Índice general
El cristiano
Filipenses 3
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
Este nombre de cristiano se menciona por primera vez en Hechos 11:26. Fue dado a los discípulos del Señor Jesús en Antioquía. El motivo parece ser notable; y es de desear que cada uno de los que se llaman del nombre de Cristo sea en igual grado un ejemplo práctico de lo que él significa.
La vida de esos primeros cristianos, que amaban de corazón a su Salvador, era a tal punto la reproducción de aquella de Cristo que se tuvo a bien llamarlos así; tocante a su conducta, era a la verdad un hermoso testimonio que se les tributaba. ¿Y no nos corresponde a nosotros, que tenemos las Escrituras, manifestar aun más el carácter de nuestro divino Maestro durante su ausencia? Pero para esto importa vivir Cristo, estar unidos a él de todo corazón. Si queremos definir lo que es el cristiano, ¿cómo expresarlo mejor que por las palabras del apóstol Pablo? ¡Ojalá digamos todos como él: «Para mí el vivir es Cristo» (Fil. 1:21)!
Ahora bien, estas palabras no quieren decir solamente que el que habla así tiene a Cristo por su vida, o que es un hijo de Dios; suponen además que su Persona es el único tesoro de su alma y el móvil de sus acciones. Así ese digno cristiano se nombra, en Filipenses 1:1, «siervo de Jesucristo». Y se presenta como ejemplo a los que habla; y, por consiguiente, a nosotros también (véase 3:17).
Detengámonos, pues, en el capítulo 3 de esta epístola para considerar tres cosas importantes relativas al verdadero cristiano. La primera implica estar de acuerdo con Él en lo que atañe a la conciencia, o, en otros términos, tener delante de él buena conciencia, sabiendo que toda la cuestión del pecado quedó definitivamente arreglada. Se trata, pues, de andar con Dios; por esta razón consideremos ahora:
1 - La justicia del cristiano
Antes de saber en qué consiste, veamos un poco lo que ella es. El apóstol Pablo gozaba de grandes ventajas religiosas, a las cuales alude para mostrarnos el concepto que tenía de ellas después de su conversión. Era «del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible» (Fil. 3:5-6). Antes de conocer a Cristo, se jactaba de una justicia a la cual se aferraba con toda su alma. Delante de los hombres no tenía de qué reprocharse; mas a los ojos de Dios, ¿cuál era el verdadero valor de semejante justicia, puesto que era enemigo de Cristo? Durante los tres días que estuvo en Damasco, sin ver, ni comer, ni beber, lo supo de manera penosa (Hec. 9:1-22). Allí tuvo la convicción de que, en él, en su carne –la de un hombre religioso– no moraba el bien. No solo llegó a entender que toda su justicia era delante de Dios como «basura» (Fil. 3:8), sino que él mismo, su naturaleza, era condenable enteramente.
Surge entonces una pregunta: ¿Dónde hallar, pues, una justicia que Dios reconozca como válida, para que seamos aceptos delante de Él? Pablo no tardó en saberlo y, por gracia, se revistió de ella, apenas Ananías le hubo entregado su mensaje: «Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre» (Hec. 22:16).
La justicia que comentamos no es, pues, una justicia humana; es aquella de Dios, revelada en el Evangelio (Rom. 1:17). Es «para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron» (Rom. 3:22-23). Esta justicia es Cristo mismo; nos ha sido hecho por Dios justificación (véase Rom. 3:25-26; 1 Cor. 1:30).
Al poseer a Cristo, por la fe, como su justicia, Pablo podía decir, en cuanto a todas sus pretendidas ventajas religiosas: «Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo» (Fil. 3:7). En adelante podrá gloriarse en la cruz de su Señor que puso fin a su estado de hombre en Adam. Es feliz de ser hallado en Cristo, vestido no de su justicia que era aquella de la ley, sino de la justicia divina, mediante la fe. Esta es la posición del cristiano delante de Dios: está «en Cristo» (Efe. 1:3).
Veamos ahora cuál es:
2 - El objeto del cristiano
Son múltiples los objetos a los cuales el hombre «en Adán» (1 Cor. 15:22) se apega, y por los cuales se forma su carácter particular. Unos buscan la ciencia, otros las riquezas, etc.; y si alguien supone haber encontrado un objeto que parece responder a sus aspiraciones, su deseo tiende a realizarlo siempre más. Todos los cálculos, todos los esfuerzos llevan a ese fin. Ahora bien, ¿podrá el corazón estar satisfecho de esas cosas? Sabemos que no es posible.
El cristiano es hecho participante de una nueva vida: Él es su vida, y esta tiene otros pensamientos, otros sentimientos, otros anhelos; introduce a quien la posee en una esfera enteramente nueva, donde Cristo resucitado es absolutamente el todo; y si él es la vida del cristiano, por consiguiente, es también el objeto de sus nuevos afectos. De ahí la exhortación: «Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col. 3:1-3).
Escuchemos, a este efecto, lo que declara el apóstol en este capítulo: «Ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo» (Fil. 3:8). ¿Lo entendemos? Considera el tesoro que posee y nos cuenta su valor; luego, conceptuando toda otra cosa como estiércol, su noble ambición lo impele a conocer a Cristo siempre más, habiendo abandonado todo lo que antes le atraía.
Si se quiere conocer a alguien personalmente, es preciso considerar el objeto que persigue; su condición social no determina su carácter. El hombre ajeno a la vida de Dios, persigue sus propios pensamientos y busca en este mundo el centro de sus afectos. No debe ser así con el cristiano; su meta está en otra dirección. Si sus miradas se desvían de Cristo para fijarse en las cosas que el mundo ofrece, no puede sino resultar una pérdida inmensa para él y un debilitamiento espiritual seguro, sin hablar del efecto producido por su testimonio. Pablo nos da un hermoso ejemplo de fidelidad, y nos dice también: «Sed imitadores de mí» (v. 17).
¿Cómo no hará la felicidad de los rescatados, el objeto de las delicias del Padre? ¿Tendremos acaso en la gloria un objeto diferente? Evidentemente no. Hagámoslo nuestro por la fe, para nuestra entera bendición, y lo manifestaremos en nuestro andar. Al realizarlo, digamos como Pablo: «Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál. 2:20).
Notemos todavía esto: Aquel a quien el apóstol amaba, era también su Señor; se complace en reconocer su autoridad sobre él, y en servirle. Ese valiente «siervo de Jesucristo» vivía a Cristo sin cesar; y he aquí su exhortación: «Mirad a los que así se conducen según el ejemplo que tenéis en nosotros» (Fil. 3:17).
Para terminar, diremos algunas palabras sobre:
3 - La esperanza del cristiano
Mientras estamos en la tierra, no podemos realizar la suma de privilegios que la gracia nos otorga: nuestro conocimiento es parcial y nuestro gozo muy limitado. Vendrá el momento, y no está lejos, cuando conoceremos como somos conocidos, cuando estaremos para siempre con Cristo, «semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2). Nuestra esperanza es comparable al ancla de un navío; «penetra hasta dentro del velo», en el cielo, «donde Jesús entró por nosotros como precursor» (Hebr. 6:19-20). Cristo glorificado es la roca sobre la cual se echa el ancla, y la fe puede compararse al cable que retiene el ancla. ¡Qué diferencia con la esperanza del hombre pecador! Este tiene sus objetos en la tierra, donde todo es pasajero; mientras que, para el cristiano, subsisten más allá de la muerte. La primera embarga el corazón de duda; la segunda lo llena de certidumbre y gozo.
Cristo mismo es la esperanza bienaventurada del cristiano; y los efectos que produce en el alma son preciosos (Tito 2:12-13): ella es purificante (1 Juan 3:3), alentadora (1 Tes. 4:18), regocijadora (Rom. 12:12) porque es viva (1 Pe. 1:3), y se vincula a la nueva vida que poseemos.
La esperanza del creyente, que consideramos en Filipenses 3:20-21, se expresa en estos términos: «Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas». El cristiano disfruta del privilegio de vivir, por la fe, en los cielos; y de allí aguarda como Salvador, en cuanto a su cuerpo, al que ya lo reconcilió con Dios por su muerte. Entonces la salvación se consumará en la gloria, y la realidad hará lugar a lo que entrevemos ahora. El Evangelio nos hace así conocer la persona de Cristo, como nuestra justicia, como el objeto de nuestro corazón, y también como nuestra esperanza viva.
¡Quiera Dios que realicemos para su gloria tal bendición, manifestando en nuestro andar la promesa de nuestro Salvador que es también nuestra vida!