La resurrección del Señor Jesús


person Autor: H. H. SNELL 5

flag Tema: Su obra en la Cruz, su resurrección y su elevación: Salvador, Redentor, Señor


Todos los cristianos están de acuerdo en que la muerte de Cristo es la base de todas nuestras bendiciones. No puede haber duda de este hecho, porque «sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Hebr. 9:22). Sin la muerte de Cristo nunca podríamos estar con él: «Si el grano de trigo cayendo en tierra no muere, queda solo» (Juan 12:24). Así que solo podía tenernos en la gloria con él mediante su muerte en la cruz. Pero mientras nuestras bendiciones presentes y eternas se fundan en la muerte y sangre derramada de Jesús, el Hijo de Dios, la Escritura nos muestra una y otra vez a Cristo resucitado y ascendido al cielo como Aquel en quien estamos, y en quien estamos plenamente bendecidos y aceptados.

El uso que tan a menudo se hace de la afirmación del apóstol de que no conocía «cosa alguna entre vosotros, sino a Jesucristo, y a este crucificado» (1 Cor. 2:2), como si quisiera decir que limitaba su predicación al hecho de que Cristo murió por los pecadores, es una interpretación que queda muy lejos de su verdadero significado. Sabemos con certeza que predicó mucho más que eso. La verdad es que, en Corinto, donde la sabiduría humana era tan altamente estimada, y la justicia humana tan ardientemente reclamada por los judíos, el apóstol decidió que debido a esta condición tendría ante sí continuamente solo a un Salvador crucificado, y que era a él a quien proclamaría. En el Hijo de Dios, rechazado y crucificado, vio la nada de la sabiduría humana y de la justicia humana. También vio en la cruz la medida de lo que el hombre de carne y hueso es a los ojos de Dios. Si se trata de la justicia o de la sabiduría del hombre, ambas son igualmente condenadas por el justo juicio de Dios. En el Salvador crucificado reconoció que Dios había apartado total y judicialmente al hombre en la carne, como dice la Escritura: «Nuestro viejo hombre ha sido crucificado con él» (Rom. 6:6).

El Hijo de Dios crucificado debía ser, por tanto, el testimonio constante de que la “sabiduría” y la “justicia” del hombre al crucificarlo habían rechazado a Aquel que es «poder de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor. 1:24). También muestra que el hombre había sido juzgado por Dios como completamente inadecuado para él, de modo que «ninguna carne se gloríe ante Dios» (1 Cor. 1:29). La cruz de nuestro Señor Jesucristo prohibía, por tanto, al apóstol toda confianza en las supuestas buenas cualidades del hombre natural. Por eso, cuando llegó a Corinto, decidió no reconocer ni la sabiduría de la que se enorgullecían los gentiles, ni la pretendida justicia de los judíos, pues tenía ante sí a un Salvador crucificado, el Santo de Dios, odiado y rechazado por ambos. Quería ocuparse de la cruz, no solo como manifestación del amor de Dios por el hombre, sino también como veredicto de Dios sobre la ruina absoluta e incurable del hombre en la carne. Imaginar que el apóstol predicó solo la muerte de Cristo, que sin duda sigue siendo el fundamento de todas nuestras bendiciones, sería contrario a los hechos. Su ministerio también abarcaba plenamente la resurrección, ascensión, glorificación y venida de Cristo, y los muchos detalles de estas gloriosas verdades.

Deseo, con la ayuda del Señor, llamar la atención del lector sobre la enseñanza de las Escrituras acerca de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo: es la verdad más importante del Evangelio. Los apóstoles estaban en gran perplejidad después de su muerte, porque «hasta entonces no entendían la Escritura, que era necesario que él resucitara de entre los muertos» (Juan 20:9).

A pesar del gran progreso que se ha hecho en nuestro conocimiento de la Biblia y de los hechos y detalles registrados en las Escrituras, puede decirse, sin embargo, que los hijos de Dios todavía sufren mucho por la falta de conocimiento sobre este tema. En los últimos días de la historia de Israel, el profeta clamó: «Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento» (Oseas 4:6), y hoy podemos decir con verdad que el pueblo de Dios está perdiendo mucho por falta de conocimiento de Cristo. ¡Cuán pocos encuentran deleite en hablar del consuelo, el gozo, la victoria y las bendiciones que disfrutan al tratar con un Cristo resucitado y exaltado, y la esperanza de su regreso! Parece que muchos sienten que la mayor bendición que pueden disfrutar es el perdón asegurado de sus pecados. La consecuencia es que se encuentran asociados y mezclados en muchas cosas que son contrarias a la mente del Señor y perjudiciales para sus almas; mientras que los que tienen un conocimiento más amplio de Cristo siguen el camino muy diferente que las Escrituras señalan a los que verdaderamente aman al Señor Jesús.

Como vemos en las Escrituras, el error de los discípulos del Señor provenía de su ignorancia de la resurrección del Señor Jesús. Sus corazones eran verdaderos y fervientes, pero estaban tristes y buscaban consuelo en la dirección equivocada porque «no entendían la Escritura, que era necesario que él resucitara de entre los muertos» (Juan 20:9). No sabían que «era necesario, que el Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día» (Lucas 24:46). Por eso lo buscaron en el sepulcro y se sintieron dolorosamente decepcionados al no encontrar allí su cuerpo, en lugar de alegrarse por la realidad de su victoria en poder. No sabían que era absolutamente necesario que resucitara. Si su cuerpo hubiera permanecido en el sepulcro, ¿podríamos estar seguros de que nos había redimido? Es más, si hubiera sido retenido por la muerte, no habríamos tenido ni Salvador ni salvación. Por eso la resurrección de Cristo es la verdad fundamental del Evangelio. Negar la verdad de la resurrección del Señor es quitar la piedra angular de la verdad divina, dejar el alma sin esperanza. Por eso Pedro, después de su decepción ante el sepulcro, bendijo a Dios que «nos hizo renacer para una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1 Pe. 1:3).

Cuando algunos intentaron persuadir a los santos de Corinto de que no había resurrección de los muertos, el apóstol se refirió inmediatamente a la resurrección de Cristo y afirmó que, si no hubiera resucitado de entre los muertos, no tendríamos ni Evangelio, ni consuelo, ni salvación (1 Cor. 15). Dice que, si Cristo no ha resucitado, su predicación es vana, su fe es vana. Son falsos testigos, siguen en sus pecados; todos los que creyeron han perecido, y nosotros somos más desgraciados que todos los hombres. Así que la verdad fundamental del Evangelio se afirma por la resurrección del Señor Jesús, y también nuestra propia resurrección, porque hay un Hombre que ha pasado por la muerte y se ha convertido en las primicias de los que duermen.

Cuando leemos los Hechos, donde vemos a los siervos del Señor hablando y actuando bajo la guía y el poder del Espíritu Santo, ¿no nos sorprende el lugar preeminente que los apóstoles dan a la verdad de la resurrección del Señor? En el primer capítulo de este libro, antes de la venida del Espíritu Santo, a la hora de elegir a un apóstol, Pedro insistió en la necesidad de que fuera testigo de la resurrección con ellos. El sermón del día de Pentecostés no solo hace hincapié en el pecado cometido por los judíos al condenar a muerte a Jesús de Nazaret, un hombre aprobado por Dios, sino que también anuncia su resurrección de entre los muertos y declara que ahora, en la gloria, es hecho Señor y Cristo, el verdadero objeto de la fe y el dador del Espíritu Santo. En el capítulo 3, Pedro, dirigiéndose de nuevo a los judíos culpables, dice: «Matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de entre los muertos; de lo cual nosotros somos testigos» (v. 15). En el capítulo 4, vemos que la gente estaba molesta y perseguía a los apóstoles porque anunciaban «en nombre de Jesús la resurrección de entre los muertos» (v. 2), y cuando Pedro les cuenta el milagro que había realizado con el cojo, añade: «Que en el nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros habéis crucificado, a quien Dios resucitó de entre los muertos, en su nombre se presenta él ante vosotros sano» (v. 10). En el mismo capítulo, vemos que después de orar unánimes, los apóstoles dieron testimonio con gran poder «de la resurrección del Señor Jesús» (v. 33).

En el capítulo 5, Pedro testifica de nuevo al pueblo que «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un madero» (v. 30). En el capítulo 7, Esteban ve los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios. Pedro, hablando de los judíos en casa de Cornelio, dice en el capítulo 10: «Lo mataron colgándolo en un madero. A él, Dios lo resucitó al tercer día, y lo dio para que se manifestase, no a todo el pueblo, sino a testigos previamente designados por Dios; a nosotros, que comimos y bebimos con él después de que resucitó de entre los muertos» (v. 39-41). En su discurso en Antioquía, Pablo insiste varias veces en la resurrección del Señor Jesús. Después de referirse a los gobernantes de Jerusalén que pidieron a Pilato que lo condenara a muerte, dice: «Lo bajaron del madero y lo pusieron en un sepulcro. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos». Y de nuevo: «Al que Dios resucitó no vio corrupción» (cap. 13:29-30, 37). Después de esto, Pablo, predicando en Tesalónica, «discutió con ellos sobre las Escrituras, explicando y demostrando que el Cristo debía sufrir y resucitar de entre los muertos» (cap. 17:2). También se nos dice que muchos en Atenas pensaban que anunciaba divinidades extranjeras, porque les anunciaba a Jesús y la resurrección, y otros se burlaban de él cuando hablaba de la resurrección de los muertos. En su primera defensa en Jerusalén, declaró: «¡Se me juzga por la esperanza y la resurrección de los muertos!» (23:6); y ante Félix, no solo afirmó que habría una resurrección tanto de justos como de injustos, sino que repitió lo que ya había dicho: «Sobre la resurrección de los muertos soy juzgado hoy ante vosotros» (24:21). La doctrina de la resurrección es así proclamada de tal manera por Pablo que, cuando Festo explica el caso de Pablo, dice que sus acusadores «tenían con él algunas controversias acerca de su religión, y de un tal Jesús, que ha muerto, y que Pablo afirma que vive» (cap. 25:19). También ante el rey Agripa dice que dio testimonio, «sin decir otra cosa que lo que los profetas y Moisés dijeron que debía suceder; que Cristo debía padecer, y como el primero en la resurrección de entre los muertos, él iba a proclamar luz tanto al pueblo como a los gentiles» (cap. 26:23).

Todas estas citas muestran claramente que, cuando el Espíritu Santo obraba poderosamente a través de los apóstoles, estos no solo predicaban la muerte de Cristo, sino que la preciosa verdad de la resurrección del Señor Jesús ocupaba un lugar destacado en su ministerio. Cuanto más consideramos el tema a la luz de las Escrituras, más nos convencemos de que la resurrección es la verdad fundamental del Evangelio y de que les falta algo a las almas que todavía están, como se dice, al pie de la cruz. El ministerio de la Palabra que deja de lado la resurrección de Cristo y las gloriosas doctrinas de la enseñanza divina que se relacionan con ella, queda muy por debajo y lejos de la mente del Señor.

Si Cristo no ha resucitado de entre los muertos, la muerte ha prevalecido sobre él, la tumba se ha cerrado sobre él, Satanás ha triunfado, y no tenemos Salvador vivo ni salvación; así que el tema es de vital importancia. Pero, ¡bendito sea Dios, Cristo ha resucitado! Está vivo, y por los siglos de los siglos; tiene las llaves del Hades y de la muerte; ha ganado la victoria para nosotros, y se ha convertido en las primicias de los que duermen.

El apóstol Pablo nos dice que el Evangelio que predicaba era el que él había recibido: «Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado, y que fue resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Cor. 15:3-4). Cabría preguntarse a qué Escrituras del Antiguo Testamento se refiere cuando afirma que Cristo resucitó de entre los muertos al tercer día. La resurrección de Cristo fue claramente predicha por David, en el Salmo 16, que Pedro citó el día de Pentecostés, y Pablo en Antioquía, para demostrar el cumplimiento de las Escrituras sobre este tema. Muestran que David no hablaba de sí mismo pues, aunque era profeta, fue sepultado y vio corrupción; pero Aquel a quien Dios resucitó no vio corrupción. En la muerte su alma no quedó en el Hades, lugar donde están las almas separadas de los cuerpos, y su cuerpo no vio corrupción; pero en resurrección entró en el camino de la vida y ascendió a la diestra de Dios. «No dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción. Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre» (Sal. 16:10-11). Así, la resurrección del Señor Jesús había sido claramente anunciada, y también estamos claramente instruidos que el Mesías no solo resucitaría de entre los muertos, sino que sería exaltado a la diestra de la Majestad en los cielos.

En cuanto al tercer día, que a menudo parece representar la resurrección, no tenemos una declaración tan clara, pero para una mente espiritual difícilmente puede haber duda de que el tercer día sería el día en que Cristo resucitaría de entre los muertos. El tercer día Abraham vio desde lejos el lugar del sacrificio de Isaac, lo que hace más que probable que Isaac fuera desatado del altar ese día. El Señor mismo habló de Jonás como un tipo cuando dijo: «Como Jonás estuvo en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así el hijo del hombre estará tres días y tres noches en el corazón de la tierra» (Mat. 12:40). Aquí tenemos la clara enseñanza de que la historia de Jonás en el Antiguo Testamento prefiguraba típicamente la resurrección de Cristo. También el profeta Oseas señala el tercer día con el signo divino de la resurrección: «Nos dará vida después de dos días; en el tercer día nos resucitará, y viviremos delante de él» (Oseas 6:2). Y de nuevo, en relación con el sacrificio de las ofrendas de paz, encontramos que «lo que quedare de la carne del sacrificio hasta el tercer día, será quemado en el fuego» (Lev. 7:17), es decir, será enteramente para Dios al tercer día.

Pero el tercer día también estuvo marcado por un sello divino en la creación. Antes de ese día, las aguas lo cubrían todo; pero ese día retrocedieron, y creció vegetación viva sobre la tierra seca. «La tierra hierba verde, hierba que da semilla según su naturaleza, y árbol que da fruto, cuya semilla está en él, según su género» (Gén. 1:12). Del tercer día se dice 2 veces (v. 10, 12) que «vio Dios que era bueno». ¿No nos enseña esto que, al tercer día, de la muerte surgió la vida? Mencionaremos otro de los tipos que el Antiguo Testamento utiliza para mostrar que la resurrección de nuestro Señor, «primicias de los que durmieron», tendría lugar el primer día de la semana: la gavilla de primicias que debía aceptarse para el pueblo debía volverse ante el Señor el día después del sábado. «Habla a los hijos de Israel y diles: Cuando hayáis entrado en la tierra que yo os doy, y seguéis su mies, traeréis al sacerdote una gavilla por primicia de los primeros frutos de vuestra siega. Y el sacerdote mecerá la gavilla delante de Jehová, para que seáis aceptos; el día siguiente del día de reposo la mecerá» (Lev. 23:10-11).

Todas estas escrituras nos dan una idea del pensamiento del apóstol cuando dice que Cristo «fue resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Cor. 15:4); y podemos comprender el gran error, y la consiguiente confusión, que se apoderó de las mentes de los discípulos ante la tumba vacía, porque «hasta entonces no entedían la Escritura, que era necesario que él resucitara de entre los muertos» (Juan 20:9). Pero ¡qué inmenso gozo cuando vieron a su Señor resucitado y pudieron comprender algo de la maravillosa victoria que había ganado para ellos!

El apóstol afirma el hecho de que: «Cristo ha sido resucitado de entre los muertos, primicias de los que durmieron. Porque ya que mediante un hombre vino la muerte, también mediante un hombre vino la resurrección de los muertos. Porque como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su propio orden: las primicias, Cristo; después los que son de Cristo, a su venida; luego, el fin» (1 Cor. 15:20-24).

Así que tenemos que entender:

1. Que la resurrección de Cristo es la demostración divina de que Jesús es el Hijo de Dios, la verdad básica del cristianismo; pues fue «designado Hijo de Dios con poder, conforme al Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rom. 1:4). También confirma la verdad de su propio testimonio de gloria personal, cuando dijo: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» Pero se refería al templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron de que había dicho esto» (Juan 2:19-22). El apóstol Pablo cita también el Salmo 2 para demostrar que fue la persona del Hijo de Dios la que resucitó de entre los muertos. Hablando de la promesa, dice: «Dios la ha cumplido para nosotros, hijos suyos, resucitando a Jesús; como también está escrito en el Salmo segundo: Tú eres mi Hijo; te he engendrado hoy» (Hec. 13:33).

2. Por su resurrección, el Señor Jesús venció a la muerte y demostró que, aunque murió por los impíos como sacrificio por el pecado, habiendo entregado su vida y habiendo estado en el sepulcro hasta el tercer día (probando así la realidad de su muerte), la muerte no pudo retenerle. «No era posible que él fuese retenido por ella» (Hec. 2:24), porque él era «la vida», «el Autor de la vida», y «no vería corrupción» (2:31). A este grande y terrible enemigo, que nos tiene en su poder porque somos pecadores, Cristo lo venció en su resurrección de entre los muertos. Por eso la muerte, para el creyente, no es absolutamente necesaria, aunque sea la señal del pecado. «No todos dormiremos» (1 Cor. 15:51), sino que algunos de nosotros viviremos hasta la venida del Señor, y entonces, en lugar de morir, seremos transformados en un instante, nuestros cuerpos mortales se revestirán de inmortalidad, y seremos como el Señor y con el Señor para siempre. Así ha vencido el Señor a la muerte con su resurrección de entre los muertos.

3. Triunfó sobre el sepulcro. La gran piedra que sellaba la entrada del sepulcro, los soldados haciendo guardia, nada podía impedir la salida del Hijo de Dios. Y esta victoria, la más grande que jamás se haya ganado, se obtuvo sin ningún ruido. Ningún toque de trompeta anunció este maravilloso triunfo. El sepulcro quedó en perfecto orden, los lienzos cuidadosamente colocados en el suelo, y el sudario que había estado sobre su cabeza doblado en un lugar aparte. Toda la escena nos habla de orden y tranquilidad. Si hubiera estado todavía en el sepulcro, habría sido la tumba la que habría obtenido la victoria sobre él. Pero, bendito sea Dios, no fue así; y mirando hacia él, que es el Resucitado triunfante, podemos decir: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?» (1 Cor. 15:55). Esta victoria ha llegado a ser nuestra, en su totalidad, por el don gratuito de la gracia sobreabundante de Dios, y podemos repetir: «Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (v. 57).

4. Satanás pudo haber pensado, cuando Cristo fue clavado en la cruz y el poder de la muerte se ejerció contra Él, cuando inclinó la cabeza y entregó su espíritu, que el Señor estaba terminado y se había liberado de Él. Pero Satanás, que tenía el poder de la muerte, no triunfó sobre Jesús; fue Jesús quien triunfó sobre él, quien salió victorioso sobre la muerte e hizo impotente al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo. El Hijo de Dios, resucitado de entre los muertos, despojó así a principados y autoridades y los produjo en público, triunfando sobre ellos en la cruz. Llevó cautiva la cautividad, ascendió a la gloria, recibió dones para los hombres y ahora espera que sus enemigos sean convertidos en escabel de sus pies.

5. La resurrección del Señor Jesús es también el testimonio público que Dios da su obra hecha en la cruz. Su grito: «¡Cumplido está!», implica que todo se ha cumplido según el propósito y la gracia de Dios; todas las solemnes exigencias de la justicia han sido satisfechas y establecidas en rectitud, así como las de la santidad, de modo que no queda nada por hacer. Dios expresó esto plenamente cuando lo resucitó de entre los muertos. Si hubiera sido posible que solo uno de los pecados que él cargó hubiera sido expiado, no habría podido ser resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre. Pero ahora vemos coronado de gloria y honor a Aquel que fue contado entre los transgresores y que fue abandonado por Dios. Lo contemplamos justamente exaltado, habiendo sido abandonado a una ira que no lo perdonó, porque nuestros pecados cayeron sobre él. Por eso, el hecho de que resucitara de entre los muertos por la gloria del Padre es la prueba más contundente de que, al cargar con nuestros pecados, satisfizo plenamente a Dios. Fue «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también lo exaltó» (Fil. 2:8-9). La resurrección de Cristo es la prueba innegable del cumplimiento completo de su obra, siendo el pecado plenamente juzgado y Dios glorificado.

6. Cristo, habiendo triunfado sobre la muerte y entrado en el camino de la vida, es para nosotros un camino nuevo y vivo. Cuando entregó su espíritu en la cruz, se nos dice que «la cortina del templo se rasgó en dos, desde arriba hasta abajo» (Marcos 15:38). Así se consagró para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo, es decir, a través de su carne. Resucitó de entre los muertos y entró en el cielo con su propia sangre, «primicias» de los que también han de resucitar de entre los muertos; y fue al cielo como precursor, porque otros también le seguirán. ¡Qué bendición infinita nos ha dado Dios en un Salvador resucitado y victorioso! Ya podemos cantar:

En vergüenza brilló tu gloria
    En la cruz.
Tuya, Jesús, fue la victoria
    En la cruz.

Tuya, por toda la eternidad,
Fuerza, honor y majestad
Por el triunfo obtenido
    En la cruz.

Himnos y Cánticos (francés), n° 43, 3.

7. En Cristo resucitado, vemos vivo a Aquel que había muerto, y sabemos que Dios, en la riqueza de su gracia, nos ha dado vida en él, «vida eterna, y esta vida está en su Hijo» (1 Juan 5:11) –una vida nueva en verdad, vida de resurrección, vida en Aquel que pasó a través de la muerte, triunfando sobre Satanás, la muerte y el sepulcro. Por eso se dice de nosotros que hemos resucitado con Cristo, vivificados, resucitados y sentados en los lugares celestiales en Cristo Jesús. ¡Qué cosa tan maravillosa es estar así asociados en vida con Aquel que ha triunfado sobre la muerte, y está sentado a la diestra de Dios! ¡Qué libertad y gozo nos da esto! Es natural, pues, que se nos exhorte a buscar las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios, y a pensar en esas cosas y no en las terrenas. ¿No son estos los efectos de la vida de resurrección en nosotros, pues nuestros lugares están arriba, los elementos de esa vida están donde Cristo está sentado?

Si comprendiéramos esto de una manera más práctica, ¡cuánto más familiares nos resultarían las cosas de arriba; y cuánto cuidado deberíamos tener de que las cosas de la tierra no nos ocuparan más allá de nuestros deberes diarios! Disfrutaríamos del «Lugar Santísimo» como nuestro verdadero hogar. El «trono de la gracia» (véase Hebr. 4:16) nos da acceso continuo en confianza. El Hombre resucitado y glorioso sería el objeto que constantemente atraería, ordenaría y satisfaría nuestros corazones. Podríamos contemplarlo con gozo como nuestra vida, nuestra justicia, nuestra paz, nuestra esperanza. Los diversos oficios que desempeña para nosotros en la gloria como nuestro Sumo Sacerdote, nuestro Abogado, como Aquel que lava nuestros pies, como el Pastor de nuestras almas, bastarían para llenarnos de abundante consuelo y refrigerio. Aferrados a la Cabeza, de quien fluyen todas las bendiciones a cada miembro del Cuerpo, estaríamos en comunión con él en su obra presente en la tierra. El Espíritu nos llama a contemplarlo como estando por encima de todos los principados y potestades (véase Col. 1:16); Él está por encima de todo nombre que se nombra, no solo en este mundo, sino también en el venidero, y nosotros estamos completados en él. Estas y muchas otras preciosas enseñanzas deben ocupar nuestras almas, si buscamos las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Muchos santos ya están con el Señor, ausentes del cuerpo y presentes con el Señor (véase 2 Cor. 5:8). Como nosotros, esperan su regreso. Él ha vencido la muerte, aplicará su poder de resurrección a nuestros cuerpos, y entonces todos los que están en Cristo, muertos en Cristo o vivos, serán arrebatados juntos a la vida y a la gloria de la resurrección para estar «siempre con el Señor» (1 Tes. 4:17).

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1955, página 104


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