Acción en la Asamblea
Autor:
Los dones y los ministerios espirituales
Tema:(Fuente autorizada: biblecentre.org)
La enseñanza de la Escritura siendo tan clara como es posible sobre este punto, podría parecer superfluo recordar que el privilegio de la acción en la iglesia es confiado solo a los hermanos. Los pasajes que no puedan prestarse a divergencias de interpretación son, no obstante, desconocidos por una parte de la cristiandad, que no solamente acepta el ministerio de mujeres, sino que aun se gloría de lo que considera como una feliz evolución; citemos estos pasajes: «Que las mujeres se callen en las iglesias; porque no les es permitido hablar; sino que estén sometidas, como también lo dice la Ley. Y si algo desean aprender, pregunten a sus maridos en casa; porque es indecoroso que una mujer hable en la iglesia». «Que la mujer aprenda en silencio con toda sumisión. Pero no permito a la mujer enseñar ni ejercer autoridad sobre el hombre, sino estar en silencio» (1 Cor. 14:34, 35; 1 Tim. 2:11, 12). Para un corazón fiel, sumiso a la Escritura, no hay ninguna duda, solo obedece. Agregamos que un creyente que desea conformarse a las enseñanzas de la Palabra no podría estar en una reunión que recibiera el ministerio de mujeres, él comprende que su lugar no está allí.
Los hermanos, y solo ellos, tienen pues el privilegio, la libertad de acción. Pero este privilegio, como otros muchos privilegios, conlleva responsabilidades; la libertad de acción está lejos de ser sin límites. Actuar en la iglesia, en la presencia del Señor, es algo muy serio; ¿a veces no corremos el peligro de perderlo de vista? Solo puede ser efectuado según el pensamiento de Dios en la dependencia del Espíritu Santo; una acción que no tuviera al Espíritu Santo como fuente debería ser excluida, ella no tiene ningún lugar en la iglesia. Siempre es con mucho temor que un hermano debería considerar abrir la boca en una reunión y sería mejor que se abstuviera si no tiene el sentimiento de actuar bajo la dirección del Espíritu.
El propósito de toda acción, 1 Corintios 14 nos lo enseña, es la edificación de la iglesia. Solo el Espíritu de Dios puede dar lo que es propio para edificar, lo que puede responder a las necesidades de los santos, a las necesidades del momento como también a las necesidades permanentes. Entonces si la acción ejercida por un hermano de manera habitual, no edifica a la iglesia, bien se puede pensar que no es el Espíritu Santo que lo dirige y, en consecuencia, conviene detenerlo.
Es un deber de amor hacia ese hermano, hacia la iglesia y hacia el Señor. Uno de nuestros conductores ha escrito: «Si alguno habla en la iglesia y que habitualmente su acción no edifica, creo que es necesario detenerlo. No he podido nunca comprender que la iglesia de Dios pueda ser el único lugar donde la carne sea libre para actuar sin que sea reprimida; es una locura pensar que deba ser así. Deseo que la más completa libertad sea dada al Espíritu, pero ninguna a la carne» (J.N.D.). Es necesario intervenir en casos similares porque no solamente la iglesia no recibe ninguna edificación, sino que aun sufre de una acción que no es espiritual. Esta intervención debe ser siempre hecha con amor, con delicadeza, de tal manera que no traiga ningún problema y que al contrario sea útil y provechosa para aquel que es el objeto de ella. Por un lado, es necesario no dejar a la iglesia en el sufrimiento; por el otro, conviene actuar con sabiduría y discernimiento, buscando el bien de aquel cuya acción no edifica.
Ciertamente que cualquier acción es difícil de ejecutar, pero si hay una que lo es particularmente, esta es bien la acción inicial, la petición de un cántico, oración, lectura de la Palabra, mediante la cual un hermano comienza la reunión. Muy por el contrario, algunos la consideran la más fácil; porque como no ha habido nada que la haya precedido, piensan que no hay ningún peligro de apartarse de la corriente del Espíritu. Es olvidar que, la hora «llegada», la reunión comienza con el silencio: en el seno de la iglesia meditativa el Espíritu Santo actúa, obrando en los corazones, y la primera acción indicada debe estar en acuerdo con la corriente de pensamientos así producida, y que solo el Espíritu Santo nos hará discernir. De tal manera que la primera acción puede muy bien no ser espiritual, lo que tiene graves consecuencias porque esto puede a veces desviar el curso de la reunión. Señalemos aquí un punto de cierta importancia: una acción es ejercida, otras siguen de acuerdo con la primera, lo que es susceptible dejar creer que haya habido una verdadera dirección del Espíritu en el desarrollo de la reunión, aunque esto no haya sido así. En efecto, el espíritu humano es perfectamente capaz de encontrar algunas frases, incluso cánticos, o bien ciertos pasajes de la Palabra relacionados con una idea expresada, de tal manera que el conjunto aparezca coordinado; pero que no ha sido conducido y dirigido por el Espíritu de Dios.
Un hermano espiritual discernirá más o menos rápidamente que esta coordinación no es el fruto de una acción del Espíritu, no sentirá ni la unción ni el poder, y la acción que podrá ejercer constituirá entonces un acto de ruptura, lo que algunos interpretarán como una interrupción de la corriente del Espíritu y mientras que en efecto ella tendrá por efecto reestablecerla, o establecerla.
Que un hermano proponga un cántico al comienzo de la reunión de edificación, otro del que esperamos más o menos que presente la Palabra y que hubiera podido tener ante él un mensaje para dar, con una nítida dirección del Espíritu, desconfiando de sí mismo y temiendo haberse equivocado en lo que debía decir, o bien se callará o continuará en la corriente de pensamiento introducido por el cántico, y la reunión podría estar en gran parte perdida si el cántico propuesto no era el fruto de una acción espiritual.
El hecho es aun más marcado cuando un hermano está de paso en otra iglesia donde tiene a cargo una reunión, sea que haya sido convocada especialmente, sea que la responsabilidad de una reunión habitual le haya sido confiada: un cántico indicado fuera del pensamiento del Espíritu hace correr el riesgo de confundir al siervo, impidiéndole quizá, si su espiritualidad es momentáneamente débil, presentar lo que tenía que dar para la edificación de la iglesia. Notemos por otra parte que cuando se trata de una reunión a cargo de un hermano es conveniente dejarle que él proponga el primer cántico. Todo esto sin perder de vista que un hermano llamado a presentar la Palabra será a veces muy feliz de tener una indicación, que le será dada por el cántico propuesto, si se está bajo la dirección del Espíritu Santo. ¡Que en todas las cosas sea el Espíritu quien nos conduzca!
Si insistimos sobre este punto, es en razón de su gran importancia. Repitámoslo: no hay una acción más difícil de hacer, y que necesite más discernimiento y espiritualidad, que la acción inicial. ¡Y si cualquier acción necesita dependencia, temor y temblor, cuánto más esta! Si hay un momento en la reunión donde, muy particularmente, no debería haber ni prisa ni precipitación, es al comienzo de la reunión. Si verdaderamente algún hermano no tiene una dirección espiritual muy nítida, un momento de espera y de oración –silenciosa o expresada– ¡cuán preferible es, incluso si debiera prolongarse!
Uno de los pensamientos dominantes presentados por el apóstol en los capítulos 10 al 14 de la primera epístola a los Corintios es la unidad. Lo mismo que la cena del Señor celebrada en su mesa, la presencia y los dones del Espíritu, están en relación con la unidad del Cuerpo y cada creyente es responsable a este respecto de emplear los dones que le han sido entregados, como también lo es en cuanto a su participación a la cena. No manifestamos, prácticamente, la unidad del Cuerpo cuando un miembro no toma el lugar que le ha sido asignado por el Espíritu Santo. Es indispensable que los miembros del Cuerpo guarden cada uno su lugar, cumplan cada uno su función, saquen la fuerza de su fuente y reciban del Espíritu Santo las direcciones necesarias.
Si esto es así, estaremos guardados de acciones precipitadas o desviadas, susceptibles de producir cierto malestar mucho más que la edificación de los santos. Que ninguno de los hermanos pierda de vista su propia responsabilidad para toda acción que deba ejercer, y que «los demás juzguen» (1 Cor. 14:29). Si un hermano habla en la iglesia y que, de manera habitual, su acción no aporta ninguna edificación, aquellos que lo dejan actuar son responsables de este estado de cosas tanto como él, aunque las responsabilidades no sean las mismas de una parte y de otra. La dificultad para intervenir, realmente muy cierta, no debe ser considerada como susceptible de justificar o excusar la falta de intervención. En eso, como en todas las cosas, la oración permanece como nuestro gran recurso: podemos estar seguros que Dios sabrá dar la sabiduría necesaria y las palabras que convienen, que sabrá también inclinar el corazón de aquel de quien la acción pesa sobre la iglesia en lugar de edificarla, de manera que estará dispuesto a recibir la palabra de exhortación y de advertencia. ¡Dios es más grande que todos, a veces lo olvidamos!
¡Cuán necesario es desear que en la iglesia cada uno permanezca en su lugar y cumpla el servicio que se le ha sido confiado, sin sobrepasar su medida, como también quedándose sin llegar a ella! ¡Que bendición resultaría si el Espíritu Santo pudiera siempre actuar sin que nada lo contriste, sirviéndose de instrumentos preparados que podría emplear para la edificación de la iglesia! Para que esto sea así, conviene en efecto, primeramente, que los hermanos –y las hermanas igualmente, pero los hermanos en particular porque son responsables de la acción– sean alimentados de Cristo. Una vida individual caracterizada por la piedad, el temor de Dios, el apego al Señor, tendrá felices repercusiones en la vida y las reuniones de la iglesia. Si la Palabra ha sido leída con oración, meditada, estudiada, habrá en las reuniones instrumentos a disposición del Espíritu Santo.
Mientras que muy a menudo nuestras vidas espirituales están ocupadas y llenas sobretodo de todas las cosas de aquí abajo, de manera que venimos a la reunión en una condición tal que el Espíritu Santo no puede servirse de nosotros –hablamos aquí de hermanos, que se entienda bien. ¡Venimos a veces con el corazón vacío, si no lleno de cosas terrenales, y nos reposamos en uno o dos hermanos que tienen la costumbre de actuar!
Comprendemos así por qué la reunión de iglesia, según 1 Corintios 14, es difícil de realizar: nuestras almas están a menudo muy poco alimentadas de Cristo, de la Palabra, de tal manera que son muy poco los instrumentos que el Espíritu Santo puede servirse para una acción útil y provechosa.
Insistimos sobre este punto con el riesgo de repetirnos: la realización de la presencia práctica del Espíritu Santo y su libre acción en medio de ella son indispensables en la vida de la iglesia y condicionan su prosperidad. El desconocimiento de esta verdad deja el campo libre a la acción de la carne y echa deshonra sobre el nombre del Señor, Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia. Todo debería ser hecho en la dependencia y poder del Espíritu Santo; el mínimo servicio en la Iglesia, la menor función en el Cuerpo de Cristo, una lectura, una acción de gracias, una oración, todo debería ser el resultado de la sola actividad del Espíritu.
Esta acción del Espíritu Santo, si nada en nosotros la estorba, nos guardará de cualquier impaciencia, de cualquier precipitación; ella nos conducirá a esperar en el Señor, no impidiendo a nadie actuar y no rehusando abrir la boca si somos conducidos a hacerlo. Debe haber siempre una plena libertad en la reunión, pero la única verdadera libertad del Espíritu; una cierta molestia existe a veces y es muy lamentable, sin embargo, mayor es la insolencia del que se pone por delante porque tiene la posibilidad de expresarse y no porque el Señor le ha dado lo que es a propósito para la edificación de la iglesia. ¡Cómo nos sería provechoso no olvidar jamás lo que el apóstol Pedro ha escrito en su primera epístola: «¡Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios!» (4:11). Alguno puede emitir pensamientos muy justos, conformes a la Escritura y, sin embargo, dar otra cosa que lo que Dios desearía colocar delante de la iglesia en ese momento. Si un hermano no está plenamente convencido de lo que desea presentar, que es bueno y conveniente para la iglesia en el momento presente, es preferible que espere.
Hay pues un doble peligro: por una parte, guardar silencio cuando se tienen «cinco palabras» para la edificación de la iglesia; por otra parte, estar siempre dispuestos a ponerse por delante sin tener la seguridad de ser conducidos por el Espíritu Santo y, mientras que los hermanos, llamados «a juzgar» (1 Corintios 14:29), tienen, ellos, el sentimiento que la acción ejercida no es espiritual. ¡Que Dios nos tenga cerca de Él, desconfiando de nosotros mismos y dependiendo de Su Espíritu, a fin de que en la iglesia podamos evitar estos dos obstáculos, siendo capaces de ejercer una acción beneficiosa que traerá edificación y bendición!
Traducido de «Le Messager Évangélique» año 1968