento mejor, ¡solo para volver a caer presa del pecado y la culpa! Me han aconsejado que me haga miembro, como dicen, de alguna iglesia, pero sabiendo que una profesión de fe sin piedad es abominable a los ojos de Dios, y sintiendo que necesito paz interior y la seguridad de ser perdonada de mis pecados y aceptada por Dios, siempre me he negado”.

Mi querido lector, si esta es su experiencia, ¡entonces el Espíritu Santo ha estado obrando en su corazón! En el Evangelio, proclama la gracia gratuita de Dios, el pleno perdón de los pecados, la justificación eterna y la salvación incondicional a todo pecador que se acerca a Dios por medio de Cristo. «Cree en el Señor Jesús, y serás salvo» (Hec. 16:31). Tome su lugar al pie de la cruz del Calvario. En la sangre que Cristo derramó, discierna la gracia inefable de Dios para con los pecadores. No dude más. Eleve su alma al trono de la gracia, donde está sentado el Señor. Confiésele que es un pecador perdido, tome al Dios vivo por su palabra, y ponga toda su confianza en la muerte del Salvador, para ser aceptado y encontrar la paz. Entonces sus gemidos se convertirán en alabanza, y su corazón agobiado se llenará de cánticos de gozo.

Una vez más, recordemos que Jesucristo vino al mundo para salvar… ¿Salvar a quién? no a los justos, sino a los pecadores.