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A propósito de la vida de Iglesia
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(Fuente autorizada: biblecentre.org)
La doctrina de la Iglesia ha sido presentada y desarrollada abundantemente en muchos escritos, o aun más, en muchos artículos de esta revista [1]. Como enseñanza, esta ha sido mantenida; sin embargo, suceden circunstancias, por medio de las cuales Dios nos hace poner el dedo en la llaga cuando actuamos, a menudo en la práctica, como si ignorásemos tales enseñanzas. Estas son señales que, en la vida de la Iglesia, permiten medir su decadencia. ¿Podemos estar sorprendidos? Aunque la imperfección nos caracteriza siempre cuando se trata de poner en práctica lo que la Palabra nos enseña y ¿no conviene tratar de determinar las causas? ¡Que haya en nosotros al menos este ejercicio! Este ejercicio no será inútil si nos conduce a sentir nuestras miserias, a ver de dónde provienen y a remediar el mal. En cualquier medida, damos gracias a los recursos que Dios pone siempre a nuestra disposición, pero que tan poco sabemos utilizar.
[1] Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1951.
1 - Conocimiento práctico
Se ha oído decir muchas veces: “Si nuestra marcha individual y colectiva deja mucho que desear, es porque tenemos demasiados conocimientos”. Porque en lo que respecta a la doctrina, somos “sabios”, pero desearía mejor que supiéramos menos y que pusiéramos en práctica lo que hemos aprendido. ¡Que tengamos que humillarnos tanto por faltar en nuestra conducta, es muy cierto! Pero si es totalmente real que nuestra marcha está lejos de corresponder a lo que debería ser, es también real que sufrimos de un exceso de conocimientos. Luego ¿es necesario ver allí la verdadera causa de nuestras faltas? ¿Somos tan experimentados en cuanto a doctrina? Deberíamos ser «maestros, después de tanto tiempo» (Hebr. 5:12), ¿lo somos?
Algunos, que nos llaman “darbistas”, aseguran que ¡nadie puede ser admitido en comunión a la Mesa del Señor si no ha profundizado los escritos de J.N. Darby! Una afirmación gratuita, refutada por los hechos: la mayoría de nosotros, por desgracia, apenas hemos leído las obras de este venerado siervo de Dios y es probable que pocos sean los que han meditado pacientemente sobre ellas. Y, sin embargo, nos enorgullecemos tan fácilmente de nuestro conocimiento y diríamos con gusto: «Soy rico, me he enriquecido…» (Apoc. 3:17). Pero si es verdad que Dios nos dio una vez un ministerio de gran riqueza, recordando muchas verdades olvidadas durante siglos, también es verdad que apenas sabemos cómo apropiarnos de tal tesoro para nosotros mismos. El conocimiento que reivindicamos sin poseerlo es, de hecho, el conocimiento que Dios dio a nuestros predecesores hace poco más de un siglo, y en el que a menudo entramos muy poco.
El espíritu de Laodicea nos lleva a decir: «Soy rico, me he enriquecido…», en la ignorancia en la que uno está de su verdadero estado: «y no sabes que tú eres el desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo…». En vez de hablar de nuestro conocimiento, humillémonos de nuestra ignorancia, ignorancia que es tan culpable porque Dios ha puesto a nuestra disposición todo lo que sabía que era necesario para nosotros.
¿Hay suficiente piedad y temor de Dios?, ¡no, desgraciadamente! ¿Demasiado conocimiento?, ¡no! Ciertamente, el conocimiento no lo es todo; puede incluso presentar peligros, incluso llevar al orgullo espiritual… Pero esto no debe llevarnos a rechazarlo y hacernos creer que nuestras miserias son consecuencia del conocimiento desarrollado en exceso. Lo que no debemos perder de vista, para evitar los peligros que puede conllevar, es que el conocimiento siempre debe ejercitar la conciencia. ¿Existe una trampa tan seria como un conocimiento que solo toca la cabeza y no toca el corazón o la conciencia? El conocimiento desarrollado aumenta las responsabilidades. ¿Querríamos rechazar el conocimiento para evitar las responsabilidades?
Dios nos llama a obedecer como Cristo, hombre perfecto, ha obedecido en este mundo: fuimos elegidos «para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo» (1 Ped. 1:2). Para hacer la voluntad de Dios, antes hay que conocerla. Cristo, hombre en la tierra, pudo decir a través del Espíritu profético: Jehová me «despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios. Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni me volví atrás» (Is. 50:4-5). No se niega a ser instruido en el conocimiento del pensamiento de Aquel a quien ha venido a glorificar en la tierra y encuentra sus deleites en obedecer: «El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón» (Sal. 40:8).
Para que todo en la vida de la Iglesia se haga según las enseñanzas de la Palabra, es necesario saber «cómo debes comportarte en la casa de Dios (que es la Iglesia del Dios vivo), columna y cimiento de la verdad» (1 Tim. 3:15). Primero hay que saber antes de hacer, conocer antes de obedecer, aprender antes de servir.
Sin duda, muchos de entre nosotros poseen, en diversos grados, un conocimiento teórico de la Iglesia y de las diversas actividades que se ejercen en su seno, ya sea para los servicios o para su administración. Algún conocimiento nos ha sido impartido por el ministerio escrito u oral, conocimiento que se basa en la Palabra de Dios; tal vez incluso, a veces lo hemos recibido directamente, por el único medio de la Palabra, sin intervención del ministerio de otro. ¿Qué hacemos con él? ¿No somos oidores «olvidadizos» más a menudo que hacedores «de la obra»? (Sant. 1:25). ¿No es cierto que el conocimiento teórico nos basta con demasiada frecuencia? Estamos contentos con él, olvidando que, si Dios nos da a conocer su voluntad, es para hacerla. El apóstol pedía a Dios que los colosenses fueran «llenos del conocimiento de su voluntad, en toda sabiduría e inteligencia espiritual; para que andéis como es digno del Señor, con el fin de agradarle en todo, dando fruto en toda buena obra, y creciendo por el conocimiento de Dios» (Col. 1:9-10).
No se puede hacer su voluntad sin conocerla. Pero si Dios nos da el conocimiento de su voluntad, somos responsables en cumplirla.
Existe el peligro de alimentarse de los escritos que presentan la «sana enseñanza» sin asimilar este alimento. Demasiado a menudo, pues, nos vemos obligados a utilizarlos como si se tratara de un “reglamento general” o de un “código”: cuando surge una dificultad, buscamos una línea de conducta expresada al pie de la letra, como si pudieran surgir dos dificultades absolutamente idénticas y, una y otra vez, en circunstancias y entornos exactamente similares en todos los aspectos. Así no es como el ministerio escrito puede ayudarnos. Dios nos lo dio para alimentar nuestras almas, para educarnos, para desarrollar nuestro «hombre interior» para que no seamos «niños» (comp. Efe. 3:16; Hebr. 5:12-14).
En presencia de dificultades, entonces tendremos un discernimiento adecuado y, ejercitados ante Dios, recibiremos de él, a través de su Espíritu, la sabiduría necesaria para actuar de acuerdo con su pensamiento. Lo que él nos dará será exactamente lo que es apropiado para el caso particular puesto ante nosotros y de acuerdo con las enseñanzas de su Palabra. Decir que Dios nos ha mostrado que debemos actuar de tal manera en tal o cual circunstancia, cuando este curso de acción no está en armonía con la enseñanza de las Escrituras, sería seducirnos a nosotros mismos y tomar nuestra propia voluntad por la de Dios.
¿Quién es más censurable: el perezoso que retrocede ante el esfuerzo que tiene que hacer para apropiarse de lo que tiene a su disposición, y que, sin embargo, se glorifica de tener conocimientos que no posee, o incluso si los tuviera, aún no tendría ningún derecho a vanagloriarse (1 Cor. 4:7), y que, cuando no actúa según las enseñanzas de la Palabra, puede creer excusar su falta pretendiendo su ignorancia; o bien, el que conoce la Palabra y que, en lugar de ponerla en práctica, camina según sus propios pensamientos? No sabríamos qué decir. Pero, en cualquier caso, esta ignorancia o este abandono, culpables el uno y el otro, conducen inevitablemente, también lo uno y lo otro, al desorden y a la confusión. ¡Este es el camino de la ruina completa!
Que se trate de nuestra conducta individual o nuestra conducta colectiva, solo podemos glorificar al Señor si somos gobernados interiormente por la Palabra. Dejémonos guiar por ella, nuestros caminos estarán bien regulados y el orden según Dios se mantendrá en la Iglesia.
Desorden y confusión son las características de nuestro pobre estado. Si cosas humillantes son manifestadas, es porque hay un juicio que hacer en nuestros caminos, en nuestros corazones, en nuestras conciencias; y Dios permite que se manifiesten para que se pueda hacer este juicio. Que la obra de Dios se haga en nosotros, sin que nuestro razonamiento y los pensamientos de nuestros propios corazones lo impidan. Dios quiere bendecirnos y se preocupa por su gloria en su Iglesia, la cual él adquirió para sí mismo (Hec. 20:28). ¡Es una prueba más de su gracia que nos detenga, que nos lleve a considerar nuestra miseria y nos invite al arrepentimiento! Meditemos en lo que se dice a la Iglesia responsable, ya sea al principio o al final de su historia: «¡Recuerda de dónde has caído! Arrepiéntete y haz las primeras obras; si no, vendré a ti y quitaré tu candelabro de su lugar, a no ser que te arrepientas»; «Yo reprendo y disciplino a todos los que amo; ten fervor, pues, y arrepiéntete» (Apoc. 2:5; 3:19). Yo reprendo y castigo… ¿No hemos permanecido sordos a muchas reprensiones? Porque él nos ama con un amor inmutable, entonces Dios es guiado a castigarnos. No endurezcamos nuestros corazones, sino al contrario, escuchemos su voz: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20). ¡Él es fiel y cumplirá sus promesas!
Cabe preguntarse, con razón, si es útil escribir algo más sobre la Iglesia. Sin pretender añadir nada a lo que se ha enseñado tan a menudo, solo queremos recordar ciertas verdades, la mayoría de las cuales son bien conocidas, pero que es manifiesto que son a menudo poco vividas.
En primer lugar, consideremos un punto sobre el que nos resulta humillante tener que volver. Ninguno de nosotros ignora que Dios está presente en la Iglesia a través de su Espíritu y que el Señor, siempre fiel a su promesa, está en medio de los dos o tres reunidos en su nombre, pero ¿hasta qué punto nos damos cuenta de esto? ¡Decir que el Señor está en medio de nosotros, es una afirmación que se ha convertido en algo común y, hasta cierto punto, sin sentido porque se ha repetido tan a menudo sin darnos cuenta! O ¿es que nuestros corazones experimentan la solemnidad de esta presencia y producen los resultados que necesariamente se derivan de ella en la reunión?
Nos gustaría centrarnos en temas prácticos. Permítasenos, por tanto, estas preguntas: Desde el momento en que entramos en la sala donde está reunida la Iglesia, ¿tenemos el pensamiento de que el Señor está allí y esto da lugar a sentimientos de temor y respeto en nosotros que son apropiados para su presencia, o, si no somos suficientemente conscientes de ello, entramos y permanecemos en este lugar como lo haríamos en cualquier otra sala en la que se reúna la gente?
Tratar de remediar lo que no es apropiado, obedeciendo algún tipo de orden o mandato, no sería de mucho valor y no elevaría nuestro nivel espiritual. Actuar sobre los efectos nunca ha influido en las causas. Es necesario que Dios trabaje en nosotros para que nuestros corazones sean sensibles a la realidad de la presencia del Señor en la reunión, con todo lo que ello implica. Sin esfuerzo ni coacción, sin ninguna santidad fingida, entonces naturalmente nos veremos llevados a observar la actitud que mejor se adapte a esta presencia. A veces se teme que cualquier insistencia en este punto conduzca a actitudes fingidas. Pero ¿solo se puede sanar un mal cayendo en otro? Y, para evitar caer en otro, ¿nunca intentaremos curar un mal?
Ni el descuido ni el fingimiento son apropiados en la presencia de Dios. Necesitamos una conciencia ejercitada, un corazón que sienta el amor de Cristo, para que entremos en la reunión, lo encontremos y disfrutemos de su presencia por encima de todo. Esto determinará nuestra entrada en el lugar de reunión y nuestra conducta a lo largo de las reuniones. También marcará la acción ejercida en la iglesia: actuar «como de parte de Dios, delante de Dios» (2 Cor. 2:17), con temor al Señor y dependencia del Espíritu Santo, siempre producirá bendición. Y no solo eso, sino que toda la vida de la iglesia se verá afectada.
En una iglesia local donde este sería el caso, muchas de las cuestiones que a veces perturban la comunión entre los hermanos ni siquiera se plantearían y las que podrían plantearse se resolverían según el pensamiento de Dios, sin que se produjeran conflictos. ¡Cuántas cosas tristes nos llevan a reconocer con humillación que sabemos muy poco sobre la presencia del Señor en la Iglesia! No se las habría permitido en vano si nos llevan a redescubrir la realidad de esta presencia y que pudiéramos decir una vez más «El impío hace obra falsa» (Prov. 11:18).
La promesa de la presencia del Señor es para todos los tiempos, no solo los días hermosos del comienzo de la historia de la Iglesia, sino también los días de ruina en que nos encontramos: se asegura a «dos o tres» que «se hallan reunidos a mi nombre» por el poder del Espíritu Santo (Mat. 18:20). La Iglesia es, por tanto, en su reunión, el lugar donde estamos llamados a disfrutar de la presencia del Señor, y esto es verdad en todo momento. Es también la «morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22). De aquí brota para nosotros una seria responsabilidad por todo lo que concierne a la vida de la Iglesia: se nos exhorta a que andemos «de manera digna del llamamiento con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, soportándoos unos a otros en amor; solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Efe. 4:1-3).
Estamos edificados juntos para ser «morada de Dios en el Espíritu», por lo que nuestro camino, individual y colectivo, debe ser digno de tal llamado. Decir que somos la «morada de Dios en el Espíritu» es afirmar que Dios está presente en la Iglesia por medio de su Espíritu. Nada puede llevarnos a manifestar los caracteres de Efesios 4:2 que la conciencia de que estamos en la presencia de Dios. Ante Dios somos mantenidos en humildad, no tenemos ningún derecho que hacer valer y la mansedumbre debe caracterizarnos; podemos mostrar una larga paciencia y apoyo hacia nuestros hermanos y hermanas. No hay entonces ningún conflicto en esta «morada de Dios en el Espíritu»: el estado normal es la «paz»; unidos entre sí por este «vínculo de la paz», los hermanos y hermanas pueden «guardar la unidad del Espíritu». Para guardar esta «unidad del Espíritu», es necesaria una constante “aplicación”: es, de hecho, darse cuenta de que estamos en presencia de Dios.
La marcha y el culto están estrechamente ligados entre sí: si los caracteres de nuestra conducta no son los que se nos presentan al principio de Efesios 4, ¿cómo efectuaremos la adoración en común? Aarón debía encender las lámparas y colocarlas antes de hacer fumar el incienso en el altar de oro (Éx. 30:7-8). Con otras palabras: los creyentes deben brillar como «lumbreras en el mundo» (Fil. 2:15-16) si desean poder ir al altar de oro para adorar. Se dice que las «lumbreras» corresponden a la manifestación de los caracteres de Dios en el poder del Espíritu Santo. Hemos recibido la vida divina, somos responsables de mostrarla y solo podemos hacerlo en la medida en que dejamos que el Espíritu Santo actúe en nosotros: ocupándonos de Cristo, él desarrolla en nosotros la vida nueva que nos ha sido comunicada y así podemos ser «imitadores de Dios, como hijos amados» (Efe. 5:1). Si cada uno de los creyentes lo hiciera, todos juntos guardaríamos «la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» y podríamos adorar ante el altar de oro con el poder del Espíritu Santo.
A pesar de nuestra extrema debilidad y aunque estamos en los «postreros días», el Espíritu Santo no deja de habitar ni en el creyente ni en la casa de Dios. En su servicio para con los santos, tiene dos actividades principales: juzga todo lo que es de la carne en nosotros y exalta a Cristo. De hecho, solo debería cumplir este segundo servicio, mientras que está ocupado con demasiada frecuencia con el primero. Si el Espíritu Santo está contristado y no puede cumplir su función por excelencia, según Juan 16:13-15, ¿realmente nos damos cuenta o continuamos actuando como si no fuera así? En este último caso, podemos usar muy bellas expresiones, pero no corresponden a la realidad. ¡Qué triste estado este! Podemos tener la boca llena de las declaraciones más conmovedoras de la Escritura, mientras que no traducen nada de lo que hay en el corazón… Cuando es así, ¿podemos encender el incienso en el altar de oro? Desgraciadamente, solo presentaremos un fuego extraño (comp. Lev. 10).
Supongamos el caso de una iglesia donde las reuniones no aportan ningún frescor, donde se siente tibieza y casi indiferencia; la actividad espiritual ha dado paso a una acción rutinaria; las almas están mal alimentadas y, por consecuencia, decaídas. Es claro que el Espíritu Santo está contristado. ¿Estamos satisfechos o hay un ejercicio ante Dios, entre los hermanos y también entre las hermanas? ¿Se le pide a Dios, con insistencia, que ponga en evidencia el mal escondido que puede existir y que, sin ser juzgado, es un obstáculo para la libre acción del Espíritu Santo? ¿Se le pide que manifieste el estado de los corazones, el estado de la iglesia? ¡Puede ser debido a este estado que el mal permanece oculto! ¿Le pedimos que nos dé el remedio según Él?
Si la responsabilidad de los hermanos es primordial en esta esfera, no disminuyamos en modo alguno el papel que las hermanas piadosas pueden ser llamadas a desempeñar; serán ayudas muy útiles, si tratan con Dios en el secreto de sus corazones e interceden en favor de la iglesia. A menudo tienen percepciones espirituales muy desarrolladas y por lo tanto pueden tener la inteligencia para pedirle a Dios lo que es apropiado. ¿No es cierto que un servicio así, tan precioso para las iglesias, es muy poco conocido, y aún menos puesto en práctica? Por el contrario, ¿no vemos a hermanas saliendo de su lugar, deseando ocuparse de los asuntos de la administración de la iglesia y buscando igualmente a imponer su pensamiento en tal o cual asunto? No pudiendo justificar tal actitud por la Palabra, se probará hacerlo por otros medios: buscando ejemplos aquí o allá, se citará el caso de una hermana piadosa a la que se consultó con ocasión de ciertas dificultades, para que se apruebe la injerencia de las hermanas en la administración de la iglesia. Ciertamente, puede suceder que en una iglesia local haya una hermana piadosa, que vive cerca del Señor, «reverente en su conducta» (comp. Tito 2:3), una verdadera «madre en Israel» (comp. Jueces 5:7); los hermanos estarán contentos de poder hablar con una hermana así en una circunstancia difícil y, solicitada para hacerlo, dará lo que el Señor le haya dado. Haciéndolo así, ella no abandona su lugar y sin duda sería la primera en censurar y reprender a aquellas que abandonan la posición de sumisión que Dios ha dado a la mujer.
Coloquemos el dedo en la herida. La participación de las hermanas en la administración de una iglesia local, ya sea en secreto o públicamente, es una fuente de desorden: siempre hay desorden cuando los distintos miembros del Cuerpo no cumplen cada uno su propia función. Es también una causa de debilitamiento, así como una consecuencia de la debilidad de la iglesia local. Si una actividad de este tipo puede llevarse a cabo sin que se le ponga un término, es a causa del estado de la iglesia; y, por otro lado, esta actividad acentúa este estado de debilidad. Ha habido iglesias que han sufrido una grave decadencia desde la partida de una hermana fiel que, teniendo en cuenta el testimonio, oraba con ardor y perseverancia; ha habido otras iglesias que no han podido recuperar su prosperidad mientras ha habido una o dos hermanas en medio de ellas que tomaban un lugar en la vida de la iglesia que no les pertenecía.
“Nunca he visto a una mujer mezclarse en los asuntos de la iglesia, sin que lo haya hecho mal. Ellas son benditas y muy útiles en su lugar, pero ese lugar (de administrar) no les pertenece” (Cartas de J.N.D., octubre 1877).
2 - La disciplina
La iglesia como tal es también llamada a ejercer la disciplina, lo que no se desea hacer, repitámoslo, es excluir al culpable; porque la disciplina es precisamente el conjunto de medios puesto en práctica para prevenir la exclusión. En el espíritu de muchos, lo hemos señalado, la disciplina de la iglesia es la exclusión; por consecuencia, no se sabe generalmente ejercer las disciplinas apropiadas que, en muchos casos, podrían evitar la exclusión. Tanto es así que se cree a veces que la iglesia no tiene nada que hacer hasta el momento cuando es necesario colocar «al malvado» fuera de comunión. Luego, 2 Tesalonicenses 3:14-15 nos habla de una disciplina de iglesia y no de un colocar fuera de la comunión; está escrito, en efecto, a propósito de alguno que anda en desorden: «el malvado», sea quitado de en medio de ella por la iglesia, no es llamado “un hermano” sino «al tal», igualmente después de su restauración permite considerar su reintegración en la comunión de la iglesia (2 Cor. 2:7). Esta disciplina de la iglesia consiste en no «tener relación» (en otros términos: no tener relaciones) con aquel que es el objeto de exclusión. Allí aun, así como lo hemos señalado, la disciplina presentada en Romanos 16:17 es de una misma naturaleza que aquella que está en cuestión en 2 Tesalonicenses 3:14-15. La Epístola a los Romanos está dirigida «a todos los amados de Dios que estáis en Roma» y la Segunda Epístola a los Tesalonicenses «a la iglesia de los tesalonicenses». Así que es la iglesia que es llamada a ejercer una semejante disciplina. ¿No es verdad que ella lo hace muy raramente? De hecho. Se puede llegar a resultados tales como aquellos: o de desorden, o de exclusiones que se hubieran podido evitar si, en el tiempo oportuno la disciplinada adecuada hubiera sido ejercida.
La disciplina es una “prerrogativa de amor” (J.N.D. Tratado sobre la disciplina, p.4). He allí el punto que es apenas comprendido. No tener «relación» con aquel que es objeto de una disciplina en la iglesia es generalmente considerada como una actitud severa, dura, pero fraternal en todo caso. ¿Como levantar a aquel que está cercano a caer, se dice, si no se le rodea? Pero rodearlo de afecto no es sinónimo de rodearlo de atenciones que pueden ser interpretadas en perjuicio de aquel que se trata de restablecer. Rodearlo de atenciones, es comprender mal las enseñanzas de la Palabra y esto conduce a una desobediencia formal, que debería necesitar, a su alrededor y según 2 Tesalonicenses 3:14-15, el ejercicio de la disciplina: ¿deseo desobedecer a lo que Dios declara: «No tengáis relación con él»? Sucede muy frecuentemente que no se comprende cual es la actitud que conviene observar con respecto a aquel que ha sido excluido. Cuando las enseñanzas de 1 Corintios 5:9-11 son, sin embargo, tan claras; ¡la mas fuerte razón es que estamos poco dispuestos a tomar la posición que es según Dios, cuando se trata de advertir «como a hermano» a aquel con respecto del cual la disciplina ha debido ser ejercitada! Un verdadero amor no retrocederá nunca delante de la acción susceptible de conducir a aquel que ha faltado «para que se avergüence». Pero si somos poco inclinados a someternos a la Palabra, nuestro corazón razonará y haremos, en el fondo, nuestra propia voluntad, aunque sea animado por las más buenas intenciones y pensando así andar en amor.
¿Cuales son, dirá alguno, las faltas que pueden ocasionar el ejercicio de esta disciplina en la iglesia? En algunos casos es preciso aplicar Romanos 16:17 y 2 Tesalonicenses 3:14-15. Es muy claro que esto es dejado a la responsabilidad de cada iglesia local, pero que deben ser guiadas por dos consideraciones esenciales: el cuidado de la gloria del Señor en la iglesia y la búsqueda del bien de aquel que ha faltado. Conviene medir el grado de gravedad de la falta; variará según las circunstancias y la responsabilidad propia del culpable, puede ser también según el estado de la iglesia local. Este servicio debe ser efectuado por los sacerdotes, según las enseñanzas de Levítico 13 y 14. El sacerdote permanece en el santuario; allí, y solamente allí, está al resguardo de todas las influencias exteriores: vínculos familiares, afinidades personales, simpatías particulares. Es así que él podrá tener el pensamiento de Dios. Permanecer en el santuario es indispensable para el ejercicio de la disciplina, cualquiera que sea la forma que revista. Si no lo efectuamos, estaremos en el gran peligro de olvidar que «a nadie conocemos según la carne» (2 Cor. 5:16), arriesgaremos mucho en dejarnos guiar por nuestros sentimientos personales y, por consecuencia, no actuaremos como sacerdotes, ni incluso como cristianos. Si no actuamos totalmente como convendría hacerlo, puede ser pensando que en esto mostramos de la gracia y del apoyo, cuando en realidad, faltamos de un amor verdadero, hacia aquel que es manifestado por la desobediencia a la Palabra.
La conciencia de los hermanos en la iglesia debe estar ejercitada cuando aparece necesaria una disciplina, lo mismo que si se actuara en un caso donde la iglesia debe purificarse del mal quitando al «malvado» de en medio de ella. La acción será ejercida siguiendo el nivel espiritual de la iglesia. ¡Se dice a veces que los casos son resueltos diferentemente según ellos sean de tal o cual iglesia y se iría mas allá posiblemente hasta pretender que hay dos pesas y dos medidas! Notemos en primer lugar que no puede haber dos casos absolutamente idénticos; en grandes líneas pueden ser los mismos, pero las circunstancias de detalles diferencian la una de la otra. Diferentes también son los niveles espirituales de los hermanos y de las iglesias llamadas a ocuparse del asunto. Es necesario siempre tener en cuenta el estado de las iglesias que han de examinar casos en apariencia idénticos y de la inteligencia espiritual de los hermanos; guardémonos pues de enfrentar a dos iglesias la una a la otra porque ellas han de actuar diferentemente en dos casos que nos parecen idénticos; decimos simplemente que, a pesar de las diferencias, los casos eran diferentes, como también puede ser el grado de espiritualidad de las iglesias –lo que no quiere decir, y es una pena necesaria de señalar, ¡que una de las dos iglesias pueda ser considerada como superior a la otra!
Puede ser bueno decir una palabra a propósito de esta expresión, a menudo empleada como motivo de decisión de exclusión: tomar nota del hecho de que tal ha sido quitado de en medio de la asamblea. A primera vista, parece justo: he aquí que alguno abandona la reunión; la iglesia toma nota y él no está más en comunión en la iglesia. ¿Pero donde se habla, en las Escrituras, de alguno que se ha apartado a sí mismo de en medio de la iglesia? Es a la iglesia que se le dice: «quitad al malvado de entre vosotros» (1 Cor. 5:13). Por consecuencia, solo la iglesia puede cumplir tal acto.
Se puede objetar que: la iglesia es invitada a quitar al «malvado», pero, ¿por el simple hecho de que alguno abandone la reunión, se puede decir que es un «malo», y por consecuencia, la iglesia está fundada, según la Palabra, a quitarle de en medio? Por otra parte, es necesario que el orden sea mantenido en la iglesia; si, pues, alguno abandona la reunión, conviene comprobar el hecho, y luego tomar nota.
En apariencia, todo esto es justo. ¿Pero en realidad? Si alguno abandona la reunión, es necesario primeramente hacerse la pregunta: ¿hemos hecho, para consigo, todo lo que se haya debido hacer? Puede ser, en efecto, que se haya fallado en ocuparse de esta alma, ayudarla, alentarla, rodearla con los cuidados pastorales… Si todo esto hubiera sido hecho como conviene, es posible que esta alma no hubiera nunca abandonado la reunión. Entonces la iglesia ¿no se tiene que humillar? Enseguida, ¿no hay servicio que ejercer después para aquel que se ha alejado? Una oveja que se aleja del rebaño, se dice, es una oveja enferma. Es necesario entonces examinar su estado y cuidarla. Pastor y sacerdote tienen allí la tarea colocada delante de ellos. Si no ha habido un pecado grave, que necesita la purificación de la iglesia, si la oveja enferma está atendida por el ejercicio de los cuidados pastorales, ella se reúne al rebaño y la iglesia no tiene más que regocijarse del retorno de la oveja enferma. Si, al contrario, todo lo que se hace para volverla a traer es en vano, si las advertencias quedan sin efecto, si la reprensión es ineficaz, si la oveja perdida se obstina en su alejamiento, esta obstinación manifiesta el estado en que ella se encuentra. La iglesia, después de diversos ejercicios, puede entonces considerar a aquel que abandona la reunión como siendo «el malvado» de 1 Corintios 5 «porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación» (1 Sam. 15:23). El servicio que debía ser cumplido se ha hecho y ha puesto en evidencia el estado de aquel que ha abandonado la reunión: en adelante, está caracterizado como «el malo» y la iglesia es responsable de quitarlo de en medio de ella, según las enseñanzas de 1 Corintios 5.
¡También es grave tolerar el mal en una iglesia, cubrirlo en lugar de ejercer, en cada caso, la disciplina apropiada! Por lo tanto, es necesario que nos soportemos los unos a los otros en todo lo que se trata de nuestras imperfecciones y de la debilidad que nos caracteriza, tanto como sea necesario para que seamos vigilantes con respecto al mal, comenzando por cuidar primeramente de nosotros mismos. La indulgencia por el mal asocia a aquellos que actúan mal y se manifiesta que no son inocentes «en este asunto» (2 Cor. 7:11). Ciertamente, el Señor que tiene la fuente de su gloria en su Iglesia, sabrá intervenir en el momento oportuno, pero es el lado de Dios y aquello no es de nuestra responsabilidad; por otra parte, será una pérdida para aquel por el cual la disciplina ha debido ser ejercida, para aquellos que han debido ejercerla, para la misma iglesia también. Si una iglesia falta gravemente en su responsabilidad y cuando todos los hermanos y hermanas toman su partido, el Señor podrá abandonar la iglesia, quitará su «candelabro de su lugar» (Apoc. 2:5).
Se ha dicho que, si alguno cubre el mal, Dios sabrá descubrirlo. Es necesario, sin embargo, notar que lo que acabamos de decir sobre este asunto sea apropiado para poder “descubrir” algo que es necesario evitar que sea traído al conocimiento de todos. “Lo que sería algo horroroso es ser obligado a descubrir toda especie de mal al conocimiento de todos. Tal no es ciertamente la tendencia, tal no es el efecto del amor: por el contrario, el amor «cubrirá multitud de pecados» (Sant. 5:20). Si con amor en nuestro corazón, vemos a un hermano en un pecado que no sea de muerte, oraremos por el; y ese pecado puede que jamás salga a la luz, que jamás llegue a ser un problema en el cual la Iglesia se haya ocupado” (J.N.D., Tratado sobre la disciplina, p.10). Es necesario actuar con mucha sabiduría. Saber discernir aquello que debe ser soportado según Colosenses 3:12-15 y que, siendo un pecado netamente caracterizado, necesita del ejercicio de una disciplina apropiada. En este último caso, lo repetimos aún, es importante primero estar en relación con Dios por lo que nos concierne. Además, nuestro propio estado tiene que estar analizado como el de nuestro hermano y antes que el de nuestro hermano. Enseguida, pero solamente después, estaremos calificados para ir a visitarlo y podremos, sea “ganarlo” o “enderezarlo”, cual sea el caso. Es posible que tales resultados no puedan ser obtenidos en razón del estado en que se encuentra aquel que ha «pecado» o que ha sido «sorprendido en alguna falta» (Gál. 6:1). Pero, a veces, resulta lo contrario porque aquel que es conducido a intervenir actúa en un espíritu que no es el que conviene; esto produce entonces la irritación y arriesga agravar aquello que se había procurado remediar.
No hemos hecho una enumeración completa de todo lo que puede dejar de desear en la vida de las iglesias; si nos hubiera sido posible, por otra parte, no hubiéramos deseado hacerlo.
Nuestro fin no fue otro escribiendo estas líneas que, si Dios quisiera servirse de eso para detenernos un momento, y así conducirnos a considerar ante Él, por una parte, nuestra conducta y por otra, las enseñanzas de la Palabra, con el fin de que seamos conducidos a tener una conducta digna «del llamamiento con que fuisteis llamados» (Efe. 4:1-3).
Si tan poco ponemos en práctica lo que Dios nos da y si por lo tanto lo hacemos generalmente mal cuando buscamos hacerlo, es porque no vivimos ante Cristo, es porque a menudo andamos según la carne en lugar de comprender que nuestro viejo hombre ha sido crucificado con Cristo.
No tratemos primeramente de cambiar un comportamiento que a veces, sin embargo, deja mucho que desear; dejemos que la Palabra actúe en nosotros, y Dios, por sus medios, cumplirá su trabajo en nuestros corazones y en nuestras conciencias. Enseguida, muy naturalmente, sin esfuerzo ni molestia, conformaremos nuestras vidas a lo que él nos enseña.
Reconozcamos nuestro real estado, no pretendamos tener más fuerza de la que nos permite nuestra extrema debilidad y que seamos profundamente ejercitados ante Dios sobre esto. Pidámosle que sea nuestra ayuda y que nos conduzca a tener una conducta tal que podamos, en el seno mismo de la ruina y cuando se acentúe la decadencia, recibir antes del arrebato, el «testimonio de haber agradado a Dios» (Hebr. 11:5).
3 - Dios es Amor y Luz
Habiendo recibido la vida divina y siendo responsables de mostrarla, debemos manifestar en este mundo lo que Dios es: Amor y Luz. Somos exhortados a ser «imitadores de Dios, como hijos amados», a andar «en amor» y, por otra parte, a comportarnos en todas las cosas «como conviene a santos» (Efe. 5:1-3). «Andad en amor», nos exhortó, y también «andad como hijos de luz» (v. 8). Sin embargo, siempre tendemos a dar más importancia a uno de los dos caracteres de la vida divina que al otro: o enfatizamos que Dios es Luz o, por el contrario, que es Amor. Solo Cristo, el hombre perfecto, sabía cómo mantener constantemente el equilibrio.
Decir que Dios es Luz y perder de vista que él es también Amor, nos llevaría al legalismo; pero proclamar que él es Amor y tanto Amor que no siempre es Luz, nos haría caer en la más horrible disolución moral. Ahora es tristemente cierto –la Palabra nos lo enseña– que el final de la historia del testimonio está marcado por la disolución moral, por una relajación que resulta de la falta de temor a Dios y que nos lleva al desorden y a la ruina más completa. El temor de Dios debe brillar en toda nuestra vida práctica, en la del creyente y en la de la Iglesia; si no se ve allí, al menos hasta cierto punto, las profesiones de fe más hermosas, ¿no serán palabras engañosas? ¡Humillémonos de que el temor de Dios nos caracteriza demasiado poco! ¡Cuántas cosas nos permitimos que manifiestan nuestra falta de vigilancia en la vida práctica, ya sea para nosotros mismos o en nuestras relaciones con los hermanos!
Es necesario velar primero por el propio camino y, sobre todo, por el propio corazón (comp. Prov. 4:23-27). Bienaventurado aquel que «teme» a Dios, según la expresión del salmista (119:38). Solo en la medida en que nos demos cuenta, podremos velar sobre nuestros hermanos y cuidar de ellos. Si fracasamos en este sentido, no estaremos capacitados para cuidar de nuestros hermanos cuando sea útil y no podremos hacer frente a nuestra responsabilidad en este sentido.
Para cuidar de su hermano, hace falta mucho amor, un amor verdadero que nuestro hermano sentirá y que, en general, lo ganará. La atención prestada será ineficaz si no es fruto de un amor según Dios, será muy probable que desanime a aquel a quien se le proporciona, tal vez incluso para amargarlo.
Los cuidados que deberíamos tener los unos por los otros, con demasiada frecuencia se descuidan, e incluso cuando se ejercen, no siempre se practican con el espíritu adecuado. Este es el caso cuando no estamos en condiciones de prestar este servicio. Entonces hace falta, en primer lugar, arreglar nuestro propio estado delante de Dios antes de hacer algo. Nos inclinamos fácilmente, a veces, a ir a enderezar lo que está mal en nuestro hermano y sucede que una cierta impaciencia nos caracteriza a este respecto. Examinemos primero nuestro propio corazón y, si es necesario, esperemos hasta que la obra de Dios haya sido hecha en nosotros; solo entonces estaremos cualificados para cuidar de nuestro hermano.
Señalemos también este peligro: a veces queremos ocuparnos de cosas que no requieren (o, al menos, por el momento) la intervención de los hermanos; esto puede causar problemas en lugar de producir el bien.
Hay diferentes disciplinas a ejercer, la mayoría de las cuales son desconocidas, hasta tal punto que muchos han terminado por no saber exactamente lo que es la disciplina, creyendo que solo significa la exclusión, de acuerdo con 1 Corintios 5:13. También es posible que estas diversas disciplinas apenas se ejerzan porque de hecho a veces ignoramos lo que es la disciplina y cuál es su verdadero propósito.
¿No decimos muy a menudo: “tal está bajo disciplina”, para dejar claro que ha sido apartado de la comunión? Sin embargo, si ha sido excluido, ya no está bajo disciplina. Fue excluido precisamente porque todas las formas de disciplina resultaron ineficaces (suponiendo que las cosas se hicieron de acuerdo con las enseñanzas de la Palabra). La Iglesia, quitando de sí misma a quien tiene el carácter de «malvado», declara a este respecto que ya no había ninguna disciplina por ejercer. La Palabra, si nos exhorta a abstenernos de «disputas de palabras» (1 Tim. 6:4), es notablemente precisa en sus palabras. Muy a menudo, para hacernos perder de vista ciertas verdades, el enemigo nos lleva a usar expresiones cuyo significado está distorsionado; poco a poco, estas expresiones son tan comúnmente usadas que muchos llegan a creer que han sido tomadas de la Escritura.
¡Así es como, insensible e inconscientemente, tendemos a desviarnos de la verdad! La expresión “está bajo disciplina” se ha repetido tanto, para hablar de alguien fuera de comunión, que en la mente de muchos es la expresión bíblica y no hay otra disciplina que la exclusión. ¿Qué pasa entonces? O, indecisos en algunos casos, y con razón, frente a la exclusión, no hacemos nada, no ejercemos ningún cuidado, ninguna de las «disciplinas» sobre las cuales la Palabra nos enseña y a las cuales sería apropiado recurrir –o pronunciamos una exclusión cuando era necesario ejercer, en primer lugar, las disciplinas apropiadas.
Mateo 18:15 da enseñanzas relacionadas con la disciplina que se ha llamado “disciplina fraterna”: se trata de un pecado cometido por un hermano contra otro hermano. J.N.D. escribió: “Este pasaje asume que un hermano ofendió a otro. Este es un caso similar al que, según la ley, requería sacrificio por el delito del que se habla en estos términos: «Cuando una persona pecare e hiciere prevaricación contra Jehová, y negare a su prójimo lo encomendado o dejado en su mano, o bien robare o calumniare a su prójimo, o habiendo hallado lo perdido después lo negare, y jurare en falso… Y para expiación de su culpa traerá a Jehová un carnero sin defecto de los rebaños, conforme a tu estimación, y lo dará al sacerdote para la expiación… Y obtendrá perdón de cualquiera de todas las cosas en que suele ofender» (Lev. 5:20-26)”. –(Tratado sobre la disciplina, página 7).
Si constantemente manifestáramos los caracteres mencionados en los primeros tres versículos de Efesios 4, no habría desorden ni confusión en las iglesias, guardaríamos «la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz». Pero apenas sabemos cómo poner en práctica estas exhortaciones y a veces “pecamos contra nuestro hermano”. Si no se resuelve, puede convertirse en una «raíz de amargura» (Hebr. 12:15) que dará lugar a una multitud de brotes y que será, a menos que la gracia del Señor intervenga, causa de inquietud y de graves dificultades.
Si «tu hermano peca contra ti», ¿qué se debe hacer? –«ve y repréndelo a solas; si te escucha, has ganado a tu hermano». Cuántas dificultades se evitarían si se ejerciera esta disciplina, y con el espíritu adecuado, porque, como hemos notado, se puede hacer mucho daño y agravar singularmente una situación delicada yendo a reprender a su hermano si no se está preparado para ello. Desgraciadamente, muy a menudo, esto será referido aquí y allá, con el riesgo de causar problemas en las familias y en las iglesias. ¡Cuántas veces ha sucedido esto, y quién puede decir el daño que se ha hecho de esta manera!
El camino de Dios a veces aparece muy complicado; al final, siempre es el más sencillo. ¡Pero es un camino de ejercicios con él! No es posible actuar de acuerdo a las enseñanzas de Mateo 18:15 a menos que uno haya estado, en primer lugar, profundamente ejercitado con Dios. Solo él puede llevarnos al estado adecuado para obedecer este mandato: «Ve», y darnos las palabras necesarias para seguir esta exhortación: «Repréndelo». En efecto, hay que reprender según Levítico 19:17: «No aborrecerás a tu hermano en tu corazón; razonarás con tu prójimo, para que no participes de su pecado». Si no reprendemos a nuestro hermano, cuando es útil, participaremos «de su pecado»; este es un aspecto que normalmente se pierde de vista. Si es justo que la reprensión sea hecha, debe ser hecha con mucha gracia. Por lo tanto, es comprensible que siempre sea difícil de ejercer. Motivos que deberían excluirse a veces nos hacen actuar, de modo que la palabra de reprensión es rechazada por aquel a la que va dirigida. Debe venir del Señor y que sea sentida verdaderamente; si es así, si se ha hecho «a solas», la mayor parte del tiempo, el hermano que ha pecado contra su hermano escuchará, habrá sido «ganado». Si nuestro hermano no escucha, conviene que primero nos hagamos esta pregunta: ¿he actuado hacia él en el espíritu que está de acuerdo con la Palabra? Esto nos llevará, sin duda, a nuevos ejercicios con Dios, que no carecerán de frutos en lo que nos concierne y quizás nos permitirán hacer efectivo un nuevo enfoque esta vez. “Si he ganado a mi hermano, el caso no irá más allá. Su culpa debe ser olvidada. Jamás debo volver a evocarla. La iglesia no sabrá nada al respecto, ni nadie más, con la única excepción de nosotros dos” (J.N.D. – Tratado sobre la disciplina, p. 8).
Puede suceder, sin embargo, que el que ha pecado no escuche; en este caso, el asunto debe establecerse ante dos o tres testigos para que, si este hermano se niega a escuchar por segunda vez como lo hizo la primera vez, la iglesia pueda ser informada. ¡Ya no son los hermanos los que intervienen, sino la iglesia, y es grave no querer escuchar a la iglesia! Cuando esto es así, hay una forma particular de disciplina: «Si no escucha a la iglesia, sea para ti como un gentil y un cobrador de impuestos». Se ha dicho que se trata de una norma de conducta individual –no de la exclusión del culpable por parte de la iglesia– y que se traduce en una posición individual de un hermano hacia otro hermano (J.N.D. – Tratado sobre la disciplina, p. 8). La orden dirigida al hermano contra el que se cometió el pecado es la siguiente: ¡No tengas nada que ver con el que pecó contra ti! Es más que una posición de reserva, es una marginación. La observación de esta actitud debe tocar la conciencia del culpable y ese es el propósito para el que se ejerce esta disciplina: hablarle a la conciencia. Este es uno de los objetivos de cualquier disciplina. Puede ser que la iglesia necesite intervenir de otra manera y que las cosas lleguen hasta el punto en que se tenga que apartar de la comunión al que ha pecado, pero no es desde este punto de vista que la disciplina se considera en Mateo 18:15.
Gálatas 6:1 da enseñanzas acerca de otra forma de disciplina individual que ha sido llamada disciplina paterna. Es ejercida por un hermano «espiritual» hacia alguien que «es sorprendido en alguna falta». Por lo tanto, no es una disciplina de iglesia. El ejercicio de la disciplina paterna puede enmendar a quien le era necesario, para que la culpa por la que fue sorprendido y juzgado nunca salga a la luz, la iglesia no tendrá que ocuparse de ello. Como hemos señalado, hay una posición de superioridad, acompañada de gracia, hacia la persona sobre la que se ejerce tal disciplina, que es sorprendida «por alguna falta» (J.N.D. – Tratado sobre la disciplina, p. 11). Esta posición es el resultado de la experiencia y de una capacidad espiritual que da la autoridad moral, como la gracia, necesaria para actuar en el espíritu de Gálatas 6:1.